175048.fb2 Piedra por piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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7

– ¿También tú crees que estoy loca? -le preguntó Rajela a Boris, sin volver la cara hacia él-. Porque si tú crees que estoy loca, me gustaría saberlo.

– ¿Quién sabe quién es loco? -reflexionó Boris en voz alta-. Si loco es alguien diferente de todos o alguien que no sabe leer la realidad, pues no lo sé. No creo que estés loca, pero también la pregunta qué es la realidad, también es una buena pregunta. Hay una realidad que se ve y hay otra realidad que no se ve. Hay una realidad que alguien cree que es realidad, y luego hay otras personas. Es difícil de decir, pero para mí no estás loca, para mí más bien… más bien… eres más… eres una persona trágica -se quedó observándola mientras ella se rodeaba las rodillas con los brazos.

Estaban sentados en el escalón de la caseta del vigilante, un escalón de cemento gris, húmedo y humilde, uno al lado del otro, ella mirando al frente y él mirándola a ella. A él le pareció que habían pasado muchos años desde la última vez que alguien se había interesado de verdad por él y le había hablado de sí mismo seriamente, como lo estaba haciendo ahora Rajela al exponerle los acontecimientos de los últimos días y semanas, al hablarle de su marido, de sus hijos y de su «absoluta soledad frente al mundo». Boris experimentaba ahora un sentimiento cercano a la felicidad, quizá no la verdadera felicidad, pero sí un momento de plenitud lleno de alegría, y tenía la certeza de estar viviendo algo maravilloso. El hecho de sentirse un extranjero, un desarraigado, su reservada negativa a pertenecer a cualquier grupo o a mejorar su calidad de vida y el extraño placer que hallaba en su vida monacal -así habían expresado sus colegas de la revista su saber conformarse con tan poco- habían sido los motivos por los que, desde que llegó a Israel, hacía ya más de tres años, no había hablado seriamente con nadie, y menos, por supuesto, con un israelí auténtico que hubiera nacido en el país y que viera en esa tierra su única casa. Pero ese sentimiento no había brotado de pronto ni había llegado por sí solo. Al verla esa noche, a la puerta de la garita, le había subido desde el vientre una oleada de nervios que le había inundado el rostro, y una amarga y quejosa vocecilla le había susurrado en su interior refiriéndose a Rajela: «Durante tantos y tantos días ni siquiera me consideraste merecedor de una mirada tuya y ahora, que finalmente te has dignado, de manera completamente arbitraria, a hablarme, ¿ahora tengo que emocionarme por eso?». Esa voz, que le hacía reproches y que se sorprendía por el hecho de que, de repente, después de creer durante tantos años que en este mundo no se podía esperar nada de nadie, venía ahora a avergonzarlo, porque le parecía que esa especie de queja quizá se le estuviera reflejando en el rostro y que la mujer que ahora lo miraba se estaría dando cuenta de ello. Mientras preparaba el café -el infiernillo eléctrico se calentaba muy despacio y en especial esta vez le pareció que el agua tardaba horas en hervir- se repitió a sí mismo sin descanso que no debía esperar nada de aquello y que tenía que conformarse con eso: una conversación auténtica, inteligente y sincera con una mujer completamente desconocida, una nativa de aquella tierra, la patria que no estaba dispuesta a acogerlo a no ser que renunciara, de forma incondicional, a ser lo que realmente era y no viniera con exigencia alguna.

– Trágico -resonaba la voz de ella.

– Cuando se lucha por un principio, por la justicia, y se entrega la vida por ello, eso es trágico, ¿no?

– Entonces no estoy loca -dijo ella con alivio, y volvió la cabeza para mirarlo.

A Boris le resultaba extraño que a ella le importara su opinión, muy extraño pero grato a la vez.

– Sé muy bien lo que estoy haciendo allí -le explicó Rajela-, no se trata de un arrebato espontáneo, tengo muy pensadas todas esas intervenciones en la sala del juicio. Quien me conoce de cerca lo sabe perfectamente. Sé muy bien lo duro que es para los jueces, para los testigos y para todos la presencia de las madres durante el juicio. Las madres que liemos perdido a nuestros hijos somos la vaca sagrada de este país, no se nos puede tocar, pero eso sólo de boquilla, con la condición de que nos comportemos según las normas, de esa forma sí es cierto que no se nos puede tocar. Quiero que sepas que me aprovecho de eso con mucha sangre fría. No se nos puede obligar a desalojar la sala, nadie tendría el valor de pedírnoslo. Aunque no les resulte nada cómodo que estemos presentes, nada cómodo. Y mucho menos cómodo les resulta que hablemos. Lo que querrían es que permaneciéramos allí como pasmarotes. Como mucho, que seamos unas estatuas de piedra que representan algo sublime y terrible, pero en medio de un silencio reverencial. ¿Conoces la leyenda de Níobe?

Boris asintió con la cabeza.

– Estaba muy orgullosa de sus hijos -dijo, mientras se revolvía incómodo-, irritó a los dioses -Rajela alzó las cejas para expresar su sorpresa-. Tenía siete hijos y siete hijas -añadió Boris.

Y Rajela, que en ese momento se sintió traspasada por una reflexión desagradable que le decía que quizá él estuviera aludiendo también al orgullo de ella por la simetría de sus dos hijos y sus dos hijas, simetría que en más de una ocasión había considerado para sus adentros como una especie de logro, recordó de pronto que Boris no sabía absolutamente nada de sus hijos, así es que se apresuró a borrar de su mente ese pensamiento que ahora le provocaba una mezcla de confusión y vergüenza. Pero enseguida siguió hablando y dijo:

– Al ver las pancartas y oír que les gritamos «asesinos» no se quedan impasibles. Cuando sólo estaba yo, todavía se les hacía soportable y podían apartarlo de su mente, como si yo fuera una loca rara, que es lo que en realidad todos piensan. Pero ahora que somos un grupo muy grande, que nos movemos de tribunal en tribunal sin callarnos en ningún sitio, que hasta hacemos turnos y lo tenemos todo organizado, que procuramos llegar a los medios de comunicación, a la prensa y a la televisión, para lo cual hay que comportarse muy mal, porque así es como se causa sensación en este mundo de hoy, ya que solo presionando de esa manera se puede lograr algo, ahora ya no pueden decir que soy una loca aislada. Yo quiero conseguir que esos jueces no puedan dormir, que los comandantes no puedan vivir, que no sean capaces de hacer nada, que nuestro clamor se oiga en todas partes y que no tengan reposo.

– ¿Pero crees que una persona sola puede llegar a cambiar el mundo? -le preguntó Boris con delicadeza.

– No lo sé -reconoció ella-, pero lo que no puedo hacer es callarme. Quiero que se fijen, que les importe, que los responsables paguen, que sepan que si yo les entrego, si otras madres y yo entregamos a nuestros hijos, porque esas mujeres lo han hecho para que todo esto pueda existir, no está bien que hagan de ello polvo y cenizas. Cada vez que he acompañado a un hijo mío a la oficina de reclutamiento, o a mis hijas, he tenido la sensación de estar entregándoselos. Y por lo menos antes tenía la confianza de que les importaban, que se preocupaban por ellos, ya que los hijos aquí siempre han sido lo más importante. No sé si sabes que aquí se respetan unos valores y que la palabra se tiene muy en cuenta -con esa pregunta reapareció en su voz un deje de amargura mezclado con sarcasmo-. ¿Sabías que no se abandona a los heridos en el campo de batalla? ¿Qué no se abandona a los que han sido hechos prisioneros por el enemigo? ¿Que la vida humana tiene valor? ¿Lo sabías? De niña, me sentía tan orgullosa de todo eso. No lo sé, hace tiempo puede que todo eso fuera verdad. Quién sabe cómo era antes. Según parece era así. O, por lo menos, sí se creía en ello. Si hablas con mi padre, o con Yánkele, lo puedes comprobar, porque son personas buenas que realmente creen en esas cosas. Para mi padre y para Yánkele, y también para los amigos que estuvieron con ellos en el ejército, existían conceptos como la pureza de las armas», así se decía, «la pureza de las armas», y eso era algo que existía realmente. Tenían la convicción, la teníamos todos, de que éramos muy humanos, incluso con el enemigo, y que luchábamos exclusivamente porque nos veíamos forzados a ello. Ellos creían en todas esas cosas, y yo también, influida por ellos, creía que la vida humana aquí tenía realmente un valor, o por lo menos eso es lo que creo que pensábamos. Pero ahora ya no es así. Esos ideales son una farsa, una auténtica tontería, porque todo se hace a la ligera, con prepotencia, y después hay que encubrirlo con mentiras. Esto hay que pararlo. Que por lo menos salgan a la luz la verdad y la justicia. Por lo menos eso. Y si para ello hay que romper con todo y parecer un loco, pues que sea así, que yo no tengo nada que perder.

– Pero así es como es con las instituciones, con las organizaciones, con el Estado -dijo Boris-, sabes muy bien que eso es así. No se puede vencer a todo un país. Nunca se puede, siempre será una batalla perdida de antemano. El Estado gana y el individuo muere. Así ha sido siempre. Veinte millones de personas se fueron así, sin más, en la época de Stalin, como mi padre, que desapareció en el treinta y siete y no volvió.

– ¿Qué significa eso de que desapareció? ¿No volvisteis a saber de él?

– Nunca más -dijo Boris negando con la cabeza-. Yo era entonces pequeño, y sólo estaba mi madre, y yo solo, así, desde que desapareció. Después nos enteramos de algo por alguien que había oído a alguien. Como mucha gente entonces, se los llevaban, de repente, sin culpa, a los campos, al gulag, los mataban, un juicio muy corto, los mataban y ya está.

– ¡Pero ése era Stalin! -argumentó ella mirándolo con desesperación-. Mientras que esto es una democracia con todo lo que el sionismo prometió corregir, así es que no es lo mismo. Aquí las cosas tienen que ser diferentes.

Boris sonrió y dijo, como en tono de disculpa:

– El hombre sólo es hombre, los seres humanos son seres humanos, no ángeles. Este país tiene muchos problemas, nada es fácil y todo existe por el sufrimiento de alguien. Como en todas partes. ¡Este conflicto es tan viejo!

– No estoy tan segura de que sea cierto lo que dices -dijo ella pensativa-. Ésa es una verdad, pero hay otra. La Revolución rusa la hicieron las personas, lo mismo que provocar luego la crisis del comunismo. Este país existe por la lucha y la fe de unas personas y no puede decirse que las personas no vayan a cambiar. Pero aunque en principio sea así -dijo Rajela con una renovada furia-, no estoy dispuesta a aceptarlo. No con nuestros hijos ni aquí. Aquí tendría que haber sido diferente, completamente distinto, y todos saben que tengo razón, además, esa postura de que el individuo-no-puede-cambiar-el-sistema es la que adoptan los que tienen miedo a pagar un precio por esa lucha.

– Tienes razón, puede que tengas razón, pero ¿de qué sirve tener razón? ¿Qué relación hay entre vida y justicia? He traducido un poema de Amijai, «Del lugar en el que tenemos razón nunca brotarán las flores en primavera»: la justicia está enfrentada a la vida. La vida no hay que desperdiciarla, no hay que tirarla como si no fuera nada. Y tú tienes unas creencias que dicen ahora se habla y ahora se hacen guerras -insistió Boris en su imperfecto hebreo.

– Hubo un tiempo en que yo esculpía -dijo Rajela como si hablara de algo lejano y ajeno-, vivía y esculpía. Pero ya no. Todo está aquí -murmuró golpeándose el pecho, mientras le parecía que un eco hueco salía de él-, destruido. Completamente vacío, es como si tuviera una piedra dentro del cuerpo. Sólo la cabeza me sigue funcionando, lúcida y clara. El arte quizá sea bueno cuando se está tranquilo -dejó escapar afirmando con la cabeza-, pero ahora no. Además, sin amor no se puede trabajar, no se puede empezar nada teniendo esto vacío -y volvió a señalarse el pecho-. Porque si es así, el arte no tiene ningún papel que cumplir, es incapaz de cambiar nada. Como yo ya no tengo nada más que perder, todos me toman por loca, aunque tampoco eso me importa ya.

Boris observaba aquella cabeza erguida, el cuello que había enderezado, los ojos que centelleaban en la oscuridad, y se quedó meditando sobre la vitalidad que encerraba esa furia que ella derramaba, lo mismo que su desesperación.

– Pues sí -dijo finalmente-, es difícil cuando los demás creen que uno no es completamente normal.

– No me importa -dijo ella mirando hacia lo lejos- que lo piensen. Así ha sido siempre, pero ahora algo está cambiando, porque resulta un poco difícil creer que veintitantas mujeres hayan enloquecido a la vez, y eso es lo que ha cambiado el panorama. Al final conseguiremos que muestren los papeles de la investigación y se verán obligados a decir la verdad a todos, a entregar a los padres los informes completos de las investigaciones de esos accidentes, y esto no es más que el principio. De cualquier manera, que yo estoy loca ya es cosa sabida, igual que Yánkele, mi marido, que quiere evadirse de todo este asunto.

– ¿Qué quiere decir eso? -le preguntó Boris-. ¿Cómo que evadirse?

– No responsabilizarse, no sentirse garante, porque así es como lo expresamos nosotros, que todos los israelíes somos garantes los unos de los otros, es decir, que cada uno responde por el otro, ¿sabías que todos los israelíes eran garantes de su prójimo? Pues resulta que ahora ya no.

– ¿Y eso viene de la Biblia?

– No lo sé, creo que está en el Talmud, pero no estoy muy segura; el caso es que él no quiere implicarse, prefiere permanecer al margen. Ama demasiado a su país, le falta valor y, además, le da vergüenza. Si yo no abandono mi postura, seguiremos viviendo separados, como ahora.

– ¿Y vas a abandonar? -preguntó con prudencia.

– No puedo -dijo ella, abriendo los brazos-. ¿Cómo voy a poder? ¿Y qué? ¿Vivir como si aquí no hubiera pasado nada? ¿Seguir con mi trabajo? ¿Recolectar caquis? ¿Regar el jardín? ¿Hacer un pastel? ¿Criar a los nietos? ¿Vivir tranquilamente? Yo ya no puedo estar tranquila, calmada, ni siquiera de duelo, no existe camino de vuelta desde el lugar en el que yo me encuentro.

Se quedó mirando el cielo que estaba de un azul muy claro, tranquilo, un cielo que cubría el mundo entero y que, sin embargo, tenía un color diferente en cada sitio; después buscó la estrella polar. Cuando eran jóvenes, Yánkele había intentado explicarle repetidas veces dónde se encontraba cada estrella, pero ella sola no conseguía encontrarlas. A veces le parecía durante un instante que había logrado encontrar la Osa Mayor, con la ayuda del dedo de Yánkele, que señalaba un punto concreto del cielo, pero al momento la perdía. Ni siquiera estaba muy segura de ver la Estrella Polar, y sólo por contentar a Yánkele gritaba entusiasmada: «sí, sí», como si la estuviera viendo. El resto del grupo sí entendía sus explicaciones durante el paseo nocturno que dieron en aquel viaje de fin de curso del último año de instituto, y hasta había algunos que conseguían guiarse por las estrellas. Porque la verdad es que Yánkele, el comunero que había mandado entonces el movimiento juvenil para instruirlos, y que era cuatro años mayor que ellos, lo explicaba todo muy bien y con muchísima paciencia. Lo que pasaba es que ella no acababa de entenderlo, quizá porque no conseguía concentrarse. Durante años se admiró de que la hubiera escogido a ella entre todas las demás chicas, porque las había mucho más guapas e inteligentes, incluso en el mismo grupo, por no hablar de las que había fuera de él. Qué es lo que ella tenía, le había preguntado durante el primer año juntos, precisamente ella, que sólo haciendo un gran esfuerzo conseguía mantenerse dentro de la ruta de las excursiones que él organizaba, que llegaba la última y siempre con ayuda, que nunca había comprendido del todo las reglas de cómo arreglárselas sobre el terreno, que era demasiado alta y demasiado delgada, que tenía los hombros encorvados y que siempre tenía la culpa de algo. ¿Qué es lo que en realidad había visto en ella para escogerla? Pero él nunca le había contestado en serio a esa pregunta. A veces se encogía de hombros, y otras dejaba ver, aunque veladamente, una expresión de impaciencia, como quien se niega de entrada a ser cazado por la sensiblería que la experiencia le decía que conllevaban ese tipo de preguntas. Durante ese año, y también en los siguientes, Rajela intentó hallar la respuesta por sí misma. A veces tenía la esperanza, y casi se lo llegó a creer, de que era precisamente su rebeldía, un factor que la diferenciaba de todos los demás y por lo que se había ganado fama de testaruda en su infancia sus ataques inconformistas, así lo llamaban en el moshav, su ira y su carácter justiciero-, lo que había hecho que Yánkele la amara a ella. Aunque la verdad era que ya desde el primer año de su relación amorosa, Rajela había comprendido que ése era precisamente el punto que a él más le costaba aceptar de ella, que procuraba dominarse, aparentar que no se daba cuenta y, en ocasiones, hasta luchar contra ello. «¿Por qué hay que armarla por todo?», se quejaba ante ella, mientras la seguía caminando cuando se levantó de pronto de la mesa de sus padres en el jardín, justo el día en el que él había acudido con los suyos para que todos se conocieran. La madre de él, enfundada en un ajustado vestido de flores que le marcaba sus gruesos muslos, había dicho de un tirón que Yánkele era un tesoro, pero que ella y su marido no iban a poder participar en los gastos de la boda. La madre de ella, como siempre cuando se sentía turbada, arrastraba con la punta de los dedos las migas que había alrededor de la tarta de ciruelas, mientras le dirigía una sonrisa de impotencia a su marido, que en ese momento murmuró: «Nos las arreglaremos, ya nos las arreglaremos, todo saldrá muy bien». A continuación, la madre de Yánkele empezó a detallar el menú que ella había pensado y anunció que por su parte había que contar, por lo menos, con ciento cincuenta invitados. Rajela sintió entonces que todo se evaporaba: el vestido blanco con el que tanto había soñado, el ramo de flores y el rostro resplandeciente de sus padres cuando la vieran allí junto a Yánkele. En ese momento, aunque vacilante y con poca firmeza, porque le resultaba muy difícil renunciar a aquel sueño, les pidió que anularan el convite. Pero Yánkele, que durante toda la conversación se había hecho el sordo, se limitó a decir: «¿Por qué hay que buscarle tres pies al gato absolutamente a todo? Mi madre tiene un corazón de oro, no tienes ni idea de lo buena que es con los demás ni de lo mucho que ayuda a montones de personas, y con mi padre, sola y sin ninguna ayuda, se establecieron en el país pasando por mil penurias, así es que ¿por qué hay que armarla por todo?». También ahora, ahí sentada junto a Boris en el escalón de cemento, mientras seguía con la vista las luces que se alejaban de un coche que pasaba por la carretera principal a las afueras del moshav, recordó, traspasada por una punzada de dolor, que Yánkele se había quedado de pie junto a la casa, porque la había seguido después de que ella se levantara de la mesa y saliera corriendo, que la había mirado con una expresión de censura por haberse fijado en algo que debía haber obviado. Ni siquiera hoy estaba muy segura de quién había tenido razón. Seguro que él, porque al fin y al cabo la boda se celebró con todas las de la ley y porque después, a mitad de camino, había pasado por un mal momento durante el cual temió perder lo poco que poseía. Y es que entonces ya sabía que, en realidad, Yánkele esperaba que en su vida en común reprodujera el mundo que había visto en casa de los padres de ella y que se materializaba a sus ojos en la gran mesa del comedor. En realidad había dos mesas: desde el inicio de la primavera hasta el final del otoño, la mesa blanquecina en el patio de delante, cubierta por un hule y encima un mantel blanco; y en los meses de invierno, la mesa redonda de la gran sala de estar, de la que antes de las comidas se retiraba el tapete amarillento de ganchillo, obra de la abuela que la madre había traído en el saco con el que la cargaron sus padres cuando inmigraron a Israel siendo ella una muchacha. Alrededor de la mesa del patio se sentaban no sólo todos los hijos, los hermanos, los cuñados, los amigos y los inmigrantes nuevos, sino también los vecinos que pasaban por casualidad, y el aroma de la tarta de manzana o de la de ciruelas de Sonia, la madre de Rajela, los invitaba a sentarse un momento cuando iban a cerrar un aspersor o a respirar aire puro. Durante años Yánkele había estado diciéndole que el lugar en el que experimentaba la verdadera paz, en el que más cómodo se sentía y donde realmente se encontraba en casa, era sentado a la mesa de la madre de Rajela, especialmente la blanquecina, la del patio, cuando estaban todos juntos y la conversación fluía, e incluso cuando los ánimos se exaltaban, como siempre que trataban asuntos de política, porque ni siquiera los venenosos comentarios de Rajela -que su padre se apresuraba siempre a acallar disimuladamente- conseguían romper aquel sosiego. Cuando la madre enfermó de esa terrible dolencia, que llegó a aniquilarle por completo su hasta entonces encantadora personalidad, una enfermedad que se presentó como si nada, cobardemente, apoderándose de todo lo bueno y anulando toda sonrisa, de manera que la puerta de la casa que siempre había estado abierta a todo necesitado o simplemente a quien quisiera intercambiar unas palabras, se cerró, y entonces fue cuando pasaron la mesa a su propio patio, porque Yánkele albergaba la esperanza de volver a hallar alrededor de ella aquel sosiego de la casa de los padres de Rajela.

También se había preguntado qué es lo que a ella le gustaba de él, de Yánkele, una vez que hubo desaparecido la magia -tan denigrante en su miseria, si se analizaba bien la cuestión- del halo del monitor que la había escogido precisamente a ella, y después de reconocerse a sí misma que ese halo había sido la mayor baza de él, así es que más tarde quizá fuera la posibilidad de hallar refugio a su sombra y la creencia y la esperanza de que así podría borrar su sensación de desarraigo lo que la había llevado a aquella vida, de la que nunca estaba segura de que fuera la más correcta, la más justa ni la más adecuada. Después de todo, se había dicho a sí misma durante los últimos años, antes todavía de lo de Ofer, el sentimiento más fuerte en ella era el deseo de ser como los demás, la necesidad de ser aceptada, de ser tenida en cuenta, de ser como todos e incluso más como todos que todos ellos. Ahora, esa necesidad no podía perdonársela, porque ni siquiera entendía su razón de ser, ya que desde siempre había sido una persona aceptada y había estado completamente protegida por el simple hecho de pertenecer a la familia que le había tocado en suerte. ¿Por qué, entonces, no era capaz de oír aquellas voces que desde su interior intentaban alejarla de sus dudas existenciales mientras pretendían hacerle ver la armonía que reinaba alrededor de aquella gran mesa, a pesar de que allí nunca se hubiera dicho nada realmente significativo? Y resultaba que ahora había encontrado a ese extraño vigilante nocturno, ese hombre de pelo largo y blanco, recogido en una coleta, con la barba corta y blanca también, cubriéndole la mitad inferior del rostro, con la boca pequeña y con unos labios muy gruesos asomando en medio de una especie de desnudez turbadora, la nariz grande y ancha sobresaliendo de repente, torcida, entre unos ojos demasiado juntos, y sólo con él podía hablar ahora, precisamente con él, a quien hace dos o tres años ni se le hubiera ocurrido dirigirle la palabra, cosa que le parecía verdaderamente imperdonable.

Los grandes faros de una camioneta, que ella no había visto acercarse, iluminaron el portón automático. Boris se levantó de inmediato, presionó el botón desde el interior de la garita y las hojas de hierro del portón se retiraron hacia los lados. La luz de los faros resplandeció en el blanco pelo de Boris mientras éste mantenía una breve conversación con el conductor de la camioneta al que luego dejó pasar en medio del fuerte rugido del motor hacia la calzada interior.

Por esa necesidad de agradar a todo el mundo, pasó lo que pasó con Meirke. Cada vez que Rajela iba al cementerio pasaba por delante de la casita de los padres de él, que todavía seguía allí, pero con una enorme grieta en el muro de la fachada, abandonada y vacía en medio de una parcela muy grande llena de hierbajos. «Revisionistas», le había dicho una vez su padre, en tono de reprobación, cuando los dos pasaban por delante de la casa en una excursión nocturna y vieron la luz amarillenta que titilaba al otro lado de las persianas bajadas, «confían en Begin». Y una vez, la víspera de un sábado, por la noche, después de haber estado jugando, los niños del moshav habían rodeado la casa, Rajela entre ellos, todos agarrados de la mano y ella como parte de aquel enorme corro, y habían estado gritando todo tipo de insultos. Pero Meir, el pequeño Meirke, la quería, precisamente porque había notado en ella, así se lo contó luego en el último curso de instituto, «un carácter revolucionario y rebelde», según sus propias palabras. Pero ella no había querido saber nada de él y le hizo creer que no estaba en casa una tarde que él había ido a buscarla. Desde detrás del visillo lo vio marcharse, encorvado, con su pelo claro -Yánkele era moreno y nada bajo- cubriéndole la nuca, con sus pantalones azules demasiado largos tapándole los zapatos -Meir nunca se ponía sandalias- y hubo un momento en que volvió la vista atrás y a ella le pareció, casi estaba segura de ello, que él había visto su silueta en la ventana. Perdónatelo, se había dicho a sí misma en ocasiones de camino al cementerio, lo mismo que ahora, que, mientras miraba a Boris apuntar con meticulosidad la matrícula del coche y el nombre del conductor, se repetía a sí misma una y otra vez: eras muy joven y no entendías nada. Aunque sabía que no era capaz de perdonárselo. Qué triste y cobarde le parecía su intrusión en el pasado, sus esfuerzos -en los que casi siempre fracasaba- por ocultárselo al mundo. También había sido un error aquel asunto amoroso que había tenido hacía años. La tontería de una mujer cobardona que había decidido confiar en un tipo engreído que era todavía más desdichado que ella con sus miedos y las mentiras con las que protegía su vida que fluía segura y cómoda por el cauce central de la corriente, alguien de quien ella había esperado que le proporcionara una nueva clase de protección en lugar de espabilarse por su cuenta para salir de su tedio como ama de casa, condición esta que cuanto más la soliviantaba más se entregaba a ella. Si ahora se hubiera mirado la cara y el cuerpo en un espejo, éste le habría devuelto la imagen de la anciana que hacía unos años había esculpido en madera: una expresión amarga y recelosa, la mirada clavada en el suelo, el trasero plano y caído, el vientre flácido, grande y vacío, y sólo en la parte superior de los muslos el vestigio de una vida llena de deseos, la vida de una mujer que había luchado siempre y que ahora se preguntaba para qué. Esa escultura la había escondido en un rincón de su estudio y no se había atrevido a enseñársela a ningún extraño, porque Yánkele la odiaba y los niños torcían el gesto cuando la veían. Y eso que el rostro y el cuerpo de la mujer estaban inspirados en la figura de su madre, hecho que también disimuló como pudo, y después cubrió la escultura con una sábana vieja, aquella obra que quizá fuera la más sincera y atrevida de todas, y no la llevó a ninguna exposición, en un intento por mantener el equilibrio entre el deseo de ser ella misma y el de no pagar un precio por ello. Toda su vida se la había pasado mintiendo para resultar agradable a los ojos de Dios y a los de los hombres, mintió a los demás y se mintió a la parte más auténtica de sí misma, a la que desde hacía años estaba harta de las cenas familiares de la víspera del sábado y harta de los constantes esfuerzos de sus padres por satisfacer a todo el mundo. «Pero ¿qué tiene eso de malo?», le preguntaba Yánkele, «¿por qué eres alérgica a todo el mundo? ¿Por qué eres incapaz de disfrutar de la deliciosa comida de tu madre y de que estemos todos juntos? ¿Qué es lo que quieres? ¡Dilo!». Pero ella callaba y se sentía culpable. Porque no sabía expresar con palabras lo que de verdad deseaba, ni tenía con quién hablar acerca del vacío que sentía, porque el ruido, el alboroto y todo el trabajo que rodeaba aquellas cenas tenían, en realidad, el único propósito de ocultarlo.

Sobre Yánkele, en realidad, no podía decirse nada negativo, pero tampoco nada positivo. Porque no basta con ser un hombre bueno y sensato, un trabajador de la tierra muy justo con sus obreros, modesto, buen padre y marido modélico, que con sus propias manos le había construido una casita para que tuviera un sitio en el que trabajar y que iba a ver las obras que ella esculpía, que se interesaba por lo que hacía y no miraba a otras mujeres, además de soportar con suma paciencia las negativas de ella a participar en las veladas de canto en grupo, y que esperaba a que se le pasaran aquellos ataques de rebeldía, como él llamaba, por ejemplo, al hecho de que ella se negara a hacer un viaje organizado a Egipto.

Aunque también habían pasado por momentos de amargas riñas, como la vez que ella se había negado a asistir a la boda del hijo de los vecinos.

– ¿Por qué no puedes ser un poco más flexible? -le había pedido Yánkele-. Si se trata sólo de una noche, no de la eternidad.

– Porque no puedo soportar a su madre -le había contestado.

– ¿Y quién te está pidiendo que la soportes? -se enfadó con ella Yánkele-. ¿Hay alguien que la soporte? Nadie es capaz de hacerlo, pero se trata de mantener una buena relación de vecindad, no de que te cases con ella. ¿No podrías ceder? Nosotros no vivimos solos aquí, hay otras personas, y es necesario hacer algunas cosas quiera uno o no -y cuando se dio cuenta, por su silencio, de que pensaba mantenerse en sus trece, intentó ganársela por las buenas diciéndole-: Son nuestros vecinos del otro lado de la valla, debemos tener una buena relación con ellos, no podemos hacer lo que queramos y, además, es importante tener en cuenta varias cosas, por ejemplo que somos sus socios en la cosecha del caqui, que tenemos unos campos compartidos y que son de los más veteranos del lugar y tienen mucha influencia, así es que no veo por qué tienes que empezar a…

– No puedo -dijo Rajela dando un golpe con la mano en la almohada en la que apoyaba la cabeza-. Precisamente porque son viejos en el lugar y porque tienen influencia, porque tú quieres ser su socio y eres capaz de sentarte con ellos en el césped a pasar toda la noche para comer juntos un cuarto de pollo, precisamente por esas ansias de aparentar que aquí en Israel todos somos muy amiguitos.

– ¿Por qué no nos dejas vivir? -se había desesperado Yánkele-. ¿Por qué, sencillamente, no nos dejas vivir? ¿Qué hay de malo en verse con otras personas?

– No tengo nada de que hablar con ellas -dijo Rajela, y lo dijo porque fue lo primero que se le ocurrió.

– ¡Pues no hables! Tú no eres mejor que todos los demás -le espetó Yánkele-. Deja de creerte alguien, con ese aire de superioridad -le dijo. Y Rajela, que de repente se dio cuenta de que él tenía razón, que ella no era superior a los demás y que ya no le quedaban argumentos, ni siquiera para formulárselos a sí misma, dijo-: No he dicho que yo sea mejor, porque puede que incluso sea bastante peor.

– Ni mejor ni peor -gritó Yánkele-. ¡Como todos! Simplemente como todos. Ninguno somos nada del otro mundo, sino simples personas que van viviendo sencillamente. Si no vienes conmigo -dijo para finalizar-, no te hablo más.

Y fue con él, sólo por evitar la discusión que de otro modo se produciría. Aunque, de todas formas, ésta tuvo lugar, porque cuando regresaron a casa y se fueron a dormir, ella volvió la cara hacia la pared, como si estuviera muy ofendida, porque él no le había perdonado, ni hasta el día de hoy, y eso que ya habían pasado ocho años, que durante la boda no ocultara el fastidio que todo aquello le suponía. Y la verdad es que Yánkele tenía razón, porque también en aquella ocasión había querido soplar y sorber, como la princesa del cuento, que se presentó ante el príncipe montada pero sin montar, vestida pero sin vestir, tal y como él se lo había pedido. Qué bonito le parecía a ella ese cuento cuando era niña, qué inteligente había sido la princesa pobre al haberse montado en una borriquilla para poder arrastrar uno de los pies por el polvo del camino y así ir montada y a pie a la vez, y al haberse cubierto su blanca piel con una red de pescadores, de manera que hasta el meticuloso príncipe comprendió que aquello significaba que iba vestida y desnuda a la vez. Y al llevarle al príncipe de regalo una paloma que se escapó volando de las manos de aquél, con lo que también pudo salir airosa de la tercera prueba, la más difícil de todas, que consistía en llevarle y en no llevarle un regalo. Al contrario que Yánkele, ella tenía necesidad de seguir otro camino, pero le faltaba valor para ello. Tampoco sabía de qué otro camino se trataba, de manera que a veces se veía a sí misma como una especie de señorona mimada, alguien que lo tiene todo y que se lamenta por una carencia que en realidad no existe. Por eso no había sido sólo el miedo lo que durante años le había impedido ir tras sus ansias de rebelión, sino también la falta de justificación de éstas. Fue necesario que le quitaran a Ofer para que entendiera que sólo la persona a la que la vida le sonríe puede desear tener una buena vida, como la de todos, pero que uno solamente se encuentra con uno mismo cuando la vida lo coloca, con toda su crueldad, ante la necesidad desnuda.

– También yo he estado casado. Tuve una familia -le dijo Boris a Rajela, acariciando con los dedos la taza de café con el asa rota que tenía entre las manos.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo? -le preguntó Rajela, volviendo la mirada hacia él, porque hasta ese momento la había mantenido perdida en la distancia, en el extenso campo que había al otro lado de la valla. Los dos seguían allí sentados en el frío escalón de color gris que había junto al umbral de la garita de vigilancia, y Boris se quedó mirando las grandes manos de ella, meditando, antes de responderle. Su disposición a contarle ahora algo personal manaba, principalmente, de la necesidad de darle algo a cambio de la sinceridad que ella había mostrado con él. Cuando hacía un rato ella se había parado junto a la habitación y con una sonrisa llena de timidez había llamado con los nudillos al marco de la puerta, que se encontraba abierta, Boris se había sorprendido de que pudiera haber en ella tanta amabilidad y notó el rubor que los nervios le estaban pintando en las mejillas y en la frente al ver las duras facciones de ella suavizarse alrededor de la boca y un destello de alegría centellearle en los ojos, durante un instante muy breve, y la invitó a pasar. Le traía de regalo una escultura pequeña, el torso de una mujer, cuyo vientre, redondo y generoso, en alabastro amarillo, parecía estar lleno de vida, mientras unas vetas grises le recorrían los amputados muslos.

– ¿Es para mí? -le preguntó Boris, muy agitado-. Pero no tenías por qué… es caro…

– Si te gusta -dijo ella, bajando la cabeza-, ya tiene sus años, hace bastante que la hice, y tú tienes esto muy vacío -con mucho cuidado dejó la escultura sobre una mesa estrecha, el torso tendría el grosor de su propio brazo y los pechos de la mujer eran redondos y plenos, y le prometió que no la dejaría allí, en la garita-. Como quieras -le dijo desde el umbral, siguiendo la mirada de él, que no se apartaba del torso.

Después, hablando con él, había dejado la taza del café sobre la tierra, que todavía estaba mojada, con el dedo se enroscaba mechones de pelo en un gesto de niña desamparada, abría mucho sus rasgados ojos y alzaba las cejas con la expresión del que no entiende, del que discrepa o del que siente un profundo dolor, y es que en todas esas expresiones le pareció ver a Boris un aire infantil de impotencia que resultaba conmovedor. Boris creyó que Rajela había ido a verlo porque alguien le había contado la desagradable situación en la que él se había encontrado como consecuencia de aquella noche, y por la manera tan indecisa con la que lo habían defendido ante las instancias superiores las gentes del moshav, que por no haber sido capaz de detenerla a tiempo lo consideraban responsable de lo sucedido y hasta cómplice de los actos de ella. Aunque también podía ser que nadie le hubiera dicho nada y que estuviera allí por iniciativa propia, que le llevaba de regalo esa escultura porque le tenía lástima. Pero el hecho de pensar que era posible que estuviera allí por iniciativa propia tampoco lograba quitarle el mal sabor de boca por el abandono al que lo había sometido durante todas las semanas que habían transcurrido desde aquella noche, la sensación de que lo había traicionado porque durante todo ese tiempo la había estado observando, noche tras noche, cuando se dirigía al cementerio sin mostrar el más mínimo interés por él, tanto que no se había atrevido a salir de la garita. Ni siquiera se atrevió a quedarse en la puerta, para que ella no creyera que se trataba de un aprovechado chantajista que pretendía hacerse el encontradizo, porque aquella noche él, sin proponérselo, había sido su cómplice. También esa vez la había visto pasar por delante de su ventana a paso muy ligero. Aunque de repente se había detenido, dubitativa y como si acabara de tomar una decisión, había vuelto sobre sus pasos para recorrer el estrecho sendero que llevaba a la garita. Él la vio, pero seguía sin atreverse a salir. Esa noche no llevaba el abrigo grande y negro, sino una gabardina corta -la primavera ya había entrado-, y le había sonreído desde la entrada, a la vez que le preguntaba qué tal estaba. Boris se quedó asombrado al ver la escultura que sacaba de la pequeña mochila, y también le sorprendió muy gratamente que aceptara con toda naturalidad la taza de café que le ofrecía, mientras se sentaba en el escalón de la entrada. Después de preparar café para los dos y cuando ya se hubo sentado a su lado, se le ocurrió pensar que si le preguntaran en ese momento y si se atreviera a contestar con sinceridad, diría que después de haber dejado de sentir una inmensa amargura hacia ella y hacia el mundo que ella representaba, un mundo que se negaba a reconocerlo de verdad, mejor dicho, no se negaba sino que simplemente trataba con total indiferencia su talento y su valía, y después de haber renunciado a mantener ningún tipo de esperanza con ella, en ese momento sentía en su interior algo muy próximo a la felicidad. Y eso que la felicidad no era un sentimiento con el que él estuviera muy familiarizado, y hasta hacía tiempo que había dejado de emplear esa palabra, porque, como mucho, a veces se permitía pensar en alguna pequeña alegría, como cuando miraba la extensión de los campos al otro lado del portón y se quedaba escuchando los sonidos de la noche. Mientras que ahora que se había producido ese pequeño milagro del encuentro, porque en ese momento cada uno de los dos hubiera estado dispuesto y hubiera podido abandonar su propio mundo para acercarse al del prójimo y sentarse como dos niños a los que hubieran dado permiso para estar solos un rato, en medio del círculo de luz que proyectaba la farola más próxima a la verja, y cuando oyó la voz de ella y cómo le hablaba con plena confianza sintiéndola tan cerca, Boris volvió a darse cuenta de la soledad en la que había vivido durante todos esos años, y con esa certeza, que quizá precisamente hubiera debido despertar en él un gran dolor, volvió a nacer algo muy parecido a aquel sentimiento que la palabra que lo designaba había sido completamente borrada de su vocabulario. En ese momento cantaron unas ranas y un perro les contestó desde lejos con unos ladridos.

Rajela había ido a verlo, ante todo, por el sentimiento de culpabilidad que le producía el hecho de no haber cruzado con él ni una sola palabra desde aquella noche. Hacía ya tiempo que había pensado llevarle esa pequeña escultura y la había traído y llevado en la mochila durante algunas noches hasta que se había atrevido a ir a la garita. Le estaba muy agradecida por el hecho de que él no hubiera intentado pararla ni una sola vez desde entonces para hablar con ella. Pero el sentimiento de culpabilidad no era el único factor que la había empujado a ir a hablar con él, sino que sentía también una especie de deseo y de necesidad cuyos orígenes desconocía pero que fue lo que la llevó a aceptar el café y, en definitiva, a quedarse.

Si se lo hubieran preguntado, no habría sabido explicar qué era lo que la impulsaba a hablar sobre sí misma con él y de esa manera, sin ponerse a la defensiva y sin pretender regalarle los oídos, sino porque sí, hablar por hablar como no lo había hecho con nadie desde lo de Ofer. De todo estuvo hablando con él, de su enfrentamiento con los otros padres que habían perdido a sus hijos y que ponía en duda sus opiniones acerca de la lentísima reacción de otras madres.

– Sólo se atreven las madres -recalcó con amarga indulgencia y observó que en lugar de decir que los padres eran más cobardes se prefería decir que eran más cautos, que el sentimiento de culpabilidad por la muerte de sus hijos los tenía paralizados, lo mismo que el hecho de que se identificaran más con el sistema, y que eso era lo que les impedía acompañar a las mujeres que iban de un juzgado militar a otro, blandiendo sus pancartas y respondiendo a las preguntas de los periódicos-. Para que algo cambie en este país -le dijo, y de repente su propia voz le sonó muy extraña, porque esas palabras, de corte casi militar, no encajaban con la dulce expresión que a la luz de la gran farola reflejaban los profundos ojos castaños de él. La escuchó con mucha atención mientras le contaba todos los accidentes y muertes que habían tenido lugar durante el último año y que habían ido a juicio. Después empezó a hablarle de lo que había pasado en su casa durante aquellas últimas semanas, cosas de las que todavía no había hablado con nadie. Le habló de la noche en que Yánkele le había dicho, el mismo día de la primera sesión en el juzgado, después de que perdiera los nervios en la furgoneta, que tenían que separarse. Intentó además presentarle las razones de Yánkele sin juzgarlo y sin criticarlo. No sólo por ser justa, sino para acallar en su interior la vergüenza que le daban las reacciones de él, la vergüenza por sentir que se había portado mal con ella, para alejar el pensamiento que la asaltaba constantemente de que si se comportaba con ella de esa forma era porque ella se lo merecía-. Él es diferente -se disculpó ante Boris, que seguía escuchándola-, diferente a mí. Lo más fácil sería decir que es un cobarde, como todos, pero eso no es del todo exacto, porque él no es nada interesado, nada aprovechado, ni mezquino, sino sencillamente una persona tímida, que no piensa las cosas hasta el fondo, que no cree de verdad que merezca la pena emplear tanto esfuerzo por conseguir lo que espera del mundo. Dice que estoy llena de odio, que el odio me ha hecho perder el juicio y que ya no puede seguir siendo responsable de mis actos, ni protegerme del mundo, que le resulta de lo más falso intentar actuar como yo lo hago y que por eso se quiere divorciar -Boris ni se movía mientras ella le hablaba, de manera que Rajela se preguntó si estaría entendiendo todo lo que le contaba, pero por alguna razón intuía que la comprendía perfectamente, palabra por palabra, aunque puede que no hubiera entendido un par de expresiones-. Quiere dejar la casa después de treinta años de vida en común, dejar la casa, que quiere decir, en realidad, dejarme a mí -le explicó-. Lo que es la casa propiamente dicha y las tierras no las puede dejar. Y a mí tampoco tiene el valor de dejarme del todo, porque sencillamente no podría soportar la idea de haberme abandonado -y a pesar de todo ella no lo odiaba ni le guardaba ningún rencor, añadió finalmente.

Lo que no le contó era que Yánkele había dividido la casa en dos con un tabique de yeso, de manera que cada uno vivía en una parte. Hasta había partido la cocina. Todas estas cosas se había empeñado en hablarlas con todo detalle la noche de la escena de la furgoneta, y también le había preguntado, temeroso, su opinión con respecto a lo que había que hacer con los hijos, en suma, cómo decírselo. La reacción de los chicos ante la decisión que había tomado era lo que más aterrado lo tenía, en palabras del propio Yánkele. Que confesara eso fue lo que más la enfureció, tanto que casi explota y le dice: «¿Los chicos?, ¿cómo que los chicos? Pero si tienen su propia vida y tú ya apenas les interesas. ¿No ves que no se puede vivir para los hijos, que hacen su vida y que ahora sólo necesitan la idea abstracta de que existes?». Pero al final se mordió la lengua y se tragó el sapo de la ofensa por el hecho de que él no tuviera ni una sola palabra que decir acerca de su vida en común, que en ese momento llegaba a su fin. De cualquier forma no iba a entender a qué se refería ella, se dijo para sus adentros, no porque no fuera capaz, sino porque precisamente ése era el significado de lo que estaba pasando que él no quería reconocer. Lo que sí le dijo Rajela muy serena es que a ella le parecía que primero uno construye su vida según las expectativas de los padres y después se tienen hijos para proyectar sobre ellos esas expectativas y acabar aterrorizado por las expectativas de éstos. Pero Yánkele no hizo el menor caso de esa reflexión, como de todo lo que no fuera un hecho perceptible, así es que se limitó a preguntarle por lo que harían con el salón en el que se encontraban hablando con tanta serenidad como dos personas que hablan desde los dos lados de una tumba.

Ella no había querido el salón, así es que no lo dividieron sino que lo dejaron como estaba, porque se daba por sentado que ella no iba a utilizarlo. A ella le había tocado la parte izquierda de la casa, e incluso le hicieron una entrada propia.

– Le hubiera gustado hacerlo oficial, con papeles y todo, pero su carácter se lo impide -le dijo a Boris con una media sonrisa, porque recordó algunos detalles que resultaban ridículamente pedantes, como dejarle el correo que iba dirigido a ella en un buzón aparte y poner mucho cuidado en no tocar absolutamente nada de «la parte de ella», hasta le había puesto una línea de teléfono diferente. Todo para que los dos tuvieran muy claro, y el resto del mundo también, que «él no estaba metido en aquello», que era lo mismo que decir que ya no era responsable de lo que ella hiciera y que ni la representaba ni se ocuparía más de resolver las quejas que llegaran por su causa-. Y así ha sido -le dijo Rajela a Boris, o mejor dicho, a los campos que se extendían al otro lado de la valla, hacia donde seguía mirando fijamente- como la casa ha quedado destruida, y con ella nuestra vida familiar.

Una profunda pena se había ido apoderando de ella mientras hablaba. La pena de saber que había sido ella la que se había alejado de los hijos vivos por imponerse a sí misma una especie de destierro.

– Tengo una nieta pequeñita -le dijo de repente a Boris, casi con admiración-, es mi primera nieta. Siempre creí que cuando tuviera una nieta, y especialmente si era una de mis hijas la que daba a luz, mi vida cambiaría porque adquiriría un nuevo significado. Y siempre he tenido en mente la imagen de una mesa bien grande durante la cena del sábado, como en casa de mis padres, la imagen de la esencia de la abundancia, la fertilidad y la luz, y todo tipo de ideas parecidas. Pero ahora ha resultado que eso no es lo realmente importante para mí. No es que no me importe en absoluto, tampoco es que no ame a mis hijos o a mi nieta, pero ese amor se ha ido convirtiendo en algo abstracto, teórico. En un momento determinado uno atenta contra sí mismo si no sigue su propia llamada, su yo más oculto que ha permanecido dormido en él durante toda su vida en medio de una especie de sopor tras la cubierta del día a día. Porque aunque la familia sigue estando ahí, los hijos tienen ya su propia vida, y eso es lo mejor que les ha podido pasar, vivir su propia vida. Ellos son, pues, una cosa, y yo otra, y todas esas comidas y ceremonias, y los festejos de todos juntos, las conversaciones banales y todo lo demás se me antojan ahora como una mera coartada para la vida, una especie de excusa para seguir viviendo y comportándonos como si alguien todavía nos necesitara. Es por eso por lo que las personas miman tanto las relaciones familiares, mientras que yo he llegado a un punto en el que he perdido hasta el gusto por mi trabajo. Y todos esos años, todos los años que he pasado con ellos, que viví sólo por ellos, se me aparecen ahora como una historia muy lejana y extraña, como si fuera algo que le hubiera sucedido a otra mujer. Hoy sería incapaz de vivir de esa manera, y ni siquiera puedo decirte por qué, es como si hubiera mudado la piel -llegados a este punto, Rajela miró a Boris indecisa, porque le parecía muy importante que él entendiera exactamente lo que le había querido decir-, la piel de una serpiente -se apresuró a aclarar. Boris asintió enseguida y se aclaró la garganta, hundió la cabeza entre las rodillas y con una ramita que había a sus pies se puso a dibujar unas líneas en el interior de un círculo sobre la tierra húmeda-. Mi nieta es preciosa y es hija de mi hija la mayor -dijo Rajela en el mismo tono de admiración que había empleado antes y en el que ahora se había colado incluso una pizca de alegría-. Qué inocente y qué feliz fui cuando nació mi hija mayor, y sin embargo ahora se ha convertido en una mujer que no comprende que su hija no sea lo más importante para mí en la vida. Pero yo qué puedo hacer, si hasta la han llamado Ofra por mí, o puede que por ellos, y es una niña muy dulce que podría proporcionarme un gran sosiego, pero es que yo ese sosiego ahora no lo quiero, no estoy dispuesta a recibirlo. Yo lo que quiero es que la verdad sobre Ofer salga a la luz, que no puedan decir que dos oficiales veinteañeros son los responsables y que todos los demás son como los tres simios, que ni ven, ni oyen ni nada, y es por eso por lo que tengo que renunciar al sosiego familiar y al cariño de los nietos. Yánkele dice: «Mi vida se ha acabado, pero necesito y quiero vivir», mientras que yo digo: «La vida se habrá acabado o no, vivir o morir no es lo importante, en absoluto, porque lo único importante es poder contar esa historia tal y como sucedió». Y encima quieren retirar la escultura y lo que he escrito en ella, todos quieren quitarlo, hasta mi hija Talia, incluso Nadavi, mi segundo hijo, el que vino aquella noche…

Boris asintió con la cabeza de inmediato. Para ahorrarle a ella explicaciones. Y en ese momento, como notó que ella se iba callando, que la voz se le debilitaba, le ofreció un cigarrillo.

Rajela no le contó nada sobre aquellos segundos durante los que, a pesar de todo, se había despertado en ella el impulso irrefrenable y dulce a la vez de coger en brazos a la niña nueva y apretar la cara contra aquel cuello regordete y aspirar su aroma. El recuerdo del bebé, de su nieta, volvió a traspasarla ahora conmovedor y doloroso. Pero se había propuesto endurecer su corazón, incluso con la niña, que encima le recordaba a Ofer cuando era bebé, por lo que el solo hecho de mirarla conllevaba el dolor de pensar en Ofer, al cual había amado de manera diferente al resto de sus hijos. Y no sólo por haber sido el menor, sino por la candidez que rebosaba en él y el cariño que sabía expresar: sin contenerse y completamente desinhibido, se le colgaba del cuello, y hasta cuando se fue haciendo mayor y era ya más alto que ella, agachaba la cabeza hasta la cara de ella para abrazarla con fuerza y sin complejos. Con su muerte había muerto en ella también el deseo de tocar a sus otros hijos, como si al morir Ofer hubiera provocado su muerte como madre, la muerte de su infancia y de sus creencias, y con ello la muerte del país como su hogar incuestionable. Todas estas cosas, que cruzaron por su mente a toda prisa, sin palabras, no podía hablarlas abiertamente con Boris.

Rajela se dijo a sí misma, cuando de repente la asaltó en su interior la siguiente pregunta formulada con cierta ironía: «¿Por qué estás hablando tanto, si es un completo desconocido?», que tenía la necesidad de hablar con alguien que la escuchara sin juzgarla y sin inquietarse. Aunque ella sabía que todas aquellas palabras y el modo en que confiaba en él tenía mucho que ver con el agradecimiento. Porque cuando había pensado en él durante las semanas que siguieron a aquella noche y vio en su memoria que él había estado allí apagando el fuego, que había devuelto con ella los montones de tierra a la tumba, supo que se había comportado con ella con una generosidad poco frecuente y con una delicadeza excepcional, y que, sin ningún tipo de objeción, se había arriesgado a perder el empleo. Cada noche, cuando pasaba por delante de la garita iluminada, pensaba en acercarse y darle las gracias, pero algo había que se lo impedía. Esa noche, sin embargo, después del espantoso día que había pasado en el juzgado, se había dejado llevar por el impulso. Lo que no hizo fue decirle gracias directa y llanamente, pues las palabras directas la turbaban al no expresar con precisión lo que sentía. En lugar de eso le había traído la escultura, se había sentado a su lado en el bajo escalón de cemento, y cuando él le había preguntado cómo se encontraba, le había contado con todo detalle lo que había sucedido en el juicio durante las últimas semanas y, después, también lo de casa. Él no dijo nada mientras ella hablaba, ni torció el gesto, ni preguntó, ni alzó las cejas, sino que se limitó a mirarla fijamente: vuelto hacia ella, apoyó el codo en la rodilla, su rostro grande en la palma de la mano, y permaneció sentado así, doblado, en una postura incómoda, de espaldas a los extensos campos, excepto por sus ojos castaños no recibía Rajela ninguna otra señal que le indicara que Boris la estaba escuchando o entendiendo lo que ella decía. Pero aquellos ojos de mirada tan bondadosa, generosa, sincera y comprensiva, la inundaron de un fuerte sentimiento de ternura y agradecimiento, un sentimiento tan dulce que la asustó y que por momentos amenazó con hacerla olvidar el asunto principal y debilitarle la fuerza con la que se aferraba con uñas y dientes al odio y a la ira, que eran lo que la animaba cada mañana a actuar sin pudor alguno y que acallaba cualquier posible eco de sentir cariño por alguien. Con un movimiento brusco se quitaba de encima cualquier mano que se le apoyara en el hombro, o se cruzaba de brazos cuando Talia se le acercaba para abrazarla, de manera que había sido su propio comportamiento el que había convertido el amor, la pena y la ternura de sus hijos, de su padre y de su marido, en miedo y en espanto. Se movían a su alrededor con suma precaución, como si se tratara de una enferma desahuciada, y se mantenían siempre en guardia ante una posible explosión suya. Y lo que pretendían que pareciera al salir de sus bocas como tranquilizadoras palabras de consuelo, en realidad no era más que el producto de una tensa contención que manaba de la fuerza de un estado de transigencia que amenazaba con quebrarse en cualquier momento. Con Boris, Rajela no tenía que estar en guardia, así es que ni se acordó de que tenía que causar pavor. El hecho de que fuera una persona desconectada de todo su contexto, un completo extraño sin ninguna expectativa, alguien que nunca había conocido el lado frágil y débil de su alma, fue lo que lo llevó a ser quien derrumbara la muralla con la que ella misma se había rodeado. Y no se trataba solamente de que el tal Boris no le tuviera miedo, ni siquiera después de aquella noche, cuando la había visto hacer lo que a los demás, a todos, también a sus hijos, y por supuesto a su marido, les había parecido una completa locura, no es sólo que a él no se lo hubiera parecido, sino que sus ojos castaños se habían iluminado con la luz del que lo aprueba y se rinde ante ello. ¿Qué es lo que le daba la presencia de aquel hombre?, se preguntó Rajela ahí sentada a su lado, sin mirarlo todavía. Supo entonces que, gracias a él, se podía permitir dejar de aferrarse con tanta terquedad al odio, sin que temiera no poder regresar a él. Y también gracias a él podía detenerse a sentir, aunque no fuera más que por un momento, lo fatigada que estaba, y descansar. Como en aquel segundo tren de camino hacia el aeropuerto de Roma, con el empleado de la estación de Termini, un hombre calvo y mellado, que también se entregó del todo, con el máximo desinterés. Aunque la actitud de éste fue activa y no una escucha silenciosa, paciente y entregada como la de Boris, que ni siquiera le había dado un sorbo al café mientras ella le hablaba. Aquel hombre, que la había visto allí sola, en la oscura y solitaria estación de Termini, mientras miraba la cola del tren que acababa de salir y que por la maleta, las carpetas de cartón y los libros que arrastraba en dos enormes bolsas de tela, una vez finalizado el taller de dibujo de seis semanas, no había podido alcanzar, se acercó a ella y le preguntó en italiano qué tren estaba esperando y poniéndose luego la mano detrás del pabellón de la oreja escuchó su respuesta, en una mezcla de italiano entrecortado e inglés, acerca de un aeropuerto y unos vuelos, a lo que él respondió compungido que desde aquella estación ya no salían más trenes para el aeropuerto por ese día. Y cuando ella se había sentado en el suelo tapándose la cara con las manos, porque además el calor era tan insoportable que se le pegaba la ropa a la piel, él sonrió y le dijo en italiano: «Espera aquí un momento, por favor». Ella se había quedado allí parada como si hubiera llegado el fin del mundo, porque no dejaba de pensar en que perdería el vuelo y entonces todo estaría perdido, no podría regresar a su casa y perdería incluso lo que le quedaba de su identidad, es decir, todo. Era verdad que lo había perdido todo, pensó ahora Rajela con amargura, ahora no tenía nada que temer. Desde aquella estación de ferrocarril desierta en la que se encontraba vio que el empleado entraba en la oficina de información y, al verlo allí, al otro lado del cristal, buscando en las listas de horarios, se preguntó a sí misma, muy asustada, qué es lo que estaría buscando y cómo se las iba a arreglar ella sola. Pero el hombre volvió con una amplia sonrisa y en los ojos la luz de la victoria del que ha podido superar todos los escollos y, despacio, ayudándose de las manos para hacerse entender, le anunció que había dado con la solución: lo que tenía que hacer era subirse al próximo tren, que llegaría dentro de un momento, bajarse en la estación siguiente y allí tomar un tren que se dirigía a Fiumicino. Cuando ella le estaba dando las gracias, algo confusa porque no entendía por qué aquel hombre se había tomado tantas molestias para ayudarla, él se quedó un poco pensativo, arqueó las cejas, se rascó la cabeza y dijo decepcionado, con mucho apuro: «Pero hay un problema», y le explicó que solamente disponía de dos minutos para pasar del primer tren al segundo, y que no estaba muy seguro -miró entonces el equipaje- de que le fuera a dar tiempo. Ante la expresión de decepción de ella, apenas perceptible pero lo suficiente como para que él se diera cuenta, no la dejó a su suerte, sino que se quedó un momento pensativo y después los ojos le volvieron a brillar. Le dijo que esperara un momento, y de nuevo salió corriendo hacia la oficina de información. Ella lo vio entonces gesticulando mucho mientras hablaba por teléfono y sintió que los nervios le retorcían las entrañas mientras esperaba ahí sola, a oscuras, en medio de la solitaria estación, hasta que lo vio regresar hacia ella, esta vez a la carrera y con una sonrisa de oreja a oreja, para decirle: «Ya está, no hay ningún problema, el segundo tren te esperará». Después fue a por un carro, cargó las maletas y los bolsos en él y cuando el tren llegó la acompañó hasta el primer vagón y se quedó despidiéndola con la mano hasta que el tren se puso en marcha. Justo cuando bajó en la siguiente estación, llegaba el otro tren, se detuvo y se quedó parado como si realmente estuviera esperando a que subiera a él; y la mirada bondadosa y compasiva de aquel hombre, al que todo lo que pudo decirle fue un precipitado «Ha sido usted muy amable», y eso a gritos, desde la ventanilla del tren que ya emitía su largo pitido, esa mirada, el buen corazón del hombre y su desinteresada entrega, maravilla entre maravillas, la habían dejado paralizada en el momento de los hechos, pero después la acompañaron durante años como una isla misteriosa, indescifrable y sublime.

También ese rato con Boris le pareció un instante pasajero de gracia y afinidad aunque carente de pasado y de futuro, porque estaba convencida de que cada uno volvería a su vida de antes.

Pero Rajela, claro está, se equivocaba, porque Boris quería algo más: sentía que en algún lugar del interior de ella seguía latiendo la simiente de un sentimiento que buscaba una salida en el consuelo, que una presencia equilibrada, comprensiva y sincera podría abrirle una brecha en la muralla que ella misma se había construido desde dentro. Lo que él deseaba era proporcionarle una salida.

– ¿Tienes hijos? -le preguntó, confusa, de repente, al darse cuenta de que no sabía nada de él.

– Uno -dijo, levantando un dedo-, uno solo, que ahora ya es mayor, tiene mujer y una niña.

– ¿Se ha quedado allí? ¿Y tu mujer también?

Boris asintió.

– ¿Os habéis divorciado?

– Hace tiempo, antes de que yo decidiera inmigrar, primero fue la separación y luego lo formalizamos.

– ¿Y los echas de menos? -le preguntó de repente, con dulzura.

Boris sonrió condescendiente.

– Pues claro, tengo añoranza, pero no sé de qué, no sé si los echo de menos a ellos o a mi pasado, a mi patria, si es que existe algo así.

– ¿Dónde vivías? ¿Vivíais? -insistió ella en seguir preguntando, y cuando le contestó «San Petersburgo», le preguntó si había nacido allí, de manera que al final él se encontró contándole con todo detalle su infancia en la Moscú sitiada, hablándole del hambre que pasaban y de lo mucho que su madre había luchado para que pudieran sobrevivir, acerca de sus estudios en la escuela, unos estudios que a causa de la guerra no pudo terminar hasta que no cumplió los dieciocho, con medalla de oro y las máximas calificaciones-. Como todos los judíos, porque no nos quedaba otra opción -sonrió ruborizado, y después le contó que había estudiado ingeniería ferroviaria en el Institut de San Petersburgo.

– ¿Cómo que ingeniería ferroviaria? -se sorprendió Rajela.

– Así lo decidieron por mí -asintió sin resquemor-. Durante aquellos años no se podía elegir lo que se iba a estudiar, ni dónde vivir, no se podía elegir nada -explicó, y añadió que lo que a él realmente le interesaba era la escritura y que la verdad es que toda su vida de estudiante se la había pasado escribiendo.

Entonces ella quiso saber qué es lo que escribía.

– Pues romances, poemas, canciones -dijo en tono de disculpa.

– Pero ¿eres poeta? -le preguntó, y a él le pareció haber percibido un finísimo deje de inquietud mezclado con un nuevo tono de sorpresa-. ¿Que has escrito poemas?

– No exactamente -dijo confuso-, no soy ni un Pushkin ni un Pasternak -y tartamudeando, como si buscara las palabras precisas, intentó explicárselo-. También escribo la melodía, son poemas a los que he puesto música, para cantarlos, una especie de… -y tras un momento de duda añadió-: canciones políticas.

Y mientras hablaba con ella le venía a la memoria el sabor del alforfón mezclado con agua y con serrín y el del nabo casi podrido, y la visión de las manos de su madre, enrojecidas por el frío, cuando regresaba de su trabajo a la única habitación que habían recibido de la Komunalia Kvartira en lugar del pequeño apartamento que habían tenido hasta entonces, el olor de la cocina que compartían con todas las demás familias, las caras hoscas de todos los miembros de la familia que vivía en la habitación contigua cada vez que Boris se encontraba con alguno de ellos por el pasillo, no sólo porque fueran judíos, sino simplemente porque estuvieran allí ocupando lugar, y los colores del fuego para calentar el agua del baño semanal en el enorme cuarto de baño que también compartían con todos los demás inquilinos. En aquella época había tenido siete, ocho y nueve años, y se avergonzaba por tener que desnudarse en presencia de su madre, que ya por entonces llevaba el pelo recogido en una trenza gris al tiempo que los dientes de delante se le habían puesto negros, aunque todavía era joven.

Ahora le hablaba de cosas menos importantes sobre su escritura, como a media voz, sobre alguna crítica que había escrito de vez en cuando, sobre los poemas que publicaba en los periódicos de los estudiantes y sus columnas satíricas.

– Pero no peligrosas, aunque firmadas con mi verdadero nombre -gracias a las cuales lo habían llamado para que fuera el editor de la revista de los ferrocarriles. Rajela le preguntó también por qué había inmigrado a Israel, qué era lo que lo había empujado a ello, y Boris, que no había tenido intención de contarle su vida, y desde luego no el asunto de su divorcio, dejó a un lado las generalidades y se puso a explicarle muy despacio que, paralelas a nuestra vida externa, en ocasiones, actúan en nuestro interior unas fuerzas que dan lugar a unos procesos de los que no somos en absoluto conscientes de que se están produciendo y que sin que nos demos cuenta acaban por conformar nuestra personalidad. Hablaba de sí mismo, pero Rajela notó que aquellas palabras calaban gota a gota en su propio interior como si de una hermosa melodía se tratara, nueva pero a la vez conocida. Al oírlo no podía determinar en qué momento concreto había empezado a sentirse judío y extranjero, aunque volviendo la vista atrás le parecía que había sido lo de los juicios contra los médicos, que se desarrollaron precisamente cuando nació su hijo, y puede que tampoco eso fuera una casualidad, lo que acabó por dar forma a su identidad judía, a pesar de que se había casado con una chica, una compañera de estudios, que no era judía-. Mi madre… ella se oponía -añadió Boris con un suspiro que escondía una sonrisa.

– Pero ¿por qué? ¿Porque no era judía?

– No, ésa no era la razón durante aquellos años que siguieron a la Revolución. Mi madre era profesora de química, y comunista, incluso después de que mi padre desapareciera, y creía que todos éramos iguales. No, no era por la religión, pero percibía algo, eso es lo que me dijo entonces. Sospechaba de ella, no la quería, ni siquiera cuando vivió con nosotros en San Petersburgo. Ella, mamá, creo que le tenía miedo. Eran unos días muy duros y no se sabía en quién podías confiar. Todos delataban a todos.

– ¿Y tu madre tuvo razón? -se aventuró Rajela a preguntar.

– Puede, quién sabe, sólo mirando hacia atrás… quizá -respondió Boris confuso, y cogió de nuevo la ramita seca de antes, la partió por la mitad, y luego la siguió partiendo en trozos más pequeños hasta que le quedó en la mano un montoncito de palitos que acabó por arrojar al suelo.

– ¿Y los poemas? -preguntó Rajela.

– Sí, los poemas bien -Boris se quedó en silencio y finalmente dijo-: Les pusieron música; yo también compuse algunas melodías con el acordeón y con la guitarra, también cantaba y escribía en los periódicos con seudónimos.

– ¿Como Wisotzky? -le preguntó Rajela desconcertada-. ¿Poemas como los de Wisotzky?

– No exactamente -dijo Boris moviéndose incómodo-. Yo no era tan famoso, pero la línea era la misma, el mismo estilo, como se suele decir, poemas de protesta, de lucha política. Se quedaron callados. Por un momento quiso pedirle que le cantara algo, pero no se atrevió. En vez de eso le preguntó vacilante si todavía cantaba, y él, con una sonrisa, le contestó que no con la cabeza-. Hace ya mucho que no -dijo sin pena.

Rajela quiso preguntarle por qué había dejado de cantar, pero de pronto había apreciado en el rostro de él una expresión de cerrazón, así es que para ocultar su propia turbación y apartarlos del tema de los poemas, le dijo:

– Pero si sólo hace tres años que has venido a Israel.

– Pues sí, con la glasnost -dijo Boris, acariciándose la barba y dejando la taza a un lado.

– ¿Y tu mujer? ¿Y tu hijo?

– Se han quedado allí. Estuvimos juntos durante casi treinta años, mi mujer y yo -dijo Boris muy despacio-. Fueron unos buenos años. Mi mujer también era ingeniero en el instituto científico ferroviario, y escribió su tesis doctoral sobre ese tema… pero ya no importa… vivíamos bien, nació nuestro hijo, y cuando lo de Siniavsky y Daniel, en varias ocasiones aporté mi firma contra esos juicios, eso fue en la época de Brezniev. La pillaron en un asunto, la llamó la KGB y se acabó.

– ¿Cómo que se acabó?

Boris respondió con desgana y bajando la cabeza:

– Pues que primero la llamaron, después llamaron a mis amigos y por último también a mí. Estuve en la cárcel varios años, y ellos también. En la cárcel aprendí hebreo.

– ¿Quién? ¿Quiénes estuvisteis en la cárcel? ¿Tu mujer y tu hijo también?

– No, no, mis amigos y yo.

– ¿Y tu mujer y tu hijo?

– Ellos siguieron viviendo en San Petersburgo -dijo Boris de nuevo con desgana.

– ¿Quiere decir eso que crees que… que tu mujer te delató?

Volvió a moverse incómodo sentado donde estaba:

– No es tan simple, no se puede saber de verdad, pero sí, como tú has dicho antes cuando has hablado de casa, de tu marido, que has dicho… que lo entiendes, que él no puede, pero de todas maneras lo notas, se siente… ¿Cómo decirlo?

– Que se siente uno traicionado, se dice «traición» -lo ayudó Rajela en voz muy baja.

– Pues sí, eso -dijo turbado-. Puede decirse cuando alguien ha estado con nosotros toda la vida y, de repente, esa persona… no sé cómo decirlo -Boris movió la mano para ejemplificarlo-, es algo que está fuera, es una traición, una palabra muy dura, traición, y eso -añadió Boris en el mismo tono meditativo de desgana- es difícil de explicar porque es demasiado simple, esa palabra «traición» -después le dijo que cuando ella le había hablado de su marido, había entendido exactamente a qué se estaba refiriendo, «aunque sea otra cosa», se disculpó, porque su mujer era una persona completamente normal, con sus mismos valores, que pensaba como él, pero el solo hecho de sospechar que fue ella la que los había delatado a él y a sus amigos cuando la KGB la llamó, y puede que hasta les informara de qué personas visitaban su casa, el solo hecho de pensar en eso lo ponía malo, a pesar de que sabía muy bien que la habrían presionado, que no habría tenido elección, que ella era un ser más convencional, «y tampoco era judía», y que además habría temido por el hijo-. Lo que hizo es como lo que tú has contado, era su manera de ser, no tenía el carácter de los que se mueven en la clandestinidad, como mis compañeros y yo, quizá incluso fue ella la que les dijo que habíamos estado hablando con los periodistas extranjeros, porque en época de Brezniev estaba prohibido, y hasta puede que les contara lo de las canciones y los poemas. Aunque era una mujer buena, así es que no se puede llamar traición a lo que hizo, porque no lo hizo por voluntad propia, la llamaron, y allí nadie podía callar cuando lo llamaban -dijo Boris y tragó saliva, porque le pareció tenerla delante apartándose con un gesto muy suyo un mechón de su rubio cabello-, inteligente y todo.

– ¿Cómo… cómo lo supiste?

Ahora Boris dudaba, no sabía si callar o seguir hablando, si negarse a sí mismo el reconocerlo o entrar en el meollo de todo aquello por lo cual había decidido renunciar a dormir por las noches, de todo lo que se presentaba en forma de fuerte recuerdo apoderándose de su mente cuando menos se lo esperaba, sin previo aviso.

– No lo sabes, nunca se sabe cómo uno se da cuenta de esas cosas -dijo resumiendo y muy deprisa-. Lo que sí sé es quiénes estábamos en la habitación, que nos llevaron a todos menos a ella, y después… Y después, cuando se lo pregunté, lloró mucho, todos los días lloraba. Decía que no, que ella no había sido. Pero yo no podía hacer otra cosa, entendí lo que ella no se atrevía a comprender, lo que había salido de su boca con la KGB cuando la interrogaron. ¿Cómo se puede juzgar a una persona? -se enjugaba los ojos, que de pronto se le habían nublado, cuando el sonido de aquel llanto llegó a sus oídos, un llanto de arrepentimiento, ¿o sería sencillamente de miedo? O puede que ambas cosas a la vez. El llanto de la mujer con la que se había casado a pesar de la oposición de su madre, que sostenía que con ella había que tener mucho cuidado, y más tarde, cuando envejeció, dijo, de pronto, que como no era judía siempre habría una brecha abierta entre los dos, aunque la verdad es que él nunca lo había notado hasta aquel día, y no porque no fuera judía, sino porque no fue capaz de seguir el mismo camino que él; también le contó eso a Rajela, y le dijo que no todo el mundo es capaz de afrontarlo, porque la vía que él había escogido era peligrosa, muy peligrosa, prácticamente un suicidio-. Nunca sabías adónde te iban a enviar o si lo ibas a resistir, y, si tu cuerpo no es fuerte, porque fuiste un niño cuando la gran hambruna en Moscú y porque ya no eras muy joven, pues realmente era un suicidio. Pero -terminó Boris en un tono meditativo-, como tú has dicho, yo no podía hacer otra cosa, eso sí lo sé.

Boris intentaba acallar en su interior la amargura que sentía por los años que se había pasado intentando justificar a su mujer ante los demás y ante sí mismo, y porque a pesar de todos sus esfuerzos nunca había podido imponerse sobre aquella sospecha que le envenenaba los días con ella, por lo que al final se cumplió la profecía de su madre. Pero eso ya no consiguió decírselo a Rajela, que ahora lo miraba con los ojos entrecerrados como si quisiera oír más, mientras le volvía a preguntar si no sentía añoranza, pero ¿qué podía él responder? ¿De qué podía sentir añoranza? Únicamente de los días que precedieron a la sospecha, de los años que vivió pudiendo ignorar su condición de extranjero, y sobre eso no se habla, de los años en los que todavía le quedaban fuerzas para luchar contra el sistema, del tiempo en que aún guardaba cierta candidez, como la que Rajela tenía ahora. Lo único que podía decirle, aludiendo en realidad a ella, era:

– Lo que añoro es la inocencia de cuando todavía crees que se puede cambiar algo, que hay esperanzas.

– No te confundas -le advirtió ella en un tono muy duro-, no soy ninguna inocente, nada de candidez, lo único que pasa es que no tengo nada que perder, porque ya estoy de vuelta de todo y no tengo futuro.