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Capítulo 3

– No entiendo por qué no hemos podido quedarnos en Loth Tor con el resto de los trabajadores -se quejó Cuchulainn, mientras echaba otro tronco a la hoguera.

– Pensaba que los guerreros podían dormir en camas de cardos sin inmutarse -le dijo Elphame, y le tendió el odre de vino-. Toma un poco. Acuérdate de que mamá fue la que nos dio el vino -añadió significativamente.

– A los guerreros les gustan las camas blandas como a todos los demás -refunfuñó él, y bebió del odre-. El amor que siente nuestra madre por el vino ha sido una bendición durante este viaje, pero eso no me compensa por la falta de una buena cama -dijo. «Con una viuda lujuriosa dentro», añadió para sí.

– Cu, estás enfadado porque esa rubia regordeta te estaba ofreciendo algo más que un poco de estofado.

– Ser una viuda joven es una carga muy solitaria.

– No, si tú estás cerca -dijo Elphame entre risas-. Oh, vamos, no gimotees. Quiero ver el sol saliendo por encima de mi castillo, y no quiero hacerlo con un grupo de centauros y hombres mirándome mientras se inventan un ejército de demonios que acecha entre las sombras.

Cuchulainn refunfuñó de nuevo, tomó otro trago de vino y le entregó el odre a su hermana. Avivó el fuego y siguió quejándose. Estaba acostumbrado al carácter solitario de su hermana, y entendía sus motivos. Ella se había pasado la vida siendo reverenciada por los demás, porque había sido marcada por la diosa; era un ser único. No la trataban con crueldad; en realidad, era más bien lo contrario. Sin embargo, la gente le mostraba una gran reverencia, sobre todo aquéllos que no estaban acostumbrados a verla. La mayoría de los trabajadores que los habían acompañado procedían de los alrededores del Templo de Epona, así que se limitaban a tratarla con respeto y guardaban cierta distancia. Sin embargo, Cuchulainn se había dado cuenta de que, durante los cinco días de viaje que llevaban, la gente con la que se cruzaban dejaba sus tareas y se inclinaba al paso de «la joven Diosa, Elphame». Hacían reverencias tan marcadas que casi metían la cabeza entre el trigo de los campos a través de los que transcurría la carretera principal. Y a medida que se acercaban a su destino, el Castillo de MacCallan, se les habían unido personas y centauros nuevos, impacientes por aprovechar las nuevas oportunidades que ofrecería la reconstrucción del Castillo de MacCallan.

Su manera de reaccionar hacia su hermana era siempre igual: más miradas y más sobrecogimiento. Cuchulainn sabía que aquél era el motivo por el que Elphame se había empeñado en que dejaran la carretera y continuaran por un camino más estrecho y más difícil que atravesaba el bosque. Para Elphame era mejor no cruzarse con demasiadas personas, puesto que así habría menos oportunidades de que la reverenciaran.

Los dos hermanos habían acampado bajo las estrellas y no se habían detenido en ninguna de las aldeas que abundaban entre los viñedos y los pastos, hasta que habían llegado a Loth Tor, el pueblecito situado bajo la meseta en la que se erguía el Castillo de MacCallan. Aquella noche se habían reunido con su grupo y habían cenado en la Posada de la Yegua, la única taberna de todo el pueblo. Allí todo el mundo había hecho reverencias respetuosas a Elphame. Algunos le preguntaban si podían tocarla, y otros se la habían quedado mirando boquiabiertos. Cuchulainn vio que su hermana asentía educadamente a todo el mundo, concediéndoles con gracia su deseo de adorarla. Sólo una vez notó la tensión de sus hombros, y la rigidez con que se movía. Era como si se fuera a romper, de moverse con demasiada rapidez.

Cuando la comida terminó, ella dijo que necesitaba dormir bajo las estrellas y estar a solas con su hermano y Epona. Cu sabía que añadía el nombre de la diosa para que la gente no la siguiera y continuara mirándola. Sin decir nada, él había ensillado su caballo y se había puesto al galope para seguir, con dificultad, el paso de su hermana.

– Mejorará después de que lleves una temporada aquí -le dijo suavemente.

Elphame suspiró.

– Debería haberme acostumbrado ya, a estas alturas, pero no es así -dijo, y dio otro trago de vino antes de pasarle el odre a su hermano. Arqueó las cejas y añadió-: Es difícil de creer que mi destino esté por aquí.

– Cosas más raras han pasado.

– ¿Como por ejemplo?

– Como por el ejemplo, que tengamos los mismos padres, pero yo sea humano y tú tengas parte de caballo.

– Tengo parte de centauro, no de caballo -replicó ella, pero no dijo nada más.

– Duérmete -le dijo él-. Mañana tienes que estar descansada. Yo me quedaré despierto vigilando el fuego.

«Y a ti», añadió para sus adentros. Tal vez la tensión de su hermana hubiera disminuido desde que habían salido del pueblo, pero a él su instinto de guerrero lo tenía cauteloso e inquieto.

¿Por qué no conseguía tener una visión clara del futuro de su hermana? ¿Por qué tenía que ser su visión tan vaga y oscura? ¿Y por qué estaba bañada en sangre?

Elphame se acurrucó en su colchoneta y lo miró.

– No me puedes engañar, Cuchulainn -le dijo, con los ojos medio cerrados-. Esto es algo más que eso de «tengo que proteger a mi hermana».

– Hablas igual que mamá -respondió él, y murmuró en voz baja-: Ya era hora de que te dieras cuenta.

Su hermana estaba sonriendo cuando se quedó profundamente dormida.

Elphame soñó que su amante llegaba a ella entre una niebla oscura, que la envolvía como si a la noche le hubieran salido alas, y aunque tembló al sentir su caricia, no tuvo miedo. Se ofreció a la niebla y la niebla bebió de su amor, mientras ambos volaban juntos en la oscuridad del cielo nocturno y hacían su cama entre las estrellas.

– Sabía que iba a ser maravilloso -dijo Elphame, con un suspiro de felicidad-. Oh, Cu, ¡mira mi castillo!

Acababan de salir del pinar que rodeaba la meseta por el lado en el que se había construido el Castillo de MacCallan. El olor limpio y fuerte de los pinos se mezclaba con el olor salado del mar, y parecía que lo lavaba todo y lo hacía brillar, el verde exuberante de los árboles y el azul y el blanco de las olas que rompían contra las rocas. El castillo se alzaba ante ellos imponente, al borde de un magnífico acantilado.

Elphame miró su nuevo hogar, dejó que sus ojos se bebieran la maravilla de aquella primera visión. Estaba rodeado de árboles de Judas y cornejos, matorrales, zarzamoras y cerezos silvestres llenos de flores, y parecía que en él habitaba un hada que llevaba siglos durmiendo, y que estaba esperando el beso de su verdadero amor para despertar.

«Un poco como yo», pensó Elphame, y se sorprendió por aquel romanticismo. Sin embargo, la imagen que tenía ante sí, unida a la premonición de su hermano, hacía que se sintiera romántica. Y se dio cuenta, con sorpresa, de que era algo de lo que podía disfrutar.

¿Era aquello lo que había añorado durante tantos años? ¿Aquella impaciencia, como si alguien fuera a girar una llave dentro de ella y a liberar algo mágico?

El sol estaba empezando a asomar por encima de los árboles, y el cielo comenzaba a mostrar el azul de un día claro de primavera. Al instante, Elphame notó una increíble sensación de esperanza, como si el amanecer de aquel día fuera un comienzo nuevo también para ella. Entonces, comenzó a recitar una bendición que había oído muchas veces en boca de su madre.

Gran diosa Epona, mi diosa,

estoy ante un día nuevo,

un día lleno de tu magia.

Estoy ante un umbral, ante tu velo de misterios,

y te pido tu bendición.

Que pueda trabajar para tu gloria,

y también para gloria de mi espíritu.

Cuchulainn permaneció en silencio durante la oración de su hermana, en parte por respeto a Epona, y en parte por la sorpresa que se había llevado. Hasta aquel momento, nunca había oído a su hermana pedirle una bendición a Epona. En realidad, parecía que Elphame prefería evitar cualquier mención de la diosa que la había marcado tan obviamente. Hasta aquella mañana. Entonces, aunque apenas podía distinguir las palabras, Cuchulainn sintió la vibración de la magia en el aire, como la había sentido muchas veces durante los rituales que oficiaba su madre.

Si hubiera mirado a su hermano, Elphame se habría dado cuenta de que estaba asombrado, pero ni siquiera se volvió hacia él. Estaba hipnotizada por la belleza de aquella mañana y por lo que estaba sintiendo, que empezó a identificar como una sensación de pertenencia. De repente, el sol salió por encima de los pinos y sus rayos bañaron las murallas del castillo en una luz dorada, como si se hubieran incendiado.

– ¿Lo ves, Cu? Parece que las murallas están brillando.

– Lo que queda de ellas, querrás decir -respondió él. Todavía estaba sorprendido por el poder que había notado en su hermana, y su voz sonó más ronca de lo que hubiera querido. Carraspeó y miró hacia el castillo nuevamente. A él, aquel edificio le parecía una bestia vieja que estaba agazapada precariamente al borde del acantilado-. Elphame, no te hagas demasiadas ilusiones. Desde aquí se ve que el edificio está en ruinas. Tenemos mucho trabajo que hacer.

Ella le dio un puñetazo afectuoso en el brazo.

– Deja de ser como mamá. Vamos, démonos prisa.

Salió corriendo, y Cuchulainn espoleó a su caballo para poder alcanzarla.

Avanzaron con decisión a través de los matorrales hasta que encontraron el camino que llevaba a la entrada principal del castillo. Fue más fácil ir por allí, pero Cuchulainn siguió refunfuñando al ver la maleza y los árboles caídos que servían de obstáculos en lo que una vez fue una carretera amplia y despejada.

– ¡Oh, deja de protestar y mira qué árboles más espléndidos! -le dijo su hermana-. No me imaginaba que fuera tan bonito -añadió, mirando los cerezos en flor-. Es como caminar a través de un bosque de nubes rosas.

– Normalmente, no hay espinas y ortigas entre las nubes.

– No son ortigas, Cu, son zarzamoras. Con una buena poda, quedarán muy bien. Piensa en las maravillosas tartas de mora que vamos a comernos este verano.

– Después de que construyas una cocina, querrás decir -murmuró él.

Elphame sonrió.

– La construiré -le aseguró-. Y sabes que a mí siempre me ha gustado el bosque. Los pinos son maravillosos, pero me parece que todos estos árboles en flor son incluso mejores.

Él negó con la cabeza.

– No estarás pensando en dejar todo esto intacto, ¿verdad? Parece que no te acuerdas de todo lo que has estudiado en Historia. Uno de los mayores errores que cometieron en el Castillo de MacCallan fue permitir que sus defensas se debilitaran -dijo, señalando con un movimiento del brazo todos aquellos árboles-. El MacCallan dejó que todo esto creciera junto a las murallas. El ejército de los Fomorians no tuvo ningún problema para ocultarse hasta que consiguieron entrar en el interior del recinto y comenzaron a matar a todos sus habitantes.

Elphame abrió la boca para responder que ya no estaban en guerra. No había habido un solo Fomorian en Partholon durante más de ciento veinticinco años. Nadie iba a intentar entrar en su castillo. Sin embargo, Partholon tampoco había estado en guerra antes de la invasión de los Fomorians, y aquellos seres habían atacado por sorpresa el Castillo de MacCallan. Sí, los Fomorians habían sido derrotados finalmente, y lo que quedó de su raza demoníaca abandonó Partholon a través de las Montañas Tier, hacia las Tierras Yermas. Si viajara hacia el noroeste, hacia las montañas, encontraría el Castillo de la Guardia que protegía eternamente, como un centinela, el paso hacia Partholon.

Sin embargo, ciento veinticinco años era mucho tiempo, y salvo por las refriegas entre algunos de los clanes y los ataques ocasionales de los Milesians, unos bárbaros que vivían en el mar, Partholon había conocido una larga era de paz y prosperidad, y no había ningún motivo lógico por el que aquello no pudiera continuar así.

Elphame observó a su hermano. Iba a recordarle todo aquello, pero se dio cuenta de que él estaba tenso. Tenía la frente arrugada y la mandíbula apretada.

– ¿Te preocupan los Milesians? -le preguntó lentamente.

Él se encogió de hombros.

– No sabría decirte. Pero tu castillo da al mar. Serías una líder sabia y prudente si te aseguraras de que MacCallan es defendible.

Mientras hablaba, no la miraba, sino que observaba el bosque que había a su alrededor, como si esperara que en cualquier momento fuera a saltar hacia ellos una horda bárbara para cortarles el cuello.

Elphame se estremeció. Era evidente que alguna cosa había inquietado a su hermano. Cuchulainn era, por lo general, muy calmado. Tal vez no hubiera experimentado un verdadero presentimiento, con todas sus visiones y su advertencia clara, pero había algo que le estaba molestando. Aunque él evitara constantemente el reino espiritual y odiara utilizar sus poderes, los respetaba, como hacía Elphame.

Ella asintió.

– Tienes razón, gracias por recordármelo. Habrá que cortar todo esto para clarearlo -respondió Elphame en tono grave y pensativo-. Por supuesto, voy a necesitar tus consejos para reconstruir y organizar las defensas del castillo -dijo, mirando con melancolía los árboles-. ¿Pero no podríamos quedarnos con algunos?

– Un bosquecillo o dos, alejados del castillo, no harán ningún daño -dijo él. Se relajó un poco y sonrió. Le había sorprendido que ella claudicara tan fácilmente-. Y tus zarzamoras pueden quedarse en su sitio. Tienen muchas espinas como para servirle de protección a un enemigo.

– Bien, ¡entonces haremos tartas de mora, después de todo!

Elphame sonrió a su hermano. Estaba más tranquila al comprobar que él había vuelto a ser el de siempre. Seguramente, Cu sólo se estaba comportando de un modo excesivamente protector y cuidadoso con ella, como de costumbre.

La carretera dibujaba una curva suave hacia la izquierda. Cuando volvía a enderezarse, los hermanos se encontraron a menos de veinte metros de la entrada del castillo. Las enormes puertas de hierro, que todavía se recordaban en las leyendas y que nunca se habían cerrado a nadie, habían desaparecido. Se habían oxidado y descompuesto. Elphame veía algunos restos entre la maleza. El hueco que habían dejado en el muro era como el vacío de la falta de un diente en una enorme boca.

Las murallas estaban sorprendentemente intactas, o por lo menos, lo que se podía ver desde aquella vista frontal. Algunas de las balaustradas se estaban deshaciendo, y ya no quedaba ninguna de las rampas de los arqueros. Las partes del tejado que eran de madera habían desaparecido, pero el esqueleto del castillo permanecía en pie, fuerte y orgulloso.

– Está mejor de lo que yo había pensado -dijo Cuchulainn.

– Es perfecto -respondió Elphame con entusiasmo.

– El, está mejor de lo que yo había pensado, pero sigue siendo una ruina -respondió Cuchulainn.

Aquel optimismo ciego de su hermana lo exasperaba. No sólo era una actitud absurda, a la vista del edificio en ruinas que tenían delante, sino que además era una actitud muy rara en su hermana. Antes de que pudiera decir algo más, Elphame le puso la mano en el brazo.

– ¿No lo sientes? -le preguntó en un susurro.

Cuchulainn se sobresaltó. Aunque su hermana estaba marcada físicamente por la diosa, nunca había mostrado ningún vínculo especial con Epona, ni con el reino de los espíritus. En realidad, aparte de su cuerpo único, Elphame no tenía poderes que la vincularan con aquel reino. Su hermano la observó atentamente.

– ¿A qué te refieres, El?

Sus ojos no se apartaron del castillo, pero mantuvo la mano en brazo de Cuchulainn, y él sintió el temblor de su hermana. El caballo se quedó inmóvil. La brisa suave había cesado. Incluso los pájaros se habían quedado en silencio.

– Me está llamando -murmuró Elphame-. No con palabras, pero puedo sentirlo -dijo, y miró a su hermano-. Es como si me hubiera estado esperando todo este tiempo, como si hubiera estado esperando que yo volviera a casa.