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A las siete de la mañana estaba Rajela junto a la puerta de atrás de la casa de la familia Efrati. Meir Efrati le abrió vestido con una camiseta gris y unos pantalones de trabajo azules y todavía sin afeitar, según se apreciaba por los puntos grises que le cubrían las mejillas, y dijo:
– Ah, eres tú, pasa, pasa.
En la primera palabra de la frase, Rajela había podido apreciar cierta decepción mezclada con desgana, mientras que la repetición del «pasa, pasa» denotaba impaciencia, como si quisiera decirle que ya que había venido quizá pudieran sacar de ello algún provecho. Junto a la mesa redonda de la cocina de los Efrati, cuya ventana daba a los arriates de flores del jardín de atrás de la familia Avni, estaba sentada Julia con una bata de lana azul ligeramente abierta por la que asomaba el cuello redondo de un camisón rosa. Tenía los hombros echados hacia delante frente a un plato grande, las manos reposando sobre el regazo y las lágrimas cayéndole, pesadas y transparentes, encima de una pálida tortilla francesa alrededor de la cual brillaban unas cuantas gotas de aceite sobre unas rajas de tomate y un montoncito de queso blanco.
Efrati miró a su mujer con verdadera impotencia.
– Ya lleva así tres días, desde que vinieron a arrancar la piedra que habíamos añadido a la lápida -dijo, como si hablara de una enferma en coma o de un niño que no entendiera ni una palabra, y a Rajela le pareció notar en esa frase cierto tono acusatorio.
– Ha sido esta noche cuando he visto que la piedra no estaba -se disculpó Rajela-. ¿Cómo es que se han llevado la piedra y no se han llevado mi escultura? -se preguntó en voz alta-. Esta noche he estado en el cementerio y he visto que sigue ahí, que no han tocado nada.
– Ya se la llevarán -le aseguró Efrati, y no como quien anuncia una desgracia, precisamente, sino sobre todo por un impulso de vengativa furia-. Ya verás cómo se la llevan. Aunque a ti te tienen miedo, el hombre ése, Malaji, te teme, porque tú tienes boca, pero ella, ¿qué puede hacerles ella? -se lamentó, mirando a su mujer con impotencia, como quien tiene a su cargo a una criatura a la que no sabe cómo hacerle más llevadero su sufrimiento.
– ¿Por qué no me lo habéis dicho? ¿Por qué no ha dicho nada ella? ¿Por qué no me lo vino a decir el jueves, después de que volvierais del cementerio por la mañana?
Efrati agitó el brazo gesticulando nerviosamente.
– ¿Qué es lo que te teníamos que haber dicho? Pero ¿tú quién eres, Dios, acaso? ¿Qué podías hacer tú? Habrías puesto una piedra nueva y ellos habrían vuelto a venir como unos ladrones, por la noche, y la habrían arrancado para cargarla en una camioneta y llevársela.
– Por la noche no ha sido -le aseguró Rajela-. No la han quitado por la noche.
– Pues no habrá sido de noche -le concedió Efrati-, pero se han comportado como unos ladrones. El caso es que no sé qué hacer, porque hace ya tres días que no come, y eso que le he preparado el desayuno que a ella le gusta, pero nada. Además de que se pasa el día y la noche con este llanto -estas palabras las pronunció Efrati plantado detrás de la silla de su mujer mientras le acariciaba el pelo con delicadeza, frente a Rajela, que se había dejado caer pesadamente en una de las sillas forradas de tela árabe jaspeada con la que Julia las había acolchado y forrado después de escogerla a su gusto.
– Ahora mismo vamos a ir a verlo -le dijo Rajela a Julia-, vamos a ir a hablar con el tal Abraham Malaji, así es que hoy no estaremos en el juzgado, habrá otras que vayan.
– ¿Cómo que vais a ir a hablar con él? -dijo Efrati-. ¿Para qué? Es como hablar con una pared. Además, ni se les puede llamar por teléfono, es como si no existieran, no se encuentran en ningún sitio como organismo, nada de nada. El único que tiene un despacho y un teléfono es Malaji, y el funcionario ése, el tal Malaji, lo último que va a hacer es ayudaros. En cuanto os vea en la puerta, hará que digan que no está, ya lo conoces. ¿Acaso no intenté yo hablar con él el jueves? El viernes no estaba en el trabajo y en su casa no se le puede molestar. Te voy a decir la verdad -su voz se convirtió en un susurro-, cuando la veo así creo que tendría que ir a verlo, ahora mismo, pero me da miedo -Efrati se miró sus enormes manos y se palpó un callo que tenía en la base de un dedo-. Me da miedo hacerle algo, llegar a hacerle daño, pero vosotras, por supuesto que no tenéis nada que hacer allí. No hay con quien hablar, porque cuanta más lata se le dé, peor, más se mantendrá en sus trece, y si la ve llorar, más se ensañará con ella. Hay gente así, Rajela, ¿no sabías que hay gente como ésa? No tienen corazón, judíos, sí, pero sin corazón.
– Pues pongamos una denuncia -dijo Rajela, inclinándose hacia delante y posando una mano en el brazo de Julia-, por lo menos lo amenazaremos con acudir al Tribunal Superior de Justicia. ¿Lo habéis intentado?
– No -dijo Efrati asustado-, no hemos hecho nada, porque desde entonces no ha dejado de llorar. Tú misma has visto que la han arrancado y se la han llevado. Y tú creías que no iban a tener valor para hacerlo, creías que hablaban por hablar.
Rajela asintió con la cabeza. Después de haber estado hablando con Boris fue al cementerio. Hasta esta noche no había descubierto que la piedra que habían colocado junto a la tumba de Yuval -Julia se había negado a que retiraran la piedra original- ya no estaba. Efrati no podía ni imaginar el escalofrío que la había recorrido cuando vio que la piedra no estaba, porque imaginarse la escena de unas potentes manos escarbando, arrancando y levantando la piedra, para después arrojarla bien lejos, la había conmocionado. ¿Qué es lo que en realidad habrían hecho con ella? ¿Tirarla? ¿Llevársela? ¿Cuándo? ¿Sin hablar con nadie ni avisar siquiera habían llegado y se la habían llevado como botín?
– Nos lo advirtió por teléfono -dijo Efrati, y su voz sonó a reproche-, dijo que eso es lo que iban a hacer, y la verdad es que lo han hecho. No nos teníamos que haber metido en todo esto y, además, si no les hubiéramos pedido permiso, ni se habrían enterado, ya se lo decía yo a Julia… -y la voz se le fue apagando, aunque Rajela sabía que aquel silencio estaba lleno de ira contra ella, por las ideas que le había inculcado a su mujer, por las esperanzas que le había dado con su propias acciones.
– Vístete, Julia -le dijo Rajela a la mujer, que tenía hundida la cabeza entre los hombros como la cabeza de una tortuga anciana-, vístete, que vamos a ir a hacerle una visita.
Julia Efrati se secó los ojos con el dorso de su arrugada mano, una mano que, literalmente, parecía arada por sus muchos surcos, y unas manchas húmedas iluminaron aquella piel de un moreno claro. La verdad es que no era mucho más mayor que ella, pensó Rajela, mientras le acariciaba de nuevo aquel bracito tan seco y le volvía a decir:
– Vístete, que ahora no nos podemos venir abajo porque a ellos les dé la gana.
Julia Efrati se dirigió en silencio al dormitorio. A Rajela, que ahora se había quedado sola con Efrati, sin que éste pronunciara ni una palabra, le pareció que pasaban horas hasta que Julia regresó. Efrati había ido retirando, poco a poco, el plato, la taza y todo lo que había encima de la mesa. Se lo llevó todo por separado. Una y otra vez iba de la mesa al fregadero, y con gran estruendo golpeaba el plato con el tenedor mientras tiraba el desayuno que ella no había probado al cubo de la basura. Miró con pena la barra de pan integral, de la que había cortado dos rebanadas que se secaban en un cestillo.
– Reciente de esta mañana -dijo, mientras envolvía la barra en una bolsa de plástico, lo colocaba en el cesto del pan y vertía el café con leche por el fregadero-. Pronto será el día del recuerdo -se lamentó, a la vez que recogía en la palma de la mano unas migas de entre las flores bordadas del mantel- y la piedra no está. Si es que con ellos no se puede, son como el viento, como la lluvia, como la sequía, como… -sus palabras se interrumpieron al volver Julia, con su pelo blanco recogido en un moño y manándole todavía unas silenciosas lágrimas de los ojos, porque ni un solo sollozo había dejado escapar, como si los ojos fueran un manantial desbordado y las bolsas hinchadas que tenían debajo unas pequeñas albercas. Pero sí se había quitado el camisón y la bata y se había puesto unos pantalones azules y una camisa blanca.
– Yo no puedo ir con vosotras -dijo Efrati furioso-, por los trabajadores, no los puedo dejar solos, me estropearán el…
– Nos las arreglaremos -dijo Rajela.
– Veremos en qué estado vuelve de allí -se lamentó él.
– Ya verás cómo todo irá bien -le dijo Rajela, que mientras hablaba se daba cuenta de que también a él intentaba demostrarle algo-. Ya verás cómo al final serán ellos los que tengan que dar su brazo a torcer, y no nosotros -le prometió, y siguió los pasos vacilantes de Julia, que ahora había dejado de llorar y sus ojos, rosados y húmedos, la observaban con una mirada abatida, asustada e impotente.
– ¿Pero os habéis oído hablar? -le dijo Julia de repente cuando ya estaba en la puerta, con la nariz temblándole-. Parece que estéis hablando de personas extrañas, o del enemigo, yo no puedo acostumbrarme a hablar de ellos así -y de nuevo se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
– Nosotros no somos los culpables de eso -dijo Rajela, y enseguida salió con ella y cerró la puerta tras de sí.
Julia fue en silencio durante todo el trayecto mientras Rajela conducía con los labios fruncidos. De vez en cuando, Rajela miraba de reojo a su compañera de viaje, que llevaba las manos cruzadas en el regazo y cuyo rostro irradiaba un gran temor. Encendió la radio y el resumen de las noticias que emitían en ese momento se inició con la información acerca de un capitán muerto y dos heridos en el sur del Líbano: «Las respectivas familias han sido informadas», terminaba el breve noticiario.
– Los nombres no los dirán antes de las noticias de la noche -dijo Rajela, y apagó la radio. Julia Efrati suspiró, pero permaneció en silencio. Hasta que el coche entró en el aparcamiento-. No hay nada que temer -la tranquilizó Rajela, al ver el temblor que se había apoderado del cuerpo de Julia cuando ya se habían bajado del coche-. ¿De qué puedes tener miedo? Si lo peor ya te lo hicieron, ¿qué van a poder hacerte ahora?
Julia Efrati volvió a mirarla con aquella mirada asustada que tenía y el temblor de sus manos fue en aumento.
– Todo me da miedo, hasta tú me das miedo -susurró de repente-. Tengo miedo de lo que puedan hacerte a ti, no a mí.
– ¿A mí? -se sorprendió Rajela-. ¿Qué pueden hacerme a mí?
– En cualquier momento -dijo Julia mientras seguían allí, junto al coche- en cualquier momento puedes venirte abajo, de repente, sin que te des cuenta, ¿no lo entiendes? No se puede vivir así durante mucho tiempo, luchando, peleando con todos, sin dormir, sin llorar, al final todo el mundo se viene abajo. ¿Cuánto tiempo se puede aguantar?
– De eso nada -zanjó Rajela el asunto-, no pienso rendirme, y desde luego, no antes de que solucionemos lo de la lápida de Yuval.
Una mirada de duda asomó a los ojos de Julia, que se apresuró a bajarlos.
– Si tú lo dices -acabó por admitir, y se acercó mucho a Rajela, que notó en el cuello el hálito de su respiración-, si tú lo dices, será, porque nadie lo sabe mejor que tú.
Se encaminaron hacia el edificio, y al llegar, Rajela se apoyó contra la puerta de cristal para sujetarla y dejar pasar a Julia, que avanzaba despacio, como si le hubieran atado los pies. Desde el amplio vestíbulo unas escaleras subían hasta las oficinas y despachos.
– Que no se te olvide -le dijo Rajela cuando se detuvieron ante la puerta de la secretaría, en el primer piso-, no te olvides de quién tiene razón y tampoco de cuánto has deseado poner esa piedra.
Julia le dedicó una media sonrisa y bajó la mirada hasta posarla en sus dedos.
– Lo importante aquí no es quién tenga razón -dijo en voz muy baja-, no tiene nada que ver con todo esto. Eso -añadió mirando ahora a Rajela con unos enormes ojos llenos de asombro y de dulzura- todavía no lo has entendido. Con todo lo inteligente que eres, sigues sin entenderlo.
Rajela llamó a la puerta y acto seguido la abrió con ímpetu, antes de recibir respuesta desde el interior.
– Estupendo -le dijo a Julia, y puede que a sí misma-, la secretaria no está, nadie va a poder detenernos -y mientras todavía estaba hablando, llamó a la puerta interior, que también abrió de un empujón antes de que nadie le respondiera.
En aquel despacho tampoco había nadie. A un lado de la mesa se alzaban unas carpetas de cartón marrón, en cuyos márgenes aparecían anotados diferentes nombres.
– Siéntate -le dijo Rajela a Julia con firmeza-, esperaremos.
– Pero nos podemos pasar el día aquí -dijo Julia, después de sentarse en la silla negra que había delante de la mesa-, a lo mejor hoy no viene.
– Tarde lo que tarde, aquí nos quedamos -dijo Rajela, y se sentó a su lado en una silla cercana-. Esperaremos, que tiempo no nos falta.
El teléfono no dejaba de sonar. Julia miraba hacia el aparato y hacia Rajela alternativamente y cada vez más preocupada.
– Están llamando -dijo vacilante.
Rajela se encogió de hombros.
– Eso es señal de que se encuentra en el edificio -dijo finalmente. Y como si la hubiera oído, en ese mismo momento hizo su aparición en el despacho, con paso apresurado, aquel hombre bajito, cuyo cabello plateado y brillante, concienzudamente peinado y dividido por una raya muy recta, acentuaba el tono cetrino de su rostro. Corrió hacia el teléfono, que dejó de sonar justo en el momento en que levantaba el auricular, y después se quedó mirando a las dos mujeres con un aire de sorpresa que al instante se convirtió en nerviosismo.
– No han concertado la visita -dijo con acritud, mientras colgaba el teléfono y se sentaba en su silla.
Ambas mujeres permanecieron en silencio.
– Podríamos fijar ahora una visita -dijo el hombre, visiblemente incómodo-, pero es que mi secretaria… Mejor llamen ustedes mañana, cuando esté ella, y entonces podré…
– ¡De ninguna manera! -lo interrumpió Rajela-. La visita la tenemos ahora. A ver si no es esto una visita -añadió, señalando primero a Julia y luego señalándose a sí misma-. Ya tenemos hora. Usted va a hablar con nosotras ahora sobre lo que le han hecho a la familia Efrati.
– ¿Y qué es lo que le hemos hecho a la familia Efrati? -preguntó, mientras Rajela seguía mirándolo fijamente-. Efrati… Efrati… -murmuró mientras rebuscaba en el montón de expedientes que había atraído hacia sí desde el borde de la mesa-. ¿La señora Efrati? -preguntó mirando a Julia y esforzándose por no toparse con la mirada de Rajela.
Julia asintió con la cabeza y de sus ojos empezaron a fluir abundantes lágrimas.
– Pues un momento -dijo, y después se aclaró la garganta-, si se trata de un asunto de la señora Efrati, ¿qué falta hace aquí la señora Avni?
– Ha venido a acompañarme -respondió Julia, en mitad de un sollozo que se apresuró a acallar.
– ¿No sería mejor, entonces, que esperara fuera? -propuso el funcionario-. ¿Por qué va a estar aquí? Fuera, al otro lado de la puerta, hay unas sillas muy cómodas y hasta un sillón donde puede esperarla.
– No va a esperarme fuera -dijo Julia, a quien el hecho de que el hombre hablara de Rajela en tercera persona la había ofendido como si le hubieran propinado un puñetazo en plena cara. De repente, se sintió con unas fuerzas que no creía tener y que no había notado mientras hablaba, y se dio cuenta de su existencia al sentir ese poder del que, en ocasiones, una persona se hace dueña cuando alguien hiere en su presencia a un ser querido.
Si le hubieran preguntado a Julia Efrati qué era lo que la había empujado a levantarse de su asiento para decirle al hombre que tenía delante exactamente lo que pensaba, sin temores, no habría podido sino decir vagamente que se había sentido responsable de Rajela, que la había acompañado, y que no podía soportar que la hirieran o hablaran de ella con desprecio. Ella, personalmente, sentía un gran respeto por Rajela, se veía insignificante a su lado y la admiraba en secreto, por su integridad, su honradez y su incondicional fidelidad a unos principios y al camino que se había propuesto seguir. Durante todos aquellos años también le había estado inmensamente agradecida por ayudarla la noche en que nació Tamar. Efrati se encontraba sirviendo en la reserva, llovía, y ella llamó a Rajela desde la ventana porque acababa de romper aguas tres semanas antes de la fecha en que salía de cuentas, de manera que Rajela fue la que la llevó al hospital. Conducía muy deprisa y con seguridad, en medio de la oscuridad y de la lluvia, y después se quedó con ella en el paritorio y exigió que llamaran al médico y que no estuviera sólo la comadrona. Tamar nació por cesárea, y cuando vio que el médico desenrollaba con sumo cuidado el cordón umbilical de alrededor del cuello de la niña, Julia comprendió que Rajela, con su insistente autoritarismo y su falta de complejos («no hace falta», había dicho ella misma al oír que Rajela exigía insistentemente que llamaran al médico, «no hace ninguna falta», porque le daba vergüenza parecer una mimada y porque le daba todavía más vergüenza el jaleo que estaba armando Rajela por ella) había salvado la vida de su hija. Rajela nunca había comentado nada de su comportamiento de aquella noche, y con un gesto del brazo se negó a aceptar los intentos de agradecimiento que ella o Efrati habían querido demostrarle. En más de una ocasión Julia había querido expresar a Rajela unas palabras de consuelo cuando la veía caminar pesadamente hacia el barracón en el que tenía el estudio, porque notaba que su amiga se torturaba con todo tipo de pensamientos, pero nunca se atrevía a hablarle porque tenía la impresión de que, en realidad, no la entendía del todo y creía que por sus limitaciones no iba a dar con las palabras adecuadas. En lugar de eso, a veces le hacía un pastel de queso, o le llevaba un ramo de rosas, porque sabía que le gustaban mucho. Desde la noche en que Mishka le contó cómo había destruido Rajela la lápida, Julia buscó más que nunca la compañía de su amiga, porque se sintió como quien se entera de que alguien muy cercano está librando una batalla que él mismo no tiene el valor de librar. Y en un momento dado, sin pensarlo, sintió el impulso de ponerse del lado de Rajela, a la sombra de lo que a sus ojos constituía una auténtica heroicidad, de ser su incondicional seguidora, y al mismo tiempo guardaba la esperanza de que se le pegara algo de ella.
– Soy yo la que le he pedido que me acompañe, así es que ¿podría decirme por qué le molesta que ella esté presente?
– No, si no me molesta, en absoluto -dijo Malaji-. ¿Cómo me va a molestar? Lo único es que resultaría más cómodo si…
Rajela intervino:
– Ustedes se han deshecho de la piedra -dijo, y por el rabillo del ojo vio que Julia sacaba un pañuelo de papel del bolsillo del pantalón-. Han arrancado sin permiso la piedra que la familia Efrati añadió a la lápida.
Por fin se atrevió Malaji a mirarla a los ojos. Rajela se dio cuenta de que los ojos claros y saltones del hombre bizqueaban ligeramente tras los cristales de sus gafas de montura dorada. Se alisó las mangas de la camisa de rayas que llevaba, colocó ante él la carpeta marrón con el expediente y la abrió con la mirada todavía fija en Rajela.
– ¿Por qué me habla usted de algo que no le atañe? -dijo él, intentando encubrir su incomodidad pasando al ataque.
– Sí le atañe -lo corrigió Julia-, porque le he pedido que hable por mí, ya que lo hace mucho mejor que yo. También fue quien escribió en mi nombre la solicitud que les presenté a ustedes acerca de la piedra que ahora se han llevado.
Los ojos de él iban de la una a la otra y se le notaba dubitativo, hasta el punto de que abrió la boca con la intención de decir algo, pero por lo visto se arrepintió.
– ¿De qué piedra se trata? -preguntó hojeando el expediente de la carpeta de cartón.
Rajela tuvo que reprimir el impulso de levantarse y pegarle un grito, y luego le dijo muy, pero que muy tranquila:
– Señor Malaji, ya es hora de que deje de hacerse el inocentón, usted sabe perfectamente de qué piedra se trata y no le hace falta ningún expediente, porque fue usted quien dio la orden.
Con una clara expresión de cansancio y de renuncia, aquel hombre, que desde detrás de la mesa parecía mucho más alto de lo que en realidad era, miró a Julia Efrati y le preguntó:
– ¿Tallaron ustedes en ella la fecha del calendario internacional?
Julia asintió.
– Nosotros, en el ejército, no escribimos la fecha internacional, y además añadieron ustedes un nombre, corríjame si me equivoco.
– El de nuestra hija, Tamar, la hermana de Yuval -le contestó Julia enderezando, de pronto, los hombros-. Ha estado muy feo eso de ir por la noche, como unos ladrones, y llevarse la piedra, porque era una propiedad privada.
– Señora Efrati, Julia…
– Señora Efrati -dijo Julia, y a Rajela, que le miraba el perfil, le pareció que su nariz aguileña palidecía y que le temblaban las aletas de los orificios nasales.
– Señora Efrati -volvió a decir el hombre con el tono de quien reconoce con generosidad que ha cometido un error-, nosotros ni somos unos ladrones ni nos hemos hecho con ninguna propiedad privada. La piedra la pueden ustedes recuperar. Pero tienen terminantemente prohibido colocarla junto a una lápida en la sección militar de un cementerio. Eso viola todas las leyes, ya se lo habíamos advertido antes, además de haberles explicado que si ustedes quieren trasladar el cuer…, la sepultura, a la sección civil del cementerio, no existe ningún problema, y allí podrán ustedes escribir lo que quieran. Mire, tenemos, por ejemplo -y empezó a revolver el montón de carpetas-, éste, por ejemplo, no voy a decir el nombre por discreción, tenemos un caso de unos padres que perdieron a su hijo y que han querido escribir DVS, «Dios vengue su sangre», en la lápida, y eso, como puede usted comprender -ahora sus ojos miraron a Rajela, como si de repente le hubiera dado por hablar con ella porque le parecía que lo iba a entender mejor-, eso es ya toda una declaración política. ¿Cómo vamos a permitirles que escriban algo así en la lápida? De modo que les propusimos trasladar la lápida, es decir, la tumba, a un cementerio civil, y el asunto se encuentra en estudio en estos momentos. En un cementerio civil serán muy libres de escribir lo que les parezca según sus necesidades.
– Eso también me lo propusieron ustedes a mí -dijo Rajela-, pero es que nuestros hijos no eran civiles, eran soldados, y murieron precisamente por ser soldados, por eso no queremos que estén en un cementerio civil.
– Y la sigla DVS, «Dios vengue su sangre», es una expresión muy judía, una fórmula para alabar a Dios, que ponen los religiosos, y si esas personas todavía siguen creyendo en Dios, a pesar de que les han quitado un hijo, tienen todo el derecho a querer que el Altísimo vengue la sangre de su hijo, ¿qué hay de político en ello? -arguyó Julia.
– Pero tampoco es eso lo principal -dijo Rajela-. Lo principal no es lo que usted ha dicho ahora, sino lo que no ha dicho. Porque a usted se le ha olvidado decirnos que llegó la Fiscalía del Estado y le pidió a la familia Reubeni que llegaran a un acuerdo fuera de los tribunales, porque temían perder el caso ante el Tribunal Superior de Justicia. Y no ha tenido en cuenta que sabemos que ustedes accedieron a su petición, que estuvieron de acuerdo con que pusieran el «Dios vengue su sangre» en siglas, y eso no llegó a la prensa porque la familia Reubeni no busca ni venganza ni titulares. Recibieron de ustedes lo que solicitaban, después de amenazarlos a ustedes, y con eso terminó su lucha, mientras que a nosotros todavía no se nos ha concedido.
– Señora Avni -dijo el funcionario ajustándose las gafas-, aquí no se trata de librar una batalla por un principio. Si realmente es tan importante para ustedes lo que ponga o cómo sea la lápida, en su caso no existe ninguna dificultad, porque en el cementerio del moshav hay mucho espacio en la zona civil, y además les hemos permitido expresar su duelo por medio de la parte ajardinada de la sepultura, y en especial en el moshav las posibilidades son infinitas en ese aspecto, pero si lo que quieren ustedes es luchar por unos principios… -y, dicho esto, extendió los brazos hacia los lados en toda su longitud y posó las manos sobre la mesa. Los dedos, largos, delicados y cuyas falanges estaban cubiertas de un vello oscuro, tamborilearon por un momento sobre el tablero de cristal-. Aquí no tenemos elección, nos resulta imposible ceder. Y sobre esto ya hablamos en su momento con usted y con su familia, y me pareció entender que su padre dijo que lo que ustedes hicieron, algo fuera de lo común, iban a arreglarlo y a devolverlo a su estado anterior.
– De ninguna manera -dijo Rajela tranquilamente, y vio que él doblaba los brazos y se los cruzaba sobre el pecho mientras ella añadía-: Pero no es de eso de lo que estábamos hablando ahora, ustedes tienen que devolver la piedra de los Efrati a sus dueños.
– Se les devolverá, si tanto insisten -lo solucionó Malaji al momento-, pero ése no es el asunto, el asunto es… el problema es qué van a hacer ustedes con la piedra cuando se les devuelva, y el problema consiste también en que ustedes quieren cambiar la lápida, y no se puede cambiar, la ley lo prohíbe. Y la ley existe -declaró-, ya desde el año cincuenta, la ley de cementerios militares, en la que se dice bien explícito… Porque, si se la devolvemos, ¿qué van a hacer con ella?
– Lo que usted no nos cuenta -dijo Rajela, haciendo caso omiso de su pregunta-, es lo del Tribunal Superior de Justicia, no nos habla de la posibilidad de demandarlos a ustedes ante el Tribunal Superior de Justicia. Con una orden del juzgado podremos, por un lado, recuperar la piedra y, por otro, colocarla en el lugar en el que debe estar.
Malaji miró el reloj.
– Dentro de un momento tengo una reunión -dijo con frialdad-, en realidad ya llego tarde, y lo de devolverles la piedra, como ya les he dicho, no va a ser ningún problema. La verdad es que les pertenece y para eso no hace falta que intervenga ningún Tribunal Superior de Justicia, pero será a cambio de la promesa de no colocarla en la sección militar, y lo demás puede solicitarse por escrito, que es el procedimiento, y entonces analizaremos el caso.
– Ustedes no nos van a poner sus propias condiciones -lo amenazó Rajela, que notaba que la sangre se le retiraba de la cara.
Julia Efrati, que ahora empezaba a sentirse completamente liberada de las ataduras de la vergüenza que la había paralizado, y a quien la libertad de decir lo que pensaba la llenaba de una satisfacción nueva y de un empuje desconocidos para ella, posó una mano en el brazo de Rajela y, con una voz tranquila y agradable -ahora tenía los ojos secos y a su rostro había vuelto el rubor rosadito de siempre-, le dijo al hombre sentado ante ellas:
– Señor Malaji, no quisiera tener que decir nada malo de usted ni tampoco creer que es usted una mala persona, pero la verdad es que se está comportando con mucha crueldad y como si usted fuera el dueño de todos los cementerios militares del país, y debe usted saber que no es el dueño y, por otra parte, tampoco creo que usted quiera ser un malvado. ¿Por qué se comporta con nosotras de esta manera?
– Esto no es un asunto de malos y buenos -se removió incómodo el hombre, bajo la mirada penetrante e inocente de Julia-. Existen unas leyes y unos reglamentos que hay que cumplir. Y el Tribunal Superior de Justicia es un asunto de años, años. Aquí tengo, por ejemplo -y volvió a echar mano de uno de los expedientes de las carpetas marrones que había en un extremo de la mesa-, un caso en el que se niegan a que en la lápida ponga «La guerra por la paz en Galilea», porque quieren que ponga «La guerra del Líbano». Y ahora soy yo el que le pregunto a usted, señora Efrati, ¿acaso fui yo quien decidió cómo se llamaba esa guerra? Fue el Estado quien lo decidió, el Estado soberano, fue el Estado de Israel el que lo decidió. ¿Tengo yo, acaso, la libertad para darle a esa guerra un nombre diferente? Pero ¿cómo voy a poder? -preguntó enardecido, mientras se incorporaba hacia delante-. Es cierto que en las conversaciones con los amigos yo también utilizo el término «Guerra del Líbano», pero cuando hay que emitir un documento oficial, me limito a respetar la decisión del Estado de Israel. ¿Quién soy yo para hacer otra cosa? -volvió a abrir los brazos, tensó los labios hasta convertir la sonrisa en una mueca y se apoyó en el respaldo de su asiento-. Pero si yo no soy más que un funcionario que obedezco las órdenes que me dictan. Si recibo la orden de modificarlo, lo modifico. Pero si yo no tengo ningún interés en todo esto. Y todas estas exigencias, todos estos casos excepcionales, lo único que consiguen es dividir al pueblo. Se lo dije a esa familia y también se lo digo a ustedes: están dividiendo al pueblo. No lo hagan. Existe una fórmula unitaria y un tamaño de lápida unitario, existe un estilo común para todos los cementerios militares, y existe una razón para ello. Desde el principio lo pensaron para que no hubiera una lápida que destacara sobre otra, para que no… Dejémoslo, porque las razones son varias, y ahora no vamos a citarlas todas, porque la principal es que todos nuestros soldados son iguales. No hay losas más iguales o menos iguales, para el Tsahal no existen las clases, y no puede ser que el que tenga dinero, o una iniciativa propia, o ciertas ideas políticas, o… necesidades artísticas -dijo, guiñando un ojo- decida hacer lo que él quiera.
Rajela colocó ambas manos sobre el cristal de la enorme mesa. Los ojos de Malaji seguían recelosos los movimientos de aquellas manos, como si temiera que fueran a romper o a manchar el cristal.
– Usted y todos los miembros del consejo no funcionan como un cuerpo público, que es lo que deberían haber sido, sino como una organización profesional, como un gremio destinado a conservar la situación vigente -le soltó, mirándolo directamente a los ojos, unos ojos muy claros, de manera que lo vio parpadear varias veces muy deprisa, sobre todo cuando añadió-: como si fueran ustedes inmortales, como si alguien los hubiera situado en una categoría moral especial.
– ¿Y por qué dice usted que todos los soldados son iguales? -le preguntó Julia, inclinándose hacia él-. El día del recuerdo hablé con los padres de Ben-Zaken, y su hijo, Aviad, murió cuando dos terroristas atacaron su campamento, en el norte, y dispararon contra los soldados que estaban haciendo la guardia. Los padres me contaron que han pedido que se cambie el «Caído en acto de servicio», por «Caído en combate», porque su hijo, Aviad, no simplemente cayó, sino que luchó contra los dos terroristas antes de que lo mataran, y todo el mundo sabe que «Caído en acto de servicio» es menos, y me contaron entre lágrimas que tuvieron que pasar tres años para que ustedes les dieran la razón. Pero ni aun así quisieron ustedes que apareciera dónde había tenido lugar esa batalla, así es que se ve una línea vacía. Todo eso es muy importante para nosotros; para nosotros, todas y cada una de las palabras que se escriben en la lápida son como un miembro nuestro, y cada línea que falta es una herida. ¿Dónde está entonces la igualdad de la que usted habla? Ustedes consideran que hay soldados de primera y de segunda clase -terminó Julia, y volvió a enderezar el cuerpo.
– Ése es un asunto completamente diferente -dijo el funcionario enfadado-. Estamos hablando de otra cosa. Se trataba de un asunto que no estuvo en nuestras manos resolverlo. Fue un problema en el que incluso intervino la opinión del jefe del Estado Mayor y en el que el Ministerio de Defensa no recibió orden de decidir, la decisión no fue, en absoluto, nuestra. En ese caso estamos hablando de la Guerra del Líbano -añadió muy deprisa, como si quisiera evitar de antemano que lo volvieran a interrumpir-. Cuando ellos dijeron «no admitimos que ponga "La Guerra por la Paz en Galilea"», y eso es un asunto de decisión nacional, determinaron dirigirse al Tribunal Superior de Justicia y ya llevan siete años con el caso, señora Efrati, ¡siete años! Siguen discutiendo el asunto también con nosotros, y eso que la cuestión de cómo llamar hoy a esa guerra no es una decisión de un gobierno de derechas, porque estoy hablando del gobierno de Rabin. Así es que ahora yo le pregunto a usted, señora Efrati, ya que todos deseamos que el caso se resuelva lo mejor posible, por evitarle a usted y a su familia un dolor y un sufrimiento innecesarios, ¿merece la pena meterse en un pleito de siete años? Pero si usted no se encuentra en situación de… -y con la mirada señaló a Rajela, mientras dejaba los ojos vagando en un punto intermedio entre las dos y la frase sin terminar.
– Usted no tiene derecho a insinuar aquí nada contra nadie -le dijo Julia-, y no me amenace. Si tardamos siete años en conseguirlo, pues que sean siete años, si ellos pueden, nosotros también, con lágrimas o sin ellas. Existe un límite en la capacidad de uno para reprimirse. Nuestro duelo privado no es lo que divide al pueblo, sino las personas como usted, porque se comporta arteramente.
– ¿Cómo que arteramente? -dijo Malaji conmocionado, abriendo y cerrando el cajón de la mesa, presa del miedo-. ¿Por qué dice usted eso?
– Porque usted no nos cuenta los precedentes -dijo Rajela.
– ¿Qué precedentes? -preguntó Malaji, quitándose las gafas. Después, volvió a abrir el cajón y sacó de él una funda oscura, de la que extrajo una gamuza de pura franela. Frotó con ella los cristales de las gafas, devolvió la gamuza a la funda y ésta al cajón, se puso las gafas, pestañeó y volvió a preguntar-: ¿Qué precedentes?
– El precedente de la familia Abulafia -dijo Rajela tranquilamente.
– Bueno, está bien, pero ése es un caso completamente distinto -dijo el funcionario volviendo a mirar el reloj.
– ¡Usted no nos quiere ayudar! -dijo muy consternada Julia Efrati-. Usted, que es judío, que es israelí, que representa a la institución en memoria del soldado, usted, que debería ocuparse de todo esto como si de algo sagrado se tratara, ¿cómo es posible que se ponga en contra de nosotros? ¿A usted qué le importa? ¿Acaso se trata de las piedras o de las tumbas de su padre o de su abuelo?
Malaji abrió la boca, para volverla a cerrar, miró el reloj, esta vez abiertamente, y se incorporó ligeramente en su asiento.
– Usted no se marcha a ningún sitio -le dijo Julia-. De aquí no se va aunque tenga una reunión muy importante, porque nosotras de aquí no nos movemos hasta que usted me dé una respuesta -en ese momento se dio cuenta de que lo que estaba haciendo era luchar por el honor de Rajela, que estaba por completo en sus manos. Se limpió con la mano unas gotitas que tenía encima del labio superior y se quedó mirando a Malaji. Él apoyó las manos en la mesa de cristal, como si tuviera intención de levantarse, pero la vehemencia con la que ella le había hablado lo hizo vacilar y enseguida se volvió a sentar-. Rajela ya me lo había dicho, y no me lo podía creer -explicó Julia-. Pero ahora he visto que tiene razón, y si ella tiene razón, la verdad es que no hay nada que temer. ¿No nos cuenta nada de la familia Abulafia, que es un precedente, ni sobre el Tribunal Superior de Justicia, que les permitió escribir la fecha internacional? El Tribunal Superior de Justicia los obligó a ustedes a acceder a ello, así es que existe un precedente que nos puede ser de ayuda, ¡y usted nos lo tendría que haber contado por iniciativa propia, si de verdad hubiera querido hacernos las cosas más fáciles!
– Eso no es muy exacto -dijo el hombre, y se pasó la mano por el pelo plateado-. Se trató de un caso excepcional, muy particular.
– ¿Cómo que muy particular? -dijo Rajela-. ¿Particular porque se trataba del hijo de un general de la reserva?
El funcionario se sobrecogió en su asiento.
– ¡Señora Avni! -dijo conmocionado-. ¡Nosotros no medimos por dos raseros!
– Aparentemente no, eso es verdad, aparentemente -dijo Rajela mientras entrelazaba los dedos-. Pero la familia Abulafia oyó las tonterías que usted dice sobre el reglamento y su incumplimiento y se atrevió, de inmediato, a dirigirse al Tribunal Superior de Justicia. Lo hicieron al momento porque no les tenían miedo a ustedes ni iban a permitir que les tomaran el pelo. Sabían perfectamente lo que ustedes más temen. Y en efecto, en cuanto presentaron la denuncia ante los tribunales, a la fiscalía le faltó tiempo para correr a hablar con ustedes y poder llegar a un acuerdo. De él aprendí, precisamente del general de la reserva Yisasjar Abulafia, general del Tsahal, que eso es lo que ustedes más temen, que a ustedes les da pánico que un tribunal haga temblar la tierra que tienen bajo sus pies, eso y que se sepa, que se le dé publicidad al caso. De manera que existe un precedente según el cual Julia Efrati puede grabar la fecha internacional, y a usted se le había olvidado contárnoslo.
– También ustedes se han dirigido al Tribunal Superior de Justicia -le recordó Malaji a Rajela apretando los labios-. Y sabe muy bien que en su caso no hemos temido nada y que usted misma se ha puesto en tela de juicio.
– Habla usted muy mal -intervino Julia levantándose de su silla-. Yo diría que habla usted con mezquindad. Devuélvanos la piedra, y que sea hoy mismo, porque de aquí me voy inmediatamente al abogado a interponerles una demanda, y con el precedente del que ya tengo noticia creo que esto va a ser muy rápido, porque lo que nosotros queremos es exactamente lo mismo por lo que ya se ha fallado sentencia, poder escribir la fecha internacional para que no me sigan preguntando cuánto tiempo hace exactamente que mi querido Yuval murió. ¿Quién vive hoy aquí según las fechas hebreas? No queremos que nadie, excepto nosotros, tenga que estar pensando en el tiempo que ha pasado desde que murió.
También Malaji se había levantado, de manera que solamente Rajela seguía sentada.
– Cursen ustedes la solicitud por escrito y yo se la presentaré a la comisión -resolvió finalmente-. Aunque no es exactamente el mismo caso que el de la familia Abulafia, porque ustedes también quieren añadir el nombre de la hija, que no cabe en la lápida, y lo que está terminantemente prohibido es añadir una piedra o una inscripción a una lápida militar. En el caso de Abulafia, ya que ustedes lo han traído a colación, lo incluimos en el cuerpo de la lápida que había, mientras que en el caso de ustedes no habrá sitio para poner la fecha internacional y además el nombre de la hermana, créame que es así, porque tengo una experiencia de diecisiete años en estas cosas.
– Pues entonces tendrán ustedes que añadir una línea más o aumentar el tamaño de la lápida.
– Eso nos resulta completamente imposible, y ya le he explicado por qué, además, yo no tengo autoridad para decidirlo, pero sí estoy dispuesto a presentar a la comisión la solicitud que ustedes hayan preparado por escrito.
– Por escrito -balbució Julia bajando los ojos-. Qué vergüenza. Debería darles vergüenza a ustedes enviar una respuesta estándar, como la carta que nos enviaron cuando Yuval murió, «muy apreciados padre -barra- madre», eso es lo que ponía. Ni siquiera se molestan en borrar lo que sobra. ¿Y si hay alguien que no tenga padre o que no tenga madre? Sus cartas siguen un modelo unitario, sin nada… sin ningún vínculo personal.
– ¿Cuándo? -dijo Rajela mientras ahora también ella se levantaba-. ¿Cuándo va a presentar la solicitud ante la comisión?
– En la próxima reunión, dentro de… -se puso a ojear una enorme agenda de despacho-. Dentro de seis semanas y media -dijo, manteniendo el dedo en la página por la que se encontraba abierta la agenda.
– Eso es mucho tiempo -dijo Julia con desesperación, y las manos empezaron a temblarle de nuevo.
– A mí me hubiera gustado que… -susurró, y enseguida se calló.
– Podría hacerse de otra manera -dijo entonces Rajela en un tono muy duro y tocando suavemente la mano de Julia-. Con buena voluntad, se puede hacer de otro modo. Si de verdad existe buena voluntad y de verdad se quiere, se puede hacer de otra manera. Pero aunque la voluntad no sea todo lo buena que debiera y se desee sólo un poco, aunque no sea más que porque se tiene miedo, supongamos, lo que se puede hacer es reunir una comisión mínima, incluso por teléfono, y se puede también obviar el asunto de la solicitud por escrito, y se puede hacer un montón de cosas más, como usted muy bien sabe por sus diecisiete años de experiencia, durante los cuales ha estado amargándole la vida a cualquiera que se quiera apartar del reglamento, del procedimiento o de lo que sea. Porque, si usted decide que se actúe de una manera diferente, se puede actuar de una manera diferente.
– Haré todo lo que esté en mis manos -dijo, mientras miraba el reloj y erguía los hombros y la cabeza.
– Lo que tiene que hacer es informar a quien proceda de que en cuanto salgamos de aquí nos vamos directamente al abogado -dijo Rajela-. Y si no devuelven la piedra que arrancaron, les interpondremos una demanda también por eso, a no ser que la devuelvan hoy mismo, hasta esta noche. Eso lo dejaremos preparado, pero pendiente, en el abogado. Imagínense la cara que se les va a poner a ustedes cuando se les acuse de allanamiento de morada, de robo y de profanar una lápida.
– Los que se dedican a profanar lápidas no somos precisamente nosotros, ni los que hemos infringido la ley -dijo Malaji, con voz ahogada y estirando la camisa hacia abajo-. Y a usted, señora Avni, le digo que, sólo porque su padre nos ha dado su palabra y por su pasado militar y su buen nombre, esperamos que sean ustedes mismos quienes retiren lo que ilegalmente han colocado, en lugar de tener que ir inmediatamente y hacerlo nosotros. Pero nuestra paciencia también tiene un límite -le advirtió mientras se colocaba bien el borde de la camisa por dentro del fino cinturón de piel.
Se quedó junto a la puerta abierta, esperó a que las dos mujeres salieran delante de él y enseguida la cerró con una llave del pequeño manojo que había sacado del cajón de la mesa de la secretaria. Después esperó a que salieran del despacho de la secretaria, cerró también con llave esta última puerta, y se dirigió hacia el ascensor, punto en el que se quedó mirándolas con aquellos ojos tan claros -dos veces volvió Rajela la cabeza y vio su mirada- mientras bajaban a pie por la amplia escalera de mármol del edificio.