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Misha Dotsenko llevaba ya varias horas en el despacho de Olshanski hablando con el matrimonio Krásnikov, tratando de ayudarlos a recordar si le habían mencionado a alguien que Dima no era su hijo biológico. El propio Konstantín Mijáilovich Olshanski, tras cederle a Mijaíl la mesa, se había sentado en un rincón y observaba con interés el ágil trabajo del joven agente operativo. Misha había dedicado mucho tiempo al estudio de los problemas de la memoria y de la mnemotécníca y dominaba ese arte especial que los criminalistas llamaban «estimulación de enlaces asociativos». Dicho en otras palabras, cuando una persona tenía algo que recordar y nada que ocultar, bajo la experta dirección del teniente Dotsenko lo recordaba sin falta.
Los Krásnikov, Olga y Pável, repetían al unísono que nunca…, que por nada en el mundo…, que a nadie…, etcétera. De repente, Misha cambió de táctica.
– ¿Por qué se empeñan en mentirme? -preguntó con aire de inocencia.
– ¿Mentirle? ¿Nosotros? -exclamaron los dos al mismo tiempo indignados-. ¡Pero qué dice! ¿En qué le hemos mentido?
– Bueno, quizá no me mientan sino que simplemente expresan sus ideas de forma imprecisa. Usted, por ejemplo, Olga Mijáilovna, si no le importa, haga el favor de responderme una vez más a esta pregunta: En el curso de los últimos cinco años, ¿a quién le ha hablado del secreto de la adopción de su hijo?
– A nadie -respondió la mujer con cansancio-. Ya se lo he repetido diez veces: a nadie.
– Pero ¿cómo puede ser? ¿Y a Líkov? ¿Al chantajista que les llamaba por teléfono? ¿A él sí le habló de la adopción?
– Sí… Es cierto… -balbució Krásnikova, perpleja-. Pero creía que se refería a…
– He comprendido lo que quiere decir -la interrumpió Dotsenko suavemente, sin dejarle terminar-. Pero lo que yo quiero es que también usted comprenda a qué me refería al decirle que no expresaba sus pensamientos con exactitud. Ahora, usted, Pável Víctorovich. La misma pregunta.
– No he mencionado a nadie el problema de la adopción -manifestó éste con aire triunfal, sintiéndose algo zaherido por el hecho de tener que darle la razón a ese simpático muchacho de ojos negros y traje bien planchado-. Ni siquiera a Líkov. Siempre ha sido Olga la que ha hablado con él por teléfono.
– Magnífico -aprobó Misha con una amplia sonrisa-. ¿Y tampoco nunca ha discutido sobre la adopción con su mujer, con Olga Mijáilovna?
– Pero ¿qué tiene que ver? -protestó Pável-. ¿No querrá decir que yo… que nosotros…?
La emoción y el enfado le hicieron tartamudear, y no conseguía encontrar las palabras justas.
– De ninguna de las maneras, Pável Víctorovich. Lo único que quiero decir es que, al contestar a mis preguntas, ustedes restringen sus recuerdos a ciertos límites por adelantado. Les pregunto: «¿A quién?», y su imaginación les dibuja la imagen de un malhechor andrajoso o de un espía con gafas oscuras y, al no recordar a nadie así, me contestan: «A nadie», y se quedan tan anchos. Y la respuesta no es correcta. En el peor de los casos, deberían decirme: «A nadie excepto…», y en el mejor, ponerse a enumerar a esos «excepto». ¿Está claro? Vamos a olvidarnos de todo lo que hemos hecho hasta ahora y empecemos de nuevo. No traten de evaluar a cada persona que recuerden antes de contestarme. Permítanme que me ocupe yo de eso. Empiece usted, Olga Mijáilovna…
Unos minutos más tarde, la mujer dijo vacilante:
– Tal vez, la doctora. ¿Sabe?, la oculista. Dima es muy miope y cuando le llevé a ver a la oculista, ella me preguntó si yo era miope. Me di cuenta de que no le interesaban mis ojos sino los de Vera, que por lo demás tenía una vista excelente, así que le dije con absoluta tranquilidad que no, que yo no era miope. Entonces me preguntó sobre el padre. No sé absolutamente nada del padre. Creo que la doctora advirtió mi turbación, porque mandó a Dima a esperar en el pasillo y me preguntó a quemarropa: «Su marido no es el padre del niño, ¿verdad?». No pude mentirle, no me atreví a jugar con la salud del niño. Si se lo hubiera ocultado, si le hubiera dicho que era su padre y no tenía miopía o, por el contrario, que sí era miope, se habrían puesto a buscar una enfermedad inexistente y habrían pasado por alto la que el chico tenía en realidad.
– Muy bien -la felicitó Misha-. ¿Ve cómo todo cambia cuando uno no se deja encajonar en unos límites preconcebidos? ¿Cuándo fue?
– Hará unos tres años. Eso es, sí, exactamente, Dima tenía doce entonces.
Misha tomó nota del número de la clínica y del nombre de la doctora.
– Reflexionen un poco más -les pidió-. Sólo un pequeño esfuerzo suplementario y habremos terminado por hoy.
Pero ese día no consiguieron recordar nada más. Cuando la puerta se cerró detrás de los Krásnikov, Olshanski sonrió a Misha mirándole con aprecio:
– Qué bien lo haces, teniente, daba gloria verte trabajar. Deberías ser juez de instrucción en lugar de agente operativo. A lo mejor cambias de oficio, ¿eh? Espera aquí unos diez minutos, voy a redactar el mandamiento de la entrega del historial clínico, luego iremos a la clínica y hablaremos con la oculista.
Una hora más tarde entraban en el espacioso vestíbulo de la clínica infantil. Los duros esfuerzos de aquella mañana fueron premiados y encontraron a la doctora Pertsova en su consulta.
– Sí, examiné a Dima Krásnikov varias veces -confirmó ella tras abrir el archivador y extraer una pila de fichas-. Sospeché que su miopía podía deberse a una predisposición a la diabetes. Como ve, puse aquí «diabetes» y un signo de interrogación.
– ¿Un signo de interrogación? ¿Por qué? ¿Es que no pudo comprobarlo de forma concluyente? -preguntó Olshanski.
– Verá usted, la diabetes, con enorme frecuencia, tiene origen genético. Hablé con la madre, que negó que en su familia la hubiera -contestó Pertsova consultando la ficha-. En cuanto al padre, no podemos descartar esa posibilidad; aquí tengo apuntado que la madre no dispone de información sobre el padre.
Entretanto, Misha hojeaba el historial clínico de Dima Krásnikov. Por algún motivo, aparte de la oculista, ningún otro médico se había molestado en recoger los antecedentes familiares, y el historial contenía exactamente las mismas notas que Pertsova ya les había leído de su ficha de visitas: en la familia materna había enfermedades tales y tales, no se disponía de informaciones sobre el padre.
Al salir de la clínica, Olshanski alzó cansadamente los hombros hundiendo la cabeza entre ellos, pero no concluyó el movimiento o se olvidó de enderezarlos. Solía caminar espantosamente encorvado.
– Hemos errado el golpe -constató-. Líkov sabía a ciencia cierta que los dos padres del niño eran adoptivos. Sin embargo, Pertsova no lo sabe. Cree que la madre de Dima es su madre biológica. Pero no te desanimes, teniente. Hoy les has afinado los sesos a los Krasnikov, y ahora que han cogido la onda, igual se acuerdan de algo más. Y tú reflexiona sobre mi proposición. Serías un magnífico juez instructor, tú sí que sabes hablar a la gente, todo lo contrario que yo. Antes en esto me ayudaba Volodya Lártsev, le enchufaba las preguntas más difíciles, era un verdadero maestro, de categoría superior. Tú también serás así, ya lo verás. Si pudiera contar con ayudantes como tú y Nastasia, el mundo criminal temblaría -dijo, y de pronto soltó una carcajada-. Oye, ¿por qué me rehúye? ¿Tan mal le caigo o qué? Se comunica conmigo exclusivamente por teléfono, nunca se deja caer por la Fiscalía.
– No, no, qué va, Konstantín Mijáilovich, Anastasia Pávlovna le tiene en gran estima y le aprecia muchísimo -respondió Dotsenko escogiendo cuidadosamente cada frase y poniéndose tenso en su interior.
Sabía perfectamente que Kaménskaya no le podía ni ver y que además, después de lo de Lártsev, le tenía algo de miedo.
Olshanski se detuvo en el cruce esperando que el semáforo se pusiese en verde. Misha se paró detrás, a espaldas del juez, y no podía ver la expresión de su cara. De repente, Konstantín Mijáilovich se volvió y le agarró la solapa de la elegante cazadora.
– Escucha, teniente, todas las cuentas que yo tenía con Kaménskaya para mí son agua pasada. Es una chica inteligente, la cabeza le funciona como un reloj y su mal genio va a la par con el mío. Si cree que tengo la culpa de lo que le pasó a Lártsev, que siga creyéndolo, no se lo voy a discutir. En cierto modo, tuve parte de culpa. Pero no pienso debatir aquella historia ni con ella ni con nadie. Por otra parte, nuestro trabajo saldrá ganando si somos amigos. Que deje de eludirme, díselo, ¿vale?
– Se lo diré, Konstantín Mijáilovich -contestó Dotsenko ya más tranquilo-. Creo que le alegrará oírlo. Es cierto, usted le da algo de miedo, a veces es demasiado cortante.
– ¡Ay, Señor! -dijo Olshanski riéndose-. ¡Hay que ver qué susceptibles somos! Oye, teniente, se te da bien eso de hilar fino. Seguro que Kaménskaya dice que soy un maleducado de mucho cuidado. Vamos, confiesa, ¿te lo ha dicho?
– No -respondió Misha esbozando una leve sonrisa-. Nunca consiento a los demás tergiversar los testimonios, y yo mismo tampoco lo hago. Se expresó exactamente tal como se lo acabo de decir: «A veces es demasiado cortante».
– No hay quien te apee del machito, ¿eh, teniente? -observó Olshanski con cara de satisfacción-. A primera vista pareces más bueno que el pan, pero quien te hinca el diente se da cuenta de que eres acero puro. Oye, piensa en mi proposición, no olvides lo que te he dicho. Y otra cosa. Mañana es 19 de enero, la Epifanía de Jesús [2], mi mujer va a preparar los blinis <strong>[3]</strong>. ¿Quieres venir? Conocerás a mis hijas, ya están creciditas pero siguen siendo la mar de divertidas.
– Me ha cogido por sorpresa -repuso Misha volviendo a sonreír-, pero se lo agradezco. Haré lo posible por cancelar todo lo que tenía previsto para mañana.
– Bueno, eso sí que es alto pilotaje -dijo Konstantín Mijáilovich muy serio-. Tú, teniente, vales tu peso en oro. ¿Por casualidad, no habrás estudiado en la Academia del Cuerpo Diplomático?
– ¿Por qué lo dice?
– Escucha, no soy tan tonto como crees -le espetó el juez de instrucción, al borde de un enfado serio-. ¿Quieres que te traduzca lo que acabas de decirme? Y un carajo, viejo cascarrabias, ¿crees que no tengo nada mejor que hacer mañana que comer tus blinis? ¡Pero si yo, un chico joven y apuesto, tengo todas las noches reservadas con un mes de antelación! Y mañana te diré que, lamentándolo mucho y no obstante todos mis esfuerzos, no he podido cancelar una parte de los compromisos ineludibles y vitales que tengo en mi agenda para esta noche. Y que tú, con tus sesos de mosquito, no has sido capaz de comprender que no iría a tu casa a comer los dichosos blinis aunque me estuviera muriendo de aburrimiento y de no saber qué hacer, porque tus blinis y tus crías mocosas me traen a mí, un chico joven y apuesto, absolutamente al fresco. ¿Qué te parece la traducción? ¿Es literal o he incurrido en alguna licencia poética?
– Ha sido una traducción del inglés al chino -declaró Misha riéndose, aunque en su interior volvía a ponerse tenso.
Cierto, el juez de instrucción Olshanski no se mordía la lengua, y cuando se proponía colocar a alguien en un aprieto, o dejarle a la altura del betún, no se lo pensaba dos veces. No era de extrañar que le cayese mal a Anastasia Pávlovna y que no quisiese tener tratos con ese hombre.
– ¿Por qué del inglés, precisamente? ¿Y por qué, precisamente, al chino?
– Porque una traducción del inglés al chino engorda el volumen del texto unas ocho veces. El inglés es un idioma muy compacto, mientras que el chino es complicado, con circunloquios, engloba un sinfín de definiciones auxiliares. Le dije dieciséis palabras justas, y ¿cuántas contiene su traducción?
– Vale, vale, para ti la perra gorda -contestó Olshanski agitando la mano-. No hay por dónde cogerte. ¿Adónde vas ahora?
– Tengo que volver al despacho, así que necesito coger la línea de Serpujov.
– Entonces, podemos ir juntos por la Radial; yo bajaré en Paveletskaya y tú harás el transbordo en Serpujóvskaya.
Juntos se dirigieron hacia la estación de metro. Hacía mucho que había oscurecido, y gruesos copos de nieve húmeda caían del cielo. Misha Dotsenko caminaba con la cabeza descubierta, y la blanca nieve esculpió una gorra canosa sobre su pelo negro cuidadosamente cortado y peinado. Olshanski caminaba encorvado, las manos metidas en lo más hondo de los bolsillos del abrigo, la cabeza oculta bajo el capuchón. Hicieron el resto del camino sumidos en un cansado silencio.
A la mañana siguiente, el teléfono sonó nada más franquear Konstantín Mijáilovich el umbral de su despacho.
– Me he acordado -anunció con entusiasmo Olga Krásnikova-. Se lo conté al juez instructor.
– ¿A qué juez instructor? -inquirió Olshanski con recelo.
– Se llama Baklánov, Oleg Nikoláyevich Baklánov. Fue él quien investigó el caso del robo de los téjanos.
Olga le resumió el extraño episodio de los téjanos.
– El juez me preguntó entonces si el chico padecía algún trastorno psíquico y si había enfermos mentales en la familia, en las últimas tres generaciones. Y yo le conté toda la verdad. Pero, Konstantin Mijáilovich, era un juez, no pudo haber…
– No, no pudo, no -dijo Olshanski para tranquilizar a la mujer-. Cuénteme, ¿cómo terminó el asunto?
Hizo la pregunta para cubrir el trámite, pues sus pensamientos ya estaban ocupados en otra cosa, y el desenlace de la historia del robo de los puñeteros vaqueros le traía sin cuidado. Pero la respuesta que obtuvo le hizo volver a prestar atención a Krásnikova.
– No lo sé pero creo que todo ha terminado bien.
– Perdón, no la comprendo -dijo Olshanski-. ¿Cómo es que no lo sabe y qué significa ese «creo»?
– Bueno, resulta que cuando fuimos a recoger a Dima para llevarle a casa, le pregunté al juez si podíamos esperar que le concediesen libertad condicional o alguna cosa por el estilo… No sé qué se puede hacer para evitar que le manden a un correccional. Nos contestó que teníamos que presentarle una solicitud, el certificado de empadronamiento, el del dispensario psiconeurológico y otro más que dijera que no padecía enfermedades venéreas. Tardé dos semanas en reunir todos los papeles y se los mandé a través del abogado.
– ¿Del abogado? ¿Y eso? -preguntó Olshanski extrañado.
– Me dijo que tenía que hacerlo así.
– ¿Se lo dijo? ¿Quién?
– Baklánov. Dijo que me sería difícil encontrarle en el despacho pero, como se reunía con el abogado en los juzgados con cierta frecuencia, lo mejor sería enviarle los papeles a través de él.
– ¿Y qué pasó luego?
– Pues ése es el problema, que no pasó nada en absoluto. Un silencio total. Creo que ya se ha terminado todo.
– ¿Cuándo ocurrió aquello, si no le importa refrescarme la memoria? -inquirió Konstantín Mijáilovich.
– El 12 de septiembre.
– ¿Y cuándo le mandó los certificados?
– El 28 de septiembre. Lo recuerdo muy bien porque esperé hasta el día en que no tenía clases por la mañana.
– Es decir, según me cuenta, el 12 de enero se cumplieron cuatro meses desde el día en que su hijo cometió el robo -precisó el juez por si acaso.
Le resultaba demasiado difícil creer lo que le estaba diciendo la señora Krásnikova.
– Exactamente -corroboró la mujer.
– ¿El juez instructor no volvió a citarla nunca más, no le mandó una notificación, no llamó por teléfono?
– No, nunca.
– ¿Y qué le dice el abogado?
– Al principio decía que todo eso nos costaría muy caro pero que podía garantizarnos que Dima no iría al correccional. Pero luego ya no había forma de encontrarle; primero estuvo enfermo, después se marchó de vacaciones, y al final me dijeron que ya no vivía allí. Así que dejé de llamarle. Pensé que todo había acabado bien y que habían decidido no llevar el caso a los tribunales.
– Escuche, Olga Mijáilovna, si me permite darle un consejo, vaya a ver al fiscal y pregúntele en qué situación está su caso. Es posible que sea cierto que encontrar a Baklánov en su despacho resulte difícil pero el fiscal del distrito siempre está en su sitio. Me parece que alguien ha querido aprovecharse de su ignorancia y le está tomando el pelo. Es imposible que todo se haya terminado y no se le haya informado. Tienen que citarla para comunicarle la resolución, y usted debe firmar una declaración conforme la ha leído y entendido. Qué está haciendo ese Baklánov con un delito donde no hay nada que investigar, no puedo decírselo. Ni siquiera logro imaginármelo. Pero me gustaría saberlo. Por favor, espere un momento -dijo Olshanski con viveza.
Hasta ahora había estado hablando como jurista y funcionario de la Fiscalía. Pero en ese instante dentro de él despertó el juez de instrucción a cargo de un caso de descubrimiento y revelación del secreto de adopción, y precisamente el día anterior había estado pensando que quién mejor que un funcionario de la policía para obtener la información sobre un secreto de esta índole. Si algo raro estaba ocurriendo con el caso de Dima Krásnikov, y el expediente contenía los datos de su adopción, no convenía, de ninguna de las maneras, mandar a Olga a la Fiscalía; era mejor no levantar sospechas y no poner en guardia a ese tal Baklánov antes de tiempo.
– No, no tiene que ir a ninguna parte -anunció Olshanski-. Iré yo mismo a ver al fiscal del distrito y me informaré. Llámeme esta tarde.
La visita al fiscal del distrito en cuya jurisdicción cuatro meses atrás Dima Krásnikov había intentado robar de una tienda unos téjanos terminó de forma completamente imprevista. Tan imprevista que, cuando Olshanski explicó lo ocurrido por teléfono a Misha Dotsenko, éste salió disparado a contárselo a Nastia.
– Anastasia Pávlovna, resulta que alguien le robó a Baklánov varios sumarios. No tuvo valor de denunciar el robo. Incurrió en negligencia grave, solía marcharse y dejar la puerta abierta, la llave de la caja fuerte la tenía permanentemente metida en la cerradura. Ahora está dándose de cabezazos contra la pared.
– ¿Y qué? -dijo Nastia encogiéndose de hombros-. Le robaron unos sumarios. ¿Y eso es todo?
– Le robaron cuatro sumarios de causas penales, entre otros, el de Dima Krásnikov. El sumario contiene los datos de su adopción.
– ¡Lo que nos faltaba! -exclamó Nastia en voz baja-. Entonces, ¿resulta que la información de un expediente robado fue a parar a las manos de Galaktiónov?
– Eso es lo que resulta, Anastasia Pávlovna.
– ¿Cómo puede ser? ¿Acaso los robó él?
– Es probable -asintió Misha-. ¿Por qué no?
– Pero ¿para qué? -exclamó Nastia con angustia, tan absurda le parecía la idea-. ¿Para qué rayos los querría? Aunque… espere un segundo, Míshenka… No, no tengo razón, estoy diciendo tonterías, y usted escucha y no dice nada aunque no debe cortarse en enmendarme la plana. ¿Cuáles son los otros sumarios robados?
– Aquí los tengo, lo he apuntado todo. El primero era el de Krásnikov, por intento de robo. El segundo, atraco a un banco con varios implicados. El tercero, un parricidio y un suicidio, el caso tuvo que ser cerrado por falta del autor de los hechos, es decir, del responsable penal. Faltaba literalmente un día para archivar el caso. El cuarto, conducta antisocial especialmente grave, artículo 206 apartado 3, el culpable fue identificado y estaba a punto de pasar a disposición judicial.
– Míshenka, consiga con máxima urgencia la información sobre todos los imputados de estos sumarios, menos de los Krásnikov, por supuesto. Querían robar un solo sumario y los demás se los llevaron para despistar, cogieron los que estaban al lado, los primeros que encontraron. Si Galaktiónov tuvo algo que ver con el robo de esos expedientes, entonces parece claro cómo consiguió la información sobre la adopción. También está claro cuál fue aquel negocio redondo que hizo justo antes de morir. También, por qué no se lo mencionó a nadie. Todas sus tramas las había montado él solo y mantenían las apariencias de legalidad. En cambio, el robo de sumarios del despacho de un juez de instrucción, esto ya es un secreto ajeno, y uno puede pagar su indiscreción con su propia vida. Por si fuera poco, se trataba de una causa penal. Hasta un oligofrénico se daría cuenta de que no se prestaba a ostentaciones, que no era un éxito empresarial del que presumir. Intentemos comprender cuál de las cuatro causas fue la que quería robar el ladrón, quien tal vez fue el propio Galaktiónov. O tal vez éste sólo organizó el robo. También debemos comprender por qué lo hizo. Quizá tenía un interés personal en la causa penal de marras, o quizá simplemente alguien le pidió ayuda para robarlo. Lo cierto es que el expediente de Dima fue a parar a las manos de Galaktiónov, de esto ya estoy casi segura.
– ¿Qué es lo que se esconde detrás de su modesto «casi»?
– Admito la posibilidad de que también Líkov pudo ser el ladrón. Y ahora le está colgando todos los perros a Galaktiónov. ¿Por qué no? De aquí que usted, Míshenka, y yo intentaremos tirar de los hilos de los tres sumarios robados hasta atarlos a uno de esos dos, a Líkov o a Galaktiónov. Uno de los tres hilos tiene que dar de sí lo suficiente para que podamos hacer ese nudo. Y una cosa más, Misha. Vaya a ver a Sitova. A ésta la interrogó Lepioskin, por lo que le costará hacerla hablar, pero hay que ponerle algún remedio a esta situación. Haga lo que pueda.
Al principio, Nadezhda Sitova recibió a Misha Dotsenko con frialdad.
– Nadezhda Andréyevna -dijo él con delicadeza-, comprendo su dolor y me apena tener que atormentarla con conversaciones y recuerdos justamente ahora, cuando está viviendo una tragedia.
– ¿De veras? -contestó la mujer desabridamente-.Yo diría que es a mí a quien debería saberle mal llorar a Sasha, puesto que no tengo ningún derecho a hacerlo.
– ¿Por qué? Es muy duro lo que está diciendo.
– En efecto. Pero esto fue precisamente lo que tuvo a bien explicarme con meridiana claridad su compañero Igor Yevguenyevich Lepioskin. Según él, mi comportamiento induce al adulterio, con el agravante de que yo, por mi parte, soy incapaz de resolver mis propios problemas matrimoniales y comprender mis propias relaciones con mi marido. Al parecer, cree que el sello que le ponen a una en el pasaporte el día de su boda le impone un compromiso inquebrantable, que perdura aun cuando las relaciones conyugales ya han dejado de existir y los dos ya ni siquiera conviven bajo el mismo techo.
– Igor Yevguenyevich no quiso molestarla.
– Tonterías -respondió Sitova con dureza-. Escogió las palabras justas para hacerme el máximo daño. Se notaba que era lo que pretendía.
– Nadezhda Andréyevna, por favor, le ruego que volvamos a Alexandr Vladímirovich. Por reprobable que sea la actitud personal de Igor Yevguenyevich, hay que reconocer que también tiene algunos méritos: hace todo lo posible, e incluso lo imposible, por resolver el crimen y encontrar al asesino de su amigo. Tiene un carácter difícil, no se lo discuto, a veces sé muestra demasiado duro, pero es un gran profesional. Si le resulta desagradable tratar con él, me comprometo a hacer cuanto esté en mi mano por evitarle nuevos encuentros. ¿Le parece bien?
– De acuerdo -concedió Sitova ceñuda-. Adelante con las preguntas.
Era morena, guapa y llamativa, tenía veintiocho años y vivía en un magnífico piso de dos habitaciones. Pero la mujer que se sentaba delante de Misha Dotsenko estaba pálida, su aspecto delataba tormento interior y un prolongado sufrimiento causado por la reciente intervención quirúrgica. Fue un golpe duro, cuando, pocos días después de la operación, unos policías se presentaron en el hospital y empezaron a preguntarle sobre el posible paradero de Galaktiónov. Al enterarse de que su amigo tenía las llaves de su piso, le pidieron las suyas, y al día siguiente volvieron para comunicarle que habían encontrado a Galaktiónov muerto en su casa. Al salir del hospital, Nadezhda tuvo mucho miedo a regresar allí. Creía descubrir las huellas de la presencia de los extraños en cada rincón del piso, y en el salón vio los contornos del cuerpo sin vida, marcados con tiza, que los técnicos forenses no se habían molestado en borrar después de hacer las fotografías necesarias. Le daba miedo estar sola en aquel piso, sobre todo por las noches, cuando la asaltaba la idea de que Sasha había permanecido allí varios días muerto.
El corte practicado por el cirujano cicatrizaba mal, tenía muchos dolores, apenas conseguía caminar pero, a pesar de todo, al recibir la citación de Lepioskin, fue a la Fiscalía sin escudarse en su malestar. Salió del despacho del juez instructor humillada y tragándose las lágrimas, mientras su alma rebosaba odio hacia todo el sistema judicial. Durante las tres semanas siguientes no la molestó nadie más, y ahora ante ella comparecía ese simpático joven de ojos negros que, a pesar de los pesares, lograba derretir el hielo y hacerla hablar.
– Usted conocía a Alexandr Vladímirovich desde…
– Hace casi un año ya -susurró ella.
– Me interesa la gente que él le pudo haber presentado o que usted vio a su lado, incluso si no le dijo sus nombres. Sobre todo, aquellos con los que trató en las últimas semanas antes de morir.
– Una pregunta muy extraña -observó Sitova ajustándose la gruesa bata.
La herida no le permitía llevar los pantalones ceñidos ni las faldas estrechas a los que estaba acostumbrada.
– ¿Qué tiene de extraña?
– Lepioskin me preguntó sólo sobre la gente que yo conocía. Cada vez que intenté hablarle de aquellos que Sasha no me había presentado, el juez de instrucción me interrumpía diciendo que mis conjeturas no le interesaban.
«Demonios, cómo se las arregla ese hombre para estropear así todas las cosas -pensó Mijaíl con sorda irritación-. ¿Será posible que las emociones puedan llevar a olvidarse no sólo de las normas elementales del decoro sino también hasta de los intereses de la instrucción?»
– En aquella fase de la investigación era, en efecto, mucho más importante identificar a los que usted conocía con sus nombres y apellidos -dijo Misha en un intento de proteger la buena imagen del juez instructor-, para comprobarlos a ellos primero. Ahora ha llegado el momento de ocuparnos de los demás, de aquellos a los que todavía no se ha podido ni identificar ni localizar. Para esto necesito su ayuda, Nadezhda Andréyevna. Usted era la persona más próxima a Galaktiónov, y si tenía amistades que prefería mantener ocultas, es probable que alguna vez se sincerara con usted.
La actitud de Sitova había cambiado visiblemente. Misha le había dado a entender con toda claridad que reconocía su derecho a considerarse «esposa ilegítima», en contraste con el comportamiento de Lepioskin. Si alguien le hubiese preguntado en ese momento si había amado a Galaktiónov, hubiese contestado, sin vacilar un momento, que sí. Cada uno comprendía y experimentaba el amor a su manera, creía ella, y en su caso el amor significaba una existencia fácil y divertida al lado de un hombre que podía y quería satisfacer sus caprichos, ya fuese el viaje a un balneario de prestigio, ya un trapito nuevo, las entradas para el estreno de una película sonada o las reformas del piso completadas con alguna fantasiosa decoración de interior.
Los amigos de Sasha que había llegado a conocer no eran especialmente numerosos. Algunos aparecían en su casa con cierta regularidad, venían invitados por el propio Galaktiónov, a otros se los encontraban en los restaurantes, con motivo de alguna fiesta o en una rígida cena de negocios. Había unos que parecían existir con el único fin de prestarles los más diversos servicios: les llevaban comida, organizaban las reformas, ayudaban con las reparaciones del coche, iban a buscar los billetes de avión. Era cierto, Galaktiónov no pretendía mantener sus relaciones con estos últimos en secreto. La única diferencia era que a unos se los presentaba mencionando sus nombres, apellidos, y a veces incluso los cargos desempeñados, y en cambio de otros le decía que eran amigos de toda la vida y le daba sus nombres de pila; en cuanto al resto, para dirigirse a ellos los llamaba por motes o les decía sencillamente: «¡Tú!». Y tan sólo en una ocasión…
Ocurrió aproximadamente una semana antes de su muerte, el mismo día en que fue ingresada en el hospital. La fuerte hemorragia se había declarado cuando estaba en el trabajo, pidió permiso para marcharse y se fue corriendo a casa. Al entrar en el piso, se dio cuenta enseguida de que Sasha estaba allí, y de que no estaba solo. En el perchero del recibidor, junto a su cazadora, colgaba un abrigo. Estaba quitándose el abrigo cuando Galaktiónov salió al pasillo y cerró tras de sí con cuidado la puerta del salón.
– ¿Qué haces aquí a esta hora? -le preguntó, y por algún motivo en su voz resonó la contrariedad.
– Me encuentro mal y me han permitido marcharme a casa. ¿Quién está contigo?
– No le conoces -contestó vagamente-. Tenemos que discutir un asunto importante, no entres en el salón y no nos molestes.
Era la primera vez que le hablaba en ese tono, y Sitova se sintió molesta pero no dijo nada, en parte porque la repentina hemorragia la estaba preocupando mucho más.
– ¿Os apetece un café? -le ofreció la mujer.
– No. Se irá dentro de nada.
Sasha retornó al salón y volvió a cerrar la puerta. Nadezhda no llegó a ver a su visita.
Entró en el dormitorio, se quitó el traje que llevaba en el trabajo, se puso la bata y se echó en la cama. Pasado un rato, decidió tomarse un té, se levantó y sintió un fuerte mareo. El malestar fue en aumento, volvió a sentarse en la cama y, haciendo acopio de fuerzas, le llamó:
– Sasha…
Creía que estaba muñéndose. Galaktiónov entró en el dormitorio corriendo. Seguramente ofrecía un aspecto deplorable, porque el hombre se asustó en serio.
– ¿Qué tienes, Nadiusa? ¿Quieres que te traiga algo? ¿Validol? ¿Valocordín?
No pudo contestarle, sólo gimió. Nunca antes le había ocurrido nada semejante y no tenía ni idea de cuáles eran los síntomas de un ataque al corazón. Por su parte, también Sasha gozaba de buena salud, por lo que en casa no había las medicinas adecuadas.
– ¡Nadiusa! -la llamaba él, fuera de sí de miedo-. Vamos, dime qué tengo que hacer, cómo puedo ayudarte, por favor, dímelo…
Galaktiónov salió corriendo de la habitación y a los pocos instantes volvió acompañado de su visita. Nadezhda seguía tumbada con los ojos cerrados, se encontraba muy mal y no los abrió al sentir una mano posarse sobre su muñeca.
– ¿Por qué ha venido a casa? -preguntó una desconocida voz masculina-. ¿Qué es lo que le duele?
– No lo sé -contestó Sasha-. Ha dicho que no se encontraba bien pero lo que tiene en concreto… no me lo ha dicho.
– ¿No será que está embarazada?
– No creo. Hace poco tuvo algún problema, fue a ver al médico, y le dijeron que no lo estaba.
– Nadezhda, ¿me oye? -le habló el desconocido-. ¿Cuál fue el motivo de aquella consulta? ¿Pensaba que estaba embarazada?
Entreabrió los ojos con dificultad y enseguida volvió a cerrarlos. Incluso la luz mortecina del atardecer invernal le resultaba irritante. Al desconocido, se podía decir que no lo vio, y además en aquel momento era lo último que le preocupaba.
– Tenemos que llamar a una ambulancia -dijo éste-. Es muy probable que se trate de un embarazo extrauterino. Hay que llevarla a un hospital cuanto antes. Alexandr, pida una ambulancia, deprisa, deprisa, no se quede ahí parado.
– ¿Acaso es usted médico?
La voz de Sasha, que le llegaba como a través de la niebla, estaba teñida de sorpresa.
– No soy médico pero en nuestra oficina hace poco hubo un caso parecido. Una compañera se empezó a encontrar mal, al principio también pensaron que era el corazón, llamaron a la ambulancia y resultó ser un embarazo ectópico. Luego los médicos le dijeron que, quince minutos más, y no habría llegado viva al quirófano. Cuando el tubo se rompe, la sangre anega la cavidad abdominal. ¡Pero qué hace ahí parado! ¡Corra, deprisa, llame a la ambulancia!
El mareo empezaba a remitir y al cabo de un rato Nadezhda abrió los ojos, pero Sasha estaba solo en la habitación. Después llegó la ambulancia y la llevaron al hospital.
– Dígame una cosa, Nadezhda Andréyevna, ¿iba Galaktiónov a verla al hospital?
– No.
– ¿No le pareció extraño?
– En realidad, no. Sasha odiaba los hospitales y las clínicas, ver a gente enferma le sacaba de quicio. Además, visitar a alguien ingresado en ginecología… hubiese sido como… En fin, no lo sé. ¿Comprende lo que quiero decir?
– Claro que sí. Así que, cuando la ambulancia vino a recogerla, fue la última vez que vio a Alexandr Vladímirovich.
– Sí.
Los ojos se le llenaron de lágrimas pero se dominó enseguida.
– Perdone.
– Vamos a intentar recordar todo cuanto sea posible sobre aquel hombre.
– Pero si no le recuerdo en absoluto. Apenas le vi medio segundo.
– Estupendo, es más que suficiente -declaró Misha con una sonrisa jugándole en los labios-. Empecemos por el abrigo.
– Pero qué dice, no recuerdo nada. Ni siquiera le presté atención.
– Pero ha dicho que al entrar se percató enseguida de que Sasha no estaba solo. ¿Qué pensó en aquel momento?
– Que no estaba solo. ¿Qué, si no, iba a pensar?
– Nadezhda Andréyevna, qué poco se esfuerza -dijo Dotsenko afectando un gesto de reproche-. Si yo, al llegar a casa, veo en el perchero del recibidor un abrigo de señora, me digo: «Mi madre tiene visita porque ESTE abrigo no es de mamá. Pero la que está aquí no es su hermana porque su abrigo es gris y éste es azul. Su amiga, que vive en la casa de al lado, también tiene un abrigo azul pero es un poco diferente, tiene el cuello de piel. En cambio, ESTE abrigo me resulta del todo desconocido». Por supuesto, al contarle así lo que me pasa por la cabeza en ese momento, parece que son pensamientos largos. Pero en realidad el proceso de identificación dura un instante. Intentemos restablecer ese proceso tal como lo realizó en aquel momento. ¿Comprende lo que pretendo?
– Más o menos… -contestó Sitova titubeando-. Entré, vi la cazadora de Sasha y a su lado, un abrigo, y pensé que el abrigo no era de Gosa porque Gosa lleva un chaquetón de piel vuelta.
– ¿Por qué pensó en Gosa?
– Porque si Sasha venía aquí por la mañana, casi siempre traía a Gosa. Gosa es abogado, y Sasha me decía que necesitaban un lugar tranquilo para revisar los contratos.
– Gosa es… ¿Se refiere a Sarkisov, el jefe del Departamento Jurídico del banco?
– Sí.
– Muy bien. ¿Qué pensó luego?
– Creo que… No lo sé. Recuerdo perfectamente que pensé en mi cumpleaños.
– ¿Qué es lo que pensó de su cumpleaños?
– Dios mío, ¿qué importa eso ahora? Pensé que seguramente Sasha se había olvidado de su promesa. Me había dicho que vendría a celebrar mi cumpleaños conmigo y con mis amigos.
– ¿Por qué decidió que se había olvidado?
– Porque cuando participaba en alguna fiesta mía, se encargaba siempre de dar órdenes a Stásik para que trajese comida y licores.
– De manera que, al ver aquel abrigo que no le resultaba familiar, comprendió enseguida que la visita no era Stásik.
– Desde luego que no. Stásik tiene un abrigo negro, y aquél era gris.
– Ya lo ve, Nadezhda Andréyevna, y usted me aseguraba que no se acordaba del color del abrigo.
– Huy -exhaló la mujer sorprendida-. Es increíble lo bien que le ha salido. Ni me he dado cuenta de cómo me acordé. Es cierto, es cierto, el abrigo era gris, seguro.
– Sigamos -anunció Misha satisfecho-. ¿El desconocido era un negro?
– ¿Un negro? ¿Por qué? -balbuceó atónita-. ¿De dónde lo ha sacado?
– ¿Qué pasa? ¿No era negro? -dijo Misha sonriendo con socarronería.
– Claro que no. Era un hombre normal, de típico aspecto europeo.
– Y ahora es mi turno de preguntarle: ¿de dónde lo ha sacado? ¿Por qué ha decidido que era un hombre de aspecto europeo?
– No le entiendo -contestó Nadezhda encogiéndose de hombros-. Tenía aspecto europeo, eso es todo.
– ¿Pero tal vez parecía del Cáucaso?
– No era moreno ni tenía el pelo negro… Mire, de verdad, no sé cómo explicárselo.
– ¿Lo ve, Nadezhda Andréyevna? Usted recuerda perfectamente que ni era moreno ni tenía el pelo negro. ¿Sabe cuál es su problema? Se ha convencido a sí misma de que no se acuerda de nada, de nada en absoluto, y con esto ha bloqueado su mecanismo del recuerdo. Si alguien considera que no es capaz de tocar el violín, ni se le ocurrirá coger el arco e intentar tocarlo, ¿cierto? No sé tocar, se dice, y punto. Su caso es idéntico. Cree que no recuerda nada y que por eso tratar de recordar no tiene ningún sentido. Y, sin embargo, resulta que algo sí recuerda.
Dotsenko empleó todas sus mañas pero, desafortunadamente, el retrato del misterioso visitante seguía siendo difuminado y confuso. Por lo demás, ¿quién iba a esperar que una mujer medio desfallecida se fijase bien y fuese capaz de describir a un hombre al que vio apenas unos instantes? Lo único que Misha logró establecer fue que el hombre tenía una edad entre cuarenta y cinco y cincuenta años, era de estatura media, tenía pelo de color rubio oscuro, no llevaba ni barba ni bigote ni gafas y hablaba sin acento. Prácticamente carecía de cualquier seña particular, toda la descripción se componía de una retahíla de «sin». Imposible encontrarle entre varios millones de habitantes de Moscú. ¿Y si no era de Moscú? Estaban en un callejón sin salida…
«Uno de los cuatro, uno de los cuatro», repetía Nastia Kaménskaya para sus adentros, sentada delante de los resúmenes de los cuatro sumarios robados. El ladrón sólo estaba interesado en uno de estos cuatro casos, los otros no eran más que una cortina de humo. Pero ¿en cuál de los cuatro?
¿El caso del intento de robo de téjanos perpetrado por Dima Krásnikov? Pamplinas. En este caso no había más implicados que el propio Dima. Su expediente no contenía nada interesante ni podía contenerlo. Aunque los datos de la adopción… ¿Habían robado el expediente para acceder a esos datos? Sólo tendría sentido si sus padres fuesen millonarios, dispuestos a pagar un dineral por el silencio. Y, por supuesto, de ser así, esa información no se la hubiese pasado a un mecánico de coches así por las buenas, en respuesta a su solicitud de préstamo. Y una cosa más: de ser éste el caso, el instigador del robo sólo podría ser el propio juez de instrucción Baklánov, puesto que era el único que sabía qué informaciones contenía aquel sumario. Y, entonces, todo el montaje empezaba a resultar desproporcionado. ¿A qué venía robar un sumario para acceder a una información que podía proporcionar el propio juez? Ya, ¿y si no había querido hablar? Pero sí habló cuando dijo que disponía de las informaciones en cuestión. Entonces, de una forma u otra, habría divulgado el secreto. Además, puesto a hablar, no habría dejado de mencionar que un matrimonio de maestros no iba a hacer rico al chantajista. Es decir, esto no se tenía en pie. Sobre todo porque el supuesto interlocutor del juez instructor que había manifestado interés en el caso de Dima Krásnikov y de este modo había «dado nota», debía comprender que estaría el primero en la lista de sospechosos en cuanto el robo de los sumarios fuese detectado.
Conducta antisocial grave. En este sumario no había nada que investigar, el delincuente fue sorprendido in fraganti, lo mismo que en el caso de Krásnikov. El culpable estaba identificado, la policía ya había mandado una «papela» a su lugar de trabajo, de manera que robar el sumario para ocultar el hecho de haber sido encausado no tenía sentido. ¿Con qué otro fin podría alguien necesitar un sumario de conducta antisocial? ¿Para evitar la cárcel? Bobadas. Una causa de conducta antisocial nunca contenía documentos únicos, cuyas copias no estuviesen incluidas en otros expedientes o cuyo contenido fuese irrecuperable. Había un atestado redactado por el servicio de patrullas y vigilancia en el momento de la detención, había testigos.
El parricidio con el consiguiente suicidio del culpable. Este caso, más que ningún otro, jamás originaría pesquisas peligrosas. En un arrebato de celos, el marido acuchilló a su joven y guapa mujer, fue detenido, la empresa en la que trabajaba (una institución altamente respetable) intercedió a su favor, el fiscal apoyó la solicitud, el encausado fue puesto en libertad bajo fianza y al día siguiente se ahorcó en su domicilio. El único interesado en ese sumario se había quitado de en medio. Aunque, bien mirado, todo podía resultar más complicado que eso si se admitía la posibilidad de que el asesinato hubiera sido cometido por otro. De ser así, el verdadero asesino estaría interesado en robar el sumario. Pero, por otra parte, ¿para qué iba a hacerlo? El injustamente inculpado estaba muerto, se le había reconocido como responsable del crimen, para qué iba a molestarse.
Atraco a mano armada a un banco perpetrado por un grupo de delincuentes. Era todo lo contrario a los casos anteriores: el crimen no estaba resuelto, los culpables seguían sin identificar, así que ¿qué sentido tenía robar un sumario que, sencillamente, no contenía nada? ¿O sí contenía? Tal vez incluía informaciones que podían conducir hasta los criminales o que representaban algún otro peligro para ellos, aunque el juez de instrucción no lo hubiese comprendido todavía. Al parecer, el atraco en grupo era el más prometedor desde el punto de vista de los posibles motivos para el robo del sumario.
Nastia suspiró, sacó dos hojas de papel en blanco y escribió en una: «Atraco. Sacarle al juez instructor todo cuanto recuerde de los materiales e informaciones», y sobre la otra: «Asesinato y suicidio. ¿Hay motivos para sospechar que el asesinato no fue cometido por el suicida?».
Descolgó el teléfono y llamó a Olshanski.
– Konstantín Mijáilovich, soy Kaménskaya, buenos días.
– Qué tal, Kaménskaya -le contestó la voz aflautada del juez-. ¿Qué me cuentas de bueno?
– ¿Han abierto el expediente por el robo de documentos y la falta de negligencia grave del juez de instrucción Baklánov?
– Cómo no, claro que sí. ¿Tienes sed de sangre?
– No, quiero plantearle unas sugerencias. ¿Puedo?
– Adelante -le concedió Olshanski magnánimo.
– En primer lugar, hay que prestar atención al atraco a mano armada. Por favor, interrogue a Baklánov y pregúntele sobre todos los materiales que contenía el sumario. Es preciso que se acuerde de todos los detalles, por nimios que sean.
– Discurres bien -la alabó el juez-. ¿Crees que a ese bobo cobarde se le pudo pasar alguna cosa por alto?
– En efecto.
– Vale. Mándame a ese ojitos negros tuyo, me ayudará con el interrogatorio.
– ¿A Misha Dotsenko? ¿Para qué le necesita?
– Me gusta cómo trabaja. Quiero que se encargue del interrogatorio, yo me sentaré en un rinconcito, a ver si aprendo algo.
– ¿Está de broma? -preguntó Nastia molesta.
Detestaba las pullas y cuchufletas, sobre todo si no comprendía su intención. Era cierto que Misha hacía bien su trabajo, ¿a qué venía burlarse del chico? Si en algo se había equivocado, debía haberle ayudado a rectificar, sacarle del error, mostrarle cómo se debía hacer, explicárselo bien, en lugar de montar ese circo.
– Ni remotamente -contestó Konstantín Mijáilovich en tono grave-. Antes era Volodya Lártsev quien me enseñaba todos esos trucos psicológicos. Ahora que no está, me he quedado a dos velas. Necesito aprender a sorberles el seso a los demás por cuenta propia. Qué mala eres, Kaménskaya. Y me miras con malos ojos.
– Se equivoca, Konstantín Mijáilovich, le miro con unos ojos perfectamente normales. Se está quejando de vicio. En cuanto a que sea mala, eso es cierto, pero no creo que usted personalmente haya tenido la ocasión de comprobarlo.
– Venga ya -dijo el juez de instrucción soltando una carcajada-. Lástima que no puedas oírte como yo te oigo, ¡qué voz se te ha puesto cuando me has preguntado si estaba de broma! ¿Pensabas que quería hacerle daño al chico? En tu voz había todo el odio del mundo, tendría que ser sordo para no haberlo captado. Bueno, no te lo tomo a mal. ¿Así que me mandarás a Mijaíl?
– Se lo mandaré -contestó Nastia sobriamente.
Estaba avergonzada.
Después de enviar a Misha Dotsenko a la Fiscalía, se agachó con dificultad y se puso las botas. Recogió las numerosas hojas de papel cubiertas de signos y garabatos que sólo ella sabía descifrar, y se las guardó en el bolso. Mientras Olshanski y Misha trabajaban con la hipótesis del atraco en grupo, Nastia se ocuparía del parricida. Tal vez los policías que habían participado en la investigación del caso podrían contarle algo interesante.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> El calendario de la Iglesia ortodoxa mantiene las fechas del juliano, es decir, trece días de retraso respecto a las fechas gregorianas. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref2">[3]</a> Plato típico de Rusia, hojuelas similares a las crêpes francesas pero algo más gruesas y que, al igual que las crêpes, se sirven con infinidad de acompañamientos, desde salados y picantes hasta dulces. (N. de la T.)