175048.fb2 Piedra por piedra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Una bandada de pájaros pasó muy cerca del gran ventanal del juzgado. Las palabras del juez Neuberg, que leía la resolución, se mezclaron con un suave soplo de aroma de algas y peces, un olor gris verdoso que la acompañó al abandonar la sala del juzgado. A pesar de que había oído las palabras del juez y captado la recriminación hacia los «conformadores de las normas», en palabras suyas, a pesar de que había oído nombrar explícitamente los fallos que se habían dado en el comportamiento del comandante de la base, que debía haber sabido dar ejemplo, y a pesar, de nuevo, de que no se había perdido las palabras del juez, en un hebreo muy ceremonioso, acerca de los temores que sentía por el futuro de todo el ejército de Israel y por las desgracias que podrían seguir sucediendo si «no se llevaba a cabo un ejercicio de autocrítica», a pesar de todo eso, no halló consuelo alguno en todas esas palabras. Aunque hubieran llevado a juicio al comandante de la base, existen grandes dudas de que hubiera podido desandar el camino que a sí misma se había impuesto, de que hubiera sido capaz de reconciliarse con la vida y vivirla con una fe renovada y enmendada en medio del tipo de orden establecido en el mundo. Y es que a partir de un momento dado de la vida de una persona, ésta se comporta como cuando una bala es disparada con una pistola, que ya no puede volver sobre sus pasos.

Tuvo que abrirse camino entre las mujeres que se encontraban sentadas en su fila. Éstas alzaron hacia ella una mirada interrogativa y ella torció los labios en una sonrisa de disculpa cuando pasaba por delante de Rut Kahane y Julia Efrati. Cuando se coló por el mínimo espacio que quedaba entre ellas y el banco que tenían delante, se dio un golpe en las rodillas con el tablón, y la sensación de dolor pareció llegarle de un lugar muy lejano. En la galería abierta el olor de antes se hizo más potente y, durante un momento, se detuvo y se apoyó en la columna de piedra, admirada de cómo el mar se colaba por todas partes, cruzaba calles y restaurantes, verdulerías, tiendas, coches y casas y llegaba hasta ese lugar, preñado de designios, trayendo consigo la vaga pero tentadora promesa de que la vida seguía existiendo, o que él, en todo caso, sí seguía ahí. Se diría que la estaba llamando, que no es indiferente a su existencia, porque le traía hasta allí, hasta su persona, hasta sus mismísimos orificios nasales, la salinidad de las algas, los peces y las olas.

En el interior de su cabeza se mueve ahora una luz cegadora y resplandeciente envuelta en unas suaves ondas de calina de color gris rosado, telones y más telones que no pueden con esa luz deslumbrante. Nadie más que ella sabe de su existencia. Anda deprisa, como cualquier otra persona corriente, con la espalda recta, y nadie se compadecería a su paso, sino que la saludarían con respeto, como la chica que se encuentra detrás del mostrador a la salida de la casa verde, que, sonriéndole, le tiende su carnet de identidad a cambio del resguardo rosa que sus manos muertas, insensibles, palpan hasta encontrar, sin palabras, en el bolsillo interior del bolso. El yo muerto que lleva dentro es quien le guía los pasos, a la vez que sonríe al ver el carnet de identidad que se guarda en el bolso en el bolsillo del pantalón, como si fuera una persona viva destinada a vivir. El policía de regimiento la saluda con la cabeza y al mirarlo, mientras sigue andando, la pierna tropieza con un gancho de hierro afilado y oxidado que sobresale junto al portón. A través de su vestido fino nota el arañazo, y al palparlo y mirarse la pantorrilla, descubre una brecha profunda y ancha. Pero la sensación de dolor ya no existe. Toda la carne está muerta, aunque las piernas la conducen con la obediencia de unas piernas inteligentes hasta el aparcamiento, y hasta el coche, y con unos gestos sosegados, sujetándola con las dos manos, introduce la llave en la cerradura; con esas manos que también saben verter con sumo cuidado gasolina por los rincones del pasillo y hacer una pila a sus pies con las carpetas marrones. Es la que ha muerto en su interior la que mueve los músculos de la cara hasta ponerle una sonrisa de indulgencia, disculpándose a sí misma, a esos ojos que han confundido los manojos de llaves, a esas manos torpes que intentan abrir con la llave que no es, que se empeñan en abrir la puerta del coche con la llave de casa y luego con la de su estudio.

Ahí está, sentada en el asiento del conductor con las manos apoyadas en el volante. El parabrisas mira hacia el portón de salida del aparcamiento de las visitas. Entre las manchas de polvo que hay en el cristal, distingue la figura del juez Neuberg y las de los otros dos jueces que salen con paso lento, que se detienen antes de llegar al aparcamiento interior, como si estuvieran pensando si darse o no un paseo de mediodía. Han levantado la sesión. Si con el pie apretara bien fuerte el acelerador, hasta el fondo, podría tirarlos al suelo y poner fin a su arrogante modo de estar, tan tiesos. El pie roza el pedal del acelerador y el coche gruñe. Su mano agarra el freno de mano que ha olvidado soltar. No merece la pena. Ellos no tienen la culpa, los comprende, son de los que cumplen con su trabajo fielmente, si hasta habría que compadecerlos.

¿Cómo es posible que pueda estar viviendo todo eso con tanta indiferencia, mientras unas manchas ardientes fluyen de una bola de luz cegadora y se convierten en resplandecientes puñales que se abren camino haciendo estragos, atravesando los suaves telones de un rosa grisáceo? Y el dolor en el pecho, que se hace insoportable. Se pone la mano en el pecho y abre los dedos bien abiertos, pero en vano, la mano no la libera. Porque no es en la carne donde se encuentra el dolor, sino en un lugar que no se puede tocar. Y ella, que creyó que fue entonces cuando todo se partió en dos, cuando quedó destruido, sin existencia siquiera, entonces, cuando estuvo ante los tres que le llevaron la noticia. Pero después revivió el espacio del pecho, el hueco vacío que queda entre los órganos. Detrás de las costillas, detrás de los pulmones, no en el corazón, ni en los hombros, sino dentro, el dolor navega por ella, que todavía respira, ligeras y rítmicas revolotean sus respiraciones, dentro nada se mueve, aunque ella sigue respirando despacio. Y el corazón late. Como debe. Además, quien la mire verá sólo su caparazón, el cabello recogido con una goma amarilla y gruesa que encontró en el cajón de la mesa de Ofer, con su cara delgada y arrugada que se ve reflejada en el espejo retrovisor, la mano firme que acerca el mechero al cigarrillo, y el pie que aprieta con moderación el acelerador cuando el semáforo se pone en verde. Porque nadie ve el fuego y el humo, ni el edificio que se desploma sobre sí mismo entre unas llamas muy rojas, y carbón y fuego en las carpetas marrones cuyas cubiertas se están calcinando mientras se enroscan hacia dentro ardiendo y quemándose, y las pavesas negras que vuelan por el aire y se desintegran hasta desaparecer. Y la brecha que se ha abierto en la pantorrilla, que le está manchando de sangre el vestido, y la mano que la palpa a ciegas, el escozor de la herida que sangra es sólo una certeza que le dicta el entendimiento, pero no algo que sienta. Qué extraña es la carne, sordomuda, ni oye ni habla. Tampoco sabe nada. Igual que un muerto. Sólo por dentro, en el espacio que no tiene nombre ni lugar en el mapa y es como si en él no existiera nada que pudiera doler, sólo duele ahí. Duele como cuando lo pisan a uno con un pie muy grande calzado con una bota negra de trabajo. Pero ella se va deteniendo en los semáforos, pone el intermitente antes de virar y se mete en la carretera de Ayalon y desde ahí va hacia el sur, en dirección a Ashdod, y ahora aumenta la velocidad, adelanta, vuelve a poner el intermitente, le pita a un camión que ha intentado cortarle el paso. Hay algo en ella que la hace sonreír, está sonriendo, lo sabe. Sólo que nada tiene sonido, el mundo entero es sordomudo, mudos son los cláxones de los coches, mudo también el grito del camionero que agita la mano, pero ella sabe que ha gritado, que ha querido llamarle la atención, que la ha increpado. Todos son unos enormes peces mudos. De los coches sale mucho humo, pero las ruedas y los motores están en silencio. Unas manchas rojas se le cruzan ahora sin permiso, silenciosas e imparables, a su aire, por toda la cabeza, manchando de púrpura brillante los suaves telones, tan dulces, rosados y grisáceos. Por su culpa, por culpa de las manchas rojas, aprieta el acelerador con todas sus fuerzas. Tiene la prisa de una enamorada, el aturdimiento la invade. Hasta hay algo de alegría en todo eso, en el baile de las manchas rojas. Porque dentro de poco desaparecerá el dolor que nada tiene que ver con el corazón de carne, ni con las costillas, ni con los pulmones, ni con el diafragma, ni con el resto de los órganos del cuerpo que dibujaba en las clases de dibujo hasta sabérselos a la perfección.

Una luz de mediodía de principios de verano emana también resplandeciente desde la negra carretera. Pero ella prefería cierta penumbra, no una completa oscuridad. No. La luz del atardecer. Una bandada de pájaros vuela en círculo en lo alto. El cielo está claro y azul. Sin una nube. Sólo los pájaros. Vuelan en grupo formando una escuadra encabezada por una flecha, también ellos constituyen una señal que indica que hay que marcharse de aquí. Sangre en la mano y sangre que mana de la pantorrilla y sangre que mancha su vestido. Caravana de coches ante el paso a nivel de la vía del tren.

Todas esas cosas las ve a través de un fuego que cubre el parabrisas. Fuego y columnas de humo mudas, estallidos y derrumbes. Piedras, hierro y madera carbonizada. Y las carpetas, marrones, quemadas, ardiendo. El fuego avanza quemándolo todo. También la sonrisa de turbación de Malaji, y la mirada inteligente y apática del juez Neuberg, que también estará allí, mudo, sin palabras, impotente, ante el edificio en llamas. Y ella, en la acera de enfrente, entre la gente, detrás del cinturón de protección del ministro de Defensa. Está viendo el edificio en llamas y a ella misma se ve dentro, su silueta se aprecia perfectamente desde la oscuridad, iluminada por el fuego. Arde deprisa ahí dentro. El fuego le lame los pies fríos y a su alrededor se amontonan las carpetas marrones, y al otro lado de la calzada el rostro abatido y aterrorizado de Malaji. El juez Neuberg mueve sus gruesos labios como un pez, sin que ni un solo sonido salga de él, porque se ha quedado sin palabras. Lo mismo que el fiscal, que, medio atragantado, mueve la nuez de arriba abajo sin pausa, con los brazos abiertos y gritando sin voz. Y alrededor del edificio, murciélagos blancos de papel, el papel en el que ella misma había escrito pidiéndole al ministro de Defensa una promesa de palabra y por escrito. Tres promesas: que pusieran en manos de personas ajenas al ejército las investigaciones sobre accidentes ocurridos en él, que llevaran a juicio al comandante de la base y que le permitieran dejar donde estaba la escultura y la inscripción que había en la tumba de su hijo. Ahora pasa un tren. Un tren muy corto, perdido. Locomotora y un vagón. Machacando a toda velocidad unos raíles negros flanqueados por campos pintados de verde, amarillo y marrón. Un barracón de madera junto a la vía y una fosa excavada cerca, con piedras y basura en su interior. Le falta el aire, se asfixia por el fuego. Y una potente voz le grita dentro que por qué no. Sí. En el incendio. Un ultimátum. Para así acallar el dolor. Así. El acorde final. En medio del estruendo. Así es como hay que aplacar el dolor en el pecho, que es como un bloque, como una bota negra de trabajo, que pretende reventar lo que ni siquiera existe, una especie de vacío que nada tiene que ver con el cuerpo. Los coches de los bomberos, los de la policía, el ministro de Defensa retorciéndose las manos, la cara del funcionario Malaji, el rey del funcionariado, deformada por el desconcierto, extenuado por completo. Porque él nunca se lo habría imaginado. Que todas las carpetas marrones se quemarían con los pies de ella, y las cerraduras y los manojos de llaves fundiéndose con el calor, y el gris verdoso de las taquillas metálicas fluyendo a torrentes. También las puertas de madera. Todo quemándose, desintegrándose, licuándose, fundiéndose. Y es que esa imagen, en vez de acallar el dolor en el interior del pecho, lo aumenta con las llamas, tan altas, con el vertiginoso remolino de los murciélagos blancos de papel que cada vez es más frenético, esos murciélagos que ella lanza por la ventana del despacho de Malaji y que revolotean en el aire. Aviones de papel que los niños hubieran echado a volar, pequeñas cometas desnudas y calvas. Aterrizan sin hacer ruido, sobre las aceras grises ahí abajo, en medio de la penumbra que las llamas iluminan. Luego se hará un gran silencio.

Los camiones de los bomberos permanecerán allí en silencio y quietos, los bomberos flotando por el aire alrededor de las escalas y de las mangueras haciendo movimientos lentos, como sumergidos en el agua, y los policías -porque también habrá policías- llevarán unos pequeños conos de metal, se los acercarán a los labios gesticulando mucho con las manos, pero ni un sonido se oirá. Y las puertas de madera reventarán, las enormes cristaleras estallarán en mil pedazos, las estructuras de hierro se fundirán y todo el piso se vendrá abajo. Pero nadie estará allí, en el interior del edificio, solamente ella, ardiendo, quemándose en medio del fuego que le sube por los pies con la combustión de las carpetas marrones que se enroscan sobre sí mismas, caen, encogen, hasta convertirse primero en pavesas negras con forma de mariposas y, ya después, en nada. Como si nunca hubieran existido. Y en la acera de enfrente, a una distancia prudencial, estará el ministro de Defensa proclamando promesas tranquilizadoras, pequeñas mentirijillas, con ayuda del megáfono que le ha tendido un policía. Pero su voz no se oirá, sólo el ruido del fuego y del edificio atrapado entre las llamas, sólo ellos cantarán, reventando, derrumbándose, el canto de la ruina y la destrucción. Habrá muchísimas personas, en silencio, pero no en grupos, cada una sola, aisladas en ese momento. Despacio y sin hacer ruido, dejarán caer al suelo las bolsas de la compra, los cestos y los bolsos, irán aflojando dedo tras dedo hasta soltar las asas y dejarlo caer todo y, después, alzarán la vista y lo sabrán. Ya no podrán decir que no ha pasado nada. Nada ha sucedido. Ya no podrán quedarse sin decir nada. Se verán obligados a saberlo y conocerán el pavor en sus propias carnes. Las manos, desnudas, se les petrificarán en el cuello, en la garganta, en la boca, ahogando un grito. Y los telones que los separan de ella, telones de hierro, telones de cemento, se derrumbarán uno tras otro, y todos los visillos y todas las mamparas desaparecerán por completo. Y cuando retiren las mano de sus bocas, unas manos grandes y otras pequeñas, blandas y duras, marrones, blancas y negras, y se les abra la boca, llegarán las hojas blancas, revoloteando en círculo a su alrededor, llenas de vida, de vida propia, y se abrirán camino hacia esas bocas abiertas. Entonces esas personas masticarán el papel, lo triturarán en segundos y se lo tragarán. No, no a su pesar, sino como se toma una pócima sin la cual no se puede vivir. Las desearán, querrán engullir esas hojas que ella escribirá y fotocopiará en la fotocopiadora vieja que tienen en el sótano. Porque en el sótano empezará todo el mal: primero verterá la gasolina por el suelo, después por la planta baja y por el primer piso, y luego le prenderá fuego a todo. Y no abrirá más que una ventana, de las que dan a la calle, para arrojar por ella los papeles blancos y que éstos vuelen hacia la libertad. Lo hará todo con la mayor eficiencia, con movimientos bien pensados, con gestos precisos, y en ese momento arderá y el dolor cesará.

La barrera se levanta. A lo lejos, la locomotora sigue pitando. La caravana de coches que se ha formado ante la vía del tren empieza a avanzar despacio. La luz de un día luminoso al mediodía, una luz esplendorosa. Con esta luz no, ni en completa oscuridad. Cuando se enciendan las farolas de la calle. Cuando la ciudad se encuentre todavía envuelta en una suave luz, azul y gris, porque ése es el momento en el que los colores se estremecen de verdad. El fuego empezará antes de que oscurezca, y su rojo y su negro se disolverán primero en el gris violáceo y dorado de la luz que se apaga temblando en el mundo, y después lo envolverá todo. Y sólo quedarán los papeles, blancos y delgados, ligeros, sólo, y la explosión de las cosas que estallen en el fuego, y entonces el dolor de dentro cesará, porque ya no puede soportarse por más tiempo. Ligera como una pluma, como el pedazo de papel blanco, como una cometa blanca, volará hacia el fuego, y la carne no le dolerá, se desplomará, primero como una mariposa negra, hacia dentro, hasta desaparecer, y sólo dejará atrás unos huesos blancos y resplandecientes, un montículo de huesos, lo está viendo. Y el dolor cesará, entonces desaparecerá el dolor.

El coche se encuentra ahora delante del portón del moshav. Unos arbustos de rosas rojas, amarillas y moradas rodean la garita del vigilante. Está cerrada. Hannah Horowitz le grita algo desde el jardín que hay cerca de la casa de sus padres, pero ella no lo oye. Hannah Horowitz, con la mano sobre el escote de su vestido de cuadros amarillos y blancos, como si ya fuera otoño, se sujeta también los bordes de la chaqueta verdosa que se pone por el frío de las mañanas, se aproxima hacia ella, se toca ligeramente su ancha nariz, tuerce los labios, de cuya comisura pende un cigarrillo, deja escapar el gruñido de siempre y, sosteniendo en una mano un vaso vacío y con la otra tendida hacia delante, empieza a hablar.

– Azúcar -dice, y vuelve a tocarse la nariz y a emitir el mismo gruñido- hasta mañana -dice Hannah Horowitz, mientras la mira entrar muy deprisa en la casa. Entonces le explica, con una voz suave y monótona, que no hay, que su padre no usa. Pero Hannah Horowitz le dice-: Cuando tu madre estaba en esta casa… siempre… -y se retira el cigarrillo húmedo de los labios. El verde suave del césped que rodea la casa de sus padres. Hannah Horowitz se marcha a casa. El vuelo de su vestido desaparece por detrás del emparrado de la valla. Nadie viene. Nadie va. Sus manos escarban en la tierra húmeda que hay entre las begonias de flores rosa, y ahí está la llave. La puerta de atrás de la casa de sus padres rechina. Dentro, la sala de estar desprende un olor antiguo, de los de antes. Huele a tarta de manzana. Y en el dormitorio, en el cajón de la cómoda del lado de su padre, está la pistola. El metal está fresco y es más ligera de lo que creía.

Sus pasos son livianos, devuelve la llave a su lugar, en la tierra de las begonias. En ese lugar hay una sombra muy dulce, al otro lado del césped. Una ligera brisa sopla de pronto, de manera que no suda.

De camino hacia el cementerio, en coche, levanta una pesada mano para saludar a los que la llaman desde un tractor lejano, y también a Shimshon, el de los ultramarinos, también a él, que avanza por el camino, lo saluda con un gesto de la cabeza. Como lo haría cualquier otra persona. Y es que el cielo está tan azul, el césped tan verde, y las moscas bailan en un alegre vuelo porque tienen calor. Sólo ella tiene mucho frío. A pesar de que el sudor le cae ahora por la cara, tiene muchísimo frío. Una nubecita asoma a lo lejos. Y ahí están los melocotoneros, sin un solo fruto. Y el mundo, tan sereno y tan hermoso. Cuando se renuncia a él, se aprecia su belleza. Junto al edificio de la secretaría hay alguien que le dedica una sonrisa vacilante mientras se pasa la mano por el pelo. Es Boris. Está completamente segura, ha ido a por la llave. Es curioso que vaya a ser precisamente él quien viva en la casa vacía de los padres de Meirke. Es curioso cómo van sucediendo las cosas. La casa que era el hogar proscrito de un revisionista va a ser ahora la morada de un inmigrante nuevo, de un ex comunista. Le devuelve una sonrisa petrificada, y también lo saluda con la mano. Él se dispone a acercarse, pero ella aprieta el acelerador. Ahora no puede hablar con él. No debe darse cuenta. Pero el aspecto de él y su tímida sonrisa le sugieren la palabra derrota. El dolor es por haber sido derrotada. El juez no tiene la culpa, ni tampoco Malaji. Así son las cosas cuando ya se abandona todo, aparece el dolor que se encontraba oculto en su envoltorio de piedra.

Ni con fuego, ni con ruido ni con columnas de humo. Sólo el suave sonido del silencio. De él sólo le llega una pregunta: «Qué lástima, ¿no?» -durante un instante experimenta cierto asombro-, «¿cómo es que no lo siente?». En la voz de Boris resuena la palabra lástima. Boris se lo habría impedido si ella se lo hubiera permitido. Imposible, le dice sin voz al fino silencio. A mí ya me resulta imposible. La carretera negra serpentea y las plantaciones de cítricos muestran su oscuro y profundo verdor. La tierra está marrón y seca. Ni un fruto ni una flor que rompa su verdor. En el cementerio el sol ilumina las lápidas. Ahí está la lápida de Yuval Efrati. Y la que han puesto al lado. La devolvieron. Y la fecha internacional y el nombre de su hermana Tamar siguen grabados, como estaban. Con el tipo de letra que Julia escogió.

Lo que ya no está es su escultura. Un charco de sol reposa sobre el rectángulo de piedra que han vuelto a poner en su lugar. Se sienta encima. No hay un sitio en el que apoyar la cabeza, con tanta luz. Una luz que perfora, que ciega. La cara de su madre se inclina desde lo alto sobre ella, y su voz, suave, canturrea una nana rusa, hiililulilu. La pistola. La mano fría. El disparo no lo oyó nadie.