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A las diez en punto, Costa aparcó su coche delante de Vista Mar y llamó al timbre. Por el telefonillo sonó la voz juvenil de la señora Brendel.
– ¡Ah, es usted! Qué bien que haya llegado. Pase.
La puerta zumbó y Costa se preguntó qué habría sucedido para que lo saludara con tanta efusividad.
La mujer lo estaba esperando en la puerta de su casa. Volvía a llevar un vestido largo y vaporoso, como el del aeropuerto, pero esta vez no era de un naranja subido, sino verde cardenillo. La anciana señora Mahler había dicho de ella que sólo vestía moda ibicenca, o sea, la que había surgido de las antiguas creaciones hippies, entre cuyas autoras se contaba también la madre de Costa, que todavía tenía su boutique en la ciudad de Ibiza.
– Bueno, ¿ha hablado con Franziska?
La señora Brendel lo invitó a pasar con gestos grandilocuentes. Él le dio las gracias y, por cortesía, le preguntó qué música estaba sonando.
– Enya -repuso la mujer, y le sirvió un café moca de una cafetera de porcelana con adornos plateados.
– ¿Compartía su amiga sus gustos musicales?
– No del todo. Ella siempre ponía a la Callas, escuchaba tangos de Astor Piazzola y no dejaba que ningún sonido extraño contaminara sus oídos.
Costa sacó el CD de Purple Rain del bolsillo de su chaqueta y se lo enseñó a la mujer.
– ¿Era de ella este CD? Tuvo que ser la última música que escuchó.
La señora Brendel examinó la cubierta con el andrógino perfil del cantante de pop, Prince.
– No lo había visto nunca. Puede que fuera un regalo que nos ocultó. -Se levantó y metió el pequeño disco plateado en su equipo-. A lo mejor lo reconozco si lo oigo.
Ambos se sentaron a escuchar la música. La mujer no hacía más que mirar a Costa y sonreírle como si fueran una parejita de enamorados. Al final ya no le quitaba ojo de encima. Al capitán esa situación le resultaba embarazosa, así que le preguntó en un tono de voz ligeramente alto si había oído esa música en casa de su amiga alguna vez. Ella negó con la cabeza y dijo que no, que de ninguna manera.
Costa se levantó y decidió abordar ya la cuestión que lo había llevado allí.
– ¿Cuánto hace que conoce a la señora Haitinger?
La mujer se reclinó con calma en el sillón y cruzó las piernas.
– Desde su postoperatorio en el centro de belleza.
– ¿Postoperatorio?
– Se sometió a una operación en Munich.
– ¿Qué se operó?
– Su marido quiso que le hicieran un par de arreglos.
– Pero si está estupenda…
– Precisamente.
– ¿Quiere decir que todo se debe a esa operación?
– No sé cómo era antes. No la conocí hasta después.
– ¿Y qué tiene que ver su marido en ello?
– Era él quien lo deseaba. Ella no quería.
– ¿También usted se ha operado?
– Lo ha adivinado.
– ¿Y la señora Scholl?
– Aquí todo el mundo se ha operado.
– ¿Le parece eso normal?
– ¿Qué quiere decir normal? ¿No se restauran también las obras de arte antiguas?…
– ¿Y cuándo fue eso?
– En diciembre de hace cuatro años. Las dos nos pusimos en manos de Schönbach casi al mismo tiempo. Él siempre envía a sus pacientes a este centro de belleza para los postoperatorios. Fue entonces cuando conocí a Franzi.
– ¿Y enseguida se vino a vivir aquí?
– Un agente inmobiliario nos enseñó los apartamentos y yo me decidí al instante. Fue poco antes de Navidad. A Franzi le parecía que era algo así como un club para la tercera edad, pero cuando su matrimonio cayó a veinte grados bajo cero, de pronto le apeteció disfrutar de un poco de buen tiempo.
– La última vez me dijo usted que ese matrimonio era feliz… -comentó Costa con cierta aspereza.
– Prefería que se lo contara ella misma. ¿Tan raro le parece?
– No -repuso él, malhumorado-. Vivir aquí no debe de ser precisamente barato. ¿La señora Haitinger puede permitírselo?
– R. R. lo paga todo. Rolf el Ricachón. Lo único que no quiere es divorciarse.
– ¿Por qué no?
– Pregúnteselo usted.
– ¿Por qué colecciona Franziska Haitinger recortes de periódico sobre casos de asesinatos sin resolver?
– Le interesa el crimen perfecto.
– ¿Y por qué?
– ¿Acaso está prohibido?
– No. Sólo está prohibido cometerlo.
La mujer alcanzó con brío la cafetera y le sirvió otra taza.
– En el caso de Franzi, siempre se quedará en un sueño.
– ¿Un sueño? ¿Quiere decir que sueña con asesinar a alguien?
Erika Brendel tardó en responder y le lanzó una mirada cortante.
– A alguien, no. A su marido.
– ¿Por qué? -Costa se reclinó.
– Ese Haitinger es de los que quiere una mujer para enderezarla y llevarla por donde él diga. No es nada raro. Sólo que en este caso no pudo ser, porque ella no encajaba de ninguna manera en su esquema.
– A nosotros ella nos ha explicado que se esforzaba por hacerlo todo bien.
– Claro. Cuando algo no es la especialidad de uno, cuando no se tiene talento para ello, hay que hacer un esfuerzo especial. En realidad, ella quería estudiar Historia del Arte, y no Gestión Empresarial. Cuanto más hay que esforzarse, no obstante, más nervios se pasan y menos se consigue.
– ¿O sea que, en realidad, la señora Haitinger no conseguía lo que se proponía?
– Nunca conseguía lo que se esperaba de ella porque le tenía demasiado miedo a la siguiente tormenta.
– ¿No podía escapar?
Para asombro de Costa, Erika Brendel se levantó de repente y le soltó un pequeño discurso durante el cual se volvió dos veces de espaldas, como la bailarina de yeso de su lámpara.
– Al principio tenía grandes ilusiones, y para cuando empezó a darse cuenta de que las cosas cada vez se torcían más, ya estaba metida hasta el cuello. A partir de cierto momento, ni ella misma sabía ya hasta qué punto. A mí siempre me ha explicado que ese hombre era terrorífico. Verse cegado por el odio o el miedo es mucho más terrible que estar ciego de amor.
Costa sabía que tenía razón. Había conocido a muchísimas mujeres que sólo sabían verse en el papel de víctimas. Se creían siempre frente a un atacante y el miedo las paralizaba.
Erika Brendel se acercó a la ventana y abrió las cortinas un poco más.
– ¡Era un infierno! Al cabo de unos años estaba ya tan atrapada que no podía escapar. Ya no le quedaba un ápice de seguridad en sí misma, ni siquiera tenía valor para atreverse a empezar de nuevo.
– ¿Por qué dejó que el doctor Schönbach la operara si ella no quería? ¿Tenía una relación con él?
– ¿Con Schönbach? Pero ¿qué se ha creído usted? Él está casado con una persa… Los hombres que tienen a una oriental ya no quieren saber nada de las occidentales. Además, su mujer vive aquí, en la isla. No, un día Rolf el Ricachón empezó a criticar también su aspecto, y entonces Franzi pensó: «Al menos eso puedo cambiarlo». Tenía la esperanza de que la operación la convirtiera en una supermujer, creía que así por fin él la aceptaría tal como es.
– ¿Le gustó el resultado al marido?
– Puede. Pero ella no se sentía a gusto. De pronto sintió que ya no sólo estaba hecha pedazos por dentro, sino también por fuera.
– Pero si se la ve muy joven y guapa.
– Es que de pronto lo comprendió. Comprendió que eso era precisamente lo que él necesitaba.
– ¿Hacerla pedazos?
– Para sentirse bien consigo mismo.
– Pero ¿no dice que a él le gustaba su nuevo aspecto?
– Sí, pero a ella no. Después de la operación, no haces más que mirarte en el espejo. ¿Estás mejor, estás peor? Franzi no es que se viera peor, ¡se veía horrible! Su propio rostro le resultaba extraño. La piel demasiado tensa, los labios demasiado gruesos. Ingrid y yo estuvimos hablando mucho con ella y, bueno, ahora lo va aceptando más o menos. Pero cuando todavía estaba con él, se convenció de que su marido había conseguido destrozarla también exteriormente.
– ¿Cómo se produjo la separación?
– Todavía siguen casados, sólo que ya no vive con él.
– ¿Le dio él el dinero para que se comprara una casa aquí y se marchara de Frankfurt?
– El apego entre ellos fue convirtiéndose poco a poco en odio. Él se daba perfecta cuenta, desde luego, y cada vez le quedaban menos ganas de jugar con su muñeca.
– ¿Y entonces…?
– Un hombre así no pone a su mujer de patitas en la calle, sino que la confina a unos aposentos apartados. Y esos aposentos apartados, en este caso, son Vista Mar.
– Pero ¿no le ha costado una fortuna?
– Le sobra el dinero y, además, tampoco lo pierde. No quiere divorciarse, así que, si ella muriera, él heredaría el apartamento.
Se levantó y le sirvió otra taza de café.
«No debe de saber lo del testamento a favor del doctor Schönbach», pensó Costa, de modo que las dos mujeres tampoco debían de ser tan íntimas. Sin embargo, ¿cómo es que le dejaba al cirujano toda su fortuna, si tan mal se había sentido después de la operación?
– Creo que gracias a Ingrid y a mí ha podido recuperarse. También Martina Kluge, nuestra asesora de belleza, ha contribuido mucho a ello. Es masajista y esteticista, sí, casi podría decirse que es una sanadora. Una persona muy especial. Ha cuidado mucho de Franziska.
– Y también de Ingrid Scholl, ¿no?
– Claro. Y de mí.
– ¿Qué clase de persona es Martina Kluge?
– Hay quien dice que está iluminada.
– ¿Qué quiere decir con eso?
Aunque sólo le interesaba saber si la excluía como asesina.
– Tiene una mente muy abierta. Será mejor que se lo explique ella misma.
– ¿Qué relación tiene usted con su amiga Franzi? Puedo considerarla amiga suya, ¿verdad?
– Sí, desde luego. Es amiga mía. -Erika Brendel cogió la servilleta y se enjugó los ojos-. Sobre todo ahora que Ingeli ya no está.
– ¿Cómo es la relación entre ambas?
– Cuando voy con ella a algún sitio, a la playa o a una cafetería, siempre me preocupo por ella, porque a mis ojos está enferma. No me refiero a su corazón, sino a su conducta. A la forma en que ha llevado su vida, a todo lo que ha tolerado. Por eso la trato como a una enferma: con dulzura y cariño. Como mucho le hago alguna insinuación de vez en cuando: «No tendrías que…», pero nada más. Está clarísimo que ha sufrido una barbaridad. Una amiga no tiene que echar más sal en las heridas.
– ¿Siente compasión por ella?
– Por supuesto. Tengo muy claro que no está incapacitada y que puede arreglárselas sola, pero también siento compasión y me digo: Dios mío, cómo ha echado a perder su vida. Además, cuando se es mayor ya no se tienen muchas ocasiones de volver a empezar desde cero.
– ¿Qué habría tenido que hacer? ¿Separarse antes de su marido?
– Tendría que haberle dejado claro que ella tenía sus propias ideas sobre la vida. Pero era demasiado insegura para eso. También es posible que idolatrase a ese hombre y que por eso estuviera tan ciega. Quién sabe…
– Los grandes amores suponen también grandes riesgos -se le escapó a Costa, y entonces se dio cuenta de lo mucho que seguía sufriendo por Karin.
– De todas formas ella era de las que con gusto ceden la responsabilidad a los demás. Sus padres eran gente de dinero. La malcriaron y se lo dieron todo. En Rolf encontró de nuevo algo así como un padre protector. Sólo que no era todo amor como papá, sino más bien una de cal y otra de arena.
– ¿Quiere decir que, en el fondo, su marido era justamente lo que ella buscaba?
– ¡No, no, por el amor de Dios! O sí… pero sin la parte dura.
– ¿Y alguien así no le resultaría demasiado azucarado?
– ¡Que va! ¡Aquí lo había encontrado!
– ¿De verdad?
– ¡Sí! Un chico muy joven.
– ¿De quién se trata?
– Wolfgang Krebs. Tiene una tienda de informática en Santa Eulalia. Franzi quería poner al día su ordenador y él se encargó de todo. -Rió-. Para ello tuvo que explicarle un montón de cosas.
– ¿Y así nació un estrecha relación?
Erika Brendel volvió a levantarse y toqueteó las cortinas.
– Sí.
– ¿Y él la trataba con dulzura?
– Se tomaba muchas molestias por ella. No hacía más que pasarse por aquí casi a diario, qué digo… ¡dos veces al día! Hizo que sintiera que valía mucho como mujer. El golpe no llegó hasta después.
– ¿Qué clase de golpe?
– De eso no quiero hablar.
Volvió a sentarse y se atusó el pelo.
Costa seguía sin encontrar nada que lo llevara a ninguna parte, pero sabía que no podía excluir a un amante de Franziska Haitinger, sobre todo si algo había salido mal con él.
– ¿Qué clase de persona es ese Wolfgang Krebs?
– Un chico mucho más joven que ella. Para él Franzi era una sustituta de la madre, así de simple. La adoraba, le dedicaba cumplidos, hacía todo lo que ella quería. También se había metido en dificultades económicas con la tienda y, desde su punto de vista, Franzi es muy rica. Aunque, claro, él le explicó una historia completamente diferente. Dios mío.
– ¿Qué le explicó?
– Que no le gustaban las mujeres jóvenes, que con ellas no se podía conversar de verdad, bueno, todo lo que se dice para embaucar a una mujer mayor.
– ¿Y eso le bastó a la señora Haitinger como prueba de su amor?
– Usted no debe de entender mucho de mujeres, ¿verdad? ¡Era el primer hombre en toda su vida que se fijaba en lo bien maquillada que iba, en lo bien que le quedaba el pelo y en lo joven que parecía! Desde el principio le dijo que estaba convencido de que no tenía más de treinta y seis años… ¡y no se dejó convencer de lo contrario! Cuántas veces nos reímos de ello Ingrid y yo…
– ¿Llegaron a vivir juntos?
– No, pero se veían mucho, salían cogidos de la mano a dar largos paseos por la playa. A él no le asustaba que la gente pensara: «Ahí va ése con su madre».
– La señora Haitinger me ha dado la sensación de ser una mujer inteligente.
– Eso le decía él también. En su matrimonio el único que hablaba era su marido, aquí era ella quien llevaba la voz cantante. Él siempre le daba la razón. ¡En todo! Para ella fue como un fenómeno de la naturaleza. -Soltó una carcajada-: ¡Como una catarata del Niágara de la autoestima!
– ¿A lo mejor la amaba de verdad?
– ¿Y qué quiere decir amar? Cuando la conoció no tenía a nadie más. Necesitaba dinero. Su tienda de informática, como ya le he dicho, no iba muy bien. Ella le hizo un préstamo y él, con ese dinero, contrató a una secretaria.
– A lo mejor era cierto que sólo le gustaban las mujeres maduras.
Ella le dirigió una mirada provocativa.
– Y a lo mejor esperaba que tuviera mucha experiencia y que pudiera enseñarle algo en cuestión de sexo.
– No parece que llegaran a consumar la relación.
– Al principio ella estaba entusiasmada.
– ¿Porque él entendía mucho de ordenadores?
La mujer lo miró con expresión burlona.
– Porque aguantaba mucho. -Bebió un sorbo de su moca-, Franzi, por primera vez en su vida, tuvo un orgasmo. Pero él no. Ella estaba muy triste porque él nunca conseguía llegar. Al final cada vez tenía más miedo de que sólo se estuviera acostando con ella por hacerle un favor.
La señora Brendel parecía disfrutar explicándole todos esos detalles picantes. ¿Acaso lo consideraba un reprimido? Tenía que impedirlo.
– ¿De manera que no fue un polvo de una noche, si me permite usted la expresión?
La mujer rió.
– No, muy al contrario. Ingeli creía incluso que, al final, esas largas sesiones de ejercicio sacaban de quicio a Franzi. Por eso insistió en que el chico se buscara un terapeuta.
«Dios mío, ¿a eso han llegado las mujeres hoy en día?», se preguntó Costa. Aunque dijo:
– ¿Y lo hizo?
– Claro que no. Tampoco era necesario. Franzi ya le había dado dinero para la secretaria. Una monada de veintitrés años. Y un día que Franzi se presentó por sorpresa y no encontró a nadie en la tienda, de pronto oyó muy claramente desde la oficina, donde él estaba con esa chica, que el problema del orgasmo estaba más que solucionado.
– ¿Quiere decir que mantenía relaciones sexuales con la secretaria en la oficina?
Costa se preguntó si era la forma correcta de formularlo, pero le dio la sensación de que la mujer lo había vuelto a catalogar como remilgado.
– Soltaba tales alaridos que al principio Franzi pensó que se había pillado un dedo -dijo Erika Brendel con un tono en el que se mezclaban la diversión y la burla.
– ¿Y qué hizo entonces? -Costa se dio por vencido.
– ¿Qué iba a hacer? ¿Ir a buscar a un médico? Se derrumbó allí mismo. Se fue a dar un largo paseo por las montañas y pensó un par de bajezas.
– ¿Qué, por ejemplo?
– Cómo hacérselo pagar. Por eso se compró ese libro, El asesinato perfecto, y recortó todos esos artículos de periódico. Así, al menos podía dar rienda suelta a sus ansias de venganza. Al final se sintió terriblemente humillada, por haberse creído como una boba todo lo que él le había dicho.
– ¿Conocía o conoce su marido esa relación?
– ¡Por el amor de Dios! ¡De ninguna manera!
– ¿Y no tenía ella miedo de que la señora Scholl o usted pudieran contarle algo?
– Somos amigas. Franzi, como ya le he dicho, estaba completamente hundida cuando llegó a esta isla, pero Ingrid se ocupó muchísimo de ella. Incluso le pidió consejo a Martina para intentar que Franzi volviera a levantar cabeza.
– ¿Cómo quería conseguirlo?
– Bueno, intentaba ayudarla a reforzar su autoestima. Soportaba sus quejas y sus lloros y le decía: «A todo el mundo le caes bien», o: «Estás fantástica». Claro que a veces también le salían ampollas.
– ¿Qué ampollas?
– Me refiero a que a veces Franzi la maltrataba. Compréndalo, Martina es una persona muy diferente, ha recibido una formación de enfermera y masajista. Ayudar a otras personas es su profesión, y eso no es tan fácil de emular. Yo le decía muchas veces a Ingrid: «Eres amiga de Franzi, no su terapeuta». Pero ella no quería escucharme, así que, naturalmente, también había momentos en los que era ella quien atacaba.
– ¿Cuándo sucedió eso por última vez?
– El día antes de que yo me fuera a Mallorca. Franzi nos había invitado a una fondue de queso en su casa. Ingrid empezó a alabar otra vez a los hombres jóvenes y Franzi tuvo muy poco tacto al decir: «Yo que tú me lo pensaría mejor, la diferencia de edad nunca puede ser tan grande». Ingrid dejó el tenedor en la mesa y miró a Franzi con mucha frialdad. Entonces lo supe: «Ya estamos». Cuando Franzi preguntó con voz gélida: «¿No crees, Ingeli, que hay leyes que debemos acatar?», la pelea estuvo servida. Ingrid detestaba que Franzi la llamara «Ingeli», y explotó: «Eres tú la que necesita leyes. Seguro que incluso le suplicaste. Y ¿por qué? ¡Porque eres la autodestrucción personificada! Rolf no ha sido más que tu ejecutor. ¡Tú lo guiaste!». Franzi cada vez estaba más blanca. Pensé: «Ay, Dios mío, le va a dar un paro cardíaco». Pero a Ingrid le daba igual, siguió hablando en el mismo tono: «Todo lo que ha hecho contigo se lo has dictado tú, él no ha sido más que tu instrumento. ¡Pobre Rolf! También habrías podido suicidarte, pero eso no querías hacerlo. Eres sencillamente incapaz de encargarte tú misma porque crees que eso te convertiría en culpable. Prefieres jugar a hacerte la corderita inocente. El malo y el culpable siempre es él. ¡Tú no eres más que la víctima inocente! No te quieres a ti misma y no te soportas. Así que tienes que destruirte, pero no eres capaz. Para eso necesitas a otro. ¡Ese es tu problema!». Franzi se quedó como muerta. Corrió al dormitorio, se encerró allí dentro y no volvió a salir. Nosotras dos seguimos cenando y en algún momento nos fuimos. Ingrid estaba muy exaltada. Tenía las mejillas encendidas, los ojos brillantes.
– ¿Cuánto tiempo estuvieron en el apartamento?
– Hasta que terminamos de cenar. También nos bebimos una botella de vino. ¿Unas dos horas? Ingrid estaba tan furiosa que incluso se acercó a la puerta del dormitorio y le gritó que con el apartamento había sido exactamente igual. «¡Erika lo ha hecho todo por ti!», le soltó. «¡Te ha buscado el apartamento, ha llevado el contrato al notario, ha registrado la escritura! Si no, ni siquiera estarías aquí.» Yo después se lo recriminé bastante.
– ¿Y Franziska Haitinger la perdonó?
– ¡No, de ninguna manera! Aquel numerito fue mucho más que un golpe bajo.
– ¿Cuándo volvieron a verse?
– Al día siguiente. A mediodía comimos en el puerto, en el Mesón Sidrería.
– ¿El miércoles, entonces? ¿El veintiséis de septiembre?
– Sí. Antes de que yo me fuera a Mallorca.
– ¿Y volvieron a discutir?
– No. No hubo ni una mala palabra. Al contrario, Franziska incluso le dedicó cumplidos a Ingeli por lo guapa que estaba.
– Hummm. ¿Y no notó nada extraño en ella?
– Nada. Cero. Así es Franzi. Se ha entrenado durante años con su matrimonio. Pero lo llevaba por dentro. En su interior debe de acumular un odio mortal.
Cuando Costa subió al coche, en sus oídos resonaban las últimas palabras de Erika Brendel sobre odios mortales. Al ir a introducir la llave en el contacto se dio cuenta de que le temblaba la mano. Se reclinó un momento en el respaldo y se sintió agotado y vacío por dentro. ¿Sería que esos viajes en la montaña rusa emocional de las mujeres lo desestabilizaban? A lo mejor era también que esa mañana no había comido más que un cruasán. Ahora que lo pensaba, tenía hambre. Había quedado con Elena en la cárcel a las doce para proseguir con el interrogatorio a la señora
Haitinger, pero decidió que antes iría un momento a San Carlos. En el puente del pueblo había un pequeño local que pertenecía a uno de sus parientes, Toni Masó, y allí hacían los conejos asados más sabrosos de toda la isla. Con una botella de tinto de su espléndida bodega, conseguiría revitalizarlo.
El tráfico de Santa Eulalia, sin embargo, estuvo a punto de impedírselo, así que colocó la luz azul sobre el techo del coche y circuló por el carril contrario. Los vehículos que venían tuvieron que apartarse a la acera o a la gasolinera. En Alemania le habrían abierto un expediente disciplinario por algo así, pero allí sus compañeros sólo se reirían si alguien lo denunciaba.
Cuando consiguió salir de Santa Eulalia y torció por la carretera que llevaba a San Carlos, ya estaba de mejor humor. Llamó a Elena para decirle que se retrasaría un poco. A ella le pareció bien y le preguntó si había sacado algo en claro de la conversación con la señora Brendel. Costa le dijo que algunos aspectos habían tomado una nueva dirección.
– ¿Hacia la clarificación? -preguntó ella.
– No. El caso sigue estando muy oscuro. Me duele la cabeza y no veo claridad por ninguna parte. Ahora no puedo explicártelo. Voy a ver a Toni Masó y después iré a la cárcel.
Ella se limitó a decirle que muy bien y colgó. «Una chica extraña», pensó Costa. Hasta entonces casi no había tenido tiempo de pensar en ella, pero su instinto le decía que en algún lugar se oía el tictac de una bomba de relojería. Y no sólo porque no fuera habitual tener a una mujer en una unidad de homicidios.
Toni estaba sentado en un rincón de su restaurante, jugando al dominó con algunos campesinos. Cuando vio entrar a Costa, se levantó de un salto y se acercó a saludarlo con alegría. Se dieron la mano y Toni le preguntó si quería unirse a ellos, pero Costa estaba desmayado de hambre. Antes tenía que echarse algo entre pecho y espalda. Toni lo sentó a una mesa libre, le puso delante el cestito del pan, les dio la vuelta a las copas y, esbozando ya una sonrisa de satisfacción, le dijo que tenía un vino muy bueno.
Costa estiró las piernas y notó que se iba relajando poco a poco. «Qué tranquilo, amable y seguro es el mundo de estos campesinos», pensó. Aunque también eran capaces de matarse a tiros por una herencia, una disputa sobre los límites de un terreno o un amorío. Sin embargo, esas cosas siempre eran sencillas, todos sabían quién había sido y nadie quería ver a la policía por allí. Al afectado tan sólo le había llegado un poco antes la muerte, que tarde o temprano acabaría por llevárselos a todos.
Tras siglos de pobreza y trabajo duro, después de las amenazas de la peste, los piratas, los rojos y los secuaces de Franco, la muerte los hermanaba a todos.
Toni descorchó la botella.
– Quería reservarla para el cumpleaños de Pep, pero ¿por qué no hoy? -dijo con una sonrisa.
El tapón sonó al descorchar la botella y el vino cayó en la copa. Como el beso de una diosa pagana se deshizo sobre la lengua de Costa. Toni lo miró mientras paladeaba el vino, chascaba de contento y sonreía. Vio la alegría en sus ojos, y todo su rostro se iluminó entonces también.
– Dejo aquí la botella, voy un momento a ver el conejo que te he metido ya en el horno.
Costa sonrió y sintió una gratitud enorme.
Por desgracia, no había apagado el móvil. Cuando se dio cuenta de que estaba sonando y descolgó, oyó la voz de Elena, que le decía que tenía que ir enseguida a la cárcel. El marido de Franziska Haitinger iba de camino con Llorente y Antoni Campaña. Ya habían movilizado al juzgado y a la fiscalía. Costa inspiró hondo: Llorente y Antoni Campaña eran los abogados estrella de la isla, sin ellos no se movía absolutamente nada, a menos que tuviera que ver con la familia Matares o con el tío de Costa, El Cubano.
Fue a la cocina, le dio un abrazo a Toni Masó, se disculpó y le dijo que no tenía más remedio que marcharse ya mismo. Toni le dio unas palmadas en la espalda y le aseguró que cuando volviera lo encontraría todo exactamente como lo había dejado.
La cárcel estaba al pie de la colina occidental de Ibiza. Era un gran complejo de un amarillo reluciente, con una cúpula central. A Costa le recordaba a una mezquita. Llamó a la puerta. Se abrió una mirilla, él enseñó su identificación y lo dejaron pasar.
Encontró a Elena Navarro en la sala de interrogatorios, nerviosa, caminando de aquí para allá con su portafolios. Al ver al capitán, sonrió y le dijo que habían ido a buscar a la sospechosa. Apenas se habían sentado cuando Franziska Haitinger entró en la sala acompañada por dos funcionarias. A pesar de haber pasado una noche en aquel entorno hostil, estaba guapa.
– Tenemos un par de preguntas más, señora Haitinger.
La mujer miró a Elena como si la pregunta viniera de ella, aunque era Costa quien se encargaría del interrogatorio.
– ¿Alguna vez mantuvo una fuerte discusión con la señora Ingrid Scholl?
La mujer negó con la cabeza, muy despacio, sin apartar la mirada de Elena.
– ¿Ofendió, hirió o simplemente hizo enfadar a Ingrid Scholl?
Franziska Haitinger se movió un poco en su silla, como si tuviera que afianzar primero su cuerpo para poder contestar después.
– A veces tenía unas teorías muy particulares sobre la vida y los hombres. Muchas veces yo no podía estar del todo de acuerdo con ella, pero Ingrid casi nunca me daba tregua. Siempre quería oír opiniones claras. Si yo no participaba, era muy dura conmigo.
– ¿Se trataba a veces de opiniones sobre su marido?
– Sí, a veces se trataba de él.
– ¿Le importaría explicarme cómo conoció a su marido y cómo se desarrolló su matrimonio?
Franziska Haitinger miró en derredor como si, en lugar de su matrimonio, tuviera que describir la sala. Entonces cruzó las piernas y se fijó en la punta de su zapato. De pronto sonrió y miró a Costa por primera vez.
– Cuando nos casamos, yo tenía veintidós años. Mi madre estaba muy orgullosa de mí, porque Rolf era el sueño de cualquier suegra. Había estudiado Derecho y Empresariales, y enseguida empezó…
Volvió a mirarse la punta del zapato.
Costa se preguntó si estaría sondeando sus recuerdos.
– ¿Empezó a qué? -preguntó.
– Enseguida empezó a darme forma según sus expectativas. Aunque yo ya estaba acabando tercero de Historia del Arte, tuve que ir a una escuela de Dirección de Empresas. Jamás creí tener talento organizativo, pero él me transfirió la planificación de todas sus ambiciosas actividades. Profesional y socialmente. Puesto que nada de eso salía de mí, cometía muchos errores, desde luego, de manera que él siempre tenía motivo para tildarme de inútil. Yo diría que era una especie de relación amor-odio.
Costa estaba sorprendido. Elocuente y segura: ¿cómo casaba aquello con la mujer que había conocido hasta entonces?
– ¿Por qué no le dijo que prefería seguir estudiando Historia del Arte?
Franziska Haitinger le lanzó una breve mirada.
– Todas las iniciativas salían de él. Yo no veía nada más allá de Rolf. Ya desde por la mañana, antes aún de haberme despertado. Estaba atrapada en una bruma emocional, como la Bella Durmiente. No era capaz de rebelarme y casi nunca comprendía lo mucho que me había equivocado.
No tenía ningún reparo en describir su debilidad. Costa estaba fascinado. Su voz tenía un timbre agradable y todo cuando decía sonaba como una melodía sencilla y clara.
– ¿Era él siempre tan exigente?
– A veces también era cariñoso y amable. Resultaba sorprendente. Me alababa porque había conseguido cerrar algún negocio difícil, por ejemplo. Pero a eso casi siempre le seguía una amenaza. Siempre me decía: «¡Ten cuidado de no volver a hacer mal esto o aquello!». Me encontraba bajo mucha presión.
– No lo parece -dijo Costa.
Creyó ver de soslayo que Elena le clavaba una mirada reprobadora. Franziska Haitinger, sin embargo, volvió a captar toda su atención.
– Hubo momentos mejores y peores. -Su voz sonó dura y amarga.
Costa comentó que, a juzgar por su respuesta, le daba la sensación de que no estaba conforme con esa situación.
– Verá, a lo largo de los años he sufrido muchas heridas. Cuando una se hace mayor, esas heridas se transforman en ira o en cinismo. Yo ya había llegado a ese punto, pero un día él consiguió ir mucho más allá y me dijo: «Con esa pinta que tienes no puedes pasearte por ahí. Eso tiene que cambiar, tienes que operarte». Después me llevó a Munich a ver a un cirujano plástico y acordó con él qué quería que me cambiara. -Hizo una pausa y miró a Costa.
Él no esquivó su mirada, aunque le resultaba embarazoso delante de Elena. Al final dejó a un lado sus escrúpulos y le preguntó qué había querido cambiarle Rolf Haitinger. La mujer sonrió de nuevo, pero esta vez Costa vio relucir su odio.
– Mi nariz nunca le había gustado, quería que me pusiera unos labios más carnosos y unos pechos más grandes, eso estaba claro.
– ¿Qué sintió usted?
– Ira. Pero de repente me llamó «tesoro» y dijo que todos se quedarían boquiabiertos conmigo, que para mí sería fantástico. Yo lo único que sentí fue desprecio.
– ¿Lo pagó todo él?
La mujer soltó una carcajada.
– «¡El que paga soy yo! ¡Y tú tienes al mejor cirujano de toda Alemania!», me dijo. «¡¿Por qué te haces ahora la estrecha y no dejas que te haga una liposucción en el culo y la barriga?! ¡Y un poco de relleno en las pantorrillas te quedaría muy bien, en lugar de ir por ahí con esos palos de esquí!» -Lo miró un momento en silencio-. ¿Qué le parece? ¿Le regalaría usted también a su mujer un rejuvenecimiento así?
Costa tenía la sensación de que hablaba con su marido a través de él. Cuando la había encontrado agazapada en su apartamento con los sentidos turbados, había creído que era su marido, que quería matarla. Y ahora Costa la había encarcelado y le había robado su libertad: igual que él.
Tenía que admitir que ya no tenía la situación tan controlada. ¿Debía dejar que siguiera Elena con el interrogatorio?
Franziska Haitinger puso las manos en la mesa en actitud desafiante, extendió los dedos y ruego los fue levantando lentamente.
– ¿Sabe? Antes de la operación tuve un miedo espantoso.
Terminó con sus nerviosos juegos de manos y posó los brazos en su regazo.
Puede que hubiera llegado ya el momento de dejar caer la bomba. Costa había estado esperando, pero hasta entonces no se le había presentado una buena oportunidad.
– ¿Por qué nombró al doctor Schönbach como su heredero?
La reacción de la mujer le decepcionó. Permaneció completamente tranquila, incluso más relajada aún, y le dijo en un tono casi soñador que ese hombre la había ayudado mucho. Además, no quería que su marido se quedara con su dinero. Costa pensó en la entrevista que le había hecho Karin a aquel cirujano. Volvió a sentir celos y preguntó entonces en qué había consistido la ayuda de Schönbach.
– Mi marido quería que me implantaran unos gemelos de silicona. Para mí aquello era una perspectiva horrorosa. El doctor Schönbach aceptó mi objeción poco antes de la operación, cuando mi marido no estaba, y lo quitó del programa. Se lo agradecí mucho.
– ¿Eso fue todo?
– Es una persona maravillosa. Una se siente desde el principio muy a gusto en su compañía. Desde que lo conocí, tuve la sensación de que hay algo bueno e intacto en mí.
Costa no pensaba rendirse tan fácilmente.
– ¿De modo que, después de la operación, todo fue bien?
La mujer respiró tan hondo que Costa creyó que pondría fin a la conversación. Empezó a arañar la mesa con una uña, pero después volvió a hablar:
– Sentía que estaba dentro de un cuerpo que no era el mío. Por las noches soñaba incluso que tenía que vivir sin piel. Como esos torsos diseccionados en los que se ven los músculos, de los que tiene por todas partes un cirujano como él. Tenía un miedo espantoso.
– Eso puedo entenderlo, pero no le deja uno toda su fortuna a quien le ha hecho eso. Usted tiene hijos.
Costa calló y esperó. Era evidente que su respuesta resultaba poco convincente y contradictoria.
El color había abandonado el rostro de la señora Haitinger, que lo miraba con ojos vacíos. Él esperó, pero no sucedió nada.
– ¿Y su marido?
La mujer carraspeó. Habló despacio y en voz baja:
– Rolf estaba entusiasmado. Todo le parecía fantástico. Aunque me notara un poco los implantes en estos… globos. -Franziska Haitinger sonrió con cinismo y añadió-: Pero al final también eso consiguió inspirarlo y le ayudó a encontrar el deseado revivir de su sexualidad.
– ¿Lo dice en serio? -preguntó Elena de pronto.
– Conmigo ya se había acabado el sexo.
La respuesta fue concisa y dura.
Costa, avergonzado, consultó el reloj. Era casi la una y media.
– ¿Y entonces se separaron? -preguntó Elena.
– Un día nos habían invitado a una cena y la conversación giró de pronto en torno a los liftings. Yo no quería que se hablara del tema e intenté hacerle una señal a mi marido. Se dio cuenta todo el mundo, menos él. Todos se me quedaron mirando. Sentí que me daban sofocos, se me saltaron las lágrimas. Fue una situación horrorosa. Él la solucionó explicándoles a todos los de la mesa que yo sólo había querido decirle por gestos que no me había operado los ojos, la nariz y las tetas.
De pronto se quedó callada.
Costa oyó a Elena respirar. Quería decir algo, pero no se le ocurría nada. Ese repentino silencio lo aterraba.
– ¿Y después? -preguntó la teniente.
– Después estalló en estruendosas carcajadas -dijo la señora Haitinger con frialdad.
Se abrió la puerta y Rolf Haitinger, a quien Costa reconoció enseguida por las fotografías, irrumpió en la sala. Iba acompañado por los dos abogados a quienes Elena había mencionado ya. Se acercó a su mujer sin saludar a nadie, la agarró del brazo y la levantó de la silla.
– Venga, tesoro, nos vamos de aquí. ¡Tranquila, esta pesadilla se ha acabado!
– ¡Un momento! -exclamó Costa, y se levantó-. Tengo una pregunta más.
– No hay nada más que preguntar -interrumpió Rolf Haitinger mientras tiraba de su mujer-. Pregunte a mis abogados.
Antoni Campaña dio un paso en dirección al capitán Costa y le dijo que Pere Montanya, el juez competente, había levantado la orden de arresto y que ya no había razones legales por las que la señora Haitinger tuviera que pasar ni un momento más allí.
– Esa orden la expidió el fiscal Gómez -repuso Costa, molesto.
Campaña enarcó las cejas y se encogió de hombros.
– Ya lo sé, pero el juez Montanya ha vuelto a levantarla. Sólo hay que saber a quién recurrir -añadió con una sonrisa.
Costa asintió y se dio por vencido, pero Franziska Haitinger se zafó de su marido y se le acercó. Le sonrió a Costa con mucha serenidad y le dijo que preguntara lo que quisiera.
El capitán sacó la fotografía de Ingrid Scholl de su bolsillo, se la enseñó a la mujer y le preguntó si conocía a aquel joven.
– Era el gran amor de Ingrid. Le enviaba flores dos veces por semana, discos y dulces. Ella hablaba continuamente de él y no pasaba un solo día sin que nos confirmara lo mucho que lo quería y lo echaba de menos.
– ¿Tenemos que oír todas estas bobadas? -exclamó Rolf Haitinger de mala manera.
Pero ella lo miró y luego le preguntó a Costa si eso era todo.
– ¿Quién cree usted que la mató de esa forma tan espantosa?
– No lo sé. Pero, si tuviera que aventurar una suposición, diría que su marido. -Apartó entonces la mano de Haitinger de su brazo-. Ya lo intentó una vez después del divorcio.
Haitinger volvió a agarrarla.
– ¡Es más que suficiente!
– Seguro que Erika está mejor enterada, pregúntele a ella por el accidente de coche -logró decir aún, antes de que su marido se la llevara de allí.
Cuando Costa salió de la cárcel con Elena Navarro, le pidió perdón por no haberla informado antes sobre su conversación con Erika Brendel. Seguro que su forma de llevar el interrogatorio no había tenido demasiado sentido para ella.
– Todo esto ha debido de parecerte de lo más extraño -le dijo con inseguridad.
– No -repuso ella con sencillez-. No conozco a nadie que haya obtenido tan buenos resultados en tan poco tiempo. Creo que es bastante improbable que haya sido la señora Haitinger. ¿Qué vamos a hacer ahora?
«A lo mejor le apetecería ir a tomar un café conmigo», pensó Costa, pero tenía que avanzar con el caso como fuera. Si no había sido Haitinger, ya habían perdido bastante el tiempo. Tenía que volver a visitar a la señora Brendel, y le preguntó a Elena si estaba dispuesta a ir a Compu-World para interrogar a Wolfgang Krebs. Erika Brendel había dicho que ese joven iba detrás del dinero de Franziska Haitinger. Tenían que comprobar su coartada cuanto antes. Elena accedió enseguida.