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El mayor Moshé Weizmann insistió en leer la carta en voz alta. El juez Neuberg, con las manos sirviéndole de apoyo en la cara, escuchaba aquellas palabras que ya conocía por la copia que a él también le había llegado a su buzón, en un sobre largo y blanco y sin el remitente anotado en el reverso. El mayor Weizmann sujetaba las tres cuartillas amarillentas con unas manos que no dejaron de temblarle hasta que apoyó los brazos en la mesa, momento en el que empezó a leer con voz inexpresiva y limpia de cualquier emoción las acusaciones que lanzaba por escrito Rajel Avni. Fue cuando llegó a la última página, al apartado en el que describía el método de trabajo de la comisión de investigación, cuando la emoción se apoderó de su, hasta entonces, impasible voz y empezó a sofocarse:
– «Sé de fuente fidedigna, de la que no puedo dar su nombre» -decía allí-, «que la comisión de investigación interna del Ejército del Aire informó negativamente sobre algunos de los altos mandos del ejército, entre ellos sobre el comandante de la base y sobre el comandante de la escuadrilla, y que esa comisión entregó el informe al comandante de la base. Tengo en mi poder un testimonio vivo y fiable, que podré presentar en el momento en que lo considere oportuno y que probará que el comandante de la base, el coronel X, envió a la comisión una carta muy dura en la que atacaba a dicha comisión y le exigía eliminar los informes negativos personales contra los oficiales. El informe que se presentó a continuación, el mismo que ha llegado a manos de sus señorías, es un informe nuevo, suavizado y corregido con el fin de satisfacer las exigencias del comandante de la base, el teniente coronel X, informe en el que la comisión deja a un lado sus intenciones de llevar a juicio a los altos mandos, que, por otro lado, sí aparecía claramente expresado en el primer informe. El informe original, la primera versión, fue además, según parece, destruida».
– Está bien claro -dijo el teniente coronel Katz-, que lo que hicieron fue retocarlo, como se suele hacer -y ante la mirada de asombro del juez Neuberg se apresuró a aclarar-. A retocarlo significa que después de que la comisión de investigación interna ha redactado su informe la primera vez, se le muestra a los implicados. Es un procedimiento conocido y comúnmente aceptado, porque se trata de un informe provisional, una especie de borrador que se enseña para escuchar observaciones, de manera que quien lo lee puede decirle a quien lo ha escrito algo parecido a «creo que usted está equivocado» o hacerle cualquier otro tipo de comentario. En muchas ocasiones he tenido que expresar mi opinión en la última fase de redacción de un informe oficial.
El juez Neuberg apartó las manos de sus mejillas, se enderezó en el asiento y observó:
– Si ése es el procedimiento, se trata de un procedimiento decididamente poco profesional del que no debemos sentirnos orgullosos, a pesar de que no sea de nuestra incumbencia en este momento.
– Pero aquí pone -dijo temblando el mayor Weizmann, como si no hubiera oído ni una sola de las palabras del juez-, aquí pone que la primera versión del informe, el que contenía los comentarios personales, ha desaparecido, y que no queda rastro de él. Y una cosa así… Ella no habría escrito algo así, con todos estos detalles y nombres, si no fuera cierto.
– Conocemos muy bien la manera en que se llevan a la práctica todas estas cosas -dijo el teniente coronel Katz, con el tono tranquilizador de alguien experimentado en la materia-. Sabemos que existe una fuerte presión para que el informe sea entregado con la mayor presteza, que se trabaja a contrarreloj, conocemos muy bien el terreno.
– No tiene nada que ver con conocer muy bien el terreno -explotó furioso el mayor Weizmann-. Ocultar un borrador, o lo que se ha dado en llamar borrador, y eliminar de él los comentarios personales, no se hace por la presión de la prisa sino por otro tipo de presiones.
– Hay que recordar que todas esas palabras carecen de pruebas -recordó el fiscal, que también sostenía en la mano una copia de la carta-, y no debemos olvidar que cualquiera puede decir cualquier cosa.
– Señores, señores -dijo el juez Neuberg en tono autoritario-, todas estas cosas no guardan ninguna relación con el proceso que a nosotros nos ocupa. De cualquier modo hemos tomado la decisión de no dar por válidas las conclusiones de la comisión de investigación y si el mayor Weizmann no me hubiera pedido con tanta insistencia que tratáramos ahora la influencia que pueda tener esto -y entonces señaló la carta-, no habríamos profundizado en ello de esta manera ni le habríamos dedicado tanto tiempo. No es que las cosas que ahí se dicen no sean importantes para el mundo -añadió intimidado repentinamente por la penetrante mirada del mayor-, son cosas absolutamente decisivas, en gran medida quizá incluso mucho más importantes que nuestro proceso, pero debemos recordar ante qué nos encontramos y no nos podemos permitir apartarnos ni un milímetro del camino. Una cuestión como ésa -inclinó la cabeza en dirección a la carta- deberíamos ignorarla, y únicamente ha sido por la enérgica reacción del mayor Weizmann, que de cualquier modo ya ha leído la carta, por lo que he accedido a tratar el asunto, y también ha sido por él por lo que lo he autorizado sin contar con la otra parte, cosa que como es bien sabido no suele hacerse.
– Y también por la copia que yo mismo he recibido y por la que su señoría ha recibido -le hizo observar el fiscal.
– No creo que tengamos que volver a oírlo todo otra vez -dijo el juez Neuberg-. Leerlo en voz alta, en mi opinión, está… de más.
– Pero a mí no me ha llegado ninguna copia -se quejó el teniente coronel Katz-. La señora Avni a mí no me ha enviado la carta, y no alcanzo a comprender por qué -la frente se le llenó de arrugas al adoptar una expresión de profunda concentración, aunque de repente se le iluminó el rostro y dijo-: Puede que me la enviara a la dirección antigua, es muy posible, porque tan sólo hace una semana que me he mudado de piso, así es que me llegará tarde.
El mayor Weizmann, ignorando la significativa mirada del juez Neuberg, dijo visiblemente alterado:
– No puedo hacer caso omiso del final de esta carta. Al principio no entendía de quién provenía ni sobre qué trataba, porque venía sin remite. Probablemente de haberlo traído no la habría abierto. Pero la abrí, empecé a leer, y después -le dirigió al juez Neuberg una mirada llena de culpa-, qué decirles, sé que no debía haber seguido leyendo, pero fui incapaz de no hacerlo -le explicó ahora al fiscal-. Tenía que leérsela a ustedes… tenía que hacerlo…
Se quedó observando la estrecha sala -de nuevo se encontraban reunidos los dos jueces adjuntos y el juez Neuberg antes de la sesión de la mañana en la oficina del vicepresidente, en la segunda planta, y a causa del fiscal, que, en esta ocasión, se había unido a ellos por orden del juez Neuberg, se encontraban un poco apretados. Solamente el juez Neuberg, al otro lado del escritorio, estaba sentado a sus anchas y podía apoyar los codos delante-, y después volvió a leer despacio y con tono conmovido lo que la madre había escrito en la última página:
– «Otra vez van a juzgar a oficiales de baja graduación, mientras que los altos mandos no van a pagar las consecuencias. Desde el principio he sabido que ése sería el rumbo que tomarían las cosas. Yo amo el Tsahal, el Ejército de Defensa de Israel, y amo este país. Mis hijos se han alistado y en casa también han sido educados en esa dirección. Todo lo que hoy sucede se debe a la mentira que existe en nuestro país. Si continúan permitiendo estos juegos y sucediendo este tipo de accidentes en el Tsahal, los soldados seguirán regresando en ataúdes. Este juicio sólo se está llevando a cabo para satisfacer las necesidades del ejército y de los políticos de este país. Su deseo es dar la impresión de que todo el sistema se apoya en las pruebas y adecuarlo a los resultados que ellos esperan al final del juicio. No permiten que ningún civil entre en el terreno acotado del ejército para recabar pruebas reales, a pesar de que ningún cuerpo es lo suficientemente íntegro como para investigarse a sí mismo. Mientras no los cambiemos, todo esto va a continuar y nosotros seguiremos recibiendo a nuestros hijos metidos en ataúdes. Lo que yo pretendo es terminar con esto. Lo que yo deseo es acabar con los accidentes en el Tsahal. No hay ni uno solo de nosotros que no se repita cada día que ojalá hubiéramos muerto nosotros en lugar de nuestro hijo. Quien ha perdido a un hijo ya no vale nada. Pero saber que la muerte la produjo un accidente resulta insoportable y tan absurdo que cuesta sobrellevarlo, porque el accidente hubiera podido evitarse. Como consecuencia de esa muerte el sistema militar no se autoanaliza ni extrae conclusiones. Primero nos matan a los hijos y después nos matan a nosotros. El Ejército del Aire mató a Ofer y nosotros nos hemos convertido en una molestia para las autoridades militares. La lucha que estoy librando le produce verdaderas náuseas al ejército. En lugar de dejarnos sobrellevar nuestro duelo, el Tsahal consigue enfadarnos. Pero no vamos a ceder, seguiremos luchando y aconsejaremos a las familias que contraten los servicios de investigadores privados en los casos de accidente, para saber cómo cayeron sus hijos realmente.»
Para romper el pesado silencio y disipar la angustia el juez Neuberg se apresuró a hablar:
– Esta carta nunca tenía que haber llegado a ustedes y no debían haberla leído -sentenció-. Me alegra saber que existe entre nosotros la suficiente confianza como para que el mayor Weizmann haya decidido pedirme consejo al respecto, y también me alegra que tú, Yarón, hayas hecho lo mismo -en el rostro del fiscal apareció una leve sonrisa de alegría por esa alusión al hecho de que se conocían personalmente, algo completamente fuera de toda norma, una sonrisa que enseguida desapareció-, pero la consideración de este asunto, con todo lo duro e importante que resulte fuera de la sala del tribunal, debe ser valorada por nosotros de la misma forma que valoramos un artículo del periódico o las quejas informales que oímos todos los días, sesión tras sesión. Esto no tiene nada que ver con nuestro tema. Ya llevamos en este juzgado unas cuantas semanas con el fin de decidir la culpabilidad o la inocencia de los dos acusados y no para analizar los métodos de trabajo de las comisiones de investigación o la ética del Ejército del Aire. Para esos temas habría que constituir una comisión externa que comprobara la situación. Con todo lo difícil que pueda resultar y aun teniendo en cuenta los sentimientos, ustedes tienen que obviar las cosas que aquí escribe la señora Avni, aunque todas sean ciertas y estén basadas en hechos reales, cosa que por otro lado tampoco sabemos, pero aunque lo supiéramos, no tienen nada que ver con el juicio que ahora nos ocupa.
– Yo mismo he sido comandante de una escuadrilla -insistió el mayor Weizmann apartándose el tupé rubio de la sudorosa frente-, y he formado parte de comisiones de investigación internas, así es que ¿cómo voy a obviar estas espantosas palabras y pasar tranquilamente al orden del día? Sé muy bien que lo que la señora Avni dice puede ser verdad, es que lo sé. He estado en una comisión de investigación interna y recuerdo bien las presiones. Por un asunto como éste mi ascenso se ha visto retrasado, por no haber estado dispuesto a ceder. Recuerdo perfectamente que me dijeron: «Usted no tiene ninguna competencia en los asuntos personales, eso déjeselo al procurador general en jefe, porque ése es su papel, y céntrese en las comprobaciones técnicas». Lo que ella dice aquí es muy posible que sea cierto. Resulta completamente plausible que haya existido una primera versión que contuviera comentarios personales contra el comandante de la base y contra otras personas y que, después de ser revisada, de los gritos del comandante de la base y de los del jefe de la oficina del más alto mando del Ejército del Aire, modificaran esa versión eliminando las valoraciones negativas personales. Sé perfectamente que puede haber sido así, y eso es precisamente lo que, a lo largo de los últimos años, ha hecho que tengamos tan mala fama, y también es eso por lo que ahora siento la necesidad de hablar y de preguntarle al comandante de la base acerca de todas estas cosas.
– Las ordenanzas del Ejército del Aire -dijo el coronel Katz- dicen explícitamente que la comisión de investigación interna debe examinar a la comandancia en el terreno personal. Si en este caso lo han hecho de manera diferente, no está bien sino que realmente es, como ya lo ha expresado antes el juez Neuberg, poco profesional.
– Aquí dice -dijo el mayor enardecido- que el coronel X dio orden a sus comandos de no responder a ninguna pregunta y que él mismo se acogió al derecho de permanecer en silencio.
– No vamos a ser nosotros quienes decidamos aquí si llamar o no a declarar al coronel X, porque ésa es una decisión que deben tomar la fiscalía y la defensa -advirtió el juez Neuberg-. Y les ruego que se moderen ustedes en sus observaciones acerca de estas cosas, porque después de todo nos encontramos reunidos aquí en contra de toda norma y sin la presencia de la parte contraria.
– De cualquier modo, el coronel X se ha marchado hace un par de días a los Estados Unidos para asistir a unos cursos de especialización y no vuelve hasta dentro de tres meses -dijo el fiscal, mientras se columpiaba en su asiento de un lado a otro-. Me han dicho que se había apuntado a ese curso hacía tiempo y… De todas formas, su testimonio no me parece crítico en lo que se refiere a nuestros dos acusados -después miró al juez Neuberg y dijo muy tranquilo-: Ni siquiera sabemos de dónde ha sacado ella nuestras direcciones particulares, y la verdad es que me siento muy incómodo por el hecho de que también obre en su poder mi número de teléfono, porque tengo la sensación de que están entrando en mi vida privada.
– De la señora Avni no tienes nada que temer -lo tranquilizó el juez Neuberg en un tono paternal-. No va a ejercer ninguna violencia contra ti.
– Eso todavía no lo sabemos, y si su señoría ha visto en la fotografía del periódico lo que ha puesto en la tumba de su hijo y cómo lo hizo, sí tenemos motivos para estar preocupados -concluyó el fiscal.
– Les he pedido en varias ocasiones que se esfuercen por hacer caso omiso de los medios de comunicación en lo referente a este asunto -dijo el juez Neuberg-. Lo he dicho bien claro, y tú -añadió volviendo la cabeza hacia el fiscal- ya eres un hombre experimentado en esto. Quien no pueda afrontar todas estas cuestiones o mantener la mente clara en todo lo que rodea a un juicio debe pedir que lo eximan de continuar en él -declaró-, fijando una mirada penetrante en el mayor Weizmann.
– Sí puedo, claro que puedo -se apresuró a asegurar el mayor-, no he dicho que no pueda, pero de todos modos la carta me ha conmocionado. Conocemos al comandante de la base y al de la escuadrilla, ¿no? -añadió dirigiéndole una mirada interrogativa al teniente coronel Katz, quien asintió con un gesto de la cabeza-. Y los dos, ¿cómo expresarlo?, son personas coherentes, rectas, y todo lo demás, eso es lo que más me ha sorprendido, pero lo superaré. Incluso puede que lo que ella dice no sea verdad.
– Entonces, ¿puede considerarse zanjada la cuestión? -preguntó el juez Neuberg, mientras miraba al fiscal, que en ese momento se dedicaba a romper en pedacitos muy pequeños aquellas cuartillas amarillentas, y después al mayor, que ante la expresión de abatimiento que mostraba y aquellas manos tan sudorosas, el juez decidió no mantener el apodo con el que hasta entonces lo había llamado para sus adentros: además observó que las hojas que antes había doblado en cuatro partes y de nuevo en cuatro partes las había extendido ahora y las alisaba con la mano para meterlas después, con sumo cuidado, en su cartera y humedecerse los resecos labios con la lengua-. Tenemos por delante un largo día -les advirtió el juez-, y con toda seguridad nos vamos a encontrar con otros dramas de los que ustedes deben hacer caso omiso.
De nuevo había pasado una mala noche. Quizá por el atracón que se había dado durante la pausa del mediodía del día anterior, a lo que habría que sumar el asalto a la nevera a medianoche, al ver que no podía conciliar el sueño. Si le hubieran preguntado a él, el juez Neuberg habría explicado con toda sencillez que, a pesar de que realmente lo sentía muchísimo por ella, no dudaba ni por un momento de que él llevaba el juicio de manera correcta. A pesar de ello, se le había aparecido el rostro de aquella madre ante el suyo justo en el momento en el que se dirigía a la nevera, aquel rostro que se marchitaba día a día, y también las caras de las mujeres que la acompañaban. Además, se había tomado la molestia de comentarle ayer a su mujer, mientras veían una película documental sobre la vida de Menahem Begin, que creía estar llevando bien el caso. Aunque él no era Begin ni había hecho nada controvertido ni reprobable por lo que pudiera sentirse culpable. Al fin y al cabo él no era más que un juez cuya misión consistía en dictaminar si los acusados realmente eran culpables o inocentes, así es que no tenía por qué torturarse. Y su mujer -a la que él no le había contado, de hecho no se lo había contado a nadie, que la señora Avni lo había parado el día anterior junto al coche, y tampoco que había intentado hablar con él en la oficina en más de una ocasión- le dijo que en los periódicos venían las horribles cosas que la señora Avni hacía y decía, calumnias sobre el desarrollo del juicio y palabras espantosamente críticas contra el ejército, y le hizo saber que no entendía cómo él era capaz de resistir todo aquello. Y, sin embargo, él lo resistía, así se lo explicó a ella, porque tenía la seguridad de estar cumpliendo correctamente con su deber, y también le dijo a su mujer que no existía relación alguna entre los ataques de hambre que lo asaltaban y las presiones que la señora Avni o los medios de comunicación ejercían sobre todos los que tenían alguna relación con el juicio. Después de todo, le dijo mientras veían las noticias de la televisión en las que informaban ampliamente sobre el juicio («¿Apago?», le había preguntado su mujer, como siempre, a lo que él respondió que no con un gesto de la mano y el versículo bíblico «Yo vivo en medio de mis gentes». «Sub judice es un asunto para un juicio con jurado, pero no existe ninguna posibilidad de que no vaya a oír hablar de eso, si no es en las noticias será el vecino quien me lo comente, y si no es el vecino será en el ultramarinos. Ningún reportero televisivo de temas jurídicos me va a hacer cambiar de parecer, porque en el cerebro de cualquier juez profesional existe un canal especial para todas esas cosas»), él ya tenía la suficiente experiencia como para distinguir entre los hechos, los testimonios y las pruebas, por un lado, y la opinión del público por el otro. Su mujer se empeñó en que podía haber influencias ocultas, igual que existe la publicidad subliminal, con la que se logra manejar al consumidor por medio de todo tipo de artimañas. Pero el juez Neuberg negó tajantemente la posible influencia en él de cualquier propaganda e insistió en que sabía diferenciar muy bien entre lo que es la manipulación y lo que son los hechos, que podía estar tranquila y confiar en su discernimiento y su experiencia.
Acerca de los dos intentos de la señora Avni de hablar con él sí informaron los reporteros de televisión, que la habían filmado a la puerta de su oficina cuando él, inclinado hacia ella, le explicaba que no, que no se encontraba facultado para escucharla. Sobre la tercera vez, si embargo, nadie sabía nada en absoluto. Las dos primeras veces había reprimido su ira -aquella mujer provocaba en él un gran enojo, por sus insistentes intentos de apartarlo de su camino y porque lo obligaba a tratarla con una frialdad que resultaba muy cruel- y había intentado imprimir a su voz toda la compasión que había podido reunir, mientras le comunicaba, muy sosegadamente y con educación, que no podía, que tenía que actuar según el procedimiento legal, que aquello era un tribunal y que ella sabía muy bien que no podían hablar. Pero ayer lo había estado esperando al acecho junto a su coche. El juez Neuberg la vio a la turbia luz del atardecer, que envolvía en un halo sus despeinados rizos, y buscó en su rostro alguna señal de confusión o de vergüenza. Pero ella sostuvo la mirada, aquella mirada de unos ojos secos y rojos, sin mostrar turbación alguna. Según parecía, lo había estado siguiendo y se había quedado esperando a que saliera solo de la oficina, donde momentos antes él se había permitido fumar un cigarrillo con toda tranquilidad, el último, en un raro momento de soledad. Había bajado las escaleras despacio, como si temiera tropezar o esperara que ella lo asaltara -eso lo comprendió después-, y cuando llegó al aparcamiento se dirigió hacia el coche con paso rápido, porque el patio que había antes del aparcamiento, al contrario del oscuro corredor, se encontraba iluminado, aunque con una luz mortecina. Y ahí estaba ella, junto al coche, mientras él meneaba la cabeza como si fuera a regañar a un niño tozudo, aunque se limitó a decir:
– Lo lamento, pero me es completamente imposible -y después abrió la puerta con la intención de sentarse en el lugar del conductor. Fue entonces cuando ella lo agarró del brazo sujetándolo por la manga. Ese contacto físico había bastado para desmoronarlo por completo, de manera que en aquel instante se había quedado completamente paralizado. A pesar de que se le ocurrió que lo mejor sería llamar de inmediato a un policía militar para que la echara de allí, no fue capaz, como en otras ocasiones, de protegerse con la coraza de la indiferencia, porque una oleada de compasión y de temor lo inundaba debilitándole la voluntad y el cuerpo, y una especie de humanidad, por la que en aquel mismo momento sintió un gran desprecio, lo empujó a comportarse con flexibilidad.
– Señoría -suplicó ella-, permítame solamente que le explique lo que sucedió entre la primera investigación y la segunda, y cómo hicieron desaparecer al soldado que había estado con ellos, que sin estar todavía licenciado, lo licenciaron, y hasta lo enviaron a Nepal para que no pudiera aclarar por qué en esa ocasión no les ataron las manos ni los pies, y debe saber su señoría que el comandante de la base, un testigo vital en este juicio, se tiene que ir, precisamente ahora, a un curso de especialización a los Estados Unidos; mire, señoría, mire lo que están haciendo, es imposible cerrar los ojos a todas estas cosas. Usted no puede colaborar con ellos.
Realmente le resultaba difícil soportar aquel tono de súplica, pero la compasión se convirtió enseguida en furia, aunque no se había dejado dominar por las dudas en ningún momento. Dio gracias a Dios porque se le hubiera ocurrido abordarlo a él y no al guapo, o al teniente coronel Katz, aunque se imaginaba que también a ellos les llegaría el turno. El juez se soltó de la mano de ella retirándole con fuerza los dedos, que le estaban haciendo daño en el brazo, y no dejó de recordarse a sí mismo, instante tras instante, que él no hacía más que cumplir con su deber lo más correctamente posible y que ya había mostrado para con ella suficiente buena voluntad, por las especiales circunstancias de aquel caso, mientras que ella no se lo agradecía en absoluto. También a ella se lo dijo en voz alta:
– Señora, siento de verdad no poder ayudarla, pero se está dirigiendo usted a la persona menos indicada. La batalla que usted está librando en pos de la justicia no tiene nada que ver con los tribunales -ella, entonces, dejó escapar un gemido amargo y horripilante que pareció una carcajada, y el juez, en un tono tranquilizador y sereno que intentaba acallar la tormenta espiritual en la que se hallaba sumido, sobre todo por ser consciente de que estaba traicionando su cargo, y no sólo durante un instante, le dijo-: Señora, usted es una persona inteligente que sabe que no existe relación alguna entre un juicio determinado y la justicia como tal, porque quien busque la verdadera justicia en los tribunales la está buscando en el lugar equivocado. La función de los tribunales, como habrá podido ver usted desde el principio, consiste en guardar y cumplir la ley. Exclusivamente la ley, y nada más.
– Señoría -dijo entonces ella asomándose a la ventanilla del coche-, con toda seguridad habrá leído usted los escritos de Kafka.
Y él, aunque pensaba no contestar, le dijo de pronto, en contra de su voluntad, con una frialdad que no conseguía ocultar su ira:
– Lo que usted debería hacer es pensar en profundidad en lo que es responsabilidad, en el concepto «responsabilidad», y en la responsabilidad de los que cometen una acción, la responsabilidad directa y simple de quien hace algo en este mundo, aunque sea bajo la influencia de unas normas establecidas.
En ese momento se asustó de sí mismo, puso en marcha el motor y vio en la cara de la mujer la expresión de la duda de si quedarse o no delante del coche para impedir, con su cuerpo, que se marchara. Pero, por lo visto, comprendió que no adelantaría nada con ello, se apartó a un lado y se dirigió por el camino enlosado hacia la garita de los vigilantes que había en la entrada, entre el camino y el portón de salida. De la garita -una casita de piedra por la que tenían que pasar las visitas para depositar sus documentos de identidad a cambio de un papelito rosa desgastado en el que aparecía un número borroso- salían los alaridos de júbilo de una cantante de voz ronca que cantaba Freedom! Freedom!, y otras dos voces que la acompañaban desde dentro. El policía de regimiento se cuadró al ver aproximarse el coche, pero el juez Neuberg tuvo que tocar el claxon varias veces para conseguir que le abrieran el portón del aparcamiento.
Ahora, en su camino desde la oficina hasta la sala número 2, el juez notó que el mayor, que iba inmediatamente detrás de él, se sobrecogía al ver el grupo de mujeres que ocupaba la segunda fila. El juez Neuberg ya sabía que llevaban las pancartas escondidas y que las desplegarían cuando les pareciera oportuno a lo largo de la sesión. Supuso también la naturaleza de las palabras que les dirían ese día a los reporteros y a los periodistas que llenaban la sala. Cada día que pasaba, la sala se llenaba más y más, y cada día aparecían sentadas junto a aquella mujer más y más mujeres, que aunque no vestían de negro a él sí se lo parecía y hasta se imaginaba que llevaban la cabeza cubierta con unos pañuelos oscuros. Como había ocurrido durante la última sesión, al dirigir ahora la mirada hacia la segunda fila y contar cinco mujeres, creyó que se iban a alzar, una tras otra, como unas manchas negras cubiertas con sus pañuelos, y que se iban a poner a gritar todas a una como si hubieran salido de un drama de la antigüedad. Y para intensificar la impresión de aquella imagen -que, sin embargo, se deshizo en su imaginación en unos cuantos segundos-, fuera un cuervo emitió unos cuantos graznidos, potentes y agudos, como si hubiera entrado en la sala. «Para que exista orden interno, antes tiene que haber un orden externo», había dicho el juez en la secretaría, y todos los días le recordaba a la oficial de la sala que el lugar debía mantenerse limpio, examinaba la transparencia de los cristales, exigió que se reparara el aparato del aire acondicionado, que trajeran más bancos a la sala y que se engrasaran los goznes de las puertas que rechinaran.
No les había contado a los demás nada acerca de la versión especial de la carta que él había recibido de la señora Avni, una carta de cuatro páginas; en la última, en la añadida, le prometía que no lo dejaría en paz, que lo perseguiría en sus sueños, que no abandonaría la lucha, y le suplicaba que tuviera en cuenta la fuerte presión social que existía en el país, porque cualquiera que hubiera estado en el ejército, en unos campamentos juveniles o incluso simplemente en una pandilla de niños de barrio sabía muy bien a qué está dispuesta la gente de aquí con tal de ser aceptados por los demás, sobre todo cuando todavía la personalidad no está formada, como en el caso de los dos acusados que ni siquiera habían cumplido los veinte. «¿Cómo es posible -le había escrito ella- pretender que ellos son los únicos responsables de una desgracia como ésta, mientras que los mandos, que ya son adultos, incluso padres de familia, lo habían incitado y empujado a participar con el solo propósito de que pudiera fardar delante de los demás?»
A lo largo de las sesiones que habían tenido lugar desde el comienzo del juicio, se habían ido sucediendo un sinfín de escenas desagradables que demostraban la veracidad de las palabras de aquella mujer y que si él lo hubiera permitido lo habrían perseguido día y noche, sólo que procuraba no pensar en ellas como algo relacionado con el juicio, sino como algo que, como mucho, tenía que ver con su condición de ciudadano de ese país. A pesar de ello, aunque no permitía que hicieran mella en él, se sentía más hambriento que nunca. Su manera de comer tenía un claro componente de auto- destrucción casi suicida, según lo que le había dicho aquel doctor y según lo que, de igual modo, opinaba su mujer, que había dejado de protestar por las enormes cantidades que él se servía en el plato para pasar a mirarlo con verdadero rencor, como si estuviera maquinando abandonarla. Pero en la discusión acerca de su alimentación, que se había convertido en una especie de señal manifiesta de la angustia en la que se hallaba sumido, también intentaba no pensar.
– No es posible -le había dicho el mayor Weizmann al término de la sesión anterior- que sea usted capaz de mantener la objetividad después de lo que ahí se ha dicho, y no me refiero sólo a las palabras de ella y de las otras mujeres, sino también a las declaraciones que estamos escuchando.
– Pragmatismo -repetía el juez Neuberg día tras día-. Hay que cribar todas esas cosas y expulsarlas de la memoria.
Con «todas esas cosas» se refería el juez, por ejemplo, al ataque de llanto en el que había prorrumpido el responsable de la guardia y a su declaración, a lo largo de la cual se fue sabiendo que no se encontraba en la base en el momento del suceso porque se había escabullido durante dos horas para verse con su novia, y a la confesión que le había logrado sonsacar el letrado del teniente Noam Lior. El abogado del teniente Noam Lior había estado intentando demostrar desde el principio, en todos los careos que había dirigido, el consenso general que existía en lo referente al juego, un consenso y una inclinación voluntaria y natural a participar, que eximían de toda responsabilidad a su defendido. Y en su declaración, en efecto, el responsable de la guardia había reconocido también que, aunque se hubiera encontrado en la base en aquel momento, no habría hecho nada por impedir que alguien participara en el juego, ya que era cierto que se trataba de una tradición que divertía mucho a todos, tanto que, en ocasiones, hasta el comandante de la escuadrilla les había aplaudido, e incluso el comandante de la base estaba al tanto de aquel juego. Después de esa declaración hubo que recordar a las dos partes que el responsable de la guardia, por decisión de la fiscalía militar, no estaba siendo enjuiciado allí, a pesar de que esas mismas partes estuvieran convencidas de que lo correcto habría sido juzgarlo también a él. Lo más importante era exigirles que recordaran en todo momento que el procedimiento judicial es ante todo un asunto de lógica, «casi un juego de logística», había dicho el juez Neuberg con un deje de provocación al ver la boca tan abierta que se le había quedado al mayor Weizmann, y después añadió y recalcó, como se veía obligado a hacerlo todos los días, que el deber de la demostración recaía hasta el final del juicio en la acusación y que sólo si la acusación demostraba aparentemente la falta, el deber de la demostración subsidiaria recaería sobre el acusado que entonces se vería obligado a desmentir las pruebas.
Los primeros días habían sido más tranquilos. Durante las primeras sesiones declararon los reclutas de la instrucción al final de la cual tenía lugar el juego, y unos testigos, mecánicos especialistas, que explicaron los aspectos técnicos de la red. La función original de la red era, en efecto, la de frenar los aviones en caso de aterrizaje forzoso, y un ingeniero de la intendencia, del cuerpo de mantenimiento, expuso las virtudes de aquella solución mecánica tan sencilla y tan fiable para momentos de emergencia. Explicó al tribunal que la red es propulsada a una altura de siete metros exactamente, «a una velocidad increíble» en palabras suyas, que ese impulso, que dura unos segundos, resulta lo suficientemente potente como para frenar los aviones y que han perfeccionado su activación hasta reducirla a presionar un botón desde la torre de control, «una patente sencilla y genial que nuestro Ejército del Aire utiliza con pleno éxito y que se ha hecho famosa en el mundo entero», frase ésta con la que terminó su intervención. Durante la declaración del ingeniero el fiscal formuló la pregunta de qué responsabilidad podía recaer sobre alguien que fuera consciente de la potencia del impulso de la red. Si acaso no podía suponerse, pregunto el fiscal varias veces y de diferente manera, el peligro de muerte al que se sometían los que se colgaban de la red por orden del oficial de instrucción. El letrado del teniente Noam Lior se había levantado de un salto y había protestado y después repitió las palabras «voluntariamente» y «tradición» y recordó que el comandante de la base permitía tácitamente aquel juego que se había llevado a cabo durante años sin que nunca ocurriera una desgracia. Pero el fiscal había insistido en citar una sentencia del juez Barak en la que decía que «el alcance de los medios preventivos es consecuencia del posible peligro. Cuanto mayor es el peligro, mayores deben ser los medios preventivos». El juez Neuberg se inclinó hacia la mecanógrafa y le dictó la cita de la sentencia del juez Barak e incluso le ordenó añadir entre paréntesis las palabras «así fue descrito entonces»; el fiscal, en ese momento, volvió a hablar, esta vez con enardecimiento, y dijo que en el caso de un juego tan peligroso como éste, en el que se emplea material militar, resulta obvio que se tenían que haber tomado las máximas precauciones.
– Como personas responsables -dijo el fiscal mientras revolvía los papeles que tenía delante-, los acusados no tenían que haber colaborado en ninguna de las fases del suceso. Ninguna de las personas que estaban presentes dio la voz de alarma ni se opuso al juego, sino que los acusados, por el contrario, alentaron a los participantes: no se limitaron a colaborar con su presencia y su silencio, sino que tomaron parte activa en el juego y por iniciativa propia. Fueron ellos los que explicaron su funcionamiento y quienes propusieron a los dos «voluntarios», es decir, que hicieron un uso indebido de su autoridad como mandos y ni siquiera tomaron las mínimas medidas de precaución ya que no sujetaron las manos y los pies de Ofer Avni y de Galia Schlein con esposas, incluso puede que para que el peligro fuera mayor, para potenciar el riesgo y acrecentar la diversión -señaló venenosamente.
Pero el abogado de Noam Lior se levantó muy deprisa, agitando su toga, y protestó, entonces el juez Neuberg ordenó a la mecanógrafa que borrara la última observación mientras le dirigía una mirada de amonestación al fiscal. A pesar de lo cual, éste continuó hablando como si no se hubiera dado cuenta de la oposición que el juez había mostrado ante sus palabras, ni de su censura, y dijo que no sólo el teniente Noam Lior había dado la orden, sino que había que considerar que la había dado como comandante, que su autoridad era inapelable a los ojos de los soldados y que la responsabilidad que él tenía en lo referente a la integridad física de éstos se encuentra explícitamente expresada en la ley de enjuiciamiento militar, y que el teniente Yitzhak Alcalay, quien con sus propias manos había presionado el botón desde la torre de control, tampoco había puesto cuidado en que se sujetaran con esposas los pies y las manos de las víctimas.
Esta vez fue el abogado del teniente Alcalay el que protestó, pero como el fiscal advirtió que el juez desestimaba la protesta con un movimiento de cabeza, siguió aportando ejemplos del derecho civil en los que se basó para hablar de las circunstancias especiales que relacionan el «candidato a ser salvado» con el «candidato a salvar». Trajo a colación sentencias en las cuales se describían las circunstancias en las que existía una «proximidad», en el sentido jurídico de la palabra, entre esas dos personas, y después añadió muy exaltado que de ello se desprendía que cuanto mayor era el grado de implicación entre ellos, mayor era la inclinación del «candidato a salvar» a cumplir su deber de llevar a cabo esa salvación «que no constituía una obligación en sí, sino que venía dada por las circunstancias». Como consecuencia de la declaración del ingeniero, el fiscal sostuvo que «los acusados debían haber supuesto el daño que aquella situación podía provocar», y terminó diciendo que «para que se considere como un caso de negligencia basta con que se dé "una suposición razonable" de los resultados que una determinada acción va a conllevar».
Durante aquellas sesiones, que el juez Neuberg definía ante los jueces adjuntos como «sesiones que tratan de cuestiones técnicas», la señora Avni permaneció sentada en silencio sin perturbar el orden ni una sola vez. En ocasiones le parecía al juez Neuberg que la mujer aprovechaba esas sesiones para instruirse acerca de los detalles técnicos, o que profundizaba en las fórmulas legales como la de la previsión de un peligro con antelación, aunque por la carta que había recibido supo que dominaba todos esos detalles a la perfección. Pero durante la última sesión, cuando el fiscal solicitó que se diera por válida la declaración jurada que había entregado por escrito uno de los soldados que estaba presente en el lugar en el momento del accidente, y en la que decía que él mismo había participado en ese juego la vez anterior y había salido de él sano y salvo, la señora Avni se levantó y gritó en voz alta y con toda claridad que el fiscal era un corrupto y que colaboraba en el maquillaje del caso, porque un testimonio como aquél era el testimonio coaccionado de un testigo clave al que se habían quitado de en medio licenciándolo antes de tiempo y enviándolo de viaje a Nepal.
– Eso no es cierto -le gritó el fiscal-, se licenció a su debido tiempo y se fue a Nepal por voluntad propia.
El juez Neuberg, que tanto había insistido en recordarles a todos, un día tras otro, que hicieran caso omiso de los comentarios de la madre, se enfadó mucho por el hecho de que el fiscal hubiera perdido el control, de manera que con voz potente exigió silencio en la sala, comprobó que las palabras del fiscal hubieran sido borradas de la pantalla y a él le dirigió una mirada grave y le advirtió que no le hiciera perder el tiempo al tribunal con dramas influidos por las series de televisión, y, finalmente, recordó a todos los presentes que debían ignorar lo que habían oído.
Que ése sería un día especialmente duro ya lo sabía de antemano el juez Neuberg, por los dos testigos de cargo llamados a declarar. La primera en llegar fue Galia Schlein, que fue llevada a la sala en una silla de ruedas en la que permanecía sentada con la cabeza gacha -un policía militar había abierto la hoja izquierda de la puerta de madera liberándola del pasador y había empujado la silla hasta colocarla frente al estrado, y después desapareció. Empezó por responder a las preguntas del fiscal acerca de sus lesiones y, tras un largo silencio, habló de las probabilidades que tenía de poder volver a andar:
– Todavía no se sabe con exactitud -susurró-, la posibilidad existe, pero no sé en qué medida.
Dicho lo cual esperó pacientemente con el resto de la sala a que los informes médicos pasaran de las manos del fiscal a las del mayor Weizmann, que los archivó con cuidado en un portafolios después de dictarle a la mecanógrafa los números de registro de los documentos aportados por la acusación; acto seguido la soldado contestó con frases entrecortadas a preguntas relacionadas con las circunstancias en las que se le provocaron las lesiones y con el juego mismo.
No se acordaba, volvía a responder una y otra vez al fiscal. No recordaba quién le había ordenado subirse a la red, ni si habían intentado sujetarle las manos y los pies con unas esposas. No guardaba en la memoria más que unas imágenes borrosas, y ni siquiera se acordaba de las personas con las que estaba, porque era como si todo se le hubiera borrado, como si se tratara de un momento de su vida que sólo el cuerpo recordaba, así lo dijo, mientras levantaba la cabeza y miraba a su alrededor. Al juez Neuberg le pareció que los delicados ojos almendrados de Galia Schlein, unos ojos de un castaño verdoso muy abiertos y luminosos, se habían encontrado durante un instante con los de la señora Avni, y que en ese momento los párpados habían caído sobre ellos para después volverse a levantar al mirar al fiscal. Enumeró las escenas fragmentadas que todavía guardaba en la memoria: el momento en el que habían repartido unos polos de chocolate que les habían ensuciado el uniforme, y las fuertes risotadas al circular por la pista de aterrizaje aquella mañana lluviosa y gris. Cuando le tocó el turno a la defensa, el abogado llevó a la testigo a decir abiertamente que no recordaba si el teniente Noam Lior le había ordenado colgarse de la red y que desde luego desconocía quién había accionado el mecanismo desde la torre de control. Si recordaba algo, balbució, era «la sensación de estar tocando grasa de maquinaria con las manos, como si fuera eso lo que había en la red, un aceite negruzco». Pero enseguida se apresuró a decir que, en realidad, no se acordaba de nada, sólo lo que le habían contado cuando había vuelto en sí. Sí se acordaba o, mejor dicho, lo sabía por las cosas que había oído después de recobrar la conciencia, que aquel día había sido el teniente Noam Lior, el oficial de instrucción, quien lo había «organizado todo» y el teniente Yitzhak Alcalay el comandante encargado de la torre de control. Los dos letrados de la defensa se levantaron de inmediato de sus asientos y solicitaron que aquellas palabras fueran desestimadas.
– Bórrelo -le ordenó el juez Neuberg a la mecanógrafa, que se quedó mirándolo muy confusa-. Borre usted el texto desde las palabras «cuando recobré la conciencia» hasta el final de lo que ha dicho la defensa -le explicó, mientras seguía la eliminación de las palabras en la pantalla-. Un testimonio de oídas es material de segunda mano -les explicó a los jueces adjuntos.
Durante la declaración de Galia Schlein, el juez estuvo tranquilo, porque tenía muy claro que nadie iba a interrumpir su testimonio, que no daría pie a interpelación alguna. Sólo cuando el fiscal volvió a preguntarle de distinta manera sobre su condición de voluntaria para participar en el juego, si se había prestado por voluntad propia para subir a la red, sólo entonces le pareció al juez Neuberg que había visto cómo Rajel Avni se incorporaba un instante para después volverse a sentar sin haber pronunciado una sola palabra. Galia Schlein no recordaba si se había prestado voluntaria o si habían hecho que se prestara como tal para echarse sobre la red cuando ésta fuera elevada, pero le parecía, basándose de nuevo en lo que había oído antes del accidente e incluso antes de aquel día del final del primer semestre de instrucción -también ella utilizó la palabra «tradición»-, que, por lo general, el oficial instructor pronunciaba los nombres de los soldados de los que se esperaba que subieran a la red, y que participar activamente en ese juego estaba considerado «como el broche de oro de la instrucción, como una especie de premio», según sus palabras, y que siempre hacían subir a la red a un soldado y a una soldado a la vez. El juez Neuberg sacudió la mano en dirección al abogado del teniente Lior, que se había levantado de su asiento para protestar, y dio orden a la mecanógrafa, tras una breve discusión, de que borrara la última frase.
Con razón se temía el juez que el problema principal llegaría con la declaración del comandante de la escuadrilla, el primer testigo llamado a declarar por la defensa, que con ello pretendía descargar de responsabilidad a los dos acusados. El juez se irguió en su asiento y respiró profundamente antes de preguntarle el nombre y la graduación a aquel hombre alto y fornido que se mantenía muy firme ante el estrado, palpándose de vez en cuando el almidonado cuello de la camisa caqui y que, en una ocasión, se tocó el hombro izquierdo como si quisiera enderezarse los galones. Y, efectivamente, pocos minutos después de que la defensa hubiera empezado a interrogarlo, cuando el comandante de la escuadrilla, el teniente coronel Malka, se enjugaba las gotas de sudor que se le habían acumulado por encima del labio superior, apoyaba su peso sobre el pie derecho y el izquierdo alternativamente y carraspeaba bajando la cabeza antes de responder, se levantó la señora Avni y lo señaló con un dedo muy tenso:
– ¡A él! -gritó-. ¡A él es a quien hay que juzgar, él es el responsable, y no sólo él! ¡A él es a quien hace ya mucho que debían haberle hecho unas cuantas preguntas, hace ya tiempo, desde el principio, y no sólo a él sino a los que están por encima de él!
El juez Neuberg miró a la mecanógrafa, que había dejado las manos apoyadas a ambos lados del teclado y no escribía. A los jueces adjuntos se limitó a decirles:
– Esperemos tranquilamente hasta que se le pase. Se callará enseguida.
Pero ella no se calló. Repitió las palabras de antes y, con un dedo acusador, señaló al fiscal:
– Usted es el culpable con todos estos líos de alegaciones que se trae entre manos, y sólo para encubrirse los unos a los otros y para taparlo todo -le gritó, mientras él mantenía perdida la mirada en un punto fijo, como si no oyera ni una sola palabra, y luego, como ella no cesaba de gritar, se puso a mirar los papeles que tenía delante en un claro gesto de desprecio.
Finalmente, el juez se dirigió a ella y le dijo:
– Señora Avni, señora Avni -momento en el que ella se calló y volvió a tomar asiento.
Ya al principio de la declaración del teniente coronel Malka se abrió un profundo abismo, espantoso por su inmediatez, en el corazón del juez Neuberg. Precisamente ahí sentado, en el estrado de los jueces, en el lugar en el que más seguro se sentía, tanto que ni siquiera el hambre lo atacaba, y a plena luz del día, sentía de repente, al oír las palabras del testigo, un inmenso pavor que se materializó en una pregunta que se formuló a sí mismo: «¿En qué nos hemos convertido?». Y es que de repente se le había aparecido ante sus ojos su padre, con los manguitos negros que le protegían la camisa blanca de las manchas de tinta del sello, con aquella expresión tan seria que tenía tras la enorme ventanilla del ambulatorio desde donde escuchaba con suma atención a las personas que solicitaban un volante. Cuánto veneno había en su voz cuando llamaba «enchufistas» a los que se colaban sin esperar turno con una nota manuscrita por el director del distrito. De pronto le retumbaban en los oídos, ahí sentado en el estrado, los ecos de las normas del reglamento del movimiento juvenil: «Un explorador nunca debe desanimarse ni despreciar al adversario», recordó ahora, después de tantos años, y todas esas palabras que en su momento le habían parecido tan tontas y ridículas, ahora le hicieron hervir la sangre. Una especie de oleada agria, que le subía de lo más profundo de las entrañas, lo inundó al recordar los juicios que había organizado el comité de disciplina del movimiento excursionista, alguno de los cuales lo había presidido él mismo y en los que se trataba con la mayor seriedad acerca de si estaba o no estaba permitido llevar calcetines de nilón o pantalones de color negro. A los veinte años se había reído mucho de esos juicios, pero ahora le producían náuseas. Ante sus ojos desfilaron las escenas y los sonidos de un estilo de vida, claramente israelí, en el que siempre se había sentido un extraño en inferioridad de condiciones, pero contra el que jamás había protestado porque, en lugar de quejarse, se había llenado la boca de comida. De manera que siempre se habían reído de su gordura, en la escuela, en el movimiento juvenil, en el ejército, y también en la facultad de derecho, mientras que él, por una especie de camaradería mal entendida, había contribuido, con su media sonrisa de vasallo, a sostener a todos esos grupos de machistas. Ahora notaba que todos esos recuerdos fragmentados guardaban una estrecha relación con el juicio que allí se estaba desarrollando, aunque se negaba a explicarse, incluso a sí mismo, la naturaleza exacta de esa relación. Se enjugó la frente al ver detrás del teniente coronel Malka la fotografía de una base militar grande y minuciosamente ordenada, con las mesas puestas, sobre las que descansaban unas botellas de champán. «No hay comida mejor que la del Ejército del Aire», le habían dicho sus compañeros, que envidiaban su pertenencia a ese ejército. «Nosotros», le había dicho una vez alguien que servía en el cuerpo de artillería, «encima de tener guardias nocturnas, comemos arena, y vosotros, de fiesta todo el día». En ese momento, sintió un profundo temor, al encontrarse sus ojos con los de Rajel Avni, porque le pareció que se había vuelto transparente y que ella le leía el pensamiento. Esta mujer tiene toda la razón, atronó una voz en su interior, y en el rostro de ella le pareció ver algo que lo llamaba para que se pusiera de su lado y la apoyara en su lucha. Entonces, como si bajara una enorme persiana de hierro, borró de su mente todas aquellas escenas, junto con el «¿En qué nos hemos convertido?», y regresó en cuerpo y alma al juicio y a seguir con redoblada atención las palabras del teniente coronel Malka.
El teniente coronel Malka dijo que no había estado presente en el momento del suceso -así era como llamaba él a aquella desgracia, de manera que la mujer menuda, de rostro arrugado y de espaldas cargadas que estaba sentada al lado de la señora Avni, se levantó de un salto, miró a su alrededor con sorpresa y gritó: «¿Suceso? ¿Cómo puede llamar suceso a nuestra desgracia?»-, sino que se encontraba en el comedor, aunque reconoció que en principio sabía lo que había pasado.
– ¿En principio? ¿Qué significa eso de «en principio»? -le preguntó el juez Neuberg, además de interesarse por la cuestión de si el testigo había sabido desde el principio exactamente cuándo se iba a jugar a aquel juego.
– La hora exacta no -se retorció incómodo ante la mirada del juez.
– ¿Y el día? -quiso averiguar el magistrado-. ¿Sabía usted que ese día tenían la intención de llevarlo a cabo? ¿Lo sabía usted?
El testigo reconoció que sí lo sabía y después reconoció también que en ocasiones había presenciado el juego, y en un tono de súplica añadió:
– Nosotros no creíamos que pudiera pasar nada, nos parecía que se trataba simplemente de un momento agradable, nada peligroso, se había hecho muchísimas veces y nunca había sucedido nada. Era algo muy bueno para la consolidación del grupo, formaba parte de la diversión de un día de fiesta.
El juez Neuberg miró a hurtadillas a la señora Avni, pero ella permanecía impasible, con las manos en el regazo, el cuerpo flojo y su mirada verde petrificada sobre el rostro del comandante de la escuadrilla.
El teniente coronel Malka no pudo explicar por qué no les habían atado las manos y los pies, pero dijo que le parecía que aquélla había sido la primera vez que los soldados que desplegaron la red no habían sujetado con esposas a la red a los que iban a participar en el juego.
– Creo que no pensaron en el riesgo, estoy convencido de que ni por un momento se pasó por la cabeza de los oficiales responsables que aquel juego pudiera conllevar algún peligro para la vida humana -insistió con vehemencia.
– ¿Había participado usted en alguna ocasión de forma activa en ese juego? -le preguntó la defensa.
– Jamás -declaró el testigo alzando la cabeza.
– ¿Y nunca fue usted colgado de la red?
Una expresión de asombro se extendió por el rostro del teniente coronel Malka.
– ¿Yo? Pero… ¿Cómo que yo? Los oficiales de alto rango, lo mismo, en realidad, que los de menor graduación, deben guardar las formas, nosotros no podemos divertirnos mezclados con nuestros reclutas -protestó.
– ¿Pero usted ha presenciado ese juego?
– Una o dos veces -dijo el testigo visiblemente incómodo.
– ¿Y nunca se le ocurrió que ese juego podía poner en peligro una vida humana?
– No -dijo el teniente coronel Malka-, la red parecía completamente segura, nunca lo pensé -su voz había ido muriendo y él había bajado los ojos.
– Puede decirse, pues, que usted no se opuso ni sintió ningún recelo hacia ese juego, sino que por el contrario alentaba a otros a jugar a él -propuso la defensa.
– Yo no alenté a nadie -protestó el comandante de la es- cuadrilla-. ¿Cómo que yo los alentaba?
La pregunta quedó planeando por el espacio de la sala hasta que el mayor Weizmann se inclinó hacia un lado y le susurró algo al oído al juez Neuberg, quien preguntó en voz alta:
– ¿Para qué?
A lo que el mayor contestó:
– No sé si se me volverá a presentar la ocasión, y tengo que saberlo. Además tiene que ver con la credibilidad del testigo, porque fuera de este tribunal no me está permitido hablar con él.
El juez se quedó pensativo durante un momento y después, encogiéndose de hombros, dijo:
– Si insiste, adelante.
Y entonces el mayor Weizmann le preguntó al testigo si había visto el borrador del informe de la comisión de investigación, después de lo cual se apresuró a fijar la vista en un punto alejado, por encima del hombro del teniente coronel Malka, para no ver la mirada del comandante de la escuadrilla, que había apoyado las manos en la mesa que tenía delante y miraba interrogativamente al juez Neuberg, hasta que éste asintió con la cabeza y le dijo:
– Simplemente responda a la pregunta -momento en el que aquél retiró las manos de la mesa, extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo y clavó unos ojos ofendidos en el mayor.
– Quizá -dijo, después de una larga reflexión-, puede que lo viera, pero no me acuerdo, no estoy seguro.
– ¿Que no se acuerda usted? -recalcó el mayor Weizmann-. ¿Cómo puede olvidarse una cosa así?
– Puede que sí lo viera -explicó el testigo-, pero no recuerdo lo que decía.
– ¿No aparecerían allí, quizá, informes personales? -preguntó el mayor Weizmann, en un intencionado tono de indiferencia-. ¿Sería eso posible?
– No lo creo -se atrevió a decir el testigo sosteniéndole la mirada-. Me parece que no podía haberlos, pero… -se encogió de hombros, se ruborizó ligeramente y con una voz potente y clara gritó-: Sé muy bien que se trata de una calumnia, una de las muchas calumnias de la familia, que no quiere permitir que se lleve a cabo una verdadera investigación, sino que lo que desea es venganza, que los oficiales vayan a juicio.
El juez Neuberg respiró profundamente, porque en ese momento se habían levantado todas las mujeres y se habían puesto a gritar al testigo, al fiscal y a los jueces. Mientras gritaban -«Aquí se difama y se humilla a las familias que han perdido a sus hijos», clamaba una mujer de barbilla afilada y prominente, «Nosotros les entregamos lo que más amamos y ustedes nos escupen en la cara», vociferaba Rajel Avni-, agitaban unas pancartas con letras rojas y negras sobre papel blanco, en las que el juez pudo leer, tras una rápida mirada, frases como «Derraman nuestra sangre», «Nos llevan al matadero», «El fiscal es un embustero» y «Partida vendida de antemano». Vio que los reporteros que estaban sentados en la última fila se levantaban para poder ver las pancartas y que algunos tomaban apuntes con verdadera fruición. No merecía la pena llamar al orden. El juez Neuberg echó un vistazo al reloj, le preguntó con la vista al abogado defensor si había terminado con el testigo y anunció que se levantaba la sesión hasta el día siguiente.
De camino a la oficina los tres siguieron oyendo los gritos que no cesaban.
– Mejor será que, de momento, no salgamos del despacho -les dijo el juez a los adjuntos-. Vamos a pedir que nos traigan aquí algo de comer.
– Yo salgo un momento -dijo el teniente coronel Katz-, porque a Eli Malka lo conozco, estuvimos juntos en un curso de oficiales hace muchos años, y ahora de ninguna manera puedo actuar como si no hubiera pasado nada.
– Precisamente por eso será mejor que se quede -le ordenó el juez Neuberg-. Tiene usted prohibido hablar con él mientras dure este juicio, ya le he explicado antes que queda usted incapacitado para ejercer de juez si tiene cualquier contacto con él, se lo he explicado.
El teniente coronel Katz se quedó junto a la puerta con la mano sobre el picaporte.
– ¿Desea usted abandonar todo este asunto? -le preguntó el juez Neuberg pacientemente-. ¿Le resulta a usted demasiado duro porque se identifica con su amigo?
El teniente coronel Katz permaneció unos segundos más junto a la puerta, y después volvió a sentarse al lado del escritorio claro, frente al juez Neuberg.
– No quiero abandonar el caso -dijo con pena-, porque yo nunca dejo las cosas a medias, pero me siento muy mal, espantosamente mal. ¿Cómo has podido? -estalló furioso contra el mayor Weizmann-. ¿Cómo has podido ser capaz de algo así?
– Me he visto obligado. No he tenido elección -dijo el mayor-. Tengo que saberlo, tengo que entender qué es lo que pasó. Necesito saber qué hace la comisión, hasta dónde son capaces de llegar… ¿Qué va a ser de nosotros?
El juez Neuberg se quedó esperando un buen rato en completo silencio antes de decir:
– O pido un café o pido una comida para todos, ¿de acuerdo? -y como no le respondían, atrajo hacia sí el teléfono y marcó el número de la oficial de la sala.