174797.fb2 No Llores M?s, My Lady - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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1

«¿Dónde está el amor, la belleza y la verdad que buscamos?»

Shelley

¡Buenos días, querido huésped!

Bienvenidos a otro día de lujo en «Cypress Point».

Además del programa personalizado de cada uno, nos complace comunicarles que habrá clases especiales de maquillaje en el sector femenino entre las diez y las dieciséis. ¿Por qué no ocupar una de sus horas libres aprendiendo los encantadores secretos de las mujeres más bellas del mundo, enseñados por Madame Renford, de Beverly Hills?

El experto invitado para el sector masculino es el famoso levantador de pesas Jack Richard, quien compartirá su programa de trabajo con ustedes a las dieciséis horas.

El programa musical para después de la cena es muy especial. La violoncelista Fione Navaralla, una de las nuevas artistas más aclamadas de Inglaterra, ejecutará selecciones de Ludwig van Beethoven.

Esperamos que nuestros huéspedes disfruten de un día placentero. Recuerden que para estar realmente hermosos debemos mantener nuestras mentes en paz y libres de pensamientos perturbadores.

Barón y baronesa Von Schreiber

Jason, el chófer que trabajaba para Min desde hacía mucho tiempo, estaba aguardándola en la salida de pasajeros con su impecable uniforme gris. Era un hombre pequeño y bien formado, que en su juventud se había desempeñado como jockey. Un accidente había puesto fin a su carrera y tuvo que trabajar en los establos hasta que Min lo contrató. Elizabeth sabía que al igual que todos los empleados de Min, era muy leal a ella. En su rostro acartonado se dibujó una sonrisa cuando la vio llegar.

– Señorita Lange, es un placer volver a tenerla con nosotros -le dijo. Elizabeth se preguntó si él también estaría recordando que la última vez que estuvo allí había ido con Leila.

Se inclinó para darle un beso en la mejilla.

– ¿Jason, puedes olvidar eso de «señorita»? Me haces parecer una dienta cualquiera o algo así. -Ella notó la tarjeta que tenía en la mano donde estaba escrito el nombre de Alvirah Meehan-. ¿Tienes que recoger a alguien más?

– Sólo a una persona. Pensé que ya habría salido. Los pasajeros de primera siempre salen antes.

Elizabeth reflexionó sobre las pocas personas que ahorraban en el pasaje aéreo cuando podían pagar un mínimo de tres mil dólares por semana en «Cypress Point». Se puso a estudiar con Jason a los pasajeros que desembarcaban. Jason mantenía la tarjeta en alto mientras varias mujeres elegantes pasaban junto a él, ignorándolo.

– Espero que no haya perdido el vuelo -murmuró en el momento en que aparecía una última pasajera. Era una mujer robusta de unos cincuenta y cinco años, de facciones bien marcadas y fino cabello rojizo. Se notaba que el vestido color púrpura y rosa era costoso, pero no el apropiado para ella. Le abultaba en la cintura y en las caderas y se le levantaba a la altura de la rodilla. Intuitivamente, Elizabeth sintió que esa señora era Alvirah Meehan.

Ella vio su nombre en la tarjeta y se les acercó con una sonrisa complacida y aliviada. Estrechó la mano de Jason con bastante vigor:

– Bien, aquí estoy -anunció-. Y me alegro de verlo, hombre. Temía alguna confusión y que nadie viniera a buscarme.

– Oh, nunca dejamos de recoger a un huésped.

Elizabeth sintió que se le torcían los labios al ver la expresión de asombro de Jason. Era obvio que la señora Meehan no era del tipo de huésped habitual en «Cypress Point».

– ¿Me permitiría los resguardos del equipaje, por favor?

– ¡Oh, qué bien! Odio tener que esperar el equipaje. Es una gran molestia al finalizar un viaje. Claro que Willy y yo solemos ir a Greyhound y nuestras maletas están allí, pero así y todo… No tengo muchas cosas. Pensaba comprar algunas, pero mi amiga May me dijo: «Alvirah, espera a ver qué usan los demás. Todos estos lugares elegantes tienen tiendas… Pagarás de más, pero al menos podrás comprarte lo justo, sabes a lo que me refiero.» Le entregó luego a Jason el sobre con su pasaje donde estaban también los recibos y después se volvió hacia Elizabeth. -Mi nombre es Alvirah Meehan. ¿Tú también irás «Cypress Point»? No pareces necesitarlo, querida.

Quince minutos después, estaban sentadas en la elegante limusina plateada y fuera del aeropuerto. Alvirah se arrellanó en el asiento y exhaló un gran suspiro.

– Ah, qué bien… -dijo.

Elizabeth estudió las manos de la otra mujer. Eran las de una persona trabajadora, con gruesos nudillos y callosidades. Las uñas, a pesar del esmalte fuerte, eran cortas, aun cuando tenían el aspecto de un trabajo costoso. Su curiosidad sobre Alvirah Meehan fue un bienvenido descanso para su mente siempre ocupada en Leila. La mujer le caía bien, tenía algo de cándido y atractivo, ¿pero quién era ella? ¿Qué la había traído a «Cypress Point»?

– Todavía no logro acostumbrarme -continuó Alvirah en tono alegre-. Quiero decir que en un momento, estoy sentada en mi casa con los pies en remojo. Puedo decirle que limpiar cinco casas por semana no es broma, y la del viernes fue la peor: tienen seis hijos y todos son desordenados, y la madre es peor que ellos. Luego, sacaron los números ganadores de la lotería y los teníamos todos. ¡Willy y yo no podíamos creerlo! «Willy -le dije-, ahora somos ricos». «Ya lo creo», me dijo. Tiene que haberlo leído el mes pasado. Cuarenta millones de dólares, y un minuto antes no teníamos ni siquiera dos monedas juntas.

– ¿Ganó cuarenta millones de dólares en la lotería?

– Me sorprende que no lo haya leído. Somos los ganadores más grandes de la historia de la lotería del estado de Nueva York. ¿Qué le parece?

– ¡Creo que es maravilloso! -exclamó Elizabeth con sinceridad.

– Bueno, en seguida supe qué era lo que quería y era venir a «Cypress Point». Hace diez años que leo acerca de este lugar. Me gustaba soñar sobre cómo sería pasar unos días en él y conversar con las celebridades. Por lo general, hay que esperar varios meses para una reserva, pero yo conseguí una así -dijo mientras chasqueaba los dedos.

«Porque Min, sin duda, había reconocido el valor publicitario de que Alvirah Meehan le dijera al mundo que la ambición de toda su vida había sido ir a “Cypress Point” -pensó Elizabeth-. A Min nunca se le escapa nada.»

Tomaron la Coastal Highway.

– Se supone que este camino tenía que ser maravilloso -comentó Alvirah-, pero no me parece nada extraordinario.

– Un poco más adelante, es algo que corta e) aliento -murmuró Elizabeth.

Alvirah se enderezó en el asiento y miró a Elizabeth.

– A propósito, estuve hablando tanto que he olvidado su nombre.

– Elizabeth Lange.

Los grandes ojos marrones, agrandados por los lentes de aumento, se abrieron de par en par.

– Sé quién es usted. Usted es la hermana de Leila LaSalle. Era mi actriz favorita. Sé todo acerca de Leila y de usted. La historia de ustedes dos cuando vinieron a Nueva York siendo usted muy pequeña es tan hermosa. Dos noches antes de que muriera, vi un preestreno de su última obra. Oh, lo siento… No quería molestarla…

– Oh, está bien. Es que tengo un fuerte dolor de cabeza. Será mejor que descanse un rato…

Elizabeth se volvió hacia la ventanilla y se retocó los ojos. Para entender a Leila había que haber vivido esa niñez, ese viaje a Nueva York, el temor y las desilusiones… Y había que saber que por muy bonita que sonara la historia en la revista People, no era en absoluto una historia agradable.

El viaje en autobús desde Lexington a Nueva York duró catorce horas. Elizabeth durmió acurrucada en el asiento y con la cabeza apoyada en el regazo de Leila. Estaba un poco asustada y la entristecía pensar que cuando su madre regresara a casa descubriría que se habían ido, pero sabía que Matt la invitaría a beber y que luego la llevaría al dormitorio, y en poco tiempo estarían riendo y gritando y los muelles del colchón empezarían a sonar…

Leila le nombró los estados por los que pasaban: Maryland, Delaware, Nueva Jersey. Luego, los campos fueron reemplazados por unas horribles cisternas y las calles cada vez más atestadas. En el túnel Lincoln, el autobús se detenía y volvía a arrancar a cada momento y Elizabeth comenzó a sentir un cosquilleo en el estómago. Leila se dio cuenta y le dijo: «Vamos, Sparrow rao te descompongas ahora. Sólo faltan unos minutos.»

No podía aguardar a bajar del autobús. Necesitaba respirar aire fresco. El aire allí era pesado y muy caluroso, incluso más que en su casa. Elizabeth se sintió inquieta y cansada. Estuvo a punto de quejarse, pero se dio cuenta de que Leila también parecía muy cansada.

Acababan de salir de la plataforma cuando un hombre se acercó a Leila. Era delgado y de cabello oscuro ensortijado, aunque un poco calvo en la parte de delante. Tenía patillas largas y ojos pequeños y marrones y al sonreír se ponía un poco bizco.

– Soy Lon Pedsell -le dijo-. ¿Eres la modelo que la agencia «Arbitran» envía desde Maryland?

Por supuesto que Leila no era la modelo, pero Elizabeth adivinó que su hermana no diría que no.

– No había ninguna otra de mi edad en el autobús -le respondió.

– Y obviamente eres modelo.

– Soy actriz.

La expresión del hombre cambió como si Leila le hubiera dado un regalo.

– Esto es un comienzo para mí y espero que lo sea también para ti. Si te gusta trabajar como modelo, serás perfecta. Son cien dólares por cada vez que poses.

Leila dejó sus maletas en el suelo y le apretó el hombro a Elizabeth. Era su manera de decir: «Déjame hablar a mí.»

– Me pareces agradable -le dijo Lon Pedsell-. Ven, tengo mi coche fuera.

Elizabeth quedó sorprendida al ver su estudio. Cuando Leila le hablaba sobre Nueva York, pensó que en todos los lugares donde ella trabajaría serían hermosos. Pero Lon Pedsell las llevó a una calle sucia a unas seis manzanas de la terminal. Había mucha gente sentada en los pórticos y basura desparramada por todas partes.

– Disculpadme por mi situación temporal -dijo-. Perdí la casa que alquilaba al otro lado de la ciudad y estoy preparando una nueva.

El apartamento adonde las llevó quedaba en el cuarto piso y estaba tan desordenado como el de su madre. Lon respiraba con dificultad porque había insistido en llevar las dos maletas.

– ¿Quieres que le dé un refresco a tu hermana y que mire la televisión mientras tú posas? -le preguntó a Leila.

Elizabeth se daba cuenta de que Leila no estaba muy segura de lo que debía hacer.

– ¿Qué tipo de modelo se supone que debo ser? -preguntó.

– Es para una nueva línea de trajes de baño. En realidad, hago las pruebas para la agencia. La joven que elijan hará un montón de publicidad. Tienes suerte de haberme encontrado hoy. Tengo la sensación de que eres la persona que estaba buscando.

Las llevó a la cocina. Era pequeña y sucia y había un pequeño televisor sobre una de las sillas. Le sirvió un refresco a Elizabeth y vino para Leila y para él.

– Tomaré un refresco -dijo Leila.

– Sírvete. -Encendió el televisor-. Ahora, Elizabeth, voy a cerrar la puerta para poder concentrarme. Quédate aquí y diviértete.

Elizabeth miró tres programas. A veces oía que Leila decía en voz alta: «Eso no me gusta.» Sin embargo, no parecía asustada, sólo un poco preocupada. Después de un rato, apareció y le dijo:

– Ya terminé, Sparrow, recoge tus cosas. -Luego se volvió hacia Lon-. ¿Sabes dónde puedo encentrar un cuarto amueblado?

– ¿Les gustaría quedarse aquí?

– No, sólo dame los cien dólares.

– Tienes que firmar este permiso primero…

Cuando Leila lo firmó, miró a Elizabeth y le dijo sonriendo:

– Debes estar orgulloso de tu hermana mayor. Va en camino de convertirse en una modelo famosa.

Leila le entregó el papel.

– Dame los cien dólares.

– Oh, la agencia te pagará. Aquí tienes su tarjeta. Ve allí mañana por la mañana y te darán un cheque.

– Pero dijiste…

– Leila, vas a tener que aprender el negocio. Los fotógrafos no pagan a las modelos. La agencia paga cuando recibe el permiso.

No les ofreció ayudarlas a bajar las maletas.

Una hamburguesa y un batido en un restaurante llamado «Chock Full o’Nuts» las hizo sentir mucho mejor. Leila había comprado un mapa de Nueva York y un diario. Comenzó con la sección inmobiliaria.

– Aquí hay uno que parece adecuado: «Ático, catorce habitaciones, espectacular vista, rodeado de terraza.» Algún día, Sparrow, te lo prometo.

Encontraron un anuncio para compartir un apartamento. Leila miró el plano.

– No está mal -dijo-. Queda en la Calle 95 y la avenida West End no está tan lejos. Podemos tomar un autobús.

El apartamento parecía estar bien, pero la sonrisa de la mujer se borró al enterarse de que Elizabeth era parte del trato.

– Niños, no -dijo en tono rotundo.

Sucedía lo mismo en cada uno de los lugares adonde iban. Por fin, a las siete de la tarde, Leila le preguntó a un taxista si conocía algún lugar barato y decente para vivir donde pudiera tener a Elizabeth. Él les indicó una pensión en Greenwich Village.

A la mañana siguiente, fueron a la agencia de modelos de Madison Avenue para recoger el dinero de Leila. La puerta de la agencia estaba cerrada y había un letrero que decía: «Deje las fotos en el buzón.» En él ya había media docena de sobres manila. Leila tocó el timbre. Una voz le contestó por el interfono.

– ¿Tiene una cita?

– Vengo a recoger mi dinero -dijo Leila.

Ella y la mujer comenzaron a discutir. Por fin, la mujer le dijo que se fuera, pero Leila volvió a tocar el timbre otra vez y no se detuvo hasta que alguien le abrió la puerta. Elizabeth retrocedió. La mujer tenía el grueso cabello oscuro recogido en una trenza. Sus ojos eran negros como el carbón y estaba muy enojada. No era joven, pero sí hermosa. El traje blanco de seda que llevaba hizo que Elizabeth se diera cuenta de que sus pantalones cortos estaban desteñidos y que su camiseta de algodón estaba gastada. Cuando salieron, pensó que Leila era muy hermosa, pero al lado de esa mujer, parecía vulgar y harapienta.

– Escucha -le dijo la mujer- si quieres dejar tus fotos, muy bien, hazlo, pero si tratas de molestar de nuevo, haré que te arresten.

Leila le mostró el papel que tenía en la mano.

– Usted me debe cien dólares y no me iré sin ellos.

La mujer tomó el papel, lo leyó y comenzó a reírse tan fuerte que tuvo que recostarse contra la puerta.

– ¡De veras que eres tonta! Esos tipos hacen siempre lo mismo. ¿Adónde te recogió? ¿En la terminal de autobuses? ¿Terminaste en la cama con él?

– No, no lo hice. -Leila tomó el papel, lo rompió en mil pedazos y lo pisoteó-. Vamos, Sparrow. Ese tipo se burló de mí, pero no tenemos por qué dejar que esta perra se ría de nosotras.

Elizabeth se dio cuenta de que Leila estaba tan molesta que podía echarse a lloraren cualquier momento y no quería que la mujer la viera. Le sacó la mano a Leila del hombro y se colocó delante de la mujer.

– Usted es mala -le dijo-. Ese hombre fingió bien, y si hizo trabajar a mi hermana gratis, tendría que compadecerse de nosotras y no reírse. -Se volvió y cogió de la mano a Leila-. Vamos.

Se dirigían hacia el ascensor cuando la mujer las llamó.

– Vosotras dos, venid aquí. -Ellas la ignoraron. Entonces, la mujer les gritó-: ¡Os dije que vinieseis aquí!

Dos minutos después estaban en su oficina privada.

– Tienes posibilidades -le dijo la mujer a Leila-. Pero esa ropa… No sabes nada de maquillaje; necesitarás un buen corte de pelo y un álbum de fotografías. ¿Posaste desnuda para esa basura?

– Sí.

– Muy bien. Si eres buena, te pondré en una publicidad para un jabón, y entonces aparecerán tus fotografías en una de esas revistas «especiales». ¿Te filmó también?

– No, por lo menos, no lo creo.

– Está bien, de ahora en adelante yo me ocuparé de todos los contratos.

Salieron de allí atontadas. Leila tenía una lista de citas en el salón de belleza al día siguiente. Después, tenía que encontrarse con esa mujer en el estudio del fotógrafo.

– Llámame Min -le había dicho la mujer-. Y no te preocupes por la ropa. Yo te llevaré todo lo que necesitas.

Elizabeth se sentía tan feliz que sus pies apenas tocaban el suelo, sin embargo Leila permanecía muy tranquila. Caminaron por Madison Avenue. Personas bien vestidas pasaban junto a ellas mientras el sol brillaba con esplendor. Había puestos de emparedados de salchicha y pretzel en casi cada esquina; autobuses y taxis que tocaban el claxon; casi todo el mundo ignoraba la luz roja y esquivaba el tráfico. Elizabeth se sentía como en casa.

– Me gusta este lugar -dijo.

– También a mí, Sparrow. Y tú me salvaste el día. Te juro que no sé quién se ocupa de quién. Y Min es una buena persona. Pero, Sparrow, he aprendido algo de ese asqueroso padre que tuvimos y de los apestosos novios de mamá y ahora también del bastardo ese que conocimos ayer.

»Sparrow, nunca volveré a confiar en un hombre.

2

Elizabeth abrió los ojos. La limusina se deslizaba silenciosamente junto al «Pebble Beach Golf Club» por la carretera de tres carriles, desde donde podían verse las grandes mansiones a través de las buganvillas y azaleas. Desaceleró la marcha al llegar a una curva donde estaba el ciprés que le daba el nombre a «Cypress Point».

Desorientada por un momento, se quitó el cabello de la frente y miró alrededor. Alvirah Meehan estaba junto a ella con una sonrisa feliz en el rostro.

– Debes de estar cansada -le dijo Alvirah-. Has dormido prácticamente durante todo el viaje. -Meneó la cabeza mientras miraba por la ventanilla-. ¡Esto sí que es hermoso! -El automóvil atravesó las ornamentadas puertas de hierro y siguió por el camino hacia el edificio principal, una mansión color marfil de tres pisos con persianas azules. Había varias piscinas esparcidas por el parque cerca de los grupos de bungalows. En el extremo norte de la propiedad había una terraza con mesitas y sombrillas que rodeaban una piscina olímpica. A ambos lados de ella había dos edificios iguales pintados de color lavanda.

– Uno es el gimnasio de hombres y el otro de mujeres -explicó Elizabeth.

La clínica, una versión más pequeña de la mansión principal, estaba situada a la derecha. Una serie de senderos rodeados de altas ligustrinas floridas conducían a entradas individuales. Estas puertas daban a los cuartos para tratamientos y quedaban lo bastante alejadas unas de otras como para que los huéspedes no tuvieran que cruzarse con nadie.

Luego, cuando la limusina tomó una curva, Elizabeth contuvo el aliento y se inclinó hacia delante. Más atrás, entre la clínica y la mansión principal, se levantaba una nueva y enorme estructura, toda de mármol negro acentuada por columnas macizas que la hacían parecer como un volcán a punto de estallar. «O como un mausoleo», pensó Elizabeth.

– ¿Qué es eso? -preguntó Alvirah.

– Es una réplica de un baño romano. Empezaban las excavaciones cuando estuve aquí hace dos años. Jason, ¿ya lo abrieron?

– No está terminado, señorita Lange. Siempre siguen construyendo.

Leila se había burlado abiertamente de los planes para la casa de baños.

«Otro de los grandes planes de Helmut para quitarle a Min su dinero -había dicho-. No estará contento hasta dejarla sin un centavo.»

La limusina se detuvo frente a la escalera de la casa principal. Jason bajó del vehículo y corrió a abrirles la puerta. Alvirah Meehan volvió a ponerse los zapatos y, con dificultad, logró levantarse de su asiento.

– Es como estar sentada en el suelo -comentó-. Oh, miren, aquí vienen el señor y la señora Von Schreiber. Los conozco por fotos. ¿O debo llamarla baronesa?

Elizabeth no respondió. Extendió los brazos mientras Min bajaba la escalera, con pasos rápidos pero majestuosos. Leila siempre había comparado a Min en movimiento con el Queen Elizabeth II entrando en el puerto. Min llevaba un atuendo decepcionantemente simple. Su brillante cabello oscuro estaba recogido en un rodete. Se abalanzó sobre Elizabeth y la abrazó con fuerza.

– Estás muy delgada -le susurró-. Apuesto a que en traje de baño debes de ser puro hueso. -Otro abrazo y Min volvió su atención a Alvirah-. Señora Meehan. La mujer más afortunada del mundo. ¡Estamos encantados de tenerla con nosotros! -Estudió a Alvirah de arriba abajo-. En dos semanas, el mundo creerá que nació con una cuchara de cuarenta millones de dólares en la boca.

Alvirah Meehan rebosó de alegría.

– Así es como me siento ahora.

– Elizabeth, ve a la oficina. Helmut te espera. Yo acompañaré a la señora Mechan a su bungalow y luego me reuniré con vosotros.

Obediente, Elizabeth se dirigió a la casa principal; atravesó la fría recepción de mármol, el salón, la sala de música, los comedores privados y subió por la serpenteante escalera que conducía a las habitaciones privadas. Min y su esposo compartían un conjunto de oficinas que miraban a ambos lados de la propiedad. Desde allí, Min podía observar los movimientos de los huéspedes y del personal mientras iban de un lado a otro de los centros de actividad. Durante la cena, solía llamar la atención de alguno de sus huéspedes: «Lo vi leyendo en el jardín cuando tendría que haber estado en su clase de aeróbic.» También poseía una percepción especial para saber cuándo un empleado dejaba esperando a uno de los huéspedes.

Elizabeth golpeó con suavidad la puerta de la oficina privada. Como no obtuvo respuesta, la abrió. Al igual que todas las habitaciones de «Cypress Point», las oficinas estaban decoradas con gusto exquisito. Una acuarela abstracta de Will Moses pendía de la pared sobre el sofá blanco. El escritorio de la recepción era un auténtico Luis XV, pero no había nadie sentado allí. De inmediato sintió una gran desilusión, pero recordó que Sammy regresaría a la noche siguiente.

Se acercó entonces a la puerta entreabierta de la oficina que Min y el barón compartían y contuvo el aliento, sorprendida. El barón Helmut von Schreiber estaba de pie junto a la pared del lado opuesto donde estaban colgadas las fotografías de los clientes más famosos. La mirada de Elizabeth lo siguió y tuvo que contenerse para no gritar.

Helmut estaba estudiando el retrato de Leila, para el que había posado la última vez que estuvo allí. El vestido verde de Leila era inconfundible, su brillante cabellera pelirroja enmarcándole el rostro, la manera en que sostenía una copa de champaña como si ofreciera un brindis.

Elizabeth no quería que Helmut se diera cuenta de que lo había estado observando. Sin hacer ruido, regresó al salón de recepción, abrió y cerró la puerta para que la oyera y preguntó:

– ¿Hay alguien aquí?

Un instante después él salió de su oficina. El cambio en su semblante fue dramático. Éste era el gracioso y urbano europeo que conocía, con la sonrisa cálida, el beso en ambas mejillas y el infaltable cumplido:

– Elizabeth, cada día estás más hermosa. Tan joven, tan bella, tan divinamente alta.

– Alta, como quiera que sea. -Elizabeth retrocedió-. Pero déjame mirarte, Helmut. -Lo estudió con cuidado y notó que no había rastros de tensión en sus ojos celestes. Su sonrisa era relajada y natural. Sus labios separados dejaban ver los dientes blancos y perfectos. ¿Cómo lo había descrito Leila? «Te juro, Sparrow, ese tipo me recuerda a un soldado. ¿Crees que Min le da cuerda todas las mañanas? Puede tener ancestros decentes, pero te apuesto que no tenía ni un centavo en el bolsillo hasta que encontró a Min.»

Elizabeth había protestado.

– Es un cirujano plástico y debe de conocer bien este tipo de establecimientos. El lugar es famoso.

– Puede ser famoso -le había respondido Leila-, pero cuesta mucho mantenerlo y apuesto hasta mi último dólar a que ni siquiera esos precios alcanzan. Escucha, Sparrow, yo debería saberlo muy bien. Estuve casada con dos vividores, ¿no es así? Es cierto que la trata como a una reina, pero apoya su teñida cabeza sobre almohadas de doscientos dólares todas las noches, y además de lo que ella ha gastado en «Cypress Point», no te olvides de todo lo que Min tuvo que poner para reconstruir ese viejo castillo que él tiene en Austria.

Al igual que todos, Helmut pareció dolorido por la muerte de Leila, pero ahora Elizabeth se preguntaba si todo no había sido más que una actuación.

– Bueno, dime, ¿tengo razón? Pareces tan preocupada. ¿Quizá te descubriste alguna arruga? -Su sonrisa era profunda y divertida.

Ella se esforzó por sonreír.

– Estás espléndido -le dijo ella-. Tal vez, me quedé sorprendida cuando me di cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que te vi.

– Ven -le dijo y la tomó de la mano para conducirla a un grupo de muebles Art Déco, cerca de las ventanas de delante. Hizo una mueca al sentarse-. Trato de convencer a Minna de que estos objetos son para ser vistos y no usados. Bueno, dime, ¿cómo te ha ido?

– Estuve ocupada. Claro que eso es lo que deseo.

– ¿Por qué no viniste a vemos antes?

«Porque sabía que en este lugar vería a Leila por todas partes.»

– Vi a Min en Venecia hace tres meses.

– Y además este lugar te trae muchos recuerdos, ¿no es verdad?

– Sí, me trae recuerdos. Pero también los extrañaba. Y estoy ansiosa por ver a Sammy. ¿Cómo crees que se siente?

– Conoces a Sammy. Ella nunca se queja. Pero supongo que… no muy bien. Creo que nunca se recuperó, ni de la cirugía ni de la muerte de Leila. Y ahora tiene más de setenta. No es mucha edad desde el punto de vista fisiológico, pero…

Se oyó un golpe en la puerta de fuera y la voz de Min que anunciaba su llegada.

– Helmut, espera ver a la ganadora de la lotería. Un trabajo especial para ti. Necesitaremos arreglar que le hagan varias entrevistas. Hará que este lugar parezca el séptimo cielo.

Atravesó la habitación a toda prisa y abrazó a Elizabeth.

– Si supieras cuántas noches no pude dormir pensando en ti. ¿Cuánto podrás quedarte?

– No mucho. Sólo hasta el jueves.

– ¡Nada más que cinco días!

– Lo sé, pero la oficina del fiscal de distrito quiere revisar mi testimonio el viernes. -Elizabeth se dio cuenta de lo agradable que era sentirse rodeada por los brazos de un ser querido.

– ¿Qué es lo que deben revisar?

– Las preguntas que me harán durante el juicio. Las preguntas que me hará el abogado de Ted. Pensé que sólo con decir la verdad sería suficiente, pero al parecer la defensa tratará de probar que me equivoco acerca de la hora de la llamada.

– ¿Y tú crees que podrías estar equivocada? -Los labios de Min le rozaban la oreja y su voz era un sugestivo susurro. Sorprendida, Elizabeth se alejó justo a tiempo para ver el gesto de advertencia en el rostro de Helmut.

– Min, crees que si tuviera la menor duda…

– Está bien -se apresuró a decir Min-. No deberíamos estar hablando de eso ahora. De modo que tienes cinco días. Te mimaremos y podrás descansar. Yo misma te prepararé tu programa. Comenzarás con un tratamiento facial y un masaje esta misma tarde.

Elizabeth los dejó unos minutos después. Los rayos del sol bailaban sobre las flores silvestres del sendero que conducía al bungalow que Min le había asignado. En alguna parte de su subconsciente, experimentaba una sensación de calma al observar todas esas flores. Pero esa momentánea tranquilidad no ocultaba el hecho de que detrás de esa cálida bienvenida y aparente interés, Min y Helmut estaban cambiados: estaban enojados, preocupados y hostiles. Y esa hostilidad iba dirigida a ella.

3

A Syd Melnick, el camino entre Beverly Hills y Pebble Beach no le resultó agradable. Durante las cuatro horas, Cheryl Manning permaneció sentada como una piedra, rígida y aislada en el asiento del acompañante. Durante las tres primeras horas, ella no le permitió que bajara la capota del descapotable. No iba a arriesgarse a que se le resecaran la piel y el cabello. Sólo cuando llegaron a Carmel se lo permitió porque quería que la gente la reconociera.

En ocasiones, durante ese largo trayecto, Syd le echaba una mirada. Indudablemente, era bonita. Esa masa de cabello negro azulado dando marco a su rostro era sexy y excitante. Ahora tenía treinta y seis años, y lo que una vez tuvo de pilluela se había transformado en una voluptuosa sofisticación que le quedaba bien. Dinastía y Dallas se hacían viejas. Y el público termina inquietándose. Fue una sensación de que ya había sido «suficiente» de todos esos vaporosos amoríos de las mujeres de alrededor de cincuenta. Y en Amanda, Cheryl había encontrado el rol que podía convertirla en una superestrella.

Y cuando eso sucediera, Syd volvería a ser un agente importante. Un autor era tan bueno como su último libro. Un actor, tan negociable como su última película. Un agente necesitaba contratos millonarios para ser considerado de primera línea. Una vez más estaba a su alcance el poder convertirse en leyenda, en el próximo Swifty Lazar. «Y esta vez -se dijo-, no volveré a derrocharlo en los casinos o quemarlo en los hipódromos.»

En pocos días más sabría si Cheryl tendría el papel. Justo antes de partir, ante la insistencia de Cheryl, había llamado a Bob Koening a su casa. Veinticinco años atrás, Bob, que acababa de terminar la universidad, y Syd, un mensajero de los estudios, se conocieron en un escenario de Hollywood y se hicieron amigos. Ahora Bob era el presidente de «World Films». Hasta tenía el aspecto de la nueva carnada de directores de estudios, con sus rasgos duros y sus anchos hombros. Syd sabía que él tenía el aspecto del estereotipo de Brooklyn, con su rostro alargado y un tanto taciturno, cabello ensortijado, una incipiente calvicie y una leve barriga que no podía eliminar ni siquiera con rigurosos ejercicios. Era otra cosa que le envidiaba a Bob Koening.

Ese día, Bob se había mostrado irritable.

– ¡Mira, Syd, no vuelvas a llamarme un domingo a casa para hablar de negocios! Cheryl hizo una prueba estupenda. Todavía estamos probando a otras personas. Te enterarás del resultado dentro de unos días. Y déjame darte un consejo. Ponerla en esa obra el año pasado cuando murió Leila LaSalle no fue una buena elección y eso es parte del problema con elegirla a ella. Y llamarme a casa un domingo, también estuvo mal.

A Syd empezaron a sudarle las manos al recordar la conversación. Sin pensar en el panorama, meditó el hecho de que había cometido el error de abusar de la amistad. Si no tenía más cuidado, todos a los que conocía estarían «en reunión» cuando él llamara.

Y Bob tenía razón. Había cometido un grave error al convencer a Cheryl para que tomara parte en esa obra con tan pocos días de ensayo. La crítica la había asesinado.

Cheryl había estado de pie junto a él cuando llamó a Bob. Y había oído que Bob dijo que la obra era la razón por la que dudaban en elegirla. Y por supuesto, eso generó una explosión. No era la primera ni sería la última.

¡Esa maldita obra! Había creído lo suficiente en ella como para rogar y pedir prestado hasta que obtuvo un millón de dólares para invertir en ella. Podría haber sido un gran éxito. Y luego, Leila había comenzado a beber y a actuar como si la obra fuera el problema…

La ira le secó la garganta. Todo lo que había hecho por esa perra y lo despidió en «Elaine’s», frente a todo el mundo y gente del ambiente, y además lo había insultado en voz alta. ¡Y ella sabía todo lo que él había invertido en la obra! Sólo esperaba que hubiera estado lo suficientemente consciente para darse cuenta de lo que le sucedía cuando dio contra el cemento.

Estaban pasando por Carmel: una multitud de turistas en las calles. El sol brillaba y todos parecían descansados y felices. Tomó el camino más largo y se deslizó por la calle principal. Podía oír los comentarios de la gente al reconocer a Cheryl. Ahora, por supuesto, ella sonreía: Ella necesitaba una audiencia del mismo modo que otros necesitan el agua y el aire.

Llegaron a la entrada a Pebble Beach. Pagó el peaje y continuaron la marcha. Pasaron frente al «Pebble Beach Club», el «Crocker Woodland» y llegaron a las puertas de «Cypress Point».

– Déjame en mi bungalow -le dijo Cheryl-. No quiero encontrarme con nadie hasta que me recomponga.

Se volvió hacia él y se quitó las gafas de sol. Los ojos le brillaban.

– Syd, ¿cuáles son mis posibilidades para convertirme en Amanda?

Él respondió la pregunta tal como la había respondido una docena de veces durante esa última semana.

– Las mejores, muñeca -respondió con sinceridad-. Las mejores.

«Será mejor que así sea -se dijo-, o todo habrá terminado.»

4

El Westwind se inclinó, giró y comenzó el descenso hacia el aeropuerto Monterrey. Con un cuidado metódico, Ted revisó el panel de instrumentos. Había sido un agradable vuelo desde Hawai: aire suave en cada metro del camino y los bancos de nubes, perezosos y etéreos como el algodón de azúcar en el circo. Era gracioso: le gustaban las nubes, volar sobre y a través de ellas, pero nunca le había gustado el algodón de azúcar, ni siquiera de niño. Una contradicción más en su vida…

John Moore, sentado en el asiento del copiloto, se movió como para recordarle a Ted que aún estaba allí y que, si quería podía pasarle los controles. Moore había sido el jefe de pilotos para la «Winters Enterprises» durante diez años. Pero Ted quería realizar el aterrizaje y ver con qué suavidad tocaba la pista. Bajar las ruedas. Aterrizar. Todo era la misma cosa, ¿verdad?

Una hora antes, Craig había ido a verlo y le pidió que dejara a John los controles.

– Las bebidas están listas en la mesa de la esquina, su favorita, Monsieur Wintairs.

Una excelente imitación del capitán del Four Seasons.

– Por favor, basta de imitaciones por hoy. No las necesito en este momento.

Craig sabía que no debía discutir con Ted cuando éste decidía permanecer en los controles.

Se acercaban rápidamente a la pista. Ted levantó apenas el morro del avión. ¿Cuánto tiempo más estaría en libertad para pilotar aviones, viajar, tomar o no una bebida, funcionar como un ser humano? El juicio comenzaría la semana siguiente. No le gustaba su nuevo abogado. Henry Bartlett era demasiado pomposo, demasiado consciente de su propia imagen. Ted imaginaba a Bartlett en un aviso del New Yorker, con una botella de whisky en la mano y una leyenda que decía: «Ésta es la única marca que les sirvo a mis invitados.»

Las ruedas principales tocaron tierra. El impacto fue casi imperceptible dentro del avión. Ted puso los motores en retroceso.

– Buen aterrizaje, señor -comentó John con tranquilidad.

Cansado, Ted se pasó la mano por la frente. Deseó poder terminar con la costumbre de que John lo llamara «señor». Y también deseó que Henry Bartlett dejara de llamarlo «Teddy». ¿Acaso todos los abogados criminalistas pensaban que tenían el derecho de ser condescendientes porque uno necesitaba sus servicios? Una pregunta interesante. Si las circunstancias hubieran sido diferentes, jamás habría tratado con alguien como Bartlett. Pero despedir al hombre considerado como el mejor abogado defensor del país cuando tenía que enfrentarse a una sentencia de cadena perpetua no era un acto inteligente. Siempre se había considerado inteligente, pero ahora ya no estaba tan seguro.

Unos minutos después, estaban en una limusina camino a «Cypress Point».

– He oído hablar mucho de la península de Monterrey -comentó Bartlett mientras tomaban la autopista 68-. Todavía no entiendo por qué no trabajamos en el caso en tu oficina de Connecticut o en tu apartamento de Nueva York; bueno, de todas formas eres tú quien paga la cuenta.

– Estamos aquí porque Ted necesita el tipo de descanso que puede obtener en «Cypress Point» -dijo Craig sin tratar de ocultar su tono evasivo.

Ted estaba sentado en el lado derecho del amplio asiento trasero, junto a Henry. Craig se había situado en el asiento frente a ellos, al lado del bar. Craig levantó la cortina y se preparó un martini. Con una sonrisa a medias se lo entregó a Ted.

– Conoces las reglas de Min con respecto a la bebida. Será mejor que lo bebas aprisa.

Ted meneó la cabeza.

– Me parece recordar otro momento en que también bebí de prisa. ¿No hay una cerveza fría?

– Teddy, tengo que insistir en que dejes de referirte a esa noche de una forma que sugiere que no la recuerdas muy bien.

Ted se volvió para mirar de frente a Henry Bartlett, fijándose en su cabello plateado, sus modales urbanos y el leve acento inglés de su voz.

– Aclaremos algo de una buena vez -le dijo-. No vuelvas, y te lo repito, no vuelvas a llamarme Teddy nunca más. Mi nombre, si acaso no puedes recordarlo es Andrew Edward Winters. Siempre me han llamado Ted. Si te resulta demasiado difícil de recordar, puedes llamarme Andrew. Mi abuela solía llamarme así. Asiente con la cabeza si entiendes lo que te digo.

– Cálmate, Ted -le pidió Craig.

– Me calmaré si Henry y yo nos ponemos de acuerdo sobre algunas normas básicas.

Sintió con qué fuerza apretaba el vaso que tenía en la mano. Estaba comenzando a descifrar las cosas; podía sentirlo. En esos meses desde la acusación, había logrado mantener la cordura al quedarse en su casa de Maui, elaborando su propio análisis de expansión urbana y tendencias de la población, diseñando hoteles, estadios, centros comerciales que construiría una vez que todo terminara. De alguna manera, había logrado convencerse de que algo sucedería, de que Elizabeth se daría cuenta de que se equivocaba con respecto a la hora de la llamada y que la testigo ocular sería declarada mentalmente incompetente…

Elizabeth seguía firme con su historia, la testigo ocular era inflexible acerca de su testimonio y el juicio parecía amenazador. Ted quedó sorprendido cuando se dio cuenta de que su primer abogado concedía virtualmente el veredicto de culpabilidad. Fue entonces cuando contrató a Henry Bartlett.

– Muy bien, dejaremos esto para después -dijo con dureza Henry Bartlett. Luego, se volvió hacia Craig-: Si Ted no quiere un trago, yo sí.

Ted aceptó la cerveza que le ofrecía Craig y se puso a mirar por la ventanilla. ¿Bartlett tenía razón? ¿Era una locura haber ido allí en lugar de trabajar en Connecticut o en Nueva York? Sin embargo, cuando estaba en «Cypress Point», tenía una sensación de calma y bienestar. Era debido a todos los veranos que había pasado en la península de Monterrey durante su infancia.

El automóvil se detuvo en el puesto de peaje de Pebble Beach y el chófer pagó lo que correspondía. Luego aparecieron las residencias con vista al océano. Una vez había querido comprar una casa allí. Él y Kathy habían acordado que sería un buen lugar de vacaciones para Teddy. Pero Teddy y Kathy habían desaparecido.

Del lado izquierdo, el Pacífico brillaba, claro y hermoso, bajo el radiante sol de la tarde. No era seguro nadar allí, pues las corrientes internas eran muy fuertes, pero qué hermoso hubiera sido zambullirse y sentir que lo empapaba el agua salada. Se preguntó si alguna vez volvería a sentirse limpio y a dejar de ver la imagen de Leila destrozada. Esas imágenes siempre estaban en su mente, agrandadas como los anuncios en una autopista. Y en esos últimos meses, habían comenzado las dudas.

– Deja de pensar lo que estés pensando, Ted -le dijo Craig con suavidad.

– Y deja de tratar de leer mis pensamientos -le respondió Ted. Luego, logró insinuar una débil sonrisa-. Lo siento.

– No hay problema. -El tono de Craig era sincero.

«Craig siempre sabe cómo manejar situaciones», pensó Ted. Se habían conocido en Dartmouth durante el primer año de facultad. Entonces, Craig era regordete. A los diecisiete, se convirtió en un alto sueco rubio. A los treinta y cuatro, todo vestigio de gordura había desaparecido y la carne se había convertido en sólidos músculos. Los rasgos pesados le iban mejor a un hombre maduro que a un niño. Craig había obtenido una media beca para cursar la universidad y además ocuparse de cuanto trabajo se le presentaba: como lavacopas en un restaurante, camarero en una hostería de Hannover, o asistente en el hospital de la universidad.

«Y sin embargo, siempre estuvo cuando lo necesité», recordó Ted. Después de la universidad, se sorprendió al encontrarse con Craig en los lavabos de la oficina ejecutiva de «Winters Enterprises».

– ¿Por qué no hablaste conmigo si querías trabajar aquí? -No estaba seguro de sentirse complacido con ello.

– Porque si soy bueno, lo lograré solo.

No se podía discutir sobre eso. Lo había logrado, había llegado a convertirse en el vicepresidente ejecutivo. «Si voy a prisión -pensó Ted-, él dirigirá el show. Me pregunto cuántas veces pensará en eso.» Sintió una sensación de disgusto por esas ideas. «¡Estoy pensando igual que una rata atrapada! ¡Soy una rata atrapada!»

Pasaron junto al «Pebble Beach Lodge», el campo de golf, el «Crocker Woodland» y por fin divisaron los campos de «Cypress Point».

– Pronto entenderás por qué quisimos venir aquí -le dijo Craig a Henry. Miró directamente a Ted-. Juntos elaboraremos una buena defensa. Sabes que este lugar siempre te ha traído suerte. -Después, al mirar por la ventanilla se puso tenso-. Oh, Dios, no puedo creerlo. El descapotable; Cheryl y Syd están aquí.

Con una mueca de desaprobación se volvió hacia Henry Bartlett.

– Comienzo a pensar que tenías razón. Tendríamos que haber ido a Connecticut.

5

Min le había asignado a Elizabeth el bungalow que solía ocupar Leila. Era una de las unidades más costosas, pero Elizabeth no estaba segura de sentirse complacida. Todo en esos cuartos parecía gritar el nombre de Leila: las fundas de color verde esmeralda que Leila adoraba, el mullido sillón con el sofá otomano haciendo juego. Leila solía recostarse en él después de una extenuante clase de gimnasia. «Dios mío, Sparrow, si sigo a este ritmo tendrán que hacerme una mortaja pequeña»; el exquisito escritorio: «Sparrow, ¿recuerdas los muebles que tenía la pobre mamá? Parecían de subasta.»

Poco después, Elizabeth se reunió con Min y Helmut, mientras una de las camareras deshacía sus maletas. Sobre la cama yacía un traje color azul y una bata de toalla. En la bata estaba prendido por un alfiler el programa para esa tarde: a las cuatro, masaje; a las cinco, limpieza y masaje facial.

Las instalaciones para las mujeres quedaban al final de la piscina olímpica: una estructura de un piso que se parecía a una casa de adobe española. Tranquila por fuera, por lo general su interior hervía de actividad mientras mujeres de todas las edades y formas corrían de un lado a otro sobre el suelo de baldosas, enfundadas en sus batas de toalla, para llegar a tiempo a la siguiente cita.

Elizabeth se preparó para encontrar caras conocidas, algunas de las dientas habituales que iban a «Cypress Point» cada tres meses y que había llegado a conocer bien durante los veranos en los que trabajó allí. Sabía que sería inevitable recibir condolencias y ver cabezas haciendo gestos negativos: «Nunca hubiera creído que Ted Winters…»

Sin embargo, no encontró a nadie conocido entre las mujeres que salían de las clases de gimnasia y corrían a los tratamientos de belleza. Tampoco parecía estar tan lleno como siempre. En los momentos de mayor actividad albergaba a unas sesenta mujeres; y el pabellón de hombres, otro tanto. Pero no esa vez.

Recordó los códigos de colores de las puertas: rosado, para los tratamientos de belleza facial; amarillo para masaje; orquídea, para los tratamientos corporales con hierbas; blanco, para los cuartos de vapor. Los salones de gimnasia quedaban detrás de la piscina cubierta y parecían haber sido ampliados. Había también más jacuzzi individuales en el solarium central. Desilusionada, Elizabeth se dio cuenta de que era tarde para sumergirse en uno durante algunos minutos.

Se prometió que esa noche nadaría durante un buen rato.

La masajista que le asignaron era una de las antiguas. No muy robusta, pero con brazos y manos fuertes. Gina se alegró de verla.

– ¿Volverás a trabajar aquí? Claro que no. No existe tanta suerte.

Los gabinetes de masaje habían sido remodelados. ¿Acaso Min nunca dejaría de gastar dinero en ese lugar? Las nuevas camillas eran acolchadas y bajo las manos expertas de Gina, comenzó a sentir que se relajaba.

Gina le masajeaba los músculos de la espalda.

– Estás hecha un nudo.

– Supongo que sí.

– Y tienes toda la razón.

Elizabeth sabía que ésa era la manera de Gina para expresar sus condolencias. Y también sabía que a menos que comenzara una conversación, Gina se mantendría en silencio. Una de las estrictas reglas de Min era que si los huéspedes deseaban hablar, podían conversar con ellos. «Pero no los carguen con sus problemas -les recomendaba Min en las reuniones semanales con el personal-. Nadie quiere escucharlos.»

Sería útil obtener las impresiones de Gina sobre cómo le estaba yendo a «Cypress Point».

– No parece haber mucha actividad hoy -le sugirió-. ¿Están todos jugando al golf?

– Eso quisiera. Hace más o menos dos años que este lugar no se llena. Relájate, Elizabeth, tienes los brazos muy duros.

– ¡Dos años! ¿Qué ha sucedido?

– ¿Qué puedo decir? Todo empezó con ese estúpido mausoleo. La gente no paga tanto dinero para ver montones de basura o para escuchar martilleos. Y todavía no lo han terminado. ¿Para qué quieren un baño romano aquí, puedes explicármelo?

Elizabeth pensó en los comentarios de Leila acerca del baño romano.

– Eso es lo que decía Leila.

– Y tenía razón. Vuélvete, por favor. -Con manos expertas, la masajista estiró la sábana-. Y escucha, fuiste tú quien la nombró. ¿Te das cuenta de todo el encanto que ella le dio a este lugar? La gente quería estar cerca de ella. Venían aquí con la esperanza de verla. Ella era una propaganda viviente para «Cypress Point». Y siempre hablaba de reunirse con Ted Winters aquí. Ahora, no lo sé. Hay algo muy diferente. El barón gasta como un maniático, ya habrás visto los nuevos jacuzzi. El trabajo interior de la casa de baños sigue y sigue. Y Min está tratando de ahorrar algo. Es una broma. Él construye un baño romano y ella nos pide que no derrochemos toallas.

La cosmetóloga era nueva, una mujer japonesa. La relajación que había comenzado con el masaje, continuaba con la máscara tibia que le había aplicado, después de la limpieza y el vapor. Elizabeth dormitó y se despertó al oír la voz suave de la mujer.

– ¿Ha tenido una buena siesta? La dejé cuarenta minutos más. Parecía estar tan tranquila y yo tenía mucho tiempo.

6

Mientras la camarera deshacía sus maletas, Alvirah Mechan inspeccionó sus nuevos aposentos. Se paseaba de un cuarto a otro, mirándolo todo detenidamente, sin perderse nada. En su mente, iba preparando lo que dictaría luego a su cassette nuevo.

– ¿Eso es todo, señora?

La camarera estaba ante la puerta de la sala.

– Sí, gracias. -Alvirah trató de imitar el tono de la señora Stevens, su trabajo de los martes. Una pequeña petulante, aunque también amistosa.

En cuanto se cerró la puerta, corrió a sacar su cassette. El periodista del New York Globe le había enseñado cómo usarlo. Se acomodó en el sillón de la sala y comenzó:

– Y bien, aquí estoy en «Cypress Point» y créame, es excelente. Esta es mi primera grabación y quiero comenzar agradeciendo al señor Evans su confianza en mí. Cuando nos entrevistó a mí y a Willy al haber ganado la lotería y le conté acerca de la ambición de toda mi vida de venir a «Cypress Point», dijo que tenía sentido de lo dramático y que a los lectores del Globe les encantaría saber todo lo que sucedía en el salón, desde mi punto de vista.

»Dijo que con el tipo de personas que me cruzaría, jamás pensarían que soy escritora y podría llegar a escuchar muchas cosas interesantes. Luego, cuando le expliqué que había sido una verdadera fanática de las estrellas de cine durante toda mi vida, y que conozco mucho acerca de las vidas privadas de las estrellas, me contestó que yo podría escribir una buena serie de artículos y, tal vez, también un libro.

Alvirah sonrió feliz y se alisó la falda de su vestido color púrpura. La falda se le levantaba.

– Un libro -dijo cuidándose de hablar en el micrófono-. Yo, Alvirah Meehan. Pero cuando uno piensa en todas las celebridades que escribieron libros y cuántos de ellos son realmente horribles, creo que podría llegar a hacerlo.

»Les contaré lo que sucedió hasta ahora. Viajé en limusina a “Cypress Point” junto a Elizabeth Lange. Es una joven encantadora y siento pena por ella. Tiene la mirada triste y se ve que está bajo una gran tensión. Durmió prácticamente durante todo el viaje desde San Francisco. Elizabeth es la hermana de Leila LaSalle, pero no se parece mucho a ella. Leila era pelirroja y tenía ojos verdes. Podía parecer sexy y majestuosa al mismo tiempo, era una mezcla entre Dolly Parton y Greer Garson. Creo que una buena forma de describir a Elizabeth es decir “saludable”.

»Está demasiado delgada; tiene espaldas anchas, grandes ojos azules con pestañas oscuras y cabello color miel que le cae sobre los hombros. Tiene dientes hermosos y fuertes y la única vez que sonrió, me transmitió una gran ternura. Es bastante alta, alrededor de un metro ochenta. Creo que sabe cantar. Tiene una voz muy agradable, no exageradamente teatral como muchas de estas estrellitas. Supongo que ya no se las debe llamar así. Tal vez, si me hago amiga de ella, me contará algunos detalles interesantes acerca de su hermana y Ted Winters. Me pregunto si el Globe querrá cubrir el juicio.

Alvirah hizo una pausa, apretó el botón de retroceso y luego el de replay. Estaba bien. El aparato funcionaba. Pensó que tenía que decir algo del lugar donde estaba.

– La señora Von Schreiber me acompañó hasta mi bungalow. Casi me eché a reír cuando lo llamó así. Nosotros solíamos alquilar uno en Roackway Beach, en la Calle 99, cerca del parque de atracciones. El lugar temblaba cada vez que los carros de la montaña rusa se deslizaban por la última pendiente, y eso ocurría cada cinco minutos durante el verano.

»Este bungalow tiene una sala decorada en zaraza azul claro y alfombras orientales… hechas a mano: yo misma lo comprobé. Un dormitorio con una cama con dosel, un pequeño escritorio, una silla hamaca, una cómoda, un tocador lleno de cosméticos y lociones y un enorme baño con jacuzzi propio. También hay un cuarto con estantes empotrados, un sofá de cuero, sillas y una mesa ovalada. En el piso de arriba, hay dos dormitorios más y baños, los que, por supuesto, no necesito. ¡Lujo! No dejo de pellizcarme.

»La baronesa Von Schreiber me dijo que el día comienza a las siete de la mañana, con una caminata en la cual todos los huéspedes de “Cypress Point” deben participar. Luego, me servirán un desayuno bajo en calorías en mi habitación. La camarera también me traerá mi programa personal, que incluye cosas tales como una limpieza facial, un masaje, una máscara de hierbas, sauna, pedicuro, manicura y tratamiento para el cabello. ¡Imagínese! Después de que me revise el médico, agregarán mis clases de gimnasia.

»Ahora voy a descansar un poco y luego tendré que vestirme para la cena. Me pondré el caftán arcoiris que compré en «Martha’s» de Park Avenue. Se lo mostré a la baronesa y ella me dijo que sería perfecto, pero que no me pusiera el collar de cristal que gané en el tiro al blanco en Coney Island.

Alvirah apagó el cassette satisfecha. ¿Quién había dicho que escribir era difícil? Con un cassette era una tontería. ¡Cassette! Se puso rápidamente de pie y buscó su monedero. Abrió un cierre y extrajo una pequeña caja que contenía un broche en forma de sol.

«Pero no era cualquier broche», pensó orgullosa. Ése tenía un micrófono. El editor le había aconsejado que lo usara para grabar conversaciones. «De esa forma -le había explicado-, nadie podrá quejarse de que las palabras citadas no sean suyas.»

7

– Siento hacerte esto, Ted, pero es que no tenemos el lujo del tiempo. -Henry Bartlett se reclinó en el sillón en el extremo de la mesa de la biblioteca.

Ted se dio cuenta de que le latía la sien izquierda y sentía punzadas de dolor detrás y encima del ojo izquierdo. Movió la cabeza para evitar los rayos de sol que se filtraban por la ventana frente a él.

Se hallaban en el estudio del bungalow de Ted, en la zona de Meadowcluster una de las dos instalaciones más caras de «Cypress Point. Craig estaba sentado en diagonal a él, con el rostro grave y mirada de preocupación.

Henry había querido tener una reunión antes de la cena.

– Se nos está acabando el tiempo -dijo- y hasta que no decidamos nuestra estrategia final, no podemos avanzar.

«Veinte años en prisión», pensó Ted con incredulidad. Ésa era la sentencia pendiente. Tendría cincuenta y cuatro años cuando saliera. Incongruentemente, todas las películas de gángsters que solía mirar tarde por la noche se agolparon en su mente. Barras de acero, guardias severos, Jimmy Cagney en el papel de un loco asesino. Solía deleitarse con ellos.

– Tenemos dos caminos posibles -continuó Henry Bartlett-. Podemos aferramos a tu historia original…

– ¡Mi historia original! -exclamó Ted.

– ¡Escúchame! Dejaste el apartamento de Leila alrededor de las nueve y diez. Fuiste al tuyo, trataste de llamar a Craig. -Se volvió hacia Craig-. Es una maldita lástima que no hayas contestado el teléfono.

– Estaba mirando un programa que quería ver. Estaba conectado el contestador. Pensé que luego llamaría a cualquiera que me dejara un mensaje. Y puedo jurar que el teléfono sonó justo a las nueve y media, tal como dice Ted.

– ¿Por qué no dejaste un mensaje, Ted?

– Porque odio hablar con un aparato, y con ése en particular. -La boca adoptó un gesto de tensión. La costumbre que tenía Craig de imitar a un sirviente japonés en el contestador irritaba mucho a Ted, a pesar de ser una excelente imitación. Craig podía imitar a cualquiera. Hasta podía llegar a ganarse la vida con eso.

– ¿Y para qué llamabas a Craig?

– Es confuso. Estaba borracho. Mi impresión es que quería decirle que me alejaría por un tiempo.

– Eso no nos ayuda. Tal vez, si te hubiera respondido tampoco nos ayudaría. No a menos que pudieras probar que estabas hablando con él a las nueve y treinta y uno.

Craig pegó un puñetazo sobre la mesa.

– Entonces, lo diré. No estoy a favor de mentir bajo juramento, y tampoco estoy a favor de que Ted sea acusado de algo que no cometió.

– Es demasiado tarde para eso. Ya hiciste tu declaración. Si la cambias ahora, empeora la situación. -Bartlett revisó los papeles que había extraído de su maletín. Ted se puso de pie y se acercó a la ventana. Tenía planeado ir al gimnasio y hacer un poco de ejercicio. Pero Bartlett había insistido en tener esa reunión. Ya veía limitada su libertad.

¿Cuántas veces había ido a «Cypress Point» con Leila durante los tres años que duró la relación? Ocho, tal vez diez. A Leila le encantaba ese lugar. Le encantaba ver cómo mandoneaba Min y la presunción del barón. También había disfrutado de largas caminatas junto a los acantilados. «Muy bien. Halcón, si no quieres venir conmigo, juega a tu maldito golf y nos veremos luego en mi cama.» Aquel guiño malicioso, esa deliberada mirada de soslayo, los dedos delgados sobre sus hombros. «Mi Dios, Halcón, tú sí que me excitas.» Estar recostado con ella en sus brazos sobre el sofá mirando alguna película. «Min sabe damos algo mejor que esas malditas antigüedades. Sabe que me gusta estar acurrucada con mi compañero.» Allí había descubierto a la Leila que amaba; la Leila que ella misma quería ser.

¿Qué estaba diciendo Bartlett?

– O bien contradecimos lo que dicen Elizabeth Lange y la testigo ocular o tratamos de volcar el testimonio a nuestro favor.

– ¿Y eso cómo se hace?

«Dios, cómo odio a este hombre -pensó Ted-. Está allí sentado, fresco y cómodo como si estuviera discutiendo una partida de ajedrez y no el resto de mi vida.» Una furia irracional casi lo ahogó. Tenía que salir de allí. Estar en una habitación con alguien que odiaba también le producía claustrofobia. ¿Cómo podría compartir una celda con otro hombre durante dos o tres décadas? No podría. A cualquier precio, no podría.

– Recuerdas haber llamado un taxi y el viaje a Connecticut.

– No, no recuerdo nada en absoluto.

– Vuelve a contarme el último recuerdo consciente de aquella noche.

– Había estado con Leila durante varias horas. Estaba histérica. Todo el tiempo me acusaba de estar engañándola.

– ¿Y la engañabas?

– No.

– ¿Entonces, por qué te acusaba?

– Leila era… muy insegura. Había tenido malas experiencias con los hombres. Estaba convencida de que jamás podría confiar en nadie. Yo pensé que no era así, en lo que a nuestra relación se refería, pero cada tanto tenía un ataque de celos. -Esa escena en el apartamento. Leila lanzándose sobre él, arañándole la cara; sus terribles acusaciones. Él la tomó de las muñecas para detenerla. ¿Qué había sentido? Rabia. Furia. Y disgusto.

– ¿Trataste de devolverle el anillo de compromiso?

– Sí, y ella lo rechazó.

– ¿Y luego qué sucedió?

– Llamó Elizabeth. Leila comenzó a sollozar por teléfono y a gritarme que me fuera. Yo le dije que colgara. Quería llegar al fondo de lo que había provocado todo eso. Vi que era inútil y me fui. Llegué a mi apartamento. Creo que me cambié la camisa e intenté llamar a Craig. Luego salí. Pero no recuerdo nada más hasta el día siguiente que desperté en Connecticut.

– ¿Teddy, te das cuenta de lo que el fiscal hará con tu historia? ¿Sabes cuántos casos hay de personas que mataron en un ataque de rabia y que luego sufren un brote psicótico donde no recuerdan nada porque bloquean el hecho? Como abogado, tengo que decirte algo: esa historia apesta. No es una defensa. Claro que si no fuera por Elizabeth Lange, no habría problema… Diablos, ni siquiera habría un caso. Podría destrozar a esa tal testigo ocular. Está loca, loca de verdad. Pero con Elizabeth que jura que estabas en el apartamento peleando con Leila a las nueve y media, la loca se vuelve creíble cuando dice que arrojaste a Leila por el balcón a las nueve y treinta y uno.

– ¿Y entonces qué podemos hacer? -preguntó Craig.

– Negociemos -respondió Bartlett-. Ted está de acuerdo con la historia de Elizabeth. Ahora recuerda haber vuelto a subir. Leila seguía histérica, colgó el teléfono de un golpe y salió corriendo a la terraza. Cualquiera que haya estado en «Elaine’s» la noche anterior puede dar testimonio del estado emocional en que se encontraba. Su hermana admite que había estado bebiendo. Se sentía desanimada con su carrera. Había decidido romper la relación que tenía contigo. Se sentía acabada. No sería la primera en saltar ante una situación así.

Ted parpadeó. Saltar. Dios, ¿todos los abogados eran tan insensibles? Y luego, la imagen del cuerpo deshecho de Leila; las fotos de la Policía. Sintió su cuerpo bañado en sudor.

Craig pareció esperanzado.

– Podría funcionar. Lo que vio esa testigo fue a Ted luchando por salvar a Leila y cuando Leila cayó, él perdió la memoria. Fue entonces que sufrió el brote psicótico. Eso explica por qué fue tan incoherente en el taxi.

Ted miró a través de la ventana, hacia el océano. Estaba tranquilo, pero sabía que pronto subiría la marea. «La calma que antecede a la tormenta -pensó-. Ahora estamos en una discusión clínica. En diez días, estaré en el juicio. El Estado de Nueva York contra Andrew Edward Winters III.»

– Hay un enorme bache en tu teoría -dijo-. Si admito haber regresado al apartamento y estado en la terraza con Leila, estoy poniendo la cabeza en el lazo. Si el jurado decide que estuve en el proceso de su asesinato, podrían hallarme culpable de asesinato en segundo grado.

– Es un riesgo que tendrás que correr.

Ted regresó a la mesa y comenzó a guardar los legajos abiertos en el maletín de Bartlett. Su sonrisa no era de complacencia.

– No estoy seguro de poder correr ese riesgo. Tiene que haber una solución mejor, y voy a encontrarla cueste lo que cueste. No iré a prisión.

8

Min suspiró con ímpetu.

– Ah, qué bueno. Te juro que tienes mejores manos que todas las masajistas de aquí.

Helmut se inclinó y la besó en la mejilla.

– Liebchen, me encanta tocarte, aunque sea para darte un masaje en la espalda.

Estaban en su apartamento, que cubría el tercer piso de la mansión principal. Min estaba sentada delante de su tocador, con un quimono suelto. Se había desatado el largo cabello negro que ahora le cubría los hombros. Miró su imagen en el espejo. Ese día, no era ninguna publicidad para el lugar. Tenía ojeras. ¿Cuánto hacía que se había retocado los ojos? ¿Cinco años? Era difícil de aceptar lo que le estaba sucediendo. Tenía cincuenta y nueve años. Hasta el año anterior, había aparentado diez menos. Pero ya no.

Helmut le sonreía a su imagen en el espejo. Deliberadamente, apoyó el mentón sobre la cabeza de Min. El azul de sus ojos siempre le recordaba el mar Adriático que rodeaba Dubrovnik, donde ella había nacido. Ese rostro largo y distinguido, con su bronceado perfecto no tenía una sola línea, las largas y oscuras patillas no mostraban ni una sola cana. Helmut era quince años más joven que ella. Durante los primeros años de matrimonio, no había importado. ¿Pero ahora?

Lo había conocido en un establecimiento de descanso en Baden-Baden, después de la muerte de Samuel, Cinco años de complacer a aquel anciano habían valido la pena. Le había dejado doce millones de dólares y su propiedad.

No fue estúpida ante la repentina atención que Helmut le prestaba. Ningún hombre se enamora de una mujer quince años mayor a menos que quiera algo. Al principio, había aceptado sus intenciones con cinismo, pero al cabo de dos semanas se dio cuenta de que comenzaba a interesarse demasiado en él y en su sugerencia de que convirtiera el hotel «Cypress Point» en un establecimiento de gimnasia y cuidados… Le había costado una fortuna, pero Helmut le había dicho que lo considerara una inversión y no un gasto. El día en que inauguraron el nuevo «Cypress Point», él le propuso matrimonio.

Ella suspiró aliviada.

– ¿Minna, qué te sucede?

¿Cuánto tiempo había estado mirándose en el espejo?

– Ya lo sabes.

Él se inclinó y la besó en la mejilla.

Por increíble que pareciera, habían sido felices juntos. Ella nunca se atrevió a confesarle lo mucho que lo amaba, por temor a entregarle esa arma, esperando siempre algún signo de inquietud. Pero Helmut ignoraba a las jóvenes mujeres que flirteaban con él. Sólo Leila había logrado encandilarlo. Sólo Leila, quien la había hecho sufrir una terrible agonía…

Quizá se había equivocado. Si alguien podía creerle, a Helmut le disgustaba Leila, incluso la odiaba. Leila casi lo había despreciado, pero ella despreciaba a casi todos los hombres que conocía bien…

El cuarto estaba oscuro. La brisa proveniente del mar comenzaba a ser fresca. Helmut la tomó del codo.

– Descansa un poco. En menos de una hora tendrás que enfrentarte a todos ellos.

Min le tomó la mano con fuerza.

– ¿Helmut, cómo crees que reaccionará ella?

– Muy mal.

– No me digas eso -respondió Min-. Helmut, sabes por qué tengo que intentarlo. Es nuestra única oportunidad.

9

A las siete en punto, un repique de campanas proveniente de la casa principal anunció la hora del cóctel y de inmediato, los pasillos se llenaron de gente: personas solas, en pareja o en grupos de tres o de cuatro. Todos estaban bien vestidos, con ropa poco formal: las mujeres con elegantes túnicas sueltas y los hombres con pantalones, camisas y chaquetas deportivas. Gemas auténticas se mezclaban con alegres fantasías. Famosas se saludaban entre sí con afecto o con una distante inclinación de cabeza. Había algunas luces encendidas en la galería, donde los camareros uniformados de azul y marfil, servían delicados canapés y bebidas sin alcohol.

Elizabeth decidió ponerse el traje rosa agrisado con la faja color magenta que Leila le había regalado en su último cumpleaños. Leila siempre escribía una nota en su papel personal. Elizabeth siempre llevaba la nota que había acompañado ese traje en el fondo de su cartera, como un talismán de amor. Decía: «Hay un largo, largo camino desde mayo a diciembre. Amor y felicitaciones para mi querida hermana capricorniana, de la muchacha de tauro.»

De alguna manera, ponerse ese traje y volver a leer la nota hizo que fuera más fácil para Elizabeth abandonar su bungalow y dirigirse hacia la casa principal. Mantuvo una sonrisa a medias en el rostro mientras reconocía a algunos de los clientes habituales. La señora Lowell, de Boston, que iba siempre desde que Min había abierto el lugar; la condesa d’Aronne, la madura belleza que ya tenía más de setenta años. La condesa tenía dieciocho años cuando mataron a su marido, que era mucho mayor que ella. Se había casado cuatro veces desde entonces, pero después de cada divorcio, pedía a las cortes francesas que le restituyeran el título de condesa.

– Estás espléndida. Yo misma ayudé a Leila a elegir ese traje en «Rodeo Drive» -le murmuró Min al oído. El brazo de Min se aferraba con fuerza al de Elizabeth. Elizabeth sintió como si la empujara hacia delante. El olor del océano se mezclaba con el perfume de las buganvillas. Voces fuertes y risas provenientes de la galería murmuraban alrededor. La música de fondo era de Serber que tocaba el Concierto para violín en mi menor. Leila dejaba cualquier cosa para asistir a un concierto de Serber.

El camarero le ofreció una bebida: vino sin alcohol o algún refresco. Elizabeth eligió el vino. Leila se había mostrado bastante cínica con respecto a la firme regla de Min que prohibía el alcohol. «Mira, Sparrow, muchos de los que vienen aquí son bebedores. Todos traen algo, pero a pesar de eso, bajan bastante el nivel de bebida. Así que pierden peso y Min reclama la cuenta de “Cypress Point”. ¿Crees que el barón no tiene una buena provisión en su oficina? ¡Por supuesto que sí!»

«Tendría que haber ido a East Hampton -pensó Elizabeth-. A cualquier lugar menos aquí.» Era como si Leila estuviera allí, tratando de comunicarse con ella…

– Elizabeth. -La voz de Min era aguda. Aguda y tensa-. La condesa te está hablando.

– Oh, lo siento mucho -se disculpó Elizabeth y tomó la mano aristocrática que le tendía la condesa.

La condesa sonrió afectuosa.

– Vi tu última película. Te estás convirtiendo en una excelente actriz, chérie.

Fue muy típico de la condesa d’Aronne darse cuenta de que no quería hablar de Leila.

– Era un buen papel. Tuve suerte. -Y luego, Elizabeth sintió que se le agrandaban los ojos-. Min, los que vienen por el pasillo, ¿no son Syd y Cheryl?

– Sí, me llamaron esta mañana. Olvidé decírtelo. Espero que no te moleste que estén aquí…

– Claro que no. Es sólo que… -No terminó la oración. Se sentía avergonzada por la forma en que Leila había humillado a Syd aquella noche en «Elaine’s». Syd había convertido a Leila en una estrella. No importaba cuántos errores había cometido durante todos esos años, no tenían valor si se los comparaba con las veces que había conseguido los papeles que Leila quería…

¿Y Cheryl? Bajo un velo de amistad, ella y Leila habían mantenido una intensa rivalidad tanto personal como profesional. Leila le había quitado a Ted. Y Cheryl casi arruinó su carrera al reemplazar a Leila en su papel…

Inconscientemente, Elizabeth se puso tensa. Por otra parte, Syd había hecho una fortuna gracias a las ganancias de Leila. Cheryl había intentado todos los trucos posibles para recuperar a Ted. «Si lo hubiera conseguido, Leila seguiría con vida…», pensó Elizabeth.

La habían visto. Ambos parecieron tan sorprendidos como ella. La condesa murmuró:

– No, esa desagradable buscona, Cheryl Manning…

Subían en su dirección. Elizabeth estudió a Cheryl con objetividad. Una masa de cabello le rodeaba el rostro. Lo tenía más oscuro que la última vez que la había visto y le quedaba bien. ¿La última vez? Eso fue en el funeral de Leila.

Elizabeth tuvo que aceptar que Cheryl nunca había lucido mejor. Su sonrisa era deslumbrante; los famosos ojos color ámbar asumieron una expresión tierna. Su saludo hubiera engañado a cualquiera que no la conociera.

– ¡Elizabeth, querida, nunca imaginé encontrarte aquí, me parece maravilloso! ¿Cómo estás?

Luego, fue el turno de Syd. Syd, pon su mirada cínica y expresión sombría. Sabía que había invertido un millón de dólares de su propio dinero en la obra de Leila, dinero que probablemente había pedido prestado. Leila lo había bautizado: El negociante: «Claro que trabaja duro para mí, Sparrow, pero lo hace porque le hago ganar mucho dinero. El día que deje de representar un ingreso para él, pasará por encima de mi cadáver.»

Elizabeth sintió un escalofrío cuando Syd le dio un indiferente beso de compromiso.

– Estás bien. Tal vez tenga que robarte a tu agente. No esperaba verte hasta la semana próxima.

La semana próxima. Por supuesto. La defensa sin duda usaría a Cheryl y a Syd para testimoniar el estado emocional de Leila aquella noche en «Elaine’s».

– ¿Te has apuntado con alguno de los instructores? -preguntó Cheryl.

– Elizabeth está aquí porque yo la invité -respondió Min.

Elizabeth se preguntó por qué Min parecía tan nerviosa. Min observaba ansiosa a la gente y seguía aferrada al brazo de Elizabeth como si temiera perderla.

Les ofrecieron bebidas. Algunos amigos de la condesa se acercaron al grupo. Un famoso publicista se acercó a saludar a Syd:

– La próxima vez que quieras que contratemos a uno de tus clientes, asegúrate de que esté sobrio.

– Ése nunca está sobrio.

Luego, sintió una voz familiar que provenía de atrás, una voz sorprendida.

– ¿Elizabeth, qué estás haciendo aquí?

Se volvió y sintió que la rodeaban los brazos de Craig… Los brazos sólidos y de confianza del hombre que había corrido hacia ella cuando se enteró de la noticia, que se quedó con ella en el apartamento de Leila escuchando cómo descargaba su dolor, que la había ayudado a responder a las preguntas de la Policía y que por fin había localizado a Ted…

Había visto a Craig unas tres o cuatro veces el año anterior. La última vez mientras rodaba. «No puedo estar en la misma ciudad sin pasar a saludarte», le había dicho. Por un acuerdo tácito, evitaban discutir sobre el próximo juicio, pero nunca terminaban una comida sin nombrarlo. Por Craig se había enterado de que Ted estaba en Maui, se encontraba nervioso e irritable, prácticamente ignoraba el negocio y no veía a nadie. Y fue a través de Craig, inevitablemente, que oyó la pregunta: «¿Estás segura?»

La última vez que lo vio, había estallado: «¿Cómo se puede estar segura de algo o de alguien?» Luego le pidió que no se comunicara con ella hasta después del juicio. «Sé dónde debe estar tu lealtad.»

¿Pero qué estaba haciendo allí, ahora? Imaginaba que estaría con Ted preparando el juicio. Y luego, cuando Craig la soltó, vio que Ted subía la escalera que daba a la galena.

Sintió que se le secaba la boca. Comenzaron a temblarle las manos y las piernas y el corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba en los oídos. En esos meses, había logrado borrar su imagen de la conciencia, y en sus pesadillas siempre aparecía borroso: sólo había visto las manos asesinas que empujaban a Leila, los ojos despiadados que la miraban caer…

Ahora, subía la escalera hacia ella con su imponente presencia habitual. Andrew Edward Winters III, con el cabello oscuro que contrastaba con la chaqueta blanca, los rasgos fuertes, la piel bronceada; se lo veía demasiado bien después de su autoexilio en Maui.

Un sentimiento de rabia y odio hizo que Elizabeth quisiera lanzarse sobre él; arrojarlo por esa escalera tal como él había arrojado a Leila, arañarle ese rostro compuesto y bien parecido tal como lo había hecho Leila al tratar de salvarse. Sintió el gusto amargo de la bilis en su boca y tuvo que tragar saliva para luchar contra las náuseas.

– ¡Aquí está! -exclamó Cheryl. En un momento, se deslizó por entre los grupos de gente allí reunidos, los tacones golpeando contra el suelo, la chalina de seda roja flotando detrás de ella. La conversación se detuvo y todas las cabezas se volvieron cuando se arrojó a los brazos de Ted.

Como un robot, Elizabeth los miró. Era como si estuviera mirando a través de un caleidoscopio. Fragmentos de colores e impresiones giraban alrededor de ella. El blanco de la chaqueta de Ted; el rojo del vestido de Cheryl; el cabello oscuro de Ted; sus manos largas y bien formadas mientras trataba de liberarse.

Elizabeth recordó que en la audiencia ante el gran jurado había pasado junto a él y entonces se odió por haber creído en la actuación de Ted durante el funeral de Leila, simulando ser un novio dolorido. Alzó la mirada y supo que él ya la había visto. Parecía sorprendido y desalentado, ¿o era otra de sus actuaciones? Se soltó de las garras de Cheryl y terminó de subir la escalera. Sin poder moverse, fue consciente del silencio que la rodeaba, de los murmullos y las risas de aquellos más alejados que no sabían qué estaba sucediendo, de los últimos acordes del concierto y de las mezclas de fragancias a flores y océano.

Parecía haber envejecido. Las líneas alrededor de los ojos y la boca que habían aparecido con la muerte de Leila eran ahora más profundas, marco permanente de su rostro. Leila lo había amado tanto, y él la había asesinado. Elizabeth sintió que una nueva ola de odio le sacudía el cuerpo. Todo el dolor intolerable, la sensación de pérdida, la culpa que le perforaban el alma como un cáncer, porque sentía que en el final, le había fallado a Leila. Este hombre era la causa de todo.

– Elizabeth…

¿Cómo se atrevía a hablarle? Elizabeth salió de su inmovilidad, se volvió, cruzó la galería con paso vacilante y entró en el vestíbulo. Sintió el resonar de unos pasos detrás de ella. Min la había seguido. Elizabeth se volvió y la miró furiosa.

– Al diablo contigo, Min. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

– Vamos allí. -Min le señaló la sala de música. No habló hasta que cerró la puerta detrás de ella-. Elizabeth, sé lo que hago.

– Pues yo no lo creo. -Elizabeth la miró sintiéndose traicionada. Por eso estaba tan nerviosa. Y ahora lo estaba aún más. Siempre perdía ese aire de autosuficiencia cuando estaba así. Min temblaba como una hoja.

– Elizabeth, cuando nos vimos en Venecia me dijiste que algo dentro de ti no podía creer que Ted hubiera lastimado a Leila. No me importa cómo suene. Yo lo conozco mejor que tú, y desde hace más tiempo… Estás cometiendo un error. No olvides que esa noche yo también estuve en «Elaine’s». Escucha, Leila se había vuelto loca. No hay otra forma de decirlo, ¡Y tú lo sabías! Dijiste que al día siguiente pusiste el reloj en hora. Estabas aturdida, ¿eres tan infalible que no pudiste haberlo puesto mal? Cuando Leila hablaba contigo antes de morir, ¿estabas mirando la hora? En estos días trata de mirar a Ted como si fuera un ser humano y no un monstruo. Piensa en lo bueno que fue con Leila.

La expresión de Min era apasionada. Su voz intensa y baja era más penetrante que un grito. Tomó a Elizabeth del brazo.

– Eres una de las personas más honestas que conozco. Siempre has dicho la verdad, desde que eras una niña. ¿No puedes enfrentarte al hecho de que tu error hará que Ted se pudra en la cárcel durante el resto de su vida?

El melodioso sonido de unas campanillas resonó en la habitación. Estaba a punto de servirse la cena. Elizabeth asió la muñeca de Min y luchó para que la soltara. En ese momento recordó cómo unos minutos antes, Ted había luchado para zafarse de Cheryl.

– Min, la semana que viene un jurado comenzará a decidir quién está diciendo la verdad. Crees que puedes dirigirlo todo, pero esta vez no estás en tu campo. Haz que me llamen un taxi.

– ¡Elizabeth, no puedes irte!

– ¿No? ¿Tienes un número donde pueda comunicarme con Sammy?

– No.

– ¿Exactamente cuándo va a regresar?

– Mañana, después de la cena. -Min unió las manos en gesto de súplica-. Elizabeth, te lo ruego.

Detrás de ella, Elizabeth sintió que abrían la puerta. Era Helmut Rodeó con sus brazos a Elizabeth en un gesto que era a la vez un abrazo y un intento por retenerla.

– Elizabeth -dijo en tono suave y perentorio-, traté de advertir a Minna. Tenía la loca idea de que si veías a Ted, pensarías en todos los buenos momentos, recordarías cuánto amaba a Leila. Le rogué que no lo hiciera. Ted está tan sorprendido y perturbado como tú.

– Tiene razón para estarlo. ¿Puedes soltarme, por favor?

La voz de Helmut se tomó suplicante:

– Elizabeth, la semana que viene es el Día del Trabajador. La península se llena de turistas. Vienen muchos estudiantes en la última escapada antes de que comiencen las clases. Podrías conducir toda la noche y no hallar una sola habitación. Quédate aquí. Ponte cómoda. Habla con Sammy mañana por la noche, y luego podrás irte si quieres.

«Es verdad -pensó Elizabeth-. Carmel y Monterrey son mecas para los turistas a fines de agosto.»

– Elizabeth, por favor -imploró Min llorando-. Fui una tonta…, pensé…, creí que si veías a Ted…, no en el juicio sino aquí… Lo siento.

Elizabeth sintió que desaparecía su furia y un vacío enorme le invadía el cuerpo. Min era Min. Recordó la vez que ella había enviado a una renuente Leila a una selección para un anuncio de cosméticos. Min había explotado: «Escucha, Leila, no necesito que me digas que ellos no te llamaron. Ve allí. Entra a la fuerza. Eres lo que ellos están buscando. En este mundo, cada uno debe abrirse su propio camino.»

Leila consiguió el trabajo y se convirtió en la modelo que la compañía usó para todos sus anuncios durante los siguientes tres años.

Elizabeth se encogió de hombros.

– ¿En qué comedor cenará Ted?

– El «Cypress» -respondió Helmut esperanzado.

– ¿Syd y Cheryl?

– El mismo.

– ¿Adónde planearon ponerme?

– También con nosotros. Pero la condesa te invitó a su mesa en el comedor «Océano».

– Muy bien. Me quedaré hasta ver a Sammy. -Elizabeth miró con dureza a Min, que parecía encogida-. Min, ahora soy yo la que te hace una advertencia. Ted es el hombre que mató a mi hermana No te atrevas a arreglar otro encuentro «accidental» entre él y yo.

10

Cinco años antes, al intentar resolver las vociferantes diferencias entre fumadores y no fumadores, Min había dividido el espacioso comedor en dos, separando ambas partes con una pared de cristal. El «Cypress Room» era para no fumadores y el «Océano», para cualquiera de los dos. Cada uno elegía su lugar, excepto los huéspedes invitados a compartir la mesa de Min y Helmut. Cuando Elizabeth apareció en el comedor «Océano», la condesa d’Aronne le hizo señas para que se acercara. Pronto se dio cuenta de que desde su lugar podía divisar la mesa de Min en la otra habitación. Fue como una sensación de déjà vu, al verlos sentados todos juntos: Min, Helmut, Syd, Cheryl, Ted, Craig.

Las otras dos personas que compartían la mesa eran la señora Mechan, la ganadora de la lotería y un anciano de apariencia distinguida. Varias veces se dio cuenta de que Ted la observaba.

Pudo pasar la cena, probando apenas la cerveza y la ensalada e intentó también conversar un poco con la condesa y sus amistades. Pero, como si estuviera atraída por un imán, no podía apartar la mirada de Ted.

La condesa, naturalmente, se dio cuenta de la situación.

– A pesar de todo, está muy bien, ¿no es verdad? Oh, lo siento querida, me prometí a mí misma no mencionarlo en absoluto. Pero como te darás cuenta, conozco a Ted desde que era un niño. Sus abuelos solían traerlo aquí, cuando este lugar era un hotel.

Como siempre, incluso entre celebridades, Ted era el centro de atención. «Todo lo hace sin esfuerzo», pensó Elizabeth. La forma de inclinar la cabeza hacia la señora Meehan, la sonrisa fácil para las personas que se acercan a saludarlo, la forma en que permitió que Cheryl deslizara la mano debajo de la suya y luego se soltó con indiferencia. Fue un alivio ver que él, Craig y el hombre mayor se retiraron temprano.

Elizabeth no esperó el café que se servía en la sala de música. Salió sin llamar la atención hacia la galería y luego se dirigió a su bungalow. La niebla se había disipado y el cielo oscuro estaba cubierto de estrellas brillantes. El sonido del oleaje se confundía con los débiles acordes del violoncelo. Siempre había un programa musical después de la cena.

De repente, la invadió una intensa sensación de soledad, una tristeza indefinible que iba más allá de la muerte de Leila, más allá de la incongruencia de la compañía de esas personas que habían sido parte de su vida. Syd, Cheryl, Min. Los conocía desde que tenía ocho años y la llamaban «señorita Coleta». El barón. Craig. Ted.

Todos se remontaban a mucho tiempo atrás. Todas esas personas que había considerado sus amigos, que ahora la dejaban de lado para unirse al asesino de Leila, y que testimoniarían a su favor en Nueva York…

Cuando llegó a su bungalow, dudó y decidió quedarse sentada fuera durante unos momentos. Los muebles de la galería eran muy cómodos: un sofá hamaca acolchado y sillas haciendo juego. Se acomodó en uno de los extremos del sofá hamaca y empujándose con un pie en el suelo, comenzó a balancearse. Allí, en esa penumbra, podía ver las luces de la casa principal y pensar tranquilamente en las personas que habían sido reunidas allí.

¿Quién las había reunido?

¿Y por qué?

11

– Para una cena de novecientas calorías no estuvo mal -comentó Henry Bartlett al salir de su bungalow con un elegante maletín de cuero. Lo apoyó sobre la mesa de la sala de Ted y lo abrió. Dentro había un bar portátil. Sacó el «Courvoisier» y las cepitas de licor-. ¿Caballeros?

Craig hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Ted se negó.

– Creo que debería saber que una de las reglas de la casa es nada de alcohol.

– Cuando yo, o mejor dicho tú, pagas más de setecientos dólares por día por estar en este lugar, yo decido lo que tomo.

Sirvió una medida generosa en ambas copas, le entregó una a Craig y caminó hasta los ventanales corredizos. Una luna llena y cremosa y una constelación de brillantes estrellas plateadas iluminaban la oscuridad del océano, que por el sonido que llegaba desde él parecía embravecido.

– Nunca sabré por qué Balboa lo denominó océano Pacífico -comentó Bartlett-. No cuando se oye el sonido que proviene de él. -Se volvió hacia Ted-. Tener a Elizabeth Lange aquí podría ser la gran oportunidad del siglo para ti. Es una muchacha interesante.

Ted aguardó. Craig hizo girar la copa entre las manos. Bartlett parecía reflexionar.

– Es interesante en muchos aspectos y en particular por algo que ninguno de ustedes debe de haber notado. Cuando te vio, cada una de las cosas que sintió se reflejó en su rostro, Teddy. Tristeza. Incertidumbre. Odio. Ha estado pensando mucho y algo me dice que en su interior hay algo que no encaja bien.

– No sabes de qué estás hablando -dijo Craig en tono cortante.

Henry abrió la puerta de vidrio. El rumor del océano se había convertido en un rugido.

– ¿Lo oís? -preguntó-. Hace difícil poder concentrarse, ¿no? Me pagan mucho dinero por sacar a Ted de este embrollo. Una de las mejores formas de hacerlo es saber qué es lo que tengo en contra y qué a favor.

Una ola de aire frío lo interrumpió. Bartlett cerró la puerta de golpe y regresó a la mesa.

– Tuvimos suerte en la distribución de lugares durante la cena. Pasé buena parte del tiempo estudiando a Elizabeth Lange. Las expresiones del rostro y el lenguaje corporal dicen muchas cosas. Nunca apartó la mirada de ti, Teddy. Si alguna vez una mujer se sintió atrapada en una situación de amor y odio, ésa es ella. Ahora, mi trabajo es idear cómo volcarlo a tu favor.

12

Syd acompañó a una Cheryl extrañamente silenciosa hasta su bungalow. Sabía que aquella cena había sido una dura prueba para ella. Nunca había olvidado el hecho de perder a Ted Winters por culpa de Leila. Ahora debía de sentirse muy mal al saber que aun sin Leila, Ted no le respondía. En cierta forma, la ganadora de la lotería había sido una buena diversión para Cheryl. Alvirah Meehan sabía todo acerca de las series y le dijo que era perfecta para el papel de Amanda.

– Uno sabe cuándo una actriz no pega en el papel -le había dicho Alvirah-. Leí Till Tomorrow en edición de bolsillo y dije: «Willy, eso podría ser una gran serie de televisión y sólo hay una persona en el mundo que podría hacer el papel de Amanda, y ésa es Cheryl Manning.»

Claro que, lamentablemente, también le dijo que Leila era su actriz favorita.

Caminaban por el terreno más alto de la propiedad, hacia el bungalow de Cheryl. Los senderos estaban iluminados con faroles japoneses colocados a ras del suelo, que arrojaban sombras sobre los cipreses. La noche estaba estrellada, pero el tiempo cambiaría y en el aire ya se sentía el toque de humedad que precedía la típica niebla de la península de Monterrey. Contrariamente a la gente que consideraba Pebble Beach el lugar más cercano al Paraíso, Syd siempre se había sentido incómodo entre los cipreses, con esas formas tan retorcidas. Era natural que un poeta los hubiese comparado con fantasmas.

Con indiferencia, tomó a Cheryl del brazo cuando estuvieron cerca de su bungalow. Aún aguardaba que ella comenzara la conversación, pero permaneció en silencio. Syd se consoló con la idea de que ya había soportado suficientes humores por ese día, pero cuando iba a saludarla, ella lo detuvo.

– Entra.

Él la siguió, protestando en silencio. Ella aún no estaba preparada para dejarlo ir.

– ¿Dónde está la vodka? -preguntó Syd.

– En mi joyero. Es el único sitio donde estas malditas criadas no buscan para ver si encuentran alcohol. -Le arrojó la llave y se sentó en el sofá de seda rayada. Syd preparó dos vodkas con hielo, le entregó un vaso a Cheryl, se sentó frente a ella y tomó un sorbo-. ¿Qué opinas de esta noche?

– No estoy seguro de entenderte.

Ella lo miró irritada.

– Por supuesto que sí. Cuando Ted baja la guardia, parece atrapado. Es obvio que Craig está muy preocupado. Min y el barón me hacen pensar en un par de malabaristas sobre una cuerda floja. Ese abogado no apartó ni un solo momento la mirada de Elizabeth, y ella estuvo espiando nuestra mesa toda la noche. Siempre pensé que sentía algo por Ted. Y en cuanto a la ganadora de la lotería, si Min la sienta junto a mí mañana por la noche, la mato.

– Por supuesto que no. Escucha Cheryl, puedes conseguir el papel. Excelente. Sin embargo, siempre existe la posibilidad de que las series desaparezcan por falta de dinero. Una posibilidad remota, pero posibilidad al fin. Si eso sucede, necesitarás un papel en una película. Hay muchas películas por ahí, pero necesitan financiación. Esa dama tendrá muchos dólares para invertir. Así que continúa sonriéndole.

Cheryl entrecerró los ojos.

– Ted podría financiar una de mis películas. Sé que lo haría. Me dijo que no fue justo que me pusieran en la obra el año pasado.

– Entiende bien esto: Craig es mucho más cauteloso que Ted. Si Ted va a prisión, será él quien dirija el negocio. Y otra cosa: Estás loca si crees que Elizabeth desea a Ted. ¿Si así fuera, por qué diablos querría ponerle la soga al cuello? Lo único que tiene que hacer es decir que se confundió y lo bueno que Ted era con Leila y punto. Caso cerrado.

Cheryl terminó su bebida y extendió luego la copa vacía. Sin decir nada, Syd se puso de pie, volvió a llenársela y agregó una buena medida de vodka a su copa.

– Los hombres son muy tontos como para darse cuenta -dijo Cheryl mientras Syd le entregaba la copa-. Recuerda el tipo de muchacha que era Elizabeth: educada, pero si le hacías una pregunta directa, obtenías una respuesta directa. Y nunca se disculpa. No sabe mentir. Nunca ha mentido por sí misma y, lamentablemente, no lo hará por Ted. Pero antes de que esto termine removerá cielo y tierra para tratar de encontrar alguna prueba positiva de lo que sucedió aquella noche. Eso la hace muy peligrosa.

»Algo más, Syd. ¿Oíste que la loca esa de Alvirah Mechan dijo haber leído en una revista que el apartamento de Leila LaSalle era como un hotel? ¿Que Leila repartía llaves a todos sus amigos por si deseaban quedarse?

Cheryl se puso de pie, se acercó a Syd, se sentó junto a él y le puso las manos en las rodillas.

– Tú tenías una llave del apartamento, ¿no es así, Syd?

– Y también tú.

– Lo sé. Leila se encaprichó en protegerme, sabiendo que no podía pagar un apartamento en ese edificio y mucho menos un dúplex. Pero cuando ella murió, el camarero del «Jockey Club» puede atestiguar que estaba allí, tomando una copa. La persona que esperaba para cenar se había retrasado. Y tú eras esa persona, Syd. ¿Cuánto pusiste para esa maldita película?

Syd sintió que se le endurecían los nudillos y deseó que Cheryl no se percatara de la repentina rigidez de su cuerpo.

– ¿Adónde quieres llegar?

– La tarde en que Leila murió, me dijiste que irías a verla para rogarle que reconsiderara su decisión. Por lo menos tenías invertido un millón en esa obra. ¿Tu millón o era dinero prestado, Syd? Me arrojaste a esa basura para que la reemplazara, al igual que se envía un carnero al matadero. ¿Por qué? Porque quisiste arriesgar mi carrera por la remota posibilidad de que la obra pudiera tener éxito. Y mi memoria ha mejorado mucho. Tú siempre eres puntual, Syd. Esa noche, llegaste quince minutos tarde. Llegaste al «Jockey Club» a las nueve y cuarenta y cinco. Estabas pálido como una hoja y te temblaban las manos. Derramaste la bebida sobre el mantel. Leila murió a las nueve y treinta y uno. Su apartamento está a diez minutos del «Jockey Club».

Cheryl se cogió el rostro con ambas manos.

– Syd, quiero dos cosas. Primero ese papel. Haz que lo consiga. Si lo hago, te prometo que, ebria o sobria, jamás recordaré que esa noche llegaste tarde, que estabas nervioso, que tenías la llave del apartamento de Leila y que ella te había dejado prácticamente en la bancarrota. Ahora, sal de aquí. Necesito dormir para estar bella.

13

Min y Helmut mantuvieron la sonrisa hasta que estuvieron en la seguridad de su apartamento. Luego, sin decir nada, se miraron. Helmut rodeó a Min con los brazos y le rozó la mejilla con los labios. Con mucha práctica, le masajeó el cuello.

– Liebchen.

– Helmut, ¿fue tan malo como creo?

Él le respondió con voz suave:

– Minna, traté de advertirte que sería un error traer a Elizabeth aquí, ¿no? Tú la entiendes. Ahora, ella está enojada contigo, pero además, algo ha sucedido. Tú le dabas la espalda durante la cena, pero yo pude observar cómo nos miraba desde su mesa. Era como si lo hiciera por primera vez.

– Pensé que si veía a Ted… Sabes cuánto lo quería… Siempre sospeché que ella estaba enamorada de él.

– Sé lo que pensaste. Pero no funcionó. Bueno, por esta noche es suficiente, Minna. Ve a la cama. Te prepararé un vaso de leche caliente y te daré una pastilla para dormir. Mañana serás la misma altiva de siempre.

Min sonrió y permitió que Helmut la condujera hacia el dormitorio. Todavía la rodeaba con sus brazos y ella se apoyaba en él, con la cabeza en su hombro. Después de diez años seguía gustándole su aroma, esa sugestión a colonia costosa, el tacto de la tela de su chaqueta. En sus brazos, podía olvidar a su predecesor, con sus manos frías y su petulancia.

Cuando Helmut regresó con la leche, Min ya estaba acomodada en la cama, con e) cabello suelto sobre las almohadas de seda. Sabía que la pantalla rosada de la lámpara junto a su cama daba un tono de luz especial sobre sus pómulos salientes y ojos oscuros. El aprecio que leyó en los ojos de su marido cuando éste le entregó la delicada taza de Limoges fue gratificante.

– Liebchen -le susurró-, quisiera que supieras lo que siento por ti. Después de todo este tiempo, sigues sin confiar en ese sentimiento, ¿no es así?

Aprovechó el momento. Tenía que hacerlo.

– Helmut, hay un grave problema, algo que no me has dicho. ¿Que es?

Él se encogió de hombros.

– Ya sabes cuál es el problema. Están apareciendo establecimientos similares a éste por todo el país. Los ricos son personas inquietas… El costo del baño romano ha excedido mis expectativas… Lo admito. Sin embargo, estoy seguro de que cuando lo abramos…

– Helmut, prométeme una cosa. No importa lo que suceda, pero no tocaremos la cuenta de Suiza. Preferiría perder este lugar. A mi edad, no puedo volver a quedarme en bancarrota. -Min trataba de no alzar el tono de voz.

– No la tocaremos, Minna, te lo prometo. -Le entregó una pastilla para dormir-. Así que como tu marido y como tu doctor…, te ordeno que bebas esto de inmediato.

– La tomaré con gusto.

Helmut se sentó en el borde de la cama mientras ella bebía la leche.

– ¿No te acuestas? -le preguntó ya soñolienta.

– Todavía no. Leeré un rato. Ése es mi somnífero.

Después de que Helmut apagó la luz y la dejó sola, Minna sintió que se dormía profundamente. Su último pensamiento consciente fue un murmullo inaudible:

– Helmut, ¿qué me estás ocultando?

14

A las diez y cuarto, Elizabeth vio que los huéspedes comenzaban a retirarse de la casa principal. Sabía que en pocos minutos, todo quedaría en silencio, las cortinas corridas, las luces apagadas. El día comenzaba temprano en «Cypress Point». Después de las extenuantes clases de gimnasia y los relajantes tratamientos de belleza, la mayoría de la gente estaba preparada para retirarse a las diez.

Suspiró cuando vio que una de las figuras tomaba la dirección del sendero de su bungalow. Instintivamente supo que se trataba de la señora Meehan.

– Pensé que se sentiría sola -le dijo Alvirah y sin que la invitaran se sentó en uno de los sillones-. Fue buena la cena, ¿verdad? Nadie diría que era baja en calorías. No pesaría ochenta y dos kilos si siempre hubiera comido así.

Se arregló la chaqueta que llevaba sobre los hombros.

– Esto siempre se me cae. -Miró alrededor-. Es una hermosa noche, ¿no cree? Todas esas estrellas. Apuesto a que aquí no tienen tanta contaminación como en Queens y el océano. Me encanta escucharlo. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, la cena. Casi me desmayo cuando el camarero -¿o era el mayordomo?- me puso la fuente frente a mí con la cuchara y el tenedor. En casa nos servimos con los dedos. Quiero decir, para qué usar una cuchara y un tenedor para servirse alubias. Pero entonces recordé cómo Greer Garson se había servido de una lujosa fuente de plata en Valley of Decision, y pude arreglármelas. Siempre se puede contar con las películas.

Sin quererlo, Elizabeth sonrió Alvirah Meehan tenía una honestidad genuina. Y ésa era una rara virtud en «Cypress Point».

– Estoy segura de que lo hizo bien.

Alvirah jugueteó con su broche en forma de sol.

– A decir verdad, no podía apartar los ojos de Ted Winters. Estaba preparada para odiarlo, pero fue tan bueno conmigo Y Dios, quedé sorprendida al ver lo arrogante que es esa Cheryl Manning. Ciertamente odiaba a Leila, ¿no es así?

Elizabeth se humedeció los labios.

– Es que en la cena, dije que Leila se convertiría en una leyenda como Marilyn Monroe y ella dijo que si está de moda considerar a una borracha perdida una leyenda, Leila lo conseguiría. -Alvirah se arrepintió de habérselo contado a la hermana de Leila. Pero tal como había leído, un buen periodista consigue la historia.

– ¿Y los otros qué dijeron? -preguntó Elizabeth.

– Todos rieron, excepto Ted Winters. Dijo que era repugnante decir eso.

– No va a decirme que a Min y a Helmut les resultó gracioso.

– Es difícil de saber -respondió Alvirah con severidad-. A veces, la gente se ríe cuando está confundida. Pero hasta el abogado que está con Ted Winters dijo algo así como que Leila no ganaría ningún concurso de popularidad aquí.

Elizabeth se puso de pie.

– Fue muy amable al pasar por aquí, señora Meehan. Pero ahora deseo cambiarme de ropa. Me gusta nadar un poco antes de irme a dormir.

– Lo sé. Hablaron de eso en la cena. Craig, así se llama, el ayudante del señor Winters…

– Sí.

– Le preguntó a la baronesa cuántos días pensaba quedarse usted. Ella le dijo que quizás hasta pasado mañana porque quería ver a alguien llamado Sammy.

– Así es.

– Y Syd Melnick dijo que tenía el presentimiento de que trataría de evitar cruzarse con ellos. Entonces la baronesa aclaró que siempre podían encontrarla nadando en la piscina olímpica alrededor de las diez de la noche. Supongo que tenía razón.

– Sabe que me gusta nadar. ¿Conoce el camino hasta su cabaña, señora Meehan? Si no, puedo acompañarla. Es un poco confuso en la oscuridad.

– No, no se preocupe. Me gustó conversar con usted. -Alvirah se puso de pie y, sin prestarle atención al camino, comenzó a caminar por el césped en dirección a su bungalow. Estaba desilusionada de que Elizabeth no hubiera dicho nada útil para sus artículos. Pero por otra parte, había conseguido mucho material durante la cena. ¡Podría escribir un jugoso artículo sobre los celos!

¿Al público lector no le interesaría saber que los mejores amigos de Leila LaSalle actuaban como si estuvieran contentos de su muerte?

15

Con cuidado, cerró las celosías y apagó las luces. Quería apresurarse. Podría ser demasiado tarde, pero de ninguna manera se hubiera aventurado a salir antes. Cuando abrió la puerta exterior, sintió un escalofrío. Corría un aire fresco y sólo llevaba una bata de baño y una camiseta de algodón oscura.

Los jardines estaban tranquilos, iluminados apenas por la tenue luz de los faroles a lo largo de los senderos y en los árboles. Era fácil mantenerse oculto entre las sombras y corrió hasta la piscina olímpica. ¿Ella seguiría allí?

El cambio de viento había cubierto el ambiente con una niebla marina. En minutos, las estrellas habían quedado ocultas tras las nubes y la luna había desaparecido. Aun si había alguien asomado a una ventana, no podría verlo.

Elizabeth pensaba quedarse en «Cypress Point» hasta que viera a Sammy a la noche siguiente. Eso le dejaba sólo un día y medio, hasta el martes a la mañana, para arreglar su muerte.

Se detuvo junto a los arbustos que rodeaban el patio junto a la piscina olímpica. En la oscuridad, apenas podía ver la figura de Elizabeth deslizándose con brazadas seguras de un extremo a otro de la piscina. Con cuidado, calculó sus probabilidades de éxito. Se le había ocurrido la idea cuando Min dijo que Elizabeth siempre nadaba a las diez de la noche. Hasta los buenos nadadores sufren accidentes. Un calambre repentino, nadie alrededor para oír sus gritos de auxilio, ninguna marca, ningún signo de lucha… Suplan era deslizarse dentro de la piscina cuando Elizabeth estuviera en el extremo opuesto, aguardar y abalanzarse sobre ella cuando pasara a su lado. Luego, la mantendría bajo el agua hasta que dejara de luchar. Salió de su escondite. La oscuridad le permitía estudiar el lugar más de cerca.

Había olvidado lo rápido que nadaba. A pesar de ser delgada, los músculos de sus brazos eran como el acero. ¿Y si lograba luchar y aguantar lo suficiente como para llamar la atención de alguien? Seguramente llevaba uno de esos malditos silbatos que Min insistía que usaran todos los nadadores solitarios…

Entrecerró los ojos con furia y frustración al agacharse junto al borde de la piscina, sin estar seguro de si era el momento adecuado. En el agua, ella podría aventajarlo…

No podía permitirse un segundo error.

In aqua sanitas. Los romanos habían tallado ese lema en las paredes de sus casas de baños. «Si creyera en la reencarnación, pensaría que he vivido en aquellos tiempos», se dijo Elizabeth mientras se deslizaba en la oscuridad de la piscina. Cuando comenzó a nadar, no sólo podía ver el perímetro de la piscina sino también los alrededores; con las hamacas, las mesas con sus sombrillas y los setos con flores. Ahora, sólo eran oscuras siluetas.

La jaqueca que había tenido toda la noche comenzó a disiparse, así como también la sensación de encierro; una vez más comenzaba a sentir la tranquilidad que le proporcionaba el agua. «¿Crees que comenzó en el vientre materno? -le había preguntado una vez a Leila-. Me refiero a esta sensación de libertad que siento cuando estoy en el agua.»

La respuesta de Leila la había sorprendido: «Tal vez, mamá era feliz cuando te tenía en el vientre, Sparrow. Siempre pensé que tu padre era el senador Lange. Él y mamá tuvieron una seria relación después de que mi querido papá abandonó el escenario. Supongo que cuando yo estaba en su vientre me llamaban: “la equivocación”.»

Fue Leila quien le sugirió que utilizara el nombre artístico Lange. «Tal vez sea tu verdadero nombre, Sparrow -le había dicho-. ¿Por qué no?»

En cuanto Leila comenzó a ganar dinero, le envió un cheque a su madre cada mes. Un día, el último de sus novios le devolvió el cheque sin cobrar. Ella había muerto por alcoholismo agudo.

Elizabeth tocó el extremo de la piscina, alzó las rodillas contra el pecho y cambió del estilo espalda al estilo braza, en un solo movimiento. ¿Era posible que el temor de Leila a las relaciones personales hubiera comenzado en el momento de su concepción? ¿Una partícula de protoplasma podía sentir que el ambiente era hostil y afectar así toda su vida? ¿No era acaso gracias a Leila que ella nunca había sentido el rechazo paterno? Recordó la descripción de su madre al llevarla a casa a la salida del hospital: «Leila me la sacó de los brazos. Llevó la cuna a su habitación. Sólo tenía once años pero se convirtió en la madre de esa criatura. Yo quería llamarla Láveme, pero Leila dio una patada en el suelo y dijo que su nombre era Elizabeth.» «Una razón más para estarle agradecida», pensó Elizabeth.

El leve chapoteo que producía su cuerpo en el agua ocultó el ruido de los pasos que descendían por el otro sector de la piscina. Había llegado al extremo norte y comenzaba en dirección al otro lado. Por alguna razón, se puso a nadar con furia, como si presintiera el peligro.

La oscura figura caminó a lo largo de la pared. Con frialdad, calculó la velocidad con que avanzaba Elizabeth. El tiempo era esencial. La sorprendería desde atrás cuando pasara, se quedaría encima de ella hasta que dejara de luchar. ¿Cuánto tardaría? ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Y si no era tan fácil de someter? Tenía que parecer ahogada por accidente.

Luego, se le ocurrió una idea y en la oscuridad, sus labios dibujaron una sonrisa. ¿Por qué no había pensado antes en el equipo de buceo? Al llevar la botella de oxígeno, le resultaría más fácil mantenerla en el fondo de la piscina hasta que estuviera muerta. El traje mojado, los guantes, la máscara, las gafas protectoras eran el disfraz perfecto si es que alguien llegaba a verlo.

Observó mientras Elizabeth nadaba hacia los escalones. El impulso de librarse de ella era casi irresistible. «Mañana a la noche», se prometió. Con cuidado se acercó a ella mientras colocaba el pie sobre el escalón inferior de la escalerilla y comenzaba a subir. Entrecerró los ojos para poder observarla bien mientras se colocaba la bata y emprendía el camino a su bungalow.

Mañana por la noche estaría esperándola. Y a la mañana siguiente, alguien hallaría su cuerpo en el fondo de la piscina, tal como el portero había descubierto el cuerpo de Leila en el patio.

Y ya no tendría nada que temer.