174797.fb2 No Llores M?s, My Lady - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Miércoles

2 de septiembre

CITA DEL DÍA

«La belleza entra por los ojos.»

Shakespeare

Buenos días, estimados huéspedes:

¿Se sienten un poco perezosos esta mañana? No importa. Después de unos días, todos comenzamos a caer en un delicioso y refrescante letargo y pensamos que tal vez, sólo tal vez, podamos quedarnos en la cama esta mañana.

No y no. Los estamos llamando. Únanse a nosotros en la maravillosa y vigorizante caminata a través de nuestros hermosos bosques y a lo largo de la costa. Se alegrarán de ello. Quizá ya hayan aprendido el placer de hacer nuevos amigos o de reencontrar a los viejos en nuestro paseo al aire libre.

Permítanme recordarles que todos los huéspedes que deseen nadar solos en cualquiera de nuestras piscinas deben llevar el silbato reglamentario. Nunca se ha necesitado hasta ahora, pero es un factor de seguridad que creemos esencial.

Mírense en el espejo. ¿No empiezan a notarse todos los cuidados y ejercicios? ¿No les brillan más los ojos? ¿No sienten la piel más firme? ¿No será divertido mostrar la nueva apariencia a la familia y amigos? Y una última sugerencia. Sean cuales fueren los problemas que trajeron con ustedes, ya deberían estar totalmente olvidados. Piensen positivamente.

Barón y baronesa Von Schreiber

1

El teléfono de Elizabeth comenzó a sonar a las seis de la mañana. Contestó todavía dormida. Sentía los párpados pesados y a punto de cerrarse en cualquier momento. Los efectos del sedante no la dejaban pensar con claridad.

Era William Murphy, el ayudante del fiscal de distrito de Nueva York. Las palabras con las que la saludó terminaron de despertarla.

– Señorita Lange, pensé que quería que el asesino de su hermana fuera condenado. -Sin esperar una respuesta, prosiguió-: ¿Puede explicarme por qué está en el mismo lugar que Ted Winters?

Elizabeth se incorporó y apoyó los pies en el suelo.

– No sabía que estaría aquí. No me he acercado a él.

– Puede ser verdad, pero en cuanto lo vio tendría que haber regresado a casa. Mire la edición del Globe de esta mañana. Hay una foto de ustedes dos abrazados.

– Yo nunca…

– Fue tomada durante el funeral de Leila, pero la forma en que se miran está abierta a interpretaciones. ¡Salga de allí ahora mismo! ¿Y qué es esta historia de la secretaria de su hermana?

– Es por ella que no me puedo ir. -Elizabeth le contó acerca de las cartas y de la muerte de Sammy-. No me acercaré a Ted -le prometió-, pero me quedaré hasta mañana, tal como lo había planeado. Eso me da dos días para tratar de encontrar la carta que tenía Dora o saber quién se la quitó.

Como Elizabeth no quiso cambiar de opinión, por fin Murphy se decidió a cortar, no sin antes advertirle:

– Si el asesino de su hermana anda suelto, pregúntese de quién es la culpa. -Hizo una pausa y agregó-: Y ya se lo dije antes: cuídese.

Corrió hasta Carmel. Allí conseguiría los diarios de Nueva York. Era otro hermoso día de verano. Las limusinas y los «Mercedes» descapotables se dirigían en fila hacia los campos de golf. Otros corredores la saludaron con amabilidad. Los cercos particulares protegían las residencias de la mirada indiscreta de los turistas, pero en los espacios intermedios podía verse el Pacífico. «Un hermoso día para estar viva», se dijo Elizabeth y tembló al pensar en la imagen del cuerpo de Sammy en el depósito de cadáveres.

Se detuvo en una cafetería sobre Ocean Avenue para leer el Globe. Alguien les había tomado la fotografía al finalizar el funeral. Ella había comenzado a llorar. Ted estaba a su lado. La había abrazado y atraído hacia sí. Trató de no recordar lo que había sentido el estar en sus brazos.

Con un repentino desprecio hacia sí misma, dejó el dinero en la mesa y salió. Caminó hacia la salida, y arrojó el diario a un cubo de basura. Se preguntó quién habría filtrado la información al diario. Pudo haber sido alguien del personal. Min y Helmut sufrían muchas filtraciones. También podía haber sido uno de los huéspedes quien, a cambio de un poco de publicidad personal, mantenía informados a los columnistas. O la misma Cheryl.

Cuando regresó a su bungalow, Scott estaba sentado en el porche, aguardándola.

– Eres madrugador -le dijo ella.

Scott tenía ojeras.

– No dormí bien anoche. Hay algo en la caída de Sammy a la piscina que no termina de convencerme.

Elizabeth tuvo un sobresalto al pensar en la cabeza manchada de sangre de Sammy.

– Lo siento -se disculpó Scott.

– Está bien. Yo también me siento así. ¿Hallaste alguna otra de esas cartas?

– No. Tengo que pedirte que revisemos juntos los efectos personales de Sammy. No sé qué estoy buscando, pero tú podrías ver algo que a mí se me pase por alto.

– Dame diez minutos para ducharme y cambiarme.

– ¿Estás segura de que no te hará daño?

Elizabeth se apoyó contra la barandilla del porche y le pasó una mano por el cabello.

– Si hubiera encontrado esa carta, podría pensar que Sammy sufrió un ataque y se metió en la casa de baños. Pero al desaparecer la carta… Scott, si alguien la empujó o la asustó para que cayera, esa persona es una asesina.

Las puertas de los demás bungalows comenzaban a abrirse. Hombres y mujeres con idénticas batas de toalla color marfil se dirigían a los edificios respectivos.

– Los tratamientos comienzan dentro de quince minutos -le explicó Elizabeth-. Masajes, tratamientos de belleza, baños de vapor y Dios sabe qué otras cosas. ¿No es increíble pensar que una de estas personas que recibe todos estos cuidados dejó que Sammy muriera en ese maldito mausoleo?

La llamada que Craig recibió temprano era del detective privado. Evidentemente estaba preocupado.

– No hay nada más sobre Sally Ross -le dijo-, pero he oído que el ladrón que arrestaron en el edificio dice que tiene información acerca de la muerte de Leila LaSalle. Quiere llegar a un acuerdo con el fiscal de distrito.

– ¿Qué tipo de información? Puede ser lo que estamos buscando.

– Mi contacto no lo cree así.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– El fiscal de distrito está contento. Tiene que pensar que ahora su posición es más fuerte.

Craig llamó a Bartlett y le relató la conversación.

– Le informaré en mi oficina -dijo Bartlett-. Puede ser que mi gente encuentre algo. Tendremos que quedamos tranquilos hasta saber qué ocurre. Mientras tanto iré a ver al comisario Alshorne. Quiero que me dé una buena explicación acerca de las cartas anónimas de las que habló. ¿Estás seguro de que Teddy no salía con otra mujer, alguien a quien esté protegiendo? Parece no darse cuenta de lo mucho que esto podría ayudarnos. Quizá, sería conveniente que se lo mencionaras.

Syd estaba a punto de salir a caminar cuando sonó el teléfono. Algo le dijo que era Bob Koening. Se equivocó. Durante tres interminables minutos estuvo intentando conseguir más tiempo para pagar el resto de sus deudas.

– Si Cheryl consigue este papel, puedo pedir parte de mi comisión -explicó-. Juro que tiene más posibilidades que Margo Dresher… Koening mismo me lo dijo… Lo juro…

Cuando cortó la comunicación, se sentó en el borde de la cama. Estaba temblando. No tenía elección. Tenía que ir a ver a Ted y utilizar lo que sabía para conseguir el dinero que necesitaba.

No tenía más tiempo.

Había algo indefiniblemente diferente en el apartamento de Sammy. Elizabeth sintió como si su aura hubiese desaparecido con su cuerpo físico. No habían sido regadas las plantas y había hojas muertas sobre las macetas.

– Min se puso en contacto con la prima de Sammy para ultimar los detalles del funeral -explicó Scott.

– ¿Dónde está su cuerpo ahora?

– Lo recogerán hoy del depósito de cadáveres y lo enviarán a Ohio para ser enterrado en el solar de la familia.

Elizabeth pensó en el polvo de cemento pegado en la falda y la chaqueta de Sammy.

– ¿Puedo darte ropa para Sammy? -preguntó-. ¿Es demasiado tarde?

– No, no lo es.

La última vez que hizo eso había sido para Leila. Sammy la había ayudado a elegir el vestido con el cual Leila sería enterrada.

– Recuerda que el ataúd estará cerrado -le había advertido Sammy.

– No es eso -le había respondido Elizabeth-. Ya conoces a Leila. Si se ponía algo que no la hacía sentir cómoda estaba mal toda la noche, a pesar de que todos los demás la vieran espléndida. Si uno supiera…

Sammy comprendió. Y juntas eligieron el vestido de seda y terciopelo verde que Leila usó la noche en que le dieron el Oscar. Ellas dos fueron las únicas que la vieron en el ataúd. La empresa funeraria se había encargado de reconstruir el hermoso rostro, de borrar las heridas, y entonces, por fin, tenía una expresión de paz. Estuvieron un rato sentadas juntas, recordando, hasta que por fin llegó el momento de dejar que los admiradores pasaran junto al féretro; el director del funeral necesitaba tiempo para cerrar el ataúd y envolverlo en el manto floral que Elizabeth y Ted habían encargado.

Ahora, mientras Scott la observaba, Elizabeth revisó el armario.

– El vestido de seda azul oscuro -murmuró-. El que Leila le regaló para su cumpleaños. Sammy solía decir que si hubiese tenido esa ropa de joven, toda su vida habría sido diferente.

Hizo un paquete con la ropa interior, las medias, los zapatos y un costoso collar de perlas que Sammy usaba con los «vestidos buenos».

– Por lo menos, puedo hacer algo por ella -le dijo a Scott-. Ahora, ocupémonos de averiguar qué le sucedió.

Los cajones del vestidor de Sammy sólo contenían efectos personales. En su escritorio, encontraron el talonario, papel de cartas y una agenda. En un estante del armario, detrás de una pila de suéteres, hallaron una agenda de hacía dos años y un ejemplar encuadernado de la obra Merry-Go-Round, de Clayton Anderson.

– La obra de Leila -le explicó Elizabeth-. Nunca la leí -Abrió la portada y recorrió las páginas-. Mira, es su libreto. Siempre escribía notas y cambiaba algunas líneas para que sonaran mejor.

Scott observó cómo Elizabeth pasaba los dedos sobre la florida caligrafía que ocupaba los márgenes de las páginas.

– ¿Por qué no te lo llevas? -le preguntó.

– Me gustaría.

Scott abrió la agenda. Estaba escrita con el mismo tipo de letra ornamentada.

– También era de Leila. -No aparecía nada más después del 31 de marzo. En esa página, Leila había escrito: ¡NOCHE DE ESTRENO! Scott revisó las páginas anteriores. En la mayoría estaba escrita la palabra ensayo tachada.

Había citas para la peluquería, para pruebas de ropa, para visitar a Sammy en el monte Sinaí, enviar flores a Sammy, apariciones en público. En las últimas seis semanas, había más y más citas tachadas. También algunas anotaciones: Sparrow, L. A.; Ted, Budapest; Sparrow, Montreal; Ted, Bonn…

– Parece que llevaba el control de los programas de ambos.

– Lo hacía para saber dónde poder localizarnos.

Scott se detuvo en una página.

– Vosotros dos estabais en la misma ciudad aquella noche. -Comenzó a volver las páginas con mayor lentitud-. De hecho, parece que Ted aparecía un poco temprano en las mismas ciudades donde se iba a representar tu obra.

– Sí, a veces salíamos a cenar después de la representación y llamábamos a Leila juntos.

Scott estudió el rostro de Elizabeth. Por un instante se le cruzó una idea. ¿Era posible que Elizabeth estuviera enamorada de Ted y se negara a reconocerlo? Y de ser así, ¿era posible que un sentimiento de culpa le estuviera exigiendo, inconscientemente, que Ted fuese castigado por la muerte de su hermana, sabiendo así que también ella sería castigada al mismo tiempo? Era un pensamiento inquietante y trató de borrarlo de su mente.

– Puede ser que esta agenda no tenga ninguna importancia para el caso, pero creo de todas maneras que el fiscal de distrito de Nueva York debería tenerla.

– ¿Porqué?

– Ninguna razón en particular. Pero podría ser considerado una prueba instrumental.

No quedaba nada más que encontrar en el apartamento de Sammy.

– Tengo una idea -sugirió Scott-. Regresa y sigue el programa que hayas planeado. Tal como te dije, no hay más anónimos en la correspondencia de Leila. Mis muchachos revisaron todas las bolsas anoche. Nuestra posibilidad de encontrar a quien las haya enviado es remota. Hablaré con Cheryl, pero ella es bastante astuta. Y no creo que hable.

Juntos caminaron por el sendero que conducía al edificio principal.

– ¿Todavía no has revisado el escritorio de la oficina de Sammy? -le preguntó Scott.

– No. -Elizabeth se dio cuenta de la fuerza con que sostenía el libreto. Algo le decía que lo leyera. Sólo había visto aquella horrible representación. Había oído decir que era buena para Leila. Ahora, quería juzgarlo por sí misma. De mala gana, acompañó a Scott hasta la oficina. Ese se había convertido en otro de los lugares que quería evitar.

Helmut y Min estaban en sus oficinas privadas. La puerta estaba abierta. Henry Bartlett y Craig estaban con ellos. Bartlett no perdió tiempo y preguntó directamente acerca de los anónimos.

– Pueden servir para la defensa de mi cliente -le explicó a Scott-. Tenemos derecho a saber de qué se trata.

Elizabeth observó cómo Henry Bartlett atendía la explicación de Scott acerca de las cartas anónimas. Su mirada era intensa. Ése era el hombre que la interrogaría en el juicio. Parecía un ave de rapiña aguardando a su presa.

– Déjeme entenderlo con claridad -dijo Bartlett-. ¿La señorita Lange y la señorita Samuels estuvieron de acuerdo en que Leila LaSalle pudo sentirse profundamente deprimida por las cartas anónimas que sugerían que Ted Winters salía con otra mujer? ¿Y ahora esas cartas desaparecieron? ¿El lunes a la noche la señorita Samuels escribió sus impresiones de la primera carta? ¿La señorita Lange transcribió la segunda? Quiero copias.

– No veo por qué no pueda tenerlas -le dijo Scott. Dejó la agenda de Leila sobre el escritorio de Min-. Ah, esto también lo enviaré a Nueva York -dijo-. Era la agenda de Leila de los últimos tres meses de vida.

Sin pedir autorización, Henry Bartlett se apoderó de la agenda. Elizabeth supuso que Scott protestaría, pero no lo hizo. Al ver que Bartlett revisaba la agenda personal de Leila, sintió que se entrometía en su vida. ¿Qué derecho tenía? Elizabeth miró a Scott con enojo. Él la observaba con indiferencia.

«Está tratando de prepararme para la semana que viene», pensó Elizabeth y se dio cuenta de que tal vez tendría que sentirse agradecida. La semana siguiente, todo lo que fue Leila quedaría al descubierto frente a doce personas que lo analizarían; su relación con Leila, con Ted… Nada quedaría oculto.

– Revisaré el escritorio de Sammy -dijo ella de repente.

Todavía tenía en la mano el libreto de la obra. Lo colocó sobre el escritorio de Sammy y revisó rápidamente los cajones. No había nada personal en ellos. Carpetas de publicidad, cartas tipo, notas, los artículos habituales de una oficina.

Min y el barón la habían seguido. Cuando Elizabeth levantó la mirada estaban de pie frente al escritorio. Ambos tenían la mirada clavada en el libreto con tapas de cuero con el título Merry-Go-Round impreso.

– ¿La obra de Leila? -preguntó Min.

– Sí. Sammy guardaba la copia de Leila. Yo me la llevaré ahora.

Craig, Bartlett y el sheriff salieron de la oficina privada. Henry Bartlett sonreía, una sonrisa de satisfacción, presumida y fría.

– Señorita Lange, ha sido de gran ayuda para nosotros en el día de hoy. Debo advertirle que al jurado no le agradará el hecho de que, al haber sido despreciada como mujer, hizo que Ted Winters pasara por toda esta pesadilla.

Elizabeth se puso de pie, los labios blancos.

– ¿De qué está hablando?

– Estoy hablando de que con el propio puño y letra de su hermana, aparece señalado el hecho de que usted y Ted coincidían en las mismas ciudades digamos que… demasiado a menudo. Estoy hablando acerca de su mirada cuando Ted la rodeó con los brazos en el servicio fúnebre. Imagino que habrá visto el diario de esta mañana. Al parecer, lo que pudo ser un flirteo para Ted, para usted fue mucho más serio y por eso, cuando él la dejó, usted descubrió la manera de vengarse.

– ¡Maldito mentiroso! -Elizabeth no se dio cuenta de que le había arrojado la copia de la obra hasta que ésta le pegó en el pecho.

Su expresión pareció indiferente, incluso complacida. Se inclinó para recoger el escrito y se lo devolvió.

– Hágame un favor, señorita, y repita este exabrupto frente al jurado la semana próxima -le dijo-. Exonerarán a Ted.

2

Mientras que Craig y Bartlett salieron para enfrentarse al sheriff, Ted se quedó haciendo gimnasia. Cada aparato que utilizaba parecía enfatizar su propia situación. El bote de remo que no conducía a ninguna parte; la bicicleta que por mucho que pedaleara no se movía del lugar. Logró intercambiar algunas bromas superficiales con los otros hombres que estaban en el gimnasio: el director de la Bolsa de valores de Chicago, el presidente del «Atlantic Banks», un almirante retirado.

Sintió que ninguno de ellos sabía qué decirle, y que no querían desearle «buena suerte». Era más fácil para ellos -y para él- dedicarse a los aparatos y concentrarse en sacar músculos.

Los hombres se ablandan en la prisión. Ejercicio insuficiente. Aburrimiento. Palidez. Ted estudió su piel bronceada. No le duraría mucho tras las rejas.

Había quedado en reunirse con Craig y Bartlett a las diez en su bungalow pero resolvió ir a nadar a la piscina cubierta. Hubiera preferido la piscina olímpica, pero Elizabeth podía estar allí y no quería encontrársela.

Había nadado unas diez veces la piscina cuando vio que Syd entraba por el otro extremo. Estaban a seis calles de distancia, pero luego de una breve brazada, prefirió ignorarlo. Pero después de veinte minutos, cuando los tres nadadores que estaban entre los dos se fueron, lo sorprendió el ver que Syd nadaba a su lado. Tenía una brazada potente y se movía con precisión de un extremo a otro de la piscina. Ted quiso adelantarse, pero Syd obviamente lo alcanzó. Después de seis vueltas, los dos habían empatado.

Salieron del agua al mismo tiempo. Syd se colocó una toalla sobre los hombros y se acercó al otro lado de la piscina.

– Buen trabajo. Estás en buena forma.

– Estuve nadando todos los días en Hawai durante un año y medio. Debería estarlo.

– La piscina de mi club no es como Hawai, pero me mantiene en forma. -Syd miró alrededor. Había jacuzzi en los dos extremos del salón vidriado-. Ted, tengo que hablarte en privado.

Se dirigieron al extremo opuesto. Había dos nadadores nuevos en la piscina, pero no podían oírlos. Ted observó cómo Syd se pasaba la toalla por el cabello castaño oscuro. Notó, sin embargo, que el pelo del pecho de Syd era totalmente gris. «Eso sería lo siguiente -pensó-. Envejeceré y se me pondrá el cabello gris en la prisión.»

Syd fue directamente al grano.

– Ted, estoy en serios problemas. Y con tipos que juegan duro. Todo comenzó con esa maldita obra. Pedí prestado demasiado. Pensé que me arreglaría. Si Cheryl consigue este papel, estoy otra vez en línea. Pero ya no puedo detenerlos más. Necesito un préstamo. Ted, me refiero a un préstamo. Pero lo necesito ahora.

– ¿Cuánto?

– Seiscientos mil dólares. Ted, no significa mucho para ti. Y me lo debes.

– ¿Te lo debo?

Syd miró alrededor y se aproximó más. Acercó la boca al oído de Ted.

– Nunca lo habría dicho… Nunca te dije ni siquiera a ti que lo sabía… Pero Ted, yo te vi aquella noche. Pasaste junto a mí a una calle de distancia del apartamento de Leila. Tenías la cara ensangrentada y las manos arañadas. Estabas en estado de shock. No lo recuerdas, ¿no es así? Ni siquiera me oíste cuando te llamé. Seguiste corriendo. -La voz de Syd se convirtió en un susurro-. Ted, yo te alcancé y te pregunté qué había sucedido y tú me dijiste que Leila había muerto, que había caído por la terraza. Ted, luego agregaste… Juro por Dios que lo hiciste…: «Mi papá la empujó, mi papá la empujó.» Eras como un niñito que trataba de echarle a otro la culpa por algo que tú habías hecho. Incluso hablabas como un niño pequeño.

Ted sintió una oleada de náuseas.

– No te creo.

– ¿Y por qué mentiría? Ted, tú corriste por esa calle. Se acercó un taxi. Casi te pasa por encima cuando lo detuviste. Pregúntale al taxista que te llevó hasta Connecticut. Será uno de los testigos, ¿verdad? Pregúntale si no estuvo a punto de atropellarte. Soy tu amigo. Sé lo que sentiste cuando Leila se volvió loca en «Elaine’s». Cuando te vi, iba a verla para tratar de hacerla entrar en razones. Estaba tan enojado como para haberla matado yo mismo. ¿Te lo había mencionado alguna vez? ¿Se lo he mencionado a alguien? Tampoco lo haría ahora, pero estoy desesperado. ¡Tienes que ayudarme! Si no aparezco con el dinero en cuarenta y ocho horas, estoy acabado.

– Tendrás el dinero.

– Oh, Dios, sabía que podía contar contigo. Gracias, Ted. -Syd apoyó las manos en los hombros de Ted.

– No me pongas las manos encima -le gritó. Los nadadores los miraron con curiosidad. Ted se soltó, tomó la toalla y salió corriendo.

3

Scott interrogó a Cheryl en su bungalow. Estaba decorado en un tapizado de color amarillo, verde y blanco, con alfombra y paredes blancas. Scott sintió la suavidad de la alfombra bajo sus pies. Pura lana. La mejor calidad. Sesenta…, tal vez setenta dólares el metro. ¡Por eso Min tenía ese aspecto! Scott sabía con exactitud cuánto le había dejado el viejo Samuel. No podía quedarle mucho después de lo que había invertido en ese lugar…

A Cheryl no le gustó que la hubiesen llamado por el megáfono para reunirse con él. Ella llevaba su propia versión de la bata habitual de «Cypress Point». Un trozo de tela que no le cubría ni siquiera los pechos y que se levantaba a los costados por los huesos de la cadera. Llevaba el albornoz encima de los hombros. No intentó disimular su impaciencia.

– Tengo clase de gimnasia en diez minutos -le dijo.

– Bueno, espero que llegue a tiempo -respondió Scott. Sintió un nudo en la garganta por el desprecio que le provocaba Cheryl-. Tendrá más posibilidades de lograrlo si me da respuestas directas como por ejemplo que fue usted quien escribió unas cartas bastante desagradables a Leila antes de que muriera.

Tal como lo había anticipado, al principio el interrogatorio fue inútil. Cheryl esquivó sus preguntas con astucia. ¿Anónimos? ¿Por qué tendría interés en enviar anónimos? ¿Separar a Ted y Leila? De casarse no hubiera durado. Leila no era mujer para un solo hombre. Tenía que herirlos antes de que ellos la hirieran a ella. ¿La obra? No tenía idea de cómo habían sido los ensayos de Leila. En realidad, no le interesaba saberlo.

Por fin Scott se cansó.

– Escuche, Cheryl, creo que hay algo que debe saber. No creo que la muerte de Sammy haya sido por causas naturales. La segunda carta anónima que llevaba ha desaparecido.

»Usted fue al escritorio de Sammy y dejó la cuenta escrita con la palabra PAGADO. Había una carta anónima encima de toda la correspondencia. Y luego la carta desapareció. Supongamos que alguien más pudo haber entrado en el área de recepción tan calladamente que, a pesar de que la puerta estaba abierta, ni Min, ni el barón, ni Sammy, la oyeron entrar. ¿No le parece bastante improbable? -No estaba de acuerdo con Cheryl acerca de que Min y el barón hubieran tenido acceso al escritorio de Sammy cuando ella no estaba presente. Se sintió gratificado al ver un dejo de alarma en la mirada de Cheryl. Se pasó la lengua por los labios con un gesto nervioso.

– ¿No estará sugiriendo que tuve algo que ver con la muerte de Sammy?

– Estoy sugiriendo que usted tomó la primera carta del escritorio de Sammy y la quiero ahora. Es una prueba del Estado en un juicio por asesinato.

Ella apartó la mirada y, mientras Scott la estudiaba, descubrió una expresión de pánico en su rostro. Siguió la mirada de Cheryl y vio restos de papel chamuscado junto al zócalo inferior de la pared. Cheryl se arrojó desde el sofá para alcanzarlos, pero él fue más rápido.

El trozo de papel barato tenía pegadas tres palabras:

Scott cogió su cartera y guardó con cuidado el trozo de papel.

– Así que fue usted quien robó la carta -le dijo-. Destruir una prueba es un crimen, y puede ir a la cárcel por ello. ¿Dónde está la otra carta? ¿La que Sammy llevaba consigo? ¿También la destruyó? ¿Y cómo se la sacó? Será mejor que se consiga un abogado, señorita.

Cheryl lo aferró de un brazo.

– Scott, por Dios, juro que yo no escribí esas cartas. Juro que la única vez que vi a Sammy fue en la oficina de Min. Muy bien. Saqué la carta del escritorio de Sammy. Pensé que podría ayudar a Ted. Se la mostré a Syd. Él dijo que pensarían que yo las escribí. Él la rompió, no yo. Juro que es todo lo que sé. -Le caían lágrimas por las mejillas-. Scott, cualquier publicidad, cualquier publicación sobre todo esto podría arruinar mis posibilidades de conseguir el papel de Amanda. Scott, por favor.

– No me importa una mierda si la publicidad le arruina la carrera, Cheryl. ¿Por qué no hacemos un trato? Pospondré un poco el interrogatorio formal para que pueda pensar. Tal vez, de repente mejore su memoria. Por su bien, eso espero.

4

Aliviado, Syd se dirigió a su bungalow. Ted le prestaría el dinero. Había sido tan tentador exagerar la historia, decir que Ted había admitido haber matado a Leila. Pero en el último momento, cambió de parecer y citó las palabras textuales de Ted. Dios. Ted había sonado lúgubre cuando habló así de su padre esa noche. Syd seguía sintiendo un rechazo violento en el estómago cuando pensaba que había corrido tras él. Era obvio que Ted se encontraba en un estado psicótico. Después de la muerte de Leila, había aguardado para ver si le mencionaba ese encuentro. Su reacción de hoy corroboraba que no recordaba el incidente.

Cruzó por el césped, eludiendo adrede el camino. No quería conversar con nadie. Había llegado gente nueva el día anterior entre la que pudo reconocer a un joven actor que había dejado sus fotografías en la agencia y lo llamaba constantemente. Se preguntó qué vieja le estaría pagando la estancia. Ese día, Syd no quería perder su tiempo en busca de posibles clientes.

Lo primero que hizo al llegar a la intimidad de su cabaña fue prepararse una copa. La necesitaba. Y la merecía. La segunda, fue llamar a la persona que le había hablado esa mañana.

– Tendré el dinero para el fin de semana -dijo con una nueva confianza.

Sólo le faltaba que Bob Koening lo llamara. Sonó el teléfono antes de que terminara de pensar en ello. La operadora le pidió que aguardara un momento para hablar con él. Syd sintió que le empezaban a temblar las manos. Se miró en el espejo. Su expresión no era del tipo que inspiraba confianza en Los Ángeles.

Las primeras palabras de Bob fueron:

– Felicitaciones, Syd.

«¡Cheryl había conseguido el papel!» Syd comenzó a sacar porcentajes mentalmente. Con dos palabras, Bob lo había llevado de nuevo a los buenos tiempos.

– No sé qué decir. -Su voz se tornó más fuerte, más confiada-. Bob, te aseguro, has hecho la elección correcta. Cheryl será fantástica.

– Ya lo sé, Syd. La conclusión es que en lugar de arriesgarnos a cualquier mal comentario de la Prensa sobre Margo, decidimos elegir a Cheryl. Hablaré con ella. ¿Mira si ahora se convierte en un éxito de taquilla? Es lo que dijeron acerca de Joan Collins y mira lo que ha hecho.

– Bob, es lo que estuve diciéndote desde un principio.

– Será mejor que no nos equivoquemos. Arreglaré una conferencia de Prensa para Cheryl en el «Beverly Hilton» para el viernes por la tarde, alrededor de las cinco.

– ¡Allí estaremos!

– Syd, esto es muy importante. De ahora en adelante, trataremos a Cheryl como una superestrella. Y a propósito, dile que se pegue una sonrisa a la cara. Amanda es un personaje fuerte, pero cariñoso. No quiero leer ninguna noticia más de problemas con camareros o chóferes. Hablo en serio.

Cinco minutos después, Syd se enfrentaba a una Cheryl Manning histérica.

– ¿Quieres decir que admitiste haber cogido esa carta, maldita estúpida? -La tomó por los hombros-. Cierra la boca y escúchame bien. ¿Hay alguna otra carta?

– Suéltame, me estás haciendo daño. No lo sé. -Cheryl trató de soltarse-. No puedo perder ese papel. No puedo. Yo soy Amanda.

– ¡Por supuesto que no! -Syd la empujó hacia atrás y Cheryl cayó sobre el sofá.

La furia reemplazó el temor. Cheryl se echó hacia atrás el cabello y apretó los dientes con fuerza. Su boca adoptó una expresión amenazadora.

– ¿Siempre empujas cuando estás enojado, Syd? Será mejor que entiendas bien esto. Tú fuiste quien rompió esa carta. No yo. Yo no escribí esa carta ni ninguna otra. Scott no me cree. Así que tú irás a verlo y le dirás la verdad: que planeaba darle esa carta a Ted para ayudarlo en la defensa. Será mejor que lo convenzas, ¿me has oído, Syd? Porque el viernes, no estaré aquí. Estaré en la conferencia de Prensa y no quiero que haya un solo murmullo que me relacione con cartas anónimas o pruebas destruidas.

Intercambiaron una mirada. Con gran frustración, Syd se dio cuenta de que ella podría estar diciendo la verdad y que al destruir la carta, podría haber arruinado su carrera. Si cualquier comentario desfavorable llegaba a la Prensa… Si Scott se negaba a que Cheryl abandonara «Cypress Point»…

– Tengo que pensar -dijo-. Ya veré qué hago.

Le quedaba una última carta.

La cuestión era saber cómo jugarla.

5

Cuando Ted regresó a su bungalow, encontró a Craig y Bartlett esperándolo. Un alegre Bartlett pareció no notar su silencio.

– Creo que hemos encontrado una salida -anunció. Cuando Ted tomó su lugar en la mesa, le contó acerca del descubrimiento de la agenda de Leila-. Ella misma escribió los lugares donde tú y Elizabeth estuvisteis juntos. ¿La viste cada vez que estuviste allí?

Ted se reclinó en la silla, colocó las manos detrás de la cabeza y cerró los ojos. Parecía todo tan lejano…

– Ted, por fin puedo ayudarte en algo. -El entusiasmo de Craig tenía una calidad que desde hacía tiempo no se notaba en su voz y su postura-. El programa de Elizabeth sobre el escritorio. Puedo jurar que ajustabas tus viajes para poder verla.

Ted no abrió los ojos.

– ¿Podéis tener la amabilidad de explicármelo?

Henry Bartlett se sintió irritado.

– Escúchame, Winters. No me contrataron para humillarme. Se trata del resto de tu vida, pero también de mi reputación profesional. Si no puedes o no quieres cooperar en tu propia defensa, tal vez no sea demasiado tarde como para buscar un nuevo abogado. -Arrojó las carpetas encima de la mesa y se desparramaron algunos papeles-. Insististe en venir aquí cuando hubiera sido mejor tener acceso a todo mi personal. Ayer desapareciste para dar una larga caminata cuando se suponía que debíamos trabajar. Tendrías que haber llegado aquí hace una hora y nosotros nos estamos impacientando aguardándote. Rechazaste una línea de defensa que podría servir, y ahora tenemos una buena oportunidad de destruir la credibilidad de Elizabeth como testigo y no estás interesado.

Ted abrió los ojos. Bajó lentamente las manos hasta apoyarlas sobre la mesa.

– Oh, sí que me interesa. Cuéntamelo todo.

Bartlett optó por ignorar el sarcasmo.

– Escucha, podremos reproducir una copia de las dos cartas que Leila recibió sugiriendo que tenías una relación con otra mujer. Cheryl puede ser una posibilidad. Sabemos que haría cualquier cosa por ti. Pero hay algo mejor. Tu trataste de coordinar tus programas de viaje con los de Elizabeth…

Ted no lo dejó terminar.

– Éramos muy buenos amigos. Nos llevábamos bien y disfrutábamos de la mutua compañía. Si podía elegir estar en Chicago el miércoles y en Dallas el viernes o viceversa, y descubría que una buena amiga con quien podía compartir una cena tardía y pasar un buen rato, estaba en esas mismas ciudades, sí, arreglaba mis planes, ¿y qué?

– Vamos, Ted. Lo hiciste una media docena de veces justo en las mismas semanas en que Leila comenzó a derrumbarse…, cuando comenzó a recibir esas cartas.

Ted se encogió de hombros.

– Ted, Henry está tratando de planear tu defensa -intervino Craig-. Por lo menos, préstale atención.

Bartlett continuó.

– Lo que tratamos de mostrarte es lo siguiente: paso uno: Leila recibía cartas que decían que estabas saliendo con otra mujer; paso dos: Craig es testigo del hecho de que tú programabas tus viajes según los lugares donde estaba Elizabeth; paso tres: de su propio puño y letra, Leila anotó la obvia relación entre vosotros dos en su agenda; paso cuatro: no tenías razón para matar a Leila si ya no te interesaba; paso cinco: lo que para ti no era más que una galantería, fue muy, muy distinto para Elizabeth. Estaba enamorada de ti. -Con aire de triunfo, Henry le arrojó la edición del Globe-. Mira esa foto.

Ted la estudió. Recordó el momento cuando, al finalizar el funeral, algún tonto le pidió al organista que tocara My Old Kentucky Home, Leila le había contado que se la cantó a Elizabeth cuando partieron hacia Nueva York. Junto a él, Elizabeth tuvo que contener el aliento, y luego, se echó a llorar. Él la había abrazado y le había murmurado: «No, Sparrow

– Estaba enamorada de ti -continuó Henry-. Cuando se dio cuenta de que para ti no era más que simple galantería, se enojó. Y aprovechó la acusación de una loca para destruirte. Te aseguro, Teddy, podemos hacer que esto funcione.

Ted rompió el diario en dos pedazos.

– Al parecer, me toca hacer el papel de abogado del diablo. Supongamos que la historia es verdad. Elizabeth estaba enamorada de mí. Pero avancemos un poco más. Supongamos que me había dado cuenta de que la vida con Leila sería una sucesión de altibajos, de peleas, de una inseguridad que terminaba en celosas acusaciones cada vez que me dirigía con amabilidad a otra mujer. Supongamos que me había dado cuenta de que para Leila, lo más importante siempre, era ser actriz y que no quería tener un hijo. Supongamos que me había dado cuenta de que en Elizabeth había encontrado lo que estuve buscando toda mi vida.

Ted dio un puñetazo sobre la mesa y agregó:

– ¿No os dais cuenta de que me acabáis de dar la mejor razón como para querer matar a Leila? ¿Creéis que Elizabeth se hubiese atrevido a mirarme dos veces mientras su hermana estaba con vida? -Empujó la silla hacia atrás con tanta vehemencia que cayó al suelo-. ¿Por qué no os vais los dos a jugar al golf, al tenis o a cualquier cosa que os haga sentir bien? No perdáis el tiempo aquí. Yo no pienso hacerlo.

Bartlett enrojeció de furia.

– Es suficiente -gritó-. Escúchame bien, Ted Winters, sabrás cómo dirigir hoteles, pero no sabes nada de lo que pasa en un juicio. Me contratas para no ir a prisión, pero no puedo hacerlo solo. Y es más, no pienso hacerlo. O empiezas a cooperar conmigo o te buscas otro abogado.

– Cálmate, Henry -le pidió Craig.

– No, no quiero calmarme. No necesito este caso. Puede ser que lo gane, pero no así. -Señaló a Ted-. Si estás seguro de que todas las defensas que presento no funcionarán, ¿por qué no presentas una defensa en descargo? Podría conseguirte un máximo de siete a diez años. ¿Es eso lo que deseas? Si no es así sentémonos a trabajar.

Ted levantó la silla que había tirado.

– Pongámonos a trabajar -dijo en tono indiferente-. Creo que te debo una disculpa. Sé que eres el mejor en tu oficio, y supongo que sabrás lo atrapado que me siento. ¿Crees que existe la posibilidad de una absolución?

– Conseguí absoluciones en casos tan difíciles como éste -respondió Bartlett-. Lo que pareces no entender -agregó-, es que ser culpable nada tiene que ver con el veredicto.

6

De alguna manera, Min logró pasar el resto de la mañana. Estaba demasiado ocupada en responder a las llamadas de la Prensa como para pensar en la escena que se desarrolló en la oficina entre Elizabeth y el abogado de Ted. Todos habían partido inmediatamente después del estallido Bartlett y Elizabeth, furiosos; Craig, acongojado; Scott, con aire sombrío. Helmut se había escapado a la clínica. Había adivinado que quería hablar con él. La había evitado toda la mañana, tal como lo hizo la noche anterior cuando, después de decirle que había oído a Ted atacar a Leila, se encerró en su estudio.

¿Quién diablos le había informado a la Prensa que Elizabeth y Ted estaban allí? Respondió a las insistentes preguntas con su respuesta habitual «No proporcionamos los nombres de nuestros huéspedes.» Le dijeron que Elizabeth y Ted habían sido vistos en Carmel. «Ningún comentario.»

En cualquier otro momento, le habría encantado la publicidad. ¿Pero ahora? Le preguntaron también si había algo insólito en la muerte de su secretaria. «Por supuesto que no.»

Al mediodía, le dijo a la operadora que no le pasara más llamadas y se dirigió al sector femenino de «Cypress Point». Se sintió aliviada al ver que allí la atmósfera era normal. Parecía que ya no se comentaba la muerte de Sammy. Pensó en conversar con los huéspedes sentados alrededor de la piscina. Alvirah Meehan estaba entre ellos. Había visto el coche de Scott y estuvo haciéndole preguntas a Min acerca de su presencia.

Cuando Min regresó al edificio principal, se dirigió directamente a su apartamento. Helmut estaba sentado en el sofá, tomando una taza de té. Estaba pálido.

– Hola, Minna -dijo intentando sonreír.

Ella no le respondió a la sonrisa.

– Tenemos que hablar -le dijo en forma abrupta-. ¿Cuál es la verdadera razón por la que fuiste esa noche al apartamento de Leila? ¿Mantenías una relación con ella? ¡Dime la verdad!

Hizo ruido con la taza al apoyarla en el plato.

– ¡Una relación! Minna, yo odiaba a esa mujer.

Min observó cómo se le encendía el rostro y se apretaba las manos.

– ¿Crees que me divertía la forma en que me ponía en ridículo? ¿Una relación con ella? -Dio un puñetazo sobre la mesa-. Minna, tú eres la única mujer de mi vida. Nunca hubo otra desde que te conocí. Te lo juro.

– ¡Mentiroso! -Min corrió hasta él, se inclinó y lo tomó por la solapa-. Mírame. Te digo que me mires. Deja de lado el dramatismo y el tono aristocrático. Estabas deslumbrado por Leila. ¿Qué hombre no lo estaba? Cada vez que la mirabas, la desnudabas con los ojos. Todos erais iguales: Ted, Syd, hasta ese estúpido de Craig. Pero tú eras el peor. Amor. Odio. Todo en uno. Y en toda su vida, nunca te esforzaste por nadie. Quiero la verdad. ¿Por qué fuiste a verla aquella noche? -Lo soltó, de repente, agotada.

Helmut se puso de pie de un salto. Con la mano rozó la taza de té que cayó al suelo manchando la mesa y la alfombra.

– Minna, esto no es posible. No permitiré que me trates como un microbio bajo el microscopio. -Miró con desprecio el té derramado-. Manda a alguien a limpiar esto -ordenó-. Tengo que ir a la clínica. La señora Meehan tiene que venir para las inyecciones de colágeno. -Su tono de voz se hizo sarcástico-. Anímate, querida. Como sabes, es otra buena entrada para la caja.

– Vi a esa desagradable mujer hace una hora -le dijo Min-. Ya has hecho otra conquista. Estaba hablando de lo inteligente que eres y de cómo vas a hacerla sentir como una mariposa flotando en una nube. Si oigo que repite esa frase estúpida una vez más…

Min no pudo terminar. A Helmut empezaron a temblarle las rodillas y Min lo sostuvo antes de que cayera al suelo.

– ¡Dime qué te pasa! -le gritó-. ¡Qué has hecho!

7

Cuando Elizabeth salió de la oficina de Min, corrió hasta su bungalow, furiosa consigo misma por permitir que Bartlett la enojara. Él diría cualquier cosa, haría lo que fuera para desacreditar su testimonio y ella estaba en sus manos.

Para distraerse, abrió el libreto de la obra de Leila. Pero no podía concentrarse en las palabras.

«¿Eran verdad las acusaciones de Bartlett? ¿Ted había tratado de seducirla?»

Recorrió algunas páginas del libreto y decidió dejarlo para más tarde. Luego, su mirada se detuvo en las anotaciones de Leila en el margen. Sorprendida, se hundió en el sofá y volvió a la primera página.

Merry-Go-Round, comedia por Clayton Anderson.

Leyó rápidamente la obra y luego permaneció un largo rato sumida en sus pensamientos. Por fin, buscó lápiz y papel y comenzó a releerla, pero esta vez lentamente, tomando sus propias notas.

A las dos y media, dejó el lápiz. Había llenado varias hojas de la libreta con sus notas. Se dio cuenta de que no había almorzado y que le dolía mucho la cabeza. Algunas de las anotaciones de Leila en el margen eran indescifrables, pero al fin pudo descifrarlas todas.

Clayton Anderson. El autor de Merry-Go-Round. El acaudalado profesor universitario que había invertido un millón de dólares en su propia obra, pero cuya verdadera identidad nadie conocía. ¿Quién era él? Había conocido a Leila íntimamente.

Llamó al edificio principal. La telefonista le dijo que la baronesa Von Schreiber estaba en su apartamento y que no quería que la molestaran.

– Iré para allá -le dijo Elizabeth-. Dile a la baronesa que tengo que verla.

Min estaba en la cama. Parecía enferma. Su voz carecía del tono autoritario habitual.

– ¿Y bien, Elizabeth?

«Me teme», pensó Elizabeth.

– ¿Para qué me has hecho venir, Min?

– Porque, te lo creas o no, estaba preocupada por ti, porque te aprecio.

– Te creo. ¿Alguna otra razón?

– Porque me consterna la idea de que Ted se pase el resto de su vida en la cárcel. A veces, la gente hace cosas terribles debido a la furia, porque está fuera de control, cosas que jamás haría si no hubiese perdido la capacidad de imponerse un freno. Creo que eso fue lo que sucedió. Sé que eso le sucedió a Ted.

– ¿Qué quieres decir con eso de que «sabes»?

– Nada… Nada. -Min cerró los ojos-. Elizabeth, haz lo que debas hacer. Pero te lo advierto. Tendrás que vivir con la idea de haber destruido a Ted por el resto de tu vida. Algún día, volverás a enfrentarte a Leila. Y creo que ella no te lo agradecerá. Ya sabes cómo se sentía ella después de excederse. Arrepentida. Amorosa. Generosa. Todo eso.

– Min, ¿no hay otra razón por la que quieres que Ted sea absuelto? Tiene que ver con este lugar, ¿no es así?

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que antes de que Leila muriera, Ted pensaba poner un «Cypress Point» en cada uno de sus nuevos hoteles. ¿Qué pasó con ese plan?

– Ted no siguió ningún plan para abrir nuevos hoteles desde la acusación.

– Exacto. De modo que existen dos razones para querer la absolución de Ted. Min, ¿quién es Clayton Anderson?

– No tengo la menor idea. Elizabeth, estoy muy cansada. Tal vez podamos seguir hablando luego.

– Min, vamos. No estás tan cansada. -El tono duro de su voz hizo que Min abriera los ojos y se enderezara sobre las almohadas. «Tenía razón -pensó Elizabeth-. No está tan enferma como asustada»-. Min, acabo de leer y releer la obra que estaba haciendo Leila. La vi junto a todos vosotros en el preestreno, pero no le presté atención. Estaba muy preocupada por Leila. Min, el que escribió la obra es alguien que conocía muy bien a Leila. Es por eso que era perfecta para ella. Alguien utilizó incluso la expresión de Helmut en ella: «Una mariposa flotando sobre una nube.» Leila también lo advirtió. Hizo una anotación al margen: «Decirle al barón que alguien le está robando la idea.» Min…

Se miraron y ambas tuvieron el mismo pensamiento.

– Fue Helmut quien escribió la publicidad para este lugar -murmuró Elizabeth-. Él escribe los boletines diarios. Tal vez, ese rico profesor universitario no exista. Min, ¿fue Helmut quien escribió la obra?

– No… lo… sé. -Min salió de la cama. Llevaba una túnica de seda que de repente parecía demasiado grande para ella, como si se estuviera consumiendo por dentro-. Elizabeth, ¿me disculpas? Tengo que hacer una llamada a Suiza.

8

Con una inquietud nada familiar, Alvirah recorrió el sendero bordeado por setos que conducía a la sala de tratamientos C. Las instrucciones que le había dado la enfermera fueron confirmadas por la nota que recibió con la bandeja del desayuno esa mañana. Éstas eran tranquilizadoras, pero, aun así, ahora que había llegado el momento, Alvirah sentía un poco de temor.

Para asegurar una total intimidad, la nota decía que los pacientes accedían a las salas de tratamiento por puertas externas individuales. Alvirah tenía cita a las tres de la tarde en la sala C, donde podría acostarse sola en la camilla. Como Alvirah Meehan sentía un especial temor por las agujas, le darían un «Valium» más fuerte que le permitiría descansar hasta las tres y media, hora en la que el doctor Von Schreiber le aplicaría el tratamiento. Permanecería descansando media hora más, para permitir que desaparecieran los efectos del sedante.

Los setos floridos tenían una altura de un metro ochenta, y caminar entre ellos la hizo sentir como una muchachita en una morada campestre. El día era cálido, pero allí la vegetación mantenía la humedad y las azaleas le recordaban las que adornaban la fachada de su casa. Habían estado realmente hermosas la primavera pasada.

Llegó a la puerta de la sala de tratamientos. Estaba pintada de azul claro y una letra C dorada le confirmó que estaba en el lugar indicado. Con vacilación, giró el pomo y entró en la sala.

El lugar parecía el tocador de una mujer. Estaba empapelado con motivos florales y la alfombra era de un verde claro: había un tocador pequeño y un sillón. La camilla estaba preparada como una cama, con sábanas que hacían juego con el empapelado de la pared, una manta de color rosa claro y una almohada con puntilla. Sobre la puerta del armario había un espejo con bordes dorados. Sólo la presencia de un armario con elementos médicos sugería el verdadero propósito del cuarto, e incluso ese mueble era de madera blanca con puertas de vidrio.

Alvirah se quitó las sandalias y las dejó, una junto a la otra, debajo de la camilla. Calzaba el 40 y no quería que el médico tropezara con ellos en medio del tratamiento. Se acostó en la camilla, se cubrió con la manta y cerró los ojos.

Los abrió un segundo después, al oír entrar a la enfermera. Era Regina Owens, la asistenta principal, la misma que le había hecho la ficha personal.

– No esté tan afligida -le dijo la señorita Owens. A Alvirah le caía bien. Le recordaba a una de las mujeres a las que les limpiaba la casa. Tenía unos cuarenta años, cabello corto y oscuro, ojos grandes y una sonrisa agradable.

La enfermera le alcanzó un vaso de agua y un par de pastillas.

– La harán sentirse bien y un poco soñolienta, y ni siquiera se dará cuenta cuando la estén embelleciendo.

Obedientemente, Alvirah se las puso en la boca y tragó el agua.

– Me siento como un bebé -se disculpó.

– De ninguna manera. Se sorprendería al saber cuántas personas tienen miedo de las agujas. -La señorita Owens se colocó detrás de ella y comenzó a masajearle las sienes-. Está tensa. Ahora, le pondré un paño frío en los ojos y usted se relajará y se dejará caer en un sueño. El doctor y yo regresaremos en media hora. Para entonces, es probable que ni se entere de que estamos aquí.

Alvirah sintió la presión de los dedos en las sienes.

– Eso me hace bien -murmuró.

– Ya lo creo. -Durante unos minutos, la señorita Owens continuó masajeándole las sienes y luego la nuca. La invadió un agradable sopor. Luego, sintió que le colocaban un paño frío sobre los ojos. Casi no oyó el ruido de la puerta cuando la señorita Owens salió.

Muchas ideas le daban vueltas por la cabeza, como hebras sueltas que no lograba unir.

«Una mariposa flotando en una nube…»

Comenzaba a recordar por qué le resultaba familiar. Estaba casi ahí.

– ¿Me oye, señora Meehan?

No se dio cuenta de que había entrado el barón Von Schreiber. Su voz le parecía baja y ronca. Esperaba que el micrófono pudiera captarla. Quería grabarlo todo.

– Sí. -Su voz también sonaba lejana.

– No se asuste, sentirá un leve pinchazo.

Tenía razón. Casi no sintió nada, sólo una ligera sensación como de picadura de un mosquito. ¡Y pensar lo asustada que llegó a sentirse! El doctor le había dicho que le aplicaría el colágeno en diez o doce puntos a ambos lados de la boca. ¿Qué estaba esperando?

Se le hacía difícil respirar. No podía respirar.

– ¡Auxilio! -gritó, pero las palabras no le salían. Abrió la boca tratando de respirar con desesperación. Se estaba marchando. No podía mover ni el pecho ni los brazos. «Oh, Dios, ayúdame, ayúdame», pensó.

Luego, sobrevino la oscuridad. En ese momento se abrió la puerta y la enfermera Owens le preguntó:

– Aquí estamos, señora Meehan. ¿Está preparada para su tratamiento de belleza?

9

«¿Y eso que prueba?», se preguntó Elizabeth mientras se dirigía del edificio principal a la clínica. Si Helmut escribió la obra, debe de estar pasando un mal momento. El autor había invertido un millón de dólares en la producción. Era por eso que Min quería llamar a Suiza. Su canasta de huevos en una cuenta numerada era una broma permanente.

– Nunca estaré arruinada -solía jactarse.

Min quería que absolvieran a Ted para poder poner los «Cypress Point» en todos sus nuevos hoteles. Helmut tenía una razón mucho más importante. Si él era «Clayton Anderson», sabía que la canasta de huevos estaba vacía.

Elizabeth decidió que le obligaría a decirle la verdad.

La recepción de la clínica estaba en silencio, pero la recepcionista no estaba en su escritorio. Del otro lado del pasillo, Elizabeth oyó pasos y voces. Corrió hacia el lugar de donde provenían los sonidos. Se iban abriendo puertas en el corredor a medida que los pacientes terminaban sus tratamientos.

Al final del corredor había una puerta abierta. Era la de la sala C, donde la señora Meehan iba a recibir su tratamiento. Y de allí provenían los ruidos. «¿Algo había salido mal?», pensó Elizabeth. Invadida por la angustia, hizo a un lado a una enfermera que intentaba cerrarle el paso y se introdujo en la sala.

– ¡No puede entrar allí! -dijo la enfermera temblando.

Elizabeth la hizo a un lado.

Helmut estaba inclinado sobre la camilla de tratamientos. Le estaba comprimiendo el pecho a Alvirah Meehan. Ésta tenía colocada una máscara de oxígeno. El ruido del pulmón artificial dominaba el lugar. Le habían sacado la manta y quitado el vestido, que yacía arrugado debajo de ella con ese incongruente broche mirando hacia arriba. Mientras Elizabeth observaba, demasiado horrorizada como para hablar, una enfermera le entregó a Helmut una aguja. Este la puso en una jeringa y luego la aplicó en el brazo de Alvirah. Un enfermero siguió comprimiéndole el pecho.

A la distancia, Elizabeth sintió la sirena de una ambulancia que se acercaba.

Eran las cuatro y cuarto de la tarde cuando Scott fue informado de que Alvirah Meehan, la ganadora de cuarenta millones de dólares a la lotería, se hallaba en el hospital de Monterrey y de que podría ser la víctima de un intento de homicidio. El patrullero que le avisó había respondido a la llamada de emergencia y acompañado la ambulancia a «Cypress Point». Los asistentes sospechaban que se trataba de alguna mala jugada y el médico de guardia estaba de acuerdo con ellos. El doctor Von Schreiber sostenía que todavía no le habían puesto ninguna inyección de colágeno, pero una gota de sangre en su rostro indicaba que había recibido una inyección hacía muy poco.

¡Alvirah Meehan! Scott se frotó los ojos cansados. La mujer era inteligente. Recordó sus comentarios durante la cena. Era como el niño de la fábula El Traje Nuevo del Emperador que dice: «¡El Emperador esta desnudo!»

¿Por qué querría alguien herir a Alvirah Meehan? Pensar que habían querido matarla le parecía increíble.

– Voy para allá -dijo antes de colgar el teléfono.

La sala de espera del hospital era agradable y abierta, con plantas y una fuente, muy parecida al vestíbulo de un hotel pequeño. Cada vez que la veía, recordaba las horas que había pasado en ella cuando Jeanie estaba internada…

Le informaron que los médicos estaban atendiendo a la señora Meehan, y que el doctor Whitley lo recibiría en poco tiempo. Elizabeth llegó mientras él esperaba.

– ¿Cómo está?

– No lo sé.

– No tendría que haberse dado esas inyecciones. Estaba muy asustada. Tuvo un ataque cardíaco, ¿verdad?

– Aún no lo sabemos. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

– Min. Vinimos en su coche. Ahora está aparcando. Helmut ha venido en la ambulancia con la señora Meehan. Esto no puede ser verdad. -Elizabeth había levantado el tono de voz y las demás personas de la sala la observaban.

Scott hizo que se sentase en el sofá, a su lado.

– Elizabeth, contrólate. Sólo hace unos días que conoces a la señora Meehan. No puedes dejar que esto te afecte así.

– ¿Dónde está Helmut? -Min acababa de llegar y su voz era tan inexpresiva como si no le quedara emoción alguna. Ella también parecía no creer en lo que estaba sucediendo. Se acercó al sofá y se dejó caer en una silla frente a ellos-. Debe de estar tan perturbado… Ah, aquí está.

Para el ojo práctico de Scott, el barón parecía haber visto un fantasma. Llevaba el exquisito traje azul que usaba para trabajar. Se dejó caer pesadamente en una silla junto a Min y le tomó la mano.

– Está en coma. Dicen que le dieron alguna inyección. Min, es imposible, te lo juro, imposible.

– Quédense aquí -dijo Scott dirigiéndose a los tres. Desde el otro extremo del largo corredor, había visto que el director del hospital le hacía señas.

Hablaron en su oficina privada.

– Le dieron alguna inyección que le provocó un shock -dijo directamente el doctor Whitley. Era un hombre alto, de sesenta años y de expresión afable. Ahora, su mirada era fría y Scott recordó que su viejo amigo había estado en la Fuerza Aérea durante la Segunda Guerra Mundial.

– ¿Vivirá?

– No puedo decirlo. Tal vez sea irreversible. Trató de decir algo antes de caer en coma profundo.

– ¿Qué?

– Algo así como «voy». Es todo lo que dijo.

– Eso no ayuda. ¿Y qué dice el barón? ¿Tiene alguna idea de cómo pudo pasar esto?

– La verdad, Scott, es que no lo dejamos que se le acercara.

– Supongo que no lo tienes en buen concepto.

– No tengo razones para dudar de su capacidad. Pero hay algo en él que me resulta falso cada vez que lo miro. Y si él no fue quien le dio la inyección a la señora Meehan, ¿quién diablos lo hizo?

Scott echó la silla hacia atrás.

– Es lo que trataré de averiguar.

Cuando salía de la oficina, Whitley lo llamó y le dijo:

– Scott, algo que podría ayudamos… ¿Alguien podría revisar la habitación de la señora Meehan y traemos cualquier medicamento que haya estado tomando? Hasta que nos pongamos en contacto con su marido y conozcamos su historial clínico no sabemos a qué atenemos.

– Me ocuparé en persona.

Elizabeth regresó a «Cypress Point» con Scott. En el camino, le contó que había encontrado un pedazo de la carta en la habitación de Cheryl.

– ¡Entonces fue ella quien escribió las cartas! -exclamó.

Scott meneó la cabeza.

– Sé que puede parecer una locura, y que Cheryl puede mentir con la misma facilidad que nosotros respiramos, pero estuve pensando en esto todo el día y tengo la sensación de que dice la verdad.

– ¿Y qué pasa con Syd? ¿Has hablado con él?

– Todavía no. Es probable que ella haya admitido que robó la carta, y entonces él la rompió para que no se viera comprometida. Decidí esperar un poco antes de interrogarlo. A veces funciona. Pero te digo que me inclino a creer su historia.

– Pero si ella no fue, ¿quién lo hizo?

Scott la miró antes de responder.

– No lo sé. Quiero decir, todavía no lo sé.

Min y el barón siguieron el coche de Scott en el descapotable de ella. Min conducía.

– La única forma de ayudarte es saber la verdad -le dijo a su marido-. ¿Le hiciste algo a esa mujer?

El barón encendió un cigarrillo e inhaló profundamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas. El tinte rojizo de su cabello parecía cobrizo bajo la luz del sol de la tarde. Llevaban abierta la capota. Una brisa fresca había reemplazado la humedad del día. En el aire había una sensación otoñal.

– ¿Qué tontería estás diciendo Minna? Fui a la sala y ella no podía respirar. Le salvé la vida. ¿Qué razón tendría para hacerle daño?

– ¿Helmut, quién es Clayton Anderson?

– No sé de qué estás hablando -murmuró.

– Oh, creo que sí lo sabes. Elizabeth vino a verme. Leyó la obra. Por eso estabas tan molesto esta mañana, ¿verdad? No era por la agenda. Era la obra. Leila había hecho notas en el margen. Ella señaló esa frase estúpida que utilizas en los anuncios. Elizabeth la vio. Y también la señora Meehan. Ella asistió a uno de los ensayos. Por eso trataste de matarla, ¿no es así? Querías seguir encubriendo que tú escribiste esa obra.

– Minna, te lo repito: ¡Estás loca! Por lo que sabemos, esa mujer pudo haberse autoinyectado.

– Tonterías. Se pasaba el tiempo hablando de su miedo a las inyecciones.

– Pudo haber estado disimulando.

– El autor invirtió un millón de dólares en la obra. Si tú eres ese autor, ¿de dónde pudiste sacar el dinero?

Habían llegado a la entrada de «Cypress Point». Min disminuyó la velocidad y lo miró con expresión seria.

– Traté de llamar a Suiza para que me dieran el saldo de mi cuenta. Por supuesto que era después del horario de trabajo. Volveré a llamar mañana. Helmut, espero que, por tu bien, ese dinero esté en mi cuenta.

Se encontraron en el porche del bungalow de Alvirah Meehan. El barón abrió la puerta y entraron. Scott vio que Min se había aprovechado de la ingenuidad de Alvirah. Ése era el bungalow más caro de todos: el lugar que utilizaba la Primera Dama cuando creía adecuado tomarse un descanso. Había una sala, un comedor, una biblioteca, un inmenso dormitorio con una cama enorme y dos baños completos en el primer piso. «Se lo encajaste bien», pensó Scott.

Su inspección del lugar fue bastante breve. El cajón de medicamentos del baño sólo contenía cosas comunes: aspirinas, gotas nasales, pastillas para la artritis y «Vicks Vaporub». «Una buena señora a quien a la noche se le tapa la nariz y que probablemente sufre de artritis.»

Le pareció que el barón quedaba desilusionado. Bajo el cuidadoso escrutinio de Scott, Helmut insistió en que se abrieran todos los frascos y se examinara el contenido para ver si no había algún otro medicamento mezclado con las píldoras comunes. ¿Estaría actuando? ¿Qué tan buen actor era el Soldadito de Juguete?

En el armario de Alvirah encontraron camisones viejos junto a vestidos y túnicas costosas, todas compradas en «Martha Park Avenue» y en la boutique de «Cypress Point».

Una nota incongruente era el costoso cassette japonés escondido en uno de sus bolsos que hacía juego con el resto de su equipaje «Louis Vuitton». Scott alzó la mirada. ¡Equipo profesional y sofisticado! No lo hubiese esperado de Alvirah Mechan.

Elizabeth observó cómo revisaba las cassettes. Tres de ellas estaban marcadas en orden numérico. El resto, en blanco. Scott se encogió de hombros, las guardó en el bolso y lo cerró. Se fue a los pocos minutos. Elizabeth lo acompañó hasta su automóvil. Durante el viaje, no le había comentado nada acerca de su sospecha de que Helmut había escrito la obra. Primero quería estar segura, hablar con Helmut para asegurarse. «Aún es posible que Clayton Anderson exista», se dijo.

Eran las seis en punto cuando el automóvil de Scott desapareció tras las puertas de «Cypress Point». Estaba refrescando. Elizabeth metió las manos en los bolsillos y encontró el broche con forma de sol de Alvirah. Lo había sacado de su ropa después de que partiera la ambulancia. Era obvio que tenía un gran valor sentimental para ella.

Habían mandado llamar al marido de Alvirah. Le daría el broche cuando lo viera, al día siguiente.

10

Ted regresó a su bungalow a las seis y media. Había regresado de la ciudad por el camino largo, a través de Crocker Woodland, y entrado en «Cypress Point» por la puerta de servicio. Había visto los automóviles de los periodistas, ocultos en los arbustos junto al camino que conducía a «Cypress Point». Eran como perros siguiendo alguna pista, guiados por las sugerencias hechas por el Globe…

Se quitó el suéter. Hacía calor, pero en esa época del año nunca se estaba seguro con el clima de la península ya que podía cambiar bruscamente de un momento a otro.

Corrió las cortinas, encendió la luz y quedó sorprendido al ver el brillo de una cabellera oscura sobre el sofá. Era Min.

– Tengo algo importante que decirte. -El tono de su voz era el de siempre: cálido y autoritario, una curiosa mezcla que en una época le había inspirado confianza. Ella llevaba una chaqueta larga sin mangas sobre una especie de traje de una sola pieza.

Ted se sentó frente a ella y encendió un cigarrillo.

– Lo había abandonado hace mucho tiempo, pero es increíble los malos hábitos que uno puede retomar cuando se enfrenta a una vida en prisión. Eso en cuanto a disciplina. No estoy muy presentable, Min, pero no estoy acostumbrado a recibir este tipo de visita inesperada.

– Inesperada y sin que me invitaran. -Min lo recorrió con la mirada-. ¿Has estado corriendo?

– No, estuve caminando. Y bastante. Me da tiempo para pensar.

– Tus pensamientos no deben de ser muy agradables en estos días.

– No, no lo son. -Ted aguardó.

– ¿Me das uno? -pidió Min señalando el paquete de cigarrillos que Ted había dejado sobre la mesa.

Ted le ofreció uno y se lo encendió.

– Yo también lo había dejado pero cuando uno está nervioso… -Min se encogió de hombros-. Tuve que dejar muchas cosas en mi vida mientras me abría camino. Bueno, ya sabes cómo es esto… Lanzar una agencia de modelos y tratar de que siguiera funcionando cuando no me entraba ni un dólar… Casarme con un anciano enfermo y ser su enfermera, su amante, su compañera durante cinco interminables años… Oh, pensé que había alcanzado una cierta seguridad. Pensé que me lo había ganado.

– ¿Y no es así?

Min hizo un gesto con la mano.

– Esto es hermoso, ¿verdad? Este lugar es ideal. El Pacífico a nuestros pies, la magnífica costa, el tiempo, la comodidad y belleza de las instalaciones de «Cypress Point»… Hasta esa monstruosidad de baños romanos de Helmut podrían ser algo asombroso. Nadie más sería lo suficientemente tonto como para construir una cosa así; nadie más tendría aptitudes como para dirigir las obras…

«No me extraña que esté aquí -pensó Ted-. No podía arriesgarse a hablar estando Craig cerca.»

Fue como si Min le hubiera leído el pensamiento.

– Sé lo que Craig te diría. Pero Ted, tú eres el empresario, el hombre atrevido. Tú y yo pensamos igual. Helmut no es en absoluto práctico, lo sé; pero tiene visión. Lo que necesita, lo que siempre ha necesitado, es el dinero para hacer realidad sus sueños. ¿Recuerdas la conversación que tuvimos los tres cuando ese bulldog de Craig no estaba cerca? Hablamos acerca de poner un «Cypress Point» en todos tus nuevos hoteles. Es una idea fabulosa. Podría funcionar.

– Min, si voy a prisión, no habrá nuevos hoteles. Hemos dejado de construir desde que fui acusado. Lo sabes.

– Entonces, préstame dinero ahora. -Min dejó caer la máscara-. Ted, estoy desesperada. En pocas semanas estaré en la bancarrota. ¡No tiene que ser así! Este lugar perdió algo en estos últimos años. Helmut no estuvo trayendo nuevos huéspedes. Creo que ahora sé por qué estuvo tan mal. Pero podría cambiar. ¿Por qué crees que hice venir aquí a Elizabeth? Para ayudarte.

– Min, ya viste cómo reaccionó al verme. En realidad, has empeorado las cosas.

– No estoy tan segura de ello. Esta tarde, le pedí que reconsiderara todo este asunto. Le dije que nunca se perdonaría a sí misma si te destruía. -Min aplastó el cigarrillo en el cenicero-. Ted, sé lo que te estoy diciendo. Elizabeth está enamorada de ti. Siempre lo estuvo. Haz que funcione para ti. No es demasiado tarde -dijo tomándolo del brazo.

Él se soltó.

– Min, no sabes de qué estás hablando.

– Te estoy diciendo lo que sé. Es algo que sentí desde la primera vez que os vi juntos. ¿No te das cuenta de lo difícil que era para ella estar cerca de ti y de Leila, queriendo que Leila fuera feliz, amándoos a los dos? Estaba dividida en dos. Fue por eso que aceptó esa obra antes de que Leila muriera. No era el papel que quería. Sammy me habló de ello. Ella también se había dado cuenta. Ted, Elizabeth lucha contra ti porque se siente culpable. Sabe que Leila te adoraba. ¡Haz que funcione para ti! Y Ted, te lo ruego, ayúdame. ¡Por favor!, ¡te lo ruego!

Min levantó la cabeza para mirarlo. Él estaba sudando y tenía el cabello revuelto. «Una mujer podría matar por esa cabeza», pensó Min. Sus pómulos altos acentuaban la nariz angosta y perfecta. Las mandíbulas cuadradas le daban un toque de fortaleza a su expresión. Tenía la camisa pegada al cuerpo, bronceado, musculoso. Se preguntó dónde habría estado y se dio cuenta de que quizá no se había enterado de lo sucedido a Alvirah. Pero no quería hablar de eso ahora.

– Min, no puedo seguir adelante con el proyecto de los «Cypress Point» en hoteles que no se construirán si es que voy a prisión. Te puedo ayudar, y lo haré. Pero déjame hacerte una pregunta: ¿Alguna vez se te ocurrió que Elizabeth podría estar equivocada acerca de la hora de la llamada? ¿No pensaste en ningún momento que puedo estar diciendo la verdad cuando afirmo que no volví a subir?

La sonrisa de alivio de Min se tornó en una de asombro.

– Ted, puedes confiar en mí. Puedes confiar en Helmut. No se lo ha dicho a nadie, excepto a mí… Nunca se lo dirá a nadie… Él te oyó gritarle a Leila. La oyó a ella rogar por su vida.

11

«¿Tendría que haberle dicho a Scott lo que sospechaba acerca del barón?», se preguntó Elizabeth al entrar en su bungalow. Observó la decoración en blanco y verde esmeralda del empapelado y la gruesa alfombra blanca. Casi imaginaba una sensación de alegría mezclada con la brisa marina.

Leila.

Pelirroja. Ojos verde esmeralda. La piel pálida de los pelirrojos naturales. El pijama de seda blanco que llevaba cuando murió y que debió flotar en el aire durante la caída.

¡Dios mío, Dios mío! Elizabeth cerró la puerta con dos vueltas de llave y se acurrucó en el sofá con la cabeza entre las manos, consternada ante la visión de Leila, flotando en el aire de la noche, camino de su muerte…

Helmut. ¿Él había escrito Merry-Go-Round? Si así era ¿había sacado el dinero de la cuenta de Min en Suiza? Debió de haberse puesto furioso cuando Leila dijo que abandonaba la obra. ¿Furioso hasta qué punto?

Alvirah Mechan. Los asistentes de la ambulancia. La gota de sangre sobre el rostro de Alvirah. El tono incrédulo del paramédico cuando le dijo a Helmut: «¿A qué se refiere con eso de que no empezó a inyectarla?» «¿A quién cree que está engañando?»

Las manos de Helmut oprimiendo el pecho de Alvirah… Helmut colocándole una intravenosa… Debió de ponerse frenético cuando oyó a Alvirah hablar de la «mariposa flotando en una nube». Alvirah había visto un ensayo de la obra. Leila había asociado la frase con Helmut. ¿También lo había hecho Alvirah?

Pensó en el discurso de Min de aquella tarde sobre Ted. Casi había reconocido la culpabilidad de Ted, y luego, trató de persuadirla de que Leila lo había provocado una y otra vez. ¿Sería verdad?

¿Tendría razón Min acerca de que Leila no querría ver a Ted tras las rejas por el resto de su vida? ¿Y por qué estaba ella tan segura acerca de su culpabilidad? Dos días atrás, ella misma afirmaba que debía de haber sido un accidente.

Elizabeth se aferró a las piernas y apoyó la cabeza en las manos.

– No sé qué hacer -murmuró para sí. Nunca se había sentido tan sola.

A las siete, oyó las campanadas que indicaban que comenzaba la hora del cóctel. Decidió comer sola en su bungalow. Era imposible pensar en ir a conversar con cualquiera de aquellas personas, sabiendo que el cuerpo de Sammy yacía en el depósito aguardando ser enviado a Ohio y que Alvirah Meehan luchaba por su vida en el hospital de Monterrey. Dos noches atrás, Sammy había estado en aquel cuarto, con ella. ¿Quién sería el próximo?

A las ocho menos cuarto, Min la llamó.

– Elizabeth, todo el mundo pregunta por ti. ¿Estás bien?

– Por supuesto. Sólo quiero estar tranquila.

– ¿Estás segura de que te sientes bien? Debes saber que Ted en particular está muy preocupado.

«Felicitaciones a Min. Nunca se rinde.»

– Estoy bien, Min. ¿Puedes hacer que me envíen una bandeja con la cena? Comeré algo ligero y luego iré a nadar. No te preocupes por mí.

Colgó el teléfono. Caminó de un lado a otro de la habitación, deseando ya estar en el agua.

in aqua sanitas, decía la inscripción. Por una vez, Helmut tenía razón. El agua la tranquilizaría, le pondría la mente en blanco.

12

Estaba a punto de colocarse el tanque de oxígeno cuando oyó que llamaban a la puerta. Se arrancó la máscara de la cara y logró sacar las mangas del pesado traje de neopreno. Escondió todo el equipo en el armario y luego corrió al baño a abrir el agua de la ducha.

Volvieron a golpear con impaciencia. Terminó de quitarse el traje y lo arrojó detrás del sofá al tiempo que se ponía una bata.

Adoptó un tono molesto y dijo:

– Ya voy, ya voy. -Luego, abrió la puerta.

– ¿Por qué has tardado tanto? Tenemos que hablar.

Eran casi las diez cuando por fin pudo acercarse a la piscina. Llegó justo a tiempo para ver a Elizabeth que regresaba a su bungalow. En su prisa por llegar había rozado una de las sillas del patio. Ella se volvió y él tuvo apenas tiempo de esconderse tras un arbusto.

Mañana a la noche. Todavía existía una posibilidad para que se quedara. Si no, arreglaría otro tipo de accidente.

Al igual que Alvirah Meehan, ella había comenzado a sospechar y despertaría también la sospecha de Scott.

Ese ruido. Era el de una silla golpeando contra el suelo de baldosas. Sin embargo, la brisa que corría no era lo suficientemente fuerte como para hacer que algo cayera. Se volvió, y por un instante le pareció ver que alguien se movía. Pero era una tontería, ¿por qué iba nadie a esconderse detrás de los árboles?

Aun así, Elizabeth aceleró el paso y se alegró de estar de regreso en su bungalow con la puerta cerrada con llave. Llamó al hospital. Ningún cambio en el estado de Alvirah Meehan.

Tardó bastante en dormirse. ¿Qué se le escapaba? Algo que había sido dicho, y que tendría que haberle llamado la atención… Por fin, la venció el sueño.

Estaba buscando a alguien… Se encontraba en un edificio vacío con paredes oscuras… Su cuerpo ardía de deseo… Tenía los brazos extendidos… ¿Cuál era ese poema que había leído en alguna parte? «Existe alguien, recuerdo sus ojos y sus labios, que me busca en la noche.» Lo susurraba una y otra vez… Vio una escalera… Bajó corriendo… Él estaba allí. De espaldas. Se arrojó sobre él y lo abrazó. Él se volvió, la abrazó y la sostuvo en sus brazos. Luego, la besó. «Ted, Ted, te amo»… repitió una y otra vez…

Se despertó bruscamente. Durante el resto de la noche, se mantuvo despierta en aquella cama donde Leila y Ted habían dormido juntos tantas veces, decidida a no volver a dormirse.

A no soñar.