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– ¡Otra vez usted? -exclamó Erika Brendel al ver a Costa ante su puerta-. ¿Es que no tiene casa?
Costa se habría reído, de no tener tanta hambre. Quería acabar cuanto antes con aquello porque había convocado una reunión a las cuatro para poner en común los últimos acontecimientos. Esperaba tenerlo todo listo antes de las seis, y así tener tiempo para pasar por casa de Karin por la tarde a buscar sus calcetines. Cuando se es pequeño, siempre se quiere ser mayor, pero cuando uno al fin lo consigue, se convierte en una agenda andante.
Le enseñó a Erika Brendel la fotografía de Ingrid Scholl y le preguntó si conocía al hombre que salía en ella. Su respuesta fue un sucinto «no». Costa se dio cuenta de que tendría que tomarse algo más de tiempo. Con prisas no se conseguía nada de esa mujer.
Tomó asiento y le dijo que Franziska Haitinger le enviaba recuerdos. Ella puso cara de extrañeza y él le explicó que su marido se la había llevado a mitad del interrogatorio.
Costa prometió informarla de todo si ella estaba dispuesta a hablarle de aquel joven despampanante de la fotografía.
– ¿Despampanante? -exclamó ella, indignada-. Si eso le parece despampanante, también lo es el papel de lija.
Costa permaneció serio. Quería descubrir la verdad, no «darle azucarillos a los monos», como solía decir su formador en cuanto a la técnica de los interrogadores. «Los hay de dos tipos -gruñía siempre Mucke Walter-: unos no consiguen nada y los otros demasiado.»
– ¿Sabe, sin embargo, que esta fotografía estaba en el salón de Ingrid Scholl?
– ¡Y enmarcada! En el mismo marco de plata en el que antes había pasado veinte años enjaulado el joven Siegfried. Después del divorcio, escapó de allí.
– ¿Cuándo se divorciaron?
– En el noventa y siete. Después de conocer al «despampanante» Günni.
– ¿Günni?
– Günter Grone, G. G., arquitecto. Yo sólo lo llamo el Gusano Grotesco.
– ¿Un arquitecto?
– Treinta y cuatro años más joven que ella.
Costa intentó hacerse a la idea.
– Eso no es poco, ¿verdad?
– ¿Poco? Es un paso de gigante. ¡Tenía pensado casarse con él!
– ¿Cuándo iban a casarse?
– En cuanto pudieran. Cuanto antes, mejor. Por todos los santos, pero si no dejaba de babear por él de la mañana a la noche. ¡Dios mío!
– ¿Dónde está él ahora?
– En Suecia. Hace dos años que dirige allí un proyecto. Le quedan aún seis meses, después iba a venir. Ella ya estaba contando los días. Ahora seguramente anulará el viaje y me dejará a mí encargada del funeral.
– Sin embargo, en nuestra primera conversación me dijo usted que Ingrid Scholl no tenía ninguna relación sexual con ningún hombre.
– Es que tampoco es que fuera una relación sexual, era más bien una maldición.
– Aun así… me ocultó su existencia.
– Busca usted al asesino. Günter Grone, sin embargo, ni siquiera estaba aquí. Ése era precisamente el problema de Ingrid: que él nunca estaba aquí.
Costa quería conocer toda la historia.
– ¿Cómo se conocieron?
– En el Carnaval de Colonia.
– ¿En serio?
– Yo estaba enferma y ella se fue a un baile de disfraces. ¡Muy apropiado! ¿A quién iba a conocer allí más que a un desequilibrado? Eso he pensado siempre. Ella llevaba una máscara de bruja y él iba medio desnudo. O sea, que llevaba uno de esos slips de cuero negro y botas de cuero, negras también. Se había pintado el torso de dorado. Ingrid se dijo: «No está mal, mejor tirárselo enseguida, no sea que vaya a perderme algo». La típica fanfarronada de Ingrid. Después llega la mañana y las sombras desaparecen, pero él fue una sombra que se quedó. Una mancha que no desaparece ni con agua caliente. Por eso Ingrid le cogió manía.
– ¿Y fue eso el final?
– Al contrario, la cosa siguió igual durante semanas. Ingrid me lo iba explicando todo, porque yo ya había vuelto a Ibiza. Pero en algún momento pensó: «Ay, Dios mío», la pobre, y se dejó hacer. A veces dejaba que la acompañara al cine, otras veces iban a tomar algo. Él siempre se hacía el desvalido.
– ¿Se hacía? A lo mejor lo estaba.
– ¡Justo! -Rió la mujer-. Eso mismo pensó Ingeli. Por eso empezó a encontrarlo interesante. Las mujeres, sobre todo las jóvenes, siempre tenemos el síndrome de la auxiliadora. Además, el chico era de la República Democrática de Alemania y aquí no le reconocían su título de Arquitectura. Ingrid se fue dando cuenta de lo solo que estaba y de que aquí, en Occidente, casi no tenía posibilidades. Yo no hacía más que decirle que la compasión no es buena base para una relación.
Costa volvió a recordar a Mucke Walter, que siempre decía que había que mostrarse desconfiado cuando en una declaración no aparecía contradicción alguna.
– Un día, Ingrid vino a verme a Ibiza. Por fin había escapado de él. Sólo que el chico vino tras ella. Entonces yo le dije que más le valía no molestarnos, y al final se quedó todo el tiempo en su hotel.
– ¿Y ella fue a verlo allí?
– Sí, una vez. Yo la llevé en coche y esperé fuera.
– ¿Qué hotel era?
– El Cala Llonga.
– ¿Cuándo fue eso?
– A principios del verano del noventa y siete.
– ¿Y después?
– Cuando Ingrid regresó a Colonia se produjo la gran escena de reconciliación. Alegría, paz, crepés… y él se mudó a casa de ella. Pero Ingrid no pudo evitar que al final encontrara trabajo. Una constructora le encargó entonces el proyecto de Suecia. Ingeli aprovechó la melancolía y su ausencia para hacerse una puesta a punto.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Que saltó a la fuente de la eterna juventud.
– ¿A la… qué?
– Treinta y cuatro años eran demasiado. Le encargó al doctor Schönbach reducir en diez años la diferencia de edad.
– ¿Diez años? ¿Quería parecer una mujer de cincuenta y cinco en lugar de una de sesenta y cinco?
– ¡No! Quería parecer una de cuarenta y uno.
Costa tuvo que contenerse muchísimo para no echarse a reír.
– ¿Y… lo consiguió?
– ¿Qué quiere decir?
Se miraron por un momento como dos niños que tienen prohibido hablar en la mesa.
– ¿Por qué se vino usted a vivir a Ibiza? -preguntó Costa, cambiando de tema.
– Como ya habrá descubierto usted, señor capitán, no tengo cuarenta, sino sesenta años. En Alemania, uno de cada veinticinco habitantes de entre sesenta y cinco y sesenta y nueve años acaba senil. Según estimaciones del Instituto de Estadística Federal, no obstante, eso está cambiando deprisa. Pronto ya no será uno de cada veinticinco, sino uno de cada diez de mi grupo de edad el que tenga Alzheimer, Creutzfeldt-Jakob o un corea de Huntington. ¡Una buena perspectiva! Entonces pensé: mejor me voy de aquí.
Costa, sonriendo, se levantó y se dirigió hacia la puerta.
– Una pregunta más. ¿Alguna vez tuvo Ingrid Scholl un accidente de tráfico?
A la señora Brendel se le demudó el semblante.
– ¿Cómo se ha enterado de eso?
– Franziska Haitinger me dijo que le preguntara por ese accidente.
Erika Brendel le pidió que se sentara otra vez y le habló del tremendo conflicto que se había producido con el divorcio de la señora Scholl y el reparto del patrimonio común. Todo era de los dos, pero sobre el papel él era el único propietario de la empresa de Colonia que generaba beneficios. Siegfried Scholl la había utilizado a ella para fundar a su nombre una empresa en Ibiza con la que simulaban tener ingresos por comisiones. Así, él traspasaba una parte de las ganancias a la empresa de ella, en España, y tenía que pagar una cantidad considerablemente menor de impuestos en Alemania. Cuando se separaron, él no quiso concederle parte de la empresa a Ingrid, pero sí quería el cincuenta por ciento de los beneficios de las comisiones de España. Argumentaba que ella poseía ya la casa de Colonia que había heredado de sus padres. Ingrid, sin embargo, reclamó judicialmente la parte que le correspondía de la empresa de Colonia y, como represalia, no quiso repartir con él los beneficios españoles. Él no podía reclamar nada por vía judicial, porque entonces la Tesorería alemana lo habría descubierto todo. De haber muerto ella antes de la separación, no obstante, él habría sido el heredero. Así que decidió cortarle los tubos de freno del coche.
La señora Brendel lo expuso como si fuera un hecho probado; no dejaba lugar a la duda. En el primer semáforo rojo que encontró, Ingrid Scholl no pudo frenar y fue arrollada por una furgoneta Volkswagen. Por fortuna, apenas resultó herida.
– Pero no denunció al bello Siegfried, porque, de hacerlo, puede que también saliera a la luz su propia evasión de impuestos. Simplemente decidió andarse con mucho ojo, y lo consiguió. Aunque tal vez fuera una victoria pírrica.
– ¿Qué quiere decir?
– Que a lo mejor en realidad ha perdido.
¿Habría conseguido al final su objetivo el fracasado atentado de Siegfried Scholl contra la vida de su mujer? Costa se levantó.
– ¿Por qué no me había explicado esto hasta ahora?
– ¿Por qué iba a hacerlo? -dijo la mujer, y lo acompañó hasta la puerta-. ¿Qué no nos haremos las personas?… Ingeli está muerta y no volverá.
De súbito se echó a llorar y las lágrimas cayeron por sus mejillas sin un solo sollozo, como en el aeropuerto. Costa se despidió de ella con la mano y salió enseguida del apartamento.
Cuando subió al coche, no se encontraba bien. Tenía que parar en alguna parte a comer algo. Se enfadó por no haberle pedido a Erika Brendel ni un pedazo de pan. Seguro que la mujer tenía algo en la nevera, aunque puede que fuera mejor así.
Cuando llegó a la carretera de Ibiza ciudad, volvió a colocar la luz azul en el techo del coche para ir más deprisa. No quería perderse por nada la reunión en el puesto.
El Surfista se puso bastante serio cuando Elena Navarro informó de que Franziska Haitinger había salido de prisión. Protestó, malhumorado, y dijo que ya había tenido que soportar bastantes comentarios de los compañeros por estar en el equipo de El Alemán, pero que si ahora los resultados de la investigación eran cuestionados oficialmente desde las altas esferas, ya no merecía la pena ni molestarse.
En España siempre había problemas con las competencias. El Surfista tenía que saberlo ya, por lo menos en la parte que le tocaba: la Guardia Civil se encargaba de los casos de asesinato fuera de la ciudad de Ibiza, mientras que dentro del municipio la única responsable era la Policía Nacional. También para eso existían excepciones, por no hablar de lo poco claros que eran los límites de la ciudad. Lo que más molestaba a Costa, de todas formas, era el derrotismo de su compañero. Decidió, sin embargo, intentar animar de nuevo a El Surfista, aunque no tenía ni idea de cómo conseguirlo. Se decidió a atacarlo con sus mismas armas, igual que hacía en los interrogatorios.
– Cuando nos conocimos, me dijiste que para ti la vida era una aventura emocionante y que por eso había tantas cosas que te divertían -empezó a decir.
– Sí, es cierto, pero ¿qué tiene que ver eso con la puesta en libertad de la detenida?
– La aventura, creo yo, conlleva la imprevisibilidad de los acontecimientos. Es el deseo de no saber. El deseo de tener que orientarse con rapidez nuevamente. Y también aceptar que el adversario a veces puede llevarnos algo de ventaja.
– ¿Y qué tiene que ver eso con que hayan dejado libre a Haitinger?
Costa notó cómo la sangre afluía a sus labios. Otra vez la misma pregunta. Sin embargo, tenía que aplicarse también él mismo lo que estaba intentando decirle a El Surfista. Tenía que permanecer tranquilo, aunque el equipo acabara perdiendo al chico.
– La aventura también conlleva que se derrumbe algo que acabamos de construir. Que perdamos algo que ya creíamos seguro. -Sonrió-. Así es la aventura de la vida.
– Yo, por aventura, entiendo algo positivo.
– Lo que tiene de positivo es que los sucesos rara vez se pueden predecir y que siempre convivimos con el riesgo.
– ¿Cómo voy a ser un aventurero positivo si dejan salir así como así a una culpable de asesinato?
– Por ejemplo, intentando descubrir aquí, en la reunión, qué hay de positivo en ello. Pongamos en común todos los resultados y busquemos nuevas perspectivas una y otra vez.
A El Obispo parecía estar a punto de agotársele la paciencia. Inclinó su enorme mole hacia delante, dejó caer sus garras sobre la mesa y dijo que él iba a empezar ya, que después aún tenía que ir a hacerles la merienda a los niños. El Surfista se dio por vencido.
Rafel había analizado todo lo que habían encontrado en el apartamento y también en el cubo de la basura de la víctima. Gracias a los tiques de compra y a los resguardos de las tarjetas de crédito, podía reconstruir sus últimas horas con exactitud.
Costa consultó discretamente su reloj. A lo mejor debería haber llamado a Karin.
Ingrid Scholl había comido algo con sus dos amigas en el Mesón Sidrería entre las doce y media y las dos de la tarde. Las dos mujeres, Erika Brendel y Franziska Haitinger, no habían notado nada especial en ella, salvo que Ingrid no se encontraba del todo bien y por eso había pedido cita con su doctora. El Obispo abrió su dossier.
– A las catorce y dos paga en el Mesón Sidrería con la Visa Oro. A las catorce diez, más o menos, regresa a Vista Mar. Se cambia, se tumba una hora a descansar, se viste, va en coche hasta la consulta. A las dieciséis veintisiete saca un tique de aparcamiento y entra a la consulta a las dieciséis treinta. La doctora Sperl le receta digoxina, un fármaco para el corazón. Encontramos el medicamento en el armarito del baño, donde también guardaba Aspirina, Rohypnol, que son unas pastillas para dormir bastante fuertes, y varias tinturas y pomadas, como Pyralvez, Canisten y Zovirax. A las diecisiete diez sale de la consulta y va al supermercado, donde paga a las diecisiete cincuenta y nueve en la caja. Recoge el medicamento prescrito en una farmacia de San Jaime y paga a las dieciocho dieciocho. Después va a la perfumería Clapés, compra el perfume de Paloma Picasso y paga a las dieciocho cuarenta y nueve. Su último recado es en la floristería El Ramo, en la plaza Macabich, donde compra dos orquídeas con maceta y le pide a la dependienta que le escriba la tarjeta que las acompaña. He ido a preguntar. Es la tarjeta que encontramos junto a la maceta y que dice: «Con amor, Günter». Después volvió al coche, que seguía aparcado en Juan Tur, y debió de llegar a casa a eso de las diecinueve diez.
– Poco después llegó Martina Kluge, la esteticista -dijo El Surfista.
– Un momento, un momento -interrumpió Costa-. Repite eso de la tarjeta de las flores. ¿Quieres decir que el «Con amor, Günter» de la tarjeta lo escribió la dependienta?
– Sí -dijo El Obispo-. Es raro. A mí también me lo ha parecido.
– ¿No puede haber un error?
– He vuelto a ir una segunda vez y le he enseñado la tarjeta. No hay ninguna duda. Se lo he hecho escribir de nuevo. La letra coincide.
Costa sacudió la cabeza y le pidió a El Surfista que les informara de su entrevista con Martina Kluge, para lo cual tuvo que reprimir su enfado, porque su joven compañero había pasado por alto su deseo expreso de interrogar personalmente a la echadora de runas.
Martina Kluge, según informó El Surfista, dijo que había llegado a casa de Ingrid Scholl a las 19.30 o algo después.
– Antes de empezar tuvo que atender una llamada telefónica, pero después estuvo con la mujer una hora y veinte minutos, aproximadamente. Estaba agotada por las compras y se acostó. Poco después la mataron. Todas las ventanas y puertas estaban cerradas, y en el apartamento no estuvo nadie… salvo Franziska Haitinger.
– Y la esteticista -dijo El Obispo.
– O alguien que estuviera escondido dentro. Con o sin el conocimiento de Ingrid Scholl -agregó Elena Navarro.
– A lo mejor tenía a su asesino escondido en el armario -se mofó El Surfista.
– O a su marido. -A El Obispo le resbaló la burla-. A él le habría dejado entrar, pero se lo habría ocultado a la echadora de runas, porque siempre le había hablado mal de él. Llega su amiga y ella está sentadita en el sofá con él dándole la mano… De modo que lo envía al dormitorio y le dice que no salga. El hombre accede sin rechistar, a fin de cuentas es una ventaja para él. Tiene lógica.
– ¿Y por qué la mata de una forma tan horrible? -preguntó Elena.
– Porque quiere hacernos creer que ha sido un desequilibrado. Alguien de una secta o que se ha escapado de un manicomio.
Costa dijo que en todo caso habría que comprobar la coartada de Siegfried Scholl. Se ofreció a volar a Colonia a tal efecto, ya que solicitar un interrogatorio por la vía de ayuda administrativa tardaría demasiado. Así llamaría también a la otra amiga de la señora Scholl, Anke Vogt. Lo que le daba rabia era que él personalmente tendría que cargar con los costes del viaje. El Obispo se ofreció para comentarle al comandante la cuestión del reembolso de los gastos de las gestiones necesarias en Alemania. Costa le dio las gracias y le pidió a El Surfista que siguiera con su intervención sobre Martina Kluge.
La esteticista trabajaba a horas sueltas en el centro de belleza de Vista Alar, donde había ido a verla. La describió como una joven preciosa y atractiva que nunca iba de discotecas. No conocía lo más mínimo el mundo de la fiesta. Dedicaba todo su tiempo a señoras mayores que a menudo se sentían solas y se encontraban lejos de sus familias. También hacía Visitas a domicilio a sus clientas, pero El Surfista no había retenido ni anotado qué clase de tratamientos les realizaba. No le había parecido que tuviera ninguna relevancia. Costa le preguntó si la chica hablaba bien el español, y El Surfista, con una sonrisa ambigua, comentó que lo suficiente.
– ¿Tienes claro que esa testigo fue la última que vio con vida a Ingrid Scholl?
De nuevo sentía rabia por que El Surfista no le hubiese dejado hacerse cargo del interrogatorio de esa testigo tan importante. Se había precipitado; ahora la muchacha ya estaba sobre aviso y podría prepararse.
El Surfista le echó una mirada a sus notas.
– Desde luego. A las diecinueve treinta había quedado con Scholl y se encontraron en el garaje. Iban a subir juntas en el ascensor, pero Martina Kluge se había dejado el móvil en el coche, así que la señora Scholl subió primero. Martina Kluge regresó al coche y subió después.
– ¿Cuánto después? -quiso saber Costa.
– Veinte minutos.
– ¿Tanto? -preguntó Costa.
– Estuvo hablando por teléfono.
– ¿Con quién?
– Ni idea. ¿Es importante?
A Costa le habría gustado darle un bofetón.
– ¿Y después?
– Después subió y le echó las cartas a Scholl. Al cabo de una hora y veinte minutos, más o menos, volvió a marcharse. Con eso se embolsó ciento cincuenta marcos.
– ¿Hubo algo que le llamara la atención en casa de la señora Scholl? ¿Estaba nerviosa? ¿Le explicó algo?
– Kluge dice que Scholl estaba inquieta a causa de la relación con su prometido. Un arquitecto que trabaja en Suecia, treinta y cuatro años más joven que ella. Quería casarse con él y tenía miedo de que en Suecia hubiera cambiado de opinión. Por eso quería que Kluge le leyera el futuro.
Se hizo entonces el silencio en la sala. Todos se quedaron callados. «A lo mejor están cansados», pensó Costa. Habían recabado una gran cantidad de datos y, mientras uno informaba, el resto del grupo tenía que cotejar las novedades con los hechos que ya conocían. Costa quería concentrarse otra vez en la contradicción de que la víctima fuera a casarse con ese hombre pero que se enviara flores ella misma. ¿Se escribiría también ella las cartas de amor? ¿Las había? No, El Obispo no había encontrado nada. Elena Navarro se echó a reír de pronto.
– ¿De qué te ríes? -preguntó El Surfista de mala manera.
– ¿Y ella qué le dijo? -preguntó Elena-. Estamos esperando todos a saber qué le dijo.
– La puso sobre aviso.
– ¿Sobre aviso en cuanto a qué? -preguntó Elena.
– Dice que en las runas vio la muerte.
Todos despertaron de pronto.
– ¿La muerte? -preguntó El Obispo-. ¿Le has dicho por qué ibas a verla? Me refiero a si ya sabía que han asesinado a Scholl.
– Sí, por supuesto.
El Obispo, decepcionado, se desplomó en su silla.
– Entonces eso lo ha dicho para darse importancia. Los videntes siempre dicen haberlo sabido todo con antelación.
Elena les informó también de su conversación con Wolfgang Krebs, el antiguo amante de Franziska Haitinger. Había ido a verlo a su tienda de informática. Al principio el joven se lo había puesto difícil, decía que no podía facilitar ningún dato sobre sus clientes, pero después había admitido a regañadientes haber mantenido una relación amorosa con Franziska Haitinger, y quiso discutir con Elena qué entendía ella por «relación amorosa». Cuando le preguntó si tenía alguna deuda con la señora Haitinger, el joven espetó que a ella qué le importaba, y no se mostró dispuesto a cooperar hasta que Elena le repitió que estaba investigando un caso de asesinato y que podía hacer que sus compañeros de la Guardia Civil se lo llevaran preso. Krebs admitió entonces haber recibido un préstamo de Haitinger, pero aseguró que pensaba devolvérselo todo en los próximos días y que, así, ya no cargaría con eso en su conciencia. Enseguida explicó que se habían separado porque la mujer era muy depresiva. Él había tenido que pasar horas y horas con ella -¡también físicamente!-, porque no soportaba estar a solas consigo misma.
– Si Haitinger soporta o no la soledad, no lo sé -comentó Elena con sequedad tras su informe-. Pero está claro que tiene que tener los nervios bien templados para haber estado con un tipo así.
Se notaba la rabia contenida que sentía hacia ese hombre al que había descrito como atractivo y fuerte, pero que la sacaba de quicio con sus embustes y sus tácticas.
El caso es que al final tenía coartada para la hora del crimen. Había estado hasta tarde con un cliente, un integrante del grupo de pop SWEET, el cual lo había corroborado todo.
– Bien -dijo Costa-, entonces podemos descartarlo.
Y tachó el nombre de su libreta.
Faltaban pocos minutos para las seis cuando Costa salió del edificio y cruzó el patio para ir hacia su coche. Al detenerse en la salida para dejar pasar a una motocicleta, vio a Elena Navarro. Bajó la ventanilla y le preguntó dónde había dejado su moto.
La joven se inclinó para asomarse a la ventanilla y le explicó que se había olvidado de comprar bujías y que por eso iba a pie. Costa se ofreció a llevarla al centro. Ella lo pensó un momento, después asintió y subió al coche. Antes de que Costa se lo pidiera, ella ya tenía el cinturón en las manos y so lo estaba abrochando. Llevaba unos vaqueros y una camisa de hilo a cuadros blancos y azules. Aunque ninguno de los dos pronunció una sola palabra hasta llegar a Vara de Rey, Costa disfrutaba de una agradable sensación de relajación.
– Puedes dejarme en el Mar y Sol. Quiero comprar un par de cosas -dijo Elena.
Costa se detuvo delante del café, aunque con ello bloqueó un momento el tráfico.
– ¿No es ése el tío de la foto? -preguntó Elena de repente, cuando iba a bajar. Volvió a encoger las piernas y cerró la puerta.
– ¿Quién?
– ¡El tío de la fotografía del marco de plata que había en la cómoda de Ingrid Scholl!
– ¿Dónde dices?
Por detrás de Costa había tres coches pitando a la vez que no le dejaban concentrarse.
Las mesas del Mar y Sol estaban abarrotadas, por lo que en un primer momento no fue capaz de reconocer absolutamente a nadie. Además, un agente uniformado de la Policía Local se le acercó a pasos raudos.
Elena, por lo visto, no tenía ninguna duda. Dio unos golpecitos imperiosos contra la ventanilla:
– ¡Allí! ¿No lo ves? ¡Está ahí sentado!
También Costa lo vio entonces. Era un hombre apuesto, con gafas de sol, que estaba sentado en su silla con languidez y jugueteaba con una cadenita de oro que llevaba en la muñeca izquierda.
El policía dio unos fuertes golpes contra la ventanilla. Costa la bajó y sacó a regañadientes su identificación. El agente le echó un vistazo, asintió con afabilidad y preguntó si podía ayudarle en algo.
– Quédese aquí un momento y desvíe el tráfico -dijo Costa, y volvió a guardarse la identificación-. Tengo que ir a hablar un momento con un testigo.
Elena se ofreció a conducir el coche por la zona hasta que Costa hubiera terminado con la comprobación de la identidad del hombre. A él le pareció bien. Bajó y se acercó despacio a la mesa, junto a la que había una silla vacía. Costa, mascullando, preguntó en alemán si el asiento estaba libre. Cuando el hombre asintió, supo que era de Alemania. Se sentó y pudo contemplar con tranquilidad a su compañero de mesa a través de sus gafas de sol. El joven, al que Costa en un principio le había echado unos treinta años, llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca. Sobre sus hombros colgaba desenfadadamente un suéter gris, y se había anudado al cuello un pañuelo de seda con un estampado verde, rojo y marrón. Costa no estaba tan seguro como Elena de que fuera el mismo de la fotografía y lamentó no haberse fijado más en él antes de acercarse.
– ¿No nos habíamos visto alguna vez?-preguntó.
El hombre se inclinó hacia delante junto con la silla, cogió un mondadientes, miró un momento a Costa a los ojos, volvió a inclinar la silla hacia atrás y se puso a morder el palillo de madera.
– Sí que nos habíamos visto, ¿no? -volvió a intentarlo Costa con una sonrisa.
– No, que yo sepa -respondió el otro de mala gana.
– ¿No es usted Günter Grone?
– No. Debe de ser una equivocación.
No se le notaba nada extraño. Costa asintió, cruzó los brazos detrás de la cabeza, miró al cielo y, con el tono de un turista que busca conversación, le preguntó cuánto hacía que estaba en Ibiza.
– Desde ayer -respondió el hombre con cansancio.
«Si eso es cierto -pensó Costa-, no es el asesino.» Pero hizo como si se alegrara de recordar que habían compartido el mismo avión.
– ¡Sí, eso es! ¡Ahí lo vi! ¡Ayer por la tarde, en el vuelo de Hapag Lloyd!
– Llegué por la mañana, a las diez menos cuarto, en el de LTU.
Y volvió a sentarse muy erguido. Su postura era ahora más vigilante.
Costa se hizo pasar por un turista chismoso.
– Pero ¿es que en este sitio no viene nadie a servir?
El joven miró en derredor, pero tampoco vio a ninguna camarera.
– ¿Y dónde se hospeda usted? -preguntó Costa.
– ¿Por qué quiere saberlo?
Costa cambió de tono, aunque seguía sonriendo.
– Porque soy de la policía de extranjeros.
– Muy gracioso.
– Y, aun así, sigo pensando que ya nos habíamos visto. ¿Conoce usted a una tal Ingrid Scholl?
– No. Lo siento. No la conozco.
Seguía sin notársele nada raro, pero Costa no pensaba rendirse.
– Entonces tendrá que ayudarme usted… ¿Cómo se llama?
– ¿Y cómo se llama usted?
Costa se levantó un tanto y le tendió la mano.
– Toni Costa -dijo con una amplia sonrisa, esperando que el hombre le dijera también su nombre.
– Yo me llamo Ulf Hinrich.
Costa había jugado su última baza.
– Ya, pues, si no piensan venir a servirnos… -Miró una vez más en derredor, se levantó y vio que Elena pasaba con el coche por delante del café justo en ese momento-. Bueno, le deseo que disfrute de una estancia agradable, señor Hinrich.
El hombre asintió como de pasada y escupió el mondadientes.
Costa se apresuró entre las mesas y subió al coche con Elena. No podía detenerse allí mucho rato porque los demás coches ya volvían a pitar.
– Por desgracia, no recuerdo muy bien la cara de la fotografía -dijo Costa.
– ¿Qué es lo que te ha dicho? -Había avanzado un trecho por la avenida Santa Eulalia y entonces se detuvo.
– Que se llama Ulf Hinrich. Dice que no conoce a ningún Günter Grone ni a ninguna Ingrid Scholl.
Elena bajó del coche y le deseó una buena tarde mientras él se sentaba al volante. El capitán le dijo que igualmente y se dirigió a casa de Karin, que ahora tenía un apartamento en el puerto, a la vuelta de la esquina del Casino. Sin embargo, como no quería llegar hasta las siete, todavía tenía media hora libre. La luz de la tarde bañaba el puerto. Costa pensó en dejar el coche e ir paseando hasta el muelle. O sentarse en uno de los bancos de piedra y no hacer nada más que contemplar las gaviotas. Sentir la vida. El paso de los segundos. ¿No lo conseguía sólo en los momentos en los que el tiempo se detenía? Su infancia había sido hermosa porque había consistido en una larga sucesión de instantes así.
Había torcido ya hacia la entrada del puerto cuando de repente sintió el irresistible impulso de regresar al puesto de la Guardia Civil y examinar aquella fotografía.
Aparcó el coche justo delante de la entrada, dejó la llave puesta y subió corriendo la escalera. A la primera alcanzó el archivador y sacó la fotografía en la que se veía a Ingrid Scholl con un vestido oscuro de mucho escote junto a Günter Grone.
Costa se puso a comparar mentalmente la foto con el hombre del Mar y Sol. En ninguno se apreciaban rasgos característicos que pudieran acabar con la duda. Además, ¿por qué iba a negar con tanta vehemencia el arquitecto que la conocía? ¿O dar un nombre falso? No tenía ningún sentido.
Por algún motivo incomprensible, Costa se guardó la fotografía en el bolsillo y volvió a salir corriendo.
Cuando Karin le abrió la puerta, le asaltó un aroma a aceite y ajo. Karin acababa de lavarse el pelo, llevaba una camiseta blanca, pantalones de marinero y un delantal rojo vivo.
– Hola, Merlin -dijo con una risa maravillosa, y al llamarlo así evocó todos los olores y los colores de la feliz infancia de él, así como el recuerdo de su madre, siempre alegre.
El aroma del ajo hizo que a Costa le apeteciera un vino tinto que, por desgracia, se había olvidado de llevar. Eso lo hundió en la añoranza. Añoranza de amor, de armonía y ternura. Abrazó a Karin, la sostuvo con fuerza, le dio un beso en el cuello, le lamió el lóbulo de la oreja, rozó su nariz con ella y le guiñó un ojo. Entonces ambos se echaron a reír y se tambalearon hacia la cocina, abrazados. Allí Costa vio un wok.
– ¡Ah, genial! Haces dorada.
– Y de primero, gambas. ¡Están muy frescas!
– ¿Bajo un momento a donde Pep por un buen vino blanco?
Karin rió.
– Pero si ya sé que tú sólo bebes tinto. Tengo un Jean León fantástico, un cabernet sauvignon reserva del noventa y cinco, toma.
– ¡Oh, cásate conmigo! -exclamó él.
Volvieron a reír. Costa la ayudó a poner la mesa, aunque antes ella quiso enseñarle su nuevo apartamento. Tenía una hermosa vista del puerto, la muralla de la ciudad, el castillo y la iglesia blanca, que ya estaban iluminados. Costa se prohibió pensar que otros tenían belleza mientras que él tenía cadáveres, pues sabía que eso siempre iba ligado a un estado de ánimo que Karin sin duda percibiría. El olor de la madera de almendro verde y el reflejo de los últimos rayos del sol sobre el mar, que se veía desde el balcón, eran una invitación a pasar una velada llena de pensamientos agradables.
– Desde ahí fuera se ve todo el puerto. Por las mañanas siempre desayuno en el balcón -dijo Karin, levantando la voz para que la oyera.
Costa descorchó la botella de vino y sirvió dos copas grandes. Cuando lo olió, no pudo resistirse a dar un pequeño sorbo. Ella lo vio desde la cocina y le gritó que esperara a brindar con ella. A Costa le habría gustado cogerla en brazos y llevársela a la cama, pero los aromas de la cocina eran tan seductores que el estómago se le había despertado y empezaba a rugirle de hambre. Entonces cayó en la cuenta de que ella detestaba hacer el amor con el estómago lleno. «Me siento demasiado gorda y sebosa», era su explicación.
Pues muy bien. Fue a la cocina y se asomó a mirar la sartén por encima del hombro de ella, sopló para apartarle el pelo de la nuca, sostuvo las copas en alto, brindó con Karin, la besó y se la llevó despacio hacia el dormitorio. Vio que su teléfono móvil se quedaba en la mesa de la cocina, pero ya era demasiado tarde. Se lanzaron juntos a la cama y, mientras él la besaba y pensaba en lo bonito que sería estar siempre a su lado, su mirada se cruzó con las fotografías que había sobre un montón de periódicos. En ellas se veía al cirujano plástico Schönbach en las situaciones más variopintas. Estaban ampliadas a un tamaño desacostumbradamente grande. Costa sintió que se le secaba la boca y se le tensaba el cuero cabelludo. Intentó contener sus celos imaginando que era el cumpleaños de ella. «Le regalaré todos mis buenos pensamientos -razonó-. ¡Sólo los buenos!» Le acarició la frente y las pestañas con sus labios. Ella lo apartó un poco y se lo quedó mirando.
Le brillaban los ojos, y en ese brillo Costa vio el resplandor de su ira, la profunda oscuridad de su tristeza, las chispas de su alegría y el destello dorado de su ternura.
La amaba y quería que lo supiera, pero antes de que pudiera decirle nada, oyó sonar su móvil en la mesa de la cocina. Debería haberlo dejado sonar… ¡pero aquélla no era su melodía! ¿Seguro que era su móvil?
– ¿Es el tuyo? -le preguntó a Karin.
Ella no se dignó contestar. No creyó lo que él mismo descubrió más tarde: que El Obispo le había cambiado en secreto la melodía durante la última reunión. La Marcha Radetzky no dejaba de sonar.
Costa se había quedado paralizado. Esperó un momento, pero el tono no terminaba nunca. Saltó furioso de la cama y, en lugar de apagarlo, descolgó y oyó la clara voz de Elena.
La teniente le dijo que había seguido al hombre del café hasta el hotel Playa Central. Había visto cómo sacaba sus cosas de la habitación 216, pagaba la cuenta en recepción y desaparecía de allí. Debía de haberse dado cuenta de que lo seguía, porque no había sido capaz de encontrarlo ni en la parada de taxis ni en la calle. Elena había regresado a recepción, se había identificado como agente de la Guardia Civil y había pedido que le enseñaran la cuenta. Se había registrado como Ulf Hinrich, de Colonia, y llevaba allí desde la tarde del miércoles.
– ¿El miércoles? -preguntó Costa-. Entonces ya estaba en la isla el día de los hechos, no llegó el jueves. ¿Por qué me ha mentido si no tenía nada que ocultar?
– Porque sí tenía algo que ocultar -dijo Elena.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Hay que registrar la habitación del hotel en busca de huellas dactilares para cotejarlas con las del apartamento de la víctima.
Costa consultó el reloj. Eran las ocho y cuarto. Karin ya se había levantado y había servido la cena en la mesa. Tenía una copa de tinto en la mano y miraba por la ventana.
– A estas horas ya no conseguiremos una orden de registro para el Playa Central -dijo Costa en voz baja-. Y, cuando la tengamos, ya le habrán dado la habitación a otro cliente. ¿No podrías hablar con la dirección?
– No. Eso tendrías que hacerlo tú en persona. Además, está claro que El Surfista no se moverá para empezar el trabajo cuanto antes sólo porque yo se lo pida. Y si encontramos algo, habrá que tomar las decisiones pertinentes. Yo me quedo aquí, en recepción, y me encargo de que no le adjudiquen la habitación a nadie.
Mierda, ahora sí que tenía un problema de verdad. Karin no se lo perdonaría jamás.
– Estaré allí dentro de diez minutos -susurró deprisa.
Elena dijo que muy bien y colgó, pero Costa se quedó aún un momento más con el teléfono al oído. Tenía que ganar tiempo. ¿Cómo iba a explicarle a Karin la situación? Se quedó así durante cuatro minutos sin conseguir encontrar una respuesta. Se acercó a Karin, la rodeó con sus brazos y le dijo que tenía que irse, que estaban a punto de pillar al asesino de una anciana.
Ella lo apartó de sí y, al hacerlo, se salpicó de vino los pantalones.
– No me habías contado nada de eso.
Su voz era glacial.
Costa se justificó diciendo que no podía contarle nada porque su superior les había prohibido informar a la prensa. Dio media vuelta deprisa, se vistió y oyó aún los sollozos de ella mientras cerraba la puerta al salir.
Elena seguía en recepción cuando Costa entró en el hotel. Llegó a un acuerdo con el director y llamó a El Surfista, que se enfadó porque iba que tener que dejar a medias alguna de sus diversiones.
La actuación al completo duró dos horas. A las tres de la mañana, cuando Costa ya estaba en la cama, durmiendo, recibió una llamada de El Surfista, que le comunicó que una de las huellas dactilares era idéntica a otra de las recogidas en el apartamento de la víctima. Después de eso, Costa ya no logró conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en Karin, pero no encontraba la forma de hacer las paces con ella. No dejó de dar vueltas para un lado y para el otro, y no fue hasta más o menos las cuatro y media cuando el sueño lo venció.