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El inspector jefe Chen se despertó con un ligero asomo de jaqueca. La ducha no lo ayudó a despejarse. Le costaría sacudirse el malestar durante ese día en el que, precisamente, tenía mucho por hacer. Chen no era un adicto al trabajo, no al menos como sostenían algunos de sus compañeros, pero no era raro que, después de bregar como un poseso, se sintiese más lleno de energía. Acababa de recibir una valiosa colección de los poemas de Yan Shu, una edición impresa en papel de arroz, cosida a mano y guardada en una caja de tela de color azul marino. Un regalo inesperado de Beijing en respuesta al ejemplar del Wenhui que había enviado. Había una breve nota dentro de la caja.
«Inspector jefe Chen:
Gracias por tu poema. Me ha gustado mucho. Lamento no poder enviarte algo mío a cambio. Encontré esta colección de los poemas de Yan Shu en una feria de antigüedades en Liulichang hace unas semanas y pensé que te gustaría. También te felicito por tu ascenso.
Ling»
Claro que le gustaba. Recordó sus días de vagabundeo por la feria de antigüedades de Liulichang cuando era un pobre estudiante del Instituto de Lenguas Extranjeras de Beijing y se dedicaba a mirar libros viejos sin poder comprar ni tan siquiera uno. Sólo una vez había visto algo similar, en la sección de libros raros y curiosos de la Biblioteca de Beijing, donde Ling había comparado su éxtasis con el de un pececillo de plata perdido en las páginas de un libro antiguo. Una colección cosida a mano como aquella podía costar mucho dinero, pero valía la pena. El tacto del papel blanco de arroz era exquisito, dando la sensación de que transmitía un mensaje de tiempos antiguos. Al igual que la nota que él le había enviado, la de Ling era escueta. La elección del libro hablaba por sí sola: Ling no había cambiado, seguía siendo una amante de la poesía, o al menos, de la suya.
No habría estado de más haberle contado a Ling lo del seminario en octubre, pero no quería que creyera que ahora se dedicaba a la política. Sin embargo, por el momento no tenía que pensar demasiado en ello. No había nada comparable a dedicar una mañana de finales de mayo a pasear por el mundo de verde hiedra del célebre poeta de la dinastía Song. Empezó a hojearlo:
«Las flores caen impotentes,
Las golondrinas vuelven, y no parecen extrañas.»
Un sublime dístico. A menudo se tiene la sensación de haber presenciado algo que se ve por primera vez. Es lo que los franceses conocen como déjà vu, un fenómeno que se tradicionalmente se ha venido atribuyendo a causas oníricas, es decir, a sueños que las personas recuerdan parcialmente, o a una conexión sinóptica fortuita. Sea como fuere, Chen también, como las golondrinas del verso de Yan, tenía la sensación, a la vez extraña y familiar, de haber visitado el mundo de Guan, y con el libro en la mano, aquella sensación se mezclaba con los fugaces recuerdos de sus años de estudiante en Beijing.
Estaba turbado. Guan ya no se le aparecía como un personaje misterioso, pero de alguna manera, el caso se había transformado en un desafío personal. La gente, al contrario que Chen, había visto en ella a una trabajadora modelo de rango nacional, siempre políticamente correcta, una encarnación del mito del Partido impulsado por la propaganda. Tenía que haber alguna otra cosa en ella, algo diferente. Si bien todavía lo ignoraba, seguiría sintiéndose oprimido por un desasosiego indefinible hasta que consiguiera una explicación convincente, y no era sólo por lo del caviar. Había hablado con muchas personas que, desde luego, pensaban bien de ella en el plano político, pero en cuanto a su vida privada, apenas sabían nada. Era como si Guan se hubiese dedicado tanto a su labor política que ya no pudiese interpretar otro papel, ni en la esfera íntima ni en cualquier otra. Esto era algo que ya había destacado el inspector Yu.
Quizá le faltaba tiempo. Ocho horas al día, seis días a la semana. Debía de estar muy ocupada para estar siempre a la altura de lo que se esperaba de ella. Guan tenía que asistir a numerosas reuniones y preparar todas las presentaciones de las convenciones del Partido, además de dedicar largas horas a su trabajo en los grandes almacenes. Desde luego, según la propaganda del Partido Comunista, todo era posible. El camarada Lei Feng había representado precisamente ese milagro de desprendimiento. En su Diario del cantarada Lei Feng, que vendió millones de ejemplares, no se hacía mención de su vida personal. Sin embargo, a finales de los años ochenta se descubrió que la obra no era más que el producto de un equipo de escritores profesionales dirigidos por el Comité Central del Partido.
"La corrección política es un caparazón. No debe, no puede, significar la ausencia de una vida personal", pensó el inspector jefe Chen. No obstante, ironías del destino, lo mismo se podía predicar de él.
Intuía que necesitaba tomarse un respiro en el caso, al menos durante un tiempo. Recordó que lo que más deseaba, una de 'as primeras cosas en las que pensaba al despertarse, era estar con Wang Feng. Tomó el teléfono, pero vaciló porque quizá no fuera el momento adecuado, aunque esa misma semana ella lo había llamado bastante pronto. Era una buena excusa. Una invitación a desayunar no lo comprometería a nada más que a una mañana agradable. Un inspector jefe que trabajaba sin parar tenía derecho a disfrutar de la compañía de una periodista que había escrito un artículo sobre él.
– ¿Cómo te encuentras esta mañana, Wang?
– Estoy bien, pero es temprano. ¡Todavía no son las siete!
– Es que me he despertado pensando en ti.
– Gracias por contármelo. Podrías haber llamado más temprano, a las tres de la madrugada, si te hubieras caído de la cama.
– Se me acaba de ocurrir una idea. El restaurante Flor de Melocotón vuelve a servir té. Queda bastante cerca de tu casa. ¿Qué te parece tomar una taza de té conmigo?
– ¿Sólo una taza de té?
– Ya sabes que hay más. Dimson, un té matutino al estilo de Guandong, acompañado con una gran variedad de golosinas.
– Hoy tengo que entregar un trabajo. Si como demasiado, aunque sea a las diez de la mañana, tendré sueño, pero nos podemos encontrar en el Bund, cerca del muelle Número Siete, frente al Hotel de la Paz. Estaré practicando tai-chi.
– El Bund. Muelle Número Siete. Lo conozco -dijo él-. ¿Puedes llegar en quince minutos?
– Todavía estoy en la cama. ¿Quieres que salga descalza y corriendo a encontrarme contigo?
– ¿Por qué no? Nos vemos en media hora -y colgó-•
Era una íntima alusión a su primer encuentro. A Chen le agradó la manera de decirlo por teléfono.
Había conocido a Wang hacía un año. Era un viernes por la tarde y el Secretario del Partido Li le dijo que se presentara en el Wenhu, porque una periodista llamada Wang Feng quería entrevistarlo. Chen no atinaba a entender por qué alguien de ese periódico estaría interesado en hablar con un joven policía.
La sede del Wenhui era un edificio de piedra arenisca de doce plantas situado en la calle Tiantong, con una magnífica vista del Bund. Chen llegó con un par de horas de retraso a causa de una multa por una infracción de tráfico. En la entrada había un anciano sentado detrás de algo que parecía un mostrador. Cuando le entregó su tarjeta de visita, el viejo le dijo que Wang no estaba en su despacho, aunque le aseguró que se encontraba en alguna parte del edificio. Chen sacó su edición de bolsillo de El telón caído y se dispuso a esperar en el vestíbulo. El nombre le venía grande, apenas podía cobijar un par de sillas frente a un ascensor vetusto. A esa hora ni entraba ni salía demasiada gente, y Chen no tardó en abstraerse en el mundo de Ruth Rendell… hasta que el ruido de unos pasos lo devolvió a la realidad.
Una chica alta y delgada salió del ascensor con un cubo de plástico rosado colgando del brazo. En el periódico debía de haber duchas para el personal. Aparentaba poco más de veinte años y vestía una camiseta escotada y un pantalón corto. Se había recogido el cabello húmedo con un pañuelo celeste y sus zuecos de madera resonaban cada vez que pisaban el suelo. Supuso que se trataba de una estudiante universitaria en prácticas, al menos por su manera de caminar. El azar quiso que ella tropezase y estuviera a punto de perder el equilibrio. Chen soltó el libro y de un salto la sostuvo en sus brazos. Sobre un solo zapato, ella se apoyó en el hombro de Chen para no caer, y con el pie descalzo, buscó el otro, que había salido disparado hacia un rincón. Se sonrojó y se liberó del abrazo. Sólo tardó un segundo en recuperar el equilibrio, pero todavía se apreciaba su bochorno.
"No hay de qué avergonzarse", pensó Chen un tanto divertido mientras sentía el roce de su pelo mojado en el rostro y olía la fragancia del jabón en su cuerpo.
En la sociedad tradicional china un contacto como ése habría bastado para sellar un matrimonio: «Si caes en los brazos de un hombre, será para siempre.»
– Wang Feng, el agente de policía ha estado esperándola -dijo el anciano portero-.
Era la periodista que lo había citado, y la entrevista posterior lo llevó a algo que no había imaginado.
Después, bromearon a propósito de su manera de llegar descalza hasta él. «Llegar descalza» era una alusión a un cuento de la literatura clásica china. En el año 800 antes de Cristo, el duque de Zhou, deseoso de encontrar un sabio que le ayudara a unificar el país, salió descalzo a la sala donde éste esperaba para saludarlo. Desde entonces, la frase era usada para exagerar las ganas que una persona tenía de conocer a su huésped.
No podía aplicarse a ellos. Ella había tropezado sin querer al salir del cuarto de baño y él estaba ahí para cogerla en sus brazos, y nada más. Ahora, un año más tarde, él iba de nuevo a su encuentro. En la esquina del Bund y la calle Nanjing, la planta alta del edificio del Wenhui brillaba detrás del Hotel de la Paz.
«La mañana yace en los brazos del Bund.
Su cabello salpicado por la luz del rocío…»
El Bund estaba lleno de gente sentada en los bancos de cemento y de pie junto a la orilla, observando las aguas de color pardo y entonando canciones de alguna ópera de Beijing, rodeada por las aves enjauladas que colgaban de los árboles. El suave calor de mayo reverberaba sobre el paseo de piedras de colores. Una larga cola de turistas, cerca del parque del Puente, llegaba hasta las taquillas de los billetes para las excursiones en barco. En el ferry de Lujiazhui Chen vio a un marinero moreno que recogía los cabos de amarre, mientras un pequeño grupo de estudiantes curiosos seguía la maniobra. Como de costumbre, el barco parecía repleto, y cuando les urgió la campana, hombres y mujeres se lanzaron a toda prisa hacia su destino, desde donde se dirigirían a otra parte. Se decía que había un proyecto de construcción de un túnel por debajo del río, de modo que pronto se podría cruzar por otra vía. Una bandada de petreles, cuyas alas blancas brillaban a la luz del sol como salidos de una ilustración de calendario, se deslizaba sobre las olas. Aunque todavía estaba contaminado, el río mostraba señales de cierta recuperación. La euforia le hizo apurar el paso.
Varios grupos de personas practicaban tai-chi en la orilla del Bund, y vio a Wang entre ellas. La historia nunca se repite. Una de las primeras cosas en que reparó Chen fue en el largo vestido verde que le llegaba hasta los pies. Wang estaba ensayando una serie de movimientos de tai-chi: la grulla blanca que despliega sus alas, el músico que toca su laúd, el caballo salvaje que sacude sus crines, el cazador que coge un ave por la cola, etcétera. Todos a imitación de la naturaleza, la esencia del tai-chi.
Tuvo sentimientos encontrados mientras la miraba. No había nada de malo en el tai-chi, era una antigua herencia cultural que nacía de la filosofía taoísta de templar la dureza con suavidad, el principio del yin y el yang. Chen lo había practicado como una manera de mantenerse en forma, pero le turbaba el hecho de que Wang fuera la única mujer joven en el grupo, con su pelo negro recogido en un pañuelo de algodón azul.
– Hola -saludó Chen-.
– ¿Qué estás mirando? -preguntó Wang, que llevaba unos zapatos blancos informales, caminando hacia él-.
– Por un instante me pareció que venías hacia mí salida de un poema de la dinastía Tang.
– Ya estás de nuevo con tus citas y tus interpretaciones. ¿ He quedado con un crítico de poesía o con un agente de policía?
– Bueno, no somos nosotros los que hacemos interpretaciones -dijo Chen-. Las interpretaciones nos hacen a nosotros, ya sea crítico o "poli".
– Veamos -dijo ella y sonrió-. Es como la práctica del tuishou, ¿no? No somos nosotros quienes empujamos el tuishou, sino la práctica la que nos empuja a nosotros.
– Veo que no eres ajena a la deconstrucción.
– Y tú, un experto en soltar necedades poéticamente deconstructivas.
Era una más de las razones por las que su compañía era siempre tan grata. Wang no era una mujer especialmente culta, pero había leído sobre temas muy diversos, incluso los más recientes.
– Pues yo era bastante bueno haciendo tai-chi, y tuishou también.
– ¿En serio?
– Hace años. Puede que haya olvidado algunas técnicas, pero podemos probar si quieres.
El tuishou, o ejercicio de lucha que consiste en desequilibrar al contrario, era una forma especial de tai-chi. Dos personas se sitúan frente a frente, uniendo las palmas de las manos, y empujan o son empujadas en un lento y espontáneo flujo de armonía rítmica. Había varias parejas practicándolo cerca del grupo de tai-chi.
– Es fácil. Debes mantener los brazos siempre en contacto -dijo Wang y le cogió las manos con gesto pedante-, y procurar que el empuje no sea ni demasiado fuerte, ni demasiado suave. Debes hacerlo de forma armónica, natural y espontánea. En el tuishou lo importante es que la fuerza que se aproxima se desvanezca antes de asestar un golpe.
Wang era buena profesora, pero no tardó demasiado en descubrir que Chen era el más experimentado de los dos. Él podría haber hecho que perdiese el equilibrio en los primeros movimientos, pero descubrió que la experiencia de tocarse las palmas mientras los cuerpos se movían al unísono en un esfuerzo sin esfuerzo, era demasiado íntima para ponerle fin. Y en realidad lo era: el rostro y los brazos de Wang, su cuerpo, sus gestos, sentirla moverse y ser movida, con sus ojos brillando en los de
Chen… Él no quería empujarla demasiado, pero Wang empezaba a impacientarse y ponía cada vez más fuerza en su empeño. Chen hizo rotar el antebrazo izquierdo para contrarrestar su ataque a la vez que desplazaba el cuerpo ligeramente hacia un lado. Con una sutil técnica que neutralizó la fuerza de su adversaria, ahuecó el pecho, apoyando el peso en la pierna derecha y presionándole el brazo izquierdo hacia abajo. Wang se inclinó demasiado hacia delante. Él aprovechó la oportunidad para empujarla hacia atrás. Wang perdió el equilibrio y se tambaleó hacia delante. Él abrió los brazos para recibirla y ella se sonrojó intensamente mientras procuraba soltarse.
Desde su primer encuentro, él se había resistido a la tentación de volver a estrecharla en sus brazos, y esta vez no por accidente. Al principio, no estaba seguro de qué pensaría Wang de él. Tal vez sufría de un ligero complejo de inferioridad. ¿Por qué motivo habría de pensar que a una joven reportera casi diez años más joven, con un prometedor futuro por delante, le interesaría un policía de bajo rango como él? Después supo que había estado casada, un detalle que había evitado contarle, dado que sólo se trataba de un matrimonio virtual. Dos o tres meses antes de su primer encuentro, a su novio Yang Kejia le habían aprobado el programa de estudios y estaba a punto de marcharse a Japón. El padre del novio, moribundo en un hospital, pronunció su último deseo a los dos jóvenes: que fueran al Ayuntamiento y volvieran con el certificado de matrimonio, aunque la boda se aplazara hasta después del regreso de Yang de Japón. Para el viejo era una cuestión de moral confuciana dejar este mundo con la satisfacción de ver a su único hijo casado. Wang no quiso negarse a ese deseo, y dijo que sí. Al cabo de unas semanas, su suegro murió y su marido, una vez en Japón, se negó a volver a China. Aquello fue un golpe terrible para ella. Como esposa, se suponía que estaba al tanto de cada movimiento de Yang, pero la verdad era que lo ignoraba todo sobre su paradero. Chen suponía que el desaparecido no le habría contado nada en sus llamadas de larga distancia, ya que podían ser pinchadas. Sin embargo, algunos agentes de Seguridad Interior no pensaron así, e interrogaron a Wang en varias ocasiones.
Según una de sus compañeras, después de haberla abandonado en una situación como ésa, Yang se merecía que Wang le pidiera el divorcio, pero Chen no había tocado el tema con ella. No había prisa. Él sabía que Wang le atraía, pero todavía no se decidía. Entretanto, se alegraba de compartir algún rato con ella cuando encontraba el tiempo.
– Sabes empujar -dijo Wang, que aún apoyaba la mano en la de él-.
– No, a ti nunca te empujaré. Es el flujo natural. Pero pensándolo bien -dijo mirando su rostro sonrojado-, me dan ganas de empujarte un poco. ¿Qué te parecería un café en La Ribera?
– ¿Justo delante del edificio del Wenhui?
¿Qué hay de malo en eso?
Chen vio que vacilaba. Existía la posibilidad de que, al pasar por el Bund, sus colegas la vieran con él. Había oído alguno de los chismes que corrían sobre ellos en el departamento-. Venga, si estamos en los años noventa…
– Para ir ahí no hace falta empujarme -confesó ella-.
En La Ribera había varias mesas y sillas distribuidas en una amplia plataforma de cedro suspendida sobre el río. Subieron por una escalera de caracol de hierro forjado y plateado, y escogieron una mesa blanca de plástico bajo una sombrilla grande con una magnífica vista del río y de los pintorescos barcos que iban y venían lentamente cerca de la orilla oriental. Una camarera les sirvió café, zumo y un cuenco de vidrio con un surtido de frutas.
El café y el zumo estaban recién hechos. Wang se llevó la botella a los labios, se soltó el pañuelo que le recogía el pelo con un gesto relajado y apoyó un pie sobre el extremo del asiento de la silla. Chen no podía dejar de pensar en el cambio de su rostro bajo la luz del sol. Cada vez que se encontraban, tenía la sensación de que percibía algo diferente en ella. Por un instante, parecía una intelectual, mordiendo la punta de una pluma, madura y pensativa, cargando sobre los hombros el peso de las noticias de un mundo en rápido movimiento, y después, se convertía en una jovencita con sandalias de madera que trotaba por el pasillo. Pero esa mañana de mayo parecía una típica muchacha de Shanghai, amable, relajada y a gusto en compañía del hombre que apreciaba.
Wang llevaba sobre el pecho un amuleto de jade de color verde claro que colgaba de un cordón rojo. Como la mayoría de chicas de Shanghai, ella también llevaba aquellos pequeños amuletos. Empezó a mascar un chicle con la cabeza echada hacia atrás e hizo un globo que brilló bajo el sol.
Él no sentía la necesidad de hablar en ese momento. Su aliento, a sólo unos centímetros de su cara, tenía el aroma fresco del chicle de menta. Chen pensó en cogerle la mano por encima de la mesa, pero se puso a tamborilear sobre la servilleta frente a ella. Tuvo la sensación de que sobrevolaba el Bund.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó-.
– ¿Qué máscara llevas puesta en este momento, la del policía o la del poeta?
– Es la segunda vez que me lo preguntas. ¿Son tan contradictorias las dos?
– ¿O la de un próspero hombre de negocios extranjero? -Wang soltó una risilla-. Desde luego, vas vestido como un ejecutivo.
Chen llevaba un traje oscuro, camisa blanca y una de las pocas corbatas que tenía de aspecto exótico, regalo de un antiguo compañero de clase, propietario de varias empresas de alta tecnología en Toronto. Su amigo le había dicho que el dibujo de la corbata representaba una escena romántica de una obra de teatro canadiense moderna. No tenía sentido venir a ver a Wang vestido de uniforme.
O simplemente enamorado -afirmó obedeciendo a un impulso-, perdidamente enamorado.
Se cruzaron las miradas, y Chen pensó que sus palabras eran más claras que el agua, pero no las aguas del río Huangpu.
– Eres intratable, incluso en medio de tu investigación sobre un asesinato -le reprochó Wang con una sonrisa-.
Chen se sintió algo incómodo por mostrarse tan sensible a sus encantos cuando, en realidad, debería estar concentrado en la investigación. Quizá Guan Hongying había sido igual de encantadora, sobre todo en aquellas fotos en las montañas rodeadas de nubes donde había posado con ropa muy elegante, joven, vivaz, alegre,…; un contraste demasiado hiriente cuando eran comparadas con el cadáver desnudo e hinchado que habían sacado de una bolsa de basura.
Siguieron unos minutos sin hablar, mirando un sampán de aspecto muy antiguo que se mecía en la corriente. Una ola sacudió la embarcación e hizo caer un pañal de un extremo de la cuerda tendida sobre el puente.
– Un sampán familiar, de una pareja que trabaja en la cabina -comentó Chen-y que también vive ahí.
– Una vela rasgada casada con un remo roto -repuso Wang, que seguía masticando su chicle-.
Una metáfora se elevaba cual burbuja iridiscente bajo el sol. Como si quisiese satisfacer su expectación, un bebé medio desnudo salió gateando del habitáculo bajo la lona y les sonrió como una muñeca de arcilla de Wuxi. Por un momento tuvieron la sensación de que todo el río les pertenecía. «No el río, sino el instante en que ondula en tus ojos…». Un poema en ciernes.
– ¿Vuelves a pensar en la investigación?
– No, pero ya que la mencionas, debo decir que todo este asunto me tiene perplejo.
– Yo no tengo alma de detective -dijo ella-, aunque quizá te sirva de algo hablar de ello.
El inspector jefe Chen conocía lo útil que era contar los avatares de un caso a alguien que sabía escuchar. Aunque el interlocutor no ayudara con sus comentarios, a veces una sencilla pregunta formulada desde una perspectiva no profesional, o sencillamente distinta, podía abrir nuevas vías de indagación. Por lo tanto, Chen decidió contarle la historia. Aunque Wang trabajara como periodista en el Wenhui, Chen no sentía reparos en compartir con ella lo que sabía. Ella le escuchó muy atenta, con la mejilla apoyada en la mano, y luego se inclinó sobre la mesa y lo miró detenidamente, con la luz matutina de la ciudad en sus ojos. Después de volver sobre los puntos tratados el día anterior en la reunión de la brigada de asuntos especiales, Chen aventuró una conclusión.
– Ya ves, tenemos un montón de preguntas sin respuesta, y el único hecho que hemos podido establecer es que Guan salió de la vivienda comunitaria para irse de vacaciones hacia las diez o las diez y media del día 10 de mayo. De lo que le sucedió después, no hemos encontrado nada…, excepto el caviar.
– ¿No hay nada más que sea sospechoso?
– Bueno, sí, otra cosa. En realidad, no es sospechosa sino incomprensible. Se marchaba de vacaciones, pero nadie sabía adonde. Normalmente, cuando la gente se va, está tan contenta que habla mucho de ello.
– Es verdad, pero en su caso, su reserva quizá se debía a la necesidad de proteger su vida privada.
– Es lo que habíamos sospechado, si bien todo parece demasiado secreto. El inspector Yu ha preguntado en las agencias de viaje, y su nombre no aparece en ninguna parte.
– Puede que viajara sola.
– Es posible, pero dudo que una mujer joven y soltera lo haga. No creo que haya viajado sin otras personas, o sin un hombre. Es mi hipótesis, y el caviar la confirma. Además, había hecho otro viaje el pasado octubre. En esa ocasión, sí sabemos adonde: a las Montañas Amarillas; en cambio, no sabemos si viajó sola o con un grupo. Yu también lo investigó sin hallar pista alguna.
– Es curioso -dijo Wang reflexionando con los ojos entrecerrados-. Los trenes no llegan hasta allá. Hay que tomar un autocar en Wuhu y, desde la terminal de autobuses hasta las montañas, el trayecto a pie es muy largo. Y si viajas solo, encontrar un hotel puede ser una pesadilla. Se ahorra mucha energía y dinero viajando en grupo. Yo he estado allí, por eso lo sé.
– Sí, y luego hay otra cosa. Según los registros de la tienda, sus vacaciones en la montaña duraron unos diez días: desde finales de septiembre hasta los primeros días de octubre. El inspector Yu preguntó en todos los hoteles, no figurando su nombre en ningún registro.
– ¿Estás seguro de que es ahí adonde fue?
– Absolutamente seguro. Les enseñó unas fotos de las montañas a sus compañeras. De hecho, yo vi varias en un álbum suyo.
– Tendría muchas.
– Tratándose de una mujer joven y guapa como ella, no eran tantas, aunque las había realmente buenas.
En honor a la verdad, algunas parecían obra de un buen profesional. Chen todavía recordaba una donde Guan salía apoyada contra ese famoso pino de la montaña, con el fondo de nubes blancas como atrapadas entre sus cabellos oscuros al viento. Podría haber servido para la portada de un folleto turístico.
– ¿Hay fotos de ella con otras personas?
– Muchas, naturalmente. Una con el camarada Deng Xiaoping en persona.
– ¿Y durante su viaje a las montañas? -preguntó Wang mientras tomaba un grano de uva con sus dedos delgados-.
– No estoy seguro, pero no creo. Es algo…
Algo que merecía ser investigado.
– Supongamos que Guan hubiera viajado sola… Quizá conoció a alguien, un cliente del hotel -Wang pelaba el grano-. Habrían hablado del paisaje y, tal vez, tomado fotos uno al otro…
– Y juntos. Tienes toda la razón, e incluso algunos turistas llevarían tarjetas de identificación.
– Tarjetas… Sí, es posible…, si era un viaje de grupo.
– He revisado todos los álbumes -dijo Chen mirando su reloj de reojo, pero tal vez debería volver a mirarlos-.
– Y hacerlo lo antes posible -Wang depositó la uva pelada en el plato de Chen. Su color, verde casi transparente, contrastaba con sus bellos dedos-.
Chen se inclinó para cogerle las manos por encima de la mesa. Agradecía esa especie de mutuo entendimiento que tenían: el inspector jefe Chen debía investigar. Ella sacudió la cabeza como si renunciara a decir algo.
– ¿Qué pasa?
– Me preocupas -y retiró las manos mientras fruncía el ceño-.
– ¿Por qué?
Wang se incorporó y dijo con voz queda:
– Este asunto te obsesiona. Un hombre ambicioso no es necesariamente insoportable, pero tú vas un poco demasiado lejos, camarada inspector jefe.
– No, no estoy obsesionado. Es más, me haces recordar un par de versos: «Pensando siempre en tu vestido verde, por doquier / por doquier piso la hierba con cautela.»
– No tienes por qué esconderte detrás de esos versos -dijo ella mientras se dirigía a la escalera-. Sé que tu trabajo es muy importante para ti.
– No tanto como piensas -Chen imitó su manera de sacudir la cabeza y agregó-, y seguramente no tanto como tú.
– ¿Cómo está tu madre? -Wang volvía a cambiar de tema-.
– Muy bien. Sigue esperando que me haga mayor, que me case y que la haga abuela.
– Primero tienes que procurar hacerte mayor.
A veces Wang podía ser muy sarcàstica, pero quizá no era más que un mecanismo de defensa. Chen rió.
– Quizá podríamos volver a vernos este fin de semana – dijo-,
– ¿Para volver a hablar de la investigación? -preguntó ella con un dejo burlón-.
– Si quieres. También quisiera cenar contigo en mi piso.
– De acuerdo, me gustaría mucho, pero no este fin de semana. Miraré mi agenda. No soy una gran cocinera, como tu amigo, el Chino de ultramar, pero sé preparar unas verduras al estilo Sichuan bastante buenas. ¿Qué te parece?
– Me parece estupendo.
Ella lo miró con una sonrisa enigmática.
– No tienes que acompañarme de vuelta a mi despacho.
Chen se quedó, encendió un cigarrillo, miró cómo atravesaba la avenida y se detenía en la parte central. Cuando se giró y le lanzó una sonrisa, Chen experimentó una profunda plenitud. Wang le hizo una señal con la mano antes de alejarse hacia el Wenhui.
Desde hacía tiempo, Chen empezaba a pensar en el futuro de su relación. Desde un punto de vista político, Wang no era la elección más adecuada. La deserción de su marido sin duda influiría en su futuro, pues aunque se divorciara, la mancha seguiría en su expediente. Aquello no hubiera tenido demasiada importancia si Chen no hubiera sido inspector jefe. Sabía que, en su calidad de «miembro del Partido y cuadro en ascenso», las autoridades seguían cada uno de sus movimientos, al igual que algunos de sus compañeros, quienes estarían encantados de ver su carrera manchada por un enlace como ése.
Por otra parte, una mujer casada, aunque sólo lo estuviera virtualmente, tampoco era culturalmente deseable. "¿De qué sirve ser inspector jefe si no puedo sentir algo por una mujer que me gusta?", consideró Chen, y a reglón seguido, tiró el cigarrillo. De momento, había tomado una decisión: caminar hasta el pasaje Qinghe en lugar de tomar el autobús. Quería pensar un poco. Al cruzar la zona peatonal, pisó la hierba con cautela.