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Un adormilado policía de regimiento, con la camisa que le salía con descuido por fuera de unos pantalones muy arrugados, se dignó, de todos modos, a hacer el saludo militar mientras abría perezosamente los portones de hierro oxidado que llevaban al aparcamiento de la casa verde, pero el juez Neuberg pudo apreciar también el desprecio lleno de inocencia que encerraba su reprimida sonrisa a la vista de la contradicción que suponían las dimensiones de su enorme cuerpo, enfundado en el uniforme de teniente coronel muy bien planchado pero que amenazaba con reventársele a la altura del vientre, y todas aquellas condecoraciones tan relucientes, con el Mini-Minor descapotable que entraba renqueante en el aparcamiento emplazado junto al camino que llevaba hacia el patio de la casa. Aquella chatarra era el coche de su mujer, que se empeñaba en no cambiarlo por nada del mundo, pero esa mañana los planes de ella de salir fuera de la ciudad lo habían obligado a él a utilizarlo. Por el cruce de calles junto al que se encontraba el edificio había pasado con mucha parsimonia un carretero que guiaba un caballo enganchado a un carro cargado de ajos tiernos y que interrumpía por completo la circulación, de manera que por su culpa llegaba tarde. Era tal la preocupación por el retraso y sentía tal embarazo por la curiosidad que podía despertar en el policía de regimiento aquella visión inesperada, casi excéntrica, del juez de distrito, un teniente coronel de la reserva al que todos esperaban expectantes porque iba a presidir un juicio tan importante, y resultaba que se permitía aparecer en un Mini-Minor de doce años, cuya rechinante portezuela cerró con ímpetu para después ni molestarse en echarle la llave.
Oía un molesto pitido en los oídos y notaba la piel irritada a causa de los nervios y el cansancio. Con las primeras luces del amanecer lo habían despertado los mirlos con su gritón piar, unos mirlos que estaban anidando mientras luchaban contra un pájaro desconocido que se había posado en un cable del tendido eléctrico, entre la palmera y el granado del jardín de su casa, de manera que ahora se encontraba sumido en esa clase de agotamiento que hace que los sentidos de una persona lo capten todo como si de algo fastidioso se tratara. En esos momentos los ruidos que no se encuentran en el lugar adecuado se aprecian como un griterío, a pesar de que en otras circunstancias puedan hasta resultar agradables, aunque sólo sea porque sabemos, por un conocimiento teórico, que en ellos puede haber belleza. El enojoso rumor que llevaba ya zumbando en su interior desde hacía unas horas no hizo más que acrecentarse a la vista de los arbustos que habían brotado en el descuidado jardín, alrededor del árbol grande que parecía un ciprés pero que era otro árbol cuyo nombre había olvidado. El exasperante abandono en el que se encontraba la magnífica casa que dominaba aquel cruce tan concurrido se conocía ya por las grietas que aparecían en la fachada, pintada de un infantil color verde de cremoso helado, color que había dado nombre al edificio, que se estaba desconchando en los muros sin remedio. Aquella dejadez era la primera impresión con la que se topaba quien lo mirara, y alcanzaba también al enorme jardín, que cada primavera brotaba de una manera salvaje como signo de insistente protesta contra quienes no se molestaban en arreglarlo ni cuidarlo.
Cuando se plantó a la puerta de la planta de entrada, tan fresca y en penumbra, pudo divisar la aglomeración de personas que allí se concentraban. Durante los años que había tenido que estar de servicio en ese edificio como reservista, un día al mes, para ejercer de juez ocupándose de faltas simples de deserción o de casos relacionados con drogas blandas, se había acostumbrado a calcular si bastaba con aquel día para sacar adelante un número u otro de expedientes. Siempre se encontraba con la gran sala medio vacía, el suelo hidráulico pintado a la vista y un puñado de personas, por lo general el acusado, su abogado, unos pocos parientes y, a veces, un par de soldados o de oficiales u otras personas a las que hubieran llamado para testificar, todos sentados en los bancos de madera que estaban pegados a las paredes a ambos lados de la sala, y su saludo de buenos días retumbaba bajo los altísimos techos.
Esta vez incluso el vestíbulo estaba a rebosar de gente. Las personas que habían ido llegando llenaban los bancos que se encontraban a lo largo de las paredes o se amontonaban de pie formando grupos -las familias de los acusados en un rincón apartado, junto a los abogados, los soldados y los reporteros militares, que se habían puesto firmes al verlo entrar-, pisando aquel suelo con dibujos por el que él siempre solía andar con comedido placer, como temiendo dañar los arabescos policromados, mientras que todas aquellas personas lo pisaban como si se tratara de un suelo normal. Junto a los despachos, cerca del muro, había una soldado en silla de ruedas. Tenía la cabeza apoyada en un collarín de yeso y los pies inmovilizados sobre el estribo de la silla. Al juez Neuberg le bastó una mirada furtiva para ver a los padres de la chica, muy serios a su lado, y a un muchacho, que prácticamente pegado a ella le pasaba la mano por el brazo. Con un movimiento de cabeza saludó al abogado, que lo había reconocido. A causa de todo aquel gentío que había, pasó a toda velocidad por delante del tablón de corcho colgado entre la sala de los ordenadores y la secretaría, de manera que no se detuvo, como era su costumbre, a leer el orden del día, los casos de la semana y hacerse una lista de las faltas de hebreo que solía copiar del tablón de anuncios para llevárselas después a la oficial de la sala, que cada vez que él se las leía se ruborizaba, se tapaba la boca riéndose pero corría obediente a corregirlas.
Mientras se abría camino, apartando la vista de las personas que estaban sentadas en los bancos de madera para evitar que sus miradas se cruzaran, la vio. Estaba de pie entre dos hombres que se encontraban sentados, un hombre mayor y calvo, con un espeso bigote blanco de puntas retorcidas hacia arriba, y otro hombre, que tenía los codos apoyados en las rodillas y el rostro oculto entre las manos. Notó que ella se ponía tensa al verlo y que extendía una pancarta cuyo contenido él no pudo leer porque había alzado los ojos para mirarla a la cara. La miró muy fijamente y pudo reconocerla por las fotos de la prensa, de manera que al instante apartó la vista. De todas formas le había dado tiempo a captar las tres palabras que llevaba escritas en la pancarta: «Vendido de antemano», y un escalofrío de embarazo e incomodidad le recorrió el cuerpo. El hombre que estaba sentado a su lado se apartó las manos de la cara y, asustado, le tiró del brazo para que se sentara y quitarle la pancarta. Habría que haber considerado que ella siempre estaría presente en las sesiones del tribunal. Pero, aunque lo hubiera considerado, no habría podido comportarse de otro modo ya que no había renunciado a presidir aquel juicio. Mientras entraba en la sala pensó que si hubiera entrado por la secretaría, la mujer también lo habría interpretado como señal de que la sentencia estaba apañada.
A pesar de que era un día claro, que estaba despejado y la larga calle que se veía desde las ventanas de la sala de los jueces aparecía limpísima tras una semana de lluvias, el juez Neuberg no lograba borrar de su mente, como solía sucederle cuando se encontraba en situaciones cuyo carácter desagradable conocía con antelación, la suposición que anidaba en él de que el juicio que daba comienzo ese día se alargaría de una manera angustiosa. Esa ya casi certeza, que al entrar en la sala abarrotada se convirtió en auténtica evidencia, no guardaba relación con el dolor y la compasión que pudieran producir en él los hechos que se revelaran durante el curso del juicio, sino con el pensamiento de horas y días de trabajo agotador que exigirían de él mucha mano izquierda para no herir la sensibilidad de los militares, para no dañar ni el estatus ni el honor de éstos, especialmente los de los oficiales que habían sido llamados para formar parte del jurado de aquel tribunal y a los que tendría que saber manejar para que no entorpecieran su labor. Pensaba también en la incomodidad en la que se vería sumido por la esperada implicación de periodistas y reporteros y por todo tipo de cuestiones que lo iban a obligar a apartar el pensamiento de lo único que le importaba de verdad: mantener la mente clara y limpia de sentimientos y conseguir la concentración necesaria para realizar como era debido su trabajo de juez y, basándose en las pruebas que le presentaran, dictar finalmente una sentencia correcta y justa, además de reveladora.
No podía decirse que Rafael Neuberg viviera fuera del mundo. Aunque considerara su trabajo como juez el epicentro de su vida, no era ése el único placer del que disfrutaba. En el momento en que se disponía a entrar en la sala de estar de los jueces intentó aferrarse al consuelo que se tenía preparado para después de la sesión con los jueces, en compensación por el infortunado día que le esperaba: una buena comida típica de Oriente Próximo, de esas que echaba de menos desde hacía semanas y que ahora podía convertirse en lo único bueno que le depararían todos esos días que tendría que pasar en aquel lugar que en realidad no era el suyo. Casi un exilio, había meditado por la mañana cuando notó que su adormecida úlcera de estómago amenazaba con despertar. Y es que para permitirse ese tipo de comida -porque ya se imaginaba el hummus con las alubias pintas por encima, la enorme ensalada picadita que servían como guarnición y la jarra de cerveza de barril-, para permitirse todo eso tendría que aplazar el inicio de la dieta hasta que terminara el juicio. Ante las pastas secas que la risueña oficial de la sala había dejado sobre la mesa de los jueces reconoció el error que había cometido al decidir empezar un régimen de adelgazamiento justo antes de un juicio tan complejo como ése. Por otro lado, ¿acaso no era cierto que sólo de puro miedo podía uno ponerse enfermo al oír un discurso como el que le había pronunciado el médico acerca de los factores causantes de los peligros que lo acechaban?: su peso, que superaba por lo menos en un cincuenta por ciento el de la media («¿Cuánto estás pesando? ¿Ciento treinta?», se había asegurado el médico antes de anotarlo); la ausencia de actividad física («¿Pero es que no hay manera de que entiendas que tienes que hacer gimnasia? ¿Y si, por lo menos, probaras con la natación?», lo había amonestado el doctor, un judío de origen alemán y algo cabeza cuadrada que ya había atendido a sus padres); el tabaco («Si pudieras conformarte con ocho o diez cigarrillos al día, o si te fumaras sólo la mitad de cada uno de los que enciendes»), unos factores que lo situaban en el grupo de mayor riesgo. Las detalladas explicaciones del médico acerca del grupo de riesgo en el que se encontraba le habían provocado tales temores que había pasado los últimos días muy atento a cualquier señal premonitoria de un posible infarto: dolores en el brazo izquierdo, opresión en el pecho, debilitamiento repentino y las conocidas punzadas de la úlcera de estómago que creía curada desde hacía tiempo.
Rafael Neuberg llevaba toda la mañana reflexionando sobre las cosas que podrían prolongar el curso del juicio, duplicar o triplicar su duración, y no era precisamente en la madre en la que pensaba. No es que no hubiera pensado en ella en absoluto: cuando la reconoció al entrar en el edificio supo que su presencia no iba a hacer las cosas sencillas, pero no se imaginó que llegaría a comportarse como después lo hizo.
El juez Neuberg subió parsimoniosa y pesadamente tres tramos de escaleras desgastados, agarrándose a la barandilla y suspirando de vez en cuando, de camino hacia el segundo piso, que era donde se hallaban las salas de justicia. Cuando llegó arriba, se detuvo en una galería abierta junto a una columna de piedra y miró hacia fuera. Torció el gesto. Sólo la pared exterior era verde, mientras que la interior, lo vio de nuevo al volver por un instante la cabeza, era amarillenta, de un color arena feo pero realmente muy adecuado para un edificio en el que se desarrollaban juicios militares, unos juicios que el juez Neuberg consideraba como una molesta obligación y un desperdicio de su talento como magistrado puesto que no propiciaban el desarrollo de un pensamiento jurídico profundo. Una repentina ráfaga de viento le impidió encender el cigarrillo. Puso la mano a modo de mampara, lo encendió y tiró la cerilla al cilindro de latón torcido lleno a rebosar de una turbia agua de lluvia. A la primera calada se vio asaltado por una gran debilidad. Se sentó en el banco que había junto a la balaustrada de piedra gastada, asegurando a la oficial de la sala, que le había hecho un gesto echando la cabeza hacia atrás desde el interior de la misma, que enseguida iría a reunirse con los jueces adjuntos que mientras tanto habían ido llegando, y miró hacia la calle y hacia el terreno que había enfrente. El profundo foso que habían excavado para luego construir estaba rodeado por una valla de chapa galvanizada, y al otro lado del terreno vacío había unas casas muy arregladas pintadas de color amarillo pastel y de un rosa llamativo. En la oficina del vicepresidente estaba prohibido fumar, recordó de pronto mientras miraba las baldosas descoloridas y el charco, que resplandeció al darle de lleno un rayo de sol que se rompió en miles de esquirlas policromadas. Al otro lado de las amarillentas puertas de madera -que también se estaban cuarteando- y bajo la vidriera de colores de la ventana que había encima de esas puertas, una vidriera que inundaba el vestíbulo del segundo piso de una luz eclesiástica, continuaban los afilados restos de un ventanal que se había roto hacía ya unos meses. Tiró al cenicero el cigarrillo, del que sólo se había fumado la mitad, y entró por una de las estrechas puertas que estaban abiertas en la penumbra del vestíbulo interior. Un esqueje de «judío errante» sobrevivía como podía en un tiesto que alguien había colgado bien alto, junto a la sala número 1, cerca de la placa en la que se leía: «Al entrar y salir de la sala del tribunal tenga a bien ponerse firme y saludar a los jueces del estrado». Las hojas, de color morado verdoso, se aferraban solitarias y testarudas a la superficie de pintura amarilla al aceite de la pared que rodeaba el tiesto.
A pesar de que tenía intención de solventar lo más rápidamente posible todos los prolegómenos y abreviar el encuentro preliminar con los jueces adjuntos, a quienes para sus adentros llamaba «los colaterales», Rafael Neuberg se detuvo también junto al alféizar de la ventana de la galería cubierta que había al lado y se asomó para mirar hacia abajo, hacia el descuidado jardín con el pequeño estanque que, a pesar de las lluvias, estaba vacío, rodeado de hierbajos y cardos y con unas manchas amarillas de los crisantemos. A su orilla, sobre el ancho borde de piedra, estaban sentados un soldado y una soldado. El soldado fumaba y tenía la mirada perdida, mientras ella, sentada encima de sus piernas dobladas, con el cuerpo inclinado hacia él y gesticulando mucho, le explicaba algo con gran entusiasmo. «¿Por qué será que tan a menudo -se quedó meditando el juez Neuberg- se puede ver a una mujer, aunque sea una soldado joven, en realidad casi una niña, hablándole con vehemencia a un hombre que la escucha en silencio como si él no tuviera nada que decir? ¿Será que realmente no tienen nada que decir, o será que esa vehemencia, que ahora se puede apreciar tan bien en ella por cómo agita las manos y dobla su esbelto cuerpo, no deja posibilidad ni oportunidad alguna para que él diga algo?»
Le dio una suave patada a un aparato de aire acondicionado que habían dejado arrinconado en la galería interior, un aparato casi nuevo que estaba apoyado contra la agrietada pared. Lo único que hacía falta para que se hiciera evidente la potencial belleza del edificio, que parecía estar descuidado con verdadera alevosía, era enlucir y encalar las paredes interiores. Porque la balaustrada exterior de la estrecha galería, de piedra labrada con filigranas, no estaba rajada en absoluto y por fuera estaba pintada de un color verde muy bonito, mientras que por dentro se veían los restos del esfuerzo invertido hacía tiempo, incluso unos azulejos pintados de marrón, verde y blanco, y una acuarela representando la ciudad de Jaffa, que colgaba sorpresivamente en la galería pero escondida detrás de un cristal rajado y polvoriento. Además, los cables del sistema eléctrico aparecían desnudos en las paredes y en el suelo se alzaban montones de impresos y de carpetas de cartón vacías de color celeste, colillas y un vaso de poliuretano volcado, cuyo rastro de café petrificado llevaba hasta una cajetilla de cigarrillos Time aplastada. El aspecto del edificio era como el del ejército, volvió a reconocerse a sí mismo el juez Neuberg. El ignominioso aspecto del edificio es lo que confería a los que se encontraban dentro de él ese aire de impasibilidad y de parsimonia que no era más que la tapadera de un silencioso y prolongado abatimiento. Por esa dejadez y esa suciedad que había por todas partes era quizá por lo que la oficial de la sala arrastraba su andar con semejante apatía. Y puede que también fuera por eso por lo que los distintos representantes de la acusación y de la defensa que actuaban en ese edificio balbucían sus razones sin entusiasmo alguno, ya que no hacían más que pensar en el momento en el que podrían salir de él hacia su otra realidad. Entre los muros de ese edificio no existía el amor por la justicia, sino una especie de condescendencia silenciosa, carente de cualquier propósito, que imponía cierto toque de acidez en lugar de la belleza que podría revelarse -aunque muy de vez en cuando- en un debate legal serio y fundamentado. Aunque quizá habría que ver las cosas completamente al contrario: puede que precisamente estos juicios, limitados por la simplicidad de la ley castrense, la repetición de los mismos argumentos -las dificultades económicas como motivo de una deserción, una «primera vez» como atenuante por haber fumado drogas-, quizá fuera eso lo que hacía que el edificio tuviera ese aspecto, aunque, en ocasiones, como ese día, tuvieran lugar en él unos hechos significativos. Pero tampoco éstos serían capaces ahora de borrar la esencia de aquel espacio, de quitarle de encima la apatía. Ni siquiera con vistas a un juicio tan importante y fundamental como el que iba a iniciarse ese día, se habían molestado en limpiar el pasillo interior, y ahora tendría que pasar por él todos los días y ver aquel abandono que a sus ojos era una prueba palpable de la molicie que allí reinaba. En la luna de la ventana se reflejó de repente su imagen, de dimensiones casi monstruosas: los rasgos faciales sobre un cuello corto y grueso, la nariz pequeña y ancha, que se veía aplastada como la nariz de una estatua africana, y los labios, cuya desmedida carnosidad apuntaba a un deseo pasional que él sabía que no poseía. Los ojos ni se le veían tras los cristales de las gafas, por la deformación del cristal, se consoló a sí mismo, mientras se encaminaba ya a la oficina, zafándose de emitir un juicio serio sobre el abandono en el que tenía sumido a su propio cuerpo.
A causa de los jueces adjuntos, dos oficiales del ejército sin conocimientos jurídicos que debían estar en el tribunal, y debido a la instrucción que necesitaban recibir y que el juez Neuberg consideraba como una obligación molesta y embarazosa, se demoraban ahora los tres en la oficina del vicepresidente. El juez Neuberg, sin embargo, empezó a explicar las principales líneas del procedimiento y la naturaleza del acta de acusación, con eficiencia y claridad, mientras se esforzaba por dominar el rechazo que le producía siempre en estos casos la presunción de que pudieran enseñarse y argumentar en unos pocos minutos todas las sutilezas jurídicas adquiridas con tanto esfuerzo durante años de lecturas y de profundas reflexiones. Ojalá que esos «colaterales» fueran esta vez de los que aceptaban de inmediato su autoridad sin poner objeciones desde el mudo reconocimiento de su propia ignorancia. Por las punzadas de hambre y el estado general de incomodidad en el que se encontraba, tuvo que esforzarse por poner buena cara y parecer animoso cuando empezó a explicar, como era su costumbre, algunos de los puntos fundamentales, por ejemplo, que cuando el legislador había dicho «hecho» se refería también a incuria. Señaló que el acta de acusación se basaba en las directrices del derecho militar superior como consecuencia de las indagaciones de la policía militar de investigación y que el artículo 290 de la ley de enjuiciamiento militar, cuyo asunto es la elaboración de las actas testimoniales, estaba relacionado con el juicio y que en él se dice -el juez Neuberg, a pesar de que se sabía de memoria el artículo en cuestión, empezó a pasar hojas y más hojas de las que llevaba grapadas en una carpeta de cartón verdoso que había sacado de su cartera, unas hojas cuyos bordes estaban ya manchados y arrugados, y les leyó el escrito de la versión original:
– «El testimonio de una investigación previa deberá ser leída en voz alta en presencia del testigo y firmada por éste y por el juez investigador», «la declaración del acusado que no esté bajo juramento es considerada como alegación».
También les leyó, despacio pero con énfasis, el artículo 291 (A), que trata de la validez de lo expresado por el acusado en la investigación previa, y les explicó que «lo dicho» se refiere a cualquier declaración del acusado o a cualquier otro indicio del que pueda obtenerse información, por ejemplo, un gesto, el movimiento de un párpado, su forma de expresarse, incluyendo, y aquí el juez se puso a buscar un ejemplo y agitó la mano con desdén mientras decía:
– Incluida cualquier gesticulación de la mano del acusado, es decir, que si su lenguaje corporal expresa algo, también debe tenerse en consideración -porque Rafael Neuberg creía de verdad, tal y como les estaba explicando, que en ese juicio podían llegar a plantearse preguntas acerca de la procedencia de los documentos de la investigación previa, y les advirtió sobre el artículo B, en el que se dice-: «La declaración del acusado, como se indica en el artículo menor (A), no deberá ser utilizada como prueba contra otro acusado a no ser que haya sido realizada bajo juramento» -y también añadió que a pesar de que la declaración del acusado en la investigación previa sea válida como prueba en el juicio contra el acusado, basta con su contemplación en el protocolo de la investigación previa si la ha firmado el juez, tal y como corresponde, para conferirle validez. Después les enseñó que toda declaración del acusado que sea testificada por cualquier persona bajo juramento será aceptada como prueba en los tribunales-. Y ésta -continuó ilustrando sus palabras- es la excepción más notable referente al testimonio de lo que se ha oído, porque, como es sabido, cualquier otro testimonio de oídas no es dado por válido.
Los jueces ayudantes lo miraron intentando concentrarse cuando les recordó a toda prisa lo importante que era que escucharan muy atentamente lo que dijeran los testigos y que debían esforzarse por evitar interrumpirlos, a no ser que desearan aclarar algún punto, y asimismo les advirtió de que en un tribunal militar se dependía menos de las reglas referentes a las pruebas de lo que se podía depender en un tribunal ordinario.
– Eso no acabo de entenderlo muy bien -reconoció el teniente coronel Katz-. ¿Qué quiere decir eso exactamente?
El juez Neuberg le explicó entonces que a pesar de que en la ley de ordenamiento militar exista un artículo bien claro que determina que es necesario aportar documentos originales que avalen cualquier asunto, el juez militar tiene permitido aceptar una copia. Y acto seguido les leyó los distintos apartados del acta de acusación, los instruyó brevemente acerca de las diferencias entre homicidio y muerte por omisión, y con cierta solemnidad les nombró el actus reus, la acción criminal, se apresuró a traducir, la acción física propiamente dicha, y les explicó la mens rea, el «state of mind, la responsabilidad», es decir, la disposición, el estado de ánimo con que se ha llevado a cabo la acción cometida.
– ¿Sería posible pedirle que pusiera un ejemplo? -le preguntó el mayor Weizmann.
El juez accedió suspirando, y después explicó que si alguien comete alguna acción mientras duerme, por ejemplo:
– Supongamos que, sin que se dé cuenta, se le cae una pistola cargada y se le escapa un disparo, es decir, que tenemos aquí un actus reus pero en absoluto podemos hablar en este caso de mens rea.
El mayor Weizmann asintió muy convencido.
– Negligencia criminal -dijo el juez Neuberg mirando primero el rostro moreno de Amnon Katz, el teniente coronel, suboficial de la escuadrilla de mantenimiento, y después el tupé dorado del hermoso mayor Moshé Weizmann, oficial en jefe del cuerpo motorizado de una base de la aviación en la zona norte-, la negligencia criminal es provocar la muerte por negligencia y, en realidad, significa homicidio. Por ejemplo -añadió muy deprisa-, si alguien conduce bebido a ciento treinta kilómetros por hora por una zona urbanizada y atropella a alguien que está cruzando por el paso de peatones, se le juzgará como si hubiera estado jugando con material explosivo o con unas granadas.
Los ojos grises del mayor Weizmann lo observaban en medio de una gran concentración, mientras volvía a asentir con la cabeza.
– El factor de la falta de intencionalidad al provocar la muerte de alguien por falta de cuidado, por apresuramiento o por indiferencia pero que no llega a ser negligencia criminal -continuó el juez-, ése es el artículo sobre el que aquí se va a juzgar. Y este artículo -añadió mientras miraba la ventana- nos obliga a pensar en cuestiones como la obligación de no ser descuidados y la cabal comprensión del término desidia. La desidia es un estado de ánimo, y cito literalmente -anunció el juez con voz solemne-: «en el que una persona comete una acción que otra persona razonable y corriente en esas mismas circunstancias no hubiera cometido».
El mayor Weizmann, con su tupé dorado, aquellos ojos grises y sus dos cicatrices -una pequeña debajo del labio inferior y otra larga sobre la ceja derecha-, que conferían a su rostro una pertinaz virilidad hollywoodiense, se quedó mirando al juez Neuberg y le preguntó, no sin ciertas dudas, que qué era, en realidad, una persona razonable.
El juez Rafael Neuberg suspiró y miró el reloj. En ese momento no podía de ninguna manera acometer una tarea de ese tipo. Pensó que podía alegar que su estado de salud no se lo permitía, pero decidió garantizar al mayor Weizmann que al finalizar la reunión le haría llegar material escrito que pudiera dar respuesta a todas esas importantes preguntas. De cualquier modo, le aseguró que hoy no iban a llegar a tratar los asuntos más significativos, pero podía citarle fragmentos de un veredicto del Tribunal Superior de Justicia que versaba sobre ese tema. Sacó, pues, de la cartera una carpeta blanca de cartón, la hojeó y murmuró que su Excelencia el juez Susmann decía ahí algo fundamental con respecto a esa cuestión, y se puso a leer en voz alta:
– «En realidad esa persona nunca habría nacido, sino que vendría a ser como una especie de Golem creado por el tribunal para tomarlo como medida y calcular así el comportamiento que se debe exigir a las personas. Aunque el criterio para medir algo así sea objetivo, no puede decirse que el comportamiento esperado posea unas características concretas, y existen además otros factores, los individuales, que no serían cuantificables. Esto se encuentra, sin embargo, fijado en el artículo treinta y cinco, donde se habla de "una acción que una persona… no llevaría a cabo en las mismas circunstancias, y huelga decir que las circunstancias son de lo más variadas y cambian de un asunto a otro".»
El mayor lo miró con una mezcla de descontento y de asombro, como si hubiera esperado algo más, sonrió discretamente y asintió con la cabeza.
– Es importante recordar -dijo el juez en un tono solemne- el paralelismo entre la pena por daños, es decir, el artículo treinta y cinco, y el resultado de muerte por omisión. Las comprobaciones para establecer las compensaciones por daños -resumió Rafael Neuberg- afectan igualmente a los casos de omisión.
En respuesta a la expresión de no haberlo entendido que inundó el rostro del teniente coronel Katz, el juez suspiró y dijo:
– ¿Les pongo un ejemplo? -y los dos jueces ayudantes asintieron a la vez-. Tomemos, por ejemplo, un caso de responsabilidad por accidente laboral -dijo el juez Neuberg-. Un ingeniero que tiene a su cargo a un grupo de trabajadores que está instalando una línea de alta tensión en el aeropuerto le pide a un obrero que suba hasta el cable de alta tensión, y cuando el obrero sube se electrocuta y muere. Por un lado, el Estado, es decir, la policía, investiga si ha existido algún tipo de negligencia que haya llevado al obrero a la muerte, es decir, si el responsable no comprobó si previamente se habían realizado todas las desconexiones necesarias en el tendido eléctrico. Después surge todavía otra cuestión, considerar si se trata de una negligencia común o de negligencia criminal, porque si fuera criminal -aclaró el juez-, sería acusado de homicidio.
– ¿Y qué relación tiene con los daños? -preguntó el teniente coronel Katz con una expresión de estar muy confundido.
– Ah -continuó el juez-, si el tribunal declara al responsable de las obras culpable de haber provocado la muerte del obrero, la viuda de éste presentará una demanda de indemnización por daños y perjuicios, pero para obligar al ingeniero responsable a hacer efectiva una indemnización hay que demostrar que hubo negligencia, de manera que la sentencia referente a la indemnización servirá entonces como supuesta prueba de las conclusiones efectivas que conlleve, por lo que se transfiere todo a un juicio criminal cuyo asunto es el de negligencia por omisión -los jueces ayudantes parecían perplejos y exhaustos, de manera que el juez Neuberg, que ahora empezaba a dudar de que hubiera sido buena idea el ejemplificar lo complicadas que eran las cosas, se levantó y, dirigiéndose hacia la puerta, dijo-: Ha llegado el momento de empezar.
Entraron por un despacho lateral. Primero iba el teniente coronel Katz, hombre de baja estatura y muy moreno, cuyas pobladas cejas protegían unos ojos de una claridad y pureza extremas, y que llevaba su planísimo vientre bien ceñido con el cinturón del uniforme militar pulcramente planchado. Fue el primero en entrar y se sentó en el extremo más próximo a la pared, casi en un rincón debajo de la bandera del Estado. Tras él iba el juez Neuberg, que intentando borrar el eco de su andar pesado y torpe se sentó justo debajo del símbolo del Estado y empezó a buscar bajo la mesa algo donde apoyar los pies. El último en tomar asiento, junto a la puerta y muy cerca de la pantalla del ordenador, fue el mayor Weizmann, a quien el juez Neuberg había puesto para sus adentros el apodo de «el guapo».
Rafael Neuberg miró a la mecanógrafa. Desde su asiento elevado detrás de la mesa vio su pelo claro recogido en una trenza hecha con descuido, sus dedos esperando sobre el teclado, y supo que también ella contribuiría a retrasar notablemente el ritmo de las sesiones; y es que él siempre sabía, gracias a unas señales que sólo él apreciaba, el aspecto de la persona y la forma de los dedos, profetizar si la mecanógrafa escribiría deprisa o despacio y si habría necesidad de corregirle las faltas de ortografía del hebreo. Por la expresión tensa que se dibujaba en el rostro de la soldado supo que no se trataba de una persona experimentada, así es que dejó escapar un suspiro de resignación.
«Lo decide el ordenador», le había contestado una vez el presidente del tribunal militar cuando le preguntó qué criterio se seguía para llamar a los jueces de la reserva para unos días determinados y no para otros. Nadie sabía en realidad qué lógica regía el hecho de que unos juicios fueran adjudicados a unos jueces y no a otros, de la misma manera que nadie conocía los principios en los que se basaban para confeccionar las listas de abogados de entre los cuales los soldados podían escoger para contratar sus servicios. Tampoco estaba muy claro cómo se decidía quiénes serían los otros dos miembros del tribunal, simples jueces ocasionales, militares sin preparación jurídica alguna, que por el hecho de sentarse a sendos lados del presidente del tribunal eran denominados jueces adjuntos, pero que tenían el mismo poder de decisión que tendrían si fueran juristas, tanto para dictaminar como para fallar sentencia. También por ellos, se puso a pensar ahora el juez Neuberg mientras respondía a los efusivos saludos de la oficial de la sala y de los soldados que lo esperaban en la secretaría, habría tenido que evitar este juicio. Un caso que en un tribunal civil, o incluso en uno provincial, podía resolverse en diez o veinte sesiones corría aquí el peligro de alargarse durante meses si se topaba uno con un juez adjunto sabihondo con iniciativas propias que exigiera detalladas y complicadas explicaciones acerca de la ley de enjuiciamiento militar.
A la edad de cuarenta y ocho años, cuando podría esperar que empezaran a espaciarle y reducirle los días de servicio como reservista, después de haber llegado a un acuerdo tácito que consistía en un solo día de servicio al mes en juicios breves y sencillos, resultaba que, de repente, se encontraba con que lo habían llamado para ser presidente del tribunal en un caso que podía alargarse durante meses. Sin embargo, bien era verdad que no había podido negarse ante el expreso deseo del presidente del tribunal provincial, quien a su vez se había visto obligado a pedírselo por las presiones de un tercero que había mostrado su expreso deseo de que él se ocupara del caso, tal y como se lo formuló con toda delicadeza a Rafael Neuberg, petición que procedía de muy altas instancias militares, de manera que se había visto obligado a redistribuir los expedientes que debían ser tratados durante los meses siguientes por él entre sus ilustrados colegas y ejercer él mismo de presidente en un juicio que el presidente del tribunal provincial había definido con contención como «un juicio significativo por los asuntos fundamentales que puede llegar a poner sobre el tapete». No es que el presidente del tribunal provincial pronunciara grandes palabras de elogio sobre el juez Rafael Neuberg ni sobre su especial talento, pero sí insinuó, después de hacer varias muecas de amargura con sus finos y amedrentados labios, que en un juicio como ése iba a ser muy importante alcanzar un alto nivel de profesionalidad y que, sobre todo la presencia del juez Neuberg elevaría el concepto que el público tenía sobre la justicia en el ejército israelí. El juez Neuberg sabía también que desde que había sentado precedente al fallar una sentencia según la cual el apelante, acusado de haber cometido un delito por omisión según el artículo 340 del código penal, fue condenado a cinco meses de cárcel y a nueve de prisión condicional a lo largo de tres años, se había ganado la aprobación unánime del Tribunal Superior de Justicia por lo que eran muchos los que lo consideraban una verdadera autoridad en el tema. El presidente recordó ahora también el especial tratamiento del que este juicio en concreto debía ser objeto y que tenía que ver con la situación legal de la familia de la víctima. El ejército, por su parte, había razonado su petición alegando que conocía muy bien la actuación del juez Rafael Neuberg sobre el terreno, en otras palabras: el pasado militar y la experiencia de mando del teniente coronel (en la reserva) Neuberg -así se decía- resultan de gran relevancia y podrán ser de gran utilidad en este juicio que todos esperamos finalice a la mayor brevedad posible.
Así fue como, a pesar de que Rafael Neuberg tenía el presentimiento claro de que tendría problemas, y a pesar de que sabía que el juicio iba a durar hasta sus vacaciones anuales -que hacía ya seis meses que pensaba dedicarlas a terminar por fin su libro sobre la cuestión de la responsabilidad implicada en las causas de muerte de facto o por omisión, un libro en el que llevaba trabajando cuatro años-, a pesar de todo ello, no pudo rechazar la petición que le había hecho el presidente del tribunal provincial, aunque éste le había repetido varias veces que sólo debía aceptarlo por convencimiento y no por obligación, pero ambos sabían muy bien que el cargo de vicepresidente iba a quedar vacante en el plazo de un año.
Hacía veintitrés años, una vez finalizados sus estudios universitarios de segundo ciclo, cuando Rafael Neuberg se había encontrado ante la encrucijada de qué rumbo tomar, había comprendido que la enseñanza del derecho a estudiantes cuya única meta era tener éxito como brillantes abogados en el ámbito privado y que sólo veían sus estudios como un medio que les reportaría pingües beneficios, le producía un fuerte rechazo y no le iba a satisfacer en absoluto si se trataba de su única ocupación en la vida. Escogió, sin embargo, quedarse como profesor en la facultad de derecho, sobre todo por la posibilidad que le ofrecía la enseñanza de poder llevar a cabo una labor investigadora que le permitiría una reflexión abstracta sobre la justicia. A causa de la atracción que sentía por los aspectos teóricos de la ley, había renunciado asimismo a dejarse llevar por las tentativas de prestigiosos abogados de engatusarlo y atraerlo como socio en sus propios bufetes, y, sin dudarlo ni un instante, había declinado al mismo tiempo participar de las grandes ganancias económicas de las que hubiera podido disfrutar al convertirse en un colaborador imprescindible, como le prometían. Todo ello lo rechazó sin la más mínima duda, porque la idea de verse ocupado día tras día como abogado en asuntos de bienes inmuebles, contratos o recaudación de fondos realmente lo deprimía.
El verdadero deseo de Rafael Neuberg era el de dedicarse al derecho en su sentido más profundo y fundamental. Ya en sus días de estudiante había aprehendido el significado del término «fundamental» en relación con el término «derecho», entendido no como algo que tenía que ver con «justicia», en el sentido que esta palabra tiene para una persona profana en la materia, sino como un método que a pesar de que a los ojos de los que lo observen desde fuera pueda resultar en su esencia y lógica un método retorcido, quisquilloso y tortuoso por sus muchas premisas, a él se le antojaba como un sistema magnífico y puro por su carácter científico y lógico, libre de toda sensiblería. Que el mundo sigue su curso y que la justicia se revela en él sólo unos momentos, como una especie de estrella fugaz que brilla durante un instante para enseguida desaparecer, eso lo comprendió ya al inicio de sus estudios y, gradualmente, esa certeza fue engendrando en él la profunda convicción -como se acepta una sentencia- de que no solamente sucede que el mundo al completo no es como tendría que ser, sino que la esencia de su fealdad puede llegar a manifestarse precisamente en un tribunal. Una vez que hubo aceptado estos principios, ya no volvió a analizar la relación concreta que podía guardar cada descubrimiento con respecto a esa fealdad o desperfecto de la realidad, sino que se limitó a alejarse de ello y, para facilitarse la labor, erigió un muro separador entre él y la realidad, que construyó con el estudio de la ley, con su cabal comprensión y con su esforzada capacidad para desentenderse de todo lo que pudiera distraerlo de ello. Tanto que para defenderse de forma más eficaz de cualquier rastro que quedara en su conciencia de los defectos del mundo, de la idea de que todo tiene una existencia parcial y pasajera, quiso protegerse también con su propio cuerpo, que se hinchaba cada vez más.
La gordura del juez Neuberg, que desde lejos le confería el aspecto sereno de quien vive entregado a los placeres de la mesa, no era más que una expresión de la terrible angustia que padece quien se niega a reconocer sus ansias de perfección y, por el contrario, las reprime hasta que se convierten en una especie de isla interior profundamente hundida, cuyos gemidos acalla ahora la grasa que separa al hombre de su blando interior y a éste del mundo exterior. La irresistible atracción del juez Neuberg por la comida de Oriente Próximo y por los helados italianos no emanaba de un exceso de sensualidad. Aunque bien es verdad que era muy exquisito con la comida, incluso hasta podría decirse que quisquilloso, el persistente abandono en el que mantenía su cuerpo provenía de algo completamente opuesto al deleite. También con él, como con otros muchos idealistas, podía uno confundirse y considerarlo un ser apático e incluso pusilánime al verlo ahí sentado, en su papel de juez, rechazando con impaciencia alegaciones que a unos oídos corrientes les sonarían muy humanas y morales, mientras que él sabía muy bien que no se trataba más que de evidentes tentativas de desviar la atención del verdadero meollo del asunto, que consistía en la resolución del caso basándose en las pruebas y en una clara formulación del veredicto. Por ser fiel a ese principio sabía muy bien que cerraba los ojos a muchos asuntos humanos que en ocasiones eran absolutamente decisivos para las personas que se encontraban ante él, algunas de las cuales -también de eso era consciente- sentían que su mundo se les venía abajo por completo al no ser escuchadas. De manera que para, a pesar de ello, no desviar su atención del núcleo de la cuestión, evitaba pensar cada vez más en esas personas concretas y se mantenía alejado especialmente de la compasión y del deseo de fallar sentencias que satisficieran a los involucrados en el juicio: hacía tiempo que había descubierto que eran incapaces de apreciar la sabiduría que encerraba un determinado veredicto suyo ni de entender la altura intelectual a la que él quería llegar.
– La sala estará llena -le había advertido a la oficial de la sala, mientras todavía se encontraban en la antesala-. Las ventanas no se pueden abrir por el ruido de la calle y el aparato del aire acondicionado está estropeado y tirado ahí fuera. ¿Dónde se ha visto que un aparato que no tiene más de un año se esté pudriendo en una galería? -lo dijo en tono de reproche y, como si bromeara, se golpeó la cintura cuyas carnes se derramaban desvergonzadas por encima de la cinturilla del pantalón, mientras miraba con melancolía las pastas secas preparadas en el plato junto a las tazas de café. Hizo una inclinación de cabeza ante el fiscal togado, que en sus tiempos había sido alumno suyo, y se preguntó a quién más conocía de los que estaban allí.
Los dos acusados -ambos oficiales con el grado de teniente- se encontraban de pie uno al lado del otro delante del estrado. El juez Neuberg les preguntó el nombre, el de sus padres, su número de registro personal, su graduación y su unidad, escuchó las respuestas, miró de reojo la pantalla, le hizo un gesto de asentimiento a la mecanógrafa con la cabeza y después, se puso a leer despacio y con una voz clara y sugestiva -mirando alternativamente en dirección a los acusados y en dirección a la pantalla, para cerciorarse de que la mecanógrafa seguía el ritmo- el acta de acusación por la cual se les acusaba a ambos de homicidio por omisión, de graves daños y de comportamiento inadecuado a su rango.
Primero le dictó a la mecanógrafa las disposiciones que determinaban los delitos y después los detalles de las circunstancias, indispensables, así lo explicó, para establecer la naturaleza de la acusación. Se solazó escuchando su propia voz -mientras, se dio cuenta de que tampoco el mayor Weizmann apartaba los ojos de la pantalla- señalando la fecha y la hora, el nombre de la base del Ejército del Aire y las circunstancias en las que en el curso de un día de la instrucción semestral que se lleva a cabo con los soldados nuevos, el recluta Ofer Avni falleció en la pista de aterrizaje a causa de una red destinada a frenar a los aviones que deben realizar un aterrizaje forzoso. El acusado, el teniente Yitzhak Alcalay, era el comandante que ese día se hallaba en la torre de control. El acta de acusación dice que, una vez finalizada la instrucción teórica, los soldados se dirigieron al extremo de la pista de aterrizaje para observar sobre el terreno cómo funcionaba la red de frenado. El artilugio estaba constituido por dos cables, uno superior y otro inferior, entre los cuales había una red y dos émbolos.
– Émbolos con be -le llamó el juez Neuberg la atención a la mecanógrafa, y después siguió leyendo la descripción del funcionamiento del mecanismo, cuyos émbolos o pistones se elevaban al apretar un botón desde la torre de control, momento en el que se abría una red de una altura de siete metros a lo ancho de la pista. En la base, remarcaba el acta de acusación, existía la tradición de terminar el último día de instrucción con un juego que popularmente se había ganado el nombre de «la ruleta de la red»: uno de los soldados se prestaba voluntario para ser amarrado a uno de los cables de la red, le sujetaban las manos y los pies al cable con unas esposas y la cintura con una cuerda, y después, a la orden del oficial de instrucción, el artilugio era activado desde la torre de control. La red se elevaba y el soldado, ahí atado, era catapultado con ella hacia las alturas-. «El recluta Ofer Avni y la recluta Galia Schlein» -continuó leyendo el juez el acta de acusación- «se agarraron al cable superior de la red de frenado en un punto muy próximo a las barras de elevación y, en contra de lo que había sido costumbre en casos anteriores, no fueron sujetados ni con esposas ni con cuerda alguna. Uno de los acusados, el teniente Noam Lior, ordenó que la red fuera elevada; el otro acusado, el teniente Yitzhak Alcalay, que se encontraba en la torre de control, presionó el botón y, en contados segundos, Avni y Schlein fueron lanzados a una altura de siete metros. Debido a la potencia del impulso los dos se soltaron de la red y fueron a caer sobre la pista. Ofer Avni, que resultó herido en la cabeza, murió en el acto, y Galia Schlein resultó gravemente herida y se encuentra hasta el día de hoy en proceso de recuperación y rehabilitación».
El mayor Weizmann le tocó el brazo al juez Neuberg, inclinó la cabeza hacia la pantalla del ordenador y posó un dedo muy largo sobre una de las líneas escritas.
– Escriba recuperación -ordenó el juez Neuberg a la mecanógrafa-, se ha dejado usted esa palabra -ella se ruborizó, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y tecleó con presteza.
El juez Neuberg miró a los acusados, que se encontraban de pie frente a él, y al grupo de abogados, que permanecían apretados en un rincón detrás de la pequeña mesa de madera que había a la izquierda del banquillo de los acusados; también dirigió una mirada hacia el flanco situado a la derecha de los acusados, donde se encontraba sentado, con las piernas cruzadas, el fiscal togado, un teniente coronel joven y prematuramente calvo, cuya amplísima frente y fina voz todavía recordaba de cuando le había dado clase en la facultad de derecho. Junto al fiscal revolvía unos papeles una oficial gordezuela con la graduación de capitán. Ahora el juez Neuberg se aclaró la voz y preguntó a los acusados si reconocían su culpabilidad.
El teniente Noam Lior, un muchacho bajo con el pelo negro muy pulcramente cortado, encogió sus anchos hombros, bajó la cabeza y dijo:
– No la reconozco.
El teniente Yitzhak Alcalay, más alto que él, pecoso y de cabello claro, se puso muy firme, tensó el cuerpo, levantó la cabeza, miró con unos enormes ojos castaños directamente a los ojos del juez Neuberg y dijo con una voz muy clara:
– No la reconozco.
– Escriba que los acusados se declaran inocentes -le ordenó el juez Neuberg a la mecanógrafa, mientras seguía con la vista las palabras que iban apareciendo en la pantalla, para finalmente dar un suspiro y echarse hacia atrás contra el respaldo del asiento. El teniente coronel de las fuerzas aéreas, el «colateral» que se había acomodado como había podido en un rincón debajo de la bandera de Israel, se incorporó un poco y cruzó los brazos.
Un pesado y angustioso silencio inundó la sala cuando el fiscal, respondiendo a un gesto de la cabeza del juez Neuberg, se levantó y se quedó allí de pie. Pero antes de que levantara la cabeza de los folios que estaba ojeando y antes de que al juez Neuberg le diera tiempo a darle instrucciones a la mecanógrafa, se levantó la mujer, la que estaba sentada en el segundo banco, entre el chico joven -quien por las facciones y el tipo de pelo supuso que era su hijo-, y el hombre del bigote. Al otro lado de este último, en el extremo del banco más próximo a la puerta, estaba sentado el hombre que la había contenido junto a la secretaría, y que también ahora la miraba con desesperación mientras alargaba el brazo hacia ella. Pero en vano, porque la voz de la mujer resonó fuerte y clara cuando gritó:
– Señoría, éstos no son los acusados que deben ser juzgados aquí, porque no son más que las piezas más pequeñas de todo el engranaje. Algunos de los verdaderos culpables se encuentran en esta misma sala escuchando con la mayor desvergüenza cómo otros van a ser condenados en su lugar -el juez Neuberg, que tenía fama de no perder jamás los estribos en el transcurso de un juicio, le ordenó a la mecanógrafa, que mantuvo las manos en el aire por encima del teclado mientras lo miraba confundida, que se detuviera y no añadiera nada, y a los jueces adjuntos les indicó con toda tranquilidad que hicieran caso omiso de lo que habían oído.
Después, Rafael Neuberg miró directamente a los ojos de la mujer, que lo miraba a él fijamente, pero no se precipitó a reprenderla y ni siquiera le hizo una advertencia. En aquel momento se daba perfecta cuenta de que todos los ojos se habían movido expectantes de ella hacia él, y comprendió que lo que ahora hiciera determinaría el resto de su actuación. Sentía verdadera aversión hacia los altercados que se producían en su juzgado, pero tampoco podía ver en esta mujer a una alborotadora corriente, además de que tenía muy claro que por el buen transcurrir del juicio no debía tratarla como tal. Había algo en su manera de permanecer ahí plantada, con aquellos ojos rasgados que irradiaban desesperación y los brazos extendidos hacia delante, que le impidió durante un buen rato decirle absolutamente nada. Apartó, pues, la mirada, la dirigió hacia la pantalla y en un tono muy tranquilo, como quien habla con un enfermo terminal, le pidió que se sentara y le hizo saber que el tribunal no tendría en cuenta lo que había dicho. Pero ella no se volvió a sentar.
– ¿Por qué no se encuentran en la sala, junto con los acusados, el comandante de la escuadrilla y el comandante de la base? -exigió. El juez Neuberg miró el reloj de reojo. Tendrían que permanecer ahí por lo menos una hora más antes de que pudiera poner fin a la sesión. El mayor, el guapetón, seguía concentrado en la pantalla del ordenador cuando, de repente, emanó de él una fuerte y agria bocanada de loción para después del afeitado, con una potencia y una presencia demasiado obvias, y el añadir semejante nota de excitación en el aire que lo rodeaba irritó al juez porque ponía de manifiesto la indudable hombría del joven. Vio también que el brazo del chico que estaba sentado junto a la mujer se elevaba y tiraba de ella hacia el banco, pero la mujer lo apartó y continuó de pie sin apartar la vista del estrado, mientras que el hombre que se encontraba sentado en el extremo del banco la miraba muy fijamente y se enjugaba la frente, hasta que finalmente bajó la vista hacia el suelo. El juez esperó un momento y después volvió a pedir muy educadamente que se sentara y les permitiera continuar avanzando en el juicio. Ella clavó en el fiscal una larga y amenazadora mirada y se sentó.
Al juez Neuberg le parecía que la última hora se hacía interminable y que, definitivamente, cada segundo ponía a prueba su moderación y su contención. De nuevo, además, se dio cuenta de que el peso de los jueces adjuntos, con sus ideas y preferencias, lo obligaba a discutir sobre asuntos cuya normativa era obvia como si en realidad se tratara de cuestiones dignas de someter a análisis. En ese momento inició el fiscal el discurso de requerimiento, que había decidido comenzar con la lectura del informe de la comisión investigadora:
– A pesar de que las conclusiones del informe no son prueba concluyente -dijo-, a la luz de lo mucho publicado en la prensa sobre la investigación, me siento obligado a considerar esas conclusiones -levantó la vista de los papeles y la posó en el estrado del tribunal mientras soltaba en tono de justificación-: Es evidente que no las voy a tener en cuenta como pruebas -se detuvo un momento y carraspeó-, sino que voy a considerarlas dentro del contexto en el que estamos hablando.
Al instante, el abogado de Noam Lior se apresuró a levantarse para expresar su oposición a que se trajeran a colación las conclusiones de la investigación de la policía militar y las de la comisión investigadora como si fueran equiparables. En ese momento se inició la lucha entre el fiscal, que sostenía que todas las declaraciones de los testigos habían sido hechas bajo juramento y con la finalidad de que pudieran contribuir a esclarecer los hechos, como indica la ley «en este específico caso», recalcó, y el letrado que defendía al teniente Alcalay, que opinaba por su parte que los resultados de la comisión investigadora constituían material de segunda mano:
– Incluso cualquier alumno sabe que no debe nombrarlos durante el juicio, así es que protesto por el modo tan cínico en que el fiscal intenta aprovecharse de un material que no es admisible presentar aquí.
Después, añadió con voz enardecida que tampoco le había parecido «adecuado» colaborar en la investigación interna que se estaba llevando a cabo en una base en la que el específico componente social obligaba a las personas a borrar su responsabilidad y a cargar las culpas sobre los demás. Por su parte, así lo anunció, pensaba llevar testigos de peso para que hablaran de las presiones sociales y demás coacciones de que habían sido objeto y por las cuales se habían extraído unas conclusiones diferentes a las establecidas en un principio.
– Por eso -resumió el letrado-, no se deben tener en cuenta los resultados del cuerpo de investigación de la policía militar como si se tratara de una declaración legítima, ni siquiera para ser recordada aquí.
En el momento en el que el fiscal se empeñó en pronunciar la palabra «divertimento», que aparecía en el informe -pronunció la palabra rezumando verdadero veneno-, y los testimonios que demostraban que eran falaces las palabras «se prestaban voluntarios», referidas a la voluntad o no de los soldados de subir a la red, para añadir después la capacidad de persuasión, por no decir de coacción, que tenía la palabra «tradición» en aquella base, el abogado del teniente Lior hizo un mohín de desprecio y finalmente dejó volar el ruedo de su toga hacia un lado y se sentó ruidosamente frente al fiscal togado que permanecía de pie con el uniforme claro, tan delgado, alto y pálido.
El juez Neuberg explicó con brevedad a los dos jueces adjuntos, que inclinaron la cabeza hacia él, el desacuerdo que había entre la fiscalía y la defensa, ya que esta última pedía que se eliminara de las actas incluso la mención de las conclusiones de la comisión investigadora.
– ¿Debe decidirse ahora, en este momento? -preguntó en tono de lamento el guapo-. Tengo que pensarlo.
Pero el juez Neuberg le explicó que demorarse en tomar esa decisión retrasaría el juicio entero, a lo que el teniente coronel Katz asintió con la cabeza y dijo:
– Yo estoy a favor.
– ¿A favor de qué? -susurró el guapo.
– A favor de aceptar las conclusiones de las que habla el fiscal -le respondió, y después añadió-: Pero si se trata de una investigación llevada a cabo por el ejército, por unos selectos representantes suyos, ¿cómo no se va a tener en cuenta lo que hayan concluido? ¿Acaso van a haber mentido?
Mientras el guapo seguía dudando, se deshilachaba los mechones rubios y se pasaba el dedo por la cicatriz de debajo del labio, el juez Neuberg les advirtió que normalmente no es de recibo aceptar las conclusiones de una comisión investigadora como prueba, que sólo el tribunal puede llegar a sus propias conclusiones legales y que el mismísimo fiscal sabía muy bien que no se podía aceptar como documento judicial un acta escrita por otros, y que los argumentos del abogado eran los correctos cuando había dicho que las pruebas indicadas en el informe eran de segunda mano, de manera que de lo que aquí se trataba, en realidad, era del derecho a citar en el discurso de requerimiento las conclusiones del informe.
– Tenemos que oír las pruebas por nosotros mismos -les dijo en voz baja a los dos, que todavía tenían el cuerpo inclinado hacia él-. Y está muy claro que somos nosotros los únicos que vamos a poder sacar las conclusiones.
– ¿Entonces qué fin tiene la mera existencia de una comisión investigadora? -exigió saber el teniente coronel Katz-, porque para algo se investigará, ¿verdad?
El juez Neuberg le explicó, con mucha paciencia, que el informe de la comisión investigadora tenía por objeto cubrir las necesidades internas de aprender de los errores, y que a los investigadores de la policía militar sí se les iba a pedir que expusieran el testimonio de lo que habían visto con sus propios ojos, como en cualquier otro juicio, y que eran muy raros los casos en los que se aceptaba una prueba de indicios estimada si no podía llegar a ser prueba fehaciente. El guapo quiso saber qué era una prueba de indicios y el juez Neuberg le aclaró con desgana que se trataba de un testimonio probado por un hallazgo y que no merecía la pena llamar aquí a declarar a los miembros de la comisión investigadora.
– ¿Estamos obligados a decidirlo ahora? ¿Sin tiempo para pensarlo? -volvió a preguntar el mayor Weizmann, echándose hacia atrás su rubio tupé.
El juez Neuberg asintió y le explicó que resultaba imposible seguir adelante con el juicio sin haberse pronunciado en un sentido o en otro sobre esa cuestión.
– Se puede postergar la decisión hasta la próxima sesión y levantar la presente -añadió-, pero son ganas de perder el tiempo -concluyó.
El teniente coronel Katz se pasó la mano por la frente y asintió con la cabeza, mientras el guapo volvía a mirar la pantalla y decía:
– Lo que usted diga.
En el momento en el que el juez Neuberg se disponía a comunicar la decisión tomada al respecto, la mujer se levantó y le gritó al fiscal, con su voz imponiéndose sobre la del juez:
– Pero ¿qué clase de fiscal es usted? ¿Al servicio de quién está aquí? ¿Por qué no dice nada de las modificaciones que se han hecho con respecto al primer informe? ¿Por qué no habla de las mentiras y de las supresiones del texto?
El juez Neuberg inclinó la cabeza hacia los jueces adjuntos y volvió a decirles con mucha calma:
– Hagan caso omiso de todo lo que no haga referencia exacta al tema en cuestión -y lanzó una mirada furtiva hacia la pantalla para cerciorarse de que la mecanógrafa no había tecleado las palabras de la madre. Después sentenció que las conclusiones de la comisión no serían tenidas en cuenta, ni siquiera como recurso retórico, y autorizó al fiscal a que llamara a declarar al investigador de la policía militar que se había desdicho de los hechos que reflejaba el acta de acusación. A las preguntas de la defensa, que fueron formuladas con gran brevedad, respondió el investigador describiendo que había llegado al lugar cuando los afectados ya se encontraban en la ambulancia y la red había sido recogida, de manera que los testimonios los había recabado de los soldados que estaban allí. Tras estas palabras, el juez Neuberg anunció que se levantaba la sesión por ese día, después se puso de pie, y con una presteza y agilidad que hasta a él mismo le sorprendieron, salió siguiendo al guapo hacia el pequeño despacho.
– No se la puede sacar de la sala -dijo el juez tajante cuando el teniente coronel Katz se quejó de las repetidas interrupciones de la mujer.
– ¿Y por qué no? -insistió el teniente coronel Katz.
– A una madre que ha perdido a su hijo no se le puede pedir que no asista al juicio -dijo el juez y, para su sorpresa, vio que el guapo movía la cabeza asintiendo.
– ¿Así se va a comportar durante todo el proceso? ¿Todos los días y en cada sesión? -dijo el teniente coronel Katz, que parecía no renunciar a su idea inicial-. Con todas esas interrupciones se pierde el hilo de la cuestión. ¡Y qué cosas más terribles dice de la comisión de investigación! No puedo por menos de sentirme ofendido cuando oigo esas palabras, porque yo mismo he sido miembro de distintas comisiones de investigación. ¿Y así va a ser todo el tiempo?
– Lo que vaya a pasar y cómo no lo podemos saber -dijo el juez Neuberg, que sentía una gran debilidad y sabía que iba a aplazar la dieta hasta después de ese juicio.
– Lo que temo -dijo el teniente coronel Katz- es que si esto sigue así ella logre influir en mí… No soy sordo… Es muy complicado, de manera que es posible que ella pueda… -sus palabras sonaron trémulas.
– No sólo es eso -dijo entonces el guapo, que se balanceaba en una silla junto a la puerta-, sino que nos resulta muy difícil estar viéndola, porque hace que nos sintamos culpables, y desde luego eso no resulta nada cómodo, aunque opino que no se le puede pedir que abandone la sala.
– La cuestión de las influencias externas y el término sub judice son asuntos de los que sí es conveniente que hablemos -accedió el juez Neuberg-, porque este juicio también estará presente en todos los medios de comunicación -palpó la carpeta de cartón en la que llevaba unas hojas de la ley de enjuiciamiento militar y prosiguió-: Yo… Nosotros, como jurisconsultos instruidos y experimentados, nos encontramos liberados de esas cosas, es decir, de las influencias de ese tipo. Y no solamente porque la situación en la que se nos exige ignorar cosas que oímos a lo largo del juicio sea una situación frecuente como, por ejemplo, si a medio juicio hay un alegato nuevo entre las partes, hay que borrar de la mente cosas que ya hayamos oído y asimilado, sino también por la experiencia acumulada. En esto hay que ser completamente pragmático, tratar de un modo lógico las cuestiones jurídicas y evitar prestar atención a todo tipo de factores externos. Y si existe alegato o si uno de los acusados se desdice de su declaración de inocencia, incluso entonces será necesario hacer caso omiso hasta de los datos significativos y lógicos que hayan sido presentados en el juicio.
– Pero esa madre, de cualquier modo… Soy un ser humano… -balbució el teniente coronel Katz-, soy incapaz de… ¿No se le podría impedir que…?
– Podemos continuar hablando de esto fuera de aquí. Si quieren ustedes comer algo, conozco un lugar aquí cerca… un lugar excelente -dijo el juez Neuberg, y enseguida se sintió turbado porque se dio cuenta de que el entusiasmo que había imprimido a su voz lo había delatado.
El guapo miró el reloj y asintió, porque a él sí le interesaba continuar con el tema. El teniente coronel Katz también decidió acompañarlos. Y así fue como los tres fueron testigos de la escena que se estaba desarrollando en el vestíbulo: ahí estaba ella, entre tres reporteros militares, y muy cerca, a un lado, se encontraban también el joven y el viejo del bigote, y el otro hombre, el mismo que antes había intentado impedirle a ella que extendiera la pancarta y que ahora estaba apoyado en la pared observándola fijamente -el juez Neuberg sospechaba que se trataba del marido, pero no tenía pruebas que así lo avalaran, de manera que lo seguía considerando como el hombre que había intentado evitar que ella mostrara a los cuatro vientos aquella pancarta-, el mismo que luego bajó el rostro hacia el suelo, cuando la voz de su mujer, potente y clara, volvió a repetir las palabras:
– ¡La partida está vendida! ¡Esto, más que un juicio, es puro prejuicio! -mientras bajaban por las escaleras el juez oyó además, con toda claridad, la palabra «asesinos».