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Había cuatro personas además de él mismo en la sala de espera y ninguna parecía enferma. La rubia de piel morena con el chándal de diseño rebosaba salud, su cuerpo era puro músculo, sus manos puros tendones dorados, excepto las uñas pintadas de rojo y las manchas de nicotina en el índice derecho. La mujer cambió de asiento cuando una niña de dos años llegó con su madre y se sentó en la silla a su lado. Ahora la mujer rubia con el chándal estaba lo más lejos posible, a dos sillas de él y a tres del anciano sentado con las rodillas juntas, las manos aferradas a la gorra a cuadros apoyada sobre los muslos y la mirada fija en el tablero donde aparecían los nombres de los médicos.

Cada uno de los doctores tenía una luz encima del nombre y un gancho debajo en el que colgaban aros de colores: luz y aros rojos para el doctor Moss, verde para el doctor Akande, azul para el doctor Wolf. Wexford vio que el viejo tenía un aro rojo, la madre de la niña uno azul, cosa que él ya esperaba, la preferencia por el hombre anciano en un caso, por la mujer en el otro. La mujer del chándal no tenía ninguno. O bien no sabía que debías presentarte en recepción o no se había querido molestar. Wexford se preguntó por qué la mujer no había preferido venir como paciente privada con una hora de visita en lugar de verse obligada a esperar inquieta e impaciente.

La niña, cansada de corretear por la hilera de sillas, dedicó su atención a las revistas sobre la mesa de centro y comenzó a arrancarles las tapas. ¿Cuál de las dos era la enferma, la niña o su pálida y obesa madre? Nadie dijo una palabra para detener los destrozos, aunque el anciano miró enfadado y la mujer del chándal hizo una cosa imperdonable, escandalosa. Metió la mano en el bolso de piel de cocodrilo, sacó una caja plana de oro, cuya función hubiese sido un misterio para la mayoría de personas menores de treinta años, cogió un cigarrillo y lo encendió con un mechero de oro.

Wexford, que disfrutaba de la distracción que le hacía olvidar su ansiedad, se quedó fascinado. Al menos tres carteles, entre las recomendaciones a usar condones, vacunar a los niños y a controlar el peso, prohibían fumar. ¿Qué pasaría? ¿Había algún sistema que permitiera detectar en la recepción o en el dispensario el humo en la sala de espera?

La madre de la niña reaccionó, no con una palabra a la mujer del chándal sino olisqueando, mientras le daba un violento tirón a su hija y le propinaba un bofetón. La niña comenzó a llorar a gritos. El anciano meneó la cabeza apesadumbrado. Para asombro de Wexford, la fumadora se volvió hacia él y le habló sin preámbulos.

– Llamé al doctor pero se negó a venir. ¿No es sorprendente? Me vi obligada a venir aquí en persona.

Wexford comentó algo sobre los médicos que no hacen visitas a domicilio excepto en casos graves.

– ¿Cómo puede saber si es grave sin venir? -La mujer interpretó correctamente la mirada incrédula de Wexford-. Oh, no es para mí -dijo, después añadió algo más increíble-, es para uno de mis sirvientes.

Deseó saber algo más pero perdió la ocasión. Ocurrieron dos cosas en el mismo momento. Se encendió la luz azul del doctor Wolf y entró la enfermera.

– Por favor, apague el cigarrillo -dijo con voz firme-. ¿No ha visto el cartel?

La mujer del chándal había agravado el delito tirando la ceniza al suelo. Sin duda habría tirado la colilla en el mismo lugar de no haber sido por la enfermera que se la quitó con un gruñido de asco y se la llevó a otra región impoluta. La culpable, sin avergonzarse por lo ocurrido, alzó los hombros y obsequió a Wexford con una sonrisa radiante. Madre e hija abandonaron la sala de espera en busca del doctor Wolf en el instante que entraban dos pacientes masculinos y se encendía la luz del doctor Akande. «Ya está -pensó Wexford, dominado otra vez por el miedo-, ahora lo sabré.» Colgó el anillo verde y salió sin mirar atrás. En el acto fue como si aquellas personas no hubiesen existido, como si ninguna de aquellas cosas hubiera sucedido.

¿Supongamos que se caía mientras recoma el corto pasillo hasta el consultorio del doctor Akande? Ya se había caído dos veces esta mañana. «Estoy en el lugar adecuado -pensó-, la consulta de un médico. No -se corrigió a sí mismo- no seas anticuado, el centro médico. El mejor lugar para ponerse enfermo. Si es algo en el cerebro, un tumor, un coágulo…» Llamó a la puerta, aunque la mayoría de los pacientes no lo hacían.

– Pase -dijo Raymond Akande.

Esta era la segunda vez que Wexford le visitaba desde que Akande se hizo cargo de la consulta tras la jubilación del doctor Crocker, y la primera visita había sido para que le pusieran la inyección antitetánica cuando se cortó en el jardín. Quería creer que había una especie de afinidad entre ellos, que se caían bien el uno al otro. Y entonces se reprochó a sí mismo por pensar de esta manera, por darle importancia, porque sabía muy bien que no se habría preocupado de no haber sido Akande quien era.

Sin embargo, esta mañana se olvidó de todo lo demás. Sólo se preocupaba de sí mismo, del miedo, de los espantosos síntomas. Mantuvo la calma, e intentó ser objetivo mientras los describía, la forma como se había caído de bruces al levantarse de la cama, la pérdida de equilibrio, ver cómo se desplomaba.

– ¿Dolor de cabeza? -preguntó el doctor Akande-. ¿Náuseas?

No, nada de eso, contestó Wexford, atento al rayo de esperanza que se colaba por la puerta que abría Akande. Sí, había tenido un amago de resfriado. Pero, verá, hace unos años sufrí una trombosis en el ojo y desde entonces… Bueno, le había preocupado que pudiera repetirse algo parecido, quizá. Dios no quiera, una apoplejía.

– Pensé en el síndrome de Ménière -comentó imprudente.

– No soy partidario de prohibir los libros -afirmó el doctor-, pero yo mismo me encargaría de quemar todos los diccionarios médicos.

– Vaya, reconozco que consulté uno -admitió Wexford-. Por lo que leí no tengo los mismos síntomas, aparte de las caídas.

– ¿Por qué no se limita a lo suyo y me deja a mí el diagnóstico?

Él estaba más que dispuesto. Akande le examinó la cabeza, el pecho y le probó los reflejos.

– ¿Condujo el coche hasta aquí?

Wexford asintió con el corazón en la boca.

– Bueno, no conduzca. Al menos por unos días. Desde luego que ahora puede volver a casa en su coche. La mitad de la gente de Kingsmarkham tiene este virus. Yo también.

– ¿Un virus?

– Así es. Es divertido, al parecer afecta a los canales semicirculares de los oídos y ahí está el control del equilibrio.

– ¿Es sólo un virus? ¿Un virus te puede hacer caer así, sin más? Ayer me quedé tumbado en el jardín.

– Supongo que no ha tenido visiones. ¿Nadie diciéndole que deje en paz a los pelmazos?

– ¿Quiere decir que las visiones son otro de los síntomas? Ah, no, ya le entiendo. Como en el camino a Damasco. ¿No me irá a decir que Pablo también tenía un virus?

– La opinión general es que era epiléptico -contestó Akande con una carcajada-. No, no se confunda. Esto es un virus, se lo juro, no un caso de epilepsia espontánea. No le recetaré nada. Se le pasará en un par de días. De hecho, me sorprendería si me dice que ahora mismo ya no se siente mejor después de saber que no tiene un tumor cerebral.

– ¿Cómo sabe…? Vaya, supongo que conoce muy bien los terrores irracionales de los pacientes.

– Es comprensible. Si no son los libros de medicina, son los periódicos los que les impiden olvidarse de su salud aunque sólo fueran cinco minutos.

Akande se levantó y le tendió la mano. Wexford pensó que era una costumbre agradable, estrechar las manos de los pacientes, como seguramente hacían los doctores años atrás cuando visitaban a domicilio y enviaban la factura.

– La gente es muy curiosa -comentó el doctor-. Verá, ahora mismo espero a alguien que viene en lugar de su cocinera. Envíe a la cocinera, le dije, pero al parecer no es posible. Tengo la sensación -sin ningún fundamento, lo reconozco, sólo una intuición-, de que no se alegrará mucho cuando descubra que soy lo que el jefe de mi suegro llama «un hombre de color».

Por una vez, Wexford se quedó sin palabras.

– ¿Le he molestado? Lo lamento. Estas cosas siempre están a flor de piel y a veces asoman.

– No me ha molestado -replicó Wexford-. Sólo que no se me ocurre nada que pueda ser… digamos, una refutación o un consuelo. Es innecesario decirle que estoy de acuerdo.

Akande le dio una palmada en el hombro, o al menos una que apuntaba al hombro pero que aterrizó en el brazo.

– Tómese un par de días de descanso. El jueves ya estará bien.

A medio camino por el pasillo, Wexford se cruzó con la rubia que se dirigía al consultorio de Akande. «Sé que perderé a la cocinera, me lo veo venir», murmuró la mujer al pasar a su lado. Un miasma que era una mezcla de Paloma Picasso y Rothman Kingsize flotó en su estela. No se refería a que la cocinera estaba a punto de morir, ¿verdad?

Wexford siguió su marcha con garbo, abriendo las puertas dobles de la salida. Sólo uno de los coches en el aparcamiento podía ser de la mujer, el Lotus Elan con la matrícula personal, AK 3. Sin duda le había costado un dineral, era uno de los primeros. ¿Annabel King? se preguntó. ¿Anne Knight? ¿Alison Kendall? No había muchos apellidos ingleses que comenzaran por K, pero desde luego ella no era de origen inglés. Pensó en un nombre ridículo. Anna Karenina.

Akande había dicho que podía conducir de regreso a casa. En realidad, Wexford hubiera preferido regresar a pie, le encantaba la idea de caminar ahora que ya no se caía ni tenía miedo de caerse. La mente era una cosa curiosa, lo que era capaz de hacer con el cuerpo. Si dejaba el coche aquí tendría que venir a recogerlo más tarde.

La mujer joven bajó como un pato los cuatro escalones del centro médico y la niña los bajó a saltitos. De muy buen ánimo, Wexford bajó la ventanilla y les preguntó si querían que las llevara. A cualquier parte, estaba dispuesto a conducir lo que hiciera falta.

– No aceptamos invitaciones de desconocidos. -La mujer le preguntó a la niña casi a gritos: -¿No es así, Kelly?

Rechazado, Wexford retiró la cabeza. Ella tenía razón. Se había comportado con sensatez y él no. Quizás él fuera un violador y un pedófilo que ocultaba sus siniestros propósitos con una visita al médico. Al salir pasó junto a un coche que le había llamado la atención al llegar, un viejo Ford Escort repintado de color rosa fuerte. Apenas se veían coches rosa. ¿De quién sería? Tenía una excelente memoria eidética, recordaba las caras y los lugares a todo color, pero se olvidaba de los nombres.

Tomó por South Queen Street. Le alegraba darle la buena noticia a Dora y se entretuvo pensando en lo que podría haber sido, el horror, el miedo compartido, el poner buenas caras ante la adversidad, de haber tenido que comunicarle que tema una cita en el hospital para que le hicieran una exploración con el escáner. No ocurriría, pero ¿habría tenido el valor de afrontarlo? ¿Le hubiera dicho una mentira?

En ese caso hubiera tenido que mentir a tres personas. Al doblar para entrar en el garaje de su casa, vio el coche de Neil aparcado en el lado izquierdo para dejar el paso libre. Mejor dicho el coche de Neil y Sylvia, porque ahora lo compartían. Sylvia había vendido el suyo cuando perdió el trabajo. Tal como estaban las cosas, quizá ni siquiera podrían permitirse tener uno.

«Debería dar gracias -pensó-, sentirme halagado. No todos los hijos vuelven corriendo al regazo de papá y mamá cuando las cosas vienen mal dadas.» Los suyos siempre lo hacían. Su reacción era injusta, el preguntarse en cuanto vio el coche: ¿ahora qué pasa?

La adversidad es buena para algunos matrimonios. La pareja mal avenida olvida las rencillas y permanece unida contra el mundo. No siempre. Y las cosas han de ir muy mal antes de que esto ocurra. El matrimonio de la hija mayor de Wexford iba mal desde hacía mucho y se distinguía de los otros matrimonios malos en que ella y Neil se empecinaban en estar juntos, siempre buscando nuevas soluciones, en beneficio de sus dos hijos.

Neil le dijo una vez a su suegro: «La quiero. De verdad que la quiero», pero de eso hacía mucho tiempo. Desde entonces se habían derramado muchas lágrimas y dicho muchas cosas crueles. En numerosas ocasiones Sylvia había traído los niños a casa de los abuelos y también otras tantas Neil se había instalado en un motel en Eastbourne Road. El que Sylvia asistiera a clases para mejorar su educación y trabajara en los servicios sociales no resolvió los problemas. Tampoco sirvieron las vacaciones de lujo en el extranjero ni las mudanzas a casas más grandes y mejores. Al menos, el dinero o su falta nunca había sido un problema. Teman suficiente, más que suficiente.

Hasta ahora. Hasta que el taller de arquitectura del padre de Neil (dos socios, padre e hijo) sintió la recesión, después su acoso, hasta que se vieron obligados a cerrar. Neil llevaba cinco semanas sin trabajo, Sylvia casi seis meses.

Wexford entró en la casa y permaneció por un momento junto a la puerta, escuchando las voces. La de Dora mesurada y calma, la de Neil indignada, incrédula, la de Sylvia exaltada. No dudó de que le esperaban, habían venido seguros de encontrarle bien dispuesto a olvidarse del tumor cerebral o de la embolia para atender a su lista de quejas: la falta de trabajo, la ausencia de perspectivas, el atraso de la hipoteca.

Abrió la puerta de la sala y Sylvia se le echó encima, rodeándole el cuello con los brazos. Era una mujer alta y fuerte, capaz de abrazarle sin encontrarse sujetándole la cintura. Por un momento pensó que el afecto de su hija lo motivaba la preocupación por su salud, por su vida.

– ¿Papá? -gimió Sylvia-. ¿Papá, qué crees que nos ha pasado? Es increíble pero es cierto. No te lo creerás. Neil cobrará del paro.

– No es exactamente el paro, cariño -le corrigió Neil, utilizando un apelativo cariñoso que Wexford no le escuchaba desde hacía mucho-. No es el paro. Es el seguro de desempleo.

– Viene a ser lo mismo. Seguridad social, seguro, subsidio. Es horroroso tener que vemos así.

Resultaba interesante escuchar cómo la voz suave y discreta de Dora penetraba en esta estridencia. La cortó como un alambre corta una horma de queso duro.

– ¿Qué dijo el doctor Akande, Reg?

– Es un virus. Al parecer, lo tiene medio mundo. Me recomendó un par de días de descanso, eso es todo.

– Ya te lo hubiese dicho yo -intervino Sylvia con un bufido-. Lo pasé la semana pasada. Apenas si podía mantenerme de pie.

– Pues es una pena que no me lo hayas dicho, Sylvia.

– Tengo cosas más importantes en que pensar, ¿no crees? Me troncharía de risa si sólo tuviera que soportar un poco de mareo. Ahora que estás aquí, papá, quizá consigas evitar que Neil haga esto. Yo no puedo, nunca hace caso de lo que le digo. Cualquiera influye más en él que su propia esposa.

– ¿Evitar que haga qué? -preguntó Wexford.

– Te lo acabo de decir. Ir al, ¿cómo se llama?, el ESJ. No sé a qué corresponden las siglas pero sé lo que es, la combinación entre el paro y las ofertas de trabajo. Ya no lo llaman así, ¿verdad?

– Hace años que no lo llaman así -dijo Neil-. El Centro de Trabajo.

– ¿Por qué debe evitarlo? -quiso saber Wexford.

– Porque es odioso, es degradante, no es un lugar para gente como nosotros.

– ¿Y qué hace la gente como nosotros? -preguntó Wexford con un tono que debió servir de advertencia a su hija.

– Encontrar algo en las ofertas de trabajo de The Times.

Neil se echó a reír y Wexford, su enfado convertido en pena, sonrió entristecido. Neil llevaba semanas leyendo las ofertas de trabajo. Le había comentado a su suegro que había escrito más de trescientas solicitudes, todas en vano.

– The Times no te da dinero -afirmó Neil, y Wexford, a diferencia de Sylvia, captó la amargura en su voz-. Además, quiero saber qué pasa con nuestra hipoteca. Quizá puedan hacer algo para evitar que la constructora se quede con la casa. Yo no puedo. Tal vez me aconsejen qué hacer con la escuela de los chicos, aunque no sea para decimos si debemos enviarlos a la pública. En cualquier caso, conseguiré dinero. ¿Cómo llaman lo que te envían? ¿Un giro? Son cosas que debo saber, Reg, y cuanto antes, mejor. Sólo nos quedan doscientas setenta libras en la cuenta conjunta y es la única que tenemos. Casi es mejor así porque te preguntan cuánto tienes ahorrado antes de darte nada.

– ¿Quieres un préstamo? -preguntó Wexford en voz baja-. Podemos prestarte algo. -Pensó y después tragó saliva antes de añadir-: ¿Digamos mil?

– Gracias, Reg, muchas gracias, pero no. Sólo servirá para demorar el momento de la verdad. Te agradezco la oferta. Los préstamos hay que devolverlos y no veo cómo pagártelo, aunque pasen años. -Neil consultó su reloj-. Debo irme. Mi cita con el consejero de nuevas solicitudes es a la diez y media.

– Ah, ¿te han dado una cita? -comentó Dora sin pensar lo que decía.

Era curioso ver cómo una sonrisa entristecía un rostro. Neil no llegó a dar un respingo.

– ¿Ves como el estar en paro te degrada? Ya no estoy entre aquellos que esperan un trato cortés. Ahora soy uno de la cola, los camareros de la fila que tienen la suerte de que al menos les atiendan, a los que envían a casa sin nada y les dicen que vuelvan mañana. Probablemente también he perdido mi estilo y mi apellido. Alguien saldrá y gritará: «Neil, el señor Stanton le recibirá ahora». A la una menos diez aunque esté citado a las diez y media.

– Lo siento, Neil, no quería…

– No, desde luego que no. Es inconsciente. Mejor dicho, es un cambio que hace la consciencia, un ajuste en la manera de pensar sobre un próspero arquitecto con más encargos de los que puede atender y alguien que está sin trabajo. Tengo que irme.

No se llevó el coche. Sylvia lo necesitaba. Iría a pie las ocho manzanas hasta el ESJ, y después…

– Cojera el autobús -dijo Sylvia-. ¿Por qué no? Yo lo hago la mitad de las veces. Si sólo hay cuatro al día, mala suerte. Tenemos que ahorrar gasolina. Espero que pueda caminar ocho kilómetros. Tú decías que tu abuelo caminaba ocho kilómetros para ir a la escuela y otros ocho para volver cuando sólo tenía diez años.

A Wexford no le gustó el tono desesperanzado en la voz de su hija por mucho que deploraba su autocompasión y su petulancia. Escuchó a Dora ofrecer quedarse con los niños durante el fin de semana para que Sylvia y Neil pudieran ir solos a alguna parte, aunque solo fueran a Londres donde vivía la hermana de Neil, y secundó la idea quizá con demasiado entusiasmo.

– Cuando pienso -dijo Sylvia, que era dada a los recuerdos tristes-, lo que sufrí para ser asistente social. -Despidió a su marido con un gesto y continuó cuando él aún podía escucharle-. Neil no fue capaz de cambiar su estilo de vida para ayudarme. Tuve que buscar a alguien para que cuidara de los niños. Algunas veces trabajaba hasta la medianoche. ¿Y para qué ha servido tanto esfuerzo?

– Las cosas acabarán por mejorar, cariño -la animó Dora.

– Nunca conseguiré otro trabajo en el servicio social, lo presiento. ¿Recuerdas aquellos niños de Stowerton, papá? ¿Los chicos que dejaron solos?

Wexford hizo memoria. Dos agentes habían recibido a los padres en Gatwick cuando bajaron de un avión procedente de Tenerife.

– ¿No se llamaban Epson? Él era negro y ella blanca…

– ¿Qué tiene que ver eso con el asunto? ¿Por qué meter el racismo por en medio? Aquel fue mi último trabajo de asistente social antes de los recortes. Nunca imaginé que volvería a ser ama de casa antes de que aquellos niños regresaran con sus padres. ¿De verdad quieres tener a los niños el fin de semana, mamá?

Aquella era la mujer que había visto conduciendo el coche rosa. Fiona Epson. No es que fuera importante. Wexford se preguntó si debía acostarse o desafiar al médico y regresar al trabajo. Ganó el trabajo. Cuando salía de la casa oyó a Sylvia informando a su madre sobre lo que ella llamaba formas aceptables de lo políticamente correcto.