174384.fb2
Supongamos que era un jueves. La noche deun jueves espeso de noviembre; en Buenos Aires, claro.
Desde la nebulosa lejanía, Robert Mitchum echó la última mirada de la noche por la ranura de sus ojos, volteó la cabeza apuntándole a ella con el mentón partido y dijo dos frases definitivas. Después giró y se fue. Recorrió todo el parque parejito como un billar mientras ella lo miraba partir. El traje flojo le caía con la elegancia de un par de medias abandonadas bajo una silla, llenas de vieja pelusa. Pero Mitchum no lo sentía así o no le importaba.
No le importaba nada, en realidad. Pasó un pórtico cubierto de lujosas enredaderas y subió a un De Soto que partió a una leve insinuación de su pie derecho. El auto se fue haciendo cada vez más chiquito y se superpuso la palabra «The end» mientras subía la música.
Fue el primero en dejar la sala. En el vestíbulo, se recostó contra una pared, encendió un cigarrillo acurrucado sobre la llama y luego pitó hondamente para largar el humo con breves golpes de garganta. Esperó que los últimos espectadores se dispersaran en la noche y recién entonces arrojó con mala puntería el pucho al cenicero y salió, calándose el sombrero.
El boletero que apagaba las luces había observado a aquel extraño veterano, flaco, enfundado en innecesario piloto gris, el sombrero echado a los ojos, los gestos estudiados. Era el tercer día que hacía lo mismo: sentarse en el fondo durante la segunda sección de la noche, salir primero luego de ver a Bogart, Cagney o Mitchum en esa semana del cine policial negro y recién buscar la calle cuando todos estaban afuera.
Ahora, mientras cerraba las puertas de vidrio, lo vio caminar Corrientes arriba hacia Callao con el cuello levantado sobre la nuca rala y canosa, la mejilla semioculta tras las puntas de la solapa, las patillas grises y crecidas peinadas hacia atrás, los ojos en el intento de penetrar una niebla imaginaria.
El viejo Bar Ramos parecía una pecera iluminada en la noche. El hombre llegó y se sentó al fondo, en la última mesa sobre Montevideo. Cuando dejó el sombrero sobre la silla, el leve surco rosado que le marcaba la frente humedecida de sudor señaló el rigor de la ropa nueva sobre un cuerpo fatigado, trabajado por el tiempo. Chasqueó los dedos.
Al reconocer ese sonido, la mano de Antonio García que en ese momento cuidaba la caída exacta de una medida de Legui tres mesas más allá, vaciló. La espesa caña manchó el platito metálico, alguna gota salpicó la mesa. Limpió con la rejilla y miró el reloj sin volverse.
Los dedos chasquearon otra vez, a sus espaldas. Sin embargo el mozo se alejó hacia las mesas del otro lado, recogió pocillos y propinas y hasta algún pedido que tiró sobre el mostrador como una gran noticia.
Recién cuando los dedos lo llamaron por tercera vez, allá fue. La rejilla sostenida con el pulgar contra la chapa de la bandeja, los bordes de la chaqueta gastados por el roce de una barba tal vez mal afeitada, siempre tenaz y seguidora como las penas de la soledad.
– Hola -dijo el hombre cuando lo tuvo enfrente-. ¿Estás listo? Esta es la noche, Tony…
– No me digas Tony, te lo he dicho. Estás loco, Etchenique.
– Etchenaik, desde ahora. ¿Qué tal? -y señaló el piloto nuevo.
El mozo se apartó con gesto definitivo, teatral.
– Una ginebra doble, Tony… La última que vas a servir -dijo Etchenaik.
El mozo se fue y tardó en regresar, retenido en el mostrador, luego en el baño. Cuando volvió dejó la ginebra junto a la mano de Etchenaik, que no levantó la mirada de los papeles. Escribía con letra menuda, hacía números.
– Sentate -dijo-. No vas a trabajar más.
– Estás loco… Seguro que te gastaste la jubilación en ese piloto -dijo el mozo con fastidio, falsamente escandalizado.
– Imagen, Tony… Acabo de verlo a Mitchum y es una caricatura. No hay como Bogart, Tony. Sólo Bogart.
– No me digas Tony.
– No seas pavo. En el fondo te gusta. ¿O preferís que te diga ché gallego o mozo o Toñito, como te decían en tu pueblo?
Antonio García se pasó la manga por la frente, apoyó el borde de la bandeja en la mesa, la hizo girar con la palma.
– Arístides dice que estás loco. Estuvo hace un rato ahí, en la mesa de los tangueros, con Expósito, Ferrer y todos ésos. Se rieron de vos… ¿Y sabes qué dice Arístides?
– Me dijiste: que estoy loco.
– Aparte de eso. Dice que ya lo ha leído.
– ¿Que ha leído qué cosa?
– Lo que pensás hacer.
– Lo que pensamos hacer.
El mozo se apartó desalentado pero a los dos pasos volvió:
– ¿Por qué han dicho que ya lo habían leído?
Etchenaik se sobó las patillas grises.
– Están llenos de literatura… -sonrió para sí-. Piensan en el Quijote, tal vez. Pero tendrían que leerlo de nuevo.
– No entiendo.
– Ellos tampoco. No te preocupes, Tony. -Etchenaik dejó de escribir y hacer números, levantó la mirada y lo encaró-. Vendí la casa de Flores y alquilé la oficina en el centro. Tengo guita para un año, tu sueldo incluido.
El gallego meneó la cabeza. No podía creer eso.
– ¿Vendiste la casa?
– Demasiadas habitaciones, demasiados recuerdos… ¿Para qué? Tené en cuenta que estoy solo, Tony.
El mozo miró por la ventana, habló mirando a través del cristal.
– ¿Y por qué me elegís a mí? -dijo en un hilo de voz.
Lorenzo Etchenique, jubilado clase 1912, viudo desde que se acordaba, no contestó en seguida. Esperó que el otro volviera manso, semientregado de la ventana.
– Porque estás solo también, Tony. Por eso.
García asintió desde el fondo de las cejas, levemente.
– No va a durar -dijo.
– Lo que dura demasiado no sirve. O se pudre o es aburrido o se convierte en costumbre. No sirve.
El veterano del piloto nuevo se empinó la ginebra, suspiró:
– Ahora salís y nos vamos juntos. Colgás la bandeja para siempre. En la oficina hay lugar para los dos. Así de simple: el doble de lo que te pagan estos turros.
El otro meneó la cabeza.
– Te crees que es fácil. Pero no para mí. Ni siquiera sé manejar un arma y…
– A vos te van a enterrar con la bandeja y la rejilla en las manos -interrumpió Etchenaik, ya parado junto a la mesa-. Creí que además de porteros y mozos había salido algún torero de su tierra, gallego amargo.
Y el mozo vio que le dejaba una propina lujosa para que le doliera verlo partir, salir sin darse vuelta por Montevideo.
Cuando Etchenaik se fue Antonio García no pudo decir nada. Dejó inclusive el dinero sobre la mesa, el cubito languideciendo en el vaso final y partió a recoger los últimos pedidos de la madrugada. Después fue a la caja, hizo cuentas, comenzó a apagar algunas luces del fondo. A la una y veinticinco salió a la vereda de Corrientes, trabó la puerta y echó una última mirada a las mesas desiertas por la hora y la malaria. Recién entonces volvió al extremo del salón.
Recogió el vaso, y al tomar la guita húmeda vio el ángulo de una tarjeta entreverada entre los billetes. De un solo manotón brusco se metió todo en el bolsillo.
Cuando encendió las luces, mientras cerraba el ascensor, el hombre del impermeable vio las letras negras recién pintadas que resaltaban sobre el vidrio esmerilado, al fondo del pasillo: Etchenaik, Investigaciones Privadas.
Entró. Al dar la luz mortecina provocó un repentino desbande de cucarachas que se perdieron bajo el escritorio viejo, los sillones de cuero comprados de ocasión. Dejó el piloto y el sombrero en el perchero y abrió la ventana a la noche.
Las luces de la Avenida de Mayo llegaban hasta el viejo balcón del tercer piso con un resplandor de brasa que alargaba las sombras. Miró el reloj. Las dos de la mañana.
Se sentó en el escritorio y estuvo un rato manoseando el pisapapeles que no pisaba nada todavía, abriendo y cerrando el fichero sin fichas. Después sacó el revólver y la cajita de las balas del segundo cajón de la derecha. Lo cargó y descargó dos veces, lo envolvió en la gamuza y lo puso otra vez en su lugar. Pero en seguida volvió a sacarlo, se lo colocó en la cintura y anduvo por la oficina a trancos largos, desenfundando de golpe, hablando bajito. Volvió a guardarlo y miró el reloj. Las dos y veinte.
Se sacó los zapatos y los llevó al baño contiguo. Colgó el saco y la corbata en una percha detrás de la puerta, se lavó la cara sin mirarse al espejo, se secó vigorosamente y entró en la otra habitación.
Una mampara de madera separaba este cuarto de la oficina. Había dos camas, tres sillas y una pared llena de papeles y libros desordenados. Sobre una de las sillas, un velador. Etchenaik lo encendió y se recostó en una de las camas. Junto al velador había un viejo retrato de mujer y otro viejo retrato, pero de pibes sonrientes: una nena de trenzas, un chico engominado. Les hizo un guiño y sacó una botella de ginebra de abajo de la cama. Se la empinó y la apoyó a su lado como a un niño.
Después se puso a leer la sexta. Repasó lentamente las noticias policiales. Cada tanto hacía una marca con birome, subrayaba un nombre. En un momento dado se levantó, fue hasta la oficina y volvió con un bibliorato lleno de recortes. Confrontó un nombre, anotó algo, y volvió a la lectura.
Cuando comenzó a cabecear miró otra vez el reloj. Las tres menos cinco. En ese momento sonó el timbre del portero eléctrico y lo sobresaltó.
– ¿Quién es? -dijo sin gritar, la boca pegada al receptor.
– García -gritaron allá abajo.
– No conozco a nadie de ese nombre.
Hubo una pausa fastidiosa.
– Tony, hombre, Tony… -dijo la voz del otro lado.
– Eso quería oír -dijo Etchenaik-. Subí.
Y colgó como quien le pone la tapa a un pedazo de su vida.
La una menos siete. Mientras el sol caía a plomo sobre su rutina del primer sábado de diciembre, Etchenaik se apoyó en el árbol y anotó en su libretita alcahueta. Sabía que había sido un error agarrar aquel laburo de vigilancia pero no tenía ganas de reconocerlo. Además, era el primero. Porque no podía contar el caso del exhibicionista que el gallego abandonó «por principios», no se sabía cuáles.
La una. La una y dos minutos. Listo. Laburo terminado. Tenía hambre, transpiraba hasta por las uñas, los pies eran dos empanadas recién fritas. La fábrica de camisas «Montecarlo» de Monte-sano y Carlovich, en Munro, había estado bajo la experta vigilancia de Etchenaik Investigaciones Privadas durante tres cálidas y prolijas horas. Ya podía irse al carajo por hoy.
Al doblar la esquina comprobó que el sol se había corrido y recalentaba la chapa y los asientos de su viejo Plymouth, estacionado cautelosamente allí. Etchenaik se quitó el saco, suspiró desalentado y empujó el paragolpes con el pie hasta poner el carromato otra vez a la sombra.
Enfrente había un paredón que terminaba en una arcada pintada demasiadas veces y con un cartel: Club Social y Deportivo Defensores de Munro. El paredón estaba cubierto de nombres y dibujos que anunciaban ocho grandes bailes ocho para los lejanos carnavales del '69. Había un payaso con bonete, una chica de tetas desmesuradas dentro de los pedacitos de tela a lunares. El dibujo era malo y no le faltaban acotaciones y chanchadas. El tiempo había semiborrado los nombres de los artistas: La Charanga del Caribe, Donald y otros que no conocía. La puerta del club estaba abierta y ofrecía una húmeda penumbra. Etchenaik entró.
Sólo había dos mesas ocupadas. Cerca de la puerta, cuatro muchachos jugaban al truco como si remataran las cartas a los gritos. Había también un hombre solo en una mesa contra la pared, junto a la máquina pasadiscos. En el centro, el billar cubierto por un hule negro parecía un ataúd descomunal.
El hombre que masticaba algo indefinible con la boca abierta restregó la rejilla sobre el mármol del mostrador, delante de sus codos, y preguntó con un movimiento de cabeza.
– Un vino blanco, frío. Y soda también -dijo Etchenaik.
Mientras le traían la botella empezada y el sifón, sintió la frescura del piso de cemento, el rumor apagado de la heladera, el roce íntimo de las alpargatas del cantinero en la trastienda. Se estaba muy bien allí.
De pronto, en la mesa de los muchachos subió el tono. Hubo un real envido discutido y el desenlace en el truco. Los perdedores se levantaron en medio de una sonora pedorreta.
– Tres fichas, don Pocholo -dijo uno petiso y enrulado.
El patrón buscó en el cajón y se las alcanzó.
– A ver si pones algo bueno -dijo.
El pibe consultó el tablero y colocó la ficha. Se encendieron las luces y hubo un siseo de púa. La música no estalló sino que fue creciendo, un rumor que invadió de a poco la penumbra. Era un tango. La orquesta tenía el sonido rápido y lujoso del '40. Vino una cascada de violines, el floreo del piano y después:
«Trenzas, seda dulce de tus trenzas, luna en sombra de tu piel y de tu ausencia…»
– Este es Triarte con Caló -pensó Etchenaik con la copa detenida en el aire-. Aunque podría ser, también…
Hubo un ruido seco y la música se desinfló como herida mientras se apagaban los colores. El hombre, con el cable arrancado en la mano, los miraba morir…
El cantinero salió de atrás del mostrador y caminó hacia el hombre que permanecía junto al aparato como después de un duelo clásico, una victoria sin gloria contra algo suyo.
– ¿Por qué hiciste eso, Marcial? -dijo desalentado. Y no era una pregunta.
El otro no contestó. Dio media vuelta, volvió a su lugar y se empinó el resto del vino.
En la puerta se oían las risotadas de los muchachos pero él permanecía ajeno a la burla o al reproche. Sólo se dejaba estar frente al vaso vacío y nada más. Ni un gesto.
Etchenaik se acercó y se sentó frente a él.
– Permiso.
Marcial no levantó la mirada ni contestó. El cantinero discutía afuera con los muchachos, se quejaba.
– Tardé en reconocerlo… -dijo Etchenaik-. Usted es Marcial Díaz. Y la grabación es con Maderna; será del '49…
El otro no se movió.
– Del '48 -dijo-. Y váyase.
Tendría alrededor de sesenta años y estaba gordo y cansado. La cara gastada, como si la hubiera expuesto durante años a un viento seco y minucioso.
– ¿Por qué lo hace, Marcial?
– ¿Qué cosa?
Etchenaik señaló el aparato ahora silencioso, el cable roto.
– No se meta, viejo. Déjeme tranquilo. -Marcial se estiró en la silla despidiéndose.
– Es un tangazo -dijo Etchenaik, alcanzándole algo antes de que se fuera-. Y también las cosas con Rotundo.
El otro apenas esbozó una sonrisa que fue una disculpa, una evasiva, y se levantó. Etchenaik lo vio salir, interrumpir el rectángulo de luz como un gran barco escorado de velas marchitas.
Los gritos de la calle se interrumpieron un momento pero en seguida se encresparon en puteadas y maldiciones. Hubo un forcejeo y después el golpe de un cuerpo pesado contra la puerta.
Etchenaik corrió a la vereda y encontró a Marcial caído y a uno de los muchachos tironeándole el brazo.
– Larga, vos -dijo, y lo agarró del cuello.
El otro soltó, lo miró azorado.
– Yo no hacía nada, señor.
Sin hablar, Etchenaik lo levantó en peso y lo tiró contra el árbol más cercano. El pibe pegó la cabeza contra el tronco.
– ¡Eh! ¿Qué hace? ¿Está loco? -eran los otros que volvían.
Antes de que pudiera darse vuelta le cayó encima un flaquito. Lo recibió sobre los hombros, giró y con un brazo lo sentó en un charco junto al cordón. El otro que se venía frenó de golpe y lo puteó mientras retrocedía.
Marcial sonrió desde el suelo.
– Gracias, viejo, pero te equivocaste. No habían hecho nada. Se reían nomás. Le tiré un patadón a uno y resbalé. El petiso me quería levantar.
Etchenaik tuvo ganas de dejarlo ahí, que le salieran raíces en el culo. No obstante le tendió la mano.
– Espera. ¿Esto es tuyo? -Marcial señaló los documentos perdidos en el entrevero, dispersos sobre la vereda.
Entre los dos recogieron los papeles. El cantor se detuvo en una tarjeta, la leyó en voz alta:
– Etchenaik, Investigaciones Privadas. Seguimientos. Pesquisas. Absoluta reserva… -lo miró divertido-. ¿Éste sos vos?
– Ahá… Soy yo.
– ¿Y te dedicas a estas alcahueterías?
Etchenaik le clavó los ojos y Marcial lo palmeó.
– Perdona. Te invito un vino…
– Mi mejor época fue con Maderna, claro -se entusiasmó el cantor. -Pero ha quedado muy poco grabado. Este «Trenzas» que escuchaste y «El milagro», con la letra completa, no como en la versión de Rivero con Troilo. Hay un disco con «Equipaje» de Carlitos Bahr y «Mulatada» del otro lado. En la orquesta de Rotundo también tengo algunos dúos con Enrique Campos… No más de ocho o diez tangos que no se reeditaron en long-play. A veces, como relleno en algún disco de Rotundo con Julio Sosa. Pero no más que eso.
Etchenaik hizo sonar el sifón de soda, pinchó una aceituna.
– Yo tengo un 78 tuyo con Maderna: «Pedacito de cielo» y «De barro». El vals es una cosa muy buena. Tal vez la mejor versión.
El cantor asintió y por un momento fue como si la melodía estuviese ahí, evocada por la memoria de los dos como un secreto compartido.
– ¿Y después, Marcial? Después de Rotundo, ¿qué hiciste?
– Anduve de solista unos años. Por Colombia, Perú, Chile, hasta que vino la malaria. Yo era peronista y después de la Libertadora no me dieron laburo. Tengo una foto con el General en Santo Domingo… Porque yo no soy de los que grabaron la marcha, pero siempre tuve mi corazoncito…
– ¿Te persiguieron?
– Y… jodian. Pero fue con la nueva ola y esas huevadas que todo se vino abajo. Ahí disolví la orquesta y seguí con guitarras. Al final largué, allá por el sesentaidós. En fin… nunca pensé en volver. «No voy a andar dando pena…» -tarareó.
Etchenaik acompañó el tarareo. Bebieron en silencio.
– Ahora tengo algunos rebusques todavía, pero no quiero ni oír las cosas viejas. Me hace mal. Es una cuestión de salud.
– Entiendo, pero creo que no deberías hacer eso… -dijo Etchenaik eligiendo las palabras como si fueran bombones.
El otro levantó el vaso y brindó con un pequeño golpecito.
– Cada uno sabe, ¿eh flaco?
– Cada uno sabe.
Entraron otros tipos, el cantinero se arrimó cansinamente a atenderlos y Etchenaik descubrió que bajo el delantal estaba en calzoncillos.
– ¿Lo conoces de hace mucho? -dijo señalándolo con un golpe de cabeza, sonriendo.
– Suelo venir. Pocholo es un entrerriano bolacero, chismoso… A veces le tiro alguna anécdota y a veces me las cree. Me fía.
– ¿Vos tenés quién te fíe? -siguió Marcial luego de un momento.
– No entiendo.
– Si tenés amigos, digo. Las relaciones al contado son otra cosa.
– Es muy tanguero eso.
– Y qué querés que sea.
Claro que no podía ser otra cosa. Etchenaik se sintió un poco estúpido. No sabía que se iba a sentir peor.
– ¿Vos estás un poco loco, no? -lo apuró Marcial. -Digo por ese berretín de hacerte el detective. ¿Andas calzado?
El veterano entreabrió clásicamente el saco, mostró el bulto.
– No jodás mucho… Mira si te revientan… ¿Alguna vez tiraste, Etchenique?
– Etchenaik, viejo… Etchenaik es mi nombre en el laburo. Y claro que tiré -se ofendió como un detective verdadero.
– Habrás tirado la cadena.
Y rieron juntos. Era algo, después de tres vinos, a las dos de la tarde y con un diciembre que no dejaba respirar.
La voz de Cacho sonó displicente y triunfal. Etchenaik clavaba el mentón en los puños superpuestos sobre el escritorio y hacía fuerza con los hombros y las cejas para encontrar una variante ganadora a ese estúpido final de caballos y peones.
– Tablas clavado, viejo -repitió el cafetero y acomodó los vasitos colocados en bandolera. Nunca abandonaba sus elementos de trabajo cuando jugaba, sentado en el borde de la silla y siempre dispuesto a irse.
– Pará -dijo Etchenaik imperativo.
La mano del veterano avanzó titubeante hasta un peón lateral pero se retrajo, decepcionada. Cacho hizo ruidos con la boca.
Estaban tan metidos en la partida que Tony García tuvo tiempo de sacarse el saco y mirarlos un momento antes de que su socio lo saludara distraído y volviera a intentar con el peón.
Mientras a sus espaldas concluía la batalla diaria y se firmaba un armisticio provisorio. Tony se cebó un mate y fue a tomarlo al balcón. La ventana estaba abierta y la cortina flameaba al aire cálido de las once de la mañana bajo el sol de febrero.
Se apoyó en el hierro descascarado y comprobó cómo, luego de dos meses, el cartel de Etchenaik, Investigaciones Privadas agarrado con alambre al balcón, languidecía entre el brillante acrílico que lo rodeaba. Las estridencias de un bowling y los relumbrones de la pizzería contigua lo relegaban a un segundo plano compartido con la partera de al lado y el pedicuro de más arriba.
Hubo un ruido de sillas adentro. Etchenaik iba del paternalismo a la bronca mal contenida. Cacho amenazaba con futuros triunfos por escándalo. En ese momento sonó el teléfono. Atendió Tony.
– Es para vos -dijo.
Mientras Cacho se despedía, Etchenaik agarró el aparato y se sentó con él sobre las rodillas. Habló durante unos minutos. Su mirada iba, sin ver, de un lado a otro: el piso de largas tablas flojas, los sillones veteranos, el armario lleno de biblioratos con los recortes de su archivo policial armado con los últimos veinte años de «La Razón» y todo «Crónica». Un olor profundo y familiar como su propia cara impregnaba las cosas reunidas ocasionalmente en esa oficina que era casi una parodia literaria, un set de cine.
Colgó y puso el teléfono sobre el escritorio. Tony había hecho un mate nuevo.
– ¿Fue tablas, nomás? -dijo el gallego.
– Sí. Ese turro aprende demasiado rápido.
– Si se enteran en La Academia de que ya no le ganas ni al cafetero te van a prohibir la entrada…
– No levantes la perdiz… Ya no me dejan entrar.
– Mira… No te preocupes -dijo seriamente Tony-. Yo hasta el año pasado estuve entre los cincuenta mejores tableros del Centro Gallego y ahora, hace unos meses, no sé qué me pasa…
Etchenaik cerró con un golpe el cajón donde guardaba las piezas y el tablero. Sonrió. Tony tenía un humor extrañísimo. Era capaz de decir las mayores barbaridades sin que se le moviera un pelo de las cejas. Estaba en mangas de camisa, los pies sobre el escritorio y se pasaba un pañuelo por el cuello y la cara transpirados. Era imposible pensar que alguna vez había estado doce horas metido dentro de un saco blanco.
– Llamó Marcial Díaz -dijo Etchenaik-. Anda en dificultades, nos necesita. Y no me gustó nada lo que me dijo.
El gallego bajó los pies descalzos del escritorio.
– ¿Qué Marcial Díaz, el que cantaba con Rotundo?
– Sí. ¿Te gusta?
– Más o menos… Pero no canta más. Si se murió cuando yo estaba en La Falda, que hubo un homenaje y…
– No. Ese fue Maciel. Este todavía canta. En una cantina de la Boca.
– Ah… -el gallego repuso los pies en el lugar más cómodo. Ahora, sobre un bibliorato-. ¿Y de dónde te conoce Marcial Díaz?
– Lo encontré en diciembre, cuando hacía la vigilancia en la fábrica de camisas en Munro, aquel laburo que no nos garparon. Creo que no te conté cómo fue…
– No.
Le resumió el episodio del bar y el gallego lo interrumpió varias veces para reírse a gusto.
– Ahora anda con problemas -concluyó Etchenaik-. No me entendía bien porque había ruido donde me hablaba, pero creo que tenía miedo de que lo oyeran. Apenas si me avisó que vaya hoy.
– ¿Adonde?
– A la cantina For Export esta noche.
– Olavarría al 600. Tengo un mozo amigo ahí.
Etchenaik no se sorprendió. Lo notable hubiera sido que Tony reconociera no haber oído hablar del lugar o no tuviese un amigo en cualquier boliche entre la General Paz y el Riachuelo.
– ¿Andará en apuros de guita?
– Puede ser. O alguna joda más grave.
Y el veterano no pudo evitar que su expresión se ensombreciera.
Al bajar del Plymouth, Etchenaik miró el reloj. Las diez pasadas. Tony cruzó la calle hacia el local iluminado por largas filas de lamparitas como una comisaría de pueblo y leyó un gran afiche pegado por dentro de la vidriera.
El cartel decía: «Hoy cene y baile en cantina For Export. Comidas típicas. Gran show de música internacional. Alfredo Duggan y su conjunto de Guitarras Argentinas. Hilda Sanders, cantante melódica. Tropical Los Pargas. Anima: Sergio del Rey. Bienvenidos». Y había banderitas de todos los colores.
– Por ahí no labura esta noche -dijo el veterano sin convicción.
– ¿No será el dueño?
Etchenaik recordó al hombre semiderrumbado sobre la mesa del bar, sus síntomas de todas las derrotas.
– Difícil.
El barullo los hizo volver la cabeza. Un contingente de turistas acababa de bajar del micro de un tour y entraba a la cantina entre exclamaciones.
– ¿Y qué hacemos? -preguntó Tony al voleo, distraído en el trasero de una brasileña que brillaba como las escamas de un dorado.
– Entremos. Vos trata de localizar a ese amigo tuyo.
Se acodaron al mostrador mientras los turistas ocupaban las mesas tendidas entre guirnaldas de colores, cabezas de vaca, rebenques, lazos y un retrato de Carlitos que presidía. En ese momento empezó a sonar un malambo que hizo retemblar los vasos.
– No está. Es gente nueva y no lo conocen -dijo Tony.
– Por lo menos comeremos algo.
Se instalaron al fondo, junto a la puerta del baño y bajo una hilera de jamones. Por un rato no hubo novedades. Pidieron ravioles con un litro de tinto. Después, otro medio. Cada tanto llegaba un nuevo puñado de turistas programados.
– Un café y nos vamos, gallego. Ya no pasa nada -dijo Etchenaik a las doce menos cuarto.
– Espera, creo que empieza el espectáculo.
No sólo el espectáculo. Ahí empezaba todo.
Había descendido levemente el nivel de las luces cuando el flaco de saco dorado se encaramó de un saltito sobre la pequeña tarima en el extremo opuesto del local y se presentó como Sergio del Rey. Revoleó el jopo, dijo tres pavadas en portugués y le hizo un chiste a una rubia nórdica y grandota como un muñeco de nieve que ocupaba la primera mesa y tapaba medio escenario. Después dio un paso al costado y presentó a la cantante melódica ¡Hildaaaa Sanderssssss!
La Hilda salió de atrás de una cortinita junto a la tarima y subió los escalones hamacando la melena rubia. Todo se oscureció y un cono de luz la siguió mientras sonaba la música. Sonrió con una hermosa cara de caballo, se inclinó ante los aplausos y al ritmo de la batería tachera comenzó a balancearse dentro de un vestido negro y sin breteles que colgaba de sus pechitos probablemente sostenido con tela adhesiva.
– Mira cómo se mueve la flaca -dijo Tony.
Después empezó a cantar. Costaba reconocer su «Extraños en la noche» versión Pitman segundo nivel. Etchenaik apartó la mirada del escenario y la paseó por las mesas y el mostrador ahora poblado, en la penumbra, por personajes variados. Había un flaco con un enorme vaso de whisky y una barra de hielo adentro, y un petiso veterano de melena gris y engorronada que miraba a la flaca como si quisiera comprarla. Ni rastros de Marcial Díaz. Pero de pronto vio algo.
– Fíjate allá, gallego. En la mesa del fondo.
Tony buscó en esa dirección. Vio la mesa con los cuatro tipos alrededor de las dos botellas de sidra.
– ¿Quiénes son?
Etchenaik movió apenas los labios.
– Pasadores de droga, zona sur.
Tony volvió a mirarlos y ahora sí les vio la pinta de hijos de puta que se le había escapado al principio o acababa de ponerles.
– ¿Y ésos qué celebran?
– No sé si celebran algo. Al de bigotes siempre lo vas a ver con la misma cara. Al turco Kasparian es más fácil verlo desnudo que sonriente.
– ¿Es difícil verlo desnudo?
No hubo respuesta. En ese momento la flaca se jugó en un agudo final meritorio. La gente lo entendió así y la aplaudió para que no insistiera. Tony agarró el brazo de Etchenaik como para irse.
– Pará, que parece una convención… ¿Viste el enano de la barra? -dijo Etchenaik-. Si lo agarras de los tobillos y lo das vuelta, va a parecer El Día del Cartero por la cantidad de sobres que se le van a caer…
Tony García sonrió cansado. Esos alardes de conocimientos prontuariales que solía hacer su socio no lo impresionaban.
– Dejá el inventario de traficantes para otro día. Tengo sueño.
En ese momento, una mujer joven y demasiado pintada salió del baño y sin mirarlo apoyó un codo en el hombro de Etchenaik.
– No se vaya… Alfredo necesita verlo. Disimule.
– No entiendo -dijo Etchenaik sin darse vuelta.
– Alfredo, estúpido…
Pero la chica de los buenos modales no dijo nada más. Un rodillazo en la zona de las nalgas la desplazó elegantemente dos metros por el pasillo hacia la barra… El propietario de la rodilla la atrapó dulcemente por la cintura, le susurró algo al oído con los dientes apretados y por encima del hombro echó una mirada a la mesa como si quisiera disolver las botellas.
– ¿Qué pasó? -preguntó el gallego.
– La chica dice que Alfredo nos necesita, pero el ropero cree que no.
– ¿Y quién es Alfredo?
– ¿Qué carajo sé yo quién es Alfredo? -dijo Etchenaik fastidiado.
El gallego pinchó un raviol frío y notó que la mano le temblaba.
El grandote y la chica que había pasado el hermético mensaje se acodaron a la barra. Ella miraba fijamente el escenario mientras él le acariciaba el oído con frases llenas de dientes.
– Tony, dejá de comer. Esto se pone interesante -dijo Etchenaik.
Con un levísimo movimiento, el veterano le señaló a dos mastodontes que, hombro con hombro, prácticamente ocultaban la puerta del local. Tenían las manos sepultadas en los bolsillos que abultaban como si estuvieran llenos de nueces o de chocolatines.
Cuando Hilda Sanders se quebró en la reverencia final, el público tiró al aire algunos aplausos y la grandota de la primera mesa se paró para darle un beso que la hizo tambalear en una pirueta fuera de programa. Pero los tipos de la puerta no soltaron los chocolatines para aplaudir. Junto a ellos, en la mesa de los hombres de la droga, las botellas de sidra habían quedado enfiladas y solas como palos de bowling.
En eso desapareció la flaca y se hizo una repentina oscuridad. Etchenaik volvió la mirada al escenario y un rayo de luz encontró a Sergio del Rey más sonriente que antes.
– Y ahora, estimado público, el ritmo y la alegría del Trópico, la ternura romántica del bolero en las voces y la personalidad de… ¡Lossss Pargasssss!…
El haz de luz se desplazó hacia la derecha, pero no había nadie allí. El haz fue y volvió, al fin se detuvo en la cortina que temblaba como si forcejearan detrás. De pronto una mano decidida la apartó y el hombre gordo con reluciente peinada a la gomina en el evidente entretejido, smoking negro y moñito rojo, saltó al escenario. Sonrió cruzando la guitarra frente al pecho en un leve saludo y sonaron tímidos aplausos.
Sergio del Rey titubeó. Luego de un momento recompuso la voz y trató de emparchar aquello con la mayor naturalidad:
– Sí, amigos… Es la voz y el sentir de Buenos Aires en la presencia estelar deee… ¡Alfredo Duggan y las Guitarras Argentinas!…
Tony García frunció la cara.
– ¿Pero éste no es?…
– Sí, gallego -dijo Etchenaik empinándose el vaso-. Alfredo Duggan es Marcial. Lo que no veo son las Guitarras Argentinas.
Y no aparecieron hasta bien avanzado el punteo introductorio de «Mano a mano». Pero no entraron corriendo la cortina sino que se levantaron de una mesa lateral con bastante ruido de sillas y subieron desmañadamente al escenario sin ocultar su perplejidad. Recién se acoplaron por la mitad, cuando Marcial decía con soltura aquello de «los morlacos del otario los tiras a la marchanta». Puntearon juntos, rítmicos, y lo sostuvieron con acordes vigorosos hasta el final que el cantor remató débil, a punta de oficio pero sin ganas, como si estuviera allí cantando para parientes cargosos en una fiesta familiar.
Hubo aplausos salteados y sólo la enorme rubia volvió a pararse para pedir a gritos «Adiós muchachos» como si en eso se le fuera la vida.
Pero Alfredo Duggan parecía tener otros planes para esa noche:
– Si el estimado público me lo permite, quiero dedicar este próximo tango a un entrañable amigo que sé que está presente y sabrá comprender el valor de esta pequeña ofrenda musical…
Miró de un modo extraño a la concurrencia, realizó unos simples rasgueos y luego comenzó, destemplado:
«Yo te evoco, perdido en la vida…»
Los guitarreros se miraron desconcertados. Nadie entendía nada. Etchenaik tampoco.
Luego de algunos compases, las Guitarras Argentinas intentaron acordes que sonaron a destiempo, dislocados de aquella vaga melodía que proponía el cantor que se iba solo, anárquico y apasionado por la letra de Cátulo Castillo.
«…junto a un viejo recuerdo que fumo / y esta negra porción de café».
Marcial recorrió con extraño énfasis las estrofas de la primera parte mientras las gotitas de sudor brillaban en su cara, descendían impiadosamente del entretejido. Etchenaik recordó a ese mismo hombre dos meses atrás, acodado a una mesa como a un puente del que iba a tirarse, decidido a no «andar dando pena» en Grandes Valores… ¿Y ahora?
Ahora, nada… El cantor redobló su voz, firme y decidido cuando encaró el tierno estribillo, evocativo de un tiempo que ese puñado de turistas desconocía tanto como el paleozoico o la Rusia imperial:
«Café de los angeliiiiitos… / Bar de Gabino y Casaux / yo te aturdí con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / por Rivadavia y Rincoooon».
Marcial se quedó en la nota larga, la mirada clavada en los jamones que pendían del techo, totalmente jugado.
«¿Tras de qué sueños volaron? / ¿por qué calles andarán»…
Y remató el estribillo vigorosamente. Tanto, que pese a la anarquía que había sobre el escenario, la gente aplaudió con ganas y algún animal golpeteó la botella entre chistidos.
Etchenaik sintió que Tony lo codeaba vigorosamente.
– ¿Qué pasa?
El gallego le señaló la barra, el espacio vacío donde hasta hacía un instante había estado la muchacha amiga de Marcial.
– El urso se la llevó de prepo. Salieron por allá, por la puerta de atrás del mostrador -dijo Tony.
Pero Etchenaik no pudo prestarle demasiada atención. Luego de un rápido bordoneo, una introducción a la segunda que dejó a los guitarreros pagando una vez más, el cantor se tiró de nuevo a la pileta, borroneó una estrofa y se arriesgó a un gallo imperdonable:
«…Betinoti, temblando la vo-oo-oooz».
Hubo risas, algún aplauso irónico y el fervor inquebrantable de Marcial por seguir aquello, cerrando los ojos como para tomar un remedio difícil de soportar.
Entre reiteraciones de letra fue llegando otra vez al estribillo y ahí su voz se esmeró en redondear enfáticamente las palabras:
«Café de los Angelitos… / Bar de Gabino y Casaux; / yo te aturdí con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / por Rivadavia…»
Fueron dos sonidos breves y secos. «Como un corcho de sidra que golpeara el techo», diría después el gallego que los oyó ahí, casi junto a él en la barra. Dos sonidos secos y en seguida un grito. Porque de pronto el muñeco de nieve se irguió allá adelante, giró en el centro del gran chorro de luz con los ojos desmesuradamente abiertos, dijo algo -un ruego, una puteada en dinamarqués o en lo que fuera- y se desplomó sobre la tarima con dos grandes manchones de sangre en medio de la espalda.
Hubo gritos y corridas. Etchenaik se puso de pie de un salto y alcanzó a ver que Alfredo Duggan ya no estaba en el escenario. Sólo las Guitarras Argentinas retrocedían mal guarecidas tras sus instrumentos.
– Gallego -dijo volviéndose.
Pero él tampoco estaba en la silla. Los pies, los zapatos con mediasuela de Tony García tendido junto a la mesa fue lo último que alcanzó a ver antes de que alguien le tirara el Obelisco encima.
Como un pozo, pero no. Como caer en un pozo pero hacia arriba, hacia el techo y tocar fondo y volver a caer. Después, una sensación distinta. El piso dejó de huir bajo su cuerpo pero un número infinito de cucarachas comenzó a llevarlo en andas, lenta pero seguramente cuesta abajo. En un momento dado las cucarachas aceleraron, manoteó el aire -creyó manotearlo- y entreabrió los ojos, unas pesadísimas persianas de garaje. Las cucarachas pararon. Tiraba de una dura cadena y las persianas se movían apenas, dejaban filtrar una luz violenta y blanca como palada de nieve. Bajaba las persianas lentamente y la nieve golpeaba contra la ranura, lo obligaba a levantarlas.
Empezó a sonar música como si alguien machacase acompasadamente una mesa de vidrio con un martillito mientras sonaban lijas, una voz distante de rematador infructuoso. El golpeteo se hizo más fuerte mientras la nieve empujaba las persianas y una figura se iba dibujando al frente. La música fue perdiendo aristas, llenando los golpes de acordes, las voces se destilaron hasta poder reconocer la melodía:
«Qué lindo que es estar en Mar del Plata, / en alpargatas, en alpargatas…»
Etchenaik supo que la música salía de aquel núcleo oscuro que se hamacaba, iba y venía como una gran piedra movediza, equilibrio inestable y musical. Luego tomó contornos más precisos y fue una silla y un hombre grande de camisa verde, sentado.
Etchenaik sintió su cuerpo: estaba tirado en el suelo, boca abajo, con el mentón apoyado en el plano inclinado que iba a morir junto al hombre de la camisa verde, la silla y la música. Aunque podía mantener los ojos abiertos, no quería. Sentía la tentación de cerrarlos y dejarse llevar pos las laboriosas cucarachas que se obstinaban en arrastrarlo hasta el hombre sentado allá, junto a la música que ahora rompía las paredes.
– El ruido -dijo.
Hubo un movimiento imperceptible.
– Te despertaste, cabrón.
Oyó la voz indiferente del hombre que habló sin moverse de su sitio, aburrido como la misma música que descendía ahora, monótona, una lluvia pareja, hinchapelotas.
– Se te escapa el piso. ¿Eh, cabrón?
La voz estaba ahora sobre su cabeza. Etchenaik alzó los ojos pero el pozo comenzó a chuparlo otra vez hacia arriba.
– Me quiero bajar, quiero salir -dijo apoyándose en los codos.
El otro se rió y se alejó hacia la silla. Tanteó el piso, agachándose. Su risa se superpuso a las voces que seguían hablando de patas y alpargatas. Etchenaik levantó la cabeza y sintió que algo venía rodando hacia él con ruido infernal.
La botella lo golpeó sobre la nariz, entre las cejas.
– ¡Chanta! -dijo el de la música.
Fue una espiral de dolor que concentró todo repentinamente en la frente. En ese fuego blanco que estalló como un globo ante sus ojos, Etchenaik encontró el centro ordenador que le puso la cabeza sobre los hombros, los dedos en las manos, el techo en su lugar.
Como si el golpe lo hubiera despertado, abrió los ojos. Entonces vio venir, rodando, otra botella. Pudo esquivarla pero comprendió oscuramente que no le convenía. Abatió la cabeza y esperó, sufrió, controló el golpe contra la coronilla.
– ¡Chanta otra vez! ¡Chanta cuatro, cabrón! -dijo el otro sin entusiasmo.
Sintió que el nuevo golpe confluía con el de la frente y se unían en el centro de la cabeza. De ese centro salía un hilo finito que le hilvanaba los miembros.
– Esto es droga… Los hijos de puta… -pensó.
Con los ojos abiertos, Etchenaik reconoció la pieza estrecha en la que estaba tirado, la mezquina lamparita, el elástico apoyado contra la pared descascarada, la pila de botellas. El grandote se balanceaba en la silla que cubría el hueco de la puerta. Tenía un aire satisfecho o imbécil con su flequillo negro pegado a la frente y la mandíbula acusada como una quilla. La música salía de su mano derecha, donde seguramente estaría oculta la radio chillona. Sonreía mientras chasqueaba los dedos a destiempo.
El veterano giró la cabeza lentamente y localizó a Tony, sentado o tirado con la cabeza ladeada, apoyada en la pared. Su pie izquierdo estaba cerca de la cintura del gallego. Le dio un golpe que lo conmovió. Tony se agitó y no abrió los ojos.
En ese momento, por encima de la música o a través de ella comenzó a crecer una sirena. El grandote silenció la radio con un apretón suave de su puño y abrió la puerta de un tirón. La sirena llenó la pieza como una ola. El matón ocultó la noche con su cuerpo. Por encima del hombro, Etchenaik vio retazos de cielo oscuro, algunas estrellas. Volvió a golpear con el pie.
Por los sacudones de las costillas o por las breves ráfagas frescas que se colaron por la puerta abierta, en un momento dado Tony dijo algo, movió pesadamente la cabeza y despertó. Ya la sirena se disolvía, un punto imperceptible en el tramado de la noche, cuando el hombre se volvió. El gallego quedó un momento perplejo, un paracaidista caído en un gallinero.
Se miraron.
– ¡Loureiro! -gritó Tony García-. ¿Qué haces, Loureiro?
Para el otro fue como si le saltase una víbora entre las piernas. Sacó un revólver y dio un paso atrás, apuntándole a la cabeza.
– ¿Qué hacés vos? ¿Quién sos vos?
– Pero pibe… Loureiro, ¿no te acordás?… -dijo Tony tratando de incorporarse.
– Quieto o te quemo.
Mientras Etchenaik arrimaba los dedos a las patas de una silla cercana, Tony parpadeó, se llevó la mano a la cabeza ensangrentada. Parecía hipnotizado; miraba el revólver y se estiraba como para agarrar una manija del aire.
– Pero pará, pibe… ¿No te acordás de mí?… Antonio García, en el Centro Asturiano…
El grandote dio un paso al frente con el entrecejo ceñido; al segundo paso no oía lo que balbuceaba el otro, y al tercero ya enarbolaba el revólver como para disolverle la memoria.
En ese momento Etchenaik dio un tirón y arrastró la silla violentamente contra las piernas del matón. Fue un golpe zonzo pero exacto en la parte de atrás de la rodilla. El grandote vaciló y se vino en banda con una puteada inconclusa. No había llegado al suelo cuando ya Etchenaik le había tirado dos botellazos. El primero le resultó alto por el apuro; el segundo, de vuelta, le partió la frente y dejó el vidrio más grande del tamaño de una mosca. El matón quedó tendido. No se movió más. Abrió lentamente las manos, la radio se deslizó de sus dedos y comenzó a funcionar.
Etchenaik estaba en cuatro patas, tratando de controlar el vaivén del piso para ponerse de pie. Avanzó gateando por encima del cuerpo caído y se apoderó del arma. Era la suya. La guardó en el bolsillo y apoyándose en la pared se arrimó a Tony, que había vuelto a derrumbarse. Lo zamarreó.
– Gallego, tenemos que salir de acá.
El otro miró a su alrededor, vio la mole a sus pies, la sangre sobre la cara, el pelo pegoteado.
– El pibe Loureiro, mirá vos…
– ¿En serio lo conocías?
– Un mozo del Asturiano, un buen muchacho.
– Seguro -dijo Etchenaik, y le pisó dulcemente la oreja…
Etchenaik se apretó la cabeza con las dos manos y la movió como para atornillársela al cuello. Tony estaba también en cuatro patas y abría y cerraba los ojos. Miró su reloj.
– Las dos y media. Hace más de tres horas que nos plancharon.
– Voy a ver qué es este lugar -dijo Etchenaik.
Gateó hasta la puerta entreabierta y sacó la cabeza. Era una terraza grande y oscura en forma de ele que no daba a la calle, llena de cajones y botellas. Se recostó contra la pared.
– Vení, despertate.
Tony se acercó tropezando y se desplomó junto a él. No se oían ruidos y nada se movía. Sólo el rumor de la radio en el suelo.
Dos gatos sigilosos pasaron sobre sus piernas y se metieron en la pieza. Dieron unas vueltas pegados a las paredes y se acercaron tímidamente al caído. Olfatearon la sangre y salieron. Con una breve carrerita se perdieron en un ángulo de la terraza.
– Ahí hay una escalera. Voy a ver.
Etchenaik se tambaleó hasta donde habían desaparecido los gatos. Al acercarse al borde, se agachó. Era una trémula escalera de caracol que daba a un patio apenas iluminado por una lamparita que pendía entre dos puertas. Una estaba cerrada; la otra, entreabierta. Y alguien se movía en la oscuridad.
– ¿Qué pasa? -susurró el gallego a sus espaldas.
Lo hizo callar con un gesto.
Un hombre de camisa a cuadros y pantalón oscuro salió abrochándose. Desde su posición, Etchenaik vio el pelo ralo hacia la coronilla, los hombros anchos, los brazos largos, simiescos. El hombre avanzó con las piernas entreabiertas hacia la escalera mientras maniobraba con la bragueta. Etchenaik rodó silenciosamente.
– ¡Loureiro! -gritó el tipo con el pie en el primer escalón.
– ¡Atrás de la pared! -murmuró Etchenaik junto a Tony, que lo esperaba acuclillado. -Sube uno.
– ¡Loureiro! ¿Querés una ginebra? -Hubo una pausa larga en la que sólo se oyó la voz de Julio Sosa sobre los techos. – ¡Loureiro, ché! ¿Me oís?
El hombre fue subiendo la escalera de a tirones, emergiendo en la terraza como si creciera del piso.
Pegados a la pared, tensos, húmedos, atontados aún, Etchenaik y Tony, con los oídos ocupados por un tango que hablaba de otra cosa, acechaban sin ver al hombre que ya pisaba el cuadrado iluminado, ya descubría al caído.
Hubo una exclamación, un carajeo sorprendido.
Etchenaik giró y se deslizó, pegado a la pared, hacia la puerta ocupada por el perfil del tipo. Pero fue muy lento. Cuando el otro se dio vuelta lo sorprendió con el brazo aún levantado, enarbolando un revólver que pesaba cincuenta kilos.
– ¡Hijo de puta! -dijo el otro golpeándolo.
El revólver voló. Detrás vino el derechazo al estómago. Etchenaik se dobló y siguió de cabeza hacia adentro de la pieza. Aterrizó al fondo.
– ¿Dónde está el otro? -vociferó el petiso y se volvió de cara a la oscuridad de la terraza-. Salí, turro… Vamos, salí…
Se confió. Dio dos pasos hacia el recodo de la pared y no llegó a hacer nada.
Etchenaik lo vio pasar frente a la puerta, despedido, casi horizontal en el aire. Hubo un grito desesperado, una pausa y el golpe tremendo del cuerpo al caer cinco metros al patio. Después, Julio Sosa como si nada.
Pasaron segundos como gotas de aceite. Nada cambió. Nadie habló. Ningún otro ruido subió desde el patio. No se abrió ninguna puerta, no se encendió ninguna luz. Sosa terminó el tango y empezó otro. Al final apareció Tony:
– Creo que lo maté. Cayó de cabeza y no se mueve.
Tony García estaba en la puerta de la pieza, asustado de sus propias palabras.
– Oíme… -señaló vagamente a sus espaldas-. Te digo que lo maté. Lo encaré como un toro, y lo mandé para atrás… ¿Oíste el ruido? De cabeza cayó… Y son como cinco metros.
Etchenaik se incorporó apoyándose en el otro caído:
– Lo vi pasar -dijo con una sonrisa-. Iba así…
Y cruzó el aire con el gesto de un avión rasante, horizontal. Pero el gallego no estaba para chistes.
– ¿Ése no estará muerto también? -y señaló a Loureiro.
– ¿Éste? Es de los tuyos…
Etchenaik golpeó el cráneo ensangrentado del matón que sonó sólido, macizo, indoblegable.
– En las novelas yanquis los matones suelen ser taños… Pero a nosotros nos toca un ropero galaico, fíjate vos.
– ¿Y dónde viste un investigador de apellido García? -dijo Tony ya agrandado, tratando de hacer girar el revólver en el índice.
– Pará, que está cargado -y Etchenaik le manoteó el arma. Y hubo un golpeteo amistoso, un cruce de derechas contenidas como si fuera la confirmación recíproca de que todo era cierto.
– Vámonos rápido, Tony -dijo el veterano con un ademán preciso, lejano del estudiado repertorio de Bogart.
Bajaron la escalera con cautela, llevando el cuerpo como si se tratara de enhebrar una aguja.
En el patio encontraron al rubio. Había perdido un zapato pero no hacía caso de eso. Parecía muy ocupado en retener entre los dedos algo oscuro que iba formando un charco bajo su cuerpo. Etchenaik metió la punta del pie entre el hombro y el piso y levantó un poco. No era algo lindo de ver.
– Probemos por acá -dijo Tony-. Esto tiene que dar a algún lado.
En el paredón altísimo que cerraba el patio, entre dos tachos de basura y la base de la escalera de caracol, había una vieja puerta oxidada, tapiada con cuatro maderas carcomidas. Sobre la madera y el óxido habían caído muchas manos de pintura que cubrían las junturas, el marco de hierro.
El gallego apoyó el hombro y empujó dos veces. La puertita no se conmovió. Etchenaik buscó algo contundente. Dio la vuelta al patio, miró dentro del baño y al final tanteó la puerta de dos hojas con cortinas a cuadriles. Tony García chistó a sus espaldas.
– ¿Qué haces? Rajemos de una vez.
Lo detuvo con un gesto y adelantó su cuerpo con el revólver extendido hacia la penumbra. Mientras entraba se dio cuenta de que ya no estaba buscando un palo, un hacha o un fierro para romper la puerta. Casi se había olvidado de que tenía que escapar. No imaginó que podría llegar a sucederle eso alguna vez.
Avanzó dos pasos en la oscuridad. Metió la mano en el bolsillo interior del saco y empuñó una linternita. La encendió. Estaba en un breve y pelado pasillo que terminaba en dos puertas. Las dos estaban cerradas. En ese instante hubo una pequeña ráfaga que le enfrió la nuca empapada y movió apenas la puerta de la izquierda. Una barra vertical de luz parpadeó en la ranura y volvió la oscuridad con el chasquido del pestillo. Con un movimiento casi reflejo apagó la linterna y se agazapó. Después de un largo minuto se apoyó en la pared junto a la puerta. Tenía las manos como pescados recién sacados del río. Se las pasó por el pelo, los pantalones. Y decidió probar.
El picaporte cedió a la mínima presión.
Cuando Etchenaik sintió que el pestillo estaba corrido, en un solo movimiento empujó la puerta y se retrajo contra la pared, pegada la sien al marco, el revólver levantado. La puerta fue y volvió. Quedó entornada. No hubo disparos ni gritos. Después de un momento, Etchenaik se introdujo en la claridad de otro pasillo estrecho que se abría hacia la izquierda. Lo primero que vio fue su propio rostro machucado y barbudo en el espejo de marco descascarado; después avanzó por el pasillo y desembocó en una habitación.
No había nadie pero estaba llena de cosas. En la pared del fondo, un armario de madera y un perchero antiguo, de pie, en el que había una gorra y un paraguas. Un espejo grande bajo una lamparita de tulipa blanca que lo hacía brillar, y una repisa con un cenicero lleno de puchos. Había también un paquete de cigarrillos empezado y un vaso a medio llenar. La botella de ginebra estaba tirada bajo el asiento que habitualmente enfrentaría al espejo, pero que ahora estaba en medio de la habitación. Había un par de revistas de historietas caídas junto al sillón.
A la derecha, en un lavatorio chico de una sola canilla, un fino hilito de agua corría incesante sin el menor sonido. El agua había dejado una mancha de óxido sobre el blanco sucio de la pileta. Por una puerta entreabierta se veía el inodoro de un baño contiguo. A la izquierda de Etchenaik, junto a la entrada, y ocupando prácticamente toda la pared opuesta al espejo, había un sofá viejo y despeluchado cubierto en su casi totalidad por una colcha estampada y descolorida que sin duda cubría almohadones raídos.
Pero había algo en el aire, que no era el humo detenido y pegado al techo ni el pesado olor a ginebra que subía por la nariz como un sacacorchos. Algo hacía que Etchenaik no bajase el revólver, lo paseara mostrando el ánima desnuda y negra como un mínimo abismo de muerte.
Dio un paso y luego un salto repentino dentro del baño. Se sintió ridículo apuntándole a las toallas solas y abandonadas, colgadas de las canillas. Con el caño del arma abrió la puerta del botiquín, hurgó entre un dentífrico exhausto y un peine desdentado. Dudó un momento y luego se metió todo en el bolsillo; también un lápiz labial, un cepillo de dientes.
Volvió a la habitación ya más suelto. Bajó el arma y caminó hasta el fondo. Miró la gorra -Tienda Los Vascos, Salta e Hipólito Yrigoyen, Buenos Aires- y el paraguas de Taiwán. Dejó todo en su lugar. El armario estaba cerrado por un candadito. Dio un tirón. Nada. Dio otro tirón; nada, golpeó con la culata, haciendo un ruido que se imaginó terrible. Pegaba una vez y paraba; pegaba otra vez y paraba. Al final saltó uno de los sostenes del candado, astilló la madera y pudo abrir la puerta de un tirón. Había ropa de mujer hecha un bollo, papeles, un afiche arrugado. Lo recogió. Eran tres puntos con cara de bolero pero una pinta orillera que les enmarcaba las melenas como aureola de santo: Los Pargas. Para su contratación, Star Producciones: Galería Roma, local 15, Lomas de Zamora. Era un dato.
Pero algo pasó. Algo, levísimo, ni siquiera un ruido. Un roce apenas o menos que eso. Etchenaik soltó todo, giró con el arma levantada. Algo había cambiado y de pronto supo qué era. Estiró la mano izquierda y de un manotazo hizo volar la colcha del sofá.
No eran almohadones.
La chica llevaba puesto un slip negro y una tira que le tapaba la boca. Tenía los ojos demasiado abiertos y el pelo derramado hasta el suelo era una gruesa pincelada oscura.
La muchacha se arrastró como pudo hasta el apoyabrazos más lejano con las pupilas dilatadas y los labios temblorosos, deformados por la mordaza. Etchenaik vio las muñecas atadas, ese cuerpo cubierto de moretones, machucado por el terror como un animalito acorralado. Y entonces la reconoció. Era la piba que había intentado avisarle algo en el restaurante pero estaba demasiado asustada para entender qué pasaba.
– Tranquila -dijo acariciándole la cabeza-. Te vengo a ayudar.
Ella empezó a llorar. Etchenaik la cubrió con la colcha, sacó el cortaplumas y cortó el pedazo de cuerda que le había marcado las muñecas. Lo que la amordazaba era su propio sutién apretado salvajemente contra las comisuras de la boca abierta. Lo cortó también y le masajeó las mejillas. Ella se dejó caer sollozando y Etchenaik la reclinó contra el sillón.
– ¿Qué tal ahora?
La chica asintió con los ojos cerrados, respirando entrecortadamente. El veterano fue al baño y trajo un vaso de agua.
– Gracias -articuló ella, moviendo la boca como si los sonidos fueran chicles que se masticaran para luego escupirlos.
Etchenaik se sentó en el apoyabrazos.
– Gracias a vos también. Ahora ya pasó todo.
La muchacha no contestó. Se frotaba las muñecas y gemía débilmente.
– Quédate así. Cuando estés bien nos vamos. ¿Crees que vas a poder andar?
Ella dijo que sí y señaló el armario.
– La ropa -susurró.
Etchenaik agarró la ropa que antes había revisado, y también un par de sandalias rojas. Las dejó junto a ella.
– Te ayudo -dijo.
La piba se sentó como pudo y él le puso la camisa. Ella sonrió apenas. La llevó hasta el baño, le lavó la cara, la dejó sola para que terminara de vestirse.
– ¿Qué pasó con Marchese y el gallego? -preguntó al salir.
– El de la camisa a cuadros se comió las baldosas del patio; el otro duerme arriba con la cabeza rota. ¿Había alguien más?
– Creo que no.
Etchenaik se paseó por la pieza, hurgó bajo el sillón, pateó las revistas… No había nada más allí.
– ¿Cómo te llamas?
– Chola. Chola Benítez… -Y se animó a ir un poquito más lejos. – ¿Sabes qué pasó con Alfredo?
– No. En el momento de los tiros me desmayaron y no desperté hasta hace un rato, en la terraza… ¿Qué lugar es éste?
La chica se encogió de hombros.
– ¿Sos amiga de Alfredo?
Ella asintió, se le escapó otro sollozo.
Etchenaik comprendió que no era el momento para preguntar nada. La tomó del brazo para ayudarla a levantarse.
– Vamos ahora -dijo-. Hay que irse de acá.
Cuando la piba levantó la mirada dio un grito.
Etchenaik giró con el arma amartillada. No llegó a disparar: Tony García estaba parado en el marco de la puerta con un hacha en la mano.
– ¿Tenés para mucho? La salida del fondo ya está abierta…
Chola los miró alternativamente sin entender.
– Vamos a salir por atrás -explicó Etchenaik-. Puede haber vigilancia en la entrada.
– ¿Es de noche?
– Todavía sí. Deben haber pasado cinco o seis horas desde el tiroteo.
– No puede ser -dijo Chola-. Yo estuve en otro lugar y había luz cuando me trajeron acá.
El veterano se volvió al espejo y tanteó la barba crecida, entendió la sensación de hambre.
– Todo un día planchados -murmuró.
Chola se aferró al brazo de Etchenaik.
– Vamos, por favor, tengo miedo de quedarme acá.
– Sí. Vamos ya -dijo Tony balanceando el hacha.
Salieron. En el patio la chica se detuvo junto al caído, los ojos entrecerrados como si mirase el sol.
– Éste es Marchese -dijo sin odio.
En ese momento Tony echó una puteada. Alguien había terminado de abrir la puerta rota a hachazos.
– Ese hijo de puta se escapó… -gruñó. Y corrió hacia la escalera.
Se oyeron sus pasos en la terraza, los insultos. Regresó en cuatro saltos, con toda la amargura.
– Rajemos ahora. El muy bestia reaccionó y se fue.
Atravesaron la puerta y se encontraron en el patio de un conventillo. Un perro ladró y se acercó amenazante. Etchenaik le tiró una patada y caminó hacia la salida, un pasillo entre dos altas paredes de lata iluminado por un foquito miserable. La chica fue tras él mientras Tony se retrasaba un poco.
– Guarda al salir.
El veterano agarró a la chica de la mano y abrió la puerta.
Hubo un estallido y la chapa sonó junto a su cabeza. Otro disparo se clavó a sus pies. Se agazapó y disparó dos veces hacia donde se habían encendido los fogonazos, en la vereda de enfrente.
– Vamos, gallego… Hay que salir o nos revientan.
– No estamos lejos -dijo Chola-. Creo que es una cortada que da detrás de la cancha de Boca. Por aquel lado deben estar los baldíos de Casa Amarilla.
Etchenaik se volvió a los otros dos:
– No hay para elegir. Salimos de golpe y corremos hacia la izquierda. Hay que tirar mucho, Tony. No creo que sean más de tres. Vamos.
Abrió la puerta de una patada y se arrojó hacia adelante disparando. La chica lo siguió. Hubo dos tiros desde la misma vereda y Etchenaik, sin dejar de correr, se acercó a los árboles del cordón. Fue Tony García el que contestó desde el umbral. Tres tiros muy rápidos, casi nerviosos, y una sombra se derrumbó detrás de un árbol. Tony salió a la calle y disparó ahora contra la vereda de enfrente y nadie contestó. Corrió entonces hacia la esquina pero una bala zumbó sobre su cabeza y lo hizo meterse en un zaguán. Etchenaik había desaparecido con la chica flameando a su lado en la esquina que ahora parecía inalcanzable, veinte metros más allá.
Por un momento volvió la calma. Se oyó el ruido de alguna ventana que se abría, gritos más allá. Una voz se alzó, enardecida:
– ¡Al otro, boludos!… ¡Que no se escape el otro con la mina!
Dos sombras se desplazaron ágiles entre los árboles de enfrente. Instintivamente, Tony disparó otra vez y luego gatillo en falso. Pensó que la cosa ahora sí se complicaba.
Pero en ese momento hubo un chirriar de frenos en la esquina y un Peugeot se cruzó de cordón a cordón sin dejar de acelerar. Enderezó como pudo y salió por el centro de la calle.
– ¡Tony! -dijo Etchenaik sacando la cabeza por la ventanilla.
– ¡Arriba!
El gallego se lanzó hacia adelante mientras el auto clavaba los frenos, cordoneando con las ruedas traseras. La puerta abierta se agitó como un ala desasida y golpeó contra el árbol. El vidrio estalló. Cubriéndose la cara, Tony se zambulló por el hueco, las piernas le quedaron colgando y pataleó para ponerse a salvo cuando ya Etchenaik había vuelto a acelerar y las chapas del Peugeot eran penetradas una y otra vez por los balazos que cruzaban la calle desde todos los ángulos.
Acostado de panza en el asiento, Tony intentó cerrar la puerta sin éxito. El impacto había deformado la chapa. En ese momento doblaron a la derecha y la chica dijo:
– Apurate… nos van a seguir.
Etchenaik aceleró y el Peugeot saltó hacia adelante. Pasó una bocacalle, otra más. Ya no había disparos.
– Creo que los jodimos -dijo con una sonrisa transpirada y sucia.
El gallego giró la cabeza.
– Parece que no nos siguen.
– Sí. Nos van a seguir a cualquier parte.
La chica habló y luego se dejó deslizar por el asiento hasta que su cabeza quedó por debajo del nivel del respaldo. Suspiró.
El veterano puso la mano sobre el pelo despeinado. Sonrió levemente sin volverse.
– Tranquilízate. Tenemos mucho que hablar.
Llegaron a la esquina del río y el auto se inclinó chirriando sobre los adoquines hasta enderezarse a dos metros del borde del agua. Etchenaik volvió a acelerar.
– Vos, Chola, te venís con nosotros. Hay que buscarlo a Alfredo -dijo con naturalidad, como si todo lo que pasaba fuese algo rutinario; Alfredo, un amigo entrañable; la piba, una desvalida típica de esas novelas que tanto conocía.
El primero que gritó fue Tony:
– ¡Guarda!
– ¡Cuidado! -dijo la chica.
El colectivo 64 apareció de pronto, como si surgiera del río con los faros encendidos. Etchenaik viró todo a la izquierda y mientras el otro pasaba zumbando comprendió oscuramente que había poco que hacer. Consiguió corregir para no irse al agua pero al tocar el freno el auto se despegó del suelo y giró sobre sí mismo. Salió hacia adentro, cruzó toda la calle y Etchenaik vio cómo se iba de costado contra el mástil de la Vuelta de Rocha. El auto golpeó de lleno y se levantó como para darse vuelta; estuvo un momento interminable en equilibrio y finalmente cayó parado sobre las cuatro ruedas.
Cuando Tony salió, gateando, del auto, ya la chica y Etchenaik estaban afuera. Ella se apretaba el hombro y él tenía un tajo en la frente.
– ¿Te lastimaste, gallego?
– Creo que no. Pero casi no puedo apoyar el pie.
Etchenaik vio que el pantalón de Tony estaba roto a lo largo de la pantorrilla. Se veía la media manchada; el zapato se estaba llenando de sangre.
– Hay que rajar de acá -dijo mirando para todos lados.
La piba estaba indecisa, le preguntaba con los ojos.
– Yo me quedo con él. Vos ándate -dijo el veterano.
Hurgó en su bolsillo y sacó billetes arrugados, una tarjeta manoseada:
– Toma, que te van a hacer falta… Y llámame mañana. No falles.
Chola sonrió por primera vez.
– Gracias -dijo.
Dio media vuelta y echó a correr hacia Caminito que brillaba iluminado en la noche como un escenario vacío. Etchenaik la siguió con la mirada hasta que un hombre apareció junto a él y le habló al oído:
– ¿Necesita ayuda?
Eran varios parroquianos del bar de enfrente. Uno observaba los agujeros de bala en la puerta del Peugeot y codeaba ostensiblemente al que lo acompañaba.
– Llame a la policía, al Comando Radioeléctrico -dijo Etchenaik.
Sonaron dos disparos. Lejos, no eran para ellos.
Etchenaik giró la cabeza y la vio. No se había alejado ni cien metros. Estaba como detenida en el aire, como si hubiera chocado contra una pared de vidrio. Entonces, desde el extremo opuesto de Caminito dispararon dos veces más. La figurita se conmovió como si tropezara y se desplomó hacia adelante. Al fondo de la calle, un auto se alejó.
Etchenaik se incorporó y corrió como pudo. Pocos metros antes de llegar al lado de ella dejó de correr. Se detuvo junto a sus pies. Chola también había perdido los zapatos. Casi siempre los pierden.
El patrullero llegó tres minutos después y se detuvo con ruido de frenos y todas las luces encendidas. Un oficial bajó de un salto al mejor estilo televisivo, lanzó la puerta hacia atrás y se vino cansinamente, las piernas separadas, el mentón adelantado y la mano distraídamente sobre la pistola reglamentaria. Detrás, tres policías se abrían en abanico haciendo secos ruidos con sus armas.
– ¿Qué pasó acá? -dijo el oficial indicando vagamente el cadáver.
– La mataron desde un auto. Veníamos juntos… -Etchenaik se llevó la mano al bolsillo.
– Quieto.
Repentinamente, la 45 apareció en la mano del policía.
– ¡Oviedo! -gritó volviéndose apenas. Señaló a Etchenaik con un golpe de cabeza-. Desnúdalo.
Un cana chiquitito y lampiño se acercó por detrás y le toqueteó toda la ropa, de la nuca a los tobillos. Sacó el revólver, los documentos. Hizo una bolsita con el pañuelo manchado de sangre, puso todo allí y se lo alcanzó al otro.
– Cuídamelo un momento -dijo el oficial haciéndose a un costado y metiendo la pistola entre el cinturón y la barriga.
Caminó hasta ubicarse bajo el foco y revisó los documentos. En un momento dado levantó la mirada.
– Etchenique -dijo-. Los tipos como usted son divertidos pero joden. Además, estas tarjetitas no dicen nada… No crea que se la va a llevar de arriba. ¿Tiene testigos?
– Cualquiera de los que están en ese bar. Veníamos rápido porque teníamos unos tipos encima; hice una maniobra brusca y chocamos contra el mástil. Le dije a la chica que siguiera sola porque yo tenía que ayudar a mi socio, que no podía andar. Me entretuve con él y otra gente cuando sonaron los tiros. Le dispararon de allá, pero no llegué a ver el auto. Y si me permite, le voy a hacer una sugerencia…
– Guárdesela.
El oficial se volvió al otro agente, que estaba arrodillado junto al cadáver de la chica.
– No toques nada, Gómez. Alcánzame la cartera.
Había algo de obsceno en el modo displicente con que metía la mano entre las pequeñas intimidades, los papelitos, el lápiz de labios, un pañuelo húmedo todavía.
– Escúcheme -dijo Etchenaik irritado-. Esto tiene que ver con…
– Gómez -dijo el oficial sin prestarle atención-. Vení, mira este documento.
El otro se acercó. Juntaron las cabezas. Se miraron. Sonrieron apenas. Sonrieron definitivamente.
Volvieron a sonreír.
– Un quilombo menos, Bertoldi.
El oficial miró el cadáver casi con agradecimiento. Se restregó las manos.
– Prepare un lindo verso, alcahuetón -le dijo a Etchenaik sin mirarlo-. Tiene diez minutos para preparar algo más o menos creíble. Vamos.
Habían llegado otros dos patrulleros. Algunos policías tomaban declaración a los testigos mientras otros llenaban al Peugeot de marcas de tiza. El pobre Tony estaba sentado en el mástil, junto al busto de Brown. De ahí lo levantaron para meterlo esposado en el asiento trasero de un patrullero con un policía de civil junto a él.
En seguida entró Etchenaik, por la otra puerta, con las mismas esposas y con un guardián parecido. Después subió Bertoldi con un portazo triunfal y se pusieron en marcha.
– Oficial -dijo Etchenaik-. Quiero hablar con el inspector Macías.
– Déjeme de joder.
Y ni se dio vuelta.
Cuando Etchenaik entró a la oficina arriado por el agente que lo dejó frente al escritorio, el comisario Cittadini no levantó la mirada de sus papeles.
El reloj de pared marcaba las seis y media. Por la ventana entraba una claridad sucia pero nítida. Hacía rato que el sol borroneaba las paredes pero el veterano recién veía la luz del día. La celda donde lo habían encerrado no tenía ventanas y tampoco la habitación donde un oficial de modales corteses le embadurnaba los dedos después de hacerle contar por tercera vez su versión de la historia.
Pasaron algunos minutos. El comisario siguió leyendo cuidadosamente los folios que tenía frente a sí. Cuando terminó, observó al hombre parado ahí con aire perplejo y maltratado. Carraspeó levemente y retornó a algunos pasajes de las primeras hojas. Hizo varias marcas con un lápiz rojo de mina gruesa y finalmente dejó todo a un costado con un suspiro. Lo miró.
– Todo esto no sirve para nada, Etchenique. Un chico hubiera inventado algo mejor. Qué le parece si lo rompemos y…
Etchenaik amagó interrumpir pero el comisario se adelantó:
– Ya fuimos a la casa y encontramos lo que teníamos que encontrar: la puerta trasera destrozada y algunas luces encendidas. La gente del conventillo dice que escuchó algunos tiros pero nadie vio nada. Eso es lo de menos… Lo increíble es lo otro: según esta declaración, usted y García estaban en el For Export la noche que balearon a la Ewle Schock… -miró los papeles- Schocklhum o algo así… Pero nadie los vio allí.
Con un gesto, Cittadini acalló el nuevo intento de Etchenaik por contestar.
– Además, además… -y golpeó el escritorio-. Nos quiere hacer creer que alguien lo golpeó justo cuando empezaban los tiros, que se despertó recién esta madrugada, drogado por gente que no conoce ni sabe por qué lo retiene…
Hizo una pausa. Se había ido calentando insensiblemente y estaba al borde de la puteada:
– ¿Pero usted se cree que somos giles acá? -reventó.
Etchenaik conservaba una rara dignidad o acaso era la mezcla del cansancio y la rigidez que se había impuesto como actitud. Por esta vez no dijo nada, no amagó siquiera.
El comisario volvió a los papeles, revisó al voleo:
– Y acá empieza lo lindo… Se escapa, libera a la chica como un cowboy, roba y destruye un auto, hay un muerto que no aparece por ningún lado y todo termina mal, como el carajo más exactamente… Y lo más increíble es que parece no saber que Herminia Benítez, esa Chola que nombra, es la mujer buscada por el asesinato del For Export desde hace dos días.
– ¿Quién dijo que fue ella la que tiró? -saltó Etchenaik.
– No disparó ella.
– ¿Quién tiró, entonces? Fue desde la barra.
Cittadini se paró y dio la vuelta al escritorio. Acercó su cara a la del veterano.
– En el cajón tengo doce declaraciones coincidentes: el que disparó se llama Alfredo Duggan, un cantor de tangos amigo de la Benítez que trabajaba en el local. Si hubiese estado realmente allí esa noche lo sabría.
– No vi quién disparó -dijo Etchenaik con cuidado-. Pero Duggan no fue. Estaba cantando en ese momento, en el escenario y a dos metros de la gorda.
Se hizo una pausa. El veterano prosiguió.
– ¿Hay doce declaraciones no más? ¿Y el resto? Si estaba lleno.
Cittadini dio una vuelta teatral alrededor de Etchenaik. Lo tocó varias veces con el índice en el esternón, las costillas, la espalda. Etchenaik mantuvo la vista al frente, fija en el minutero que barría perezosamente el cuadrante del reloj.
– Es joda esto -dijo el comisario sin énfasis-. ¿Quién hace las preguntas acá?
El comisario siguió girando en torno a Etchenaik como un obstinado e impaciente carnicero:
– Yo mismo verifiqué, a la media hora del crimen, el operativo de subir a todo el mundo a los celulares -enfatizó empujándose el esternón-. 37 turistas, entre europeos y brasileños, y 12 argentinos, contando al dueño y los mozos…
– En media hora se puede arreglar todo -porfió Etchenaik-. Sacar gente, agregar otra… ¿Qué pasó con los turistas?
– Eran gente de un tour. Se fueron ayer mismo a la mañana. La mujer que murió viajaba sola y estamos estudiando la documentación a través de la embajada… Ahora, muerta la Benítez, sólo nos falta encontrar a Duggan. Y usted puede ayudar mucho.
– Yo sé lo que está ahí escrito. Ojalá pudiera declarar otra cosa.
Cittadini se contuvo una vez más.
– Mire, Etchenique… A usted lo embalurdaron con algún cuento rato. Por ahí no tiene nada que ver, pero deje de hacer un papel que no le cree nadie. ¿Va a seguir diciendo que no conocía a la Benítez?
– Ya le dije: lo que está escrito ahí.
El comisario volvió a su lugar y se sentó. Era un cana reposado, de no más de 45 años, con una dosis de paciencia mayor a la habitual en gente de su oficio. Pero esa mañana estaba desde las cuatro en el baile de un nuevo asesinato, el segundo en 48 horas después de meses de quietud, y cuando parecía tener todas las puntas del asunto aparecía un tozudo imbécil que lo mezclaba todo.
En ese momento entró el sonriente oficial Bertoldi y se acercó al escritorio.
– El informe de Dactiloscopia, señor -puso un sobre encima del cartapacio. – Las huellas coinciden, señor.
– Ah, muy bien, muy bien… -asintió Cittadini-. Ahora tráigame el arma, Bertoldi.
El oficial hizo sonar gratuitamente los talones y partió como si le hubieran llenado el pecho de medallas.
Etchenaik vio que el comisario barajaba los papeles y se desentendía de él. Se sintió cansado, dolorido, con ganas de abrir la puerta y empezar a caminar. Pensó en el gallego. Iba a preguntar algo cuando volvió a entrar Bertoldi. Dejó otro sobre y salió. Cittadini sólo le dedicó un movimiento de cabeza.
– Ya está todo claro -dijo-. Apenas faltan detalles, cabos sueltos que vamos a atar ahora, entre los dos. Tenemos el arma -abrió el sobre y la sacó, tomándola por el extremo del caño-. Las huellas dactilares coinciden con las de la Benítez y hay otras que deben ser de Duggan, sin duda. Están los antecedentes de ella en cuestiones de drogas…
– ¿Y por qué iban a matar a esa gorda? Una turista en pedo que lo único que sabía era pedir «Adiós muchachos»…
– No sé lo que sabría de castellano, pero en un bolsillo interno de la cartera había droga como para hacer volar a una manada de elefantes.
– Seguro que era el único bolsillo donde había droga.
– Exactamente.
– Esa gente trabaja rápido.
– Pruebas -dijo Cittadini con calma.
Etchenaik fue el que se impacientó ahora.
– Es una cama bien tendida. Había una asamblea de traficantes esa noche pero la droga la tenía una turista caída de casualidad en un tour… La policía de Avellaneda o la de Lanús pueden identificar a cualquiera de esos testigos que acusan al cantor y a la chica.
Cittadini lo escuchó impasible. Colocó la mano sobre los papeles y la fue cerrando hasta que los nudillos blanquearon. Las hojas se arrugaron bajo su mano. Se levantó una vez más y fue hasta la ventana. Miró el cielo gris, las chapas podridas del conventillo que daba a los fondos de la comisaría.
– ¿Sabe por qué tengo tanta paciencia con usted? -preguntó.
Etchenaik no sabía por qué tenían tanta paciencia con él. Tampoco creía, en el fondo, que tuvieran mucha paciencia en realidad, pero no era el momento de decirlo. Ni la hora. Ni el lugar.
– Lo podría hacer pudrir quince días incomunicado -amenazó Cittadini-. ¿Sabe por qué no lo hago?
– No.
– Tiene suerte, Etchenique. El inspector Macías está en el caso y me pidió que no lo toque aunque no colabore. Aunque oculte los hechos, encubra sospechosos. En fin… Es joda esto.
– No soy el único que hace eso de encubrir gente -se jugó Etchenaik-. ¿Cómo puedo confiarme largando cosas y nombres cuando me han querido quebrar el cuello, mataron a dos minas inocentes y tal vez a alguien más, y la policía se traga todo… ¿Cómo apareció el arma, por ejemplo? ¿Ese es el revólver que disparó?
El comisario no se tomó el trabajo de contestar. Agarró el sobre amarillo del que había sacado el arma, lo tomó por un ángulo e hizo caer dos pequeños objetos metálicos sobre el cartapacio. Rodaron un poquito y quedaron detenidos junto al cenicero. Eran dos cápsulas vacías de 38.
– Éstas son las cápsulas de los plomos que tenía adentro la dinamarquesa. Y las disparó este revólver. Y este revólver estaba en poder de la Benítez.
– ¿Ella andaba con eso encima?
– En la cartera.
Etchenaik hizo una mueca de asco.
– Es increíble la cantidad de cosas que pueden llevar las minas en la cartera. Esta piba parece Alberto Arenas, el del tango… Anda con todas las pruebas encima.
Hubo una pausa. Había que decirlo de una vez, porque era como una gota pendiente, semiderramada. Y Etchenaik lo dijo:
– Alguien lo puso ahí. El revólver, digo.
– Basta -la voz de Cittadini volvió a temblar.
Etchenaik movió la cabeza con desaliento.
– Y hasta me imagino quién la puso ahí. El oficial ese está muy interesado en que el partido termine rápido. Por eso no hablo más… Si hasta usted parece que se cuida, como si le tuviera miedo a Bertoldi que…
Pese al esfuerzo que hizo Cittadini desde el otro lado del escritorio para calzarlo en el mentón, el puñetazo llegó abierto, muy abierto. Etchenaik recibió el golpe sobre el pómulo, de abajo hacia arriba, y trastabilló. El escritorio tembló por el cimbronazo y el mástil que estaba en un extremo rodó por el piso. El salpicón de tinta negra dejó las manchas vibrando sobre el papel impecable, lo chorreó, corrió hasta gotear desagradablemente en el suelo.
Etchenaik se dejó caer en el sillón.
El comisario permaneció un momento turbado junto al escritorio. Después se agachó rápidamente para recoger el mástil. Antes de colocarlo en su lugar lo frotó cuidadosamente con el antebrazo. Enderezó el tintero, estrujó indiscriminadamente los papeles manchados y arrojó todo al canasto a sus espaldas. Se sentó. Sacó un cigarrillo y lo encendió; echó humo largamente.
– ¿Quiere fumar?
Etchenaik no contestó. Siguió tocándose la cara.
En el reloj eran las siete y cinco. La aguja del minutero dio varias vueltas más antes de que, luego de toser secamente, el comisario Cittadini dijera, con un tono que quiso ser casual:
– Supongo que Macías tendrá sus razones. Por mi parte, hagamos de cuenta que empezamos de nuevo. Acabo de tirar al canasto algunos papeles; entre ellos, su declaración. Le aviso que si no colabora es muy simple saltearlo: no existe y listo.
Hubo otra pausa.
– ¿Terminamos ya? -dijo Etchenaik.
Cittadini no alcanzó a contestar. Una sombra ocupó el vidrio esmerilado y un segundo después el hombre estaba adentro:
– Buenos días, señores.
– Buenos días, inspector.
Cittadini separó las nalgas del asiento y extendió la mano. El que había entrado la apretó firmemente pero con aire distraído, la mirada fija en el hombre que permanecía derrumbado en el sillón.
– Cómo te va, Etchenique…
– Qué haces.
El inspector lo miró un instante, como esperando algo más, y se volvió al comisario.
– Acabo de hablar largo con Bertoldi. No sé qué opinará usted pero creo que hay que tirar todo y empezar de nuevo.
Cittadini abrió mucho los ojos.
– Sin duda -dijo-. Por supuesto.
Macías sonrió. De pronto comenzó a dar largos pasos en uno y otro sentido de la oficina, como si estuviera midiendo un campo a zancadas. Era un colorado bajo y desprolijo. El saco de su traje de un gris indefinido le colgaba de los hombros como si estuviera en el respaldo de una silla. El nudo de la corbata pendía a la altura del segundo botón de la camisa entreabierta y mientras caminaba no dejaba de hacer algo con sus manos llenas de pecas.
– ¿Y el testimonio de este hombre? -dijo deteniéndose bruscamente.
– Incompleto, un disparate… Tengo la certeza de que oculta algo o a alguien.
Macías largó una carcajada llena de ironía.
– Hay que entender a estos tipos, comisario -dijo señalando al veterano como un guía que muestra los animales raros del zoológico-. Los detectives de las novelas policiales, como éste, se toman muy en serio su trabajo y tiene un código muy estricto de lealtades. Son capaces de dejarse golpear y algo más con tal de no decir el color de las medias o el nombre del sobrino del que llaman su cliente… ¿No es así?
No esperaba una respuesta. Etchenaik tiró la ceniza y lo miró desde detrás del humo.
– Bueno… -prosiguió el inspector y golpeó las manos como si algo importante estuviera por comenzar-. Este hombre viene conmigo, y su compañero también. Ya le dije a Bertoldi que me junte todos los antecedentes de los dos casos: los testigos del For Export, la versión inicial de las declaraciones de Etchenique, las pruebas encontradas en poder de la Benítez, el prontuario de ella… Me llevo todo ahora a la Central y por la tarde nos comunicamos para rearmar todo esto. ¿De acuerdo, comisario?
Cittadini asintió sin despegar los labios. Estaba parado junto a su escritorio, una figura erguida tras el mástil con la bandera mustia y manchada.
– ¿Alguna novedad sobre Duggan?
– Todavía no, inspector.
Macías miró a Etchenaik largamente, como si esperase algo de él, apenas una leve seña de truco, una complicidad que justificase el cable que le estaba tirando, tanto cuidado. Pero no.
Entonces giró en redondo, le indicó con un gesto que lo siguiera y salió con los mismos largos pasos con que había entrado.
El veterano cerró la puerta detrás de él.
El Falcon estaba en la vereda de enfrente. El gallego cruzó apoyado en Etchenaik con su tobillo vendado y se instalaron en el asiento de atrás. Tony ni siquiera había llegado a declarar.
Macías se sentó junto al uniformado que manejaba.
– A la Central -dijo.
Arrancaron. El gallego le dedicó una amplia sonrisa al agente de guardia.
– ¿Qué haces? -dijo Etchenaik por lo bajo.
– El que ríe primero, ríe dos veces -aseguró Tony con una soltura desconocida.
Etchenaik iba a contestarle y después suspiró. Nadie hizo ningún comentario.
Luego de observar por unos momentos las nucas rapadas de adelante, Tony García se estiró en el asiento y se quedó mirando pensativamente su pie lastimado.
Cuando Etchenaik salió de la Central de Policía, la tarde clara y soleada no parecía parte del incómodo febrero. El veterano sintió ganas de celebrar algo; que fuese su cumpleaños, por ejemplo. Pero no. Daba lástima desaprovechar tanto cielo celeste y limpio, regalar el aire a la desgracia o los malentendidos.
Cruzó la calle, entró al primer bar que encontró y telefoneó a la agencia. Mientras la campanilla sonaba vio en el espejo su aspecto deplorable. Necesitaba un baño, una afeitada, una cama.
Atendió Tony, tranquilo.
– Hola, gallego.
– ¿De dónde me hablas?
– Macías me acaba de largar. Me dijo que a vos no te iba a retener.
– Casi no estuve adentro… ¿Pero, quién es ese tipo? ¿De dónde lo conoces? Si no es por él, los turros aquellos nos exprimen como una rejilla.
– Es largo. Después te explico; es buen tipo.
– A mí me mandó a la enfermería, me curaron y a la media hora un ofiche me preguntó si podía irme solo. Le dije que sí y le pregunté por vos. No sabía nada. Rajé igual, antes de que se arrepintieran.
– Estuvo bien Macías. No quiso apretarnos por separado para ver si nos contradecíamos.
– ¿Vos qué le dijiste?
Etchenaik se entretuvo observando un Falcon detenido enfrente. El que estaba al volante lo miraba también.
– ¿Me oís? -insistió Tony.
– Sí. ¿Cómo anda la gamba?
– Bien. Exageré un poco nomás. ¿Qué le contaste a Macías?
– Le dije que Duggan era Marcial y que me había llamado. Me prometió guardarse el dato y no usarlo en la investigación hasta que se clarifique algo más. Era lo menos que podía decirle. Si no, no salía más.
– Claro. ¿Venís para acá?
– En media hora estoy ahí… Hay que averiguar todo lo que se pueda sobre Chola Benítez y conseguir localizar a algunos de los que estaban la otra noche. Los peces gordos no… los otros. Encárgate de revisar el archivo y llama a Willy Rafetto y a Robledo de parte mía, con cuidado de no deschavarte demasiado. Ellos te pueden dar puntas, conocen el ambiente.
Hubo una pausa del otro lado, demasiado larga.
– Después quiero decirte algunas cosas que estuve pensando… -dijo Tony.
Etchenaik se lo imaginó sentado en la silla, mirando su pata y temiendo futuras palizas o algún balazo.
– ¿Qué te pasa? ¿Vas a arrugar ahora?
– No, coño… No es eso -y se hizo otra pausa-. Quedate tranquilo que los llamo a ésos.
– De acuerdo. Hasta luego.
– Hasta luego.
Colgó. Tomó un café en el mostrador y salió a la calle. Caminó por Moreno hacia Entre Ríos y el Falcon dobló con él. En la esquina torció a la izquierda y el auto siguió derecho. Se apuró para llegar a Belgrano y se disponía a cruzar cuando un Fiat 128 que salió de detrás de un colectivo le mordió los zapatos y clavó los frenos a dos metros.
La mujer sacó la cabeza por la ventanilla.
– Venga, Etchenaik. Suba.
No la reconoció enseguida. Acaso el pelo recogido, los anteojos negros.
– No se quede ahí. Lo llevo.
Subió y se acomodó junto a ella. La mujer aceleró, se levantó los anteojos y los suspendió en su frente, como las antiparras de un corredor. Sonrió ampliamente y desnudó varias docenas de dientes.
– ¿No se acordaba de mí?
– Hilda Sanders, cantante internacional… -susurró Etchenaik-. Cántate algo, flaca.
La flaca agradeció el chistecito con una levísima reverencia de su barbilla y canturreó algo así como «Feeling».
Etchenaik metió bruscamente la mano en la guantera y agarró un portadocumentos. Ella hizo un gesto sin dejar de sonreír pero oí veterano la contuvo con su mano libre.
– Atendé al volante -dijo-. Y seguí cantando, seguí…
La oscura mujer que se llamaba Itala Sandretti en la cédula se parecía vagamente a la flaca rubia platinada que ahora tarareaba sin ganas a su lado, enfundada en una especie de mameluco verde de lujo, pegado a su cuerpo como la goma tensa de un globo barato de carnaval.
Etchenaik repuso el portadocumentos en su lugar. No dijo nada.
– ¿Sigo derecho? -preguntó la Hilda al llegar a la Nueve de Julio.
– No tengo apuro.
Tomó Bernardo de Irigoyen y avanzó hasta el semáforo de Avenida de Mayo.
– Quiero ayudarlo -dijo sacando cigarrillos obvios, largos y perfumados.
– Gracias.
– ¿Me cree?
– ¿Por qué no?
– Así vamos bien.
Metió la primera y sacó el autito en un viraje. Se mojó los labios con una lengua roja y estrecha que se abrió paso a duras penas entre la dentadura.
– Anda en dificultades -dijo.
– No soy el único.
– Claro que no. Pero a todos no se los puede ayudar. Yo, a usted, puedo.
Etchenaik puso los ojos como Robert Mitchum.
– No sea tonto, no me juzgue mal… Esto es lo que le quiero regalar. -Metió la mano en la cartera y sacó un largo sobre que puso en el asiento, a su lado-. Eran para mí pero no puedo ir. Ahora son para usted y su socio. Sé que no fueron de vacaciones.
Etchenaik abrió el sobre y vio los dos pasajes a Río. Estaba previsto también el regreso.
– Por el alojamiento no tiene que preocuparse. Le puedo dar las llaves de un departamento en Copacabana -las hizo tintinear con un golpecito en un bolsillo del mameluco-. Se queda el tiempo que quiera. Cuando regrese, las dificultades habrán pasado. Volverá a trabajar más tranquilo y un poco más tostado.
Le guiñó un ojo cómplice y atendió al tránsito que se adensó a la altura de Congreso. Sonreía, lo dejaba a solas con el regalo. Esperaba como una tía que acaba de llegar de visita y observa al sobrino deshacer el paquete.
Etchenaik dejó el sobre en el asiento y miró al frente.
– ¿A quién debo la atención?
– Ya le dije que el pasaje era mío.
Etchenaik suspiró.
– Dejémoslo así. Pero me preocupa pensar que soy muy barato.
Ella dobló por Rincón y fue dando la vuelta.
– No me contestó -dijo sin volverse.
– Dígales que Shangai o nada.
– ¿Cómo?
– Shangai o nada.
Ella quedó con la mirada fija al frente. Pasaron algunos segundos y sonrió tristemente.
– Qué tonto -dijo.
Habían llegado a la altura de Congreso por Yrigoyen. La Hilda fue aminorando la velocidad y detuvo el auto junto al cordón de la vereda de la plaza. Abrió la puerta y apoyó los pies en la calle.
– Lo siento en serio -dijo-. El sol de Copacabana le mejoraría las ideas.
– Shangai o nada. Tengo parientes ahí. Además, el clima…
El golpe de la puerta lo dejó monologando.
La Hilda se inclinó hacia la ventanilla.
– Espere un momento, gilito… -dijo.
Después se alejó a grandes pasos con su disfraz de chaucha satinada, revoleando la carterita y haciendo ruido con las llaves del auto, del departamento en Copacabana, del Cielo también, probablemente.
Etchenaik se encontró otra vez solo, mirándola cruzar la plaza desde un auto ajeno y sin libreto. No entendía cómo seguía la historia.
De pronto vio que la flaca se detenía un instante apenas junto a un hombre que daba de comer a las palomas. Acaso le hacía un gesto dirigiéndose a él y seguía viaje.
El hombre, un inofensivo pelado de bigotito recortado, se levantó lentamente y se vino caminando, arrastrando los pies, hasta el auto. Tenía la bolsita de maíz en la mano y las palomas lo seguían. Llegó, se acodó a la ventanilla y metió la mano en la bolsita. Sacó una pequeña pistola y la puso debajo de la nariz de Etchenaik.
– Buenas tardes -dijo.
– Malas.
– ¿Te pasa algo a vos? -dijo el otro arqueando las cejas.
– Paseaba, tomaba sol.
Y Etchenaik sintió que todo era como en un sueño o en alguna de las miles de novelas que había leído. Ahí, en pleno Congreso, alguien apuntaba con una pistola y podía disparar y se acabaría todo y nadie haría nada. Sólo habría un revuelo de palomas.
– No te hagás el piola que te puedo amasijar ahora mismo, chabón. ¿Vos te crees que son giles los que están en esto?
– No. Claro que no.
El otro revoleó la pistola, movió el caño como si estuviera regando con una manguera sobre Etchenaik.
– Agarra lo que te ofrecen entonces.
El sobre estaba ahora otra vez sobre el asiento, como una carta tirada para que la diera vuelta y ganase.
– ¿Y? -el pelado parecía impaciente por volver a su banco a seguir alimentando a las palomas.
– Ando nervioso… El Falcon…
– ¿Qué Falcon?
– El de la cana. Nos siguen desde que salí de la Central.
El tipo hizo un levísimo giro de su cabeza. Fue suficiente. La izquierda de Etchenaik se apoderó de la muñeca que empuñaba el arma mientras la derecha golpeaba dos veces, corta y llena contra la mandíbula. Después dio un tirón hacia arriba con todas sus fuerzas y le estrelló la pelada contra el borde de la ventanilla. Una vez, dos, tres veces. Lo soltó. La pistola rodó por el asiento y el tipo se deslizó hasta quedar tendido junto al auto. Etchenaik recogió el arma y se bajó.
Nadie había advertido nada. Caminó rápidamente cruzando la plaza y se acercó a un Falcon verde estacionado. Los cuatro que estaban adentro lo miraron.
– Muchachos -dijo Etchenaik-. Hay uno para levantar allá, junto al Fiat 128. Apúrense o se lo van a comer las palomas.
Se vino caminando por Avenida de Mayo, serenito y bastante entero pese a todo. Era como si las cosas pasaran demasiado rápido y no pudiera pararse a pensar.
En el kiosco de la boca del subte, en Sáenz Peña, compró «Crónica» y «La Razón» quinta. Revisó las policiales y no encontró más que lo esperado. Con el título a doble columna de «Pichicata a la dinamarquesa», «Crónica» contaba por segundo día consecutivo su versión del crimen del For Export. No había nombres. «La Razón» le dedicaba un recuadro bajo el título «Tour fatal» y ahí se fantaseaba de lo lindo. Hasta se tiraban hipótesis sobre motivaciones y alguna extraña conexión «porno-droga» Copenhaguen-Buenos Aires.
Eso sí: anoche, en Caminito, no había pasado nada.
Ya desde el pasillo oyó una voz estridente y tuvo ganas de volverse. Quién sería, a media tarde y en el epicentro del despelote en que estaban metidos. Pero no tuvo tiempo de pensar demasiado. Un segundo antes de abrir la puerta lo reconoció.
– Bienvenido el guerrero de la jungla de cemento -dijo el estridente con un ademán largo-. Pero… ¿Qué veo? Huellas de recientes combates surcan su frente y las consecuencias del insomnio entorpecen sus párpados…
– Qué hacés, Giangreco -dijo Etchenaik al pasar-. Sentate allá y andá guardando todos tus papelitos…
El gallego estaba desparramado en un sillón, de espaldas a la puerta, con los pies sobre el apoyabrazos.
– ¿Por qué tardaste tanto? ¿Adonde fuiste?
– Macías me puso un Falcon. Después hubo un intento clásico de corrupción que desbaraté con sagacidad y estupidez en Plaza Congreso, a cuatro cuadras de esta oficina, el lugar ideal. A los del auto los tengo atrás todavía. Fíjate.
Etchenaik señaló la ventana. Tony no se movió pero el muchacho al que había llamado Giangreco corrió hacia el balcón.
– Ahí están los polizontes -dijo.
Etchenaik se tiró en otro sillón. Señaló el mate que había quedado olvidado en un extremo del escritorio y Giangreco se apuró a poner nuevamente la pava sobre el calentador.
– Detective, ¿por qué no me pormenoriza el caso en que anda? Su compañero de rubro no ha sido muy explícito esta vez.
– Déjate de joder y ceba, pibe. Tres mates, me baño y me voy.
Tony volvió apenas la cabeza.
– ¿Adonde vas a ir? ¿Los vas a sacar a pasear a los del Falcon?
El veterano percibió el aire burlón, las oscuras ganas de pelear del gallego.
– ¿Qué te pasa ahora?
– Nada.
– Ah.
Giangreco le alcanzó el mate y Etchenaik dio dos chupadas largas.
– ¿Y? ¿Me cuenta o no me cuenta?
– ¿Para qué? ¿No terminaste todavía la encuesta de oficios raros para «Siete Días»?
– Cambió de idea -dijo el gallego sin volverse-. Ahora quiere escribir una novela policial de ambiente porteño y se viene a inspirar.
– Y en eso estoy, detective -dijo el de los rulos con el block en la mano y una birome roja.
Etchenaik estaba desolado. Por una razón u otra el sobrino del gallego siempre terminaba instalado en la oficina. Desde que apareció la víspera de Navidad para arreglar el timbre había intentado convencerlos sucesivamente de que podía encargarse de las relaciones públicas, la limpieza, la decoración y el archivo de la agencia. Casi siempre, terminaba mangándolo cuando el gallego no estaba…
– ¿Qué escribís ahí? -curioseó el veterano con fastidio.
– Tomo nota. Quiero algo con gancho: una historia verídica, una investigación real como se hace en Buenos Aires, que se pueda contar y al lector lo enganche.
– Eso no existe.
– ¿Por qué no? Puede interesar porque nadie cree que estas cosas pasen en Buenos Aires. Suponen que los detectives privados viven en Los Angeles solamente. O en Nueva York.
Etchenaik se rió con ganas.
– Deben tener razón -dijo-. Cébame otro.
– Bueno, pero cuente.
Y mientras el pibe cebaba, Etchenaik le hizo una detallada crónica de un caso de Meneses que recordaba muy bien, una pinturita. Y se lo atribuyó, por supuesto.
Cuando Etchenaik terminó su relato, Giangreco tenía material para tres novelas. Aunque nadie le iba a creer.
– No sirve, detective -dijo el pibe-. Le falta gancho, acción. Tiene que combinar elementos de la novela de «detection» al estilo Agatha Christie con la violencia y la crítica social implícita en la novela negra… Más Hammett que Goodis, un poquito de Chase. ¿Usted leyó las cosas más recientes, Etchenique?
– ¿Qué cosas?
– Los argentinos: Tizziani, Sinay, Martini, Urbanyi, Feinmann, Soriano sobre todo… Algunos cuentos de Piglia también.
El veterano lo miró como le hubiera gustado a Chandler para poder describirlo minuciosamente.
– Yo hace rato que no leo, pibe… Yo vivo las policiales. Yo soy un detective privado con oficina y todo, con ayudante y todo. Lo demás es literatura.
– Vamos… No joda, que yo vi la biblioteca de ahí atrás y no falta nada: los cien primeros números del Séptimo Círculo, dos estantes de Rastros, la Serie Naranja, el Club del Misterio. Hasta Míster Reeder está, Etchenique… No joda.
El gallego paró la oreja. Había ciertos temas que nunca había podido conversar con el ex jubilado, que andaban por ahí abajo como un mar de fondo lleno de pulpos o grandes peces.
– Hay una cosa, pibe -dijo Etchenaik sobrando sin que le sobrara-. Marlowe no existe… Yo sí.
El otro vaciló un momento. Pudo haber dicho algo definitivo pero no dijo nada.
– Ahora hay que localizar a Marcial -dijo Etchenaik tirando la pelota afuera, volviendo a su territorio.
Tony reaccionó, recordó algo que le molestaba además del pie.
¿Dónde vas a ir?
– A Munro, a hablar con el del club. ¿El auto está en la Boca todavía?
– No. En el estacionamiento de al lado.
Hubo una pausa en la que Etchenaik debía preguntar si Tony había averiguado algo sobre Chola, si había llamado a Robledo y a Willy Rafetto, o que Tony utilizaría en enterarse del episodio de Congreso. Pero no. El gallego había concentrado su melancolía en el pie cachuzo y permanecía enculado y silencioso como ante las peores tormentas.
– Me voy a bañar -dijo Etchenaik poniéndose de pie.
– Oíme -lo paró Tony cuando tenía la mano en el picaporte del baño-. Mira lo que estás haciendo. Te metiste en el caso de puro caliente nomás y ahora hay tres muertos. Tres. Ya estamos en orsay con la cana y esos tipos nos pueden amasijar en serio… Yo no me puedo mover.
El veterano no dijo nada. Lo miró un momento, después entró al baño.
Se duchó y afeitó con agua fría, con la voz chillona del sobrino en las orejas, con las baldosas blancas y negras empapadas. Pasó el secador, se vistió sintiendo el cuerpo saludablemente castigado y salió conciliador.
– Tata, la bendición -dijo arrodillándose junto al sillón.
El gallego sonrió, forcejeando con sus propias ganas de enojarse, y le puso la mano sobre el pelo mojado todavía.
– Hijo, ve al carajo y que el diablo te lleve por ser tan animal.
– Gracias, tata.
Giangreco no entendía nada pero seguía anotando en su block. Etchenaik se paró.
– Averiguame algo de la Chola y llama a esa gente, no seas amargado… -dijo amistoso-. Te prometo que mañana charlamos todo esto.
Tony no le creyó, claro que no. Pero cuando el veterano se fue le pidió a Giangreco que se fijara si estaba todavía el Falcon abajo.
– Se fue, tío. Creo que él se lo llevó pegado.
Pocholo, el cantinero del club Defensores de Munro, estaba tras el mostrador masajeando el mármol con la rejilla. El trapo dibujaba un círculo de la registradora a la máquina de café. Ya no quedaba nada por limpiar pero igualmente el brazo iba y venía. Etchenaik repitió por tercera vez la pregunta:
– ¿Dónde puedo encontrarlo a Marcial?
El hombre siguió moviendo el trapo, mirándolo fijamente en un lugar de la cara que no eran las cejas ni la nariz sino algún otro, equidistante de los ojos y la boca, pero más atrás. Una manera de mirar capaz de poner nervioso a cualquiera. A Etchenaik también.
– Pare -dijo poniéndole la mano sobre el brazo-. Se gasta, el mármol.
El hombre siguió con su tarea, arrastrando ahora el brazo del otro.
– Usted estaba la otra vez.
– Sí, estaba.
– Marcial no vino más.
– Pero hace dos meses de eso.
– No vino más.
– ¿Y venía siempre?
El cantinero detuvo el movimiento en medio de un giro, se mojó los labios y lo miró, ahora sí, a los ojos.
– En el año cuarenta -dijo enfáticamente-. Fíjese lo que le digo: en el año cuarenta yo era mozo en el Marzoto. Quince guitas el café. Usted se pasaba dos, tres horas escuchando las mejores orquestas.
El enterriano se volvió hacia la estantería que estaba a sus espaldas y bajó la botella semillena de ginebra. Arrimó dos copitas.
– El calor no existe -dijo tajante y sirvió generosamente. Se formó un laguito al pie de las copas.
– Marcial cantaba ahí, en el Marzoto… -apuró Etchenaik.
– No. Todavía no le daba el cuero, como se dice. Cantaba en una orquestita de barrio, en los cafés de Villa Crespo: Armando Berreta y su Conjunto. Sí, Berreta, tal cual… En ese momento no se llamaba Marcial Díaz sino Juan Carlos Drago o Robles, uno de esos nombres cajetilla…
– Y usted lo conoce desde entonces…
– Va a ver… -el hombre se empinó la ginebra de un viaje y luego quedó pestañeando un momento-. Una noche, me acuerdo que estaba Pugliese actuando, y me toca atender una mesa del fondo. Era una pareja; ella me llamó la atención. No era una mujer hermosa pero tenía eso que hace que uno se dé vuelta cuando entra una mina como ella en un lugar. Estaba sentada como una estatua en un pedestal, en pose, apenas el culo apoyado en la punta de la silla. Él no la miraba. Tenía los ojos clavados en el escenario, movía las manos siguiendo la letra. Me acuerdo que terminó el tango y aplaudió apenas, sobrador y recién se dirigió a ella para codearla: «Mira si estuviera yo ahí arriba… Lo deshago al tango ése… Creo que era "Cafetín"… O no, ahora que me acuerdo no podía ser "Cafetín" porque el cantor era Chanel… Era "Rondando tu esquina". Eso es.»
Etchenaik apuró la ginebra ya desalentado, apoyó la cara en la palma y asintió gravemente.
– Es que en aquel entonces en cada muchacho había un cantor. Por eso no me extrañó lo que decía el pibe, y volví con la bandeja al mostrador. Pero cuando regresé con los cafés estaban discutiendo a los gritos. La mujer parecía que lo quería retener y hasta sospeché de algo preparado, un poco de aparato para que lo conocieran de prepo. Pero no. Yo no lo junaba todavía a Marcial y menos a la Loba.
– ¿La Loba?
– La Loba. Así le decían o al menos así le dijeron después. Uno de esos apodos que no necesitan explicación, ¿no?
– Claro, claro… ¿Y cantó esa noche Marcial?
– Ahora va a ver.
El entrerriano sonrió levemente. Inclinó otra vez el porrón y llenó las copitas. Tomó un sorbo y volvió a sonreír.
– ¿Usted dice si esa noche Marcial cantó?
Otro sorbito de ginebra. Era un narrador insoportable…
– Cantó en el baño, después de la batahola y con un ojo negro, pero con el mayor sentimiento que le escuché nunca.
– ¿Qué pasó?
– Muy simple. La discusión con la Loba siguió. Entró a cantar Chanel y la gente se daba vuelta para hacer callar a los revoltosos. Uno le tiró una cucharita; otro, el terroncito de azúcar. A los cinco minutos estaban a los tortazos. En una de ésas, Marcial va a parar debajo de una mesa. Cuando se levanta, ve que los de la orquesta han parado de tocar y se cagan de risa. Chanel se agarraba del micrófono para no caerse. Entonces Marcial se para y le grita: «Reíte vos, afónico, que cuando entre a cantar yo vos te quedás sin laburo». Dio media vuelta y se metió en el baño. El patrón me mandó a convencerlo de que se fuera. Fui. La escena que me esperaba ahí adentro no me la voy a olvidar nunca. Estaba apoyado en el lavatorio, sucio, lagrimeando de dolor y de bronca… y cantaba. Cantaba frente al espejo, con toda la voz, «Rondando tu esquina». Nunca nadie lo cantó mejor. Le juro, amigo. Nadie.
– ¿Y entonces?
– No me animé a interrumpirlo. Él no me veía y siguió, siguió… Entonces fue como en las novelas o en las películas. Siento que alguien entra al baño y se queda oyendo, detrás mío. Cuando el pibe termina se adelanta y dice: «Amigo, lo felicito. Usted canta muy bien. ¿Quiere venir conmigo?» Era Tanturi. A los quince días debutaba en el Marabú con él. ¿Qué me cuenta?
Etchenaik no le contó nada. Sólo lo miró.
– ¿Y en los treinta años restantes…?
– ¿Qué treinta años?
– Estamos en el cuarenta, según me dijo. Y lo que yo quiero saber es dónde vive Marcial ahora.
El tipo volvió a sonreír. Retomó el trapo.
– Ahora… Usted dice ahora… Yo quisiera saber qué hace ahora la Loba.
– ¿No está con él?
– Mire amigo, de Entre Ríos sale toda clase de gente: cantores, gente de río, algún poeta finito… Lo que no hay allá son alcahuetes y botones. Usted ha tomado dos ginebritas, tiene una anécdota para contar…
Etchenaik dio media vuelta.
– ¿Qué le pasa ahora?
– Es una lástima que Pugliese no haya tocado jamás en el Marzoto sino en el Nacional -dijo, volviéndose-. Pero una anécdota falsa más no le hace nada al tango. Tal vez sea cierto que no hay entrerrianos botones y me parece bien. Pero mentirosos, sí. Gracias por la ginebra.
– Espere. -Pocholo levantó la botella-. Queda bastante todavía y quién le dice que no me den ganas de hablar de los últimos treinta años.
– De los últimos meses… y te aviso que no hay un mango. Yo con esto no gano nada. Lo siento por Marcial y ojalá no te duela esta roñería.
El cantinero salió de atrás del mostrador y se vino entre las mesas haciendo sonar las alpargatas.
– Perdona -dijo poniéndole la mano en el hombro-. No es la guita. Tuve miedo por él. Sé que anda mal, que está jodido. Hace un mes que no lo veo y me tiene preocupado. ¿Qué pasa?
– No sé.
El otro suspiró.
– Es un buen muchacho. Otro día hablaremos de la Loba.
– Otro día.
El cantinero puso la palma en la espalda de Etchenaik, lo acompañó a la vereda.
– Alguna vez me tocó llevarlo, en pedo. No es demasiado cerca. ¿Conoces Fondo de la Legua?
Y el dedo fue dibujando el aire.
Había mucho cielo de todos los colores sobre las casitas dispersas. Etchenaik fue aminorando la marcha del Plymouth y se tiró a la derecha andando los últimos metros por la banquina. Dobló al llegar a la huella transversal y metió el auto por la calle que se perdía tres cuadras más allá. Estacionó cerca de la esquina.
Atardecía muy lentamente. El pasto crecido llenaba el aire de olores fuertes y ruido de bichos. Las vereditas estrechas se interrumpían cada tanto y los baldíos alternaban con los pequeños negocios, un bar, un kiosco, la farmacia en la esquina.
A mitad de cuadra estaba la casa, una construcción vulgar y recta en medio de un terreno largo y estrecho. Al frente, el jardín no omitía los enanos de cemento y la manguera que humedecía un césped prolijo y bien peinado. Contra la pared había un cartel blanco con letras azules de reborde rojo: Rogelio Brotto. Lotes, Casas, Propiedades, Hipotecas. Estaba sostenido por unos ganchos fuertes clavados en la pared y que ya tenían sus años. En la base de los clavos corría el óxido. Aunque las persianas estaban bajas, se notaba que la parte delantera de la casa estaba dedicada a la oficina inmobiliaria mientras atrás viviría la familia.
La casa dejaba un espacio de entrada para un auto que no estaba. El doble senderito de piedra terminaba en un cobertizo lateral. Y al fondo se veía la prefabricada que le había señalado Pocholo: ésa era la casa de Marcial Díaz.
Etchenaik pasó sobre la puertita de hierro y avanzó sobre las piedras irregulares hasta llegar al cobertizo. Sólo se veía luz en la ventana pequeña de la cocina. Escuchó el zumbido apagado del televisor y algunas voces de chicos pero nadie lo vio ni lo oyó a él. Siguió hacia el fondo.
Detrás de la casa había un amplio patio abandonado donde estaban los tubos de gas, una parrilla sucia de grasa, una pileta de plástico con el agua turbia y un patito, una bicicleta tirada. Al fondo, la prefabricada. Circundada por tres hileras de baldosas, sin un árbol ni señales de vida alguna, la casilla de madera tenía un aspecto desolado. La puerta de metal estaba flanqueada por una ventana enrejada. Tras los vidrios, el descolorido estampado de una colcha hacía de cortina.
Etchenaik se acercó a la puerta pero no llegó a golpear. Bajo la cerradura había un profundo abollón provocado por el impacto de algo pesado que había hecho saltar la cerradura. El picaporte también había sido arrancado y colgaba lacio en su agujero. Etchenaik apoyó la palma en el medio de la puerta y empujó.
La claridad de una débil luz que pendía del techo no alcanzaba a desnudar todo el desorden. Era como si la habitación hubiera sido sacudida como una caja cerrada que se agita para saber su contenido. Etchenaik caminó dos pasos y se detuvo.
– Marcial… -dijo-. ¿Estás ahí?
Quedó un momento en silencio, a la espera de algo. Paseó la mirada por las paredes grises y vacías, la mesa, las dos sillas, la cama. No había otra cosa allí excepto una valija vacía y descalabrada bajo la ventana. Todas las puertas del ropero y los cajones de una vieja cómoda estaban abiertos. Había ropa dispersa por el suelo y sobre la cama deshecha.
Una corbata, un par de medias y un bollo informe de sábanas habían rodado sobre la mesa junto a un plato con restos de comida. Las cáscaras de una manzana ennegrecida pendían del borde de la mesa como un signo de interrogación. Algunas moscas levantaron vuelo cuando se acercó.
Etchenaik se pasó el brazo por la cara húmeda.
– Marcial -dijo despacio.
Y no se dio cuenta desde cuándo pero advirtió que tenía el revólver en la mano y lo empuñaba como para exprimirlo.
Etchenaik giró lentamente, recorrió todo con la mirada y se volvió hacia la puerta. Tomó una de las sillas y apoyó el respaldo bajo el picaporte. Con el pañuelo restregó levemente lo que había tocado. Sacó una birome y revolvió entre el desorden levantando las camisas sucias, un pantalón arrugado. Lo hacía con infinito cuidado y con algo de miedo o ternura, como si fuera la ropa de un leproso o un enfermo querido. Se arrodilló en el suelo y recogió algunos papeles que guardó casi sin mirarlos. Buscó bajo la cama. Sólo pelusa, toda la pelusa y la tierra del mundo.
La habitación tenía dos puertas. La que daba al fondo estaba abierta. Era una cocina en que apenas cabían dos hornallas y la pileta sucia con manchas de café. Había una olla sobre la cocina. Etchenaik levantó la tapa con la birome: papas hervidas, un pedazo de zanahoria, un hueso con más grasa que carne. Tocó con el dedo: frío.
La otra puerta estaba cerrada. La abrió. Daba a un breve pasillo con dos puertas más. Una estaba abierta. Etchenaik pensó en ese momento que un detective era un hombre que camina por un pasillo hacia una puerta entreabierta con un revólver en la mano. Eso era él.
La habitación estaba vacía y con una ventana que daba al fondo. Se veía un tapial de ladrillos descubiertos, telarañas. Un gato pasó parsimoniosamente de derecha a izquierda caminando por el borde.
Etchenaik se volvió a la otra puerta. ¿Sería el baño? Tomó el picaporte con el pañuelo… El baño. Un botiquín con la puerta entreabierta, vacío. Lo cerró empujando el espejo con los nudillos.
Se sentó en el inodoro y cerró la puerta con el pie. Había una toalla colgada de un clavo detrás de la puerta. La palpó. Estaba seca, casi áspera. La toalla se deslizó suavemente al suelo. Quedó descubierta la puerta llena de marcas. El baño era tan estrecho que el que estaba sentado en el inodoro podía tocar la puerta sin esfuerzo. Tocarla, rayarla, escribir. Precisamente, había muchas inscripciones y tachaduras: números, nombres. Arriba decía Fraile, con birome azul, y por encima una tachadura profunda, reiterada, que se hundía en la madera, hecha con algo que había ido y venido una y otra vez en cruz. Abajo decía Negro. También estaba tachado pero de otra manera. Seguían los nombres hacia abajo, desplegados como la formación de un equipo de fútbol. Al pie, recuadrado, decía La Tía Pocha. Etchenaik copió todos los nombres en su libreta, también los números, las aparentes fechas. Estaba tratando de descifrar algo más cuando el ruido de la silla al correrse violentamente lo sobresaltó.
Antes de que pasaran tres segundos estaba pegado a la puerta, el revólver levantado. Por un largo momento no hubo un solo sonido. Como si el que había entrado se tomase tiempo de entender lo que significaba esa silla trabada desde adentro. Etchenaik trataba de recordar si había cerrado la puerta que comunicaba el pasillo con la habitación principal mientras deseaba fervientemente escuchar la voz de Marcial, una puteada suya…
Pero no. Alguien abrió esa puerta que había cerrado.
– Señor Díaz…
La voz se parecía a la mano que empujaba la puerta, hubiera dicho Borges. Débil, tímida más allá de la cautela o el miedo.
Etchenaik estiró la mano y oprimió el botón de la descarga de agua. Hubo un largo estruendo pero el veterano no despegó la mirada del picaporte. Cuando empezó a girar, no esperó más y dio un violento tirón hacia adentro.
El hombre se desplazó como si estuviera pegado al picaporte.
– No se asuste -dijo Etchenaik poniéndole el revólver ante los ojos.
El hombre había quedado semisentado en el inodoro e inmediatamente comenzó a agitar la cabeza de un lado a otro. Negaba todo lo que había hecho y lo que no, lo que le preguntarían acaso y todo lo demás. Negaba y miraba el caño. No podía hablar.
– No se asuste -repitió Etchenaik.
El hombre hizo un gesto que señalaba el revólver, intentaba espantarlo como si fuera una mosca. Etchenaik bajó el arma y lo observó cuidadosamente.
Aunque estaba turbado hasta la tartamudez, mantenía una cierta compostura, un algo formal e indefinible. No era su indumentaria, pues sobre el traje gris, la camisa blanca abrochada y la corbata azul llevaba puesto un delantal largo de color indefinible, del tipo de los que usan los zapateros remendones. Además, estaba en alpargatas y unos guantes de goma amarillos le llegaban hasta el codo sobre el saco. Los guantes estaban sucios de tierra.
– ¿Usted quién es? -dijo Etchenaik moviendo el revólver.
El hombre se pasó el dorso del guante por la frente y pareció relajarse un poco.
– Rogelio Brotto. El dueño de la casa.
Etchenaik se apoyó desganadamente en el marco de la puerta y luego de un instante tiró al azar:
– ¿Qué pasó con Díaz, Brotto?
El otro no contestó. Desvió la mirada y Etchenaik comprendió qué era lo que le daba ese aire prolijo y ordenado. Tenía una afeitada perfecta, el bigote fino recortado como un jardín inglés y la peinada blanda y firme, de un fijador en aerosol casi femenino. Una cara exacta de peluquero de barrio.
– ¿Y? ¿Sabe o no sabe?
– Me extrañó no verlo en todo el día. Recién vi luz, después, la puerta rota…
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
– Hace varios días, creo. Yo trabajo de mañana, ando afuera durante la mayor parte del día. Él sale de noche, nos encontramos poco… -el individuo había ganado soltura y se atrevía a hablar sin mirar la mano que empuñaba el revólver.
Etchenaik metió el arma en la sobaquera. Sin decir nada dio media vuelta y se dirigió a la pieza que daba al frente. El otro lo siguió.
– ¿Y usted quién es? -dijo en un hilito de voz.
– ¿Qué piensa que pasó? -dijo Etchenaik sin contestarle mientras le alcanzaba una tarjeta.
Brotto miró el pedacito de cartulina hipnotizado.
– Parecen ladrones, ¿no? -tartamudeó levantando la mirada.
– Parecen.
El hombre trató de ponerse las manos en los bolsillos y al darse cuenta de que tenía los guantes sucios las sacó rápidamente.
– Arreglando las plantas… -dijo señalándose los dedos con tierra.
– No lo vi al entrar.
– Estaría en el baldío de al lado, tirando los yuyos y el cascote…
Etchenaik tomó repentinos ánimos.
– Vamos -dijo-. Hay que llamar a la policía.
– ¿Por qué no esperamos a que Díaz regrese? Tal vez él…
Etchenaik lo miró desde la puerta.
– No creo que vuelva, al menos por ahora.
Entraron a la casa. Brotto, adelante, miraba a todos lados como si estuviera en un lugar extraño.
– Por aquí -dijo.
En el pequeño living se mezclaba todo. Había un piano que ocupaba media pared, con su crochet y un florerito. Enfrente, una vitrina de cristales biselados convivía por los azares de la herencia con una mesa de fórmica y un cuadro seudochino de pinceladas brillantes sobre terciopelo negro.
– Mi señora es profesora -dijo Brotto cuando vio a Etchenaik curioseando un diploma junto al piano.
Etchenaik asintió y se dirigió directamente al teléfono. Comenzó a discar. Brotto estiró la mano.
– No llame. Por favor…
En el momento en que Brotto ponía la mano sobre la horquilla y Etchenaik se aprestaba a replicar, una nena salió corriendo de una habitación contigua y se abrazó a las piernas del hombre.
– Hola -dijo Etchenaik.
La nena lo miró con ojos grandes, no contestó.
– Anda para allá -dijo Brotto bruscamente.
– ¿El señor es malo?
– No, es bueno. Ándate ahora.
– ¿Quiénes son los hombres malos? -dijo Etchenaik agachándose-. ¿Qué hicieron los hombres malos?
– Golpearon la puerta. ¿Van a golpear otra vez?
– No, no van a golpear otra vez. Vamos…
Brotto la levantó y la llevó en brazos a la otra habitación. Por un momento se siguió escuchando la voz finita que preguntaba, la voz gruesa calmándola.
Cuando el hombre regresó y cerró la puerta, en su cara de peluquero estaba todo el miedo del mundo.
– No llame -dijo.
– Está bien. No llamo… Hable entonces.
Etchenaik lo acosó mientras el otro se sacaba los guantes, buscaba respuestas con la mirada perdida.
– No tengo demasiado tiempo, Brotto…
Hubo un silencio largo. Sólo se oía el ronroneo de una Siam veterana en la cocina, su temblor al detenerse. Después, los grillos del patio, las ranas del baldío, todo con el fondo opaco del televisor. Brotto se quitó el saco, aflojó la corbata.
– ¿Y?… -apuró Etchenaik adelantando el mentón-. Nos va a agarrar la noche…
– Fue ayer -dijo Brotto luego de otro silencio interminable-. Anoche, tarde. No vi a los tipos. No los vi bien, quiero decir. Me levanté a abrir la puerta de la cocina para que corriera un poco de aire y en eso veo a tres o cuatro tipos que corren hacia la casilla. Uno se dio cuenta y me amenazó con el revólver: «Métete adentro o te quemo. Y cuidado con lo que haces», me dijo. Se quedó junto a la puerta, de guardia, y los demás fueron al fondo. Me hicieron meter acá y no vi nada. No pude hablar por teléfono ni pedir auxilio porque el tipo me apuntaba. Oí el golpe contra la chapa y por un rato ningún ruido más. En el momento de irse me patearon la puerta para intimidarme. «Ni se te ocurra ir a la cana. Mira que te vamos a vigilar, eh…» y se fueron.
– ¿Y usted qué hizo?
El peluquero movió las manos, que parecieron casi obscenas sin guantes.
– Yo esperé. Tenía miedo. Pensé que lo mejor era que fuera el mismo Díaz el que hiciera la denuncia, cuando volviera a la madrugada.
– Claro… -acompañó Etchenaik, casi amistoso-. Porque Marcial no estaba en la casa anoche. No estaba, seguro que no estaba.
El rostro de Brotto se endureció. Fue como un levísimo gesto de tensión. Inmediatamente recuperó la movilidad cautelosa del relato.
– Es muy raro que vuelva antes de las tres o cuatro de la mañana. Díaz no estaba; si no, me hubiera dado cuenta.
– Brotto: usted asegura que Marcial no estaba cuando los tipos llegaron -puntualizó sin asco Etchenaik.
– Sí, claro que sí. No había luz.
– No había luz. Y eso significa…
El peluquero cruzó una mano frente a su cara, sacó alguna telaraña o algo más que le molestaba y no le dejaba ver o pensar claro.
– Está bien, tiene razón: no me alcanza para probar nada. Pero no estaba.
– De otra manera, mejor -dijo Etchenaik con displicencia-. La luz no significa nada, Brotto. Usted piensa… piensa que probablemente Marcial no estaba allí.
Pero ya Brotto no pensaba nada. Se quería ir.
Las cosas habían llegado demasiado lejos. Brotto estaba colgado de una ramita, suspendido en el abismo, y Etchenaik lo miraba, sentado en el borde. Podía estirar la mano o no. Podía pegarle un tacazo en los dedos, escuchar el aullido inútil, el ruido sordo, también inútil, de la muerte.
– Supongamos que le creo, mejor… Y ahora siga contando -dijo sentándose sobre la mesa, la rodilla derecha a la altura del pecho del peluquero.
Brotto supo que el otro le concedía una tregua, aflojaba la presión justo cuando él ya no quería más. Aunque no sabía por qué se aferró a esa posibilidad, siguió ciegamente adelante:
– Con mi mujer decidimos que lo mejor era hacer como que no habíamos oído nada y esperar que llegara Díaz -dijo de un tirón-. Nos asustamos un poco cuando pasó toda la noche y después la mañana sin que apareciera. Al mediodía entré a la casilla y vi todo revuelto pero nada raro, así que me tranquilicé. No quise llamar a la policía por miedo a las represalias: no va a ser la primera vez que por menos que esos le meten cuatro tiros a uno. Además, esperábamos que apareciera Díaz, no sabíamos qué buscaban los tipos y por ahí él no quería escándalos… Así que estuve trabajando normalmente toda la tarde y al atardecer me puse a arreglar el jardín. En el momento que volvía del baldío me pareció notar algún movimiento adentro y me animé a entrar. Creí que era Díaz. Era usted.
Etchenaik acomodó las nalgas sobre la fórmica.
– Usted se complica mucho la vida, Brotto. Nadie puede creer que los tipos hayan venido a robar… Le hubieran afanado a usted. Buscaban a Díaz o algo que Díaz tenía y se llevaron. Y eso lo sabe, no se haga el gil. Además, rece porque Marcial aparezca con vida porque la cosa viene muy sucia. Y vaya a la cana, ya. Haga la denuncia y cuénteles lo que me dijo a mí, tal cual. Va a ser bravo pero por ahí le creen y no lo salpican.
– Voy a hacer eso. -Las manos juntas, la cabeza asintiendo, toda la voluntad del mundo en que le creyeran-. Pero yo no entiendo qué pasa, señor… ¿En qué andaba Díaz?
– ¿Cómo «andaba»? -Etchenaik lo miró con desaliento, con asco-. ¿Tanto miedo tiene? Cuanto más se trabuque y mienta va a ser peor.
Brotto dijo que sí repetidamente y quedó derrumbado sobre la silla. Etchenaik le golpeó el hombro, le hizo levantar la cabeza y le puso otra vez el revólver en la nariz.
– Una mentirita más, gusanito… Usted a mí no me conoce. No necesito explicarle por qué le conviene seguir perdiendo la memoria.
Hubo un ruido en la puerta y Etchenaik guardó el arma apresuradamente. Era la nena otra vez. Caminó a pasos cortitos hasta donde estaba su padre, se paró:
– ¿Por qué se sentó en la mesa el señor?
Etchenaik se sintió estúpido, no tuvo ninguna respuesta ingeniosa o trivial. Sólo atinó a levantarse y salir.
Eran las once de la noche cuando terminó la vuelta manzana de reconocimiento y estacionó frente a la oficina. Ni rastros de los muchachos del Falcon, nadie acodado casualmente en el café de la esquina.
Al encender la luz del escritorio el gallego se movió tras la mampara, no llegó a despertarse. Etchenaik se desnudó y se tiró en la cama en la oscuridad, a fumar despaciosamente. No supo cuándo se quedó dormido pero en un momento dado comenzó a sonar el teléfono y sintió que no había podido descansar ni media hora. Se tambaleó hasta el escritorio y levantó el auricular.
– Hola -dijo.
– Etchenique, habla Macías.
– Sí. ¿Qué pasa?
– Tenés que venir a ver a un amigo.
– Espera. ¿Qué hora es?
– Las siete. ¿Venís?
– Las siete… ¿Dónde es? ¿En la Central?
– No, en la morgue.
El oficial realizó un breve movimiento y descubrió el extremo de la mesada de granito. La tela gruesa y blanca quedó plegada sobre el pecho del hombre que estaba allí tendido boca arriba. La cara deformada y con pequeñas cortaduras y desgarramientos, los ojos semicerrados, los párpados abultados y la boca abierta. Había barro pegado en las patillas borroneadas y también bajo la peluca ladeada, apenas sostenida en un costado de la cabeza. Bajo el mentón, el moñito pendía húmedo y marchito.
Etchenaik se levantó las solapas e hizo un gesto afirmativo. El oficial volvió a cubrir el rostro de Marcial.
– Mira esto -dijo Macías a espaldas de Etchenaik.
Descubrió de un tirón las piernas desnudas. El tobillo derecho estaba rodeado de una cadena gruesa con un candado. La piel de esa zona estaba totalmente desgarrada por el roce de los eslabones. La cadena estaba rota en el extremo libre.
Primero le metieron dos tiros en el pecho a quemarropa. Después le ataron una barra de hierro y lo tiraron al Riachuelo.
Macías lo miró como si esperara algún comentario. Etchenaik no dijo nada. El otro tomó con gesto rápido el brazo del muerto.
– Hay algo más. Fíjate acá.
Desplazó los girones de las mangas del saco y la camisa. Aparecieron las marcas rojas, los puntos que se amontonaban en la parte interna del brazo.
– ¿Sabías algo de eso, vos?
– No.
– ¿Y qué pensás?
Etchenaik clavó los puños en el fondo de los bolsillos:
– Mejor vamos afuera ahora.
– Sí, mejor. Te voy a mostrar dónde lo encontramos.
Subieron al Plymouth. Macías se explayó en detalles. Habló del muelle, del estado del cadáver, de la casualidad, del ancla enganchada. Cuando llegaron al bajo, Etchenaik dijo:
– Te pido una sola cosa: no hagas publicidad con esto.
Macías sacó el brazo e hizo una señal. El patrullero que los seguía aceleró y dobló por Madero. El Plymouth lo dejó ir.
– ¿Qué querés decir?
– Que por ahora Marcial no fue asesinado, no tiene ninguna marca en el brazo, todo eso… Vos sabes.
Etchenaik había hablado sin moverse, la vista fija en el frente.
– ¿Cuánto te pagan? -dijo Macías.
Etchenaik giró la cabeza lentamente. En sus ojos estaban el asombro y la ira mal contenida; una profunda tristeza también.
– No va por ahí la cosa. Vos me conoces. Este hombre estaba en un apuro y pensó que yo podía ayudarlo. Y yo no entendí o no supe cómo hacerlo…
– ¿En qué clase de apuro estaba?
– Guita, supongo. Aunque hay algo más.
Macías hizo un gesto de vago fastidio. Se calló. De pronto dijo:
– A mí también me gustaba oírlo cantar, Etchenique. Pero no por eso voy a negar las evidencias: estaba metido en la droga, debía mucho, se quiso pasar de vivo y lo limpiaron. Lo demás, llénalo con radioteatro y discos viejos…
– No es tan fácil. Hubo otro asesinato…
– Peor, una variante más grave. Él y otros quieren copar un sector. Pierden y los revientan. Es muy común. En Lanús, en enero, pasó algo así; en Ramos Mejía, hace unos meses, igual…
Etchenaik lo silenció con un gesto, apartando la mano del volante.
– Oíme bien. Te propongo un trato. ¿Estás dispuesto a seguir la investigación hasta el fondo y hay garantías de que el loquito ese de Bertoldi no se va a cruzar?
Macías se tomó tiempo en contestar.
El colorado asintió con gravedad.
– Hay garantías, todas las que me quieras -dijo.
– Bueno. El trato es éste: yo te doy información importante a cambio de no divulgar lo de Marcial hasta que se aclare algo y sepamos de qué jugaba en este asunto.
Macías volvió la cara a la ventanilla. El aire todavía fresco de la avenida le hizo chicotear los cabellos enrulados. Al cabo de un momento se volvió y lo miró a los ojos.
– De acuerdo. Nada de difusión.
– No habrá noticias.
– Eso no puedo promet…
– Tres días sin noticias.
Macías buscó otra vez consejo en el aire que bailaba alrededor del auto.
– Está bien. Pero dos días: no se murió en dos días, si la información vale la pena.
Doblaron por Huergo hacia Pedro de Mendoza como si el Plymouth tuviera un riel invisible. El patrullero cabeceaba allá adelante, sobre el empedrado. Eran las ocho de la mañana pero ya empezaba a hacer calor. Etchenaik tironeó el cuello, se aflojó la corbata.
– Dos nombres para que busques: un tal Loureiro, que Tony lo juna, y la mina que cantaba en el For Export. Se hace llamar Hilda Sanders pero es Itala Sandretti. Me la mandaron a aceitarme ayer, a ver si picaba… Los gansos que mandaste vos seguro que la perdieron. Ah… al pelado lo agarraron, ¿no?
Macías sonrió, le escarbó las costillas con el índice.
– No jodas, Etchenique. Dame algo serio, que sirva para algo.
El veterano lo miró de reojo.
– La dirección de Marcial.
– ¿Estuviste ahí?
– ¿Vale o no vale?
– Vale.
Etchenaik le detalló el lugar, la casilla. No mencionó al señor Brotto.
– ¿Cuándo estuviste?
– No dije que haya estado.
– Vamos…
– Te di la información ¿no?
– También quedamos en que no podés ocultar datos a la policía. Habíamos quedado en eso…
– ¿A qué policía no le tengo que ocultar información? ¿A tipos como Bertoldi? O me vas a decir que ése anda solo…
– No te puedo cubrir siempre.
– Yo no te pedí un carajo.
Los barcos parecían apoyados sobre papel celofán tenso. El reflejo de agua provocaba una luminosidad que les hizo entrecerrar los ojos.
– De acuerdo: dos días sin noticias. Pero no puedo garantizar totalmente que alguno no levante la perdiz -dijo Macías con la cara fruncida.
– Está bien… ¿Dónde es?
– Seguí un poco más.
Estaban en la Vuelta de Rocha. Pasaron junto al lugar donde dos noches atrás el Peugeot se clavara contra el busto del almirante Brown.
– ¿Qué pasa con la chica? -dijo Etchenaik volviendo la mirada hacia Caminito, una escenografía desolada.
– Están las huellas en el revólver que mató a la dinamarquesa, el testimonio de los que la vieron escabullirse con Marcial… La idea es que intentaron copar y les salió mal. Primero lo cazaron a Marcial, después a ella. La teoría de Cittadini es que a ustedes la mina los usó contra los otros.
Etchenaik meneó la cabeza.
– En cualquier momento voy a hacer un desastre -dijo.
El Plymouth hizo crujir los cantos rodados sobre el empedrado y se detuvo frente a un edificio viejo y pintado de colores, el Almacén El Triunfo. Había un policía en la puerta y otros conversaban con la gente. Media cuadra más allá había un pequeño amarradero con su bote para cruzar a la Isla Maciel y un puente del viejo ferrocarril de trocha angosta, levantado. Los hombres que hablaban con el policía señalaban alternativamente el agua, el puente, se abrían de brazos.
Un poco más lejos, el Riachuelo doblaba a la derecha. Grandes montañas de canto rodado y grúas para cargar los camiones que no estaban. Nadie trabajaba esa mañana.
– Vení, vamos al almacén -dijo Macías.
A ambos lados de la puerta había viejos carteles esmaltados de Ginebra Bols, amarillos y rojos. Los yuyos crecían libremente en el techo, entre los ladrillos descubiertos de las paredes. Los hombres sentados en los bancos de madera, en la puerta, tenían cara de haberlos visto crecer desde allí.
Macías se entretuvo un momento conversando con el oficial a cargo del procedimiento. Después se acercaron al mostrador y pidieron dos cafés.
Los tomaron en silencio. Los policías entraban y salían del almacén a cada rato. Etchenaik pidió una ginebra con hielo y se sentó en la única mesa del lugar.
– ¿Me mostrás dónde fue?
Macías también pidió un trago y con el vaso en la mano le hizo un gesto para que lo acompañara.
Caminaron hasta la orilla y el inspector hizo tintinear el hielo al señalar.
– De ahí, del puente lo tiraron. Llegaron en un auto con Marcial muerto ya. Plafff… Hicieron mucho ruido y alguien los oyó.
– ¿Y la pesca?
– Aquel carguero de canto rodado, al desamarrar esta madrugada lo enganchó.
– Es un lugar medio boludo para tirarlo, ¿no?
Macías no contestó.
– ¿Hay forma de precisar cuándo murió?
– El forense le calcula más de sesenta horas… Coincide con los testigos, que oyeron los ruidos anteanoche. Además, la ropa es la misma que tenía en el For Export.
– Todo en la misma noche.
Macías asintió como si las piezas encajaran demasiado bien y eso no fuera bueno.
– Huyen juntos con la mina. Se separan. A él lo cazan y liquidan. Ella, a la mañana, recurre a ustedes para algún trabajo sucio y los embalurda. Algo había en el conventillo ese donde los cita. Ustedes van y cuando aparecen los otros se arma el quilombo… No me podés negar que es coherente. Ella tiene tu tarjeta, inclusive.
Etchenaik se agachó, agarró un puñado de piedras y las tiró al agua.
– Es un podrido asunto éste… ¿Hay algo más que ver?
– Nada más.
– ¿Y para esto me trajiste?
– Y para que te dejes de joder. No hay nada que hacer.
Etchenaik no dijo nada y comenzó a caminar por la orilla. Subió al puentecito y se acodó a la baranda. Miró el agua turbia, espesa como un caldo barato. Macías lo observaba, quieto en el mismo lugar. El veterano volvió lentamente y le puso el vaso en la mano.
– No te olvides de lo que arreglamos -dijo.
– Anda tranquilo, pero es al pedo.
Etchenaik se acercó al auto. Antes de subir se miró los pies; tenía los zapatos llenos de barro. El mismo barro que había visto pegado al cuerpo muerto de Marcial Díaz.
Puso el paquete sobre el escritorio y no dijo una palabra.
– ¿De dónde venís? -preguntó Tony.
Etchenaik fue directamente al baño y cerró la puerta de un golpe. Después, los ruidos. Los infructuosos ruidos de un hombre doblado sobre el inodoro, vaciándose de nada, de un poco de ginebra helada, de imágenes insoportables, de miedo también.
Volvió blanco, como si se hubiera desangrado, Tony no le preguntó nada ahora. Lo dejó que se rehiciera.
Al rato estaba dormido, tirado en el sillón, largo y desvalido. Un hombre viejo en realidad, qué otra cosa sino un hombre viejo al que le dolía todo.
El gallego tomaba mate, comía medias lunas del paquetito que había traído Etchenaik y esperaba. Esperaba poco ya. Todo venía oscureciéndose. Una tormenta paulatina, segura de sí misma, que los iba tapando, dejando sin salidas.
Tony repasaba los datos que había recogido la tarde anterior en el archivo, en las consultas con Robledo y Rafetto. Ordenaba direcciones, buscaba coincidencias, nombres, confrontaba con los papeles que había recogido Etchenaik en el conventillo.
Pero todo era un gesto mecánico, como reunir los antecedentes de un caso perdido o tan contundente y definitivo como una estadística sobre el hambre o la desgracia en el mundo.
Una semana atrás, pensó Tony, hacía calor pero no había esta humedad espantosa. Cacho venía más temprano y se prendía con Etchenaik en una partida hasta el mediodía; estaban saludablemente acalorados pero al pedo, libres y ociosos para discutir de tango mientras escuchaban «Rapidísimo», para quejarse sin convicción de la falta de laburo sin desearlo verdaderamente.
Ahora, no sólo se había roto su pie. El veterano que dormitaba agitado en el sillón era el vapuleado náufrago de una expedición a la Aventura, un pobre tipo que había sido un loco divertido.
«¿Qué habrá sido de Lucía, tan mía?» preguntaba el taño Marino desde la radio, indiferente y pleno, la voz de oro del tango.
– ¿Qué hora es, Tony?
– Diez menos cuarto.
Etchenaik se incorporó.
– Lo reventaron a Marcial. Dos tiros y al Riachuelo…
– Me imaginaba. Contame.
Y se la hizo larga, prolija, necesariamente llorona.
Cuando terminó el relato, la tangueada de Marino iba por «María» en todo su esplendor.
– A ver, pásame esas anotaciones -dijo Etchenaik mordisqueando una medialuna.
Revisó apellidos, puso en fila las direcciones recogidas, los datos de Robledo y Rafetto. Había que empezar por ahí… A primera vista vio varias coincidentes: Santiago del Estero al 1400, por Constitución; Rincón 17, casi Rivadavia, San Pedrito 1056, eso es… Luna 450, cerca de Patricios…
– Pará -dijo de pronto Tony, como electrizado-. Para, oí, oí…
– Qué carajo querés que oiga, no ves que estoy…
– Oí, animal… Oí… Oí: somos unos boludos… Oí-y le estiraba la palma hacia la radio-. Marcial creyó que trataba con tipos piolas y somos unos imbéciles…
Como dos noches atrás, el taño Marino tiraba el mensaje claro, indudable, el dato preciso que sólo ellos no habían sabido pescar y que le había costado a Marcial dos tiros y una barra de hierro para que se fuera al fondo del Riachuelo:
«Café de los Angelitos / bar de Gabino y Casaux. / Yo te aturdí con mis gritos / en los tiempos de Carlitos / Por Rivadavia y Rincón».
– ¡Rincón 17, casi Rivadavia!… Ahí está escrito, ¿te das cuenta? -gritaba el gallego.
Antes de bajar del auto se dieron cuenta de que habían llegado tarde.
– El Coya S.R.L. Artesanías salteñas -leyó el gallego dando un portazo, acercándose rengueando.
Cruzaron. El local de Rincón 17 estaba cerrado por una pesada cortina de eslabones que ocultaba una vidriera estrecha, el mostrador vacío, la pequeña mesa con algunos papeles abandonados. Etchenaik se hizo anteojeras con las manos para evitar el reflejo y pegó la nariz a la cortina.
– Cerrado como culo de muñeco.
– Las estanterías peladas.
Por la puerta que se abría detrás de la mesa veían cajones abiertos, paja dispersa por el suelo.
– Fíjate que no hay tierra ni cartas. Acaban de cerrar.
– ¿Dónde estarán?
Tony se apartó de la vidriera y entró en el negocio de al lado.
Etchenaik metió la mano entre los eslabones y tanteó el picaporte. Nada. Dio dos pasos atrás y contempló el local de vidrios hasta el piso, el revoque salpicado para cubrir la vieja pared del edificio de dos plantas, el aire de precaria y apurada instalación que insinuaba la masilla desbordada, los extremos recién aserrados de los estantes, las partículas de pintura dorada que aún estaban pegadas al vidrio junto al logo de El Coya S.R.L.
– Vení, vení…
Tony llamaba desde la puerta de la zapatillería de la esquina.
– Hay que tirarle la lengua a la vieja del negocio -dijo el gallego-. Sabe algo pero no quiere hablar.
Entraron.
Costaba localizar a la mujer entre tantas cosas amontonadas.
– Buenas tardes, señora… Quisiéramos saber si…
– ¿Qué van a llevar?
La vocecita se insinuó desde atrás de una pila de ojotas de goma en un extremo del mostrador.
– No, nada. Es sólo por una consulta…
La mujer apenas sobresalía veinte centímetros por encima del borde de madera gastado. Tenía un rostro ajado y maltratado por los años, pero los ojitos, tras los cristales suspendidos de los anteojos minúsculos, tenían un brillo particular.
– ¿Qué van a llevar?
Y lo dijo por segunda vez sin fingir sordera, con la tranquila resolución de un chico empecinado, ganador.
Se miraron, Etchenaik hizo un gesto de desaliento. El gallego paseó la mirada por las pilas de cajas y bolsones; finalmente señaló arriba, sobre el último estante.
– Aquella sombrilla, por favor… La verde y amarilla.
Una sonrisa fue desplegándose en el rostro de viejita como un gran pájaro que abre lentamente sus alas. Sin una palabra hizo aparecer una escalerita de madera, la apoyó y trepó con la velocidad de un trapecista.
Se miraron otra vez. Tony se encogió de hombros.
Media hora después Etchenaik abría el baúl para meter la sombrilla y dos pares de zapatillas. Cerró de un golpe y volvió junto al volante.
– Pero conseguimos lo que queríamos, ¿no? -dijo el gallego contestando a algo que el otro no había dicho pero que flotaba en el aire con la materialidad de un ladrillo.
– Amancio Alcorta 2800 -dijo el veterano como si no lo oyera-. Es por la cancha de Huracán… ¿Cuándo dijo que vinieron?
– Ayer, a última hora.
E insensiblemente Etchenaik aceleró un poquito más cuando enfiló Rivadavia arriba.
Pasaron Plaza Once y doblaron por Deán Funes a la izquierda. Etchenaik tiró el saco en el asiento de atrás y resopló.
– Artesanías salteñas… ¿Me podes decir qué carajo tiene que ver esta gente con la artesanía salteña? Uno se imagina un local en una galería de Charcas y Maipú con una flaca de cara lavada y poncho de colores… Pero esos tipos acá, en Once…
– Una pantalla.
– De acuerdo, una pantalla. ¿Y atrás qué hay? Por qué no ponen una disquería, una veterinaria, un circo…
Tony paseó la mirada displicente por el rostro transpirado del veterano.
– Los indios matacos no traen las artesanías a pie a Buenos Aires. Hay que ir a buscarlas. Varias veces al año, supongo… Un buen pretexto para ir y venir desde bien al norte, andar por zonas deshabitadas de frontera sin despertar sospechas. En fin… el calor te ablanda el seso.
Etchenaik sonrió, pareció recobrar algo del ánimo.
– ¿Acaso la empresa no se llama El Rápido del Norte, como dijo la vieja que leyó en el camión? -concluyó el gallego.
Etchenaik asintió con admiración.
– Quedate con la sombrilla -dijo.
Era un galpón con entrada para camiones y el alto techo curvo sostenido por tirantes de hierro. El sol de la una atravesaba las chapas verdes de plástico y le daba un aspecto de gigantesca pecera. Había dos camiones de culata con la caja abierta, pero no se veía a nadie. Atrás, una plataforma de carga y descarga sobre la que se amontonaban los cajones.
Etchenaik subió los cuatro escalones de cemento a la derecha de la entrada y se acodó a la ventanilla de la oficina. Una jovencita tecleaba detrás de los vidrios en un escritorio con muy pocas cosas. Los dedos del veterano tamborilearon en el borde y la chica se volvió. Le hizo señas.
– ¿Señor? -dijo levantando apenas la ventanilla, sin soltarla.
– Necesito hacer un envío a Orán. ¿Cuándo salen?
– Carga completa, señor.
– ¿Y la semana próxima?
– No podría decirle, señor.
– ¿Y cuándo va a poder?
– No sé, señor. Disculpe.
La chica cerró la ventanilla con un corto y seco ruidito. Volvió a sentarse. Etchenaik golpeó otra vez. La chica, nada. Sonó un portazo. Etchenaik vio que Tony rengueaba hacia el fondo del galpón.
– ¡Es Loureiro! -gritó.
El gallego abrió la puerta de atrás y desapareció enarbolando el revólver. Etchenaik dio un salto, se dejó caer en la playa y corrió junto a los camiones. Algo lo detuvo. Volvió sobre sus pasos y se encaramó sobre la ventanilla. La joven secretaria discaba nerviosamente de pie junto al escritorio.
Etchenaik golpeó, volvió a golpear. La chica había dejado de discar y apretaba el tubo como si lo exprimiera. Etchenaik tomó dos pasos de distancia y se tiró contra la puerta. Hubo un crujido y un grito. Volvió a arrojarse con todas sus fuerzas y ahora la puerta cedió. El impulso lo llevó hasta el escritorio, arrastrándolo. Se recompuso y colocó los dedos delicadamente sobre la horquilla del teléfono.
– Tranquila, nena. No te quiero lastimar.
Ella le tiró el tubo a la cara y corrió hacia la puerta pero el veterano alcanzó a hacerle la zancadilla y la chica se fue de boca contra un armario de metal. Quedó allí, sollozando y maldiciéndolo confusamente, el pelo sobre la cara, los ojos desesperados.
– Basta de pavadas -dijo Etchenaik.
Mientras el veterano controlaba a la piba de la oficina, hubo ruido de arranque en la playa. El camión que estaba abierto se puso en marcha y comenzó a retroceder hacia la calle. Las puertas traseras, batiéndose, golpearon contra los bordes de la entrada. Hubo frenadas y bocinazos y el camión tuvo que dar otra vez marcha adelante, bramando.
Etchenaik vio que el que manejaba no era Loureiro. Sacó el revólver, apuntó a las gomas delanteras y disparó a través de la ventanilla. Dos veces. La chica gritó. El camión volvió a retroceder ahora hasta el medio de la calle, enderezó y salió rugiendo hacia la Perito Moreno.
Etchenaik bajó el revólver. Había vidrios por todos lados. La piba era un ovillo en el suelo.
– Levántate -dijo-. No pasó nada. Le erré…
La chica no contestó. Etchenaik fue hasta la puerta de la oficina. Se oían ruidos en el fondo. En un momento dado se abrió la puerta y apareció Loureiro con las manos en la cabeza; el revólver de Tony le empujaba la nuca.
– El otro se escapó con el camión -dijo Etchenaik.
El gallego insinuó una sonrisa burlona, alardeó escarbando con el bufoso en la pelambre del matón.
– Yo no tuve problemas -dijo.
– Traélo -dijo el veterano sin darse por aludido-. Acá hay algo más.
Mientras Tony ataba prolijamente las manos de los prisioneros tendidos en el piso boca abajo, Etchenaik tomó el teléfono del suelo e hizo dos llamados rápidos. Cinco minutos después, dos patrulleros se cruzaban en la puerta del garaje y dispersaban con cuatro gritos a la gente que se había ido reuniendo. Macías fue el primero en bajar. Trepó rápidamente por la escalera y entró en la oficina.
– ¿Qué es este despelote? ¿Estás loco vos?
Etchenaik estaba sentado sobre el escritorio, señaló vagamente el piso.
– Este guacho estaba la noche que nos retuvieron en la terraza. Es el Loureiro que te nombré.
– Está loco, señor -dijo Loureiro levantando la mirada desde las baldosas-. No sé de qué está hablando.
– Que te explique con qué se hizo el tajo que tiene en la cabeza. -Etchenaik levantó el puño-. Con esta derecha le partí el mate de un hermoso botellazo al voleo. Es tan bestia que fue capaz de levantarse y escapar.
Se bajó del escritorio y le apoyó la suela en la espalda.
– Levántate ahora, turrito…
– Basta.
Macías lo tomó del brazo y lo apartó.
– Espero que sepas lo que estás haciendo, porque ésta no te la puedo bancar.
– Si hay que pagar el vidrio, lo pago.
– No seas boludo.
De nuevo, como otras veces, la bronca se tensaba entre los dos, casi casi los empujaba. Cuando apareció Tony en la puerta de la oficina fue como si llegara un funcionario con la tijera para cortar la cinta tendida entre uno y otro, inaugurar algo que ojalá fuera mejor que lo anterior:
– ¿Y Loureiro?… ¿Qué va a hacer con éste, Macías?
– Queda detenido. La piba también.
Tony y Etchenaik se miraron. Después de una pequeña vacilación el gallego agarró un bolso que había dejado en el suelo y abrió el cierre ante el inspector.
– Estaban en el baño -dijo.
Macías se inclinó para mirar.
El inspector apartó la mirada del bolso, dio una pitada honda al cigarrillo que pendía clásicamente de la comisura de su boca. No dijo nada.
– Una camisa embarrada y un par de mocasines sucios de tierra. -Le explicó didácticamente Tony, ya muy agrandado-. Estaban hechos un ovillo en el baño.
– Podes mandar a analizar esa tierra -se adelantó Etchenaik.
Macías lo miró con desaliento.
– Con el barro no probas nada. La tierra es igual en todos lados. Además, llovió estos días… En la Boca, en Patricios…
– En Munro -completó Etchenaik.
– Claro. En Munro también -reafirmó Macías sin mirarlo, como si nada.
– La tierra no es igual en todos lados -volvió el gallego.
– Es cierto. Pero hay infinidad de lugares donde es igual o con variaciones muy chicas. No sirve de prueba si no se tienen otros elementos. -Macías se volvió apuntándoles con el cigarrillo-. Y testigos.
El veterano iba a replicar pero en ese momento Macías daba órdenes para que se llevaran a los dos detenidos. Entraron dos canas y los levantaron del suelo. La piba tenía lindas gambas. Loureiro era todo feo.
– ¿Se los llevan a Bertoldi y a Cittadini, ché? -ironizó Etchenaik mirándolos partir-. ¿Se está haciendo algo con toda esa cría?
– A Bertoldi y a Gómez se los sacó del caso. Los saqué yo mismo con acuerdo de Cittadini.
– Eso está mejor. Porque nosotros no tenemos pruebas ni testigos pero nuestro verso es más coherente. Y te digo más: proba con otro forense también, aunque sea para tantear… No creo que Marcial haya muerto cuando dice el informe ni que tuviera esa ropa cuando lo balearon.
– ¿Qué pasa, Roqueiro? -dijo Macías.
El suboficial llegaba de la calle, apurado. La persecución del camión del Rápido del Norte había sido tardía pero algo había resultado. En su mano traía restos de una vasija, los pedazos informes tal vez de una estatuita de terracota. En la esquina de Amancio Alcorta y la Perito Moreno había más pedazos. Los testigos coincidían en que habían caído de un camión con la puerta de la caja abierta que cordoneó, casi chocó contra el semáforo, se cruzó totalmente y armó un desparramo.
– Ya avisé al radioeléctrico, señor.
– El polvito -dijo Macías sin oírlo-. Mande a analizar el polvito, Roqueiro.
Y señaló la suave harina que impregnaba la parte interna de algunos de los pedazos recogidos.
– Bien, señor.
Volvieron a quedar solos. Etchenaik sintió que ganaba pequeñas batallas inútiles en una guerra digitada.
– Vamos, Tony -dijo-. Cuando llega esta gente nosotros nos vamos.
Era una frase que alguien había dicho alguna vez y servía de remate para situaciones como ésa.
Salieron. El chistido de Macías los alcanzó cuando bajaban la escalera.
– ¿Qué pasa ahora?
– Para que no te hagas el incomprendido -dijo el inspector a través del hueco del vidrio roto-. Había un sótano en el restaurante; una pared falsa al fondo, detrás de una estantería de botellas. Por un pasillo y otra escalera llegas al patio de un negocio del otro lado de la manzana, un local para turistas también.
– ¿Artesanías salteñas?
– No. Hilados jujeños…
El veterano sonrió otra vez, duramente. Empezó a irse.
– Etchenique… -Macías sacó el brazo y le agarró el borde del saco.
– Sigue en pie el acuerdo. Tenés un día y medio. Apurate. -Lo soltó y le señaló el Plymouth que se recalentaba al sol.
Etchenaik se sacudió el saco como si lo hubiera cagado una paloma y se fue. Se fueron.
Hicieron el recorrido de vuelta con una extraña resolución; se alejaban de El Rápido del Norte dejándole a Macías un lujoso paquete, un regalo para que lo abriera a solas con su gente. Se piantaban oscuramente ganadores.
Sin embargo, cuando cruzaron Entre Ríos el gallego levantó la mirada de los papeles:
– ¿Adonde vamos?
– No sé, Tony. No tengo la más puta idea -contestó Etchenaik mirando al frente. Inmediatamente aminoró la marcha, se acercó al cordón y detuvo el auto:
– ¿Y si largamos? -se atrevió Tony, conciliador-. Hasta ahora fueron todos problemas: jeringazos de prepo, un día a la sombra.
Etchenaik no lo oía. Agarró de un manotazo los papeles que había dejado el gallego en la guantera y los hojeó distraídamente:
– ¿Sin noticias de la Tía Pocha? -murmuró.
– Nada… -Tony cruzó su dedo entre las hojas manuscritas-. Ahí tenés los datos que recogí de Robledo: los últimos quince años de la droga en el Gran Buenos Aires. Detenciones, redes desbaratadas, muertes de adictos. No encontramos ninguna coincidencia entre los nombres de Marcial y toda esa información dispersa. ¿Le hablaste a Macías de las otras direcciones?
– Sí… -Etchenaik siguió revolviendo-. ¿Y de dónde sacaste esto otro?
– Un amigo de mi sobrino, periodista de Abril. Es la investigación para una nota sobre drogadicción en la Argentina que nunca salió: material afanado de los archivos de la cana.
El veterano deslizó el dedo por una larga lista y de improviso se detuvo:
– Ariel Brizuela. Abril de 1962.
– ¿Qué pasa?
– No sé. Brizuela… ¿quién es Brizuela, Tony? Ese apellido lo he visto hace muy poco o alguien me habló de Brizuela.
El gallego quedó pensativo.
– Yo no. Ningún Brizuela para mí. A ver; léelo todo.
– Ariel Brizuela. Abril de 1962. 17 años. Muerto en circunstancias poco claras durante una redada en Mar del Plata. Baleado por sus cómplices a la llegada de la Policía. Secreto de sumario. Detenidos pero ningún procesado. Marihuana.
– Un chico.
– ¿Pero dónde carajo escuché yo el apellido Brizuela? ¿Quién es?
– Por ahí alguno de los canas…
– Tal vez -asintió Etchenaik sin convicción.
Puso en marcha el motor.
– ¿Adonde vamos?
– A la oficina. Los muchachos del Falcon que nos sigue están aburridos de tomar sol en lata.
Antes de subir, Tony hizo una escala en el bar. Había un amigote de la época de la bandeja que tenía algo que compartir con él.
Cuando Etchenaik salió del ascensor, la mujer de la limpieza lo miró sorprendida.
– Ah… ¿Dónde había ido?
– Acabo de llegar, Sofía… ¿Quién le abrió?
– Estaba abierta… Pensé que usted…
Etchenaik se acercó a la puerta y revisó la cerradura. Había sido sutilmente violentada. Ni siquiera una raspadura en la madera. Pero el mecanismo se había roto: no cerraba.
Adentro todo estaba en orden, ni un papel en el suelo.
– Ya limpió, Sofía.
– Todito. Plumerié y después pasé un trapo húmedo por todas partes.
Etchenaik hizo un gesto de desaliento.
– ¿Qué pasa, hice mal?
– No, Sofía, la próxima vez traiga nafta y un fósforo.
Para la próxima, Etchenaik no lo sabía, esa ironía iba a resultar ridícula.
La mujer lo miró apoyada en el escobillón, sin comprender; lo siguió extrañada, mientras Etchenaik recorría la oficina, verificaba la prolija limpieza, los cambios imperceptibles que alguien había introducido en los objetos, las ausencias, los excesos.
Finalmente, luego de revisar el baño, el inodoro, el depósito del agua, se sentó en el escritorio y abrió el cajón central.
Todo estaba en el desorden reconocible. Llevó después la mano al cajón de la derecha y tiró. Hubo una leve resistencia y se detuvo. Lo soltó como si quemara y empezó a temblar.
– Sofía -dijo parándose como si temiera despertar a un tigre-. Abra la ventana y la puerta; quédese en el pasillo.
– ¿Qué pasa?
– Hágame caso y deme el secador.
Etchenaik sacó la máquina de escribir y el teléfono. Concentró todo en el otro extremo de la habitación y se parapetó detrás de un sillón. Desde allí esgrimió el secador hasta hacerle calzar una punta en la manija del cajón.
– Fíjese, Sofía -dijo dándose vuelta.
Y empujó fuerte.
Todo reventó con un estruendo descomunal. Cuando se disipó el polvo, lo que quedaba del escritorio estaba en el centro de la oficina, el sillón chico había saltado por el aire para caer contra la pared opuesta con los resortes a la vista. Sofía estaba sentada en el suelo y Etchenaik había quedado con un pedazo de secador en la mano, blanco como la pared ahora descascarada.
– ¿Qué fue eso? -dijo Sofía sin atinar a levantarse mientras en el pasillo se sumaban las voces, las corridas y los gritos.
– Creo que va a tener que limpiar otra vez -dijo Etchenaik dándose golpecitos sobradores en el saco lleno de polvo.
Cinco minutos después, tras aplacar las iras del administrador y mentir oscuramente sobre el origen del estruendo. Etchenaik dejó a los curiosos en el pasillo y no quiso ni mirar el estado general de su oficina, el vidrio de la puerta rajado, el armario que se había ido de boca como si tropezara. Dejó todo así y agarró el teléfono. Llamó primero a la aseguradora y después a Macías. El inspector no había llegado y en la compañía dejó el mensaje y colgó.
El polvo recién estaba terminando de caer cuando cayó, también, el gallego.
– ¿Qué te pasó? No se te puede dejar solo…
Etchenaik parecía el dueño orgulloso de un imperio arrasado por la furia de los elementos. Los peores elementos. Se paró y pateó las maderas rotas del escritorio.
– Se llevaron algunos papeles y dejaron un explosivo, una trampa cazabobos enganchada en el cajón. Sospeché cuando encontré todo en orden y abierto.
Tony agarró la punta de un resorte, lo tensó y lo dejó caer con un tañido prolongado.
– Te quieren reventar en serio.
– Es como si fuera todo demasiado grande, ¿no?
– Raro que se arriesguen así. Debe haber muchas cosas en juego. No sólo guita -aventuró el gallego-. ¿Pero qué buscás?
– El documento del seguro -dijo Etchenaik revolviendo entre los vidrios y los biblioratos rotos.
Encontró un cartón grande, de orlas azuladas y leyó todo detalladamente. Había algo en la letra chica donde por ahí lo curraban. Pero de pronto alejó el documento de sus ojos, quedó como suspenso, la mirada en el aire.
– ¡La profesora! -gritó.
Agarró al gallego por los hombros y lo sacudió.
– ¡La profesora, Tony!… Flora Brizuela, egresada del Conservatorio Nacional. De ahí me sonaba el apellido. El diploma es un cartón como éste, colgado junto al piano.
Tony no entendía ni de qué le hablaba. Tampoco entendió cuando dejaron todo tirado, así, y salieron para Munro.
Bajaron y se treparon al Plymouth. El atardecer caía sobre la Avenida, lento e indiferente al vértigo que les comía las horas. El día había sido denso, inconcebible para una rutina de tantos años, abandonada ahora como ropa vieja y demasiado usada.
– Hay que perderlos a éstos -dijo el gallego y señaló el Falcon verde Nilo estacionado media cuadra más allá.
Tomaron por Hipólito Yrigoyen hacia el Bajo, lentos y prolijos, con el auto de la cana pegado a los talones. Al llegar a la Rosada, Etchenaik quiso escaparse en el semáforo pero lo madrugaron y los tuvo encima hasta llegar a Retiro. Al pasar frente al Sheraton se metió entre los colectivos. Dio la vuelta a la plaza, arriesgó los guardabarros para ganar el lugar de los que retoman por Leandro Alem y dejó al Falcon cuatro colectivos atrás. Entonces fue cuando se jugó: aceleró con luz roja por la cuadra de Juncal mientras los canas quedaban entorpecidos por el tránsito de Libertador y los colectivos que doblaban a la izquierda. Cuando el Falcon zafó y encaró la cuesta ya Etchenaik había doblado por Arenales y aceleraba con el semáforo de Esmeralda en rojo. Dobló a la derecha y los perdió.
Eran las ocho menos cuarto cuando llegaron a la casa de Fondo de la Legua.
– Espera un poquito -dijo Etchenaik.
– ¿Qué vas a hacer?
– Una corazonada. Vení, ayúdame a buscar acá, en esta tierra removida.
Se metió en el baldío que había junto a la casa y estuvo observando los escombros amontonados junto al paredón. Levantó algunos de los más grandes y los arrojó nuevamente, con fuerza. Después se puso en cuatro patas, a escarbar.
– ¿Qué pensás encontrar?
– Ojalá supiera.
Al golpear a la puerta, un rato después, Etchenaik tenía las uñas llenas de tierra húmeda.
Abrió ella. Cincuenta años, un rostro leve y descolorido. Los kilos de más puestos parejitos, como cuando un chico engorda un muñeco de arena en la playa.
– ¿Qué desean?
– Hablar con usted, señora.
La mujer se retrajo, parpadeó.
– Disculpe, pero mi marido no está. ¿Es por un terreno?
– No me entiende, señora de Brotto. Es con usted la cosa. También con su marido, pero sobre todo con usted. Yo soy Etchenaik.
Si le hubiera dicho que era Frankenstein o el mismísimo San Puta, el efecto no hubiera sido mayor. Fue como si repentinamente se abriera a una puerta a sus espaldas y entrase una ráfaga de aire helado. Se agitó, apretó los labios.
– ¿Y usted qué quiere?
Ya estaba perdida. Otros diez años cayeron sobre sus ojos que alguna vez habían sido hermosos o brillantes al menos.
– Marcial Díaz murió, señora. Asesinado.
Etchenaik lo dijo lentamente, como en las películas, las malas películas en las que se habla despacio, dejando segundos entre palabra y palabra para que se suponga que los personajes son inteligentes o dicen cosas que merecen recordarse.
Y en seguida el veterano le mostró las manos. Eso: se las mostró casualmente, en un movimiento aparatoso que justificó con una frase debidamente estúpida.
– No somos nada, señora.
Y ella le clavó la mirada en las uñas.
Y las uñas se le clavaron en las defensas finales, las desgarraron.
– Pasen -dijo finalmente derrotada.
Ella se hizo a un costado para que pasaran y apenas se repuso:
– En realidad lo siento mucho… Mucho.
Entraron.
El living estaba en penumbras. La mujer encendió la luz de una araña fea, torpemente funcional, y reveló la mesa de planchar, un montón de ropa apilada encima. Había más en una silla. Ella desenchufó la plancha y retiró la frazada que cubría la mesa.
– Disculpen un momento, por favor.
Fue hasta la cocina y desde allí les ofreció algo para beber. Volvió con una jarra de agua fresca y un limón cortado en cuatro. Puso los dos vasos sobre la mesa y finalmente se sentó.
Etchenaik y Tony bebieron en silencio.
– Es bastante complicado el asunto, señora -dijo el veterano con un suspiro-. Pero hay varios puntos oscuros que sólo usted y su marido pueden llegar a clarificar.
– Creía que mi esposo ya había hablado con ustedes.
– Su marido mintió.
– Eso no es verdad.
Etchenaik se metió un pedazo de limón en la boca, frunció la cara y escupió las semillas.
– ¿Cómo fue, señora? ¿Piensan seguir negando que Díaz estaba en la casa cuando llegaron los tipos?
– No estaba. No había llegado.
– ¿Y quién golpeó la ventana pidiendo auxilio? La nena se asustó.
– Oí unos golpes…
– ¿Y dos disparos después? ¿No oyó los disparos?
Etchenaik se paró, adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Ella apartó la cara, como si fuera una llama que le buscara los ojos.
– Fueron dos sonidos así: «pop-pop». Un treinta y ocho con silenciador… ¿No los oyó?
– ¡No!
Y fue un grito. La mujer empezó a ponerse de pie, los ojos como loca, toda loca. Ya no quedaba nada de la apacible gordita que había abierto la puerta como quien recibe una noticia buena y previsible.
– ¡No es cierto todo eso!
Y ahí hubo un ruido imperceptible. Sólo el gallego, una oreja sensible al chasquido, al golpecito llamador, se dio vuelta.
– ¡Guarda!
Reventó el disparo casi simultáneamente con el grito de Tony. La descarga del cartucho se estrelló contra el respaldo de la silla del veterano, que saltó a un costado.
La mujer volvió a gritar. El señor Brotto, con la escopeta humeante les apuntaba desde la puerta del pasillo, dispuesto a disparar el segundo cartucho.
– Salí de ahí, Flora -ordenó el martiliero.
Pero no pudo. Etchenaik gateó por debajo de la mesa, tomó a la mujer por los tobillos y la derribó. La señora de Brotto se desparramó entre dos sillas, hubo un revoleo de piernas y la histeria del martiliero:
– Soltala, hijo de puta, que te mato… ¡Soltala te digo!
Etchenaik se acuclilló tras la mujer reteniéndola con el brazo en la garganta. Tony aprovechó para parapetarse detrás del perfil del piano, fuera de la línea de fuego.
– Párese, Brotto, está loco -dijo el veterano ganando tiempo-. En un minuto va a venir la policía si sigue a los chumbos… Párese ahora, espere un momento.
– No espero nada. Los voy a reventar a los dos.
– A uno y con suerte… Mi viejo… -dijo el gallego casi dulcemente-. Esa porquería tiene un solo tiro más y me vas a chumbiar a mí. Mientras, el flaco te acogota la mujer. No perdés mucho pero…
– ¡Basta!
Y el señor Brotto se abrió un poquito buscando ángulo.
Cuando el gallego se quedó sin argumentos para demorar la ejecución sumaria que se disponía a realizar el peluquero, nada había para hacer. Etchenaik apretó el cuello de la señora, la hizo gemir tratando de demostrar aunque más no fuera un precario poderío. Pero no alcanzó.
– Tírales, Rogelio -dijo la dama, toda resolución.
– Eso voy a hacer.
En la punta del piano, sobre una carpetita de crochet, había un elefante blanco decorado con pinceladas doradas. Cuando Brotto dio un paso al frente levemente inclinado para dispararle a Etchenaik, el elefante voló. Arrojado por Tony, le dio exactamente sobre la sien con terrible violencia y lo hizo trastabillar.
– ¡Hijos de puta! -gritó Brotto, y disparó al voleo contra el gallego.
El piano, tomado de lleno, retembló haciendo sonar todas sus cuerdas bajo la lluvia de plomo. Era lo que Tony quería.
Salió del escondite y se abalanzó sobre el peluquero que revoleaba el arma ahora inútil. Hubo un golpe pleno sobre el hombro que Tony aguantó a pie firme y después un derechazo en gancho que agarró al señor Brotto en medio del pecho. Cuando se fue contra la pared se encontró con una rodilla ascendente entre las piernas que lo dobló en dos hasta deslizarlo al piso. Allí quedó.
El gallego levantó el arma y la puso sobre la mesa. Etchenaik se incorporó con la mujer que sollozaba. La soltó.
– Cállese ahora -dijo Tony y sacó su revólver-. Abra la puerta y explíqueles a sus vecinos que no fue nada, que su marido estaba limpiando el arma y se escaparon los dos tiros. Vaya, que el martiliero no se le va a ir.
La mujer vacilaba, miraba a su marido caído, el arma que ahora le apuntaba.
– Vaya -dijo Etchenaik y le puso el índice entre las flores del batón en el medio de la espalda.
Fue. Luego de un instante la oyeron hablar bajo el cobertizo con voz vacilante pero que pretendía firmeza.
El señor Rogelio Brotto reaccionaba lentamente. Un hilo de sangre se deslizaba desde la sien para ensuciar el cuello del piyama abierto sobre el pecho desnudo. Había perdido una de las chinelas y toda la compostura que alguna vez lo caracterizara.
– Arriba -dijo Etchenaik tironeándole de las axilas.
Lo acomodó en una de las sillas, fláccido como un títere, la cabeza ladeada. En eso llegó la mujer con los ojos llenos de lágrimas.
– Ocúpese de despertarlo. Lávele un poco la cara -dijo el gallego sin dejar de mover el revólver.
La mujer fue y vino con una toalla mojada hasta que el señor Brotto pudo mantener la cabeza sobre los hombros.
– Arrímese -ordenó el veterano.
El gallego se ubicó detrás del matrimonio y empujó los respaldos hasta apretarles el pecho con el filo de la mesa.
– Las manos encima, ahora.
Tony permaneció atrás, acodado, haciendo espaldas a la cómoda. Etchenaik se sentó del otro lado de la mesa, frente a los ojos azorados del matrimonio.
– No vamos a perder tiempo. Queremos saber todo, en una sola versión y sin correcciones.
La mujer abrió la boca. Salió un ruidito extraño y después nada. Volvió los ojos a su marido pero el martiliero estaba ocupadísimo en la tarea de mantenerse despierto.
– ¡Vamos!
El violento golpe de Tony con la culata de la escopeta sobre la mesa los sobresaltó.
– ¿Qué pasó esa noche, señora? ¿Recuerda los «pop-pop»?
La mujer parecía dispuesta a hablar. Extendió las palmas sobre la mesa, acható las arrugas del mantel.
– Serían las dos cuando golpearon la puerta -dijo al cabo de un momento-. Eran tres. Dos hombres y uno más bajo y joven.
– ¿Qué querían?
La mujer volvió otra vez los ojos a su marido pero Brotto se había derrumbado definitivamente y tenía el rostro oculto entre los brazos.
– Querían la llave de la casa de Díaz. Les dijimos que no la teníamos, que no había otra. Entonces se fueron dos y quedó uno amenazándonos…
– No es así, señora -dijo Etchenaik con calma-. Ellos suponían que Marcial estaría armado y no se quisieron arriesgar a un tiroteo. La verdad es que ustedes les dieron la llave y después fraguaron lo del piedrazo contra la cerradura. Lo que pasó fue que el imbécil de su marido, por prolijo y temiendo dejar huellas, no encontró nada mejor que traer un pedazo de escombro del baldío, golpear la puerta y volver a llevarlo a su lugar. ¿Me equivoco?
Etchenaik cerró el puño y golpeó con fuerza sobre los dedos de Brotto contra la mesa. El hombre se conmovió y asintió sin levantar la cabeza.
– No me equivoco, claro que no. Ahora sigamos, señora.
– No sabemos qué pasó después… -retomó la mujer-. Escuchamos ruidos y media hora después los golpes contra la ventana, las amenazas…
– ¿Quién golpeó?
– No sé.
– ¿Quién golpeó, carajo?
La mujer sollozó.
– Díaz golpeó.
– ¿Y qué decía?
Nuevos sollozos. Brotto levantó la cabeza.
– Déjela, ¿quiere? Voy a hablar yo.
– Hable.
– Díaz pidió ayuda: «Me van a matar» decía.
– ¿Y después?
– Se lo llevaron. Oímos el ruido del auto que se iba.
Etchenaik metió la mano en el bolsillo.
– Mire esto.
Abrió el puño y dejó caer sobre la mesa dos cápsulas de 38. Estaban llenas de tierra negra y húmeda.
Brotto las siguió con la mirada. De pronto dio un manotón y pretendió metérselas en la boca.
– ¡Basta! -gritó Tony dándole un golpe en el brazo que hizo saltar las cápsulas por el aire.
– Yo les voy a decir lo que pasó… -comenzó Etchenaik-. Ya se lo llevaban cuando él consiguió zafarse y golpeó, pidió auxilio y entonces… lo mataron.
Los otros lo miraban como si estuviera contando un cuento apasionante y ajeno, un espectáculo.
– Lo mataron… -repitió y se puso de pie, abrió la puerta-, Ahí.
Y señalaba el suelo a dos metros de la puerta de la cocina, sobre las piedras del camino.
– ¿Ahí? ¿No es cierto que fue ahí?
Brotto asintió mirando para otro lado. Etchenaik se sentó frente a él.
– Entonces sí, amenazaron y se fueron. Pero no lo dejaron a Marcial tirado porque no querían un muerto acá. Claro, quedaron las cápsulas. Y no era cuestión de dejarlas ahí, ¿no es así?
– Nos amenazaron, señor. Usted debe conocer a esa gente.
Ella habló como si pidiera rebaja en la feria, un tono plañidero insoportable, capaz de reventar el hígado más curtido.
– Estoy empezando a conocerlos a ustedes.
La señora de Brotto desvió la mirada pero Etchenaik no la dejó:
– Hábleme de Ariel Brizuela -dijo.
Nadie contestó.
Tirar ahí ese nombre sobre la mesa fue una posibilidad más, un manotazo no de ahogado sino de ciego.
Pasó un minuto y nada. Empezó otro minuto.
– Ariel Brizuela, abril de 1962 -precisó Etchenaik.
– No tiene nada que ver con esto -dijo ella al final, cansada.
– Tiene.
El veterano se levantó y fue hasta el ángulo de la habitación donde colgaba el diploma de la profesora de piano Flora Brizuela. Se felicitó de su memoria.
– No tenga miedo -dijo volviéndose-. Ya están lo suficientemente complicados ustedes dos.
– No tengo miedo de nada. Yo no tengo nada que ver con toda esa mugre. Fue una desgracia que después de tantos años este hijo de puta viniera a revolver todo.
Causaba un efecto curioso oír putear a una dama tan prolija.
– ¿Quién es el hijo de puta? ¿Marcial?
– Sí, ése… -ahora la mandíbula le temblaba y en todo el rostro había una extraña resolución, un rencor oscuro largamente asordinado-. Él tuvo la culpa.
– ¿Y ella, señora Flora?
– ¿Quién?
– La Loba…
– ¡No la nombre así! ¡No la nombre así en esta casa!
Ya era una fiera, un monstruo cotidiano y vulgar con todas las uñas. Tony levantó las cejas, hizo un gesto que significaba años repentinamente iluminados, un controlado asombro.
– Siga.
– Marcial abandonó a mi hermana cuando estaba embarazada. No quiso saber nada. Estaba agarrando plata grande y creyó que era una trampa para casarlo. Entonces ella, para seguirlo, trajo al chico a casa. Después, a veces, venía… pero lo criamos nosotros. Él jamás se acordó.
– ¿Hasta ahora?… No entiendo.
– No, volvieron antes. Cuando Arielito tendría diez años, una noche aparecieron juntos. Se habían casado y decían que ahora la vida sería color de rosa, querían a su hijo… -A esta altura del relato la señora Flora Brizuela de Brotto sollozó duramente-. ¿Qué iba a ser su hijo, si nunca se habían ocupado de él?… Pero se lo llevaron. Y nunca los volví a ver. Ni a mi hermana ni a Arielito ni a él, hasta hace unos meses.
– ¿Cómo vino a parar acá?
– Casi no lo reconocí. Estaba hecho una ruina y no tenía dónde caerse muerto. Se enteró de que la casilla estaba vacía y nos pidió quedarse un tiempo. En seguida me di cuenta de que se drogaba. Yo no quería que se quedara pero Rogelio le tuvo lástima. Lo dejamos.
La mujer quedó callada, abstraída mirando los dibujos del mantel.
Etchenaik se levantó, tomó la jarra y fue hasta la cocina. Abrió la heladera y la llenó de agua fría. Volvió y la dejó en medio de la mesa. Nadie bebió. El aire empujaba de a rachas la cortina floreada de la cocina. Ya era de noche y de la calle llegaban voces sueltas, gritos de pibes que jugaban bajo los focos. Allí, encima de la mesa de fórmica vulgar y gastada, sobre un mantel quemado por cigarrillos baratos y con las manchas de grasa de innumerables almuerzos, el revólver y la escopeta no tenían nada que ver. También parecían mentira los muebles destrozados, las dos cápsulas de 38 llenas de tierra que habían rodado junto al piano.
Pero la realidad tiene esas cosas.
– ¿Por eso lo dejaron matar?
La pregunta de Tony llegó como la conclusión de un largo razonamiento que hubieran estado armando entre todos sin que nadie lo formulara.
– Él no merecía vivir -dijo la mujer, desafiante-. Nos ensuciaron a todos.
Había tanto odio en esas palabras que Etchenaik sintió un profundo rechazo, un asco infinito, como si le saltara un bicho ponzoñoso. Y decidió pisarlo.
Había ido pasando de la bronca al profundo desprecio. Ya no podía evitarlo ni le interesaba.
– No sé qué le duele más, señora: la muerte del chico o que los hayan ensuciado, como usted dice.
Una ira santa subió a los ojos de la mujer. Estaba o se sentía más allá del bien y del mal. O, mejor, estaba sentada en medio del bien, lo administraba:
– Usted habla así porque tiene un revólver. Pero también es parte de la mugre… La misma mugre que él y que ella.
La mano del gallego se levantó como para cruzarle la cara pero Etchenaik lo contuvo.
– Es muy difícil separar la mugre de lo demás -dijo con extraña calma-. En general viene todo muy mezclado. Le diré, señora, que he encontrado mucha basura en ciertos hogares bellamente constituidos. No hay reglas. Pero la experiencia sirve, y no me gusta la gente que se dedica a la tintorería moral.
Ella fue a replicar pero la acalló con un gesto. El veterano se sentía extraño, casi un personaje hecho, con integridad y soltura. Su pequeño discurso había tenido la convicción y el peso de un sermón menor de Marlowe.
– Acá hay crímenes de por medio y no es posible bajarse del asunto como de un colectivo. Lo real es que ustedes ocultaron pruebas y les dieron una coartada a los asesinos.
– Tuvimos miedo.
– Tuvieron odio.
Etchenaik se sirvió un vaso de agua y bebió.
– ¿Cómo murió Ariel, señora?
– Creo que estaban otra vez separados en ese momento. Siempre se la pasaron yendo y viniendo. El chico fue a pasar el verano con el padre, a Mar del Plata. Díaz actuaba en clubes nocturnos, boites, y el pibe comenzó a frecuentar ese ambiente. Era un lindo chico y no le faltaba dinero. Apareció muerto en uno de esos lugares de la avenida Constitución, cuando no había todo el ruido de ahora… Era casi un descampado. Hubo un tiroteo y parece que los mismos tipos que andaban con él lo balearon. Le encontraron drogas encima, pobrecito.
– ¿Y qué hizo Díaz?
– Desapareció, no volvió a cantar. Apenas lo vi para el entierro.
– ¿Y ella?
– Desde entonces no tuve noticias de mi hermana. No los volví a ver, ni juntos ni separados.
Etchenaik se levantó, puso la mano en el hombro del gallego y salió con él al cobertizo. Hablaron, con la puerta abierta, mirando cómo los Brotto se consumían lentamente, como una brasa.
El veterano se apoyó en el marco de la puerta y dijo:
– Escuchen bien esto: vamos a dejar de lado los odios y escopetazos. No es que me olvide, pero hagamos como que sí. A mí me interesa que la gente que asesinó a Díaz lo pague y necesito testigos para eso. Los testigos son ustedes. Y soy capaz de olvidarme de que más que testigos son cómplices. Por eso, si colaboran, no le diré a la policía detalles como las cápsulas enterradas, la piedra en la cerradura y otras huevadas propias del rencor y la cobardía. Lo que quiero es un testimonio claro: a Marcial lo mataron en esta casa, ahí, esa noche y no la anterior. Ustedes dirán que los amenazaron, adornarán el asunto a piacere. Pero no hay alternativa: sólo les pido un cachito de verdad. Les doy hasta mañana; hablen con el inspector Macías en la Central de Policía. Si no, hablaré yo. Así de simple.
Etchenaik los miró alternativamente a los ojos. Ella había recuperado una extraña expresión de dignidad herida: Brotto estaba tirado en la silla como si hubiese caído allí luego de atravesar el desierto de Gobi.
El gallego le tocó el hombro. Dieron media vuelta y salieron.
– Nunca me gustaron los rematadores -dijo Tony.
– Y de las profesoras de piano, ni hablar.
Cuando Cacho llegó el sábado a la mañana a la oficina de Etchenaik Investigaciones Privadas, el veterano no estaba, la puerta tampoco, el armario tampoco, un sillón tampoco. Sólo Sofía, que barría entre una blancuzca polvareda los restos de revoque y papeles rotos.
– Eh… ¿Qué pasó? ¿Se fueron? -dijo el cafetero sin animarse a entrar.
– Pasá, Cacho. Estoy acá, en la pieza.
La voz de Tony García se sobrepuso al arrastrado barrido de la limpieza y a la orquesta de Di Sarli en la radio desde el otro lado de la mampara.
Cacho atravesó la polvareda como quien corre en un día de lluvia hacia un refugio, abrió la puerta y encontró al gallego sentado en la cama, con el pie derecho sobre la silla inspeccionándose la herida. El desorden del cuchitril era un poco mayor que el habitual, pues a las dos camas, los libros y los papeles de Etchenaik se habían agregado los objetos sobrevivientes de la explosión del día anterior. El teléfono y la máquina de escribir estaban en el suelo.
– ¿Qué les pasó? ¿No está Etchenaik?
– Fue a la cana.
– ¿Una citación?
– No. Fue a darles la precisa…
El gallego inauguró una sonrisa que el cafetero no le conocía, mezcla de suficiencia y triunfalismo casi contenido, una obrita maestra.
– No sé qué harían sin los datos que les pasamos.
– ¿Un caso nuevo, Tony?
Con un asombro medido al centímetro, el gallego levantó las cejas y la oscura mata que le subrayaba la frente adquirió cierta gracia:
– ¿Un caso nuevo decís? -parecía Pedro López Lagar…-. Está en todos los diarios, fíjate… Claro que nuestros nombres no figuran, pero… ¿Cuánto hace que no venís por acá?
Cacho calculó al voleo:
– Ayer viernes pasé y no estaban… El jueves no vine yo porque el miércoles a la noche estuve en la cancha de Vélez, que había partido. El día anterior también estaba todo cerrado.
– El miércoles estábamos en cana, Cacho.
El gallego esperó el efecto que la revelación causaba en el cafetero y luego, sin transición, le señaló el píe herido:
– Esto fue esa noche, cuando reventamos un Peugeot en la Vuelta de Rocha y mataron a la chica. Cuando llegó la cana nos llevó. Pero claro que vos no sabes nada de la historia del cantor.
Media hora después, cuando el gallego contaba con ademanes y expresivos sonidos de boca el último incidente con Rogelio Brotto y señora, las perdigonadas en el living, el acogotamiento de la dama y su providencial golpe de elefante blanco en la sien agresora, apareció Etchenaik.
– ¿Quién pidió esa custodia? -gritó embroncado al llegar.
– ¿Qué custodia?
– Hay dos policías en la entrada a los ascensores del piso. Hace media hora que trato de pasar y después descubro que me estaban protegiendo a mí.
– Yo no pedí nada -argumentó el gallego-. La habrá mandado Macías por la suya después de lo de ayer.
El veterano lo miró extrañado.
– Acabo de hablar con Macías, inclusive los Brotto declararon hoy a primera hora. Detuvieron a Loureiro, a los tipos que dispararon contra la dinamarquesa, a los sospechosos del asesinato de Marcial. Están tocando el último tango para unos cuantos, gallego.
– Vos vas a bailar un tango más.
La voz no era muy clara porque el tipo que había hablado desde la puerta, flanqueado por los dos policías, estaba con una media que le cubría la cara. El arma que tenía en la mano era un detalle más, un grosero detalle de muerte.
El que había hablado caminó dos pasos y se colocó en el centro de la oficina vacía. Se hizo un repentino silencio. Hubo solamente un movimiento más de la escoba de Sofía, casi reflejo y apenas anterior a su grito cuando vio el arma en manos del encapuchado.
– Calladita, jovata -fue el escueto mensaje.
Los dos canas que lo acompañaban pelaron también las reglamentarias y entonces el de la media se adelantó hacia la puerta de la piecita.
– Usted viene con nosotros, Etchenique… Los demás, adentro.
Y con un gesto amplio mandó a Tony, Cacho el cafetero y la desorientada Sofía a la habitación interna.
– No son policías -dijo el gallego resistiéndose.
– No -contestó uno de los uniformados-. Claro que no. Y métase ahí adentro que nadie le piensa hacer nada.
Fue un instante de distracción apenas. Y hay que tener en cuenta que Etchenaik estaba agrandado por algunos éxitos recientes en eso de madrugar a quien le apuntaba. Por eso se jugó.
Cuando vio que los falsos policías se ocupaban en guardar a los otros, tiró el saco que tenía en la mano contra el revólver del encapuchado y se arrojó hacia él, como un toro que embiste para derribar.
No llegó a tocarlo. En lugar de sentir la blandura de un cuerpo recibió toda la violencia de un hierro encima de la ceja. Después, la espalda contra el suelo, la sensación de desorden que le embadurnaba las percepciones y una extraña conciencia de que otra vez se iba a desmayar en lo mejor de la historia.
Lo primero que sintió fue el frío sobre los párpados, las gotas que le corrían por el cuello y bajaban por la camisa entreabierta. En seguida comprobó que lo que lo rodeaba no era su oficina.
Estaba acostado en una cama dentro de una habitación pequeña y sin ventanas, pintada de amarillo. Había una luz que pendía del techo y no se veía otra cosa. Sentado en el borde de la cama estaba el de la media. Ahora no tenía una pistola en la mano sino una jarra de agua. Vio que la jarra se acercaba.
– Estoy despierto -dijo levantando la mano.
El otro detuvo el gesto, se levantó y salió por una puerta que desde su posición Etchenaik apenas veía. Giró la cabeza sin atreverse a levantarla y vio que había otra más en el mismo ángulo de la habitación. Entre ambas puertas estaba un hombre apoyado en la pared. Tenía puestos un pulóver gris de cuello alto y una careta del Pato Donald.
– ¿Qué hora és? -preguntó separando un centímetro la nuca de la almohada.
Donald no contestó ni hizo el menor gesto. Etchenaik sintió que le dolía el ojo derecho y que apenas podía mover ese lado de la cara. Se incorporó sobre los codos y comprobó que estaba completamente lúcido pero optó por dejarse caer con un quejido que mentalmente calificó de desgarrador.
La puerta de la que había salido el de la media se abrió y entraron él y tres más. El último, uno alto y flaco con un antifaz del Llanero Solitario, traía una silla que arrastró hasta el medio de la habitación. Los otros tenían también la cara cubierta pero cada uno de una manera diferente. Uno tenía una bolsita de papel con agujeros. Se desparramaron por la pieza y el Llanero fue el primero en hablar.
– Venga, Etchenique.
El veterano se dobló como para sentarse pero luego de unos segundos repitió la caída de espaldas, ahora con un resoplido.
– No exagere -dijo el flaco-. No le pasa nada.
Tuvieron que ir a buscarlo y arrearlo hasta la silla. Tenía la cabeza volcada hacia adelante y la luz le caía vertical sobre la nuca.
– Etchenique -dijo casi con ternura el de la media levantándole el mentón con los dedos-. ¿Qué pasó con Chola Benítez?
Y ésa, precisamente ésa, el veterano no se la esperaba.
Cuando le nombraron a la piba que apenas había visto unas horas hasta que alguien la bajó desde un auto en la escenografía grotesca de Caminito, Etchenaik levantó la cabeza:
– No entiendo nada, viejo. La mataron… ¿Pero por qué te la agarras conmigo?
Desde atrás, una mano se apoyó suavemente en su cabeza y bajó enrejada en el pelo, se deslizó persuasiva.
– ¿Cómo fue? -escuchó.
– ¿Cómo «cómo fue»? -dijo intentando girar, pero sintió que le apretaban el hombro opuesto, lo retenían.
– Queremos los detalles, todos los detalles.
Etchenaik sintió que esperaban algo que él no podría darles y supo que eso le costaría caro.
– Creo que hay un malentendido… -comenzó.
Le tiraron un coscorrón entre amistoso e intimidatorio que le revolvió la pelambre, lo manoseó, ablandándolo.
– Escuchá bien, hijo de puta -ahora era el de la bolsita de papel-. No jugués al sorprendido porque de acá no vas a salir vivo si te hacés el loco.
– No soy demasiado valiente ni aguantador -dijo Etchenaik con la boca entreabierta y mirando al vacío-. Les puedo decir todo lo que sé, no tengo nada que ganar o perder en esto, pero me parece una guachada que traten de asustarme jugando a los mascaritas. Se ve que son pendejos…
Vio la turbación, el subir y bajar del papel humedecido en el lugar de la nariz, la inminencia del golpe. Pero una mano se apoyó en el hombro del de la bolsita y una voz más serena le habló desde atrás de esa mano. Era el Llanero.
– Vos sos el último que la viste. Iba en el auto con vos y el otro la noche que la mataron. ¿Adonde la llevabas? ¿Por qué te largó la cana?
– ¿La entregaste vos, no? ¿Se la entregaste vos a Sanjurjo? -saltó otra voz desde el fondo.
– Demasiado desorden en las preguntas -dijo Etchenaik y al momento se dio cuenta que no podía darse esos lujos, ironizar.
Vio venir la primera trompada y se encogió levantando las rodillas, pero igual sintió el golpe tremendo en el costado. La silla se tambaleó y se fue al piso. Quedó acurrucado boca abajo.
– No perdamos tiempo -escuchó que le decían sin pasión-. ¿Qué le hiciste a Chola? Habla o te reventamos.
– La puta madre que los parió -dijo con la boca pegada al suelo.
Lo levantaron entre dos.
– Habla.
Abrió los ojos y los volvió a cerrar. Parecía irse hacia la derecha pero se sostuvo. Volvió a abrir los ojos.
– Bueno, hablo -dijo.
Los que estaban a los costados lo soltaron; bajó la cabeza y dio un paso hacia la silla. De pronto giró con todo el impulso del cuerpo revoleando el puño de abajo hacia arriba. El de la bolsita de papel recibió el derechazo entre la oreja y el cuello y se fue para atrás como tironeado. Pero no pudo repetir el giro con la zurda. El Pato Donald lo pateó fuerte entre las piernas y vio todo blanco. Antes de tocar el suelo sintió otro golpe en los riñones. Las patadas caían sobre su cuerpo como en un sueño.
– ¿Qué pasó con Chela, Etchenique?
No contestó. Sentía el frío del mosaico curiosamente acogedor y los golpes retrocedían vertiginosamente.
Cuando abrió los ojos estaba de nuevo en la cama. Nada había cambiado pero podían haber pasado diez minutos o dos días. El Llanero Solitario masticaba galletitas Express sentado al revés en la silla, acodado al respaldo, mirándolo. Tuvo la impresión de que estaba allí desde tiempo indefinido, en esa misma posición. Quiso mover un brazo pero comprobó que estaba esposado al elástico.
Etchenaik vio que el Llanero Solitario se movía en la silla. Oyó que decía algo también pero prefirió hacer como que no, quedarse quieto.
– Quiero agua -dijo al rato.
El otro le alcanzó la jarra que estaba en el suelo y bebió dos sorbos largos, con ganas. El enmascarado lo miraba hacer casi con simpatía. Etchenaik se dejó caer sobre la cama y giró hacia la pared.
– ¿Usted con quién está? -oyó ahora sí clarito a sus espaldas.
– Con la puta que te parió -contestó bajito contra la almohada.
– ¿Cómo?
El flaco no insistió, siguió hablando sin esperar respuesta, con la boca llena de galletitas.
– A esta altura, viejo… El que no está con nadie se queda en el medio. Y a los que están en el medio todos les desconfían: cada uno cree que están con el otro.
– Atendeme, pibe -dijo volviéndose-. Pónganse de acuerdo: ¿me trajeron acá para ablandarme a piñas o para melonearme? A mí me importa tres carajos quiénes son ustedes o qué les pasa a los otros. Yo estoy con quien quiero y en el medio de nada.
El flaco agitó la cabeza.
– No lo entiendo, Etchenique. ¿Esto va en serio?
– ¿Qué cosa?
– Esto que le estoy mostrando, dése vuelta…
El veterano vio la tarjeta de la agencia en la mano del Llanero.
– ¿Es joda, no?
– No es joda. Yo soy eso: Etchenaik, investigador privado.
– Pero eso no existe, viejo. Es un invento yanqui, pura literatura, cine y series de TV… ¿O se cree que tipos como Marlowe o Lew Archer o Sam Spade existieron alguna vez? ¿Qué le pasó? ¿Se rayó como Don Quijote y creyó que podía vivir lo que leyó?
Etchenaik no contestó, permaneció impasible.
– Hasta se eligió un Sancho Panza: un gallego analfa que le crea y lo siga -se ensañó el enmascarado-. Inclusive tiene un auto viejo, casi una reliquia, así se siente Bogart… Aunque no lo veo con ninguna posibilidad de conseguirse una Lauren Bacall, una Verónica Lake, bah… Ni una Olguita Zubarry, creo.
Era como si el Llanero quisiera tensarlo hasta el estallido, obligarlo a mirar un espejo cruel o definitivo. No pasó nada, sin embargo, porque el veterano siguió inmóvil, estoicamente agarrado a un modelo o a quién sabe qué…
– ¿Terminaste, mascarita? -se esforzó en parecer entero, sobrador-. Seguro que vos no hacés literatura, disfrazado con el antifaz y jugando a…
– Yo sé para qué hago lo que hago, a quién golpeo, quiénes son mis enemigos -se trenzó el otro casi con curiosidad.
– Así es fácil: uno armado y sentado en su sillita y el otro atado a la cama: «¿De qué lado está? ¿Quiénes se benefician con los tiros que pega? ¿Cuáles son sus relaciones con el poder?»… O vos te crees que porque soy viejo soy pelotudo o no sé lo que pensás…
El Llanero no dijo nada. Sacó un cigarrillo y le ofreció. Se había olvidado que Etchenaik estaba atado a la cama… Le desató un brazo. Encendió el cigarrillo y se lo alcanzó.
– Estás muy loco, Etchenique… Y te vas a hacer pomada al pedo, por nada.
– No soy el único, creo. Cada uno elige. La cuestión es creer y seguir hasta el final.
Se calló imprevistamente, como si hubiera llegado demasiado lejos, demasiado en serio, casi en el borde de la mentira. Ya no sabía sí decía lo que creía o lo que creía que debía decir…
El flaco apoyó las manos en las rodillas y se levantó. Etchenaik se volvió a la pared otra vez.
En un momento dado sintió que manipulaban a los pies de la cama. No quiso preguntar qué le esperaba.
Cuando los que se movían a los pies de la cama se fueron, Etchenaik se dio cuenta de que le habían soltado las ataduras. Sin embargo permaneció inmóvil, de cara a la pared, disfrutando de una tregua que sentía prorrogable hasta el infinito. El Llanero Solitario podía estar o no a sus espaldas. No iba a darse vuelta para verificarlo.
Al rato tuvo ganas de mear. Se movió y descubrió que estaba solo y el paquete de galletitas al pie de la cama. Tenía hambre y comió con voracidad, juntando los pedacitos entre los pliegues de la colcha. En la pieza, todo estaba igual que cuando lo golpearon; las sillas dispersas como después de una fiesta, los manchones del agua derramada por el piso.
Se levantó y caminó hasta el baño. La puertita liviana, casi de utilería, se resistía a abrirse.
– Espere -pidió alguien.
Al instante salió el Pato Donald con la careta ladeada, sosteniéndose los pantalones con una mano. En la otra llevaba el revólver.
Entró, en el espejo encontró una cara que le recordaba vagamente a la suya. Tenía un ojo casi enteramente cerrado por el hematoma que le crecía hacia la sien; de la comisura bajaba un hilo de sangre pegada y seca.
Apoyó la frente en el espejo y cerró los ojos. Luego orinó profusamente, se lavó la cara con el agua fría y escasa que goteaba de la canilla y pudo comprobar por la estrecha ventanita que era de noche. Se secó con su pañuelo. Descubrió un peine grande y desdentado; lo agarró y casi insensiblemente se lo llevó a la cabeza. Se detuvo: entrelazados a los dientes habían quedado varios largos cabellos rojos. Los sacó y sintió entre las yemas de los dedos la textura áspera, el grosor excesivo.
Los golpes contra la puerta lo sobresaltaron.
– Vamos, salga rápido, Etchenique.
– Mi última voluntad es cagar.
– Salga, no perdamos tiempo.
– Esto lleva tiempo, amigo…
– Salga o lo reviento -gritaron pateándole la puerta otra vez.
Salió, estaban todos allí como en una reunión de familia. El de la media castaña, el Pato, el de la bolsita, alguno más.
– Tengo hambre -dijo.
El Pato Donald salió sin decir una palabra y volvió con un sándwich de salame y queso con pan bastante duro y un vaso de vino. Durante ese rato Etchenaik sintió que lo observaban como si estuvieran en una sala de espera. Pero no sabía qué era lo que estaban esperando de él.
– También hay café, si quiere.
– Bueno -dijo Etchenaik masticando sentado en la cama, pensando cuánto duraría tanta hospitalidad.
Duró poco.
– Venga, Etchenique -y lo arrastraron con persuasiva firmeza hasta la silla-. No hagamos más teatro: cuenta todo, prolijo y completito. Sin cancherear, que no le da el cuero. Queremos saber qué hacía metido entre la gente del turco Kasparian, por qué la cana no lo tocó la noche del asesinato de Chola, qué tiene que ver Marcial Díaz con todo esto y con usted y… qué busca, en el fondo. Si es cana, agárrese.
– Me extraña que no sepan olfatear la cana. Alguna vez tuve olor a tira pero me bañé seguido durante los últimos veinte años. Pero eso no hay forma de comprobarlo… De lo demás, no les voy a contar nada porque cualquiera que haya leído novelas policiales sabe que los detectives privados jamás deschavamos a nuestros clientes. Así que no voy a decir para quién trabajo. En cuanto a la piba que les preocupa, nos ayudó contra los de la droga, y ellos la mataron cuando nos separamos, al huir. No sé nada de ella. Marcial Díaz era un… -vaciló, al final se calló.
– Mire esto. Es el «Clarín» de hoy domingo.
Y le pusieron delante de los ojos un recuadrito de la página de Espectáculos firmada por Jorge Göttling: «Otra pérdida para el tango: murió Marcial Díaz».
La nota tanguera -un recuadrito con una foto vieja de Marcial en la época de Rotundo, el micrófono cuadrado y grandote como en el balcón de Perón, el nombre de la radio en las alitas- estaba al pie de página. El periodista, el alemán Göttling, un tanguero que Etchenaik conocía bien porque no laburaba de viuda y tenía el paladar abierto y sensible, hacía una repasadita amistosa por la trayectoria de Marcial: Tanturi, Rotundo, Maderna, la etapa de solista y lo que llamaba «el temprano retiro, llevado por un pudoroso concepto de lo que debía ser su imagen».
Los enmascarados eran un auditorio mudo y atento que lo miraba leer, esperaba sus reacciones como si fuera una rana sacudida por la corriente. Sin embargo Etchenaik no se conmovía por una muerte que había visto embarrada y encadenada, reventada de dos balazos íntimos. Sólo se sentía libre y hecho por unas cortitas frases que iniciaban la crónica, cumplían con una promesa de honor: «Se informó que en un accidente de tránsito ocurrido el miércoles pasado en horas de la madrugada falleció Marcial Díaz. La demora en su identificación se debió a la ausencia de documentos en poder del occiso, que vivía solo desde hacía unos años. Los restos serán velados…»
El veterano bajó el diario y tenía otra cara que la que sin duda esperaban de él.
– Bien -dijo.
– ¿Lo sabía?
– Sí.
– ¿Por qué la cana miente, oculta que lo amasijaron?
– Porque no tenía nada que ver con todo ese asunto: estaba ahí de pedo nomás y la ligó.
– ¿Era amigo suyo?
– Lo vi dos veces. -Se rectificó-. No, tres.
De pronto se decidió y se puso de pie, como si estuviera dando una conferencia de prensa, un reportaje. No era un secuestrado sino el dueño de la situación pese al pómulo reventado, la nariz sangrante.
– Ustedes están equivocados, no entienden nada: Chola y Marcial eran amigos pero evidentemente no estaban ahí metidos entre esa gente por lo mismo. Qué hacía la Benítez ahí, lo saben ustedes. Qué hacía Marcial, lo sé, o creo que lo sé, yo… Y no lo voy a decir. La cuestión es que los descubrieron y los mataron a los dos. A ella casi pude salvarla yo la noche de Caminito, pero no pudo ser. Con Marcial llegué más tarde todavía, pero al menos pude probar que la cama que les habían tendido a los dos era falsa y salvarle el nombre, una cosa que algunos todavía tenemos en cuenta.
El Llanero Solitario estaba recostado en la cama del prisionero, lo miraba pasearse:
– ¿Y la novela cómo sigue? Si se fija en el mismo «Clarín» unas páginas más adelante, Philip, va a ver en las Policiales que con dos o tres detenidos sin importancia han hecho una historieta bárbara los amigos suyos de la cana. Pero de los peces gordos ni se habla. Ni de Kasparian siquiera… Con todo este despelote sólo ha conseguido espantar a los grandes.
– La Tía Pocha.
– Eso es… Y Fredy Sanjurjo. Nos costó un año de laburo arrimarnos tanto para que todo se fuera a la mierda.
Era la segunda vez que le tiraban ese nombre y Etchenaik tampoco esta vez acusó recibo.
– Para mí, la novela sigue: hay mucho por hacer.
Hubo un silencio en que alguno tosió, respiraciones entrecortadas. El veterano sintió que desde la charla con el Llanero todo había cambiado.
– Prepárese, que lo vamos a largar.
Era una voz nueva, femenina. Como a coro, el resto de la gente se abrió y otra mascarita, la dueña de la voz y de un pasamontaña rojo que le dejaba sólo los ojos claros y serenitos expuestos al aire.
– Sabemos todo, Etchenique. Se salvó por no mentir. Ahora, escuche un sano consejo: quédese quieto, no joda ni se meta porque entorpece todo.
Y el Pato Donald se acercó con una bolsa en la mano.
Le pusieron una bolsa de arpillera en la cabeza y alguien le acercó otra de polietileno a la mano.
– Agarre -dijo una voz-. Sus documentos y el revólver. Está descargado.
Lo dejaron solo unos minutos y cuando volvieron lo llevaron de la mano, como a un escolar. Primero caminaron por lugares estrechos, en que tocaba las paredes con ambos hombros. Después subió dos o tres escalones y en seguida estuvo a la intemperie. Le ordenaron tirarse al suelo en un piso de tierra y le sujetaron las muñecas con esposas. Luego caminó unos pasos sobre baldosa acanalada con las pelusas de la bolsa jugueteándole en la nariz.
– Agáchese y entre -le dijeron.
No obstante la advertencia se golpeó la frente contra el borde de una puerta de automóvil. Lo empujaron y quedó acurrucado con las rodillas contra el pecho. El auto se puso en marcha.
Al rato, una voz distinta de todas las que había oído le ordenó levantarse. Le sacaron las esposas, le descubrieron la cabeza.
– Pórtese bien -dijo el que manejaba mientras el otro le apuntaba a la cabeza-. Ahora nos vamos a detener. Se baja por la puerta de la derecha y se tira al suelo. No se mueva hasta que hayamos doblado. Nosotros le estaremos apuntando continuamente, así que no se haga el loco.
La oscuridad era total. El auto se desvió levemente del camino y se detuvo. Le abrieron la puerta:
– ¡Abajo!
Sintió el pedregullo y arena húmeda bajo las rodillas, aire fresco en la cara y vio las dos lucecitas del auto que se alejaban.
Se quedó mucho más de lo indicado en el suelo, respirando hondo con la boca pegada al piso. Al rato, cuando el amanecer comenzó a perfilar el contorno de las cosas, se sentó y miró la avenida curiosamente cercana. Recién entonces pensó en la posibilidad de volver a casa.
A las siete de la mañana tomaba café con leche y medias lunas en el Paulista de la Avenida de Mayo. Estaba bañado, dolorido, con una curita en la ceja y el gallego adelante, acodado.
– Llamaron dos veces para decir que estabas bien, que te largaban hoy, que no fuéramos a la cana.
– ¿Llamó Macías?
– Ayer domingo. Me preguntó si había leído el diario con la noticia, tal como te la había prometido. Le dije que no estabas, que te habías ido a una pileta en la Panamericana…
El veterano se atragantó con la medialuna:
– ¿Eso le dijiste?
– Quería que se diera cuenta que le mentía, y no me importaba lo que pensaba. Por otro lado tenía un cagazo bárbaro por vos y los encapuchados pero tenía que aguantarlo ahí, sin deschavarme.
Ya Tony le había hecho la crónica humorística de la mañana del sábado, con Cacho y Sofía forcejeando en la piecita, con la inútil recomendación del silencio, con su propia sorpresa al descubrirse sereno y dueño de la situación pese a todo.
Etchenaik ya había desgranado su pequeña epopeya de trompadas y cárceles clandestinas, aunque a la altura de la tercera medialuna de grasa se dio cuenta que se había guardado dos cosas: la charla herméticamente política con el Llanero Solitario, el tacto ocasional de un pelo color sangre vieja, enredado en un peine desdentado y torpe para tanta sutileza.
– A esos pendejos hay que reventarlos. Mira cómo te dejaron… ¿Vas a llamarlo a Macías ahora?
El veterano andaba con la mirada perdida en la calle, miraba a los operarios municipales que descolgaban los mascarones, enrollaban en el brazo las ristras de lamparitas de colores.
– ¿Qué tal los corsos el fin de semana, gallego? -dijo al volver.
Volvieron por la vereda del sol, perplejos, hostigados por un calor que se negaba a abandonar la ciudad, que moriría peleando. Vacilante todavía el andar del gallego, el tobillo empaquetado por las vendas. Muy achacado Etchenaik, con los riñones marchitos a patadas, una ceja partida y el orgullo como una especie de trapo que llevaba pegado a los zapatos, arrastrándolo por la calle sin convicción ni esperanzas de llegar a ninguna parte. Para colmo de males, en la oficina devastada los esperaba Giangreco:
– ¿Qué le pasa al dúo dinámico? -exclamó.
Le contestaron gruñidos propios de establo y jaula, algún zarpazo contenido en su inutilidad.
– Hacete unos mates, pibe… Si es que el calentador funciona todavía -fue la única señal de vida que dio Etchenaik.
Después se fue al armario, sacó el tablero y la caja con los trebejos de ajedrez y se sentó con su librito de Ludeck Pachman a reconstruir partidas del Torneo Candidatura de Manila '67.
El gallego lo conocía tan bien que cuando lo vio instalarse en el extremo de la mesa de cocina que había suplantado al destruido escritorio se preparó para una jornada taciturna y empedrada de monosílabos.
– ¿Dulce o amargo? -preguntó Giangreco.
Nadie le contestó. Optó por echarle tan poca azúcar como para negar que lo había hecho, la suficiente para justificar que le había echado. Sin embargo, tomaron una vuelta entera y nadie dijo nada.
Cuando encendieron la radio a la hora de la tangueada, hubo un conato de discusión sobre los méritos de Agustín Magaldi que se diluyó por falta de interés. Luego sonó el teléfono -era Macías- y Etchenaik se fue ahora sí explícita y voluntariamente a una pileta de la Panamericana, como tuvo que explicar sin convicción Giangreco.
El muchacho fue a comprar cigarrillos, volvió. Se le ocurrió un comentario para salvar la mañana:
– ¿Quiere que le juegue, Etchenaik? Cacho quedó asustadísimo después de lo del sábado y no creo que vuelva por un tiempo. Sé mover las piezas, la apertura siciliana, la inglesa, todo eso…
El veterano se prestó de mala gana. A los cinco minutos el tablero era un baldío y Giangreco trataba de reunir las pocas y dispersas ovejitas negras en un rincón para aguantar el final inevitable.
– Juega bien -dijo.
– Contale del libro -se cruzó el gallego.
– ¿Qué libro? -se interesó Giangreco.
– Tiene escrito un libro de ajedrez… Algo así como «Cómo ganar partidas rápidas». Nunca se publicó pero está terminado.
– Ni se va a publicar -concluyó Etchenaik volteando las piezas como si fuera un viento definitivo, decretando el final.
Se levantó y comenzó a caminar por la habitación:
– Creo que hay que cambiar la mano de las recetas para el éxito o el triunfo… Habría que escribir un libro útil, al alcance de todos, de instrucciones para la derrota. Eso… Porque yo no le puedo enseñar a nadie a ganar al ajedrez o a nada. Tendría que ser una especie de recetario del perdedor vocacional. Porque hoy, ¿a quién le vas a enseñar a ganar?
Y ya no hablaba de ajedrez, del truco de gallo o de cómo pasar de cadete a jefe de sección sin escalas. Hablaba de todo y algo más:
– Hay que enseñar a perder, viejo: con altura, con elegancia, con convicción. Hay que escribir un Dale Carnegie al revés: «Cómo perder seguro» o «Derrótese usted mismo en los momentos libres», algo así… Y sería un éxito, porque le hablaría a la gente de lo que conoce. Eso necesitamos: un manual de perdedores.
Y se tomó un mate frío, olvidado sobre la mesa, como si con eso subrayara algo de lo dicho, una verdad berreta pero suya.
No había mucha gente. Etchenaik llegó temprano y se apoyó en un árbol junto a la entrada, esperando el cortejo. Esperaba algo más que eso, sin duda. Recordaba películas europeas, cementerios tipo jardín, minas de negro, sombrerito y vestido a la rodilla, gente de sobretodo y diálogos en que se revelaba todo entre tumbas blancas y silenciosos paseos por senderos rojos.
Recordaba eso y no dejaba de ver la desolada Chacarita de las tres de la tarde, un espantoso paredón parecido al blanco verano, y todo el sol acumulado durante años para tirarlo como un baldazo sobre esa hora en ese lugar.
Lo esperó así, recordando un proverbio chino o árabe en el que alguien sabio se sentaba en la puerta de su casa a ver pasar el cadáver de su enemigo. Cuando fueron las tres y diez, él mismo, de pie y malhumorado, vio pasar el cadáver de su amigo Marcial Díaz, llevado por manos de bandoneonistas y cantores, vocales de SADAIC y algún locutor radial de trasnoche. Pero a Etchenaik no se le ocurrió ningún proverbio.
A la hora de los pañuelos habló primero un gordito retórico designado por la Asociación Gardeliana; luego, un flaco espontáneo que improvisó en nombre de los admiradores lagrimeó un poco e hizo sentir mal a todo el mundo. Y después Expósito, que tuteó al cadáver, golpeó el cajón, terminó tarareando la versión de Marcial de «Pedacito de cielo» con su fraseo característico.
Cuando se dispersaron, Etchenaik los dejó ir y se acercó por detrás a uno de los últimos, le puso la mano en el hombro:
– Espere, amigo…
El otro se dio vuelta: morochazo, fornido, el bigote caído sobre las comisuras. Los ojos dieron una vuelta rápida por la cara y los aledaños de Etchenaik.
– ¿Qué pasa? ¿Qué quiere?
El veterano aflojó la mano, evaluó la edad, el lomo:
– Vos sos una guitarra argentina…
El otro contestó con una expresión de nada, como cuando en las transcripciones de reportajes se ponen puntos suspensivos, un vacío.
– Yo soy un amigo de Marcial o Alfredo, como quieras. Estaba en el boliche la noche que cantó «Café de los Angelitos» y ustedes no entendían nada…
El otro esbozó una leve sonrisa, apenitas.
– Pintos, a sus órdenes -y extendió la mano.
El veterano se la estrechó.
– ¿Y los otros dos muchachos?
El morocho llamado Pintos, guitarrero de tango, uno de los que Ir dieron los acordes finales al patético Alfredo Duggan de aquella noche que ahora parecía lejana, se encogió de hombros.
– Cuando empezaron los tiros bajamos del escenario y salimos. No los vi más. Ahora me enteré por los diarios, cuando vi la foto, que Marcial Díaz era Alfredo.
Etchenaik lo escudriñó hondo. El guitarrero aguantó la mirada casi divertido.
– ¿Qué le pasa? -dijo.
– Nada, nada. Yo no me enteré por los diarios. Yo sé que a Marcial lo asesinaron…
– ¿Lo asesinaron?
– Sí. Los balazos a la dinamarquesa eran para él. Se salvó porque la mina se levantó en ese momento. Esa noche consiguió escapar pero lo reventaron la noche siguiente.
Lo dijo todo seguido, sin especular, total ya estaba jugado.
Pintos miró clásicamente a su alrededor. Los pasillos estaban vacíos pero el programa continuaba: desde el fondo avanzaba un nuevo cajón con su gente, tal vez sus oradores.
– ¿Usted es policía?
– Algo así.
– No entiendo.
– Cambiemos de frente -lo encaró Etchenaik-. ¿Ayudás o no?
Pintos tenía uñas de guitarrero, pero los dedos conocían otros rigores, además de la sutileza de la bordona y sus hermanas. Por eso cuando le estrechó la mano al veterano en un impulso afirmativo, enfático y contundente, lo machucó:
– Ayudo, Etchenique -dijo con una sonrisa.
– ¿Cómo me conocés?
El veterano abría y cerraba la mano dolorida, ahora le sumaba algo de asombro a la situación.
– Te conozco, digamos, de esa noche… Lástima que sacando vos y yo, esta tarde no haya nadie más de los que estaban en el For Export.
– Pero vos sos…
– Cana.
La chapa relampagueó en la palma, volvió al bolsillo interior.
– Vamos afuera. Estaba previsto que vinieras, pero también que apareciera algún otro. Parece que se borraron todos.
Rehicieron el camino. Etchenaik se sentía como un empleado de oficina al que las compañeras de laburo lo encuentran a la salida de un strip-tease al paso, lo acompañan después con una leve sonrisa humillante.
– Vení. Ahí está Macías. Hace tres días que te busca.
El colorado tomaba un helado de frutilla y chocolate en el asiento trasero de un Falcon, con los pies en la vereda. Otro morochazo parecido a Pintos le pasaba la lengua a un cucurucho de limón. No había ferretería a la vista pero un cana uniformado se paseaba en la esquina, a diez metros, y había otro parado en la vereda de enfrente, en un umbral.
– Hola. Te invito a dar una vuelta -dijo el colorado como si fueran chicos otra vez, como si le prestara la bici en las veredas de Parque Patricios.
– Ando con la máquina -y Etchenaik señaló el Plymouth que crepitaba al sol, un plato hirviente de papas fritas.
– Una vueltita y te traigo. Subí.
Subió. Dieron la vuelta a la plaza, tomaron Corrientes.
Hablaba Macías. Pintos y el otro ni se daban vuelta. Atrás y adelante del Falcon habían aparecido parsimoniosos patrulleros que los escoltaban sin ruido.
Recién a la altura del Abasto, el veterano habló.
– Pero yo no soy idiota útil de nadie -se quejó.
– No. Sos útil, no idiota. Más que útil, utilizable, que es parecido, pero peor.
– Yo no soy forr…
– No.
Macías siguió hablando. Llegaron a Pueyrredón, doblaron hacia Once. Mientras lo oía, Etchenaik sentía que sus movimientos de la ultima semana se parecían al gestuario de un nadador en una pecera de vidrio, a quien se ríe y se enoja mientras habla en la cabina de un teléfono público, o a una mosca que se ufana entre los sandwiches de miga pero no ve la campana, el mozo que la observa, acodado al mostrador.
– Vos nos diste pistas, nos entregaste gente servida: Loureiro, la Sardetti, un matoncito como el que cayó de la terraza. Pero por otro lado quemaste todo, nos obligaste a resolver de apuro algo que venía para redada grande. Hiciste saltar a Bertoldi y a los otros cuando los teníamos bajo control, con Pintos metido ahí esperando el momento. La noche del tiroteo, si aparecía Sanjurjo o La Tía Pocha, íbamos nosotros.
– Pero Marcial los asustó… -completó Etchenaik, cauteloso.
– Claro. Pintos esperaba que pasara algo.
Etchenaik se acomodó en el asiento, recapituló todo lo que había escuchado, concluyó:
– Pero ustedes no sabían nada de la carta que se jugaba Marcial, qué era lo que buscaba metido entre ellos.
– No. Eso lo sabías vos.
– Lo supe en lo de Brotto: estaba por completar una venganza que se prometió hace diez años.
– Un paquete muy desprolijo es éste. Demasiados hilos sueltos -dijo el colorado mirándolo fijamente.
El Falcon había retomado Rivadavia hacia el Oeste y Macías terminaba su discurso: de Kasparian para arriba, se habían borrado todos; estaba roto el circuito de distribución, habían secuestrado kilos y kilos de coca y tenían el revólver que había matado a dos personas y varios candidatos para ser dueños del dedo que apretó el gatillo.
– Ya está todo cerrado, Etchenique -concluyó el colorado, portador de un suave desencanto-. Ahora explica lo tuyo.
El tránsito se detuvo a la altura de Medrano y obligó al patrullero de adelante a unos breves sirenazos intimidatorios. Como respondiéndoles, Etchenaik se apuró, se abrió un poquito.
– Lo de Marcial es simple: en el '62 le mataron un hijo, Ariel Brizuela, que llevaba el apellido de la madre, una mina a la que llamaban La Loba. Quedó destrozado y juró vengarse. Para eso se retiró del laburo y comenzó a rastrearlos, como un vengador anónimo. Cuando los ubicaba, se infiltraba y luego los liquidaba. Me juego la cabeza que las muertes del «Negro» Esteban Miranda, que nunca se aclaró, y la de Jesús Santomé, que apareció en Barranca de los Lobos, fueron cosa de él. Eran dos implicados en el caso de Ariel… ¿No le decían «Fraile» a Santomé?
El colorado asintió con un movimiento de cabeza.
– Bueno: «Negro» y «Fraile» son dos nombres tachados en una lista privada de Marcial… Te la puedo mostrar. Y había otros. Cuando yo lo encontré, de casualidad, estaba cerca de los peces gordos. A punto de terminar el trabajo… Qué terrible culpa tendría que ni siquiera podía oír las cosas de su época de cantor. Y si se disfrazaba de Alfredo Duggan era como pantalla para infiltrarse… Pero algo debe haber fallado. Lo pescaron, o la piba dio un paso en falso.
– Ahí no querés hablar ¿eh?
El colorado le golpeó las costillas con un puño amistoso, sobrador y dueño de sus secretos y debilidades.
– De eso no hablo porque no entiendo. No sé para quién laburaba Chola Benítez pero quiso ayudarlo a Marcial, y sin saber quién era. La última noche, en el For Export, trató de comunicarse conmigo y al final, cuando estaba todo perdido, Marcial trató de pasarme la dirección de «El Goya» cantando «Café de los Angelitos».
– Es que ahí estaba el contacto con la Tía Pocha -completó Macías-. Era el cuartel general, según deschavó Loureiro… Pero no te castigues por no haber entendido. Pintos, que estaba siempre con Marcial, tampoco se dio cuenta de lo que pasaba esa noche… ¿Eh, negro?
Pintos se dio vuelta con un gesto afirmativo y dijo:
– Nunca me imaginé que Duggan estaba en algo así. Y la pendeja, no sé… Era un caso raro porque no era de ese ambiente. Apareció una noche en uno de los tours y prácticamente se le regaló a Sosa, uno de los socios menores de Kasparian, que estaba siempre ahí. Y se quedó nomás, como la mina de él.
Se hizo un silencio largo. Pasaron los árboles del Parque Lezica, pasaron Primera Junta. Cuando doblaron por Campichuelo hacia el Norte, Etchenaik suspiró y dijo:
– Este es un capítulo clásico de las historias policiales, colorado: los protagonistas se sientan a explicar qué ha pasado, atan cabos, el lector se desayuna de qué se trataba.
– Pero ésta es de las que terminan mal…
El veterano tardó en contestar, los ojos fijos en la nuca rapada que tenía adelante.
– No terminó. Hay cuentas pendientes…
Macías sonrió, casi satisfecho de verlo así. Le tocó la ceja rota:
– ¿No me vas a contar cómo pasaste el fin de semana?
– No. Me bajo acá -y manoteó el picaporte.
Y antes que el Falcon acelerara a la salida del semáforo, ya Etchenaik se había bajado, caminaba rápido hacia ninguna parte.
Esa tarde llegó a la Chacarita cuando el sol declinaba luego de andar media ciudad. Se sentía particularmente vacío, sin fuerzas, como un juguete a pila al que la cuerda se le acaba en medio de una evolución y queda en posición ridícula.
Se subió al Plymouth pero en seguida se dio cuenta de que no tenía ganas de volver a la machucada oficina de la Avenida de Mayo. Mucho antes de llegar, a la altura del Abasto, dejó el auto en una transversal y se metió en un boliche.
Era miércoles, había un televisor encendido donde algunos señores de traje y cara lisa explicaban que, precisamente, no pasaba nada.
Etchenaik vio todo el noticiero con medio de blanco y se quedó un poco más cuando vio que comenzaban a pasar un partido de fútbol desde Mar del Plata: Independiente-Talleres.
Hubo un gol de Reinaldi, la infructuosa espera de las paredes de Bochini con un centroforward nuevo y torpe. Cuando terminó el primer tiempo Etchenaik pidió un cuarto más de blanco y se lo tomó de dos viajes. Se dio cuenta, mientras pagaba, que había perdido la convicción necesaria para emborracharse. Había barreras que ya no bajaba con facilidad, aunque encajonaran a un amigo con un dolor pendiente, aunque le demostraran que era literalmente un gil.
Cuando llegó, sigiloso y vencido a la oficina, la ventana abierta iluminaba intermitentemente de azul de rojo de azul de verde la penumbra semivacía. Cada cambio de color estaba acompañado de un zumbido, porque el cartel luminoso del bowling no andaba demasiado bien y los tubitos de neón hacían ruidos de insectos, daban calor con solo escucharlos.
– ¿Qué hora es? -preguntó el gallego en la oscuridad.
– Temprano. Las doce y media.
– ¿Encontraste a alguien?
– No -mintió.
Se hizo un silencio largo. Etchenaik se desnudó, se tiró en la cama, encendió un cigarrillo.
– ¿Chupaste mucho? -dijo Tony dándose vuelta hacia él.
– No puedo.
– Ah.
Al rato, cuando Etchenaik ya creía que el gallego se había dormido, Tony le habló.
– Hay un nuevo laburo. Hay que ir mañana a la mañana a una oficina del Bajo para una entrevista.
– ¿Llamaron acá?
– Sí. La secretaria del tipo. Se llama Berardi…
Hubo ruido de manotazos en ese extremo del cuarto; el gallego consiguió encender la luz, localizó a tientas un papelito, se lo alcanzó.
– Acá tenés los datos. Mañana a las diez.
Etchenaik miró la dirección, la letra pueril del gallego.
– No creo que vaya, Tony.
La secretaria se apartó del intercomunicador y realizó un gesto que abarcaba su izquierda, la puerta y un alto cargo ejecutivo escrito en letras negras. Etchenaik avanzó y se detuvo ante los vidrios grises.
– Entre. El señor Berardi lo espera -dijo la mujer con voz opaca.
Giró el picaporte y se introdujo en la claridad de una amplia oficina. Cerró la puerta sin ruido. No hubiera podido hacerlo aunque quisiera porque todo estaba acolchado hasta la obscenidad. La luz entraba por un gran ventanal que agotaba la pared del frente. Se veía el puerto, fragmentos del bajo, el último tramo de Corrientes. Había grandes sillones de cuero y dos sillas frente a un escritorio desmesurado, enfático. Detrás, sentado en un sillón giratorio y de espaldas a la puerta, un hombre gordo y calvo hablaba por teléfono con alguien que lo adulaba. El humo del cigarro subía, se dispersaba con el movimiento de su mano, se confundía con el pedazo de cielo gris entre las grúas.
Etchenaik tosió.