175048.fb2 Piedra por piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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3

Durante el trayecto desde el cementerio hasta la puerta de atrás de la casa permanecieron en silencio. Nadav se bajó del jeep y se mantuvo atento a los movimientos de su madre, le cogió de las manos la enorme mochila y casi deja escapar la pregunta de siempre, que tanto la hacía reír: «Dios mío, mamá, ¿pero qué llevas aquí?». Si él no le hubiera proporcionado el C-4 y todo lo demás, no habría podido volar la lápida. Quizá tendría que haber sido más espabilado y darse cuenta de lo que ella planeaba. Pero es que se lo había pedido hacía mucho tiempo, para su trabajo, de verdad; de todas formas, con lo testaruda que era, si no se lo hubiera proporcionado él, lo habría conseguido por medio de cualquier otra persona. Pero Nadav sabía muy bien que todavía tendría que oír los reproches de su abuelo y de su padre. Rajela no había pensado en él, en que el abuelo y el padre lo mirarían con dureza y que tendría que soportar que lo sermonearan por su falta de responsabilidad, por no decir la poca consideración que había tenido con los Efrati y con todos los demás a los que les había destruido las lápidas de sus hijos. Nadav caminaba detrás de ella y oyó el rechinar de la puerta, vio que apartaba de una patada las botas negras de goma que se acababa de quitar y, cuando ya estaban en la cocina, le pareció que ella le iba a preguntar si quería comer algo; pero, en lugar de eso, se quedó mirándolo y dijo:

– Buenas noches, que mañana nos espera un día muy duro.

Nadav, por su parte, que no se había atrevido a decirle que no quería estar presente en el juicio, porque temía el inmenso dolor que iba a sentir y la vergüenza que tendría que pasar por la actitud de su madre, se limitó a inclinarse hasta rozarle con los labios la mejilla, que parecía haberse arrugado y resecado por completo durante los últimos meses, y aspiró con estupor el familiar aroma del perfume de flores, mezclado ahora con un sabor a polvo y humo, le pasó la mano por el cabello, en el que había pegados restos de barro, y la vio alejarse descalza por las baldosas amarillentas del pasillo hacia el ala izquierda de la casa, hacia los dormitorios de los hijos. Antes, solía examinarse en el espejo rectangular que quedaba de camino, se recogía el pelo, se ponía de lado y se miraba el perfil y, en ocasiones, hasta sonreía a su propia imagen reflejada.

Pero ahora pasaba por delante del espejo como si ni siquiera tuviera cuerpo. Distraído, Nadav oyó el ruido del agua fluyendo en la bañera, se apoyó en el mármol de la cocina y se quedó esperando a que hirviera el agua para el café, luego la vio salir con el viejo albornoz blanco y, muy deprisa, casi corriendo, dirigirse hacia la habitación de Ofer donde, como él muy bien sabía, se acostaría de espaldas en la estrecha cama de adolescente, fumaría un cigarrillo tras otro y permanecería con los ojos bien abiertos y la mirada perdida hasta las primeras luces de la aurora. ¿Cómo podía aguantar noche tras noche sin dormir? Nadav sabía que a veces se echaba un rato a dormir por el día, pero normalmente regresaba del cementerio al amanecer y afrontaba un nuevo día de trabajo como si nada. Eso se lo había contado su padre, que por lo visto tampoco dormía por las noches porque se las pasaba oyendo las idas y venidas de ella.

El «no puedo más» de su padre lo tenía tan preocupado que suspiró en voz alta junto a la taza de café. «Por lo menos ahora ya no me asusta la idea de que papá la vaya a dejar», se dijo a sí mismo. Aunque resultaba muy duro pensar en que todo se iría derrumbando, que dejarían de ser una familia unida y que ya no habría más comidas en las que se reunieran todos para celebrar las fiestas. De cualquier modo, ya no se reunían ni celebraban nada en aquella casa en la que la pintura de las paredes de la cocina empezaba a pelarse, porque ese año ni siquiera habían blanqueado para el otoño. Hacía tiempo que habían aparecido las primeras diferencias entre sus padres, pero él se había acostumbrado a aceptarlas como parte de su vida en común. No se le había ocurrido que ahora, después de lo de Ofer, su padre fuera a decir que ya no podía más. ¿Cómo era capaz su padre de haber dicho eso? ¿Adónde irían? A ella, eso es lo que parecía, no le importaba. Nadav creía que hacía ya años que, en realidad, era precisamente eso lo que su madre deseaba. La primera vez que se le ocurrió que hacía mucho tiempo, años, que ella ya pensaba en eso, fue un sábado por la noche cuando tenía dieciséis años. No le contó nada a sus hermanas y, por supuesto, tampoco a Ofer, que entonces sólo tenía nueve años. También ahora estaba tendida en la cama de la habitación de Ofer, de espaldas, con un cenicero lleno de colillas sobre el estómago, igual que aquel sábado por la noche que él estaba solo con ellos en casa; la diferencia era que entonces estaba tendida en la cama de matrimonio de su dormitorio y todavía sujetaba un libro entre las manos, y él se había sentado a su lado, en el borde de la cama. Desde que Ofer había muerto no la había vuelto a ver con un libro y ahora no podía ni soñar con entrar a hacerle compañía en la habitación de Ofer o sentarse a su lado al borde de la estrecha cama, porque resultaba imposible llegar hasta ella ni hablar de nada que no fuera el juicio del día siguiente o la visita al Tribunal Superior de Justicia del día anterior. A veces parecería, pensó Nadav ahí sentado como estaba, junto a la barra de madera en la que desayunaban, con la taza de café y un montón de galletas resecas que había encontrado en uno de los prácticamente vacíos armarios de la cocina, que hasta se había olvidado de Ofer. La cara se le había arrugado y encogido y en la piel llevaba grabada una crispación que no parecía precisamente de dolor. Desde el primer momento Nadav tuvo la impresión de que era como si de entre todas las posibilidades que se le habían ofrecido, su madre se hubiera decidido por el odio. Era por ese odio, y no por el dolor, por lo que los armarios de la cocina estaban vacíos. Además, hacía ya meses que ella nunca le preguntaba si tenía hambre. Se limitaba a escribir cartas, a correr de abogado en abogado, a presentar demandas, a organizar a los otros padres, a fundar una asociación, a escribir a los periódicos, a prepararse para el juicio, a entrevistarse con el ministro de defensa, con el primer ministro, y a gritarles improperios a los de la comisión funeraria en memoria del soldado. Aunque a veces todavía lo miraba de repente y lo llamaba Nadav, con una voz en la que flotaba la precipitación de haberlo recordado; sin embargo, en ese momento la mirada se le dulcificaba, aunque él se sentía como si sólo existiera para telefonearle y recordarle que no se olvidara de colgar los avisos de la protesta en la universidad o para pedirle que le ayudara a redactar una carta. Peticiones a las que él accedía de mil amores, tanto porque en principio se identificaba con la manera de proceder de ella -aunque el solo hecho de pensar en la prolongada entrega de ella a la causa lo dejaba agotado- como por el hecho de que realmente deseaba ayudarla de la manera que fuera y, quizá también, porque tenía la esperanza de que así se fijaría en su mera presencia aunque no fuera más que por un momento, y entonces la comprensión y la intimidad que antes habían reinado entre los dos volverían a ser posibles. Como cuando antes de que sucediera todo aquello se sentaban en el sofá, por la noche, mientras todos dormían, y los dos juntos, ella y él, con un gran plato de fruta delante, veían una y otra vez una película de Hitchcock en la que ella le mostraba los distintos ángulos de la cámara, le hablaba de la genialidad del montaje y se reía cuando él reconocía la figura del director, que aparecía un instante en su propia película. Y luego estaba su padre. Cada día más callado, más canoso y con un carácter más hosco. De pronto, hasta parecía bajito. Tenía los hombros caídos y sus ojos marrones apagados. También éstos aparecían cubiertos por un velo que embotaba su expresión. Se pasaba el día en silencio, haciendo el seguimiento del trabajo de los obreros tailandeses que, junto con las malas hierbas, arrancaban los plantones nuevos y las flores silvestres protegidas, pero no les enseñaba absolutamente nada nuevo y ni siquiera les llamaba la atención, al contrario de lo que solía hacer antes. Ella los llamaba a todos mentirosos, a pesar de que su marido se encogía espantado cada vez que la oía contar que se la quitaban de encima y la hacían ir de un lado para otro, y que le mentían, «de uniforme y todo», un uniforme que él guardaba doblado en el armario, entre sus recuerdos más preciados, con las insignias y las medallas. Como si ella nunca hubiera mentido. ¿Y las veces que les había mandado, a él, a Ofer y a sus hermanas, que dijeran que no estaba en casa si la llamaban por teléfono? ¿Y lo de aquel hombre de la cafetería? Sólo Dios sabía el tiempo que aquello había durado, pero por el deslumbramiento con el que ella lo miraba, por cómo acercaban el rostro del uno al del otro, por la mano de él sobre la de ella, por el ligero rubor de ella, y los labios, que le brillaban con un rosa húmedo, y aquellas conversaciones telefónicas desde el dormitorio, por todo ello podía adivinarse que no se trataba de un asunto de un solo día. Ella había estado mintiendo por él, les mintió a todos, a él, a su hermano, a sus hermanas y a su padre. Se había pasado días y días mintiendo, incluso puede que fueran meses, o años. Y ahora gritaba que eran unos mentirosos. También a aquel hombre lo llamó mentiroso, a aquel hombre al que Nadav había visto una sola vez, por error, en la cafetería de Tel Aviv, el día que la vio con él hacía ahora nueve años, y al que de todos modos reconoció en el entierro. Ahí, en el entierro, ese hombre se había acercado y ella había vuelto la cara hacia otro lado, retrocediendo ante el rostro de él que pretendía acercarse al suyo, y haciéndose a un lado, como si nunca lo hubiera mirado de la forma que lo miró aquel día en la cafetería, cuando Nadav tenía diecisiete años y los había visto a los dos muy juntitos, al otro lado del cristal.

En un rincón de la cocina, junto al armario de madera, una pálida araña tejía su tela. Su padre les había prohibido matar arañas porque sostenía que se trataba de unos seres vivos que no hacían ningún mal, que había que dejárselas a las salamanquesas, que traían suerte y que además comían moscas. Cuando eran pequeños su padre les había enseñado a observar de cerca esa obra de ingeniería, el proceso de construcción de una telaraña, y hasta le había comprado una lupa para que las pudiera observar.

Nadav acababa de cumplir veintiséis años, se ganaba bien la vida y vivía fuera de casa. A pesar de ello, no podía evitar desear que su madre volviera a ser la madre que para él había sido un día. Incluso cuando la odiaba y miraba las dos hendiduras a ambos lados de los labios, la enorme arruga del ceño y veía -¿cómo podía uno no darse cuenta?- la dejadez con la que se vestía, los calcetines militares de lana con los que vagaba por la casa y que antes se quitaba al final del día de trabajo y dejaba en un rincón de su estudio, incluso entonces Nadav buscaba en su rostro alguna señal de lo que un día había sido. Esperaba la sonrisa con la que a veces ella les decía: «Yo, que soy vuestra madre, os he preparado…», como la madre del pequeño Neftalí que estaba aprendiendo a sentarse en el caldero, en el libro El caldero de los calderos, y que a ella tanta gracia le hacía. Nadav recordaba la consternación que se apoderaba de su madre al oír su llanto por la suerte que corría la pequeña sirena y cómo se avenía enseguida a dejar de lado el libro comprometiéndose a quemarlo y a declararlo una auténtica estupidez. Unos años después lo encontró escondido detrás de los libros de ella, en el dormitorio. Se acordaba también de las cartas que les dejaba a cada uno de ellos debajo de la almohada en nombre del enano volador, el enanito de los dientes, que recogía los de leche y les dejaba un regalo especial a cambio del diente que se había caído. Y la insistencia de ella, incluso cuando él le preguntó con once años ya si el enano volador existía de verdad, en que era él y sólo él el que dejaba las notas y los regalos. Recordaba también la melodía de su potente risa, con la cabeza echada hacia atrás y las manos en la cadera, a la vista del maquillaje que Talia se había untado en la cara, y cómo les había enseñado a hacer títeres para los dedos, a sujetar el cincel para tallar figuras de pedacitos de madera, y la concentración con la que sus ojos se acercaban a las páginas de un libro mientras él y sus hermanas se revolcaban por la hierba mojada muy cerca de ella. Todas esas imágenes arremetían contra él como una ola cálida y despertaban en él el deseo de irrumpir en la habitación en la que se encontraba tendida y sola para suplicarle que volviera a ser la de antes.

Del bolsillo de atrás de los pantalones Nadav sacó el sobre en tono celeste que llevaba ahí doblado. Lo desdobló y lo alisó. En tres de los cuatro sellos de Brasil aparecían unas orquídeas gigantes y blancas, y en el cuarto una cascada de agua que luego se deslizaba por unas islas de verdoso musgo que cubría unas rocas escarpadas de piedra blanca. No era así como se había imaginado el paisaje campestre de Bahía. Había creído que todo sería en tonos marrones y rojos y que las montañas serían de tierra arcillosa. En las postales que su hermana enviaba desde Brasil se veían árboles del paraíso de grueso tronco y rocas de balasto. A los pies de la cascada había también una piscina natural en un tono azul turquesa. Yael ponía unos sellos tan grandes y tan bonitos en los sobres, como si todavía existiera un Ofer que fuera a arrancar con mucho cuidado el trozo de sobre que los rodeaba para después meterlo en un cuenco de agua y separar los sellos, secarlos sobre una toalla limpia y encontrarles el lugar adecuado en el álbum que tenía especialmente dedicado a los sellos de flores. Todavía podía ver su cabecita clara, inclinada y concentrada sobre ese álbum, uno de los nueve que tenía, y oír su voz ansiosa diciendo: «¿Es para mí? ¿Puedo? Papá, papá, dámelo», con la mano extendida y expectante, hasta que arrancaba aquel trozo de sobre con todo cuidado. ¡La lata que podía dar Ofer cuando quería algo! ¡Cómo lo seguía a uno por toda la casa hasta que lo lograba! ¿Qué iba a ser ahora de la colección? «Mis álbumes se los dejaré en herencia a Yaeli, porque es la que más sellos me ha dado», había dicho Ofer cuando tenía ocho años y le preocupaba el asunto de los testamentos. Entonces, aquello había sonado muy cómico y hasta se había producido alguna que otra discusión. A Nadav le prometió todos los libros de Jasamba, «y puede que también el oso». ¿Qué iban a hacer ahora con los sellos y los álbumes? Nadav rasgó con sumo cuidado una esquina del sobre de Brasil y se metió los sellos en el bolsillo de la camisa, como si asumiera la responsabilidad de seguir haciendo la colección como la había hecho Ofer. Pero no era en él en quien pensaba, sino en el que se la llevaría, llegado el día, cuando ayudaran a sacar de la habitación de Ofer todas sus pertenencias.

Hola, Nadav [escribía su hermana desde Brasil], perdona que haya tardado tanto en contestar a tu carta, espero que no te enfades. Tu carta me ha llegado de camino hacia un pueblo al que se tarda varios días en llegar, así es que seguro que me llevará unos cuantos días poder enviar la mía. Ahora son las dos de la mañana y estoy en un pueblo muy pequeño de unos trescientos habitantes, unos son blancos y de ojos azules y otros morenos de ojos verdes. Se llama Cafao y se encuentra en el estado de Bahía. Un sitio del que se puede decir que es una especie de paraíso con montañas y cascadas, como en la ilustración del sello, un paraíso por el que se puede andar durante horas sin encontrar caminos ni turistas. Tengo una habitación en un albergue que se llama Tiro-Inn, una especie de fonda muy barata que está en una casa de una sola planta con un tejado plano cubierto de baldosas, con unas puertas muy pesadas, de madera maciza, hechas a mano y con todo tipo de símbolos tallados en ellas contra los maleficios. Hay cinco habitaciones y lo lleva una flemática pareja de ancianos muy amables. En la habitación no hay nada excepto una cama y una mesa, pero todo está muy limpio; ahora estoy sentada fuera, en el umbral, mirando el cielo, que está cuajado de estrellas, como en el moshav cuando éramos pequeños, y escuchando el estruendo de la cascada. Viven de la agricultura, cultivan todo tipo de frutos de los que nosotros nunca hemos oído hablar, y no hay más carretera que la que lleva a Lenzas, que es la ciudad más grande que hay por aquí cerca. Lo mejor de este lugar, aparte de los colores y del silencio, son las orquídeas blancas silvestres, que son gigantescas y crecen por todas partes. Mira el sello. He leído tu carta cien veces. Ojalá estuvieras aquí. Sé que lo vas a negar, pero por tu carta he notado que quizá empiece a fastidiarte el hecho de que yo haya huido de todo. Estoy segura de que Talia opina que me he escapado y que os he dejado toda la carga a vosotros, aunque tampoco me haya dicho nada en la última carta que me ha enviado con las fotos de la niña. ¡Una monada de bebé! Cuando vuelva ya será toda una personita y también a ella me la habré perdido. No tengo ni idea de lo que pensarán mamá y papá de que lleve ya cuatro meses dando vueltas por el mundo. La verdadera razón por la que he esperado unos cuantos días para contestarte ha sido porque necesitaba pensarlo de nuevo, antes de decidirme, y también porque me cuesta mucho escribir las cosas que realmente pienso y siento. La noche que estuvimos hablando, antes de que partiera, me dijiste que esperabas que volviera pronto, pero que lo entenderías si no lo hacía. Entonces no hablamos del juicio, era demasiado pronto. Tú me ayudaste mucho para que, a pesar de todo, tomara la decisión de marcharme, después de haberme pasado todo el año soñando con ello, de haber trabajado tan duro y de ahorrar, a pesar de que sólo hacía dos meses que Ofer había muerto cuando me fui, y fuiste el único que no me hizo sentir como una criminal. La noche antes del viaje te dije que tenía que irme y que quizá volvería para el primer aniversario de Ofer. Y también comentamos que cuando yo regresara te irías tú. Pero ahora que ya han pasado unos meses me escribes lo del juicio y me dices que, aunque te resulta difícil no hacerlo, no me pides que vuelva, sino que solamente me lo cuentas para que yo decida, pero yo sé muy bien que crees que todo te resultaría mucho más fácil si yo volviera, porque te parece que podríamos repartirnos la carga (¡qué terrible es hablar de nuestros padres como de una especie de carga!), y sé que te resulta muy duro estar solo, estás completamente solo con ellos, porque Talia tiene una vida familiar muy plena; cada uno tiene su propia vía de escape, aunque físicamente esté muy cerca. He leído tu carta cien veces y he tardado en contestarte porque tenía que pensarlo muy bien para llegar a comprender qué es lo que quiero hacer y qué es lo que los demás esperan de mí, para saber qué pesa más. Desde el primer momento supe que lo que se esperaba de mí era que anulara este viaje para el que llevaba todo un año ahorrando, y que tú sabes muy bien cuánto lo había esperado. El mundo se nos vino abajo a todos, aunque tampoco antes lleváramos una vida tan fácil, sólo Talia, quizá, para la que todo es más sencillo, porque tiene una especie de pureza de corazón que hace que acepte las cosas dolorosas de la vida mucho más estoicamente que yo. Pero yo, que soy la que mejor me llevo con mamá, precisamente yo, lo mismo que tú, creo que no es bueno que estemos muy cerca de ella en estos momentos. No sólo porque yo esté viva y Ofer no, eso creo que es natural sufrirlo y con ello tendremos que vivir durante toda la vida, esa angustia que no soy capaz de explicártela aunque quizá no haga ninguna falta porque seguro que sabes a qué me refiero. No se trata exactamente de culpabilidad, aunque también haya algo de culpa, sino de una angustia continua, constante; cuando pienso en casa, en papá y mamá y en ti, aparece siempre ese espacio en medio, como si la cabeza empezara a contarnos a todos, hasta que llego a Ofer, que es el momento en que se me forma dentro como una especie de foso, igual que cuando un ascensor desciende de golpe. No encuentro las palabras adecuadas para describir esta sensación, pero la tengo todo el tiempo, incluso ahora, al escribirte, incluso en medio de un paisaje tan hermoso como este que hay aquí y entre unas personas tan buenas y acogedoras, aunque quizá sea precisamente peor esta paz que reina aquí, porque es como si las desgracias no existieran, a pesar de que viven en medio de una gran pobreza y con una sencillez desconocidas para nosotros, puede que como los beduinos del Sinaí. Te escribo, sin que me resulte nada fácil, para decirte que he decidido no volver por el momento. Voy a esperar un poco. No porque quiera pasármelo bien, porque sé perfectamente que tendrá que pasar muchísimo tiempo hasta que pueda divertirme de verdad o disfrutar de algo sin tener esos horribles pensamientos, sino porque si ahora estuviera cerca de mamá, cerca de lo que ya durante los siete primeros días de duelo vi que iba a ser de ella, yo misma me convertiría en lo mismo y así sería ya para toda mi vida. En el instituto estudiamos a Michael Kolhaas, y no sé si te acordarás de que te lo comenté cuando yo estaba en octavo y tú justo a media licenciatura, cuando me hablabas del feudalismo en Alemania, de Prusia y todo lo demás, que entonces yo te dije que había hablado de ese libro con mamá y que ella me había repetido las palabras «era un hombre íntegro y terrible», y que entonces ya tenía esa mirada en los ojos, como si echara de menos esa manera de ser. Así es que ya me imaginé lo que iba a ser de ella. Desde que Ofer murió me siento huérfana, como si no tuviera una casa a la que volver. Además de que los dos, tanto tú como yo, sabemos muy bien la tensión que hay entre mamá y papá, la que hay entre tú y ellos dos y entre ellos y yo, y lo difícil que me resultaba decidir qué era mío y qué era de mamá, y dejar de preguntarle si cada cosa le gustaba o no le gustaba, y llegar a ser yo sin pensar constantemente en lo que ella opinaba al respecto. A Talia le resulta menos difícil, porque ella es muy diferente y sabe cuidar se sí misma tranquilamente; si hasta Ofer, puede que precisamente por no tener los pies en la tierra y porque nadie esperaba nada de él, se las arreglaba mejor. Mientras que de ti y de mí, quizá por ser los medianos, siempre me pareció que esperaban grandes cosas. Incluso en papá, con todo lo callado que es, noté lo mismo. Lo que sucedió no tiene arreglo ni se puede cambiar. La decisión que tomé de marcharme fue precisamente por eso, para desconectar, porque ahora no puedo consolarlos, no pienso instalarme en una casita junto a ellos, casada, y llevar una vida tranquila con tres o cuatro niños, porque ni siquiera sé lo que quiero todavía. Talia sí puede, pero yo no. Mi vida es un verdadero embrollo, y la tuya también, aunque no lo parezca. Tu situación no es tan grave como la mía, porque tú no te enfadas tanto como yo. A mí me exasperan y no sé por qué, pero a veces también estoy muy triste y lo único que quiero es emborracharme para no pensar en Ofer. Los vi completamente acabados y me di cuenta de que si me quedaba con ellos tendría que convertirme en su madre. Cada vez que me acuerdo de lo bien que estábamos antes, de aquellos sábados en los que nos quedábamos en la habitación en pijama y no nos vestíamos hasta el mediodía, y tú nos contabas todo tipo de ocurrencias, y las bromas que le gastabas a Ofer, que se lo creía todo, y cuando pienso en sus ojos, tan grandes y tan honestos, en su machaconería, en su voz, me dan ganas de morirme. ¿Te acuerdas de la lata que te estuvo dando una vez para que lo llevaras al mar y alquilarais una barca de remos? ¿Y de cómo cuando se lo prometiste empezó de nuevo a darte la lata con que tú nunca cumples tus promesas? Hasta que al final nos llevaste a los dos, ¡lo que llegó a vomitar, lo que se quemó con el sol, pero también lo que pudo disfrutar! ¡Jugaba a que era un marinero, a pesar de que ya casi tenía catorce años! Te acordarás también de cómo te recortaba las fotos de la National Geographic porque quería pegar los animales en la pared de su habitación, junto a la cama, y lo mucho que te enfadabas con él. Cuando más me costaba sobrellevarlo era antes de dormir y por la mañana, al despertarme, eso hasta que me marché, porque desde entonces estoy un poco mejor, los sitios nuevos, toda la gente que he conocido, los trabajos tan variopintos que me busco, como el de las fotos que te envié hace un mes, bañar y cepillar caballos, en el que estuve trabajando hasta llegar aquí, todo eso me ha ayudado mucho, y el cansancio, esta dejadez, y todo tan lejos de Israel que la casa y la familia me parecen a veces como una historia lejana, algo que pasó hace mucho mucho tiempo. Sé que estás pensando que soy una egoísta, y seguro que es verdad. Siempre dijiste que era una mimada, y también es bastante cierto, aunque aquí vivo con lo mínimo posible, y aun así estoy mucho mejor de lo que estaría allí. No sé qué rumbo va a tomar mi vida, pero, entre tanto, lo que tengo que hacer es salir a flote, y por eso no voy a volver para el juicio, pues me haría ir para atrás de nuevo. Sé que suena muy egoísta, como si solamente estuviera pensando en mí, pero tú eres lo suficientemente inteligente como para saber que en cierto modo es mucho más difícil estar tan lejos, y no sólo por el sentimiento de culpabilidad, sino porque me paso el día temiendo que mamá pueda llegar a hacerse algo. Y porque no hay día en el que no piense en ella, en papá, en ti y en Ofer, y en cómo éramos antes, mientras sigo sin tener una imagen clara de lo que seremos. Qué va a pasar.

Nadav dobló la carta dos veces, la volvió a meter en el bolsillo del pantalón y rompió el sobre muy despacio, en muchos pedacitos. Estaba claro que su hermana creía que él la iba a entender. Y la entendía. Pero esa comprensión no apagaba la decepción y la angustia que sentía. Tendría que estar solo con ellos en el juicio, mientras que Yael permanecía lejos y al margen de todo aquello. Con la mayor sinceridad, se preguntó a sí mismo si también a él le gustaría estar lejos en ese momento, y descubrió que no estaba muy seguro de ello. En realidad, desde que Ofer había muerto, no había podido estar lejos de ellos durante más de uno o dos días, porque cuando no los veía y no estaba al tanto de lo que ocurría en casa, lo asaltaba el temor de que hubiera ocurrido alguna desgracia más. Envidiaba a Yael por haber sido capaz de alejarse de todo.

Desde el día del entierro, y puede que ya antes, quizá desde la noche que siguió a la noticia, la noche en que había oído a su madre decir por primera vez, en la sala de estar, cuando todos se habían marchado y sólo el abuelo, Yaeli y Talia seguían allí sentados, de repente -hablándole a su marido, pero sin mirarlo-: «Lo han matado, hablan de un accidente, pero son unos asesinos, ¡unos asesinos!», desde entonces Nadav recordaba una y otra vez el asunto de la Coca-Cola, algo que nunca le había contado a nadie y que se había convertido en un recuerdo del que no se habla, un recuerdo compartido sólo con sus padres, porque era consciente de que los dos sabían que él se acordaba y que lo conservaba en su interior, como siempre, con todo detalle. (Una vez, la víspera de un sábado, estaban discutiendo acerca de cuándo había empezado Ofer a hablar y todos le pidieron a Nadav que, ya que tenía tan buena memoria, contara lo que había sucedido aquel día, él accedió y empezó a contar que una mañana temprano, cuando los despertó a todos una explosión ultrasónica, Ofer, que no había pronunciado ni una palabra comprensible durante sus quince meses de vida, se puso de pie en la cama y gritó «Coca-Cola». Su padre se había quedado mirando a Nadav con preocupación y le había dicho que tener tan buena memoria no era sólo un privilegio sino que también había algo de maldición en ello.) Aquella noche en el cementerio, al ver que su padre se venía abajo ante la presencia del muchacho de mármol -así se había referido su madre a la escultura la única vez que Nadav la había visto en su estudio; tan esbelto y translúcido lo había hecho que cuando él lo vio por primera vez se le había encogido el corazón, porque, en cierto modo, aunque no se parecía nada a Ofer, tenía su mismo aire soñador, diáfano, espiritual, como de levitación, en el que se movía Ofer desde que era pequeño, y esas piernas tan largas, de longitud ilimitada-, Nadav comprendió que su madre no abandonaría la idea que tenía en mente y que resultaría del todo imposible convencerla de otra cosa.

Cuando el cuco salió por la portezuela de madera marrón para cantar dos veces, Nadav alzó los ojos hacia el viejo reloj y una inmensa tristeza, desconocida hasta entonces para él, lo inundó. Imágenes felices del pasado, parecidas a los edulcorados flash-back de las películas sentimentaloides, le pasaron por delante de los ojos. Debajo del reloj de cuco, que estaba colgado muy alto de una viga por encima de la mesa redonda, vio a su madre con un veraniego vestido verde de flores, descalza como siempre lo estaba en verano, de pie, con Ofer en brazos, explicándole los números y la posición de las agujas y subiéndose a una silla para abrir la portezuela de madera del cuco. La galleta que acababa de mojar en el café adquirió un sabor salado al oír la voz de Ofer, un dulce tintineo de campanas (sí, «de campanas») era su voz desde la infancia cuando una y otra vez decía «abuela, abuela, antiguo, antiguo» y agitaba el bracito tan blanco en dirección al reloj de cuco. Y ahora a Nadav le parecía oír la risa de su madre resonando por toda la casa mientras las lágrimas se le mezclaban con el café y una nueva galleta se le desmigajaba en la boca enturbiándosela por completo, hasta que en medio de esa risa oyó a su madre decir: «Sí, ése es el reloj que la abuela trajo cuando tú naciste, un reloj muy antiguo que ya estaba en casa de la madre de la abuela. Es de Kiev, di Ki-ev».

Pero si su padre ahora se marchaba de verdad, ¿adónde iría? Tenía ya cincuenta y siete años, que eran casi sesenta. Es decir, casi un viejo. Y ella también. En Pascua cumpliría los cincuenta y tres. Con mucho cuidado, Nadav retiró las migas de las galletas de la taza y las dejó en el plato vacío de la fruta. El primer año de la guerra del Líbano, cuando su padre estuvo enrolado durante tres meses seguidos, justo en el momento de la recolección del caqui, su madre se quedaba petrificada frente a la encimera de mármol de la cocina sobre la que estaba untando rebanadas de pan con queso fresco para el recreo de la escuela (Nadav tenía entonces once años, y Talia, que ya tenía catorce, le decía el número de aceitunas verdes que podía partir para meter en los bocadillos), mientras oía la voz del locutor anunciar el número de heridos. «No se trata sólo del que muere», había oído decir a su madre, amargamente, citando del libro de Samuel, en dirección a la ventana que había encima del fregadero, la misma ventana de la que ahora colgaba la luna, lejana, pequeña y blanca, pequeña como la de la leyenda japonesa sobre una princesa que enfermó porque quería la luna.

Nadav aplastó con la cucharilla las migas de galleta mojadas hasta convertirlas en un puré. ¿Qué habría sucedido si en lugar de Ofer hubiera muerto él? Ese tipo de preguntas no debía uno ni imaginárselas. Se quedó mirando una araña que pareció darse cuenta de su presencia, porque permaneció quieta intentando pasar desapercibida. ¿Y su padre? ¿Habría deseado haberse cambiado por Ofer? ¿Qué sería lo que realmente escondía su silencio? ¿Es verdaderamente sincera la persona que dice «Daría mi vida a cambio de la tuya»? A pesar de que sabía que no iba a ser capaz de comérsela, mojó otra galleta en el café templado mientras se preguntaba cómo era posible vivir con esa carga y si tendría derecho a desear seguir viviendo. Y qué pensaría su madre sobre lo que había pasado la noche después del entierro, cuando él se había encerrado en su habitación con Iris, y al amanecer, en el momento en que todavía estaba medio oscuro pero los pájaros habían empezado a piar, sabiendo que sus padres seguían sentados en el salón, en silencio -puede que su padre se hubiera quedado traspuesto en un rincón del sofá, pero desde luego su madre estaba despierta, sentada frente al ventanal grande esperando la luz-, había atraído a Iris hacia sí con fuerza -se había quedado dormida a su lado, vestida, pegada a él y confiada, respirando pesadamente, mientras él había pasado la noche tendido con la mano bajo la nuca, mirando al techo en la oscuridad, mirando las estrellas reflectantes que Ofer había pegado a los diez años, para su hermano mayor cuando cumplió los dieciocho, para que pudiera ver el cielo en la oscuridad de su habitación-, y sin hacer caso del grito de sorpresa de Iris, que al instante ahogó, le hizo el amor porque sí, sin sentir deseo y sin querer hacerlo, y su grito de placer se convirtió en un sollozo que no sabía de dónde le venía y que intentó apagar en el cuello de ella. Aunque su madre no tenía ningún derecho a reprocharle nada: ella, que le había declarado la guerra a lo que llamaba -con sus labios convertidos en un finísimo hilo de maldad- la idolatría del luto, y que un día y otro no hacía más que repetir que a ella su sufrimiento no se lo iban a nacionalizar. A su madre no le importaba. Ni siquiera aquella noche. Aunque lo hubiera sabido. Puede que también entonces hubiera apretado los labios hasta hacer de ellos una fina raya, como hacía cuando su marido le decía muy tranquilo que cada uno expresa el dolor a su manera. Hacía ya meses que lo miraba sin verlo. A veces, distraída, le rozaba la mejilla con la mano y le decía, como antes: «Nadavi, no te has afeitado», aunque la verdad es que le importaba muy poco si se afeitaba o no, como tampoco le importaba que Yaeli no estuviera, hasta el punto de que dejaba las postales que ésta enviaba desde Suramérica junto al teléfono sin decir una palabra. Quizá él también tenía que haberse marchado lejos de allí, para no soportar la angustia y la desesperación de esos sábados, en los que semana tras semana regresaba para pasarlos «en familia», para sentarse con ellos en silencio, por no preguntarle a ella que qué hubiera preferido, que le hubiera sucedido a él o a Ofer. Y es que la mirada de su madre, ahora siempre velada por una especie de vaho, expresaba otro lenguaje, como de otro lugar. Ya había mostrado esa mirada unos días cuando resultó que lo que tenía la abuela Sonia era alzheimer, y las semanas que siguieron a aquella conversación telefónica, cuando él tenía diecisiete años, durante la cual la había oído gritar: «Eres un mentiroso, me has estado mintiendo todo este tiempo, mentiroso», y después colgar, porque Nadav recordaba muy bien el golpe del auricular contra el teléfono, y el llanto de ella, un terrible sollozo que oyó desde su antigua habitación, la de antes de las reformas, una habitación que estaba al lado de la de ellos, sentado frente a sus libros de historia, petrificado, mordisqueando el extremo del lápiz hasta romperlo. Eso fue en verano, de manera que tanto su ventana como la de ellos estaban abiertas, y a él le pareció oírlo todo desde dentro y desde fuera, hasta el punto de que temió que el grito «Eres un mentiroso» lo hubieran oído en todo el moshav, y a continuación también su llanto. Después llegaron los días durante los cuales mantuvo esa mirada, parecida a la de ahora, pero que le desapareció al cabo de unos meses después de haberse pasado largas horas tendida en su habitación y mirando al vacío -cuando él se asomaba siempre la veía así- como si estuviera leyendo un texto escrito en la pared. Ya entonces Nadav sabía que esa conversación telefónica había sido con el hombre que vio en la cafetería sentado con ella, con la cara tan resplandeciente como la de antaño, como la que ponía cuando los veía a ellos de niños corretear medio desnudos alrededor del aspersor, a él, a Talia y a Yael, o cuando se sentaba en el sillón de mimbre en la hierba, con las manos cruzadas sobre el vientre, como si protegiera a Ofer en su interior, y a veces cuando la veía abrazar a su marido, tocarle la mejilla o acurrucarse contra él en un rincón del sofá. Incluso años después, cuando el instinto le decía que aquel hombre ya estaba fuera de la vida de su madre -en más de una ocasión se había preguntado si Ofer y las chicas sabrían de su existencia- sentía vergüenza por haber sido testigo de la hipocresía de su madre. Por un momento se le ocurrió que podía entrar en la habitación de Ofer y decirle: «Mentirosa, tú también eres una mentirosa». Pero pasó el dedo por el borde pegajoso de la taza vacía sin moverse de donde estaba, miró por la ventana y se quedó esperando a que los otros regresaran.

Su padre volvía la cabeza hacia otro lado cada vez que ella hablaba de las mentiras de ellos, de los representantes del ejército.

– Así es el ejército -susurraba algunas veces-, no se puede decir todo, la seguridad es importante. En nuestros tiempos incluso hasta estaba prohibido hablar de ello.

Entonces ella se ponía a enumerar a gritos todas las barbaridades que se hacían antes:

– También existía lo de la disciplina del agua -decía enfurecida-, ¿y acaso estaba bien eso? Y aquellas marchas agotadoras, ¿o es que no te acuerdas de cómo venías con los pies hinchados y con ampollas, sin que pudieras decirles nada? ¿Y acaso estaba bien eso, eh?

Aquel hombre era tan alto y tan feo, ahora veía su perfil, decididamente feo. A Nadav los dos le parecían feos, incluso cuando eran felices.

Aunque sabía muy bien que no siempre se puede tomar partido, cuando había que decir si algo era verdad o no, se inclinaba clarísimamente a favor de su padre, que siempre los tenía en consideración a los tres, a sus hermanas y a él, y que se preocupaba por los naranjales y por los melocotoneros, que quería arrancar pero que iba dejando porque ella no se lo permitía. A pesar de estar de parte de su padre, Nadav no estaba tan seguro de que las palabras de ella pudieran ignorarse. Porque estaba claro que aquellos militares mentían, o por lo menos eludían investigar la verdad. Estaba claro que el juicio tenía que desarrollarse de otra manera y que la investigación no debía quedar en manos de los militares de la misma base en la que habían ocurrido los hechos. De lo que Nadav ya no estaba tan seguro es de que su madre tuviera razón al dedicarse de aquella manera, en cuerpo y alma, a su lucha contra ellos, además, ni siquiera le parecía tan importante que ella tuviera razón o no. Cualquiera que mirara a su alrededor comprendería que una justicia como la que ella exigía no existía en el mundo. Desde ese punto de vista, había cosas en las que su padre tenía toda la razón: a Ofer nada ni nadie se lo iba a devolver, de manera que no tenía ningún sentido ponerse a estas alturas a librar ninguna batalla contra ellos. Ahora, la cuestión era si serían capaces de vivir después de Ofer, o de qué manera elegían morir por seguirlo a él. En el moshav había otros muchos padres que habían perdido a sus hijos, hijos que habían muerto accidentalmente durante los ejercicios de instrucción («No digas accidente», le advertía su madre, «eso no es un accidente, eso es una negligencia absoluta que pretende taparlo todo, la arrogancia que pudre a todo el país…»), pero, antes de que lo hiciera ella, nadie había volado ninguna lápida. Los padres de Yuval Efrati, que murió en un bombardeo de nuestros propios aviones sobre nuestras fuerzas blindadas en el Líbano, nunca pidieron explicaciones; y los Ben-Amí, que perdieron a su querido Aviezer hace diez años porque a un oficial compañero suyo se le disparó el arma fortuitamente, rechazaron el ofrecimiento que se les hizo de estar presentes en el juicio militar; y luego estaba el caso de Adí, que se encontraba en una unidad de arabófonos, por lo que alegaron que lo habían confundido con un terrorista, y a cuyos padres puede verse año tras año acudir, muy erguidos, tranquilos y enteros, a la ceremonia del día de su aniversario. Todos siguen con sus vidas, cinco, diez o trece años después de que sus hijos murieran. No es cierto que la muerte de sus hijos los haya transformado por completo. Julia Efrati no ha cambiado. Siempre fue callada, tímida e introvertida, y desde que Yuval murió sigue exactamente igual, quizá un poco más callada. Y Meir Efrati tampoco ha cambiado. Se mata trabajando sus campos, en casa y en el jardín, y corre detrás de los obreros para controlarlos, como siempre. Quién sabe, además, cómo habría sido la vida de su madre en el caso de que Ofer no hubiera muerto. Si incluso a su primera nieta, a la que Talia ha llamado Ofra, la mira sorprendida, como si le hubieran puesto en el regazo a un bebé desconocido. A veces sonríe cuando la tiene en brazos, pero de repente vuelve a acordarse y se la devuelve a Talia o se la pasa al que esté más cerca mientras se le va apagando la sonrisa. Es como si no se pudiera permitir a sí misma distraerse de su asunto principal, olvidarlo por un solo instante. Y ese asunto no es precisamente Ofer, es otra cosa que no tiene nada que ver con él sino con otros problemas de sus vidas.

Una vez, cuando Nadav tenía diecisiete años, dio la casualidad de que se quedó solo en casa con sus padres. Era un par de días antes de la Fiesta de los Tabernáculos, de manera que estaban ya de vacaciones en el instituto y sus dos hermanas se habían marchado al kibbutz, a casa del hermano de su padre, Ofer había ido a las colonias, por primera vez en su vida, con el movimiento juvenil. Al día siguiente, Nadav volvió a casa de trabajar en la actividad que le había tocado organizar para el grupo excursionista, una actividad con la que, aunque la había preparado con dos días de antelación, no había conseguido sus propósitos, además de que los monitores apenas le habían hecho caso. Pero la angustia que sentía no se debía solamente a ese fracaso puntual, sino al hecho de saberse en casa solo con sus padres sin tener demasiado claro de qué iba a poder hablar con ellos ahora que le faltaba la protección de sus hermanos. Se dirigió al dormitorio de ellos y encontró a su madre tendida sobre la colcha, con la cabeza apoyada en tres almohadas y con un libro en las manos. Se quedó en la puerta y ella le preguntó si ya había terminado de leer El guardián entre el centeno, sobre el que tenía que presentar un informe de lectura después de las fiestas. Nadav ya se había dado cuenta de la intranquilidad que se apoderaba de ella todos los días a la hora del crepúsculo, hasta que anochecía, un desasosiego que se hacía todavía más evidente los sábados por la tarde, porque entonces se apoderaba también de su padre, y que ahora era más fuerte que nunca, eso le pareció a Nadav cuando se sentó a su lado en la cama -ella le había hecho sitio enseguida golpeando el borde del colchón con la mano para indicarle que se sentara allí, como si fuera un perrito-. Nadav empezó a contarle lo mal que le había salido la actividad que llevaba preparando dos días, y que los monitores apenas le habían dejado abrir la boca. Ella se apartó un poco en la cama, esforzándose por concentrarse en escuchar con atención lo que su hijo le contaba, pero éste sabía muy bien que su pensamiento volaba ya hacia otros lugares, quizá en dirección al hombre por el que también ella era una mentirosa. Le había dado la vuelta al libro que estaba leyendo y lo había dejado abierto, con la cubierta hacia arriba, como preparada para volver a sumergirse en él en cuanto la dejaran tranquila, pero de repente propuso que se fueran los tres al cine. Ahora Nadav se sonreía al recordar la pregunta llena de suspicacia que le había hecho a su madre acerca de qué película tenía en mente, porque se temía que lo fueran a arrastrar a una de esas películas poéticas, como la del italiano ese del que ahora no recordaba el nombre, en la que no hacían más que nombrar a Gaudí, aunque gracias a esa película supo quién era ese famoso arquitecto. Pero ella dijo Silverado, una película del Oeste, pero de humor, sobre cuatro hombres que salen de viaje hacia Silverado, la Sodoma del lejano Oeste, para restablecer allí el orden y la moral. En ese momento intervino su padre, que estaba en la puerta de la habitación, apoyado en el marco, y dijo que como era sábado por la noche había que darse prisa en ir a comprar las entradas y que esa película la pasaban en dos cines, de los cuales el más próximo era el del nuevo centro comercial que había abierto hacía dos meses y que a ella le parecía especialmente odioso porque no entendía, eso argumentaba ella, qué tenía de malo que las tiendas estuvieran separadas y dispersas por las diferentes calles y al aire libre ya que Dios les había dado un país de cielo azul, porque qué gracia tenían todas esas tiendas amontonadas una junto a la otra, bajo techo, y con una iluminación verdosa, mientras que toda la luz del sol, tan abundante y encima gratis, se desperdiciaba ahí afuera. Cuando su padre, que también odiaba aquel lugar, la provocó, como era su costumbre, cantando las alabanzas del centro comercial, ella volvió a repetir, con la misma seriedad -en aquella época a Nadav la seriedad y vehemencia de su madre le parecían algo desconcertante, indignante y ridículo, y sólo cuando se hizo mayor empezó a sentir que también resultaba conmovedor- con la que se refería tanto a las cosas que le disgustaban como a las que le encantaban, que ese centro, con todo su lujo, y precisamente por ese lujo, era un claro síntoma de la podredumbre que se estaba propagando por toda la existencia. Su padre había suspirado y lo había mirado con la complicidad que solía mostrar en situaciones similares en las que ella se negaba tercamente a compartir un momento de broma, y volvió a insistir en que habría que comprar las entradas con la suficiente antelación porque un sábado por la noche y la víspera de las fiestas iba a ser imposible conseguir entradas justo antes de la película.

Ahora, mientras miraba por la ventana y se preguntaba por qué tardaban tanto en volver, si otras personas se habrían despertado y habrían acudido al cementerio, Nadav sentía que se iba dibujando en él, en contra de su voluntad, una nueva sonrisa, aunque discreta, al recordar la mirada escéptica que su padre le había dirigido a su madre aquel día lejano. Ya entonces Nadav había notado que su madre iba a hacer dos sacrificios por él: el momento, un sábado por la noche, y el lugar, el centro comercial, y todo para poder pasar un rato juntos los tres solos, un rato dedicado solamente a él, y la verdad es que eso lo había conmovido, aunque a la vez lo asustaba, porque su madre no era de esas personas que se sacrificaban así como así. Quizá la intención fuera buena, pero siempre se comprometía con una carga superior a la que luego podía soportar. De antemano le parecía que iba a poder con ello -Nadav había notado algo que no sabía expresar con palabras, y era lo mucho que ella deseaba dar esa imagen, ante ella misma, de persona dócil y flexible que sabe ceder en las cosas sin importancia que atañen a sus seres queridos, de no armarla por todo y de entregarse al prójimo-, pero después resultaba que no podía. Incluso cuando era un muchacho y se daba cuenta del esfuerzo que hacía, en ocasiones sentía piedad, aunque, por lo general, lo que sentía entonces era enfado. Porque una y otra vez, con toda su buena intención, su madre se metía en situaciones sin salida que a veces lo hacían sentirse incómodo y avergonzarse delante de extraños. De todas formas, siempre se sentía obligado a colaborar con ella, a ayudarla a ser así, condescendiente a veces, y hasta frívola -por volver a creer que esto o lo otro iba a ser posible-, como lo fue aquella vez en la cafetería con ese hombre con el que coqueteaba y hacía manitas desvergonzadamente a plena luz del día, para descubrir que con ella al final todos quedaban atrapados en una situación en la que el supuesto beneficiario terminaba por convertirse en víctima. Pero rechazar de entrada su propuesta -ver una película en el centro comercial un sábado por la noche- significaría despreciar su regalo, poner abiertamente en duda su sinceridad, es decir, ofenderla. Aparte de eso, frente al temor de que esa salida pudiera hacerse insoportable para él, temor que se confirmó más tarde, cuando vieron la riada de coches que fluía en dirección al nuevo centro comercial, surgía la pregunta de qué iban a hacer los tres juntos solos en casa. Así es que cuando se imaginó imponiendo su voluntad con el mando a distancia, los tres ahí sentados, oyendo el ruido que haría a cada mordisco que le diera a una de aquellas manzanas tan grandes y sus padres conteniéndose para no llamarle la atención por ello, no pudo negarse a ir.

Cuando llegaron en el coche al centro comercial con las entradas que su padre había comprado de antemano, resultó que allí no sólo se habían reunido los compradores de vísperas de fiestas, sino también decenas de manifestantes con camisas amarillas que, amontonados ante los muros de cristal, portaban unas enormes pancartas hechas con sábanas tensadas entre dos palos de madera en las que ponía en un rojo chorreante: «Éste es un país que se ceba en sus hijos y libera a sus asesinos», y otra que decía «Muerte a los árabes», llevada por un chico de espesa barba, tres niños y una mujer con pañuelo a la cabeza, de manera que ni siquiera se veía el principio de la cola de coches que serpenteaba ahí delante dividida en tres carriles. Por eso su padre les pidió que se bajaran en la puerta, separó su entrada de las otras dos, sacó la cartera del bolsillo y puso en la enorme palma de la mano de mi madre un billete de cincuenta siclos, mientras le decía a Nadav que comprara palomitas y que entrara con su madre en la sala.

Nadav recordaba que la había llevado de la mano mientras se abría camino entre las masas de gente que bajaban apretadas en el ascensor acristalado y que, cuando ella se soltó de su mano, él se había dado la vuelta para ver si la había perdido. Recordaba también, apoyando la cabeza sobre los brazos en la pringosa barra de madera de la cocina, que se había detenido un momento a saludar a Tamar, la de la clase paralela a la suya. Hasta que llegaron a la entrada del cine su madre había estado pálida, con la respiración agitada y el pelo, que hasta ese momento llevaba recogido en una coleta, se le había soltado y le caía con dejadez sobre el cuello de la gabardina cuyas solapas sujetaba con fuerza con ambas manos como si quisiera encerrarse dentro para protegerse de la marea humana y que ésta ni siquiera la rozara. Su madre odiaba que la gente desconocida la tocara, odiaba los gentíos y las aglomeraciones le resultaban insufribles. Después le tendió el arrugado billete de cincuenta con sus largos dedos, siempre cubiertos por una especie de capa blanquecina de polvo, de piedra o de cal, y mientras le señalaba el puesto de las palomitas le dijo en voz bien alta que sería mejor que también comprara un vaso grande de Coca- Cola.

Resultó que les había tocado un buen sitio, las últimas butacas de la fila, al lado del pasillo, donde le gustaba estar a su madre para, en caso de necesidad, poder salir de la sala sin molestar a nadie. La butaca del extremo la dejaron libre para su padre. La sala se encontraba ya bastante llena, pero las luces seguían encendidas. Las dos butacas de su izquierda, recordaba ahora Nadav, estaban vacías. Pero no por mucho tiempo, le pronosticó su madre y, en efecto, a los pocos minutos, al lado de su butaca, la penúltima, se plantó una pareja joven, los dos altos y guapos, y la chica, de pelo largo, se abrió paso como pudo y con cuidado hasta su asiento. El chico se había quedado meditando frente a Rajela, que se había encogido en el asiento y retiraba las piernas hacia atrás, medio incorporada, para dejarle paso. Él miró a su alrededor, como si buscara algo, y al final, cuando se decidió a pasar, no pudo evitar, de todos modos, darle un pisotón. Nadav recordó con toda claridad que antes de que ella, muy a su pesar, diera aquel grito ahogado de dolor, él ya se había imaginado que aquel chico le pisaría el dedo roto a causa del cual tanto le había costado esa noche poderse calzar las merceditas blancas. Parecería que el chico no se había dado cuenta del grito de dolor, pero al sentarse se inclinó hacia ella y le preguntó si la había pisado. Ella le contestó con un gesto afirmativo de reproche, a lo que él, sonriéndole con mucho encanto, le dijo:

– Te está bien empleado.

Incluso ahora, nueve años después, se le cortaba la respiración a Nadav al rememorarlo, así es que levantó la cabeza de los brazos para volver a mirar por la ventana y seguir pensando en cómo en aquel momento a su madre se le congelaron las palabras en la boca. Y eso que ella siempre reaccionaba con una rapidez que dejaba bien claro lo pronto que tenía siempre el cuerpo y el pensamiento. En ocasiones Nadav la observaba cuando ella estaba escuchando algo especialmente complicado, como cuando el agente de seguros le explicó a ella y a su marido la razón por la que tenían que convertirse en sociedad limitada, momento en el que le pareció que ella era un mecanismo compuesto por un montón de ruedas dentadas que él veía moverse, girar a una velocidad sorprendente, y que cuando se detenían, antes de que nadie hubiera tenido tiempo de digerir nada, significaba que ya estaba lista con un resumen perfecto que soltaba en cuatro palabras, impaciente, como si todos pudieran participar de su rapidez de pensamiento, siempre en tensión, y de su capacidad de concentración. Mientras que en aquel momento, en la sala de cine medio en penumbra -en la pantalla habían empezado ya a proyectar los anuncios-, Nadav pudo ver que la boca de ella se abría para contestar a aquel chico algo contundente, algo que le borrara la sonrisa, y que las palabras no le salieron. Se había quedado lívida, con los labios muy blancos, y por un momento Nadav temió que se fuera a echar a llorar, porque entonces, cuando Ofer todavía estaba con ellos, su madre lloraba con muchísima facilidad, sobre todo de rabia y de impotencia, o cuando la humillaban sin que ella entendiera el porqué. La sensación de que la habían ofendido inmerecidamente y que la habían tratado con maldad simplemente porque sí, incluso con una violencia arbitraria, la dejó completamente paralizada. Tuvo que ser él, entonces, el que furioso le preguntara al chico por qué no se había disculpado. Y cuando éste se encogió de hombros y se desentendió, incluso entonces Rajela permaneció en silencio y se limitó a posar la mano con delicadeza en el brazo de Nadav. Las luces de la sala se apagaron y su padre todavía no había llegado. La gente seguía entrando y él intentó concentrarse en un anuncio de Coca-Cola que le gustaba especialmente, por las maravillosas notas que lograban sacar a una orquesta formada por botellas y latas. Ella movió la cabeza con un gesto de condescendencia y se volvió para ver si llegaba su marido.

– Me da pena papá -susurró-, tener que encontrar aparcamiento en este zoológico -y después se preguntó, con un tono de completa incomprensión, cómo era posible que la gente acudiera a pasar el rato comprando en un lugar como aquél un sábado por la noche; Nadav recordaba ahora que en ese momento se había revuelto incómodo en su butaca porque también él y sus amigos, en más de una ocasión, habían ido a pasar el rato a «aquel lugar».

– ¿Qué tiene de malo? -incluso había intentado contradecirla, pero ella había zanjado la discusión con un gesto del brazo incontestable, acompañado de una mueca, y volviéndose de nuevo hacia la entrada.

En ese momento Nadav oyó que el chico le decía algo a su pareja y lo vio levantarse agarrándose el borde del chaquetón de cuero que llevaba, dispuesto a pasar por delante de él para salir de la fila. Fue entonces cuando, de repente, su madre se levantó, se quedó de pie delante de su butaca y declaró que no lo dejaría pasar si no se disculpaba. A la tenue luz que reflejaban los anuncios de la enorme pantalla podía verse la cara del chico deformada por el asombro. En la fila de atrás los espectadores empezaban a protestar porque no veían la pantalla. Entonces el chico sujetó a Rajela con ambas manos por los hombros como si pretendiera empujarla a un lado. La cabeza de ella le llegaba por el cuello.

– No le pongas las manos encima -le había gritado Nadav, y ahora, al recordarlo, había estado a punto de volver a gritarlo mientras apretaba con fuerza los puños contra la barra de madera de la cocina-, pero en ese mismo instante, su madre agitó con fuerza la mano con la que sostenía el gigantesco vaso de Coca-Cola y se lo tiró al chico a la cara. Nadav, ahí de pie muy cerca de él, le vio los ojos desorbitados y las pegajosas gotas escurriéndole por la frente, y entonces, con una especie de gesto instintivo, como si lo que lo hubiera mojado hubiese sido una lluvia torrencial, el chico se sacudió el chaquetón de cuero mientras la chica gritaba:

– ¡Le has tirado la Coca-Cola encima! ¿Estás loca o qué?

En la fila de atrás se levantó una señora que también se puso a gritar:

– ¡Me ha caído a mí también, me ha caído a mí!

La sala pareció iluminarse por un relámpago con la luz de un anuncio de muebles, y pudo ver a su madre ahí de pie, con los labios temblorosos y echando chispas por aquellos ojos tan conocidos y peligrosos. El chico le dijo:

– Dame tus datos, porque de ésta no te vas a ir de rositas.

– De darte los datos, nada -gritó su madre-, ni lo sueñes -y fue entonces cuando la señora de atrás le tiró de la manga de la gabardina sin dejar de chillar.

En ese momento la cortina se abrió y apareció un acomodador con su linterna iluminando los presurosos pasos del padre, que se quedó en el extremo de la fila, junto a la butaca que le habían guardado, y preguntó qué había pasado. Su madre se quedó callada y movió la cabeza de un lado a otro como queriendo decir que no merecía la pena contarlo ni gastar saliva en ello. Pero su padre volvió a preguntar, en ese típico tono suyo, entre temeroso y amenazante:

– ¿Qué ha pasado? -y a la luz de la linterna con la que el acomodador le iluminaba el rostro, Nadav pudo ver que estaba pálido y que en su ancha frente le brillaban unas gotas de sudor. Su padre, sujetando a Rajela por el brazo, le suplicó-: Ahora mismo me vas a decir lo que ha pasado.

El chico del chaquetón de cuero seguía allí y volvió a exigirle que le diera los datos. Pero su madre volvió a repetir:

– De darte los datos, nada -como si ésas fueran las únicas palabras que sabía decir. Su padre insistió tanto que finalmente ella tuvo que contarle lo que había pasado, que el chico la había pisado y que encima le había dicho «Te está bien empleado». Y en el momento en que le decía: «y entonces le he echado la Coca-Cola por encima», intervino la señora que tenía detrás gritando:

– ¡No sólo a él! ¡También me has salpicado a mí! Y yo no te he hecho nada, ¡me la has tirado por el traje! ¡Mira cómo me lo has dejado!

– ¡Y yo de aquí no me muevo sin sus datos! -intervino ahora el chico, que seguía de pie al final de la fila sin hacer caso de la chica que le tiraba con fuerza del brazo.

– Vámonos, salgamos fuera -le dijo mi padre al chico, con el tono especial que reservaba para los gamberros o para los que perdían los nervios. Su madre salió tras ellos mientras que él, por su parte, se quedó sentado, porque sabía que en momentos como ése no había con quién hablar y que, en el mejor de los casos, le volvería a tocar ser testigo de otra más de las batallas que sus padres libraban por cómo debían ser las cosas. Pero no pudo concentrarse en las imágenes del principio de la película, y al mismo tiempo no podía dejar de pensar en Tamar, que iba a la clase paralela a la suya y que había vuelto la cabeza hacia atrás para ver todo aquel espectáculo, y en la vergüenza que le daba. Por eso, de todos modos, abandonó la sala y se unió a ellos justo en el momento en el que su padre le lanzaba una mirada de advertencia a su madre y le decía con mucha calma-: Deja que yo me ocupe de esto -ella se mordió el labio inferior y se notaba que luchaba consigo misma para intentar obedecer y cumplir con el pacto no escrito que regía normalmente cuando negociaban los precios con los mayoristas de frutas y verduras para comercializar las cosechas, un pacto por el cual ella debía anularse a sí misma, borrar su presencia, y darle a él, sin saber lo que iba a hacer pero con la mayor confianza o, por lo menos, con la ilusión de la mayor confianza, carta blanca para hacer o decir lo que le pareciera-. Te lo ruego -le susurró su padre, y se permitió tomar al chico del brazo y apartarlo a un lado.

Mientras, ella se entregaba a las iras de la señora de atrás que también había salido tras ellos y que, señalándose las solapas del traje manchado que vestía, Nadav incluso recordaba las mechas rubio platino del despuntado flequillo de la señora, ese estilo que su madre tanto odiaba, y la gruesa capa de pintalabios rojo desbordándose fuera de los límites de los labios, le dijo:

– Me has manchado a mí y también a mi marido -junto a ella permanecía en silencio un hombre no muy alto con un traje blanco que, obediente, alargó la mano, de cuya muñeca pendía una gruesa pulsera de oro, y se señaló una manchita oscura que había en la manga. Su madre se disculpó y les explicó que no había podido hacer otra cosa porque el chico la había empujado. Nadav recordaba perfectamente la mirada seria y esperanzada que acompañaba su hablar pausado, una mirada que testimoniaba que se estaba dirigiendo a aquella señora en medio de la más absoluta seguridad de que ésta iba a reaccionar y la iba a comprender, que reconocería que tenía razón. Pero la señora seguía en sus trece-. Eso es asunto tuyo, este traje es nuevo.

Su madre le propuso que le enviara la cuenta de la tintorería y lo hizo con una voz muy tranquila que demostraba lo mucho que se estaba esforzando por mantener la moderación, y además volvió a disculparse abiertamente. Pero la mujer anotó sus nombres y teléfono al dorso de la entrada, sin dejar de protestar, hasta que logró acabar con la paciencia de su madre.

– Señora -le dijo-, le he pedido disculpas, estoy dispuesta a pagarle la tintorería, ¿qué más quiere que haga?

Su padre los llamaba agitando el brazo y les hacía señas para que regresaran a la sala, para que se fueran de allí, porque el chico volvía ahora en dirección a ella exigiéndole de nuevo que le diera sus datos. Su padre lo seguía prometiéndole que se los iba a dar:

– Soy su marido, yo te daré sus datos -le decía.

Nadav recordó que uno de los pies de su madre y la mitad del cuerpo con él se inclinaban por salir a detener a su padre, mientras que el otro pie la mantenía clavada al suelo; además, su padre la miró con aquella mirada suya mientras parecía estar rezando para que de nuevo le funcionara. Se veía a sí mismo tirando del brazo de su madre, de la misma manera que lo había hecho esta misma noche, como si quisiera recordarle que él también existía y atraerla hacia el lado en el que la vida seguía adelante, así es que volvieron a la sala. Nadav le vio entonces los rizos mojados y pegajosos por la bebida que había tirado. También estaban mojadas las dos butacas de delante: dos señoras que se iban a sentar en ellas se dieron cuenta y fueron a quejarse al acomodador. Su madre se recogió el pelo con las manos al oír sus protestas, que retumbaron en toda la sala. Nadav supo entonces que se sentía avergonzada e impotente. Unos espectadores furiosos mandaron callar a las dos mujeres y alguien le gritó al acomodador que fuera allí con la linterna.

– ¿Qué luz es ésa? -gritó alguien desde el otro extremo de la sala, en la que reinaba un olor dulzón y desagradable. Entre unas cosas y otras Nadav no lograba concentrarse en la película.

– Salid fuera -les susurró su padre inclinándose sobre ellos.

– ¿Por qué? -protestó su madre-, ¿por qué vamos a irnos nosotros? ¡Que se vayan ellos!

Nadav recordaba muy bien que eso era lo que ella había dicho a pesar de que la pareja no había vuelto a la sala.

– Porque os lo pido yo -les dijo su padre.

Nadav se apresuró a levantarse mientras le decía a su madre:

– Ven, vámonos a casa, es mejor que nos vayamos -por el rabillo del ojo vio que Tamar le susurraba algo a la chica que estaba sentada a su lado.

El largo camino a casa lo hicieron en silencio, hasta la entrada misma del moshav. Allí su madre, que hasta entonces había tenido la mirada perdida, se volvió bruscamente hacia su padre, se quedó mirándolo hasta que redujo la marcha para poder devolverle la mirada y entonces le preguntó con voz ahogada:

– ¿Por qué estás enfadado conmigo?

– No estoy enfadado -le dijo su padre, reduciendo todavía más la marcha, hasta entrar en el carril de desaceleración.

– Para el coche -oyó decir a su madre, lo que lo hizo incorporarse en el asiento de atrás.

– ¿No será mejor que esperes a que lleguemos a casa? -le propuso su padre, y Nadav estaba ya completamente tenso, porque aquel tono de voz tan equilibrado, que pretendía resultar tranquilizador, solía precisamente producir el efecto contrario en ella hasta acabar en un estallido de cólera.

– Mientes -le dijo ella cortante-, sí estás enfadado conmigo y me odias porque he perdido los nervios. No tienes en cuenta que el daño me lo han hecho a mí y me haces culpable también de eso, porque crees que a ti nunca te pasaría, que soy yo la culpable de que se ceben en mí.

– Eso no es verdad -se defendió su padre-, en ningún momento he creído que no pueda pasarme a mí, con ese demente le podía haber pasado a cualquiera.

– ¡Así es que reconoces que se trataba de un demente! -le gritó ella. El coche se aproximaba a la casa.

– Sí -dijo su padre en su tono sosegado y civilizado, por eso no hay que meterse con ese tipo de personas, porque no hay ni de qué ni con quién hablar.

– ¡Pero si no le dije nada! -gritó ella de pronto-, si yo no quería hablar con él ni media palabra, tampoco hacía falta, ¡y vas tú y le das nuestros datos!

– No le he dado ningún dato tuyo -suspiró su padre-, le he dado el teléfono y mi número de carnet de identidad. El tuyo no, y tu nombre tampoco -aparcó el coche en el cobertizo y abrió la portezuela. Ella se quedó sentada donde estaba, y tampoco Nadav se movía.

– Tú me culpas a mí, no me defiendes, te aterroriza el solo hecho de pensar en llegar a tener algún problema o enfrentarte a alguien -dijo su madre en voz baja-. Prefieres echarme a los perros con tal de no meterte en un lío.

– No es verdad -le dijo su padre, sacando la llave del contacto-, será mejor que lo hablemos dentro.

– Si no reconoces que estás enfadado, no tenemos nada de que hablar -le contestó ella.

– Vaaale -se avino su padre-, supongamos que estoy enfadado, ¿y qué?

– Porque yo me busco problemas -le recordó ella.

– Porque tú te buscas problemas -tuvo que concederle él.

– ¡Pero si yo no he hecho nada! -dijo con una voz rota por la desesperación y la humillación-. No tienes ni idea de lo que sentí cuando me dijo «Te está bien empleado». Me sentí… ¿Por qué lo diría? ¿Qué le había hecho yo para que se comportara con tanta maldad y con tanta violencia? ¿Por qué nos odiarán? Ayer, no te lo conté, en el aparcamiento, un hombre también la tomó conmigo. Entré antes que él porque llegué antes, y cuando bajé del coche me gritó: «¡Una apestosa askenazí tenías que ser!». Me quedé helada. ¡Nos tienen un odio! Y ahora, al oír a éste decir que me lo tenía merecido he pensado… he sentido una inmensa humillación… ¡No podía dejar pasar una cosa así! -lo dijo en tono de súplica, y después permaneció un momento en silencio antes de decir-: No nos podemos quedar de brazos cruzados. ¿Es que tú no entiendes que cuando te pasa algo así no puedes seguir con el día a día como si nada? ¿No comprendes que no se trata sólo de «reparar mi honor», por decirlo de alguna manera, sino de la violencia en medio de la cual vivimos, de la vulgaridad que se ha impuesto como moda, y que lo que no tendría que darse es el miedo que tú les tienes y no mis gritos? Porque, de toda esta historia, tu miedo es lo que más… lo que… Lo que no se puede permitir es estar un sábado por la noche en la cola para pagar una lavadora que se acaba uno de comprar, y con la que además sortean un viaje al extranjero, y que los partidarios de Cahana se presenten con sus camisetas amarillas y, envalentonados, hagan lo que les dé la gana… ¿No te das cuenta de que nos hemos convertido en un sitio en el que se pega a la gente, en el que… a cada momento están pasando cosas terribles? -y en la palabra «terribles» alzó la voz como nunca antes lo había hecho. Después, más tranquila, dijo-: Esas cosas no se pueden dejar pasar sin hacer nada.

– Sí se puede -dijo su padre muy pausado-. Lo que no se puede hacer es corregir el mundo y eso, a tu edad, ya tendrías que saberlo.

Nadav abrió la puerta de atrás y se aferró a ella. No se decidía a salir, como en realidad estaba deseando hacer.

– Si fueras más… más… menos cobarde y no tuvieras tanto miedo de armar un escándalo, podrías… -el llanto interrumpió las palabras de su madre. Pero enseguida se rehízo, abrió la puerta y, cuando tuvo las dos piernas fuera del coche, dijo con dureza-: Ahora no podrás dormir por las noches por si aparece con unos matones y nos machaca el coche. Si llama, quiero hablar con él, tú no eres mi dueño. Esto es asunto mío. Me voy a ocupar de él como a mí me parezca.

– De acuerdo -dijo su padre cerrando el coche. Permanecían de pie cada uno a un lado del vehículo.

– Lo digo muy en serio -insistió su madre, mientras Nadav iba delante de ella hacia la puerta de atrás de la casa.

Dos días después, cuando sonó el teléfono a la hora de comer y todos vieron a su padre asintiendo con la cabeza y mirándola con recelo, balbuciente y vacilante, su madre alargó la mano y le exigió que le pasara el auricular. Los hermanos de Nadav, que ya habían regresado, miraban alternativamente a su padre y a su madre, hasta que Yaeli preguntó de quién se trataba y Nadav, bajando la vista, se refugiaba en la sopa. Entonces oyó a su padre decir en tono conciliador, con una especie de regocijo pretencioso y sin el menor temor:

– Te paso a mi mujer -y vio que su madre le arrebataba el auricular-. Quiere trescientos siclos por daños morales -dijo su padre con el miedo reflejado en sus bondadosos ojos castaños-. Háblale bien -le pidió-, con personas como ésa lo mejor es no tener ningún trato, porque lo pueden meter a uno en un buen lío.

– Espero que estés arrepentido de cómo te comportaste -le espetó su madre-, porque la verdad es que estuvo más que feo.

– Pero ¿qué es lo que hizo? ¿De quién se trata? -preguntó Yaeli.

– No tiene ninguna importancia -le respondió su padre con desgana-. ¡Tu madre es tan inocente! -suspiró en un susurro.

Enseguida la oyeron gritar:

– ¡Pues entonces no tenemos nada de que hablar! Eso es puro chantaje, tú no eres más que un criminal, y si vuelves a llamar aquí, aunque sea una sola vez, te juro que te las vas a tener que ver con la policía, y no te atrevas a… -se quedó con el auricular en la mano, y a Nadav le parecía que el tono de la línea desocupada resonaba por toda la estancia-. Me ha colgado -dijo ella sorprendida-, me ha colgado el teléfono -colgó ella misma el auricular, con delicadeza, y se quedó mirándolos-. Ése es el sistema -dijo-, esto ya se ha convertido en norma: se comete un delito y después se acusa a la víctima. Dice que quiere trescientos siclos -le dijo a su padre en tono de incredulidad-, por daños físicos y morales, ¿te lo puedes creer?

– Rajela -le dijo su padre-, pero es que no entiendes nada. Ahora ya no nos va a dejar en paz, hasta pueden venir él y sus amigos y hacernos mucho daño…

– No sabe dónde vivimos y además no pienso arrugarme sólo por si sus amigos… De todas formas, no van a venir, ya verás cómo no volvemos a saber nada de ellos, y si quieren venir, pues que vengan.

La verdad, pensaba ahora Nadav mientras se levantaba porque había oído el ruido de un motor y de unas ruedas en la tierra, la verdad es que ella había tenido razón. Nunca más oyeron nada de aquel tipo, aunque meses después su padre todavía siguiera guardando los coches por la noche en el cobertizo y considerara muy seriamente si instalar un sistema de alarma. Y a veces, cuando algo iba mal, si por ejemplo descubría un pinchazo en una rueda o una manguera de riego que perdiera agua, se le encendía en los ojos la lucecita de la sospecha, hasta el punto de que Nadav estaba convencido de que su padre creía que aquel chico y sus amigos los habían encontrado y se estaban vengando de ellos.

Nadav abrió la puerta de atrás de la casa y se quedó allí esperándolos. De la camioneta de los Efrati salió su padre y después el abuelo, que inclinó la cabeza hacia la ventanilla y dijo algo que Nadav no entendió, dio un golpecito en el techo del vehículo y Efrati giró el volante y se marchó. Su padre caminaba en silencio con la cabeza gacha y los hombros más encorvados que nunca. El abuelo dejó la pistola que había sacado del cinto encima de la mesa del comedor, se frotó las manos, suspiró y dijo:

– Ya está. Todo arreglado. Hemos ido de casa en casa. Hemos despertado a Efrati y a todos los demás para que no se lo cuente otro. Lo más importante es que hoy mismo lo van a arreglar todo y lo van a dejar exactamente igual que estaba, y lo que ha pasado no va a salir de aquí. Se lo han tomado relativamente bien. Le he dicho a Julia que le dejaremos las flores de alrededor de la tumba como las tenía antes, exactamente igual. Tenemos suerte de estar hablando con gente normal que entiende que alguien pueda… que pueda perder la razón por un motivo así.

Nadav pestañeó y apartó la mirada.

– Pon agua a hervir, por favor, Nadavi -le dijo su padre-, que ya son las cuatro y media y hoy también nos espera un día muy duro.

– En el juicio no hará nada -prometió el abuelo-, voy a hablar con ella.

– Bienaventurado el que cree -dijo su padre, echándose hacia atrás contra el respaldo de la silla y cubriéndose el rostro con las manos.