175048.fb2 Piedra por piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Por el espejo retrovisor de la furgoneta, que todavía estaba en el aparcamiento de tierra que había enfrente de la casa verde, Yánkele Avni vio el pálido rostro de su hijo, sentado en la parte de atrás, al lado de Rajela, y de paso también observó discretamente la cara de su suegro, que iba delante, a su lado. Se miró las manos que reposaban sobre el volante, aunque sin verlas, y después volvió la cabeza hacia atrás y miró a su mujer. Rajela permaneció en silencio y dirigió el rostro hacia la ventanilla para seguir con la vista a los jueces, que avanzaban con parsimonia en dirección a la calle principal.

– ¿Quieres que conduzca yo? -preguntó Mishka, mientras se retorcía los extremos de su bigote blanco, como era su costumbre cuando estaba tenso-. Me parece una tontería estar así con el motor en marcha, gastando gasolina.

– No es necesario -dijo Yánkele-, enseguida nos vamos.

Sin embargo permaneció sentado tal y como estaba, con las manos ardiéndole y paralizadas reposando sobre el volante. Puede que realmente fuera mejor que dejara que su suegro o su hijo condujeran. Pero en ese momento ni siquiera le quedaban fuerzas para levantarse del asiento y pasar a la parte de atrás del vehículo, ya que las piernas le temblaban de pura debilidad. En realidad, tampoco podía hablar, porque si empezaba, sólo Dios sabía dónde iban a terminar sus palabras. Llevaba ya una larga temporada viviendo con la sensación de que si se contenía lograría que todo pasara como si se hubiera tratado de una grave enfermedad. Había estado meses dominándose, con la esperanza de que todo se resolviera por sí mismo, y también porque temía que si hablaba seriamente con ella acabaría por destruir lo poco que todavía quedaba entre ellos. El día anterior, en el cementerio, se había dado cuenta de que cualquier cosa que hiciera no serviría de nada, ni tampoco su prolongada contención, y que la verdad era que lo mismo daba que hablara o que callara. Aunque, a pesar de todo, algo debería poderse hacer. En ese momento, sin saber qué decir, oyó de nuevo que de su interior brotaba aquel «Ya no puedo más», palabras que lo perseguían durante los últimos días, que le zumbaban en el cerebro sin cesar y que ahora se reproducían en su interior una y otra vez.

Rajela no dijo nada.

– Yo tampoco quiero que esto sea así -había elevado la voz y su suegro posó una mano tranquilizadora sobre su brazo. Estas últimas palabras vencieron una presa de contención espesa y fangosa y consiguieron que de repente lo comprendiera todo por sí mismo-. No es solamente que no pueda más -dijo ahora, volviéndose hacia atrás para mirar a su mujer-, es que tampoco quiero poder más. La vida para mí ha terminado, pero aun así quiero vivir, no morir. No está bien comportarse de esa manera, perder el control sobre uno mismo ahí dentro.

– Quién sabe lo que está bien y lo que no -dijo ella desde atrás, con una voz equilibrada y serena, como si no se tratara de la misma mujer que había estado gritando ante el tribunal, como si no llevara el pelo completamente alborotado alrededor del rostro, con todos los rizos de punta mientras el sol le iluminaba los reflejos blancos y grises, qué flacos tenía los brazos y qué hundidas las mejillas, y como si los ojos, que en otro tiempo tanto le habían gustado, no se encontraran ahora inundados de un odio que no había dejado de manar de ellos durante todos aquellos últimos meses-. ¿Quién puede decir ya qué es lo que está bien y qué es lo que no está bien? Hablas en nombre de los demás y ni tú mismo sabes lo que quieres.

– No me estoy refiriendo ahora al «qué dirán».

– Pero si es precisamente a eso a lo que te estás refiriendo, al «qué dirán», porque te avergüenzo públicamente, te hago sentir incómodo, y porque seguro que me tachan de loca.

Yánkele se dio cuenta, sin necesidad de mirar, de que su hijo se sobrecogía, y se preguntó si también él estaría pensando en el pasado, en los distintos momentos a lo largo de los años en los que se había hecho patente esa terquedad de la que era dueña, su incansable búsqueda de la justicia, la manera que tenía de dejarse llevar por la ira; se preguntaba si su hijo estaría recordando ahora de qué forma ella había luchado hacía diez años contra los miembros del moshav que estaban recogiendo firmas para impedir la construcción de un albergue para enfermos mentales en proceso de reinserción, cómo había arremetido contra el matrimonio Barkai cuando éste había explicado, en una de las reuniones convocadas con urgencia, que «si se llega a construir aquí cerca una casa para rehabilitar enfermos mentales, la gente empezará a marcharse y eso hará que baje el valor de las casas y de las tierras», y cómo también entonces se había puesto a gritar, sin ningún tipo de contención, que no sabía a qué venía aquello ya que de cualquier modo estaban nadando en la abundancia hasta el punto de no saber siquiera qué hacer con tanto dinero, y que había otras cosas en la vida más importantes que el valor de las casas y de las tierras, además de que precisamente el que tiene es el que debe dar; y cuando Barkai le contestó bromeando la consabida frase de que el comunismo había que pasarlo como mucho a los veinte, ella había tirado la silla hacia atrás al levantarse furiosa y lo había amenazado con que no lo iba a consentir, y en el camino de vuelta a casa le había advertido que si él no la ayudaba a detenerlos en sus propósitos se marcharía de casa, del moshav, y los dejaría a todos plantados. En aquella ocasión se salió con la suya, lo mismo que hacía tres años, cuando la había tomado contra Eliezer, el secretario del moshav, porque éste había expresado unas palabras de sospecha y de desprecio sobre el vigilante nocturno ruso que acababan de contratar. Verdad era que Eliezer le había estado diciendo algo a Mishka, pero ella, que se encontraba junto al fregadero y oyó la conversación, se dio la vuelta, se secó las manos en el delantal que le protegía el vestido azul de tablas (porque por aquellos días todavía se preocupaba de vestir bien, y los ratos que no estaba en el barracón, entre sus esculturas, caminaba con paso ligero enfundada en vestidos floreados ceñidos con unos anchos cinturones que le marcaban su esbelta cintura), bajó las escaleras hasta el salón, se plantó delante de ellos y dijo: «¿Qué tiene que ver el pelo largo con las chicas, y tener acento extranjero en hebreo con la responsabilidad?». Después pronunció unas cuantas frases incendiarias acerca de los prejuicios y del complejo de superioridad, y es que ella siempre era así, cosa que Yánkele le disculpaba en su interior, lo mismo que le pasaba por alto los arrebatos de mal carácter que se apoderaban de ella durante temporadas enteras, achacándolo todo a su condición de artista. Pero durante los últimos años la situación se había agravado muchísimo en lugar de suavizarse. Y desde la muerte de Ofer todo aquello parecía no dejar de manar de ella hasta convertirse en una especie de frío anillo de piedra. Desde lo de Ofer resultaba imposible permanecer a su lado sin sentir ese soplo helador. Nadav recordaría con toda seguridad momentos como aquéllos -Yánkele sabía que los recordaba, porque esa memoria suya, casi mágica o en cualquier caso no del todo natural, no le permitía mantenerse al margen-, recordaría incluso todos los acontecimientos de los que hubiera sido testigo, ya que, sin saber por qué, casi siempre le había tocado a él ser testigo de esos enfrentamientos. Cuánto sentía Yánkele tenerlo, también ahora, como testigo siempre silencioso, para no ponerse de parte de ninguno de los dos, y quién sabía lo que estaría pensando, su querido Nadavi, y lo que sufriría. También lo sentía por Mishka, e incluso por ella, a pesar de que las cosas que había gritado durante la vista seguían resonándole en los oídos una y otra vez, porque continuaba teniendo frente a sus ojos el obstinado rostro de ella mientras gritaba: «Éstos no son los acusados que deben ser juzgados aquí», y él sabía con toda certeza que, a pesar de los gritos, ella mantenía la mente completamente clara, que lo tenía todo muy bien medido, que actuaba siguiendo un calculado plan y no por un impulso repentino. De cualquier modo, aunque su locura fuera sistemática, no dejaba de ser locura, una enajenación llena de sufrimiento que iba sembrando a su alrededor una gran destrucción, nada más que destrucción.

– Me creas o no -le dijo con voz muy suave-, porque eso ya da lo mismo, qué me puede importar que se me crea o no, no se trata de que tu comportamiento resulte incómodo, sino de otra cosa completamente diferente.

– ¿Qué? ¿Qué otra cosa? ¿De qué otra cosa se puede tratar entonces?

– Pues… Es que yo no siento lo mismo que tú, todo eso que te hace decirles lo que les dices. Lo que yo siento es algo diferente.

Lo podía haber llamado pena o tristeza, pero al mirarla se dio cuenta de que no podía pronunciar en su presencia aquellas palabras: pena, tristeza, duelo, pérdida. Ésas eran palabras que el rostro de duras facciones de ella y la amenazante postura de su cuerpo arrojarían con fuerza contra quien las pronunciara, como si quisiera darles a entender: «No me digáis nada, que ya lo sé todo». Y eso fue lo que impidió que ahora Yánkele las pronunciara. Y no solamente ahora, sino durante todo el tiempo que había pasado desde que llegaron a comunicarles la noticia. ¡Cuánto se había alejado de ella! ¿Cómo era posible apartarse tanto de una mujer a la que había tomado cuando no era más que una muchacha, con la que había traído al mundo cuatro hijos y con la que había perdido uno para siempre? ¿Cómo era posible dejarla sola? ¿Y cómo era posible que ella lo dejara solo a él? Sin darse cuenta, ella lo arrastraba a todo eso sin dejarle elección posible. La actitud de ella era lo que impedía que él pudiera vivir su dolor. No le podía decir a su mujer que lo que él deseaba era poder sobrellevar su dolor a solas. Porque le habían quitado a su niño, al hijo de su vejez, al bebé que había llevado a hombros por la huerta y al que miraba con ojos soñadores, hasta el punto de que había que hacerlo volver en sí gritándole: «Eres como un niño, Elifelet». En ese mismo momento, ahora, detrás del volante, irrumpía en él golpeándolo el vivísimo recuerdo de dos manitas manchadas de barro sujetando una tortuga grande y vieja a la que silbaba suavemente, le cantaba canciones y le hablaba con la idea de poderla persuadir para que sacara la cabeza de la concha; y dos brazos delgaditos cargando con un cachorro de perro, y en otra ocasión, sin miedo a las púas, mordiéndose el labio inferior, también un erizo; y sus imaginativos juegos -ser un bandolero en medio de la plantación de pomelos o sujetar el mango rajado de la azada como si fuera la espada de un caballero-, a los que arrastraba a todos los niños con la inocencia más pura iluminándoles el rostro mientras lo seguían y cumplían todas las órdenes que él con tanto entusiasmo les daba en medio del juego, y que se creían a pies juntillas porque él se creía esos mundos que su imaginación sin límites creaba; y las casas, palacios y fortalezas que construía con hileras de sillas, y los innumerables cojines con los que hacía la torre de vigilancia y la colcha que decidía convertir en tejado. Recordaba su cuerpo largo y esbelto, y su fino rostro; hacía muy poco que había empezado a afeitarse. Yánkele se estaba asfixiando en su asiento, frente al volante de la furgoneta que no lograba mover; ahora le colgaban las manos sin propósito alguno porque veía, mirando fijamente hacia delante, al niño que tenía al lado, frente al espejo del cuarto de baño, con una amplia sonrisa, imitando todos los gestos de su afeitado, de eso hacía sólo unos meses, y hasta podía oír la voz de Ofer, que una mañana había notado más ronca, diciéndole desafiante: «Compruébalo, pasa la mano y mira qué lisa me ha quedado la cara». Era incapaz de mirar la estatua del muchacho que ella había colocado en lugar de la lápida, porque le parecía una especie de Ofer paralizado y eternamente joven, como volando al viento. Así era exactamente como había que haberlo hecho, alto, esbelto y delicado. Y esa palabra que habían dicho hacía un rato en el juicio, al leer el acta de acusación, «fue proyectado». Pensar en él así, golpeado contra el duro suelo de la pista. Estrellándose. Había visto una expresión de asombro en la parte inferior de su rostro muerto. Yánkele se secó los ojos húmedos con el dorso de la mano. Aunque tuviera que pudrirse él solo con su dolor, no estaba dispuesto a seguirla por el camino que había tomado.

– Ése no es mi estilo. A mí no me sale con naturalidad y tú, además, has perdido todo decoro -se oyó decir a sí mismo de repente.

– ¿Lo ves? No me negarás -dijo ella en un tono frío y se- reno- que no es verdad que lo que te vuelve a preocupar es el decoro, el «qué dirán» y el «te estás metiendo en un lío». ¿Pero es que no ves que cuentan con que nos portemos bien? ¿Que todo el país ha sido construido sobre ese presupuesto? -ahora elevó la voz, que se había llenado de energía-. ¿No te das cuenta de que la moderación de las personas como nosotros, el silencio con el que están acostumbrados a que lo aceptemos todo, no hace más que ayudarlos a salir del paso cada vez que sucede una desgracia?

– No -dijo Yánkele-, puede que yo no sepa expresarme tan bien como tú porque no soy más que un agricultor, pero no se trata de eso. Es que ese comportamiento no va conmigo, no es así como yo quiero ser. Yo sí creo en la moderación. Lo sé, yo también sé que mienten, que intentan encubrirlo todo, pero ya no espero nada de ellos porque ya me han hecho todo el daño que me podían hacer.

– ¿Y los demás qué? ¿Qué va a ser de todos los que vengan detrás? Porque sabes muy bien que les pasará lo mismo a otros, ya lo has oído: ¡Es la tradición! ¡Hay que divertirse! Queda mucho trabajo por hacer con respecto a esto, yo diría incluso que se trata de una misión. Esto tiene que terminar, este libertinaje…

– La verdad -dijo Yánkele dirigiéndose al espejo retrovisor- es que ya soy incapaz de luchar por los demás. Sé muy bien que es una batalla perdida de antemano, porque se trata de la naturaleza humana. No me veo con fuerzas de hacerlo, puede que me hayan derrotado. ¿Qué puedo hacer frente a eso? Yo ya he cumplido con la sociedad y no hay nada más valioso que pueda ofrecer, porque he sacrificado por los demás lo que más quería en este mundo, aunque haya sido un sacrificio vano.

– No digas «vano», porque bien que lo has pagado, di «en vano» -susurró Rajela como adormilada.

– Además -dijo de repente su suegro en una de sus pocas intervenciones-, no va a servir de nada, el mundo es incorregible, desgracias como ésta siempre han ocurrido y siempre seguirán ocurriendo.

– Esto no ha sido un desgraciado accidente, esto podía haberse evitado, porque no ocurrió ni en la guerra, ni durante una incursión, ni tan siquiera durante un entrenamiento, ¡esto ha sido porque sí, porque sí, porque sí! -la última palabra la dijo ya gritando.

– Si por lo menos le hubieran esposado las manos a la red, si le hubieran atado las manos… -intentó intervenir el padre de ella.

– Pero no se las ataron; no le ataron ni las manos ni los pies, y ése es el problema, que no lo ataron, y todo… todo… por ese juego. Tradición. Compañerismo. Deporte. Infantilismo. Ejército del Aire -la voz se le fue debilitando como si se hubiera quedado absorta en sus pensamientos.

– Rajela -suspiró Yánkele-, no somos ningunos tontos. Nosotros también sabemos lo que significa el hecho de que no le ataran ni las manos ni los pies, nosotros también nos damos cuenta del crimen que eso supone, de la falta de responsabilidad, y comprendemos perfectamente esa palabra que constantemente repites, «prepotencia», la prepotencia de ellos, su desprecio por el valor de la vida humana, todo eso también lo entendemos nosotros, incluso el juez, hasta el gordo ése lo comprende. Pero ya no hay nada que hacer, no lo hay. Cuando una persona se acerca a los sesenta, como yo, ya no está para perseguir la justicia ni intentar arreglar el mundo. De cualquier manera nuestra vida ya ha tocado a su fin, así es que no merece la pena armarla. Tienes que entenderlo -Yánkele oyó en su voz el tono de súplica que le había imprimido a la última palabra, de manera que añadió en un susurro-: Yo lo que quiero es llorar, no matarlos.

Se hizo un silencio dentro del vehículo. De pronto Yánkele liberó el freno de mano, puso un pie sobre el pedal del embrague, el otro sobre el del acelerador y, sin más, salió del aparcamiento. Una nube de polvo acompañó al vehículo.

– Yo aquí no vuelvo más -dijo Yánkele mientras encaminaba la furgoneta hacia la carretera-. Yo aquí no vuelvo, porque no estoy dispuesto a oír ni la palabrería de ellos ni tus gritos. Ni puedo ni quiero.

Entonces oyó toser a su hijo. Miró por el espejo retrovisor, detuvo el vehículo a un lado de la calzada, que rugía de tráfico, y se volvió hacia atrás, hacia Nadav, que sollozaba con voz ahogada mientras decía separando las manos:

– Yo tampoco puedo más, yo tampoco.

– Tú no estás obligado -dijo Yánkele.

– No vuelvas a arrancar, porque ya no puedo seguir oyendo estas conversaciones que os traéis, no quiero estar en medio nunca más. Como siempre tengo que estar presente en vuestras discusiones de mierda, y no lo aguanto más -Nadav salió dando un portazo.

Pasaron algunos segundos y Yánkele, dejando el motor encendido y habiendo puesto el freno de mano, salió apresuradamente tras él, mientras hacía caso omiso del «Déjalo, que necesita estar solo» que a Mishka le había dado tiempo a pronunciar.

Corrió tras Nadav -de ella también había heredado este hijo, lo mismo que el hermano muerto, aquellas piernas tan largas- y lo sujetó por el hombro.

– Déjame, por favor -le suplicó Nadav.

– No aquí, yo aquí no te dejo, te prometo que hoy no volverás a oír ni una palabra más sobre esto. Ven con nosotros, que es lo que tenías pensado hacer, y después vuelve con… vuelve a tus asuntos.

Yánkele identificó el destello de la duda en los ojos grises de Nadav, un diminuto grano de piedad mezclada con azul en medio de un día lleno de ira y humillaciones.

– Estáis tan metidos en todo eso… tan… Si es que lo entiendo… para vosotros es mucho más duro que para mí… pero no puede ser que…

– De eso nada, no creo que esto sea más difícil para nosotros que para ti -le dijo Yánkele mientras posaba el brazo sobre el hombro de su hijo, que era más alto que él-. ¿Quién puede medir algo así? Nadie puede decir que lo tenga más difícil que otro y, además, eso ni siquiera tiene importancia.

– Ahora me veo incapaz de sentarme ahí dentro con vosotros, con todo ese odio que os tenéis -soltó de pronto Nadav, y al momento se mordió los labios.

Yánkele lo miró aturdido y después bajó la cabeza.

– Estás diciendo tonterías, Nadavi -le dijo casi enfadado, mientras se disponía a hablarle de la locura de ella. Pero enseguida se rehízo y se propuso moderarse: es tu hijo, él también lo es, se previno a sí mismo, y no puedes hablarle así de su madre-. No hay ningún odio, lo que hay son… diferencias… opiniones contrarias… desacuerdo… se trata de una diferencia de carácter, eso es todo.

– ¿Que eso es todo? ¿To-do? -dijo Nadav, mientras sacudía el hombro para liberarse del brazo de su padre-. ¿Pero qué te crees que soy yo? ¿Un niño pequeño? ¡Tengo veintiséis años! Y tengo ojos y oídos, ¿o no?

– Te lo pido por favor -le suplicó Yánkele-, aunque sólo sea por el abuelo, de mamá ya no te digo nada, vuelve con nosotros. Después si quieres te vas, te prometo que no vamos a tocar más el tema.

Con unos pasos muy medidos y serenos, apretando las mandíbulas y repitiéndose a sí mismo que debía mantener la calma como fuera y no dejarse llevar por nada una vez que estuvieran en el vehículo, Yánkele iba con su hijo por el borde de la acera y vio que éste inclinaba el cuerpo y se sentaba en el asiento de atrás; después cerró la puerta corredera que, sin saber por qué, le resultó más pesada y lenta que nunca y volvió al asiento del conductor. Por el espejo retrovisor veía la mirada de Rajela, que por un momento acarició el pelo de Nadav. Durante un instante captó esa mirada, la que ella solía tener antes en sus ojos verdes, húmedos y escondidos, los ojos con los que miraba a veces a los niños cuando éstos eran pequeños y con los que a veces también lo había mirado a él. Pero esta vez la mirada había sido rápida y furtiva, había desaparecido enseguida. Los ojos, que parecían habérsele vaciado, miraban de nuevo al frente, ciegos a todo, como si permanecieran abiertos sólo para mirar hacia dentro, hacia sí misma. Mantenía los labios apretados, y la profunda arruga que tenía entre las cejas no hacía más que testimoniar de nuevo su irrevocable terquedad. ¿Cómo iba a ser capaz de abandonarla? Si aquella sola palabra, «abandonarla», resonaba en su interior como una catástrofe más. Por otro lado, seguir así, atrapado a su pesar por el odio que ella sentía, ser cómplice activo que llorara aquella devastación, le resultaba imposible. De pronto, vio con los ojos de la imaginación un enorme muro de cemento gris que bajaba del techo, como una persiana de hierro en medio de la casa que no hacía más de tres años habían reformado y ampliado, una persiana que bajaba y dividía la casa en dos partes separadas. Para aislarlo de ella, para no tener que estar más entre ella y el mundo. Y la visión de ese muro por dentro, con una puerta que se abría hacia un ala separada, la visión de dos buzones diferentes, dos líneas telefónicas, dos cocinas, dos casas en una sola, dos vidas separadas en las que habría dos camas separadas, esa visión que se le había aparecido delante de los ojos en el último semáforo que hay antes de la carretera de Ayalón, todo aquello le dolía como si le hubieran propinado una buena patada en el pecho, hasta el punto de que por un momento le pareció que no podía respirar.

– Ahí está el coche de Taha -dijo Mishka, al ver el coche que estaba aparcado delante de la casa-. Qué bien, habrá traído a la pequeña -añadió en un susurro. Cuando Yánkele apagó el motor y hubo reunido las fuerzas suficientes como para bajar del vehículo, vio el viejo Fiat de Julia Efrati aparcado al otro lado del sendero-. Y ahí está el Fiat de Julia -observó Mishka sorprendido-. ¿Qué estará haciendo aquí?

Nadie le contestó. Hasta que al final Yánkele dijo:

– Seguro que tiene que ver con lo que pasó ayer por la noche -y, fatigado, añadió-: Será por lo de su querido Yuval, seguro que ha venido a pegarnos cuatro gritos por lo de su lápida.

– Julia no sabe gritar -dijo Mishka-, y además ayer ya lo dejamos solucionado con todos…

– Cualquiera sabe gritar cuando es necesario -dijo Rajela distraídamente mientras miraba hacia el Fiat-. Puede que no haya tenido motivo para gritar hasta hoy. Otra gallina.

– ¡Rajela! -protestó Yánkele-. ¿Cómo eres capaz de decir una cosa así? -ese tono venenoso que antes, en más de una ocasión, lo había hecho reír, ahora lo asustaba-. ¿De dónde sacas tanta…? -Yánkele se detuvo buscando la palabra y la encontró, pero le causó tanto pavor que la reprimió, y en ese momento oyó que se abría la puerta corredera de la furgoneta y vio que Nadav salía, y entonces, a pesar de que Mishka todavía no se había movido de su asiento, la pronunció-: Tanta maldad, tanta crueldad, eres muy injusta, porque esa mujer es incapaz de hacer daño a una mosca y siempre ha sido muy buena contigo.

Rajela no le respondió. La puerta corredera de la furgoneta quedó abierta después de que ella también saliera y se dirigiera hacia donde se encontraba Julia Efrati.

Ambas se quedaron allí, al final del sendero, junto al Fiat. Yánkele las miraba con los ojos empañados, y entre la neblina que le nublaba la vista vio a Julia Efrati, menuda como una niña, con unos pantalones azules y una pequeña joroba que se le había ido desarrollando durante los últimos años y que le sobresalía entre los hombros, la vio rodear a Rajela con los brazos y apoyar su blanca cabeza casi contra la de ella.

– Ven, entremos, vamos a prepararnos un café -dijo Mishka carraspeando.

Pero cuando entraron en la sala de estar no se encontraron sólo con Talia y la pequeña dormida en sus brazos, sino que enfrente de ellas había sentadas dos personas más de las que Talia dijo muy bajito:

– Vienen del Ministerio de Defensa, del departamento de rehabilitación.

Yánkele miró a los dos hombres, que se levantaron en cuanto él entró en la sala, y después a Mishka, con una mirada interrogativa. Mishka movió la cabeza hacia los lados para dar a entender que tampoco él los conocía. Yánkele vio entonces, por el rabillo del ojo, que Nadav se iba deprisa a su habitación. Después de que le estrecharan la mano y de que los dos desconocidos murmuraran unas vagas palabras de ánimo por el juicio que sabían que se había iniciado ese día, el más joven de ellos se presentó a sí mismo como el representante de la unidad para la memoria del soldado del departamento de rehabilitación, y a su compañero, un hombre mayor y calvo que se enjugaba con los dedos una frente llena de arrugas, como miembro del consejo público en memoria del soldado, y después añadió con gran solemnidad:

– También él perdió a su hijo, en la guerra de Yom Kippur.

– Creí que ya los conocía a todos ustedes -dijo Mishka sorprendido-, porque conozco al director del departamento de rehabilitación y a todos los miembros de la comisión del memorial, pero con ustedes dos todavía no me había encontrado.

El representante de la unidad para la memoria del soldado se encogió de hombros:

– No habrá habido ocasión hasta hoy -dijo, mientras se apoyaba en un pie y en el otro alternativamente, y posaba una mano indecisa en su cintura, antes de añadir-: Nos han enviado para hablar con ustedes.

Yánkele se sentó. Sabía muy bien lo que querían decirle y se preguntó cuánto tiempo duraría la calma. Hasta que Rajela entrara en la habitación con o sin Julia, pensó. Y deseó con todas sus fuerzas que Julia entrara con ella, porque quizá fuera capaz de frenarla un poco.

En el momento en el que el hombre que también había perdido a su hijo hubo terminado de exponer el problema, es decir, de pedirles que retiraran la escultura y que eliminaran la terrible inscripción que habían grabado en lugar de la fórmula reglamentaria, y después de explicarles también que un cementerio militar, y, más aún, la sección militar de un cementerio corriente, no era el lugar adecuado para arreglar cuentas con el ejército y que era precisamente para eso para lo que estaban los tribunales y el juicio militar que se acababa de iniciar para encontrar a los responsables, fue en ese preciso momento cuando Yánkele comprendió que no podía apoyarlos y ponerse en contra de ella. Miró a su nietecita, se sentó al lado de su hija y dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo. Era incapaz de pronunciar una sola palabra en contra de Rajela, ni siquiera de compartir con ellos una frase del tipo «Va a ser imposible hablar con ella» o «No va a ceder». Ni tampoco podía decir: «Háblenlo con mi mujer». Además, no encontraba razón alguna para justificar lo que le habían pedido, porque la forma tan resuelta en que el padre que había perdido a su hijo había explicado lo que era adecuado y lo que no, y esas palabras, «Nosotros no los podemos ayudar», refiriéndose a la escultura y a la inscripción, igual que el comentario que hizo acerca de la violencia gratuita y la destrucción que habían visto, sumado a la presteza con la que Mishka les había recordado, muy conmovido, que «nosotros ya nos hemos comprometido a arreglarlo todo y los gastos corren de nuestra cuenta», y en un intento de hacer las paces había añadido: «No va a haber ningún problema, lo único que necesitamos es un poco de tiempo», todo eso a la vez lo había soliviantado. Hablaban de las acciones de ella como si se tratara de una delincuente común, sin comprender ni tener en cuenta la situación en la que se encontraba en esos momentos.

Yánkele bajó la cabeza y no dijo nada. Mishka, que ahí sentado se retorcía sus grandes dedos -cada vez que Yánkele los veía pensaba que Rajela había heredado sus manos-, empezó a pronunciar los nombres de las personas que conocía de la unidad para la memoria del soldado y de otras del departamento de rehabilitación con las que había hablado por la mañana temprano. Yánkele posó los ojos en la raja de la pantalla amarilla de la lámpara. El bebé empezó a moverse en los brazos de Talia, que preguntó:

– ¿Dónde está mamá? -y en ese mismo instante entraron en la estancia, por la puerta de atrás, Rajela y Julia. Los dos hombres se levantaron. Entonces Yánkele la vio durante un instante a través de los ojos de ellos: esa delgadez, el vestido negro y largo, el pelo completamente despeinado y los ojos ardiendo de ira en un rostro muy pálido al verlos a los dos, sobre todo cuando miró al más joven que, después de aclararse la voz, se presentó a sí mismo y le comunicó la misión que les habían encomendado explicándole rápidamente de qué se trataba.

– Nosotros hemos apelado a los tribunales -lo interrumpió Rajela tajante-, que ni siquiera se han ocupado de nuestro caso, y todo por vuestros continuos trucos de hacernos perder el tiempo de un lado para otro. No tengo ninguna intención de seguir vuestras reglas, porque se trata de mi hijo, no del vuestro. Nosotros seremos los que decidamos qué es lo que se pone en su tumba.

– No hemos venido para enfrentarnos a ustedes -dijo en tono de súplica el padre que había perdido al hijo-, nosotros formamos una sola familia, la de los huérfanos de hijos.

Yánkele se puso a rezar para que aquellas palabras no empujaran a su mujer a decir lo que su rostro expresaba, porque acababa de poner la misma cara que aquella vez que los padres de él les habían traído de regalo un jarrón de cerámica de colores, y después apartó la mirada y murmuró unas cuantas palabras de compromiso mientras él se daba cuenta del enorme rechazo que le producía aquel objeto. («Pero si no tenían ninguna obligación de traer nada», le había dicho después, «sólo hay que llevar algo si realmente se quiere, y si a uno le parece que hay obligación, por lo menos debería molestarse en buscar algo adecuado y no regalar cualquier cosa de las que tiene por casa sólo para quedar bien, ¿y encima tenía que haberme emocionado y agradecérselo enormemente?»)

– Nosotros -la oyó decir, en un tono comedido y frío-, desde luego, no formamos ninguna familia, si lo que viene usted a pedir es que me conforme con el «Caído en acto de servicio». ¿Qué servicio opina usted que estaba cumpliendo? Y además, nosotros no somos parientes, qué le vamos a hacer. Lo único que tenemos en común es que nos han quitado a nuestros hijos. ¿Cómo murió el suyo? -preguntó sin miramientos.

– En el Sinaí, durante la guerra de Yom Kippur -dijo el hombre, bajando los ojos.

– Pues entonces él verdaderamente sí cayó, cayó combatiendo, pero el nuestro no es ningún caído. El nuestro fue asesinado.

El hombre palideció, se tocó la frente, abrió la boca como si fuera a decir algo, pero se arrepintió y permaneció en silencio, momento en el que intervino el representante del departamento de rehabilitación para hacerles saber que era conveniente que el asunto se resolviera antes del día del recuerdo de los caídos del Ejército del Aire, que sería dentro de unas pocas semanas, e insistió en que hasta entonces pensaban reponer una lápida como la que había antes y quitar lo que ella había colocado en su lugar y que transgredía toda regla.

– Ese día y en esa ceremonia no pienso estar -anunció Rajela.

– Es un día dedicado a los padres, a las familias que han perdido a un hijo, en el que estarán presentes los más altos mandos del Ejército del Aire -dijo conmocionado el hombre de la unidad para la memoria del soldado-. ¿Quién va a acudir allí sino ustedes? Pero si es para ustedes… para todos nosotros, claro está.

Talia apoyó contra su hombro a la niñita, que se retorcía, se levantó del sofá y se quedó al lado de su madre.

– Para nosotros, no. Antes, el comandante de la base tiene que responsabilizarse de sus actos. En nuestra opinión él es un auténtico criminal -oyó Yánkele decir a Rajela. Unos puntitos rojos y negros le correteaban por delante de los ojos. En ese momento se dio cuenta, ahí en la sala de estar, de que los últimos rayos de sol del día estarían iluminando el borde desgastado de su alfombra marrón y calentando el lomo de la gata blanca, para después iluminar también a la pequeña araña que saldría corriendo de debajo del piano en dirección a la estantería de los libros haciendo que el perro se levantara de su plácida siesta y se quedara de pie y tenso; y es que todo ese ritual procuraba no perdérselo nunca.

– Yo sí tengo que estar allí el día de la ceremonia -dijo Mishka asustado-, y los chicos también -se quedó mirando a los dos hombres con cara de súplica.

– Esa lápida es completamente ilegal. A ver si va a venir ahora cada uno a hacer lo que quiera -se quejó el más mayor de ellos-, y es que el hecho de que las lápidas sean todas iguales encierra su lógica, porque le da un… un estilo unitario… Imagínense ustedes que cada uno pudiera hacer lo que quisiera. La gente de dinero podría construir sobre la tumba un palacio al que peregrinar. En un asunto como éste no puede haber libertad; se trata de una tradición que se remonta a la época de los británicos, habrán visto ustedes cómo son todos sus cementerios… Si incluso disponen de un representante en cada una de sus embajadas para que se ocupe de los distintos cementerios militares que tienen por el mundo, no se trata de una decisión sin sentido, la ley…

– Y yo -dijo Julia, de repente, con una voz arrasada y temblorosa-, nosotros queremos añadirle a la lápida la fecha del calendario internacional y el nombre de su hermana.

– ¿Cómo? -dijo el representante de la unidad para la memoria del soldado.

– Que aparezca escrito -le explicó Julia Efrati, mientras se tiraba del borde de la camisa roja-. No queremos solamente los nombres de sus padres, que somos nosotros, sino también el de su hermana, a la que tan unido se sentía. ¿Por qué no va a aparecer también ella en la lápida? ¿Y por qué tenemos que conformarnos con la fecha del calendario hebreo que no nos dice nada? Nosotros no vivimos según el calendario hebreo, nosotros seguimos el calendario internacional, porque no somos religiosos.

– Pero así está establecido… eso es lo que se hace siempre -intentó defenderse el representante de la unidad para la memoria del soldado-. Ésa es una decisión tomada y decidida en consenso por el consejo en memoria del soldado, y todos, sus veintisiete miembros, son padres que han perdido a sus hijos.

– Pero nosotros pensamos de otra manera -dijo Julia Efrati-. Nosotros opinamos que se debe permitir que cada uno ponga una lápida personalizada. Antes ni siquiera se nos había ocurrido, pero ahora que de todas maneras hay que poner una lápida nueva, gracias a Rajela, lo hemos decidido así.

– ¿Y quiénes son ustedes? -preguntó el más joven.

– Nos llamamos Efrati y nuestro hijo Yuval, y hace ya casi diez años de eso, dentro de un mes va a hacer diez años.

– ¿Y el señor Efrati también piensa como usted?

– Él está de acuerdo conmigo -dijo Julia Efrati vacilante-. Nosotros también pensamos interponer una demanda si no nos permiten…

– ¡Pero esto no puede ser! -empezó a gritar el hombre que había perdido a su hijo-. ¿Cómo va a ser posible que cada uno haga lo que quiera? Se trata de un cementerio militar, y durante todos estos años… todo el pueblo… todos, el día del recuerdo… Es imposible que todo el mundo haga lo que quiera, no tienen ustedes ninguna posibilidad de salirse con la suya en el Tribunal Superior de Justicia. Ya se ha fallado alguna sentencia con respecto a este asunto y el juez dijo entonces que la cosa no se terminaría con los hermanos y las hermanas, porque hoy es una hermana y mañana será la tía que lo crió.

– ¿Eso es lo que dijo el juez? -dijo furiosa Julia Efrati-. ¿Así es como se habla de esto? ¿Bromeando a nuestra costa?

– También se podría poner algún versículo bíblico -se oyó decir Yánkele, a sabiendas de que era la pequeña joroba y la cara de sufrimiento de Julia Efrati lo que lo había empujado a hablar de repente de ese modo-, versículos bíblicos, sí, se podría. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Podría eso, acaso, parecer una incorrección? Recuerdo… que una vez, en el cementerio británico de Jerusalén, una madre había escrito en la lápida de su hijo «My boy». Ya entonces me pareció, y todavía me lo parece ahora, que eso lo decía todo. También ellos, los británicos, tienen una fórmula única para las lápidas de los militares, pero les permiten añadir unas palabras personales. Mientras que aquí, en ese consejo de los veintisiete padres voluntarios, y eso que todos han perdido un hijo, no hay nadie con quien hablar. Y es que casi todos son muy mayores, perdieron a sus hijos en la guerra de la Independencia, en el Sinaí, o en la guerra de los Seis Días, o en la de Yom Kippur, antes de… antes de todo eso… -extendió los brazos mientras decía «todo eso», y nadie le preguntó a qué se refería.

– Veo que aquí ya no tenemos nada más que hablar -dijo el representante de la unidad para la memoria del soldado-. Creíamos que… el duelo privado de cada uno quedaba suficientemente cubierto con la parte ajardinada que rodea la lápida, y con más motivo en el caso de ustedes que viven en un moshav, porque por ese lado no existe ningún problema, se puede hacer libremente, mientras que algo como lo que ustedes han hecho no se puede permitir. Además, nosotros -en ese momento frunció los labios y su voz adquirió un tono solemne- no queríamos mezclar en esto a la autoridad ni acudir a la policía… A pesar de haberse tratado de una especie de atentado, con bomba y todo…, aunque las circunstancias son tan especiales que entendemos el dolor… Pero esto no puede quedar así, que quede bien claro.

– ¿Y qué piensan hacer? -le espetó Rajela-. ¿Van ustedes a llevarse la escultura por la fuerza? Y si Julia graba la fecha del calendario internacional en la piedra nueva y el nombre de la hermana de Yuval, para que ponga «el hermano de Tamar», ¿también eso lo van ustedes a quitar? ¿Por la fuerza?

– Espero que no tengamos que llegar a eso -dijo el representante del consejo, y después se humedeció los labios con la punta de la lengua y estiró la boca hacia los lados, en una especie de sonrisa falta de alegría-. Espero que ustedes, por su parte, comprendan nuestro problema y que para el día del recuerdo de los caídos del Ejército del Aire lo hayan solucionado.

– Aquí no hay nada que solucionar -dijo Rajela-. Yo he querido erigir un memorial de piedra, como en la Biblia, para perpetuar su recuerdo, y así es como se va a quedar, mientras que Julia, por su lado, ha decidido hoy su propia fórmula, y ya veremos qué pasa, ya lo veremos.

El único que acompañó a los dos hombres hasta la puerta fue Mishka, mientras Yánkele los seguía con la mirada para ver que aquél estrechaba con ambas manos la del padre que había perdido a su hijo y que ahora, con una expresión más afable, bajaba la cabeza y soltaba:

– ¡Espero de verdad que esto tenga una solución!

– Hoy he estado allí -dijo Talia de pronto, dejando al bebé en el cochecito en un rincón de la sala.

Rajela la miró con una expresión interrogativa.

– He ido a visitar la sepultura y he visto la estatua.

– No es la primera vez que la ves -observó Yánkele, que no podía soportar el silencio de Rajela.

– Pero en el estudio, nunca afuera. Es tan bonita -dijo Talia, y se mordió los labios-. Realmente es preciosa, mamá. Como… así… tan transparente.

– Pero no van a permitir que se quede donde está, ya los habéis oído -dijo Rajela.

– Quizá pueda colocarse en otro lugar -propuso Talia, mientras movía el cochecito para acunar al bebé.

– Es una idea magnífica -dijo Mishka, con un destello de esperanza iluminándole el rostro.

Yánkele miró a Rajela y vio que ésta palidecía.

– ¿Cómo que en otro lugar? -preguntó en un tono frío-. ¿En algún parque que inauguremos? ¿Y volvemos a poner la fórmula de ellos en la lápida de cuarenta y un centímetros por sesenta, con su «caído» y todo?

Talia se inclinó sobre el carrito.

– Ni siquiera la has mirado, mamá, ven a verla, mira lo gordita que se ha puesto.

Yánkele fue hasta el cochecito y con mucho cuidado sacó a la niña, aspiró su aroma y, con ella en brazos, fue hasta donde estaba Rajela. Ni un solo destello de ternura asomó a sus ojos mientras la miraba. A pesar de ello extendió las manos, la tomó en brazos y se la acercó a la mejilla, comentó que se notaba que había crecido mucho, pero la volvió a dejar en el cochecito y dijo:

– Ven, Julia, vamos a llamar al abogado y después iremos a buscar la piedra que a ti te guste.

– ¿Y si luego él dice que… y si no… si no nos dan permiso? -preguntó Julia muy asustada.

– Lo haremos de todos modos. Nadie nos va a decir lo que se puede y lo que no se puede hacer. Lo haremos con nuestras propias manos. Exactamente como tú quieres que se haga.

Yánkele siguió la espalda de Rajela con la mirada, una espalda que se veía mucho más recta desde esa mañana, como si la nueva lucha en el juzgado le hubiera devuelto las fuerzas que le habían faltado durante los últimos meses. Esperó hasta que oyó que se cerraba la puerta de atrás de la casa y, sólo entonces, se volvió hacia su hija.

– He recibido una tarjeta postal de Yaeli -dijo Talia-, escribe desde no sé qué lugar perdido, tanto que ni siquiera me acuerdo del nombre; dice que llamará hoy o mañana.

– Será por lo del juicio -dijo Yánkele.

– Sí, es por el juicio. No me habéis contado nada de lo que ha pasado, y Nadavi se ha encerrado en su cuarto -dijo Talia bajando la vista.

– Me llevo a la pequeña para que tome un poco el aire -dijo Mishka con delicadeza, y salió empujando el cochecito.

– ¡Con lo que a ella le gustaban los bebés! -murmuró Talia mientras se secaba los ojos con la mano-. Y ahora no puedo hablar con ella de nada, absolutamente de nada. Ni de la niña ni de ningún otro tema. Quien no está con ella en esto no existe, o como dice el abuelo, vale lo que un muerto. ¿Qué es lo que va a pasar, papá? ¿Qué va a resultar de todo esto? Lo que no se puede hacer es dejar la horrible inscripción que ella ha puesto ahí y que la tengamos que ver cada vez que visitemos la sepultura.

– Tu madre tampoco tiene ni idea del lío en el que ha metido al pobre vigilante -dijo Yánkele-, porque ahora le piden explicaciones de por qué no se lo impidió. Menos mal que de eso se está ocupando el abuelo, y mejor ahorrárselo a ella, porque si se entera de eso…

Rajela siempre había dicho que, de todos sus hijos, Talia era una copia exacta de él. «Incluso el hoyo en el codo», solía repetir muy satisfecha. Pero por lo general hablaba de la fuerte complexión de ambos y de otros rasgos como los ojos castaños de mirada inocente, de su carácter sereno, de su amor por la tranquilidad y de su capacidad para conformarse con muy poco. Su amor tan primario por la tierra, un amor que había llevado a Talia a quedarse en el moshav como algo completamente natural, a casarse con un chico nacido en otro moshav y a construirse allí su casa, en las tierras reservadas a los miembros fijos. En todo esto pensaba Yánkele cuando empezó a contarle a Talia, eligiendo las palabras con sumo cuidado, lo que había sucedido en el juzgado, lo de las pancartas de su madre, sus interrupciones durante el juicio -no se atrevió a llamarlas gritos, como sí las llamaba para sus adentros- y la conversación con los periodistas. De lo que habían hablado en la furgoneta no dijo nada, ni tampoco de la escena de Nadav.

Ella lo estuvo escuchando con mucha atención, y cuando su padre terminó de hablar se limitó a decir:

– No sé si mamá lo va a poder resistir ni si tú vas a aguantar todo esto.

Yánkele sintió un impulso, que a duras penas pudo reprimir, de hablarle del muro de cemento gris que le parecía ver ante los ojos, de la idea que lo rondaba de que había llegado el momento de la ruptura, de cortar, de la separación. Pero el delicado rostro de ella, las mejillas rellenas y rosadas y aquellos ojos que lo miraban con tanta preocupación y pena, todo eso le recordó que a pesar de que su hija estaba casada y era madre, a pesar de que tenía ya una vida propia, siempre sería su niña y no su compañera de preocupaciones y desgracias. De ningún modo se lo podía permitir, se dijo a sí mismo en ese instante, no podía hacer confidentes a los demás de algo que todavía no le había dicho a Rajela. Pero el solo pensamiento de hablar de ello con Rajela le envolvió el corazón como una mano fría, y para espantar el horror que le producía, se limitó a decir:

– Yo, al juzgado, no vuelvo, y me parece que Nadav tampoco.

– ¿Y quién va a ir entonces? -preguntó Talia asustada-. ¿Quién va a ir con ella?

– Pues quien sea capaz de soportarlo, si es que hay alguien capaz de eso. Aunque quizá sea mejor así.

– ¿Sola? ¿Y vamos a dejarla sola en todo esto?

– ¿Quieres ir tú? -se oyó Yánkele decir a sí mismo, con impaciencia-. ¿Puedes tú ir, acaso?

Talia bajó la vista y, vacilando, negó con la cabeza.

– Y no es sólo por la niña -reconoció-. Yo, yo… ¿De qué va a servir conocer los detalles? Yo no tengo por qué enterarme. Eso es sólo para ella.

– Ni siquiera le servirías de ayuda -dijo Yánkele con amargura-. En esto está completamente sola. Es su forma de ser, no deja que nadie la ayude ni la acompañe si no piensa exactamente igual que ella. Nos ha expulsado de su vida.