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Capítulo 4

1

Le encantaban los viajes de trabajo de su mujer. Obviamente, entre todos los representantes del género humano, era la que menos le irritaba con su presencia, quizás ésta fue la causa por la que se casó con ella. Sin embargo, cuando su mujer no estaba a su lado, se sentía mejor. Quedarse solo en un piso vacío, ¿qué podía ser mejor? Únicamente, la soledad dentro de una casa grande, propia, perdida en la espesura de un bosque. No ver a nadie. No oír a nadie. No hablar con nadie.

Su infancia había transcurrido en una barraca, en medio de las chinches, cucarachas, ratones, de la inaguantable fetidez de cuerpos sudorosos y de comida podrida, ausencia de agua caliente y un retrete de madera situado en el patio. En la pequeña habitación de nueve metros cuadrados vivían cinco: un abuelo viejísimo -el padre de la madre-, sus padres, su hermana y él. En su infancia hubo demasiada gente a su alrededor y muy pocas posibilidades de estar solo. Desde aquel entonces, la gente empezó a irritarle.

Al hacerse mayor, aprendió a dividir a los demás en dos grupos: quienes podía soportar y quienes no aguantaba en absoluto. Ni se le pasaba por la cabeza que fuese capaz de amar a alguien. Es decir, había leído sobre el amor en libros, claro que sí, y también había visto películas pero entendía el amor como objeto de imaginería de las obras de arte, sólo esto. Al fin y al cabo, había obras que hablaban de Dios, de milagros, del espacio cósmico y de la vida en Marte, novelas que contaban sobre todo esto cosas interesantes, algunas se dejaban leer con cierto placer incluso. También había libros sobre el amor, puesto que pertenecía al mismo tipo de asuntos. Pero una cosa era leer y otra muy distinta, construir la propia vida ajusfándola a las lecturas de uno. No, a la hora de resolver los problemas concretos de su vida, ni se acordaba del amor. Además, ¿qué era el amor? Una memez. Un invento del tebeo. Mientras uno consiguiera convivir con otra persona, ya podía darse con un canto en los dientes.

Cuando nació su hija no experimentó los cálidos sentimientos paternos ni por un segundo. Los matrimonios debían tener hijos. Era lo correcto y lo sensato. Pero ¿por qué había que, además, achucharles y decir bobaditas? Los niños generaban ruidos, noches en blanco, trajines, preocupaciones; es decir, todo aquello que entorpecía la vida normal y fructífera de un científico. En cuanto su hija cumplió los dieciocho años, se la quitó de encima endosándosela a su flamante marido, con tal de no tener que compartir por más tiempo el piso con la niña. Y suspiró con alivio. Su hija no era especialmente lista, y su presencia le sacaba de sus casillas de la misma forma que a algunos les saca de quicio una radio permanentemente encendida. Parece una pequeñez inocua, y tampoco el volumen está demasiado alto, además, con el paso de los años, uno se acostumbra y ni la oye pero cuando, de repente, se calla, uno se da cuenta de lo mucho que le gusta el silencio.

La observación de otros matrimonios le reafirmó en su convicción de que el amor era un mito, una patraña inventada para los imbéciles. El amor no existía, lo único que había era la tolerancia de unos individuos respecto a otros. La elección no se hacía según el principio de quién te gusta más, sino según este otro: quién te estorba menos.

Nunca había sido infiel a su esposa, pero no porque lo considerase incorrecto sino porque no había encontrado a la mujer que satisficiera sus exigencias. Todas le parecían cortitas de luces, primitivas, demasiado sueltas de lengua y alocadas. Sólo había una que catalogó como digna de sí. Era la mujer de Grisa Voitóvich.

Grisa la llevó al banquete organizado con motivo del doctorado de uno de los adjuntos del director del instituto. Una joven atractiva, taciturna y sonriente, cada palabra que pronunciaba permitía adivinar una mente nada ordinaria y un carácter recio. Le gustó enseguida. Le gustó mucho.

Cuando Voitóvich se marchó a supervisar las pruebas de unos equipos en otra ciudad, llamó a su casa.

– Me gustaría verla -le declaró sin perder tiempo con los preámbulos.

– ¿Para qué? -le preguntó lacónicamente.

Se diría que su llamada no la había extrañado en absoluto, como si la hubiera estado esperando. Esto le animó.

– Creo que tenemos que hablar.

– ¿Sobre qué? -preguntó Zhenia Voitóvich con la misma parquedad.

– Sobre nosotros dos.

– No servirá de nada. Intente comprenderlo.

– ¿Qué es lo que tengo que comprender? -le espetó él en un arranque de súbito enfado.

– Que yo quiero a mi marido -le respondió Zhenia, siempre tan lacónica, y colgó.

Se quedó anonadado. ¿Acaso estaba ciega? Grisa Voitóvich, bajito y torpe, no aguantaba la menor comparación con él, un hombre seguro de sí mismo, una promesa de las ciencias. No le cabía en la cabeza que alguien pudiese aguantar a Grisa a su lado más de veinte minutos. Y decidió que Zhenia le estaba tomando el pelo, que se estaba haciendo la interesante.

Al día siguiente volvió a llamarla.

– Deje de fingir -le dijo-. Dígame el sitio y la hora, tenemos que vernos.

Esta vez en la voz de la mujer había un deje de cansancio.

– No me llame más, no quiero que empiece a odiarme.

– ¿Por qué cree que puedo llegar a odiarla?

– Porque seguiré diciéndole que no. Cuánto más me suplique, más humillado se sentirá luego. Ahórrese usted la humillación, y ahórreme a mí el hecho de su propia existencia.

– La necedad no puede humillar a nadie porque la necedad no es más que esto, necedad -respondió él con frialdad-. Sólo es humillante un insulto pronunciado por un adversario digno. Pero su negativa no es más que una necedad. ¿Qué es lo que pretende? Lo cierto es que mi primera llamada no la sorprendió. Significa que la había estado esperando. Significa que ya entonces, en el banquete, se dio cuenta de que debíamos estar juntos.

– No. Aquella vez, en el restaurante, me di cuenta de que usted había decidido que debíamos estar juntos. Que usted lo había decidido así. Pero no yo. Buenas tardes.

No la llamó más.

2

El sábado por la mañana, el padrastro llamó a Nastia y acabó de estropearle el día.

– Niña, me ha llamado tu mamá. Quiere pedirte un favor.

La madre de Nastia, la profesora Kaménskaya, era una científica de renombre conocida como creadora de programas informáticos de enseñanza de idiomas extranjeros. Llevaba más de tres años viviendo en el extranjero. Había sido contratada por una de las universidades más grandes de Suecia, sólo iba a casa dos veces al año, en vacaciones, y, a juzgar por todo, no echaba en absoluto de menos ni a su marido ni a su hija. Hubo una época en que Nastia se lo tomó muy a pecho, sospechaba que tanto el padrastro como mamá se habían buscado nuevas parejas, y tuvo la sensación de que su familia se estaba desintegrando. Luego Leonid Petróvich, quien desde su infancia más tierna había sustituido al padre y a quien llamaba papá, le explicó a su hija en términos comprensibles que una amistad de muchos años unía a una familia con lazos muchos más firmes que el enamoramiento y el sexo, y puesto que su madre y él habían vivido casi treinta años en amistad y buena compañía, ni el romance de su madre ni el suyo propio iban a cambiar nada. Aun en el caso improbable de que la madre decidiera divorciarse para casarse con su novio sueco, todos ellos -Nastia, mamá y el padrastro- seguirían siendo íntimos amigos, su unión se mantendría igual, y se tratarían con la misma ternura, confianza y calor.

Los argumentos del padrastro convencieron a Nastia, sobre todo, cuando conoció, primero, a la querida de Leonid Petróvich y, luego, al admirador de su madre. Hacía un año que la suerte había mandado a Nastia a Roma, su madre acudió a toda prisa a la Ciudad Eterna para verla, y de paso llevó consigo a su amigo. Era cierto, no había nada de malo en que la gente se juntase si esto les hacía sentirse mejor, mientras no hicieran daño a nadie.

– Mañana por la mañana llega a Moscú un compañero de mamá -continuaba Leonid Petróvich-. Mamá te pide que vayas a buscarlo a Sheremétievo, que le acompañes hasta el hotel y que le orientes más o menos. Que le expliques dónde puede comer, dónde puede comprar objetos de primera necesidad, cómo aclararse con nuestras maravillosas costumbres, cómo pagar, etcétera.

– ¿Es que no conoce a nadie en Moscú? -preguntó Nastia sorprendida-. ¿Viene como turista?

– No, le habían invitado a un simposio pero todos los participantes llegan el miércoles, y a partir del miércoles, claro está, ya habrá quién se ocupe de él. Pero ese caballero ha querido venir antes adrede, para satisfacer su comprensible curiosidad por cuenta propia. Sólo necesitará de tu ayuda mañana, luego paseará por Moscú y observará cómo vivimos él sólito.

– ¿Y cómo se supone que debo reconocerle en el aeropuerto? -refunfuñó Nastia-. ¿Ha enviado mamá su retrato en color y a tamaño natural? ¿O tengo que escribir un cartel con letras kilométricas y colgármelo en el cuello?

– No te me enfades, niña, no ocurre a menudo que mamá nos pida un favor -le reprochó Leonid Petróvich-. Le ha dado a ese hombre tu teléfono, esta noche te llamará y os pondréis de acuerdo. Mañana pasarás por mi casa y te llevarás el coche.

– Quizá sería mejor que fueras tú a buscarlo -insinuó Nastia tímidamente-. Así tendrías la seguridad de que nada le va a pasar al coche, porque ¿y si le doy un golpe?

– ¿Y cómo quieres que me entienda con él? ¿Con el lenguaje de los gestos? Mamá te ha convertido en políglota. ¿Así es como le agradeces sus desvelos?

– Bueno -dijo Nastia lanzando un suspiro de exasperación-. Qué le vamos a hacer si lo ha decidido todo por anticipado. Papá, quiero darte una noticia, procura no caerte de la silla.

– Espera, déjame que me acomode mejor… Venga, desembucha.

– He decidido casarme con Chistiakov.

– ¡Alabado sea el Señor! -exclamó Leonid Petróvich con deleite-. Por fin estás entrando en razón. Enhorabuena.

– ¿A quién se la das? ¿A mí?

– A Chistiakov. ¿Cuántos años hace que lleva esperando? ¿Doce?

– Catorce. Papá, si vas a leerme la cartilla, cambiaré de idea.

– Menuda chantajista estás tú hecha. Eres una pequeña y repugnante chantajista -dijo Leonid Petróvich riéndose-. ¿Cuándo es la boda?

– No lo sé todavía. Lo más importante es resolver la cuestión a rasgos generales, lo demás son nimiedades.

– ¡Bonitas nimiedades! -protestó el padrastro-. ¿Y mamá? Querrá venir, tienes que avisarla con tiempo, no es como si tuviera que ir de San Petersburgo a Moscú.

– Bueno… Será hacia la primavera, quizás en mayo.

– De acuerdo, niña, planifícalo todo y luego informa a mamá. Has hecho bien en decidirte por fin.

Por la tarde recibió una llamada internacional.

– ¿Podría hablar con mademoiselle Anastasia? -dijo una voz en francés.

– Soy yo -respondió Nastia-. Estaba esperando su llamada.

– ¿Le parece bien que hablemos en francés o prefiere el español? -le preguntó educadamente el compañero de la profesora Kaménskaya.

– Prefiero hablar en francés si no le importa. ¿A qué hora llega su avión?

– A las 9.50 horas, mañana. Vuelo procedente de Madrid. ¿Cómo la reconoceré?

– Yo… Cómo se lo diría… -balbuceó Nastia desconcertada-. Soy rubia, alta…

Estaba a punto de darle a su interlocutor una descripción de sí misma vestida con téjanos y cazadora cuando de pronto pensó que reconocerla por estas señas sería sumamente difícil. ¿Quién sería capaz de destacar entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta de la salida de vuelos a una mujer desconocida de aspecto carente de un solo rasgo notable? ¿La cara? Ninguno. Corriente. ¿Los ojos? Incoloros. ¿El cabello? Algo así como rubio. La cazadora… medio Moscú llevaba cazadoras idénticas a la suya. ¿Monstruosamente fea? Pues no, simplemente del montón. ¿Guapa? Esto sí que no, garantizado.

– ¡Oiga! ¡Anastasia! -le llamó el hombre.

– Sí, sí -se apresuró a contestarle-. Rubia platino, pelo largo y rizado, ojos castaños, chaquetón de piel de color verde esmeralda y bufanda roja. ¿Me reconocerá?

– Reconocería a una rubia de ojos castaños incluso en oscuridad completa y si todo Moscú se hubiera echado a las calles -bromeó el hombre, caballeresco-. Por encontrarla, correría delante del avión.

«Lo que faltaba, un gracioso -pensó Nastia con irritación-. No le basta con arruinarme una jornada de trabajo, encima tendré que tragarme sus chorraditas y fingir que me encantan para no quedar mal.»

Enseguida advirtió que no había decidido cómo iría a la mañana siguiente a Sheremétievo. Para estar en el aeropuerto a las 9.50 tendría que levantarse a las seis y media y salir de casa a las siete y media. ¡Vaya forma de celebrar el domingo!

Arrugó la frente contrariada. Los madrugones siempre eran un tormento para ella, tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas para sacudirse la somnolienta languidez. Seguían una larga ducha combinada con la «gimnasia mental» -multiplicar números de tres dígitos y recordar palabras de idiomas extranjeros-, un zumo de naranja helado, luego dos tazas de café bien cargado y un cigarrillo. Sólo entonces Anastasia Kaménskaya estaba lista para ir a trabajar. Pero en cuanto le tocaba en suerte un día libre, dormía hasta las once, o casi. Sin embargo, difícilmente alguien podría llamarla dormilona: le costaba conciliar el sueño y a menudo recurría a somníferos. Simplemente, la naturaleza había diseñado su organismo para que empezase a funcionar por la tarde y dedicase las mañanas al descanso.

Para conseguir la imagen descrita por teléfono, Nastia debía hacer, como mínimo, tres cosas. En primer lugar, coser al chaquetón verde los tres corchetes que se habían caído el año anterior. Tampoco estaría de más recordar dónde había guardado dichos corchetes. Segundo, rebuscar en el armario y encontrar el fular de seda rojo que Liosa le había regalado hacía siglos y que aún no había estrenado. Y tercero, teñirse el pelo con aerosol y moldearlo para formar grandes bucles. Antes de salir de casa, por la mañana, se pondría lentes de contacto de color marrón. ¡Qué fastidio tener que ocuparse de esas tonterías en vez de sentarse ante el ordenador y hacer algo de provecho!

Nastia se colocó sobre las rodillas el chaquetón de piel de conejo y, mientras cosía diligentemente los corchetes de cuero, con sus ganchos y presillas, reflexionó sobre lo que había conseguido averiguar respecto al suicidio de Grigori Voitóvich.

La que avisó a la policía fue su madre, quien al volver a casa se encontró ante una escena aterradora: su hijo Grigori, estupefacto, estaba sentado en la silla, y delante de él, en el suelo, yacía el cuerpo ensangrentado de su nuera, Yevguéniya Voitóvich. Al lado estaba tirado un cuchillo de cazador, que habitualmente permanecía colgado y envainado en la pared. Grigori no era cazador, le habían regalado el cuchillo en una de las colonias académicas de Siberia, adonde había ido para actuar de oponente en la presentación de una tesis doctoral.

La policía sacó a Voitóvich del piso y le encerró en el calabozo. Durante los primeros interrogatorios no hizo más que cabecear atónito y repetir:

– ¿Acaso he sido yo quien lo ha hecho? Esto es imposible. No puedo haberlo hecho. No puedo haber matado a Zhenia ¡porque la quiero!

Tras pasar la noche en el calabozo, empezó a ser más coherente en sus declaraciones y contó que había matado a Yevguéniya con el cuchillo de cazador en el fragor de una discusión. Se mostraba profunda y sinceramente arrepentido, se daba golpes de pecho, expresaba su consternación por lo ocurrido, y al final cayó en la depresión. Entretanto, el juez instructor había recibido la carta de la dirección del instituto donde Voitóvich llevaba muchos años trabajando, con la petición de concederle libertad bajo fianza e imponerle una pena alternativa que le eximiese de la reclusión en un centro penitenciario. Por toda respuesta, el juez de instrucción Baklánov se limitó a esbozar una sonrisa: ¿dónde se había visto que se dejase en libertad a un asesino sorprendido prácticamente con las manos en la masa? Sin embargo, aquel mismo día le llamó el fiscal del distrito para decirle que la Fiscalía de la ciudad había recibido ciertas «indicaciones», y que los de la Fiscalía se remitían a alusiones fáciles de descifrar procedentes de la Oficina del Fiscal General. El sentido de dichas alusiones se resumía en que Voitóvich era uno de los autores de cierto proyecto científico secreto de importancia crucial para la industria de la defensa, que dicho proyecto se encontraba en la última fase de su desarrollo, que Voitóvich era la cabeza pensante del proyecto y que sería imposible llevarlo a su término sin contar con su colaboración. Para concluir los trabajos y realizar las pruebas necesarias hacían falta unas dos o tres semanas, después de lo cual el querido camarada Grigori Ilich podría retornar al calabozo. La dirección del instituto no estaba interesada en que Voitóvich continuase acudiendo al despacho. Tendría suficiente con que trabajase desde casa dando todas las órdenes precisas por teléfono, por lo que rogaba sustituyeran la detención custodiada por un arresto domiciliario o cualquier otra cosa por el estilo.

Así las cosas, el juez de instrucción Baklánov no creyó conveniente oponer especial resistencia. No se había caracterizado nunca por atenerse a cualesquiera principios o por empeñarse en defender su punto de vista particular ante los superiores. La opinión que éstos podían formarse sobre él le importaba mucho más que su propia opinión sobre lo que fuese. En menos de tres horas, Voitóvich retornó a casa. Y unos días más tarde se ahorcó después de redactar una nota en la que expresaba confusamente su arrepentimiento y hablaba de culpa y de venganza.

Tras repasar los imprecisos recuerdos de los funcionarios de la policía y del juez instructor, Nastia se fijó en un detalle que le pareció extraño. Voitóvich no estaba afectado por ninguna enfermedad mental, el médico que le había examinado dos veces en un breve período de tiempo no encontró el menor indicio de una anomalía psíquica. No obstante, un instante después de perpetrar su crimen no se acordaba en absoluto de por qué había asesinado a su mujer. Fue recuperando los recuerdos poco a poco, y con el paso del tiempo, la imagen del asesinato se fue haciendo cada vez más nítida. Cuando se trataba de crímenes cometidos en estado de enajenación mental transitoria, el cuadro era completamente distinto. El culpable no se daba cuenta de lo que estaba haciendo pero tampoco rememoraba los detalles con posterioridad. El olvido era total. En cambio, lo que le había ocurrido a Voitóvich no se parecía a ningún cuadro clínico conocido en la ciencia médica. Pero sí tenía una gran semejanza con la monstruosa situación en que el individuo en cuestión no ha cometido ningún crimen pero más tarde le cuentan, con los pormenores de rigor, cómo ocurrió todo, y él se lo repite escrupulosamente al juez de instrucción. Pero ¿para qué lo habría hecho? ¿Por qué motivo habría asumido la culpa ajena? Y si, en efecto, esto fue lo que hizo, ¿QUIÉN pudo habérselo contado mientras estaba recluido en el calabozo? Sería interesante ver qué ponía la nota que Voitóvich redactó antes de morir. Lástima que se hubiera perdido junto con el sumario…

Por fin, todos los corchetes estaban en su sitio y Nastia se dedicó a buscar el fular de seda rojo con desgana. Al hurgar en el armario encontró un montón de cosas útiles, unas las había dado por perdidas hacía tiempo y se había olvidado de la existencia de otras al día siguiente de haberlas comprado. Por ejemplo, descubrió que tenía como mínimo cinco pares de medias nuevas, dos paquetes de pañuelos chinos, unos magníficos y gruesos calentadores que llevaba años buscando con desesperación y que tan buen servicio le rendían cuando en el piso hacía frío. También encontró unas zapatillas de invierno con forro de piel que había comprado hacía dos años y que continuaban dentro de su bolsa de plástico, que seguía sellada. Nastia se acordó de que las había comprado en verano y las había guardado en la maleta pensando sacarlas de allí en invierno, con lo que la hoja de servicio de las maravillosas zapatillas peludas de color lila se había cerrado en aquel mismo instante sin pena ni gloria. Se alegró especialmente de ese hallazgo porque era muy friolera y en casa siempre hacía frío. Al final, también apareció el fular. Ahora sólo faltaba ocuparse del pelo, tras lo cual podría irse a la cama con la conciencia tranquila.

3

El vuelo de Madrid llevaba un retraso de tres cuartos de hora. Nastia dio varias vueltas por el aeropuerto, no aguantó más y llamó a Yura Korotkov.

– ¡Aska! -la saludó Yura con alegría-. ¿Dónde te has metido a esas horas? Llevo llamándote desde las ocho de la mañana y no estás. Quise llamarte anoche pero volví tarde a casa y no me atreví a despertarte.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Hay novedades?

– Según cómo se mire. ¿Sabes quién es aquel gamberro de la conducta antisocial? ¿El del sumario que le han mangado a Baklánov?

– No. Tengo su nombre pero no me dice nada. ¿Quién es?

– El asesor de imagen de Vladímir Tarsukov.

– ¿Qué dices? ¿Del mismísimo Tarsukov?

– ¡Pues claro! Me gustaría saber qué clase de oficio le ha mandado el descerebrado de Baklánov a la presidencia, pero sospecho que el papel en cuestión nunca se materializó. No tiene agallas para mandarle comunicados a Tarsukov. Pero aunque se lo hubiese mandado, supongo que el propio Vladímir Ignátievich se habría encargado de que no lo leyese nadie más que él. ¿Te imaginas el escándalo si sale a la luz que Tarsukov, el orgullo y la gloria de la política económica de todas las Rusias, ha esculpido su imagen pública aconsejado por un delincuente común? Las amas de casa nacionales le adoran, y ¡zas!, ¡qué disgusto tan grande!

– Vaya, vaya, Yura, eso sí que es una sorpresa -gruñó Nastia, secretamente contenta porque tenía en qué ocupar la cabeza mientras el lujoso aerobús con el gracioso madrileño a bordo se acercaba a Moscú.

– ¿Qué planes tienes para hoy? -preguntó Korotkov.

– ¿Planes? Mis planes están por determinar. Estoy en Sheremetievo, tengo que recoger a un amigo de mamá que viene desde Madrid, luego tengo que acompañarle al hotel y, después de esto, el programa se acomodará a la conveniencia de ambas partes. ¿Qué me propones?

– Que nos encontremos en la ELEP [4] -dijo Korotkov-. Lleva allí a tu temperamental español, enséñale nuestros festejos populares con coros y danzas, y de paso discutiremos algunos asuntillos.

Nastia comprendió que en casa de Yura se había organizado la pelotera de turno y que necesitaba un sitio a donde escaparse. Normalmente en estos casos se refugiaba en el despacho. Lo que le proponía era, en realidad, lo mismo.

– ¿Vas al despacho? -le preguntó Nastia.

– ¿Ya lo has adivinado? -contestó Korotkov mustio-. Adónde voy a ir si no; está claro que voy al despacho.

– Quedamos a las cuatro delante de aquel chiringuito donde este verano comimos shashlyks <strong>[5]</strong>. ¿Te acuerdas?

– Claro que sí -respondió el joven animándose-. Gracias, Aska, sabía que podía contar contigo. Voy a llamar a Lusia, por si la dejan salir de casa. Se encargará de entretener a tu Escamillo mientras tú y yo charlamos.

La media hora de espera que le quedaba todavía a Nastia la pasó en el coche. Bajó la ventanilla, se reclinó en el asiento, encendió un pitillo y cerró los ojos. Tres casos. Tres sumarios. ¿Cuál de los tres? Desde luego, el de la conducta antisocial ahora cobraba un aspecto completamente distinto. Era el único que de veras merecía la pena robar. Había demasiado en juego, sobre todo teniendo en cuenta la situación política del momento. La guerra de Chechenia había dejado notar sus efectos, y mucho, en la distribución de fuerzas en las altas esferas. Tarsukov se había apuntado al bando del presidente, y una piedra tirada a su tejado se convertiría en una bomba que pondría bajo amenaza al líder legítimamente elegido. La carpeta con los materiales de una causa penal que arrojaba sombras de duda sobre uno de los acólitos del presidente resultaba igual de atractiva tanto para el propio Tarsukov como para sus adversarios. Tarsukov la necesitaba para ocultarla; sus adversarios, para hacer público su contenido. Tanto en un caso como en otro, el robo representaba un modo perfectamente aceptable de resolver el problema. Aunque, pensándolo bien, Tarsukov lo tendría mucho más fácil si emplease los viejos y probados métodos: dinero y llamadas telefónicas. Sólo en el caso de que le fallasen, no le quedaría más remedio que recurrir al robo. Pero con una reserva: había que formarse una idea muy exacta del talante del juez de instrucción Baklánov y tener la seguridad de que no armaría la de Dios es Cristo con motivo de la sustracción de los sumarios. Había que saber a ciencia cierta que Oleg Nikoláyevich Baklánov era un necio y un cobarde. Por lo demás, tal conocimiento difícilmente podría calificarse de arcano impenetrable. Quien tomó la decisión de robar los documentos debía ser buen psicólogo y supo anticipar la reacción del juez. ¿O se puso de acuerdo con él, ofreciéndole un pastón a modo de recompensa por los disgustos que le acarrearía? ¡Menudos disgustos! Un expediente disciplinario por motivo de negligencia grave no era una simple sanción, por dura que fuese. Claro estaba que no le meterían en la cárcel pero le amargarían la vida en serio. No, esta versión de los hechos no acababa de sostenerse en pie.

En cambio, si el robo fuera obra de los adversarios de Tarsukov, armase el escándalo que armase el juez instructor, les traería sin cuidado, pues lo que más les importaba era que el caso no quedase cerrado y que no echasen tierra al asunto. Necesitaban hacerse con los originales de los protocolos que describían la conducta grosera e indigna del ciudadano Svirídov, las profusas expresiones soeces empleadas, cómo hacía sus necesidades delante de los ojos del pasmado público a la vez que comentaba el proceso explicando que era su modo de expresar su actitud respecto a la plataforma política de una de las facciones parlamentarias. A juzgar por todo, el documento en cuestión era ciertamente escabroso. En cuanto a las manifestaciones del propio Svirídov, realizadas una vez superados los efectos de la borrachera, se caracterizaban -según las recordaba el juez de instrucción- por lo subido de su color y por una llaneza nada habitual en los círculos políticos, contenían acusaciones dirigidas contra varios políticos de primera fila y, aunque no permitían atribuirle al asesor de imagen de Vladímir Ignátievich Tarsukov un intelecto desarrollado, no carecían de interés para según quién, y para según quién también podían resultar peligrosas. De no conocer el oficio de Svirídov, esos documentos se podrían interpretar como fruto de la mente calenturienta de un hombre que de tanto dar vueltas a asuntos políticos había perdido eljuicio. Gracias a Dios, ahora chiflados de este tipo había a puntapala. Justamente por este motivo, el caso de conducta antisocial le había parecido a Nastia poco prometedor desde el principio, le faltaba sustancia para constituir el móvil del robo. Pero suponiendo que lo dicho por el inculpado podía resultar algo más que imaginaciones etílicas, el asunto tomaba otro cariz.

El caso de conducta antisocial grave protagonizada por el ciudadano Svirídov era sencillo y simple pero muy atractivo para lectores curiosos. En cambio, como botín de un robo el suicidio de Grigori Voitóvich no tenía el menor interés. Sin embargo, había algo en este caso que no acababa de gustarle a Nastia. Además, había un sumario más, el del atraco en grupo. Confiaba en que Korotkov hubiera averiguado lo suficiente para llegar a alguna conclusión.

Nastia miró al reloj y bajó del coche sin ganas. Era hora de acercarse a la puerta de llegadas.

4

Lusia, la amiga de Yuri Korotkov, también conocida como comandante de policía Ludmila Semiónova, trabajaba como jefa de laboratorio de uno de los centros de investigación del MI, Ministerio del Interior, y antes de ocupar este cargo había sido jueza de instrucción. Yura la conoció hacía dos años y medio, mientras investigaba el asesinato de Irina Filátova, que había sido compañera y amiga de Lusia. A partir de aquel momento, el enamoradizo de Korotkov dio un parón a sus aventuras amorosas y se armó de paciencia para esperar que tanto sus hijos como los de Lusia se hicieran mayores con el fin de contraer un nuevo matrimonio. Por extraño que pareciera, Lusia consiguió escapar de casa para pasar el domingo paseando por el recinto ferial que todo el mundo seguía llamando por su viejo nombre soviético, la ELEP.

Caminaban por el vasto recinto ferial despacio, cogidos de la mano y disfrutando con la posibilidad, últimamente cada vez menos frecuente, de encontrarse a solas y charlar con tranquilidad. Pero inexplicablemente, la conversación sobre asuntos personales giró de pronto hacia el trabajo.

– En tus tiempos de jueza de instrucción, ¿se vigilaba el cumplimiento de los plazos? -preguntó Korotkov mientras rompía la envoltura del helado, al que enseguida sus dientes sanos y fuertes dieron un buen mordisco.

– Vaya que si se vigilaba. Apenas pasaban dos meses, ibas zumbando a ver al fiscal para solicitar la prórroga, sin esperar un solo día, para no llegar tarde. Y si se trataba de una segunda prórroga, el fiscal siempre cogía el sumario, lo leía y luego te metía un varapalo: que se habían pasado los cuatro meses sin dar palo al agua, que el sumario no contenía materiales, «¿Qué has estado haciendo durante todo ese tiempo?», «¿Cómo se te ocurre pedirme una nueva prórroga?». Esto es lo que decía, más o menos. ¿Por qué me lo preguntas? Quién lo sabrá mejor que tú.

– Lusia, ¿es posible que un sumario lleve meses en el despacho del juez instructor sin prórrogas?

– Ahora todo es posible. La instrucción se ha convertido en un cachondeo como no te lo puedes imaginar. A nadie le importa nada. Nadie supervisa a nadie, nadie controla a nadie. Todo se acuerda de palabra, y a veces ni se acuerda. No me has contestado, ¿a qué se debe ese súbito interés en los problemas de la instrucción sumarial?

– Verás, Lusia, me he encontrado con que a un juez le robaron cuatro sumarios y no dijo esta boca es mía. Hasta que le colocaron entre la espada y la pared, no mencionó el robo a nadie. Así que intento comprender cómo es posible que suceda algo semejante.

– Elemental, mi querido Watson -dijo Ludmila sonriendo-. ¿Quién puede necesitar los materiales de un sumario? El fiscal y el propio juez de instrucción. Nadie más está autorizado a reclamarlos. ¿Correcto?

– Bueno, sí -convino Korotkov.

– El fiscal no los reclama porque le traen al fresco. El propio juez se comporta ante los agentes operativos como si no hubiera sucedido nada, los chicos trabajan, el juez les dice amén a todo, les asigna nuevas tareas, y entretanto, bajo mano, empieza a llenar una carpeta nueva, escribe los protocolos de memoria, luego cita bajo cualquier pretexto a los principales testigos y a la víctima, vuelve a interrogarlos, copia sus firmas en aquellos protocolos, y en paz. Si el sumario contenía fotos del lugar de los hechos, pues, como los forenses conservan los negativos, no hay nada más fácil que pedirles nuevas copias diciendo que las necesita con algún fin especial. Por ejemplo, para realizar un experimento criminalista. Dirá que las primeras copias están cosidas en el sumario, que la carpeta pesa mucho, que cargar con ella le será incómodo. Por supuesto que habrá documentos imposibles de duplicar pero te aseguro, Yura, que un juez instructor con experiencia se inventará una justificación para cualquier papelito extraviado y conseguirá la copia. Sobre todo porque ahora no tienen que molestarse con las explicaciones, te repito que ahora nada le importa un comino a nadie, nadie controla a nadie. Y si se da el caso de que el crimen está resuelto y los detectives no le dan la lata, nada más fácil que olvidarse del caso como del sueño de la noche anterior. ¿Qué sumarios le han robado?

– Un intento de robo de téjanos de un comercio, una conducta antisocial, un parricidio seguido de suicidio y un atraco. Creo que tienes razón, viejecita mía…

– ¡Claro que tengo razón! -respondió Ludmila-. En el caso del intento de robo de un comercio no hay víctima real, los daños han sido reparados, ¿quién va a exigirle al juez de instrucción que castigue al culpable? Nadie. ¿Hubo daños personales en el caso de conducta antisocial?

– No. Nadie le rompió la cara a nadie.

– Ya lo ves. El delincuente está identificado, no hay víctimas, nadie va a presentar una denuncia. El propio malhechor, como entenderás, no irá corriendo al despacho del juez instructor para reclamarle: «¡Dése prisa por castigarme!». En cuanto al parricidio, el caso queda cerrado por causa del fallecimiento del asesino desde el momento en que éste se suicida. Lo único que queda es el atraco. ¿Qué ocurrió allí?

– Casi nada. El caso es reciente, fue abierto tres días antes del robo de los expedientes. Los detectives están trabajando a marchas forzadas.

– Claro. El juez de instrucción ha conseguido los duplicados de los frutos de su trabajo de tres días y se ha echado a dormir. Korotkov, deja de comer el helado, se me congela el alma sólo de verte.

Yura miró el reloj.

– Podríamos comer algo, ¿no te parece? Me dan calambres del hambre que tengo. Te invito a un shashlyk.

Se acercaron al chiringuito donde el verano anterior Yura y Nastia comieron shashlyks. Pero en su lugar vieron unas simpáticas casetas con carteles que anunciaban a los visitantes de la feria la reciente inauguración de un restaurante indio.

– ¿Corremos este riesgo? -propuso Korotkov.

– No sé, me da un poco de reparo -contestó Lusia vacilante-. ¿Y si es algo impotable?

– Tengo curiosidad -insistió Yura-. Vamos a echarle un vistazo.

Entraron y se sentaron a una mesa. Un camarero moreno, un hindú, se les acercó enseguida con la carta en las manos.

– Bienvenidos -pronunció con la mejor urbanidad y un fuerte acento-. ¿Qué desean tomar?

Escoger los platos resultó difícil, todos los nombres les resultaban desconocidos y no proporcionaban respuesta a la pregunta esencial: «¿De qué está hecho ESTO?». Finalmente, se decidieron por algo llamado rollos de primavera y el pollo a la naranja.

Yura se percató de que Ludmila, al tiempo que charlaba con él, de vez en cuando apartaba la vista para fijarla, con una expresión peculiar, en algo situado a sus espaldas.

– ¿Qué te pasa? -preguntó interceptando una nueva mirada suya.

– Hay una pareja sentada detrás de ti. Tengo la impresión de haber visto a la mujer antes pero no acabo de recordar de qué la conozco.

– ¿Qué mujer? -preguntó sin girarse.

– La rubia del chaquetón verde. Creo que es francesa.

– Es nuestra Aska -explicó Korotkov cortando con movimientos precisos un trocito de la crujiente hojuela rellena de verduras e introduciéndosela en la boca.

– Está hablando en francés -objetó Lusia sin darse por satisfecha.

– Está entreteniendo a un español -aclaró Korotkov sin inmutarse y sin dejar de masticar diligentemente el rollo de primavera.

– Korotkov, ¿me estás tomando el pelo? ¿Que esa rubia es Kaménskaya? ¿Y habla francés con un español?

– Fíjate bien -le aconsejó el joven dando un largo trago al batido de plátano servido en un vaso de plástico.

Durante un rato, Ludmila se mantuvo callada lanzando de vez en cuando rápidas miradas de soslayo a la mujer de la mesa vecina y a su acompañante. Luego clavó la vista en Yura.

– Korotkov, eres un tipo vil, amoral y falso. ¿Habías quedado con ella aquí? ¿Se trata de otro asunto de trabajo?

¿Para qué demonios me has sacado de casa? ¿Para qué os sirva de tapadera?

Yura se atragantó y tosió.

– Ay, Lusia de mi vida… Oye, no se puede acribillar a nadie a preguntas de este modo, sobre todo cuando uno está comiendo. ¿Quieres que me asfixie y muera? Sí, es cierto, había quedado con ella. Luego decidí que, ya que se me brindaba la oportunidad de pasar un domingo fuera de casa y lejos de mi familia, sería tonto si no lo aprovechase para verte a ti. Piensa en cómo y dónde nos vemos. Media hora, cuarenta minutos, en casas ajenas, siempre corriendo, con prisas. Y hablar, sólo hablamos por teléfono porque cuando nos vemos el tiempo nunca nos da para las charlas. Lusia, no soy un obseso sexual, tengo ganas de que hablemos, de que pueda mirarte a los ojos, ver tu cara, cogerte de la mano. ¿Acaso no lo entiendes? ¿Es esto lo que me reprochas?

– Perdona -le sonrió Ludmila con gesto reconciliador-. Pero hubiera sido mejor que me hubieses avisado.

– ¿Por qué?

– Porque lo que acabas de decirme es casi una declaración de amor, en estos dos años y medio es la primera vez que te oigo hablar así. ¿Tienes idea de la alegría que me da escucharlo? Si me hubieras dicho todas esas palabras antes, ya llevaría tres horas de buen humor.

– ¿Es que es preciso decirlo con palabras?

– Es indispensable.

– Pero, Lusia, escucha, si de todos modos estamos juntos, ¿qué sentido tiene gastar saliva?

– Korotkov, eres un imbécil -le espetó la mujer soltando una risa bonachona-. Y ahora ¿qué hacemos? ¿Esperamos a que nos llame o la llamamos nosotros?

– En realidad, preferiría que la llamases tú. Le estoy dando la espalda, se supone que no puedo verla. Aunque pensándolo bien, no sé qué será mejor -dudó Yura-. ¿Deberíamos esperar a que ella dé el primer paso?

– Podríamos esperar hasta mañana -manifestó Ludmila con firmeza-. Ni siquiera nos mira, está embobada con su español. Igual se ha enamorado.

– No -contestó el hombre negando con la cabeza-, ha decidido casarse con Chistiakov.

– ¡No me digas! Esto es el fin del mundo. En este caso, ¡adelante y que Dios nos ayude!

Unos minutos más tarde, los cuatro estaban sentados juntos y charlaban animadamente. Ludmila se superaba acaparando la atención del forastero, haciéndole mil preguntas y comentando inspiradamente sus respuestas. Al final, el español quedó absorto en la conversación con su nueva amiga, y empezó a hablarle en un inglés macarrónico pero ya sin recurrir a la ayuda de Nastia, que hasta ese momento había asumido las funciones de intérprete.

– Cuéntame -dijo Nastia en voz baja tras comprobar que el español se había enfrascado en la conversación con Ludmila y no se molestaría con su falta a las normas de hospitalidad.

– Lo de las gamberradas de Svirídov ya te lo he contado. En cuanto al atraco al banco, allí todo son incógnitas. El sumario incluía las declaraciones de los testigos pero las descripciones de los criminales no sirven de nada: todos iban enmascarados. Se detectaron algunas huellas en el lugar de los hechos pero todas las muestras, pruebas materiales, etcétera, en el momento del robo se encontraban en el laboratorio forense, los peritos justamente estaban preparando las conclusiones. Si el objetivo del robo era este sumario, han marrado el golpe. La carpeta estaba simplemente vacía.

– ¿Sabes qué es lo que no acabo de comprender? -dijo Nastia pensativa-. El atraco era un caso reciente, en el momento del robo sólo llevaba en la Fiscalía tres días. El de la conducta antisocial, el juez de instrucción lo había abierto apenas una semana antes. El suicidio de Voitóvich también tenía de seis a ocho días. Pero el expediente de Dima Krásnikov llevaba encima de la mesa de Baklánov desde el 12 de septiembre. ¿Te das cuenta? ¡Desde el 12 de septiembre! En el momento del robo llevaba ya tres meses y medio en fase de instrucción. Y eso, a pesar de que al chico le habían sorprendido en flagrante delito, de modo que no había nada que investigar. Tampoco comprendo por qué Baklánov le encerró en los calabozos. ¿A santo de qué lo hizo, eh? Encima, para estar instruyendo un caso durante dos meses y pico, Baklánov debió haber solicitado al fiscal una prórroga. ¿Cómo argumentó su petición? ¿Por qué el fiscal accedió a ampliarle el plazo?

– Ya se lo he preguntado a Lusia, ya que fue jueza de instrucción; además, su trabajo científico está relacionado justamente con la instrucción preliminar. Me lo ha explicado todo con claridad. Aska, no busques escollos misteriosos, se trata de una chapuza de lo más corriente, aunque de envergadura. Te lo deletreo: Chuk, Anna, Piotr, Uliana, Zinaída y Antón. Cha-pu-za. Baklánov no tenía por qué solicitar la prórroga, nadie se enteraría si un sumario llevase cien años metido en un cajón de su mesa. O tal vez pasteleó un informe para presentarlo al fiscal y, sin enseñarle el sumario, obtuvo la prórroga basada únicamente en su palabra. También pudo pegar un telefonazo y decir: «Iván Ivánovich, necesito la prórroga pero tengo las manos llenas, voy de cráneo, me resulta imposible pasar por su despacho». Y el otro le pudo contestar: «Bueno pues, si un siglo de éstos te pilla de paso, ven a verme y resolveremos todos los asuntos pendientes de una sentada». Pero lo más probable es que metiese la carpeta en el armario y allí se quedase, cogiendo polvo sin la bendición del fiscal.

– Pero ¿por qué? -se extrañó Nastia-. Instruir un caso así está chupado, ¿por qué no hacerlo y no pasarlo al juzgado? ¿Para qué tenerlo metido en el armario?

– Ay, Nastasia, ¡pero qué idealista eres! ¿Cuánto cobra un juez de instrucción? Correcto, una miseria. Y ¿cuánto trabajo tiene? Correcto otra vez, mogollón. ¿Le gustaría ganar más o, si no puede ser, por lo menos tener más tiempo libre? De nuevo, correcto, sí que le gustaría. Entonces, ¿cómo quieres que se mate trabajando para instruir un caso que, como tú misma acabas de decir, está chupado? Tienes toda la razón, Anastasia, no se matará trabajando. Antes dirá que va a la Fiscalía, y en realidad se irá corriendo a su casa porque necesita pintarla. Anunciará que tiene que hacer un «trabajo de campo» y en realidad se irá pitando a una empresa privada que le ha contratado de consultor. Y que le paga en dólares, dicho sea de paso. O se limitará a esperar a que el delincuente, jurídicamente analfabeto, o sus padres, igual de ignorantes, le unten la mano para que cierre el caso bajo un pretexto oportuno. Los padres no se han enterado de que los tribunales de camaradas han sido abolidos, de que ya no basta con prometer ser bueno para que el caso no llegue ante el juez, ni de que las comisiones para los asuntos de los menores también han pasado a mejor vida. El juez instructor aceptará el dinero y luego les dirá que ha hecho todo lo humanamente posible pero que el malvado fiscal le ha denegado la moción. ¿Crees que todos son como tú? Para ti en esta vida no hay nada más interesante que el trabajo. Pero para la aplastante mayoría de nuestros compañeros el trabajo es una carga que conviene quitarse de encima cuanto antes para hacer algo de provecho, es decir, algo que beneficie sus bolsillos. ¿Comprendes?

– En la teoría, sí, pero no en la práctica -confesó Nastia con sinceridad-. Me niego a comprenderlo porque es denigrante. Para mí, un ejemplo válido es Kostia Olshanski. Tiene dos hijas pequeñas. ¿Crees que no necesita dinero? Y, sin embargo, trabaja como una muía, de sol a sol, y lo que le mueve no es el miedo sino la conciencia. ¿Es que tengo que ver en Olshanski una ridicula excepción de una regla abominable? No quiero verle así y para mí nunca lo será.

– Vamos, vamos, no te me enfades, cálmate. No todos los jueces son unos chapuzas; en realidad, la mayoría cumple con su trabajo como está mandado. Simplemente, he querido explicarte por qué Baklánov…

– Lo he entendido, gracias. ¿Sabes si Dotsenko ha recogido los datos sobre las llamadas al servicio de ambulancias?

– Creo que todavía está en eso. Le he visto esta mañana en el despacho, andaba liado con unas listas de kilómetros de longitud. Oye, ¿no pretenderá ese hidalgo tuyo birlarme a mi Lusia? Se la está comiendo con los ojos.

– Mientras sólo sea con los ojos, vale. Qué más te da si la mira un rato. Luego se irá por donde ha venido, y aquí no ha pasado nada.

– ¿Está casado? -se interesó Yura.

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondió Nastia encogiéndose de hombros-. Ni se me ha pasado por la cabeza preguntárselo. ¿Qué te importa?

– Simple curiosidad.

– Yura, no digas tonterías, ¿quieres? Deja que la mujer coquetee un poco con un hombre rico y atractivo, es bueno.

– ¿Bueno para qué?

– Para mantenerse en forma. Una mujer debe tener la posibilidad de ser mujer aunque sólo sea media hora al mes. ¿Le proporcionas tú tal posibilidad?

– Bueno… yo… -tartamudeó Korotkov atónito-. Yo hago lo que puedo.

– Él hace lo que puede. Está bien. Cállate.

Fuera ya había oscurecido. Los cuatro se dirigieron a la salida y allí se despidieron. Yura y Ludmila se encaminaron hacia el metro, querían pasar un rato más juntos y declinaron la invitación de Nastia de acompañarlos en coche.

– Tiene una amiga muy atractiva -observó el forastero subiendo en el coche-. Pero creo que su marido es demasiado celoso. Me miraba con una rabia… Espero que no se haya enfadado conmigo.

– Por supuesto que no -le tranquilizó Nastia-. Sobre todo teniendo en cuenta que no es su marido.

– ¡Vaya, entonces todo está claro! -exclamó el español gesticulando vivamente-. Ya me parecía raro, pues no es frecuente que un marido se muestre tan celoso como ese Yuri. Aunque no puede oírme, le presento mis disculpas.

– Se las transmitiré -dijo Nastia sonriendo, giró el volante y se incorporó al tráfico de la avenida.

5

Inna Litvínova dejó caer las bolsas con cansancio en medio de la cocina y miró a su alrededor. Encima de la mesa había dos tazas y una botella de ginebra vacía. Los restos de bocadillos de salami y pepino fresco se iban acorchando abandonados sobre un plato. De nuevo, Yula había traído a alguien a casa, probablemente, de nuevo se había emborrachado y se había ido a algún guateque. Dios mío, ¡ojalá volviese! Inna estaba dispuesta a perdonarle cualquier cosa con tal de que la joven no la abandonase. Que trajese a sus amigos, que saliese con ellos, cualquier cosa, pero ¡que no dejase de volver!

Lo que Inna más temía era que Yula se enamorase de un hombre. El cuerpo femenino dejaba a Yula indiferente, no se mostraba ni atraída ni repelida por él, y cuando la suerte quiso que en su camino se cruzase Inna Litvínova, decidió organizar su vida provisionalmente en torno al papel de compañera de ésta. Le estaba sacando dinero a Inna, se había instalado en su piso, le consentía que le diera de comer, de beber y que atendiera sus mínimos caprichos, pero a cambio de todo esto se esforzaba honradamente por complacerla en la cama aunque no le agradase especialmente. Pero qué remedio le quedaba a una si su familia de seis vivía en un piso comunal [6], con un padre alcohólico y uno de los hermanos afectado por el síndrome de Down. Y si padecía de falta de dinero permanente…

Inna sabía todo esto, como también sabía que, tarde o temprano, Yula se iría. ¡Pero que fuese lo más tarde posible! Necesitaba dinero, muchísimo dinero, era lo único que le permitiría retener a su lado, al menos por un tiempo, a esa putilla de piel de alabastro, cabellos rojos, ojos desvergonzados de color verde claro y un cuerpo tan seductor…


  1. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Exposición de Logros de la Economía Popular. (N. de la T.)

  2. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Plato típico del Cáucaso, muy popular en Rusia, que consiste en pinchos de cordero asados con especias picantes. (N. de la T.)

  3. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Habitualmente, piso de construcción antigua y muy espacioso, en el que por escasez de vivienda conviven varias familias compartiendo la cocina, el baño, el recibidor, las despensas, los pasillos, etc., disputándose cada centímetro de estos espacios comunes y repartiendo los quemadores y los turnos para el uso de la bañera. (N. de la T.)