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Al día siguiente Harry me llamó al busca utilizando un código numérico prefijado para decirme que había cargado información a un BBS que utilizamos. Supuse que se trataba de la dirección de Midori y Harry no me decepcionó.
Vivía en un pequeño complejo de apartamentos llamado Harajuku Badento Haitsu -Cumbres Verdes de Harajuku- al lado del Estadio Olímpico de Tokio diseñado en 1964 por Kenzo Tange. El moderno barrio de Harajuku es la zona fronteriza que atraviesa los largos silencios y los solemnes cedros japoneses del parque Yoyogi y el santuario Meiji, el frenesí y la locura de adolescentes aturullados por las compras de Takeshita-dori, y las boutiques y restaurantes elegantes de Omotesando.
Harry me había confirmado que Midori no tenía ningún vehículo matriculado a su nombre en la Jefatura de Tráfico de Tokio, lo cual significaba que viajaba en tren: o el JR, que tomaría en la estación de Harajuku, o una de las líneas de metro, a las que accedería en Meijijingu-mae u Omotesando.
El problema radicaba en que la estación del JR y las de metro estaban en direcciones contrarias, y era igual de probable que tomara una u otra. Dado que no había ningún punto de congestión camino de esas estaciones, carecía de criterio razonable para elegir una o la otra. Tendría que limitarme a encontrar el mejor lugar para esperar y observar y basar mi decisión en eso.
Omotesando-dori, el lugar donde estaban situadas las estaciones de metro, reunía las condiciones necesarias. Era conocido como «los Campos Elíseos de Tokio», si bien es cierto que sobre todo entre quienes nunca han estado en París. Se trata un largo bulevar comercial flanqueado de olmos cuyas hojas estrechas ofrecen primero una corona y luego una alfombra de color amarillo durante unos cuantos días cada otoño. Sus numerosos restaurantes y cafeterías son obra de arquitectos que tenían en mente el estilo parisino que a los paseantes les gusta mirar, lo cual me permitiría pasar una hora o dos observando la calle desde varios establecimientos sin llamar la atención.
Por todo ello, si no tenía mucha suerte, me esperaban unos cuantos días muy aburridos de esperas y observaciones. Pero Harry me ofreció una innovación que me salvó: se trataba de un método para convertir un teléfono en micrófono.
El truco sólo funciona con teléfonos digitales con sistema manos libres, con los que se puede llamar sin descolgar el auricular. La recepción queda amortiguada pero puede escucharse. Anticipándose a mi siguiente movimiento, Harry había probado la línea de Midori para mí y me había informado que era factible.
El sábado siguiente por la mañana a las diez en punto llegué a la cafetería Aoyama Blue Mountain de Omotesando-dori, equipado con una pequeña unidad que activaría el teléfono de Midori y un móvil para escuchar cualquier cosa a la que me conectara. Tomé asiento en una de las mesitas que daban a la calle y le pedí un café exprés a una camarera con aspecto aburrido. Mientras observaba el paso del gentío poco numeroso a media mañana, accioné la unidad y escuché un ligero silbido en el auricular, que me indicaba que se había establecido la conexión. Aparte de eso, silencio. No me quedaba más remedio que esperar.
Un equipo de obreros se había situado unos metros más abajo de la entrada del Blue Mountain para arreglar los baches de la carretera. Había cuatro trabajadores mezclando la grava y midiendo las cantidades correctas; dos hombres sobraban, pero la yakuza, la mafia japonesa, ejerce una gran influencia en la industria de la construcción e insiste en colocar a más obreros de los necesarios. El Gobierno, satisfecho por contar con otra vía más para la creación de empleo, es cómplice. Así el desempleo se mantiene a niveles tolerables socialmente. La máquina sigue funcionando.
Como viceministro del Kokudokotsusho, el padre de Midori se habría encargado de las obras y de la mayor parte de los grandes proyectos de obras públicas emprendidos en todo Japón. Habría estado bien involucrado en muchos de estos asuntos. No era de extrañar que alguien quisiera adelantar su muerte.
Dos hombres de mediana edad con traje y corbata negros, el vestuario moderno para los funerales en Japón, se marcharon de la cafetería y el aroma de grava caliente me llegó hasta la mesa. Ese olor me recordó mi niñez en Japón, los días de final del verano en que mi madre me acompañaba a la escuela para el primer día de curso. En esa época del año siempre parecía que las carreteras estaban en proceso de repavimentación y, para mí, ese tipo de obra sigue oliendo al presagio de una nueva tanda de acoso y ostracismo.
A veces siento que mi vida se ha dividido en segmentos. Yo los llamaría capítulos, pero las piezas están separadas de forma tan abrupta que al total le falta el tipo de continuidad que los capítulos le conferirían. El primer segmento termina con la muerte de mi padre, suceso que hizo añicos un mundo previsible y seguro, sustituido por la vulnerabilidad y el temor. Se produjo otra ruptura cuando recibí un breve telegrama militar comunicándome que mi madre había muerto y ofreciéndome un permiso de EEUU para el funeral. Con mi madre perdí un centro de gravedad emocional, una fuerza psíquica lejana que regulaba mi comportamiento, y me invadió una sensación de libertad nueva y espantosa. Camboya fue otra ruptura, un internamiento más en la penumbra.
Por extraño que parezca, el momento en que mi madre me llevó a EEUU desde nuestra casa de Japón no representa una línea divisoria, ni entonces ni ahora. Era un intruso en ambos lugares, y el traslado no hizo más que confirmar ese estado. Ninguna de mis excursiones geográficas subsiguientes resultó especialmente distinta. Durante una década a partir del funeral del Loco Genial vagué por la tierra como un sicario, tentando a la suerte para que me mataran, pero sobreviví porque una parte de mí ya estaba muerta.
Luché junto a los cristianos libaneses en Beirut cuando la CIA me reclutó para adiestrar a las guerrillas de los muyahidin que se enfrentaban a los soviéticos en Afganistán. Era perfecto: experiencia en combate y un historial de mercenario que permitía la negación más absoluta de mi existencia por parte del Gobierno.
Para mí siempre ha habido una guerra y la época anterior me parece irreal, de ensueño. La guerra es la base desde la que lo abordo todo. La guerra es lo único que conozco. ¿Conocéis la parábola budista?: «Un monje se despertó de un sueño en el que era una mariposa, entonces se preguntó si era una mariposa soñando que era un hombre».
Un poco después de las once, oí sonidos de movimiento en el apartamento de Midori. Pasos, luego agua que corría, lo que supuse que era una ducha. Caí en la cuenta de que trabajaba de noche, por lo que lo más probable era que se levantara tarde. Acto seguido, poco antes del mediodía, oí una puerta exterior que se cerraba y el clic mecánico de una cerradura y supe que por fin se ponía en marcha.
Pagué los dos cafés que me había tomado y salí a Omotesando-dori, donde me encaminé con tranquilidad hacia la estación de Harajuku. Quería llegar al paso elevado para peatones. Así disfrutaría de una vista panorámica, pero también me dejaría desprotegido, por lo que no podría quedarme demasiado rato.
Había calculado bien. Sólo tuve que esperar unos minutos en el paso elevado hasta que la vi. Se acercaba desde su bloque de apartamentos y giró a la derecha en Omotesando-dori. Desde allí me resultaba fácil seguirla.
Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y los ojos oscuros ocultos tras unas gafas de sol. Vestía unos pantalones negros ajustados y un jersey de pico también negro; caminaba con seguridad, con un rumbo claro. Tenía que reconocer que tenía buena presencia.
«Ya basta -me dije-. Su aspecto no tiene nada que ver con todo esto.»
Llevaba una bolsa de la compra que reconocí por su característico color de arce, era de Mulberry, el fabricante inglés de artículos de piel. Había una tienda en Minami Aoyama y me pregunté si se dirigía allí para devolver algo.
A media altura de Aoyama-dori entró en Paul Stuart. Podría haberla seguido al interior, fingir que nos encontrábamos por casualidad, pero tenía curiosidad por saber a qué otros sitios iba y decidí esperar. Me coloqué en la Galería Fouchet situada al otro lado de la calle, donde admiré varios cuadros que me permitían disfrutar de una vista de la calle hasta que salió, con una bolsa de Paul Stuart en mano, al cabo de veinte minutos.
Su siguiente parada fue en Nicole Farhi London. Esta vez la esperé en el mercado de flores de Aoyama, en la planta baja del edificio La Mia. A partir de allí siguió recorriendo una serie de calles secundarias anónimas de Omotesando, parándose periódicamente a echar un vistazo en alguna de las boutiques de la zona, hasta que salió a Koto-dori, donde giró a la derecha. La seguí desde el otro lado de la calle hasta que la vi entrar en Le Ciel Bleu.
Entré en la tienda de J. M. Weston a admirar los zapatos hechos a mano en los escaparates desde un ángulo que me permitía ver Le Ciel Bleu. Al parecer, tenía un gusto predominantemente europeo. Evitaba las tiendas grandes, incluso las caras. Parecía estar completando un círculo que la llevaría de vuelta a su apartamento. Y seguía llevando la bolsa de Mulberry.
Si de hecho se disponía a realizar una devolución, yo tenía la oportunidad de llegar antes. Era un riesgo porque si me quedaba allí y ella se iba por otro camino, la perdería. Pero si me anticipaba a ella y la esperaba en su siguiente parada, el encuentro parecería más fortuito y era menos probable que pensara que la seguía.
Salí de la tienda de Weston y subí con rapidez por Koto-dori, mirando escaparates al pasar para tener la cara girada con respecto a Midori. En cuanto me alejé de Le Ciel Bleu, crucé la calle y me introduje en Mulberry. Me encaminé a la sección de caballeros, donde le dije a la encargada que estaba mirando, y empecé a examinar algunos de los maletines expuestos.
Al cabo de cinco minutos ella entró en la tienda tal como yo esperaba, se quitó las gafas de sol y respondió al irrashaimase de bienvenida de la encargada con una ligera inclinación de cabeza. Manteniéndola en el límite de mi visión periférica, levanté un maletín como si quisiera saber cuánto pesaba. Desde aquel ángulo, noté que su mirada se detenía y permanecía fija más tiempo de lo normal al echar un vistazo casual por la tienda. Di al maletín un último vistazo, lo dejé en el estante y alcé la mirada. Ella seguía mirándome con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha.
Parpadeé una vez, como sorprendido, y me acerqué a ella.
– Kawamura-san -dije en japonés-. Qué grata sorpresa. La vi en el Club Alfie el viernes pasado. Estuvo fantástica.
Me repasó de arriba abajo en silencio antes de responder y me alegré de que mi apuesta hubiera funcionado. Tenía la impresión de que aquella mujer inteligente se mostraría cínica ante las casualidades y podría haber sospechado, caso de entrar detrás de ella, que la había seguido.
– Sí, lo recuerdo -dijo al final-. Es quien piensa que el jazz es como el sexo. -Antes de que se me ocurriera una respuesta adecuada, añadió-: ¿Sabe? No hacía falta que lo dijera. Podía intentar ser más indulgente.
Por primera vez me encontraba en la posición correcta para fijarme en su cuerpo. Era esbelta y tenía las extremidades largas, tal vez herencia de su padre, cuya estatura me había facilitado el seguimiento por Dogenzaka. Tenía la espalda ancha, un buen contraste con su cuello largo y grácil. Tenía los pechos pequeños y no pude evitar intuir su tersura bajo el suéter. La piel de la parte del pecho que llevaba descubierta era hermosa: suave y blanca, enmarcada por el contraste del cuello de pico negro.
Le miré los ojos oscuros y noté que mi impulso habitual de discutir se disipaba.
– Tiene razón -le dije-. Lo siento.
Cerró los ojos unos instantes y negó con la cabeza.
– ¿Disfrutó con la actuación?
– Muchísimo. Tengo su CD y hace tiempo que quería asistir a un concierto con su trío. Viajo mucho y ésta fue mi primera oportunidad.
– ¿Adónde viaja?
– Sobre todo a América y Europa. Soy consultor -declaré en un tono que indicaba que mi trabajo sería un tema de conversación aburrido-. No creo que haya nada tan emocionante como ser pianista de jazz.
Sonrió.
– ¿Le parece emocionante ser pianista de jazz?
Tenía la costumbre natural de un interrogador que consiste en retomar lo último que había dicho su interlocutor, alentándolo a hablar más. Conmigo no funciona.
– Bueno, permítame que se lo diga de otro modo -repliqué-. No recuerdo que nadie me haya sugerido jamás que la consultoría sea como el sexo.
Echó la cabeza hacia atrás y se rió sin molestarse en taparse la boca abierta con la mano, que es el típico gesto afectado e innecesario de las mujeres japonesas y, de nuevo, me sorprendió la seguridad fuera de lo común con que se desenvolvía.
– Ésa es buena -reconoció al cabo de un momento, cruzándose de brazos y dedicándome una débil sonrisa permanente.
Le sonreí.
– ¿Qué está haciendo hoy? ¿De compras?
– Un poco. ¿Y usted?
– Lo mismo. Ya hace tiempo que tengo que renovar el maletín. Los consultores tenemos que guardar las apariencias, ¿sabe? -Lancé una mirada a la bolsa de la compra que llevaba-. Ya veo que es fan de Paul Stuart. Ésa iba a ser mi próxima parada.
– Es una buena tienda. La conozco de Nueva York y me alegré cuando abrieron una sucursal en Tokio.
Arqueé las cejas ligeramente.
– ¿Ha pasado mucho tiempo en Nueva York?
– Un poco -respondió con una ligera sonrisa mirándome de hito en hito.
«Maldita sea, es dura -pensé-. Rétala.»
– ¿Qué tal su inglés? -le pregunté cambiando desde el japonés.
– Me defiendo -dijo rápidamente.
– ¿Le apetece una taza de café? -pregunté en inglés y empleando mi mejor acento de Brooklyn.
Volvió a sonreír.
– Suena muy auténtico.
– Igual que la propuesta.
– Creí que iba a ir a Paul Stuart.
– Iba. Pero ahora tengo sed. ¿Conoce la cafetería Tsuta? Es fantástica. Y está a la vuelta de la esquina, en una bocacalle de Koto-dori.
Seguía con los brazos cruzados sobre el pecho.
– No la conozco.
– Entonces tiene que probar. Koyama-san sirve el mejor café de Tokio y se lo puede tomar mientras escucha a Bach o Chopin y contempla las vistas a un hermoso jardín secreto.
– ¿Un jardín secreto? -preguntó. Estaba convencido de que quería ganar tiempo-. ¿Cuál es el secreto?
Le dediqué una mirada seria.
– Koyama-san dice que si se lo digo, tengo que matarla. Así que sería mejor que lo viera por usted misma.
Volvió a reírse, estaba acorralada pero no parecía importarle.
– Creo que antes tendría que saber su nombre -declaró.
– Junichi Fujiwara -repuse haciendo una reverencia de forma automática. Fujiwara era el apellido de mi padre.
Me devolvió la reverencia.
– Encantada de conocerle, Fujiwara-san.
– Permítame que le presente a Tsuta -dije sonriendo, tras lo cual nos marchamos.
Tardamos menos de cinco minutos en llegar a Tsuta, durante los cuales charlamos sobre el cambio que la ciudad había experimentado en los últimos años, sobre cómo añorábamos los días en que el bulevar situado frente al parque Yoyogi estaba cerrado al tráfico de automóviles los domingos y en él se ofrecían fiestas alocadas al aire libre con juerguistas disfrazados, cuando la identidad del jazz japonés se estaba forjando en miles de sótanos de bares y cafeterías, cuando no había ningún flamante City Hall en Shinjuku y la zona estaba animada con el anhelo, el romanticismo y las verdaderas agallas de sus habitantes. Me gustaba hablar con ella y, en cierto modo, sabía que aquello era extraño, incluso poco deseable.
Estuvimos de suerte y una de las dos mesas de Tsuta, con vistas al jardín secreto del establecimiento a través de un gran ventanal, estaba libre. Cuando voy solo prefiero sentarme en la barra, donde es todo un placer ver los preparativos reverentes del café en manos de Koyama-san, pero aquel día quería un ambiente más propicio para la conversación. Los dos pedimos la demitasse de la casa, elaborada con un intenso café torrefacto, y nos sentamos formando ángulo recto el uno respecto al otro, de modo que los dos veíamos el jardín.
– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Tokio? -pregunté en cuanto nos hubimos aposentado.
– Por períodos, prácticamente toda la vida -respondió, mientras removía lentamente una cucharada de azúcar en la demitasse-. Viví en el extranjero unos cuantos años cuando era pequeña, pero crecí en Chiba, una ciudad cerca de aquí. Venía constantemente a Tokio cuando era adolescente, e intentaba entrar a hurtadillas en los locales en los que tocaban jazz en directo. Luego pasé cuatro años en Nueva York, estudiando en Juillard. Después regresé a Tokio. ¿Y usted?
– Igual que usted, yendo y viniendo toda la vida.
– ¿Y dónde aprendió a pedir café con el verdadero acento de Nueva York?
Tomé un sorbo del líquido amargo que tenía delante y me planteé qué responder. No suelo revelar detalles de mi biografía. Lo que he hecho, y sigo haciendo, me ha marcado, tal como el Loco Genial dijo que me pasaría, y aunque la marca resulte invisible para la mayoría de las personas, siempre soy consciente de su presencia. Intimar ya no es algo que me resulte familiar. A veces me doy cuenta con cierto pesar de que ya no es posible.
No he mantenido ninguna relación verdadera en Japón desde que me pasé a la vida en la sombra. Mantuve algunas relaciones titubeantes, superficiales por mi parte. Tatsu, y otros amigos a los que ya no veo, intentaron a veces concertarme una cita con alguna mujer que conocían. Pero ¿qué futuro tenían esas relaciones, cuando los dos temas que mejor me definían eran innombrables, tabú? Basta con imaginar la conversación: «Serví en Vietnam». «¿Cómo es posible?» «Soy medio americano, ¿sabes? Un híbrido.»
Hay unas cuantas mujeres del mizu shobai, el negocio del agua, tal como los japoneses llaman a las mujeres de vida alegre, a las que veo de vez en cuando. Nos conocemos desde hace lo suficiente como para que nuestras relaciones ya no sean una mera transacción económica y, por el contrario, los regalos caros son la moneda de cambio en este contexto e incluso hay cierto nivel de afecto mutuo. Todas suponen que estoy casado, suposición que hace que me resulte fácil explicar las sutiles medidas de seguridad que aplico por norma. Además, la suposición también explica la naturaleza intermitente de nuestra relación, y mi reticencia a dar detalles personales.
Sin embargo, Midori también mostraba cierta reticencia, reticencia que acababa de vencer al hablarme un poco de su infancia. Sabía que si no la correspondía, no sabría nada más de ella.
– Crecí en ambos países -afirmé tras una larga pausa-. Nunca viví en Nueva York, pero he pasado allí cierto tiempo y conozco algunos de los acentos de la región.
Abrió bien los ojos.
– ¿Se crió entre Japón y EEUU?
– Sí.
– ¿Cómo es eso?
– Mi madre era americana.
Percibí cierta intensificación en su mirada, pues buscaba por primera vez la herencia caucásica en mis rasgos. Son reconocibles si uno sabe lo que está buscando.
– Pues no parece muy… Me refiero a que creo que sobre todo ha heredado los rasgos de su padre.
– Eso molesta a ciertas personas.
– ¿El qué?
– Que parezco japonés cuando en realidad soy otra cosa.
Recordé durante unos instantes la primera vez que oí la palabra ainoko, mestizo. Fue en el colegio y aquella noche le pregunté a mi padre qué significaba. Frunció el ceño y se limitó a decir: Taishita koto nai. No es nada. Pero muy pronto acabé escuchando la palabra mientras los ijimekko, los bravucones del colegio, intentaban darme una paliza, y entonces até cabos.
Ella sonrió.
– No sé qué piensan los demás. Pero para mí el cruce entre culturas hace que las cosas sean más interesantes.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Mire el jazz. Las raíces están en el África negra y tiene ramificaciones en Japón y en todo el mundo.
– Es usted inusual. Los japoneses suelen ser racistas. -Me di cuenta de que mi tono sonó más amargo de lo que pretendía.
– No sé si el país es tan racista. Ha estado cerrado demasiado tiempo en sí mismo y siempre nos asusta lo nuevo o desconocido.
En general, este idealismo ante los hechos que precisamente demuestran lo contrario me resulta irritante, pero me di cuenta de que Midori se limitaba a proyectar sus buenos sentimientos hacia quienes la rodeaban. Al mirar al interior de sus ojos oscuros no podía evitar sonreír. Me devolvió la sonrisa, separando los labios carnosos e iluminando la mirada y no me quedó más remedio que apartar la vista.
– ¿Cómo fue eso de crecer de ese modo, a caballo entre dos países, dos culturas? -inquirió-. Debió de ser increíble.
– Bastante normal, en realidad -dije de forma reflexiva.
Hizo una pausa con la demitasse a medio camino de los labios.
– No entiendo cómo una cosa así puede ser «normal».
«Ten cuidado, John.»
– No, de hecho resultó difícil. Me costó encajar en ambos lugares.
La demitasse siguió su ascenso y dio un sorbo.
– ¿Dónde pasó más tiempo?
– Viví en Japón hasta los diez años y a partir de entonces sobre todo en EEUU. Regresé aquí a comienzos de los años ochenta.
– ¿Para estar con sus padres?
Negué con la cabeza.
– No. Ya no estaban.
Mi tono eliminó la ambigüedad del «no estaban» y ella asintió con compasión.
– ¿Era muy joven?
– Adolescente -dije, buscando una especie de término medio, intentando ser lo más vago posible.
– Es terrible perder a los padres tan joven. ¿Estaba muy unido a ellos?
¿Unido? Aunque mi rostro llevaba el sello de los rasgos asiáticos de mi padre y aunque se casó con una americana, creo que mi padre prestaba una atención desmesurada a la raza. El maltrato que recibí en la escuela le enfurecía y avergonzaba a la vez.
– Bastante unido, supongo. Hace mucho tiempo que murieron.
– ¿Cree que volverá a América?
– En un momento dado pensé que sí -declaré recordando cómo había empezado a dedicarme al trabajo que ahora parecía que había estado haciendo siempre-. Después de regresar ya adulto, me pasé diez años aquí pensando siempre que me quedaría uno más y luego volvería. Ahora ya no me lo planteo.
– ¿Se siente como en casa, en Japón?
Recordé lo que el Loco Genial me había dicho, justo antes de hacer lo que me pedía: «Nosotros no tenemos hogar, John. No después de lo que hemos hecho».
– Supongo que se ha convertido en mi hogar -dije al cabo de un buen rato-. ¿Y usted? ¿Le gustaría ir a vivir a América otra vez?
Estaba dándole ligeros golpecitos a la demitasse, moviendo los dedos a los lados, desde el meñique al índice y pensé: «Toca según su estado de ánimo. ¿Qué haría yo si fuera capaz de hacerlo con las manos?».
– La verdad es que Nueva York me encantaba -reconoció al cabo de unos instantes, sonriendo al recordar algo-, y me gustaría volver algún día, incluso pasar una temporada. Mi representante piensa que tal cosa no es demasiado descabellada. Tenemos un concierto en el Vanguard en noviembre que realmente nos dará a conocer.
El Village Vanguard es la meca del jazz en vivo de Manhattan.
– ¿El Vanguard? -dije, impresionado-. Menuda clase. Coltrane, Miles Davis, Bill Evans, Thelonius Monk, todo el panteón.
– Es una gran oportunidad -reconoció ella, asintiendo.
– Podría aprovecharla, asentarse en Nueva York, si quisiera.
– Ya veremos. No olvide que ya he vivido en Nueva York. Es una gran ciudad, quizá la más emocionante en la que he estado. Pero es como bucear, ¿sabe? Al comienzo te piensas que puedes estar nadando bajo el agua para siempre, viéndolo todo desde esa nueva perspectiva, pero al final hay que salir a tomar aire. Al cabo de cuatro años, llegó el momento de regresar a casa.
Aquella era mi oportunidad.
– Debió de tener unos padres indulgentes para estar dispuestos a mandarla al extranjero tanto tiempo.
Esbozó una ligera sonrisa.
– Mi madre murió cuando yo era joven, igual que le ocurrió a usted. Mi padre me envió a Juillard. Le encantaba el jazz y estaba muy emocionado por el hecho de que yo quisiera ser pianista.
– Mama me contó que murió hace poco -dije, oyendo el eco plano de mis palabras en los oídos-. Lo siento. -Inclinó la cabeza ligeramente como reconocimiento de mi expresión compasiva y pregunté-: ¿A qué se dedicaba?
– Era burócrata. -En Japón es una profesión honorable y la palabra japonesa kanryo carece de las connotaciones negativas que tiene en otros idiomas.
– ¿En qué ministerio?
– La mayor parte de su carrera en el Kensetsusho. -El Ministerio de la Construcción.
Estábamos progresando. Advertí que la manipulación me incomodaba. «Termina la entrevista -pensé-. Luego lárgate. Te está desconcertando; es peligroso.»
– La construcción debió de ser un lugar un tanto tedioso para un amante del jazz -dije.
– A veces le resultaba duro -reconoció, y de repente noté cierta cautela. No había cambiado de postura, mantenía la misma expresión pero, en cierto modo, sabía que había estado dispuesta a decir más y que se lo había repensado. Si le había tocado la fibra, apenas se le notaba. No habría pensado que yo lo notaría.
Asentí, de modo tranquilizador, o al menos es lo que esperaba.
– Tengo cierta idea de lo que es sentirse incómodo en el entorno en que uno se encuentra. Por lo menos la hija de su padre no parece tener ningún problema como ése, dar conciertos en el Alfie es algo normal para una pianista de jazz.
Noté aquella extraña tensión durante un segundo más de lo normal, luego se rió dulcemente como si hubiera decidido dejar pasar algo. No estaba seguro de qué fibra le había tocado y ya me lo plantearía más adelante.
– Así que cuatro años en Nueva York -continué-. Es mucho tiempo. Debió de tener una perspectiva diferente al volver.
– Sí. La persona que regresa después de vivir en el extranjero no es la misma que se marchó.
– ¿A qué se refiere?
– La actitud cambia. Una ya no da las cosas por supuesto. Por ejemplo, en Nueva York me di cuenta de que cuando un taxista le corta el paso a otro, el conductor que se ha quedado cortado siempre le grita al otro y hace esto -Imitó a la perfección el gesto con el dedo corazón levantado que hacen los taxistas de Nueva York- y me di cuenta de que eso es porque los americanos suponen que la otra persona lo hizo a propósito, por lo que quieren darle una lección. Pero, ¿sabe?, en Japón la gente casi nunca se molesta en esas situaciones. Los japoneses consideran los errores de los demás como algo más bien arbitrario, como el tiempo, creo, no tanto como algo por lo que haya que enfadarse. No me lo había planteado antes de vivir en Nueva York.
– Yo también he observado esa diferencia. Me gusta más el talante japonés. Es algo a lo que vale la pena aspirar.
– Pero ¿la suya qué es? ¿Japonesa o americana? Me refiero a la actitud -se apresuró a añadir, por temor a ofenderme por ser demasiado directa.
La miré y por un instante pensé en su padre. Pensé en otras personas con las que he trabajado y lo diferente que habría sido su vida si no las hubiera conocido.
– No estoy seguro -dije al final, apartando la mirada-. Como creo que advirtió en Alfie, no soy una persona muy indulgente.
Se quedó inmóvil.
– ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Por supuesto -respondí sin saber qué se avecinaba.
– ¿A qué se refería cuando dijo que le habíamos «salvado»?
– Intentaba entablar conservación -dije. Sonó burlón y, a tenor de sus ojos, de inmediato me di cuenta de que era la respuesta equivocada.
«Tienes que hacerle alguna concesión», volví a pensar, sin saber muy bien si estaba comprometiéndome o racionalizando. Exhalé un suspiro.
– Me refería a cosas que he hecho, cosas que sabía, o creía saber, que estaban bien -dije, pasando al inglés, idioma con el que me sentía más cómodo para hablar de aquel tema-. Pero luego resultó ser que no. A veces esas cosas me persiguen.
– ¿Le persiguen? -inquirió, porque no lo acababa de entender.
– Borei no yo ni. -Como un fantasma.
– ¿Mi música ahuyentó a los fantasmas?
Asentí y sonreí, pero la sonrisa se tornó triste.
– Sí. Tendré que escucharla más a menudo.
– ¿Porque volverán?
«Cielo santo, acaba con este tema.»
– Yo diría que siempre están ahí. Sugita koto wa, sugita koto da. -El pasado, pasado está.
– ¿Tiene remordimientos?
– ¿No los tiene todo el mundo?
– Probablemente. ¿Pero los suyos son como los de los demás?
– Eso no lo sé. No suelo comparar.
– Pues lo acaba de hacer.
Me reí.
– Qué dura es -fue lo único que acerté a decir.
Negó con la cabeza.
– No pretendo serlo.
– Pues creo que lo es. Pero lo lleva bien.
– ¿Y qué le parece el dicho «Sólo me arrepiento de lo que no he hecho»?
Negué con la cabeza.
– Es el dicho de otra persona. Alguien que debió de pasar mucho tiempo en casa.
Sabía que ese día no le sonsacaría más información sobre su padre o el desconocido sin hacer preguntas que revelaran mi verdadera intención al formularlas. Había llegado el momento de relajar la situación.
– ¿Va a hacer más compras hoy? -pregunté.
– Iba a hacerlas pero tengo una cita en Jinbocho en menos de una hora.
– ¿Un amigo? -pregunté con curiosidad profesional.
Sonrió.
– Mi representante.
Pagué la cuenta y regresamos a Aoyama-dori. Ya no había tanta gente y el aire era frío y pesado. La temperatura había descendido en las dos semanas y media transcurridas desde que eliminara a Kawamura. Alcé la mirada y vi nubes ininterrumpidas.
Había disfrutado mucho más de lo esperado… más, en realidad, de lo deseable. Pero el aire fresco atravesó mi ensoñación y reanimó mis recuerdos y dudas. Lancé una mirada al rostro de Midori, pensando: «¿Qué le he hecho? ¿Qué estoy haciendo?».
– ¿Qué sucede? -preguntó al verme la expresión.
– Nada. Es que estoy cansado.
Miró hacia la derecha y luego otra vez hacia mí.
– Me pareció que estaba mirando a otra persona.
Negué con la cabeza.
– Sólo estamos nosotros.
Caminamos y nuestros pasos resonaron ligeramente. Entonces preguntó:
– ¿Vendrá a verme tocar otro día?
– Me gustaría. -Menuda estupidez. Pero no tenía por qué continuar con el tema.
– Toco en el Blue Note el viernes y el sábado.
– Lo sé -dije. Otra estupidez, y ella sonrió.
Paró un taxi. Le abrí la puerta para que entrara mientras una parte irritante de mi persona se preguntaba cómo sería hacerse amigo de ella. Cuando el taxi se separó de la acera, bajó la ventanilla y dijo:
– Venga solo.