175048.fb2
Ella empezó a venir en el otoño y no dejó de hacerlo ni una noche. Boris Tabashnik, el vigilante nocturno empleado por el moshav, se acordaba perfectamente de la primera vez, porque había caído una lluvia breve y repentina, y antes de que empezara a llover había lucido una luna diluida en un halo borroso, como en las noches de siroco, una luna que asomaba por entre las nubes pesadas y rojizas.
También esa noche, como todas las demás desde el otoño, Boris vio a la mujer al final del estrecho camino interior paralelo al vallado -el que rodea el moshav hasta llegar al cementerio- aproximarse a la farola grande que ilumina el portón automático que se cierra cada tarde al oscurecer. Como todas las noches de los últimos meses la miró cuando pasaba bajo la farola, hasta que se fue alejando. Estaba sentado en la silla de madera que había colocado junto a la puerta de hierro marrón abierta a la oscuridad, como si la estuviera esperando. A medida que las noches iban pasando la figura de ella, que aparecía siempre entre la media noche y la una de la madrugada, se iba convirtiendo en la señal para hacer la primera pausa en la guardia de una noche de trabajo, para poner a hervir el agua del café y sentarse al escritorio. El regreso de ella caminando por aquella carretera, unas veces al cabo de dos horas y otras al amanecer, cuando la noche empezaba a palidecer, le hacía levantar la vista del asiento de madera, junto a la desvencijada mesa, hacia la ventana estrecha que miraba al exterior, convirtiéndose eso también en señal de algo, como una especie de muesca en el tiempo: unas veces como recordatorio para estirar un poco los músculos y otras como un impulso para salir a la carretera, dar una vuelta alrededor del moshav y cerciorarse de que todo estaba en orden.
A medida que iban pasando las noches reconocía en su interior la esperanza de que ella apareciera de nuevo. Durante las últimas noches, desde que le había visto el rostro a la luz del día, su agitación iba en aumento al verla aparecer caminando. Nunca volvía la cabeza hacia él cuando pasaba por delante de la entrada iluminada de la garita. Tampoco esa noche. Boris volvió a sentir ahora que la habitación entera, tan estrecha e inhóspita, con sus resplandecientes paredes blancas y la cama de hierro con el viejo colchón cubierto por una colcha naranja peluda y áspera, se convertía, en el momento en el que ella pasaba a poca distancia, en una especie de entregado centinela que proyectaba una silueta oblicua sobre la oscuridad del exterior.
Había estado lloviendo durante toda la última semana y el cuerpo alargado de espalda encorvada y cabeza gacha, con unas botas negras que a cada paso desgajaba del barro que cubría el camino, se movía con una pesadez mucho más patente que de costumbre. Al pasar bajo la farola que había junto al portón automático, la luz se proyectó sobre lo que primero pareció una joroba, pero que ahora, a la luz del foco, resultó ser una mochila grande y oscura que le cubría la espalda y los hombros. Con las dos manos sujetaba un cilindro largo y grueso oculto por un envoltorio blanco. A pesar de que su paso era firme y de que tenía el andar propio de quien sabe adónde se dirige, y a pesar también de que ahora Boris ya sabía que la mujer había nacido en el moshav en una familia respetable y veterana en el lugar, esta vez despertó en él, quizá por la carga que llevaba en las manos, que desde lejos parecía pesada, y por la mochila, una sensación de camaradería mezclada con piedad, como si estuviera ante una refugiada.
Hacía más de tres años, unos meses después de que inmigrara a Israel, que Boris Tabashnik se presentaba todas las noches a las once menos cuarto en la garita del puesto de vigilancia del moshav, y que desde las once, hora de inicio de su guardia nocturna, cumplía con su deber con gran meticulosidad y responsabilidad. Cada noche comprobaba el interruptor que activaba el portón automático, escudriñaba a conciencia los rostros de los que iban en los coches que entraban y salían, anotaba las matrículas y, sólo después, cuando disminuía el trajín de vehículos, se sentaba en la única silla que había en la garita. Por la noche, a veces unas horas después del inicio de la guardia, hacía su ronda por esa carretera interna del moshav por la que la mujer caminaba noche tras noche, y cuando la terminaba se permitía a sí mismo sentarse a la inestable mesa de madera para trabajar en sus anotaciones. Hacia el amanecer se tomaba un respiro para leer y escribir, para dedicarse al diario que estaba escribiendo y a las traducciones al ruso de la poesía hebrea contemporánea que le publicaban en una sección fija del semanario en ruso Stari.
En ocasiones, al llegar, se encontraba al secretario del moshav, que era quien lo había aceptado para ese trabajo hacía más de tres años con una mezcla de recelo e incomodidad manifiesta -«me han dicho que era usted una persona importante en la Unión Soviética, de la intelligentsia, periodista o algo así», había observado entonces, mientras Boris se encogía de hombros y balbuceaba confuso-, esperándolo junto a la garita con las más diversas excusas. A veces le llevaba el talón del mes para ahorrarle a Boris el paseo a la secretaría por la mañana, y siempre se interesaba por que todo estuviera en orden mientras echaba una mirada por toda la habitación rectangular con evidente curiosidad, como en busca de algún cambio.
Al principio, Boris Tabashnik no pensaba que siempre fuera a ganarse la vida con ese empleo de vigilante nocturno. Pero lo que estaba destinado a durar tan sólo unos meses -«hasta que se encuentre otra solución», en palabras de los funcionarios de la Agencia Judía, que le habían explicado lo difícil que era encontrar algo adecuado a un hombre de su edad y talento- resultó ser una cómoda fuente de ingresos fijos que le permitía escribir y traducir, y al mismo tiempo lo liberaba de la dependencia de la revista rusa en la que los distintos miembros de la redacción mantenían unas relaciones retorcidas y agobiantes. El puesto que ocupaba lo obligaba a permanecer despierto durante toda la noche, lo que no le resultaba difícil ya que de cualquier modo solía dormir muy poco por las noches. Excepto por los vehículos que pasaban de vez en cuando, muy escasos ya pasada la medianoche, no había nada que lo molestara. «De momento estoy aquí», se decía a sí mismo en medio de cierta admiración que encerraba no poca satisfacción por lo limitado de su vida exterior, una limitación gracias a la cual, le parecía a él, su vida interior se estaba enriqueciendo en gran manera. A veces se quedaba a la puerta de la garita mirando los campos que se extendían al otro lado del portón, oscuros y enigmáticos en las noches sin luna, insinuantes y amenazadores en las noches en las que aquélla brillaba. Le encantaba seguir los cambios de los tonos del cielo, del soplar del viento, detectar el paso de los pesados sirocos hasta convertirse en un suave frescor, y es que le gustaba ese modo silencioso, aparentemente repentino aunque en realidad hecho de finísimas variaciones de los más leves matices en medio de los cuales el verano se convierte en otoño y el otoño en invierno.
Ella siempre pasaba después de medianoche y sólo el eco de sus pesados pasos y la luz de la farola que la iluminaba por un momento delataban su presencia. Nadie cruzaba por ahí a pie a esas horas y Boris adivinaba que ella no quería que la vieran, por lo que se esforzaba en pasar desapercibido y minimizar su presencia, de manera que si ella no lo sorprendía en la puerta, procuraba permanecer dentro del cuarto aunque mirando a la ventana.
Tres años llevaba Boris siguiendo los diferentes matices del cielo; también apuntaba en un cuadernito los cambios de tiempo, las fases de la luna, la distinta presencia de las estrellas, y seguía el curso del brotar y de la floración de las plantas y se entregaba con verdadero ardor a la gama de sonidos y ruidos que también describía en el cuaderno con una meticulosidad realmente obsesiva. Había aprendido a oír lo que para un oído profano resultaría absoluto silencio en la extensión de los campos, y una de las mañanas incluso le preguntó al secretario por el nombre hebreo de un pájaro nocturno cuyo ornamentado silbido, ascendente, descendente y ondulante en el medio, despertaba en él a veces una punzada de añoranza, y otras, por lo insistente y empecinado que sonaba, algún que otro breve estallido de risa. Se quedaba escuchando el croar de las ranas, el repentino ladrido de uno de los perros, que arrastraba tras de sí un sinfín de ladridos de otros perros, y había aprendido a distinguir entre los ladridos sin propósito alguno que emitían los perros únicamente para activar sus cuerdas vocales y los ladridos intencionados provocados por los ruidos repentinos de un coche que pasara o por los pasos lejanos de alguna persona. Había descubierto los jabalíes (una vez, en verano, oyó de repente unos extraños ruidos como de succión, ronquidos y escupitajos, una especie de sonidos que le recordaron la ruidosa manera de comer de unos viejos desdentados, y cuando salió y dio la vuelta alrededor de la garita vio, en la parte de atrás, junto a las parras, una hembra de jabalí rodeada de sus jabatos que mordisqueaban las uvas agraces y después las escupían con gruñidos de desagrado), y durante unas cuantas noches siguió con interés los maullidos de pánico de un cachorro de gato que había trepado a uno de los árboles del camino y de ahí a lo alto del cobertizo de los tractores, y ahora no sabía cómo bajar. Pero lo que más le gustaba era el susurro de las copas de los árboles. Cuando el viento soplaba se oían los eucaliptos y podía verse entonces el vertiginoso baile de sus vainas marrones de forma alada que caían de los árboles floridos en tonos amarillos al borde de la carretera.
Transcurrió cierto tiempo hasta que el secretario del moshav dejó de dirigirle aquellas miradas escépticas. Un día incluso le palmeó amigablemente el hombro mientras le decía: «Eres un buen tipo, Boris, estamos muy contentos contigo, de veras, muy contentos». Su perseverancia y tesón, la ausencia de exigencias y quejas por su parte, unido al hecho de que no se hubiera producido ningún problema de seguridad relevante desde que había empezado a trabajar, lo hicieron merecedor de una confianza que él supo ganarse sin esfuerzo, ya que no sólo no sufría en absoluto, sino que disfrutaba de aquel trabajo. En el pequeño apartamento de la Agencia Judía en el que vivía en la aldea vecina, en un cuarto alquilado a una familia de inmigrantes más veteranos que él, del que hacía meses que planeaba marcharse en cuanto encontrara un lugar para él solo, la falta de espacio y el alboroto no le permitían estar a gusto consigo mismo. Hacía unas semanas que el secretario le había preguntado si no preferiría vivir en una caravana en el barrio que colindaba con el moshav en lugar de en aquel cuarto alquilado, e incluso le había insinuado que era posible que quedara libre una casita de las que había al final del moshav que Boris podría alquilar por un precio módico, posibilidad que lo tenía entusiasmado y hecho un manojo de nervios: vivir en una casita blanca, tranquila y rodeada de un patio que él convertiría en jardín. Se pasó largas horas fantaseando con las flores que plantaría en él, hasta que se ordenó a sí mismo dejar aquello, no fuera a ser que se hiciera demasiadas ilusiones sobre algo de lo que estaba casi seguro de que no iba a materializarse.
Boris Tabashnik había inmigrado a Israel después de muchos años de haber estado soñándolo, y no porque fuera un sionista convencido sino porque, cuanto más mayor se hacía, y especialmente durante los años que había estado en la cárcel, su identidad judía se había ido reafirmando en él, de manera que se fue convenciendo de que ésa era la causa de la sensación de extranjería y desarraigo que experimentaba siempre, aunque fuera una personalidad conocida en San Petersburgo, su lugar de residencia desde estudiante. A pesar de las cosas que había oído acerca de las dificultades por las que pasaban los nuevos inmigrantes de la Unión Soviética que llegaban a Israel, y a pesar también de que sabía que la idea que él tenía sobre la libertad de expresión y la pureza de la existencia no se correspondían con la realidad, se imaginaba a sí mismo encontrando un hogar en Israel y, en ocasiones, hasta contemplaba la casa, es decir, una casita blanca rodeada de jardín bajo un cielo muy azul y muy puro, y a sí mismo a la puerta con una plácida sonrisa, la sonrisa de quien se sabe por fin en su verdadero lugar. Tras su divorcio, y después de que su hijo hubiera formado su propia familia, ya no había nada que pudiera retenerlo. Fueron a recibirlo al aeropuerto representantes de la Agencia Judía y unos viejos amigos que lo habían conocido en la Unión Soviética, por lo que aquella noche estuvo muy emocionado y no renunció a sus esperanzas de comenzar una nueva vida y de tener un futuro completamente abierto. Se esforzó por borrar algunas imágenes que vio ya en el aeropuerto y apartó de su mente el «aguarda, aguarda, que esto no es tan agradable» que oyó de camino a casa de los amigos que lo alojaron durante los primeros días que siguieron a su llegada. Pensaba en cómo se enriquecería allí su hebreo, una lengua tan anquilosada en su boca, y cómo haría nuevos amigos, a la vez que no creía, a pesar de que lo habían prevenido, que el papel de extranjero que antes le había impuesto su judaísmo se lo iba a imponer ahora su identidad rusa. Aunque no tuvo que pasar mucho tiempo para darse cuenta de que el desprecio y la indiferencia con que lo trataban en la oficina de absorción volvieron a despertar en él la conocida sensación de extranjería y rechazo, eso y el recelo y el desagrado que le manifestaba el tendero del ultramarinos del barrio, un anciano encorvado que incluso un año después de conocerse volvía una y otra vez a contar el dinero que le entregaba Boris mientras repasaba los productos, como quien está convencido de que lo han engañado pero no puede demostrarlo. «Así es como trata a los clientes rusos», le dijeron los miembros de la familia en cuyo apartamento había alquilado un cuarto, porque el hombre había oído que venían de un lugar de gran carencia económica y que lo único que ahora deseaban era resarcirse de ello. Un gran desengaño le produjo también su primer encuentro con la intelectualidad israelí en una fiesta a la que lo había llevado un poeta israelí nativo, un hombre mayor y muy bien considerado cuyos poemas también eran conocidos en la Unión Soviética, donde habían impactado a Boris, quien incluso había traducido algunos de ellos al ruso y les había puesto música. La fiesta había sido organizada para celebrar la publicación de una antología de cuentos de escritores inmigrantes traducidos al hebreo, y Boris, de pie junto a su anfitrión a la entrada de la enorme sala, entre un montón de personas, pudo identificar de inmediato a sus conciudadanos por la forma de permanecer de pie al reunirse y formar un pequeño corro, por la vestimenta de dos mujeres poetas, la más vieja de las cuales llevaba unos lujosos y anticuadísimos ropajes de los que emanaba un fuerte olor a naftalina, y por los desorbitados ojos que posaban en el poeta de baja estatura que sujetaba con una mano una botella de vodka mientras sobre el hombro reposaba, en aparente descuido, un abrigo grande y negro, echaba la cabeza hacia atrás y se reía con voz potente incluso cuando el anfitrión se puso a pronunciar unas palabras en un hebreo sencillo para felicitar a los escritores cuyas obras veían la luz en hebreo por primera vez. Boris experimentó con acritud hasta qué punto le resultaba ajeno el hebreo hablado y sintió su impotencia para responder a las preguntas que le hacían sobre su trabajo y su vida en la Unión Soviética. Incluso cuando la que se las formuló fue una mujer guapa con un vestido largo de color negro y un velo plateado y ligero que le cubría los hombros, que acercaba su cara a la de él con interés, notó Boris que su propia indiferencia y la dificultad de la lengua lo paralizaban. Pero tampoco entre el grupo de los rusos, que sostenían una discusión política con sus anfitriones, fue capaz de hallar sosiego. Durante la discusión, que iba animándose, los rusos lanzaron sobre el anciano poeta local unas acusaciones referentes al esnobismo israelí, y después continuaron hablando, en medio de un enardecimiento mesiánico, del Gran Israel, mientras Boris permanecía entre ellos escuchando aquel extraño hebreo que salía de sus bocas y comprendiendo que el desarraigo y la exclusión eran su verdadero destino, que no dependía de su condición de judío o de su condición de ruso, sino de su incapacidad, por alguna razón que escapaba a su entendimiento, de identificarse con ningún grupo o de pertenecer a él. Ni siquiera congeniaba con sus compañeros de trabajo en la revista rusa, cuyas intrigas y patente persecución del honor y el reconocimiento en el seno de la sociedad rusa, así como su odio y amargura contra los israelíes, despertaban en él un sentimiento de repulsa por el que también de ellos se fue alejando, de manera que rechazaba sistemáticamente las invitaciones a veladas de lectura de poesía rusa que siempre derivaban en unas exaltadas conversaciones, tan conocidas, manidas y patéticas que para mantenerlas alimentaban los hablantes su enardecido discurso a fuerza de unas cuantas copas de más. Tampoco acudía a los encuentros ni a las conferencias del club de inmigrantes de Rusia, así que permanecía solo la mayor parte del tiempo, excepto una vez a la semana, cuando tenía que acudir a las oficinas de la redacción de la revista, aunque ahí volvía a sentirse diferente y completamente desconectado, ahora en un mundo nuevo en el que había puesto unas esperanzas que se habían evaporado y en el que también se había ahogado su sueño de lograr el acercamiento a alguno de los nativos del país. Solamente el cielo, ese cielo tan azul del lugar, permanecía tal y como él se lo había pintado a sí mismo en la Unión Soviética.
La mujer que caminaba por la carretera era la primera persona en mucho tiempo que había despertado su interés, después de haber estado pensando que en su interior se había secado y apagado ya hasta el deseo de sentir curiosidad, porque sabía que el interés que uno muestra por el prójimo puede hacernos vulnerables. Le resultaba cómodo defenderse de ese modo y se sentía a gusto así, a pesar de que sabía que ese ostracismo personal, con todas las renuncias, contenía algo de sabor a muerte. Desde el comienzo del otoño, la presencia de la mujer se convirtió, dos veces cada noche, una al ir y otra al volver, en el suceso más excepcional y enigmático, a la vez que el único fijo en el transcurrir de sus noches. Pero como nunca había hablado con ella y durante mucho tiempo no supo quién era, y ni siquiera sabía hacia dónde se dirigía exactamente -aunque, cuando en más de una ocasión la había seguido con la vista y la veía alejarse por el recodo del camino, creyó que se dirigía hacia los campos de trigo, al otro lado de los cuales se encontraban las plantaciones de cítricos que estaban cerca del cementerio-, no podía considerar su aparición como algo seguro o incuestionable. Aunque precisamente la falta de certeza y la falta de dominio sobre la situación era lo que despertaba en él una esperanza tensa y un sentimiento que le aceleraba los latidos del corazón. Hasta que supo de quién se trataba lo tuvo no poco intrigado la pregunta de adónde se dirigiría y por qué siempre después de las doce de la noche, como si esperara a que todos se hubieran dormido, y cómo era posible que nunca volviera la mirada hacia la garita, hacia la puerta que siempre se encontraba abierta.
Hacía ya unas semanas que se había atrevido a seguirla cuando desaparecía tras el recodo de la carretera, y había llegado tras ella hasta los naranjales, con los ojos siempre clavados en aquella silueta. Pero entonces lo había asustado el pensar que ella pudiera darse la vuelta y descubrirlo, y también lo había asustado su propia actitud, el hecho de espiarla, así es que había regresado rápidamente a la garita de vigilancia sin haber averiguado nada sobre ella ni el propósito de su paseo nocturno. Le había visto la cara unos pocos días antes, cuando había ido a cobrar el sueldo que le entregaba el secretario del consejo de la federación. Entonces había aparecido de repente con la cara descubierta y la cabeza alta. Él se encontraba junto al gran ventanal de la planta baja del edificio de la secretaría y la reconoció desde lejos por el abrigo de capucha, por la silueta alta y esbelta y por el paso largo. Y como quien observa con curiosidad una imagen prohibida, casi se sobresaltó al ver, mientras ella se acercaba, la melena de rizos espesos y oscuros, sembrados de unos hilos canosos, esparcida al viento, y al distinguir un rostro delgado y abatido con unos pómulos afilados y dos ranuras, dos líneas claras y estrechas por ojos.
– ¿Quién es esa mujer? -se atrevió a preguntar al secretario, quien dejó por un instante de hacer sus cálculos y siguió la mirada del vigilante nocturno.
– ¿La conoces? -le preguntó asombrado, y después se rascó la cabeza y suspiró-: Es nuestra querida Rajela, Rajela Avni -y volviendo a mirar hacia la ventana añadió-: La hija de Mishka, ¿te acuerdas de Mishka? El hombre que te recibió el primer día, ¿lo recuerdas? El que te llevó a dar una vuelta por el moshav y te explicó en qué consistiría tu trabajo.
– El de la pistola -dijo Boris Tabashnik-, el hombre de la pistola y el enorme bigote a lo Stalin. A veces va a verme y habla un rato conmigo en ruso. Su nieto ha muerto en el ejército, me lo contó al principio del invierno.
– Sí -dijo el secretario-, era hijo de ella, el pequeño, una desgracia, una terrible desgracia; Mishka es uno de los miembros más veteranos del moshav, de los primeros en llegar aquí, y ella es la mujer de Yánkele, el que te hizo los trabajos de electricidad.
Después añadió que se trataba de una importante escultora, y mientras trazaba en el aire las líneas de un cuerpo imaginario, dirigía hacia Boris una mirada interrogativa, como si quisiera comprobar si lo había entendido. Boris asintió.
– No muy lejos de aquí, junto a los melocotoneros, tiene una pequeña casa en la que trabaja, un estudio. Acude allí todos los días, y también tiene alumnos a los que da clase -y como si hablara consigo mismo, añadió-: Antes de que ocurriera la desgracia a veces saludaba. Pero desde entonces no saluda. Tampoco deja que arranquen los melocotoneros. ¿Has visto lo viejos que son? -Boris miró las ramas secas, con flores de un delicioso color rosa, que se retorcían sobre unos troncos que parecían carbonizados-. Están completamente negros, muertos, no van a dar ni un solo fruto que merezca la pena. Estas flores son pura mentira. De ellas no van a salir más que unos minúsculos frutos incomestibles. Habría que arrancarlos y dejar que la tierra repose, ya se lo he dicho, y además ella lo sabe perfectamente. Pero no quiere. Esta huerta la plantaron en el tercer cumpleaños del hijo, juntos, con el niño. Donde ha habido melocotoneros viejos, ya no se pueden volver a cultivar melocotones. La tierra no lo permite, se resiste. Ella sabe muy bien que ahí ya no habrá más melocotones. Por las noches no duerme, va al cementerio.
Boris ya no preguntó más. Tampoco dijo nada acerca de los paseos nocturnos de ella. Pero ahora tenía claro que lo sabían, aunque ella se figuraba que no la veían salir ni entrar. Por eso tenía la impresión de estar robándole su secreto, al ser un testigo fortuito y oculto de cuya existencia ella nada sabía, un espía que la seguía. Si le hablaba de ello a alguien, estaría traicionándola.
No sabía por qué se había sentido empujado a seguirla precisamente aquella noche, una noche de luna llena. Si se hubiera detenido a reflexionar sobre ello, quizá se habría quedado en su cuarto. Aquella marcha encerraba algo de riesgo, era una especie de puerta hacia otras cosas que podían desencadenarse o manar de ella. Se quedó mirando largamente cómo ella se alejaba por la carretera estrecha que serpenteaba en esa noche iluminada, bajo un cielo claro y estrellado en el que una luna redonda y llena aparecía alta transformando su cálido tono amarillo en blanco. Boris no podía apartar la vista de la silueta oscura y alta que iba envuelta en el abrigo grande y negro. Los hombros, que normalmente llevaba encogidos, iban ahora extendidos hacia atrás por el peso de la mochila; la cabeza la tenía inclinada hacia delante, como si anduviera buscando algo en él suelo, y con las manos sostenía aquel envoltorio cilíndrico que parecía pesar mucho, mientras seguía alejándose hasta no ser más que una mancha oscura y borrosa que iba desapareciendo y fundiéndose con un horizonte invisible, el único movimiento en la distancia de una figura cuyo ruido de pesados pasos iba muriendo al mezclarse con el susurro de las copas de los árboles y unos lejanos graznidos. De repente, aquella noche, la estrecha carretera, las extensiones de campo, la silueta alta y encorvada que estaba a punto de desaparecer en el recodo, todo se convirtió en una especie de símbolo, en el boceto palpable de la esencia de la vida. Boris pestañeó. Por un momento había visto con los ojos de su espíritu decenas de portones, filas de arcos negros que una mujer de espalda encorvada atravesaba en medio de la oscuridad, bajo una luna blanca, como si estuviera predestinada a andar y andar por unos espacios sin fin cuyos bordes estaban pintados en tonos marrón y arena. Entonces se vio empujado a hacer lo que había tenido tentaciones de hacer casi cada noche: después de revisar con cuidado el portón automático para asegurarse de que estuviera bien cerrado, la siguió a una distancia prudencial.
Durante las rondas que hacía por el camino interior paralelo a la valla, Boris solía detenerse para contemplar, a lo lejos, el cementerio, que se encontraba en la colina que había al otro lado de los trigales, más allá de las plantaciones de cítricos. A veces, en las noches de primavera y verano, llegaba hasta el cementerio, al norte del moshav, y en dos ocasiones incluso había entrado en él, se había detenido junto a las blancas lápidas y había bebido agua, turbado al respirar el perfume de las enormes rosas que allí crecían e impresionado por una tranquilidad mezclada con una fuerte presencia de susurros y de olores y del trasiego de la gran cantidad de insectos que vivían allí, como si aquel lugar no tuviera nada que ver con la muerte.
A medida que se iba aproximando al cementerio, su corazón latía con más fuerza. En realidad, cualquier noche hubiera podido pedirle que se identificara y preguntarle qué estaba haciendo allí, pero nunca se le había ocurrido entrometerse en la soledad que se había impuesto a sí misma con sus paseos rutinarios de andar vacilante.
Los pasos de ella se hicieron más rápidos al llegar a los pies de la colina y, ya en la entrada, Boris vio que prácticamente iba corriendo. Él se quedó fuera, junto al seto, viendo cómo ella se dirigía hacia la derecha. Boris, desde su escondite entre los arbustos, miraba el cementerio, un rectángulo largo que se extendía sobre la colina, más pequeño que los naranjales de al lado, que ya despedían el embriagador aroma del azahar, una floración que anunciaba la primavera que había irrumpido con toda su fuerza tras una semana de lluvias gracias a las cuales la tierra despedía ahora un aroma fresco y húmedo.
Ella se detuvo en un lugar próximo a la valla, no lejos de la entrada, ante una lápida blanca que resplandecía a la luz de la luna, y depositó con delicadeza el envoltorio grande para, acto seguido, arrodillarse y quitarse la mochila de la espalda. Después se incorporó despacio, enderezó los hombros y se cruzó de brazos. La luna se alejó un poco y parecía que las estrellas se ocultaban. Se sentó en el suelo embarrado, junto al arriate que bordeaba la tumba. Hacía tiempo que Boris tenía que haberla seguido para averiguar qué hacía, se recriminó a sí mismo para contrarrestar el desasosiego que le producía aquel reprobable acto de espionaje contra una mujer en un momento en el que se creía completamente sola; entonces vio que ella se quitaba el abrigo, se enrollaba los pantalones, se quitaba las botas negras de goma y los calcetines militares de lana y se tendía en el interior del arriate con la cabeza apoyada en la piedra de la lápida como si fuera una almohada. El espanto se apoderó de Boris al ver la relajación del cuerpo de ella, los brazos caídos a ambos lados y las manos desmenuzando montones de tierra, hasta el punto de que por un momento le pareció que lo que deseaba era filtrarse en el interior de la tierra. Pasado un buen rato volvió a sentarse, anduvo rebuscando en el bolsillo del abrigo y se encendió un cigarrillo. Él también sintió deseos de fumar, pero se puso de rodillas y permaneció en silencio sin quitarle los ojos de encima. El humo se diluía en el aire negro impregnado del perfume del azahar y de la tierra mojada.
La vio encender con una cerilla un quinqué de petróleo que había sacado de la mochila. Ahora se encontraba rodeada por un halo luminoso en medio de la oscuridad. Se levantó y cogió un azadón grande que estaba apoyado en el seto, se puso a cavar muy despacio alrededor de la tumba, y arrancó unas plantas de la tierra que después dejó a un lado y, de dos en dos, las llevó a un rincón apartado. Hasta cinco veces fue a aquel rincón del que regresaba después de varios minutos. Finalmente, colocó el envoltorio blanco junto al quinqué, dentro del círculo de luz, y abrió el paño blanco que lo envolvía. Boris se incorporó para ver mejor cómo se arrodillaba en el barro ante lo que ahora quedaba al descubierto entre las manchas amarillentas que proyectaba la lámpara y las sombras negras, y que resultó ser una escultura de mármol blanco, una figura alta, estrecha y larga, que ella estaba poniendo de pie. Después se levantó, retrocedió unos pasos y se quedó mirando la escultura. Ahora podía Boris observarla bien: se trataba de una figura cuyas piernas largas y finas estaban en posición de marcha y cuyos pies -uno delante del otro- surgían directamente de un pedestal cuadrado y ancho del cual no se distinguían. Más arriba aparecía un torso plano, estrecho y delicado, terminado en el tallo fino de un cuello largo al que parecía que le costaba sostener el peso de la cabeza, a pesar de ser ésta muy pequeña en comparación con la altura de la figura. La mujer colocó la escultura a su lado, se sentó a sus pies, inclinó la cabeza hacia ella, deslizó la cara por su superficie, se balanceó hacia delante y hacia atrás, se levantó, la cogió y emprendió la marcha hacia el rincón en el que había dejado las plantas que había arrancado. Pero entonces vio que se detenía, como si dudara, hasta que de pronto volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia el portón del cementerio. Boris, asaltado por el pánico, se apartó casi reptando hacia un lado y de nuevo se quedó agachado entre dos arbustos, mientras la veía mirar la tumba desde fuera del portón y, después, apartarse hacia el otro lado del seto, dar unos pasos como si estuviera midiendo algo y colocar la escultura en el suelo con suma delicadeza. Ahora, la figura de piedra blanca se encontraba en medio de la oscuridad, fuera, con el rostro vuelto hacia el cementerio.
Boris, desde detrás de un seto que estaba justo enfrente de ella, respiraba con precaución para que no lo oyera -ella se encontraba muy cerca de él- y vio que sacaba de la mochila un paquete rectangular envuelto en un papel de aluminio que crujía en medio de un silencio que en ese momento sólo rompía el eco de unos ladridos lejanos. Después abrió el papel, extendió los bordes hacia un lado y tomó entre las manos un bloque no muy grande de algo que parecía arcilla clara. Miró a su alrededor y de nuevo se vio Boris asaltado por el temor de que pudiera oírlo respirar. Pero ella, con otro cigarrillo sin encender colgándole de los labios, tocaba ahora el bloque de arcilla y elevaba el rostro hacia el cielo, para después bajar la cabeza, dejar escapar un fuerte suspiro y empezar a amasar con fuerza la arcilla.
Con la respiración contenida, Boris seguía los movimientos de las grandes manos de ella y la inclinación de su cabeza, cubierta por una espesa melena que a ratos se echaba para atrás dejando al descubierto sus afilados pómulos. La luz amarillenta y las negras sombras conferían a sus gestos un encanto misterioso que le recordó a Boris las tallas de madera que había visto en su infancia en un libro sobre princesas y fantasmas que salían a escondidas a bailar por las noches.
Volvió a rebuscar en la mochila y sacó algo del fondo, un objeto cilíndrico y plateado, alargado, que colocó en el arriate. Boris, en medio de la mancha de luz, vio de qué se trataba y comprendió de pronto que lo que parecía arcilla no lo era en absoluto, pero siguió ahí agachado, apretándose contra sus talones, completamente petrificado, incluso cuando vio que ella se inclinaba para unir el cilindro al bloque amarillento que antes había ablandado con las manos. De nuevo volvía a inclinarse sobre la mochila para sacar algo de ella, de modo que se arrodilló, de espaldas a él y muy cerca de la lápida. De repente, Boris oyó el ruido de un taladro, el rechinar escalofriante del metal penetrando en el mármol, y la mujer quedó envuelta en una nube de polvo blanco. Lo que más sorprendió a Boris fue el hecho de que ella no hubiera conectado la taladradora a ninguna fuente de alimentación eléctrica, porque no sabía que existieran taladros que funcionaran sin electricidad. En medio de su asombro se incorporó y se quedó de pie al otro lado del seto, temeroso de que el hueco golpear del metal en la piedra se oyera desde lejos y despertara a todos, que los atrajera hasta allí y pudieran contemplar la escena: él observando como un ladrón entre los arbustos y ella taladrando agujeros en la lápida. Tenía que detenerla, plantarse delante y formularle una pregunta completamente legítima en boca de un vigilante nocturno: ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estropeaba la lápida? Pero no podía. Los decididos movimientos de ella, de quien sabe perfectamente lo que se trae entre manos, aquel rostro abatido que antes había visto dirigirse hacia el cielo y la soledad de los paseos nocturnos, todo ello le impedía a Boris hacer el más mínimo movimiento. A pesar de todo se recordó a sí mismo que podía meterse en un buen lío por culpa de ella, pero por otro lado aplacaba sus temores al decidir que todo aquello muy bien podía estar sucediendo mientras él se encontraba en la garita de vigilancia y que él solo no podía estar al tanto de todos los actos de los miembros del moshav o tener conocimiento de lo que cada uno tenía intención de hacer en cada momento. Además, si ahora la detenía, nunca sabría cuáles eran sus intenciones y Boris ansiaba averiguarlo, tanto lo deseaba que olvidó que esa curiosidad, la voluntad de saber más acerca de aquella mujer y acerca de lo que hacía, abría una ventana a un coro de voces a las que él procuraba acallar y de las que se protegía, porque tras ellas podían llegar las esperanzas, el deseo, y después…
Hay momentos en los que una persona nota que la casualidad lo ha llevado a ser testigo de algo distinto y extraño que no tiene nada que ver con él, pero que si permite que suceda se convierte casi en cómplice de ello. De cualquier modo, en aquel momento, los pensamientos de Boris no discurrían de forma tan ordenada como para poder pensar en ello. Actuaba como cualquier otro lo hubiera hecho, o mejor dicho, callaba como se calla uno cuando sabe que está sucediendo algo cuyo significado se nos escapa, aunque ese significado sea real. También es posible que se tratara de una especie de veneración por lo que ella hacía, una veneración misteriosa e ininteligible, precisamente por tratarse de un acto sorprendente e incomprensible.
Al moverse ella un poco hacia atrás, Boris pudo ver el agujero en el mármol y que en él introducía cuidadosamente un dedo, luego un dedo más, como si lo estuviera midiendo, y después volvió a sentarse. Boris no podía apartar la vista de su silueta, hecha de manchas amarillas, doradas y negras, ni de sus pies, que tenía clavados en la tierra húmeda, ni de las botas de goma, tiradas junto a la mochila. La mujer le hizo un agujero al bloque amarillento y metió en él el cilindro plateado al que unió un cordón negro que parecía un cable eléctrico. De pronto Boris lo entendió todo y supo perfectamente que aquel cable no era un cable corriente sino una mecha de seguridad. La eficiencia tan cabal, la seguridad con la que sujetaba ahora las tenacillas que había sacado de la mochila y el cuidado con el que apretaba el detonador contra el pistón y los unía con un cordón negro, provocaron en Boris un gran temor, como si estuviera observando los preparativos de una espantosa ceremonia pagana. Ahogó, pues, un grito que estuvo a punto de escapársele cuando vio, desde la seguridad de su escondite al otro lado del seto, cómo rellenaba el hueco que había hecho en la piedra con lo que parecía arcilla y no lo era, puesto que se trataba de material explosivo plástico, y cómo tiraba, con unos movimientos pacientes y muy bien calculados, muy despacio, de la mecha de seguridad, hasta más allá de los límites de la tumba. Lo fue arrastrando por la tierra húmeda y lo seguía con la vista mientras avanzaba hacia el muro del cementerio. Boris empezó a retroceder. Rápidamente calculó que para ponerse a salvo debía llegar a la cuesta de la colina, a pesar de que seguía negándose a creer que ella fuera a encender la mecha, al tiempo que ni quería ni podía detenerla ya. Reptó hacia atrás sobre el vientre, buscando con las manos posibles obstáculos, mientras ella estaba allí de pie bajo un cielo cuya luna aparecía muy lejana, pequeña y alta, iluminándolo todo con un tono claro, y luego, volviendo la cabeza en todas direcciones, recogió la mochila y salió del cementerio llevando también la escultura entre los brazos, como si la deslizara por la pendiente de la colina, muy cerca de donde él se encontraba, y mientras él apretaba el cuerpo contra la tierra húmeda y cubierta de hierba, ella iba soltando tras de sí aquella mecha negra. Boris sólo pensaba detenerla si ella no se situaba a una distancia prudente. Pero sabía muy bien que ella se pondría a resguardo para proteger la escultura. Por los movimientos tan delicados y por el cuidado con el que depositó en el suelo la figura blanca del muchacho, bastante cerca por cierto de donde Boris se encontraba, mirando primero la estatua y después el portón, como si estuviera midiendo la distancia, Boris comprendió enseguida que no pensaba volarse a sí misma. Él yacía ahora en la falda de la colina, con la barbilla apoyada en las manos, así es que vio que encendía la mecha con un movimiento rápido y que se quedaba un instante observando el extremo de la mecha, para después darse la vuelta y echar a correr por la cuesta. Boris todavía pudo ver que la mujer se caía al suelo atrayendo hacia sí la escultura y se cubría la cabeza con las manos, antes de que él mismo ocultara su cara entre la hierba.
El ruido de la explosión lo ensordeció todo. Sólo pasados unos segundos, que se hicieron eternos, se atrevió Boris a levantar la cabeza hacia aquella nube blanca que ascendía desde el cementerio. Miró a la mujer a hurtadillas para comprobar que ya se había levantado, que volvía a estar de pie, bien erguida, donde antes había estado tendida, enfrente del seto, y después observó que unas lenguas de fuego que aparecieron bajo las nubes de humo y polvo se elevaban ondulantes. Fue entonces cuando se oyó a lo lejos el eco de los ladridos de los perros mezclado con el ruido del fuego que chisporroteaba. De repente, Boris tomó conciencia de la situación, se puso de pie y, sin dirigirle ni una mirada más, echó a correr hacia delante en dirección al cementerio. Observó la columna de fuego y las nubes de humo y empezó a buscar febrilmente a su alrededor, primero corriendo hacia el extremo izquierdo del camposanto y después hacia el derecho, donde finalmente encontró un enorme grifo a cuya boca se encontraba acoplada una serpenteante manguera de goma. Boris abrió el grifo hasta el tope, tiró con todas sus fuerzas de la manguera y empezó a regarlo todo, al principio alrededor de la tumba y después apuntando hacia las llamas que se elevaban desde la fosa, que se había abierto en el lugar en el que antes se encontraba el arriate que rodeaba la lápida. Las lápidas de alrededor se habían resquebrajado y derrumbado. Transcurrió un tiempo hasta que el fuego se fue apagando, pero Boris no soltaba la manguera y seguía apretando el extremo para aumentar la presión del chorro. Cuando alzó la vista hacia el portón del cementerio la vio ahí de pie a unos pocos metros de él. Los restos de las llamas la iluminaban por partes: los pies descalzos, los pantalones remangados, la melena, el perfil afilado, a cada instante un detalle distinto del cuerpo. Aquel juego de luces y sombras le daba un aspecto entrecortado, como si estuviera hecha de un sinfín de piezas. Permanecía ahí sin moverse, siguiendo los movimientos de él, y cuando el fuego se hubo apagado y la oscuridad volvió a inundarlo todo y se convirtió en una distorsionada y enorme mancha, se acercó muy deprisa a la tumba que ahora estaba al descubierto, se arrodilló y empezó rápidamente a cubrirla con los montones de tierra que prácticamente todavía seguían ardiendo.
– No lo sabía… no lo sabía… -murmuraba con una voz ronca y queda-, ahora no está cubierto, hay que taparlo.
La voz jadeante de ella, que parecía brotar de una garganta reseca por el pánico, y aquel tono de impotencia del todo inesperado, dejaron a Boris helado por un momento. Tragó saliva, se arrodilló a su lado y le dijo:
– Se puede cubrir con piedras de momento.
Ella no le preguntó ni quién era ni de dónde había salido, ni siquiera levantó la cabeza, sino que siguió amontonando más tierra y más trozos de piedra.
– Para que no pase frío -dijo, con el rostro sumergido entre los brazos. Pero de repente se volvió hacia Boris y susurró-: Todas y cada una de las noches de este invierno, incluso cuando ha llovido, ha estado ahí dentro, y puede que la piedra lo protegiera, pero yo no hacía más que pensar que podía estar pasando frío y que no lo podía tapar con una manta.
Boris no supo qué decir ante semejantes palabras, que le producían piedad y miedo a la vez que embarazo por su desnuda sinceridad, de manera que permaneció en silencio mirando a su alrededor, y cuando se apercibió de que el chorro de agua seguía brotando de la manguera se levantó rápidamente, fue hasta el grifo y lo cerró con fuerza, tiró de la manguera, la enrolló y volvió a mirar hacia el lugar donde antes había estado ardiendo el fuego.
– Soy el vigilante nocturno -le dijo sin mirarla.
Su propia presencia allí ya no lo desconcertaba porque ahora, así le parecía a él, estaba cumpliendo con su deber.
Para su sorpresa ella dijo:
– Sí, sé quién eres. Te he visto a la puerta de la garita.
Y él, que creía que nunca lo había visto, porque siempre pasaba por delante de su puesto con la cabeza gacha. Según parecía había gente que veía sin mirar.
– Mira lo que he hecho, y la lápida de Yuval Efrati también… Yo… yo… no sabía que se incendiaría -se justificó con voz ahogada-, no era mi intención que todo esto… no creí que… me pareció que solamente la piedra que había encima, la que llevaba la inscripción, ésa era la única que pensaba romper.
– Eso es lo que suele pasar con ese explosivo -dijo Boris-, me ha parecido que era C-4 -vaciló- plástico. En la casa en la que vivo… hay un chico… un soldado… él me lo ha enseñado…
– Les pedí que me lo trajeran para mi trabajo, no sabían que lo iba a emplear en esto, y por mi cuenta -se disculpó ella-. Me lo han dejado hasta mañana, que es cuando mi hijo mayor iba a venir a ayudarme con las piedras, porque creía que era para mi trabajo… Tiene un amigo en ingeniería de combate… No podía decirles lo que quería hacer.
– Pero ¿por qué? -se aventuró de pronto Boris a preguntarle.
– ¿Cómo que por qué? -le respondió ella con voz impaciente y furiosa-. ¿Que por qué reventarla? -y sin esperar respuesta empezó a hablar muy deprisa mientras seguía echando tierra en la fosa-. Pues porque no han querido escribir la verdad, porque ponía… ¿Sabes lo que ponía? Ponía «Caído en acto de servicio por la patria», pero él no murió cumpliendo con su deber, no estaba de servicio y no murió… y… -la voz se le apagó de repente pero enseguida volvió a hablar, ahora en un tono duro y frío-: Ni murió ni cayó, todo es mentira. Una gran mentira, tampoco fue un accidente, a él lo asesinaron, y eso es lo que va a poner aquí ahora, como debe ser. Quedará escrito que lo mataron sus mandos, que lo llevaron como un cordero al matadero, porque ésa es la verdad y sobre la tumba de Ofer va a aparecer escrita la verdad.
Boris se quedó callado.
– ¿Sabes cómo lo mataron?
Él siguió en silencio pero asintió con la cabeza.
– Lo mataron jugando, lo mataron con un juego, con una red, se llama «la ruleta de la red», seguro que conoces la ruleta rusa, pues es muy parecido pero aquí entra en juego una red, y luego quieren que aquí ponga «caído».
Empezó a andar muy deprisa, salió del cementerio y al momento volvió, con la respiración pesada y entrecortada y la escultura de mármol entre los brazos. La colocó en la cabecera del foso y se puso a cavar con las manos para amontonar tierra alrededor de la base y darle estabilidad. Después se sacudió las manos contra el costado del cuerpo y comenzó a apartar la tierra que sobraba de la peana de mármol rectangular. Muy despacio leyó Boris las palabras cinceladas en la piedra: «Ofer Avni, cándido y puro, que fue llevado como cordero al matadero por sus mandos».
– Lo colocaré más alto -dijo ella después de que los dos llevaran un rato mirando la figura del muchacho-. Estará en un pedestal, lo verán desde lejos, y también lo que está escrito.
Boris se acercó un poco más y vio unas vetas grises en la piedra lisa. La figura se erguía muy esbelta, rematada por una cabeza que, en comparación, era pequeña. Se paró a observar la postura de los pies.
– Muy bello -dijo de pronto-. Qué bonita es… -y con las manos describió aquellas estrechas medidas que se elevaban hacia arriba tan ligeras, como si insinuaran una vivencia espiritual, como si flotara-: Mármol, blanco.
– Sí, mármol -dijo ella pensativa-. Yo quería alabastro, que es una piedra más ligera, es la piedra con la que se hace la cal, tiene muchas texturas y es muy blanda, se trabaja muy bien con ella, además, a la luz se puede ver que tiene otros colores, casi es transparente en algunos puntos. Me hubiera gustado que aquí -y señaló los muslos del muchacho- y ahí -su mano se elevó hasta el cuello de la estatua- fuera más ligero, que en la perspectiva se notara su altura y que la cabeza fuera más pequeña en comparación con la longitud del cuerpo, que al acercarse a él resultara largo y estrecho y al alejarse resultara todavía más largo y más estrecho, como las obras de Giacometti, pero no encontré alabastro en un solo bloque tan grande como éste, porque viene en bloques más pequeños.
– Pues la verdad es que está muy bien -dijo Boris, pensando en la dimensión no tangible, espiritual, de la estatua. Lo que realmente quería era preguntarle sobre el significado de las palabras «llevado como un cordero al matadero», pero fijó la mirada en la tumba, que parecía estar recién excavada, y dijo-: Si se podía haber quitado, ¿por qué volarla?
– Porque no había otra posibilidad -le respondió sin mirarlo-. No se podía quitar y luego tirarla, porque ahí estaba escrito su nombre, la fecha, y esas cosas no se tiran de cualquier manera. ¿Cómo iba a deshacerme de una piedra que cubría una sepultura? Imposible. Y con ellos no hay manera, lo hemos intentado todo, no son más que unos mentirosos, unos embusteros. Creí que ellos y yo… Creí que conmigo ellos… Creí…
Los dos permanecieron en silencio durante un rato.
– Hay una comisión funeraria en memoria del soldado -dijo ella de repente y con amargura-, que tiene su procedimiento y reglamento propios. La lápida de un soldado tiene que tener sesenta centímetros de largo por cuarenta y uno de ancho. Exactamente. Las medidas y lo que se escribe en el mármol es absolutamente sagrado para ellos. Nombre, graduación, la fecha del calendario hebreo y «caído». Siempre me pareció que eso estaba muy bien, que era estupendo que fuera igual para todos, que así es como debía ser, si hasta… hasta me gustaba… me parecía que esa igualdad era una especie de… como la unión del pueblo… que todos somos iguales… una sola familia… no se me ocurría que pudiera ser de otro modo, pero ahora… esa mentira…
Se quedó callada y los dos prestaron oídos al ruido de un coche que se aproximaba. Enseguida aparecieron las luces de los faros en la ladera de la colina. Ella miró hacia el otro lado del seto.
– Han oído la detonación -dijo, con la voz muy tranquila-. Quizá sea mejor que te vayas para no verte metido en un lío.
Boris siguió callado y permaneció donde estaba, incluso cuando las figuras de tres hombres llegaron al portón. El primero que se acercó, y muy erguido, fue el viejo, el del bigote, Mishka se llamaba, el que había acudido a hablar con Boris durante sus primeras noches de guardia y que hacía unos meses le había hablado de su nieto en un ruso que rechinaba, porque empleaba palabras que él no había oído hacía años. Tras él entró el hombre que le había hecho los trabajos de electricidad y que el secretario había dicho que era el marido de ella, y siguiendo a ambos apareció un chico joven, de unos treinta años, que, al acercarse a la luz, Boris se dio cuenta de lo mucho que se parecía a ella, el mismo rostro largo, aunque sin rastro de abatimiento y sin los hombros encorvados, pero, por lo demás, una copia de ella en joven.
– Tú llévala a casa, que nosotros volveremos a pie dentro de un momento -le susurró el anciano al joven.