174287.fb2
Tiberio subió por la escalera más rápidamente que de costumbre. Claudio y Nerón lo esperaban. Era tarde, no habían comido y tenían aspecto de estar bastante borrachos. Tiberio dio un portazo, cogió las dos botellas y las rompió contra el alféizar de la ventana abierta.
– No es el momento adecuado, imbéciles -dijo.
– Podías haberlas roto de manera limpia -dijo Nerón-. Da igual. ¿Qué hay de nuevo?
Tiberio se puso en cuclillas cerca de Claudio y puso una mano sobre su hombro.
– ¿Y él? -dijo-. ¿Cómo va?
– Está borracho -dijo Nerón.
– Enséñame tu cara -dijo Tiberio.
Claudio se volvió. Tiberio lo examinó y frunció el ceño.
– Ha llorado todo el día, ¿no?
– Llamaba a su papá -dijo Nerón con una voz blanda.
– Y a ti ¿no se te ha ocurrido nada mejor que hacerle beber como a una esponja para ponerlo aún más triste? ¿Es lo único que te ha venido a la cabeza?
Nerón separó las manos con impotencia.
– Lo ha hecho él solito, ¿sabes?
– ¿Has hecho al menos algo útil hoy?, ¿has hecho como acordamos?
– Claro que sí, Tiberio. Me he cubierto con el hábito degradante del legionario que merodea por las tabernas. He seguido la pista de mis víctimas de calle en calle. Y aun estando gordo nadie me ha visto.
– Y ¿entonces?
– Entonces Ruggieri ha enviado a dos hombres al Vaticano y no pasó nada más. ¿Tú has seguido al enviado especial?
– Sí. No hay demasiadas razones para alarmarse por el momento. Pero, cuidado, el tipo parece inteligente. Mucho.
– ¿Mucho? -dijo Claudio.
– Mucho.
– ¿Y qué aspecto tiene?
Tiberio se encogió de hombros.
– Parece una especie de inflexible -dijo-, no sé. No estoy muy ducho en inflexibles. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Probablemente peligroso. No sé si podremos aguantar mucho tiempo contra él. Pero en teoría este tipo ha venido para reprimir las olas, no para provocarlas. Claudio, ¿sabes lo que vamos a hacer contigo?
– No sé -murmuró Claudio-. Cada vez que hablo se me saltan las lágrimas. ¿Qué vais a hacer conmigo?
– Te vamos a hacer engordar -sugirió Nerón.
Tiberio separó con un dedo las mechas mojadas que se pegaban a la frente de Claudio.
– Te levantaremos, te pondremos guapísimo e iremos a buscar a Laura.
– Laura… es verdad. Llega.
– Levántate, emperador. Arregla tu chaqueta. Estará aquí dentro de una hora, te necesitará, probablemente.
– Seguro -dijo Nerón.
Claudio se miró en un espejo, se enjugó la cara, se apretó la corbata.
– Tiberio, ¿puedo ir solo? Quiero decir ¿puedo ir sin ti?
– No es emperador por casualidad -dijo Nerón con una sonrisa mirando a Tiberio-. Conoce los golpes bajos para eliminar a los rivales y a los conspiradores.
– La vida de los conspiradores conoce de vez en cuando los reveses -respondió Tiberio acostándose sobre la cama-. Vete, Claudio. Vete solo. Estás muy guapo. Tus ojos brillan, estás muy guapo.
Una vez que la puerta se cerró de golpe detrás de Claudio, Tiberio se enderezó sobre un codo.
– Dime, Nerón, ¿ha llorado mucho?
– Como una Magdalena.
– ¿Qué piensas de todo esto?
– Pienso bien.
– ¿Cómo que bien?
– Deberías olértelo, Tiberio. Me gusta toda esta turbulencia patética, no puedo evitarlo. Me gusta y no puedes imaginarte cuánto.
– No me extraña viniendo de ti.
– No lo hago a propósito. Soy así. Fíjate, en este momento tengo ganas de aplaudir.
– Intenta controlarte.
– Demasiado tarde -murmuró Nerón-. La cicuta, su tallo fibroso manchado de rojo. No es por nada pero es admirable.