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Costa llegó al puesto de la Guardia Civil y subió a la cuarta planta, donde Elena compartía despacho con dos tenientes más. Se propuso encargarse de que pronto hubiera una redistribución para que los cuatro miembros del equipo pudieran trabajar juntos en el caso.
Llamó a la puerta y Elena Navarro apareció en el vano, salió enseguida y le hizo una señal indicándole que quería hablar con él allí, en el pasillo. Se alejaron un poco de la puerta y le explicó cómo estaban las cosas. La señora Haitinger por fin le había dado sus datos personales, pero sólo después de haberla informado de que estaba obligada a ello y que, si no, no podrían dejarla en libertad. Sin embargo, esos datos eran los mismos que ya tenían. Después se había ofrecido a avisar al abogado que ella quisiera, pero la mujer había rechazado su oferta. Elena había decidido entonces quedarse igual de callada que la sospechosa. Así habían estado, sentadas una frente a la otra, Elena con los dedos en el teclado del ordenador y la señora Haitinger muy erguida y con las manos en el regazo. Se habían pasado así una hora y media, hasta que al final la mujer había preguntado qué querían de ella. También había gritado un par de veces. Elena le había explicado con tranquilidad que querían saber lo sucedido la noche anterior.
– ¿Y bien? -Costa estaba tenso.
– Dice que sabía que Martina Kluge iba a pasarse a echarle las runas a Ingrid Scholl.
– ¿Las runas? ¿Qué es eso exactamente?
– Unos antiguos símbolos germánicos.
– Sí, eso ya lo sé. Pero ¿qué quiere decir eso de «echarle las runas»?
– En el Thing, como se llama la asamblea de la tribu, los germanos lanzaban las runas para recibir consejo. Las runas los advertían acerca de buenas y malas influencias.
– Hummm, ¿y eso es lo que hace esa tal Kluge?
– Las runas están dibujadas en unas cartas. Se colocan sobre la mesa y después se escogen unas cuantas.
– ¿Cuándo estuvo Kluge allí? ¿Lo sabe ella?
– Sólo sabe que Scholl la esperaba a las siete y media. Esas sesiones duran aproximadamente una hora.
– ¿Qué estaba haciendo Haitinger a esa hora?
– Leer.
– ¿El qué?
– Hija de la fortuna, de Allende. Ya le he pedido que me explique el argumento.
Costa estaba satisfecho, no se había equivocado con esa joven. Tira despierta y trabajaba con concentración. Sabía que podía confiar en ella.
– ¿Y después?
– Después pasó a ver a Scholl. Eso fue poco después de las diez.
– ¿Consultó el reloj?
– Sí, porque no quería interrumpir la sesión de runas.
– ¿Se llevó el libro con ella para leerle a Scholl?
Elena Navarro lo miró con asombro.
– No. ¿Por qué?
– Por nada. ¿Qué más?
– Llamó al timbre, pero no le abrió nadie. Pensó que Scholl a lo mejor estaba ya dormida, pero quiso asegurarse y fue a su apartamento a buscar la llave del cuatrocientos dos. Abrió y entró. Todo estaba en calma, llamó a Scholl por su nombre y entró en la sala. Dice que aquello era un infierno y que ya desde la puerta vio a su amiga tumbada en el sofá. Exclamó su nombre y corrió hacia ella. Dice que aquello era horrible. De los ojos le salían esos pinchos para la carne. Creyó que tenía que ayudarla y tiró de ellos. Dice que no pensó en las huellas dactilares ni en nada de eso. De los ojos salió un líquido, las cuencas estaban negras y vacías. Comprendió entonces que Ingrid Scholl estaba muerta. De repente tuvo la sensación de que el asesino seguía allí y que iba a acuchillarla desde atrás. Corrió a su casa, se agazapó en un rincón y esperó que el hombre no fuera por ella, aunque sabía que no serviría de nada: la encontraría y la mataría igual que a Scholl. Con cada sonido que oía esperaba su propia ejecución.
– ¿Le has preguntado si sabe quién es el asesino?
– Sí. No ha dicho nada, pero tengo la sensación de que se calla algo.
– ¿Quieres decir que ha visto al asesino y no quiere decir su nombre?
– No lo sé. Ahí hay algo raro.
– ¿Y después?
– Después llegaste tú y ella creyó que aquello era el final.
– ¿Eso ha dicho?
– Sí. He tomado nota de todo. Puedes leerlo luego.
– Entonces seguramente no reconoció al asesino.
– Puede ser que no viera más que su sombra.
– ¿Le has preguntado por qué tenía ese tratado sobre el asesinato perfecto?
– Iba a hacerlo, pero ahora puedes preguntárselo tú.
Costa lo pensó un momento y luego asintió.
– ¿Qué clase de persona es?
– Me ha dado la impresión de ser una mujer muy sensible, un poco histérica, pero agradable de verdad y muy culta. Si siente miedo o le hablan con dureza, se cierra.
Fuera lo que fuese lo que había vivido Franziska Haitinger, nadie lo diría. Cuando Costa la saludó, la encontró relajada y tranquila.
– Seguro que es desagradable tener que responder a más preguntas aún, señora Haitinger, pero no sólo tengo la obligación de resolver este horrible asesinato, sino que también deseo hacerlo. ¿Lo comprende?
Franziska Haitinger asintió. Costa miró la pantalla del ordenador y movió el cursor como si estuviera leyendo el acta. Se tomó algo de tiempo y luego prosiguió:
– De su declaración se desprende que tuvo miedo de que el asesino la atacara a usted también.
Franziska Haitinger asintió, Costa no habría sabido decir si con miedo o con desconfianza. Se sentó en una silla y la miró a la cara con calma.
– ¿Era usted su víctima en realidad? ¿La señora Scholl simplemente se interpuso en su camino?
Franziska Haitinger tragó saliva y miró el vaso de agua que había sobre la mesa. Asintió mientras alcanzaba el vaso y bebía. Costa tendría que seguir por ese camino. Ella, víctima. Pero antes quería tocar otro tema. Cuando la mujer hubo dejado el vaso, le preguntó:
– Posee usted un libro, El asesinato perfecto, y lo ha estudiado en profundidad. En varios lugares ha subrayado frases y ha escrito notas en los márgenes. ¿Por qué le interesa tanto?
Ella lo miró con inseguridad y se encogió de hombros.
– ¿Es el mismo motivo por el que también ha recopilado artículos de periódico? ¿Sobre asesinatos sin resolver?
– Sí.
– Y ¿por qué?
– Es una manía que tengo.
Por primera vez oía su voz. ¿Se había acostumbrado a él y había recuperado el dominio de sí misma?
– Comprendo. ¿Es la señora Brendel amiga suya?
De nuevo volvía a callar.
– Ella nos ha dicho que es usted feliz en su matrimonio.
Le lanzó una rauda mirada a Elena Navarro, que lo iba escribiendo todo en el ordenador, sin llamar la atención ni hacer ningún ruido.
– Eso se lo ha inventado usted.
La voz de la señora Haitinger, de pronto, era tranquila y clara.
Costa la miró con atención. Parecía que todo le fuera indiferente.
– No me lo he inventado. La señora Brendel dice que usted se sacrificaba mucho al lado de su marido, pero que a causa de sus arritmias él insistió en que se trasladara a un lugar más tranquilo, porque para él su salud era lo más importante.
A la mujer le cambió el color de la cara, sus labios se afilaron y sus ojos cobraron vida.
– Mi marido me desprecia. Le doy absolutamente igual. Nunca se ha interesado por mí. Después de exprimirme hasta la última gota, se hartó de mí y me encerró en el paraíso para la tercera edad de Vista Mar.
Aquello era un giro inesperado. También Elena levantó la vista con asombro. Incluso su voz sonaba diferente: dura y objetiva. Parecía que se limitaba a ofrecerles datos. Costa entró al trapo e intentó forzar más la situación. Le sonrió como si hubiera contado un chiste y le dijo que en cierta forma era comprensible que a un hombre no le hiciera mucha gracia tener junto a él a una mujer a la que sólo le interesaba el asesinato perfecto. Esperó una réplica, pero ella se limitó a mirarlo con calma a los ojos. Costa no sólo le sostuvo la mirada con firmeza, sino que se dio cuenta de que al mirarla así se relajaba. No creía que esa mujer tuviera cuarenta y nueve años, seguramente alguien se había equivocado al anotarlo.
– Yo jamás habría hecho algo así.
Su voz volvía a ser pausada y tranquila.
Elena dejó de teclear y la miró.
– ¿Quiere decir que se considera una mujer incapaz de llevar sus intenciones a la práctica? -preguntó con sorpresa.
– Mis intenciones contra él.
– Pero ¿deseaba poder hacerlo? -preguntó Costa.
– Siempre he imaginado que lo mataba. -Su voz fue clara y firme.
– ¿Cómo lo habría matado? -quiso saber Costa.
– Con un plato de setas. Las setas son lo que más le gusta. El estofado de setas hecho según la receta de su madre.
– ¿No lo habría ensartado con unas brochetas de asar?
La mujer lo miró un momento y, después, sin expresar emoción alguna, dijo:
– Qué hombre más tosco es usted.
Aquello era un poco teatral para el gusto de Costa, pero de todos modos le molestó. «Mejor haría en pensar cómo va a salir de aquí -gruñó para sus adentros-, en lugar de encenderse conmigo.» Seguramente todavía no había pensado cómo debía de sentirse una alemana en una comisaría española. Consultó el reloj porque todavía tenía que llevarla a prisión, ¿o se ocuparía Elena de hacerlo por él?
– ¿Por qué pasó usted a ver a Ingrid Scholl ayer por la noche?
– Por eso mismo.
– No lo entiendo.
– Era un error pasar tanto tiempo dedicada a pensar en cómo vengarme de mi marido.
– ¿Por qué?
– Me generaba sentimientos de culpabilidad. No lograba conciliar el sueño por las noches y por eso muchas veces iba a ver a Ingrid y le leía en voz alta.
Se quedó mirando un rato al vacío.
– ¿Y ayer también quería ir a leerle?
– Ayer pensé que él se me había adelantado. Que había descubierto mis intenciones antes de que yo pudiera hacerle nada. Como siempre.
– ¿Que se había adelantado? ¿Es que quería usted matar a Ingrid Scholl?
No apartó los ojos de la señora Haitinger, pero notó la tirantez de Elena.
La detenida se quedó como petrificada en su silla. Costa iba a hacerle otra pregunta, pero entonces la mujer se movió y dijo:
– Él siempre sabía lo que estaba pensando, antes que yo misma.
Costa tuvo que seguir ese hilo.
– ¿Y qué pensamientos suyos conocía?
Esta vez no respondió. Se había acabado, lo vio en su postura. Kosta adoptó un tono de voz más severo.
– ¿Cómo extrajo los pinchos?
Haitinger se lo quedó mirando.
– ¿Puede hacernos una demostración?
La mujer sacudió la cabeza, despacio.
– Usted es diestra. ¿Sacó uno después del otro?
Ella volvió a negar con la cabeza. Tal vez se negaba a responder, pero también podía significar un no.
– ¿Eso es que no? ¿Quiere decir que los sacó los dos con la izquierda?
– No lo sé -susurró-. No lo recuerdo bien.
Costa se levantó y le pidió a Elena Navarro que imprimiera el acta. Le preguntó a Franziska Haitinger si estaba dispuesta a firmar su declaración. Ella no reaccionó, así que el capitán le explicó que, como persona entendida en cuestiones de «asesinatos perfectos», debería haber sabido que nunca hay que tocar un cadáver, para no borrar ninguna huella. Sin embargo, ella lo había hecho, había dejado sus huellas dactilares en las armas del crimen y se había manchado las manos con la sangre de Ingrid Scholl. En vista de cómo estaban las cosas, tendría que permanecer en prisión preventiva. Además, tampoco había hecho nada por desmentir esas sospechas, seguramente ya se había dado cuenta de eso. Puede que lo mejor fuera que se buscara un abogado.
Cuando Costa estaba a punto de salir del despacho, Franziska Haitinger pidió hacer una breve llamada telefónica para avisar a su familia. El capitán hizo un gesto con la cabeza en dirección a Elena y dijo que la teniente Navarro la pondría en contacto con el número que deseara a través de la centralita. A Elena le dijo que se reunirían una hora después.
Costa estaba de mal humor. Recorrió el pasillo con una sensación desagradable en el estómago que le subía hasta el pecho y el cuello. No sabía qué la producía, pero una cosa era segura: sólo tenía una hora, la única hora en la que podría hacer gimnasia para estabilizar su espalda. Aun así, no le apetecía lo más mínimo conducir hasta casa, cambiarse de ropa en un momento, ir corriendo al gimnasio y torturarse con los ejercicios. Al decidir que no lo haría, se le ocurrió que también era una buena oportunidad para ir a su piso a poner una lavadora y recoger la cocina, algo que llevaba retrasando desde hacía más de una semana. Pero eso le dio aún más pereza, y se preguntó si no tenía nada agradable que hacer en esa hora. Aquel día estaba acabando con él y creía que se merecía un pequeño momento de relax. ¿Podía ir al Club Social que había detrás del puesto? ¿O ir a ver a Karin y cenar con ella? Consultó el reloj. Si se lo pensaba mucho rato, acabaría haciéndose tarde para cualquier cosa. Además, seguro que el encuentro con Karin no sería divertido, seguro que seguiría enfadada. Se detuvo un momento para tomar una decisión, por lo que seguía en la escalera cuando Elena Navarro bajó con la señora Haitinger para llevarla a la cárcel. Ninguna de las dos pareció fijarse en él. Eso hundió más aún el ánimo de Costa, que se dijo: «A la mierda», y bajó también la escalera. Montó en la bicicleta que tenía en el patio y dio la vuelta a la manzana para ir al Club Social.
Estaba lleno, como todas las tardes durante las vacaciones. La primera sala, repleta de trofeos, se encontraba incluso abarrotada; voces fuertes y carcajadas, estruendo de pies y sillas de madera que resonaba en las paredes. Se abrió camino hasta la barra, que también estaba llena de copas de deporte, y le gritó a Toni lo que quería. Éste, con un paño de cocina echado al hombro, cogió un plato de la estantería con impulso, lo lanzó al mostrador de piedra y, sonriendo, dejó caer en él dos bocadillos de queso. Le sirvió también dos cervezas.
Costa puso una en el plato, cogió la otra con la mano derecha y lo sacó todo del local haciendo equilibrios. Colocó una silla al sol del atardecer y estiró las piernas. Después del primer trago largo, se relajó. Ya se encontraba mejor.
En el jardín que había delante del Club se celebraban tres barbacoas a la vez. Los hombres daban la vuelta a la carne, las mujeres estaban sentadas en unas cuantas sillas que habían sacado del local y hablaban y chismorreaban como si el mundo fuera a acabarse mañana. Las ancianas llevaban abultados y largos vestidos negros y hacían ganchillo.
Costa se bebió la segunda cerveza de un solo trago en cuanto se dio cuenta de que se estaba poniendo triste. Le habría alegrado poder tener consigo a sus dos hijos en esa bonita tarde de septiembre y ver cómo su chico se le acercaba corriendo de pronto para preguntarle algo, o cómo Annalena se abalanzaba sobre él para abrazarlo y acariciarlo. «¿Por qué no vivirá uno la vida con sencillez y cariño?», se preguntó.
Eso le hizo sentirse aún peor, por lo que se echó una tercera cerveza al cuerpo antes de marcharse a la reunión.
Enseguida se dio cuenta de que había vuelto a comer demasiado deprisa y de que había bebido mucho. Sentía el cuerpo pesado y exhausto, así que empezó por exponer su informe para ir cogiendo ritmo.
La víctima era rica y parecía que había forjado su fortuna trabajando junto a su marido, del que ya estaba divorciada. Describió a Erika Brendel y su relación con la muerta. Ambas mujeres parecían haber tenido mucho interés por los hombres. No podía descartarse que el asesino perteneciera al círculo de sus amantes. La tercera del grupo de amigas era Franziska Haitinger. ¿Sería Franziska Haitinger la asesina? Erika Brendel había rechazado la idea por considerarla completamente absurda. Según su declaración, Franziska gozaba de un buen matrimonio con dos hijos ya crecidos y un marido generoso, lo cual coincidía con la impresión que transmitían las fotografías de su casa.
Le cedió entonces la palabra a Elena Navarro, que resumió lo sucedido durante el interrogatorio. Costa comentó que estaba psicológicamente demostrado que una mujer que abriga pensamientos homicidas contra su marido también siente miedo y teme que el marido pueda darse cuenta de ello y adelantársele.
El Surfista rió con suficiencia y se inclinó un poco hacia delante.
– ¿Debemos pensar que Haitinger tenía pensado asesinar a su marido con unos pinchos para la carne? ¿Y que un buen día se encuentra delante del cadáver de su amiga, a la que han matado justamente así, y piensa: «Le ha hecho lo que yo quería hacerle a él»? Venga ya, ¿y por qué iba a haber elegido precisamente a Scholl?
Costa se preguntó por qué había vuelto a sentarle mal ese comentario. ¿Acaso era tan absurdo estar convencido de la culpabilidad de Franziska Haitinger? Estaba claro que El Surfista, siguiendo una lógica pura, tenía razón. Pero la lógica pura no explicaba el comportamiento de las personas, y menos aún de alguien que se había encontrado en una situación extrema. Si la señora Haitinger de verdad había ido a ver a su amiga nada más que para charlar un rato y la había encontrado en el sofá con las extremidades retorcidas y dos espetones saliéndole de los ojos, cualquier reacción imaginable era tan posible como cualquier idea descabellada.
– Además, tú mismo nos dijiste -insistió El Surfista- que Erika Brendel había descrito el matrimonio de su amiga Haitinger como feliz. Es irrefutable que Haitinger se ha ocupado de planificar al detalle el asesinato de alguien. Ha recopilado artículos de periódico e incluso ha leído literatura especializada. Ahora que se ha visto atrapada, no encuentra pretextos y se vale del cliché de que las esposas siempre quieren asesinar a sus maridos. Está demostrado que se había informado sobre cómo asesinar a una persona y que tenía en sus manos la sangre de la víctima. Además, dejó sus huellas dactilares en las armas del crimen y tampoco tiene coartada.
Costa se dio por vencido y se ahorró contestar nada. Elena, no obstante, se puso de su parte y dijo que en el libro que había leído la señora Haitinger el autor llegaba a la conclusión de que el asesinato perfecto sólo podía darse si el asesino no tenía motivo.
– Sin motivo, no obstante, nadie comete un crimen -concluyó.
– Con eso de no tener motivo -la contradijo El Surfista con frialdad-, el autor se refiere a que el asesino no tenga un motivo que nosotros comprendamos. Insisto en que un asesinato como éste seguirá resultándonos incomprensible a todos los que estamos aquí sentados, aun cuando logremos que la asesina nos explique sus motivaciones.
Costa vio que la discusión se encaminaba a un callejón sin salida, así que dijo que volvería a hablar con la señora Brendel y que le preguntaría por el matrimonio de Franziska Haitinger. Entonces recordó la llamada de teléfono de la sospechosa y le preguntó a Elena con quién había hablado antes de que se la llevara a la cárcel.
– Con su marido -contestó ella.
Costa se sorprendió tanto que ni siquiera se esforzó por ocultarlo.
– ¿Estás segura?
Elena asintió, y él preguntó qué le había dicho.
– Le ha dicho que la policía estaba a punto de encarcelarla por asesinato. Seguramente él le ha preguntado más detalles, pero ella no ha querido explicarle nada. Entonces el marido ha gritado algo, a lo que ella ha zanjado la conversación sin perder tiempo.
Le había llegado el turno a El Obispo, que entretanto había investigado sobre el doctor Schönbach, el que aparecía como heredero en el testamento de la señora Haitinger. Se trataba de un famoso cirujano plástico que poseía una casa en Ibiza en la que vivía su mujer, una iraní.
– El centro de belleza Vista Mar se encarga de los tratamientos postoperatorios de sus intervenciones. Es de suponer que Haitinger lo conoció allí.
Entonces lanzó a la mesa una revista alemana que publicaba una entrevista con el doctor Schönbach. Costa se quedó paralizado: ¡esa entrevista la había hecho Karin! En una de las fotografías incluso se los veía juntos.
El Surfista debió de notar algo en su expresión, porque le pidió la revista. Costa se la dio, pero antes le dijo que quería escuchar su informe.
El Surfista sacó sus notas y fue marcando cada punto con su bolígrafo a medida que los exponía. No se habían encontrado fibras de la señora Haitinger en la ropa de la víctima. Sí había una gran cantidad de huellas dactilares en el apartamento de la señora Scholl, y todas estaban aún por identificar.
Después quiso saber quién interrogaría a la esteticista del centro de belleza, que oficialmente había sido la última visita de Scholl. Costa dijo que se encargaría él en persona.
Antes de acabar, El Obispo les explicó que había vuelto a estar en el apartamento de la señora Scholl para examinar más a fondo la caja fuerte y que había encontrado en ella unos arañazos que podían haber sido provocados por un intento de forzarla.
– ¿Forzarla cómo? -preguntó Costa.
– Con un destornillador, por ejemplo -contestó El Obispo.
– ¿Eso puede hacerse?
– Si sabe uno lo que se hace… sí.
– La verdad es que eso no apuntaría a Haitinger -dijo Costa.
Sin embargo, El Surfista intervino enseguida para decir que esos rasguños también podían ser de hacía tiempo.
– Claro que es posible -repuso El Obispo, y apartó un mosquito de un manotazo.
Elena se levantó y cerró la ventana. Hacía un calor considerable, y muy pegajoso. Costa miró al reloj: eran ya las doce y media. Aun así, le pidió a Elena que lo resumiera todo una última vez.
La teniente esbozó el cuadro de una mujer de sesenta y cinco años, vividora, que tenía tras de sí una exitosa vida profesional y que quería disfrutar de sus últimos años en un ambiente de lujo con unas amigas que compartían su mismas inclinaciones. Por lo visto no había dejado testamento, lo cual daba a entender que no pensaba en su muerte. Tampoco las declaraciones de los testigos hacían pensar que se hubiera sentido amenazada. Durante su último día de vida había comido con sus dos amigas, las cuales no habían notado nada extraño en ella. Después de comer había vuelto a su casa en coche para tumbarse un rato y después, a las cuatro y media, había acudido a la cita con su médico, la doctora Sperl.
En ese punto, Costa anotó algo y dijo que aún tenían que hablar con ella. Pasaría a verla de camino a Vista Mar.
– Por el momento sólo tenemos a la amiga de la víctima, que solía ir a verla por la noche y que, por eso, tenía una llave del apartamento -dijo Elena, prosiguiendo con su resumen-. Poco después de las diez entró en la casa con su llave, según afirma. Aunque también pudo ir antes, discutir con la víctima sobre algo, estrangularla y empujarla, y después haber ido a la cocina para sacar del tercer cajón los pinchos para la carne y clavárselos en los ojos. Tras el registro del lugar de los hechos, la encontramos en su apartamento, conmocionada y agazapada en un rincón. En su declaración niega ser culpable de nada y explica la presencia de sus huellas en los pinchos diciendo que quiso ayudar a su amiga. Dice que, sin pensarlo, le extrajo esos cuerpos extraños de los ojos. Después, no obstante, afirma que a la víctima le faltaban los globos oculares, que sólo se le veían esos huecos de los que salía sangre, y que fue entonces cuando sintió que su amiga estaba muerta, momento en que, horrorizada, dejó caer los espetones.
– ¿Qué nos queda si prescindimos de ella como posible sospechosa? -preguntó El Obispo.
Elena Navarro asintió y los miró a todos. Nadie dijo nada.
– ¿El ex marido de la víctima? -preguntó ella.
– Deberíamos comprobarlo -dijo Costa-. De todas formas, hasta ahora no hay ninguna prueba concreta.
– ¿Y el doctor Rolf Haitinger, el marido de la sospechosa, del que ella temía que fuera el atacante y que, a modo de amenaza, hubiera matado primero a su vecina? -reflexionó Elena en voz alta.
– Absurdo -masculló El Surfista para sí.
– A lo mejor hay alguien más en Vista Mar que se nos ha pasado completamente por alto hasta ahora -comentó El Obispo.
En los interrogatorios habían conocido a todos los vecinos, pero nadie dejó caer ningún nombre.
– ¿Qué me decís de la última visita de la víctima? -preguntó Elena-. ¿Martina Kluge?
– Por supuesto, mañana le tomaré declaración. Es altamente sospechosa, así que quiero reservarla de momento y conocer antes su entorno.
– ¿La brutalidad física del crimen no habla en contra de su culpabilidad? -preguntó El Surfista con una ironía mordaz.
Costa no se dejó provocar.
– Puede que hubiera alguien más con ella, eso no lo sabemos.
– ¿El hombre de la fotografía del salón de Ingrid Scholl? -dijo Elena, apuntando en otra dirección.
– No sabemos nada de él -farfulló El Obispo.
– Tenemos que comprobar sin falta quién es -adujo Costa, y volvió a tomar nota.
– O alguno de sus fugaces amantes, si es que los había -prosiguió diciendo Elena-. Está claro que sigue existiendo la posibilidad de que fuera un asesinato ritual, que alguien se colara en el complejo residencial y trepase por la fachada para entrar por el balcón. Sin embargo, no hay indicios de nada parecido. El Obispo no ha encontrado ningún rastro en las paredes exteriores del edificio. Podríamos interrogar a los testigos una segunda vez. Si no, no sé qué otras opciones nos quedan -dijo Elena, concluyendo su argumentación.
– Sea como fuere, no es bueno que nuestro primer caso como equipo quede sin resolver -dijo Costa con cansancio.
– Ya está resuelto -objetó El Surfista.
– Sólo tendremos un culpable cuando el juez lo sentencie -terció El Obispo, y luego añadió-: Lo cual en este caso es dudoso que suceda, ya que seguimos sin tener móvil.
– Entonces sólo tendremos un culpable cuando se corresponda con la realidad -dijo Costa.
Era la una menos diez cuando Costa montó en la bicicleta y salió por la verja del puesto. Los estragos de la tormenta sólo se veían durante el día; a esa hora hacía calor y las estrellas relucían. El capitán miró al cielo nocturno y respiró hondo. Le sentó bien inspirar ese suave aire tibio de la noche, que tras la lluvia estaba cargado del aroma de los pinos y la fragancia del mar. Le hubiera gustado dejarse llevar por sus recuerdos de la infancia, los recuerdos de aquellas noches en las que iba caminando con su padre desde la carpintería hasta la finca de la abuela, pero entonces pensó en su buzón de voz. Siempre se le olvidaba escucharlo. No quería admitirlo, pero odiaba estar localizable en todo momento y en todo lugar para cualquier tontería. Sin embargo, se alegró al oír la impetuosa voz de su hija. Dejó correr la bici y disfrutó del viento en el rostro.
La niña quería decirle que estaba a punto de hacer un dibujo para él, con un sol y esas palmeras de las que le había hablado. Quería dibujarle también el perro de sus vecinos, que tenía manchas blancas y negras y una cola cortita. Al final le preguntó cuándo volvería a Hamburgo. «¡Adiós, papi!», exclamó la niña. Costa no podía devolverle la llamada porque la pequeña estaría durmiendo ya. Dejó para más tarde el resto de los mensajes, antes quería pensar un rato tranquilamente en ella mientras pedaleaba hacia casa.
Escuchó los demás mensajes mientras subía la bicicleta por la escalera. Uno era de Karin, que con voz tensa le hacía saber que todavía tenía calcetines suyos. Si los necesitaba, podía ir a buscarlos en los próximos días, pero en todo caso no durante el fin de semana, porque ella se iba a Berlín. Eso le hizo sentir una punzada, la tristeza lo invadió.
Mientras llevaba la bicicleta hasta el balcón, oyó la voz de su madre, que con su tono siempre alegre se quejaba de que nunca iba a verla ni tenía tiempo para ella. «Pensaba que ahora que vives en Ibiza, podrías pasar a tomarte un café conmigo… ¡Pero no! ¿Qué haces todo el santo día? ¡Correr tras ladrones de coches, que de todas formas aquí no pueden ir muy lejos con los vehículos que roban! Bueno, volveré a llamarte en otro momento. ¡Un besito, Merlin!» El nombre de Merlin se lo había puesto ella y era la única que lo llamaba así. Bueno, también Elmar, claro está, su compañero en esa etapa de la vida, como solía llamarlo ella, a lo que siempre añadía: «¡Etapa que no será la última!».
Costa fue a la cocina, se abrió una botella de cerveza y decidió que iría a verla en los próximos días.
Sacó otra cerveza, se desvistió deprisa, se tumbó en la cama y abrió un número del Ibiza Heute. Estuvo un rato mirando la foto en la que Karin salía con el cirujano plástico. En las demás fotografías se lo veía a él en una operación, en un desfile de moda en París y en un Mercedes descapotable en la isla. En el encabezado aparecía una cita suya que decía: «La belleza salvará el mundo». Volvió a contemplar en detalle la foto de Karin. Llevaba ese jersey blanco y estrecho que a él tanto le gustaba. Empezó a leer el artículo, y así se enteró de que el doctor Schönbach había citado a Dostoievski en el encabezado. «La belleza salvará el mundo.» Costa dejó de leer un momento y se preguntó de dónde habría sacado Dostoievski esa conclusión. ¿Del campo de castigo de Siberia al que fue a parar? Bueno, tampoco sabía mucho de la vida del escritor ruso. Leyó dos veces el artículo y quedó completamente fascinado por la cantidad de preguntas que Karin le hacía al doctor Schönbach. A él nunca le había preguntado tantas cosas. Por ejemplo: ¿Cómo se siente usted en su trabajo? («Estupendamente.») ¿Tiene alguna vez la sensación de trabajar demasiado? («Nunca.») ¿Qué significan las mujeres para usted? («Sin ellas no hay vida. ¡La belleza de las mujeres es la mayor de todas!») ¿Cómo ha de ser una mujer para satisfacerlo? («Tiene que ser como Greta Garbo.») ¿Qué significan para usted la belleza y la música? («La belleza es el aliento de la vida, sin ella nos asfixiamos. ¿La música…? Es la belleza de la música lo que nos llega dentro.») ¿Es el amor importante en su vida? («La belleza despierta el amor. Sólo que muchas personas, por desgracia, no lo saben.»)
Costa se preguntó si estaba celoso. En esa entrevista, Karin le resultaba una desconocida. Casi le daba la sensación de que ese despampanante cirujano se la había robado.
¿Quería él que Karin le preguntara tantas cosas? Intentó encontrar su propia respuesta a la primera pregunta de la entrevista, pero se quedó dormido pensando en el trabajo.
Cuando sonó el despertador, a las ocho, estaba destrozado. Había tenido sueños pesados y al principio no lograba orientarse. Buscó en su memoria, pero volvió a hundirse en sus sueños y vio el alto edificio de la policía de Hamburgo, del que no podía salir porque se había quedado encerrado en el ascensor. Después se vio sentado en su coche, sobre el que giraba la luz azul; el atasco del tráfico era tal que intentó avanzar por la acera, donde varios ancianos en silla de ruedas le cortaron el paso. Salió enseguida del coche y lo intentó a pie. Tenía prisa por llegar a algún sitio. De pronto vio al doctor Schönbach, que se alejaba flotando en un Mercedes descapotable de color rojo metalizado como si fuera un helicóptero. ¡No! Se dio la vuelta. Quería acabar con ese sueño, pero se sentía demasiado pesado. ¿Estaba tumbado en la calle y el Mercedes aterrizaba sobre él? ¿Quería enterrarlo ahí abajo? ¡No! Consiguió despegar los párpados. Volvió en sí y, cuando se hubo tranquilizado, cerró los ojos otra vez y recompuso de nuevo las imágenes oníricas para cambiar el transcurso del sueño. ¡Quería atrapar a ese Schönbach, quería arrestarlo y encerrarlo entre rejas! Sin embargo, por mucho que se esforzara, no lo conseguía, siempre perdía el control.
Al final se dio por vencido y se tambaleó hasta la ducha, pero había vuelto a olvidarse de limpiar la cal de la alcachofa. Detestaba esos chorros que le golpeteaban en la piel. Salió enseguida y se vistió. La nevera seguía vacía. Una rabia latente creció en su interior. Cerró la puerta de un golpetazo, con lo que volcó una botella de cerveza que acabó estrellándose contra las baldosas. Se habría sentido demasiado humillado si, encima, se hubiera agachado a recoger los añicos.
A las nueve, cuando llegó al despacho, rebuscó entre sus notas e intentó componerse de nuevo una imagen mental, pero, como no lograba concentrarse, decidió bajar al Club Social a tomar un cortado y un cruasán.
Pensó que las diez sería una buena hora para ir a ver a Erika Brendel, pero llamó por si acaso para avisarla. Ya que estaba, escuchó otra vez su buzón de voz y así supo que Karin había cambiado de opinión. Costa tenía que ir a verla esa misma tarde, a las siete, si quería recoger sus calcetines.
Se le ocurrió que no era imposible que Karin lo añorara, y eso le levantó el ánimo.