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La lluvia roja lo había teñido todo. Las lunas del coche estaban manchadas de marrón, y el cielo era de un rojo herrumbre entreverado de franjas ocres y granates. A Costa se le antojó un decorado sangriento para el terrible asesinato.
Al llegar al aeropuerto, ocupó el carril de los taxis y aparcó directamente frente al vestíbulo de llegadas.
En el monitor vio que el avión de Palma ya había aterrizado. Se colocó junto a la barandilla que separaba a los viajeros de quienes iban a recibirlos y sacó una hoja blanca en la que había escrito «Brendel». Mientras esperaba, vio a un padre que saludaba a sus dos hijos, que salieron corriendo mientras su madre seguramente seguía esperando las maletas. Se trataba de un niño y una niña, los dos más o menos de las edades de los hijos de Costa. Alexander tenía ocho años y Annalena, seis.
La niña corrió hacia su padre y se abalanzó sobre él para saludarlo, mientras que el niño se le acercó despacio y con cautela, mirando aquí y allá. Costa sintió curiosidad por ver la reacción del hombre, que estaba en cuclillas, esperando a su hijo. Al final alargó ambas manos hacia él, a lo que el niño, no obstante, no reaccionó. El padre le dejó hacer y se defendió suavemente con la mano izquierda de un segundo ataque de la niña para darle a su hijo la oportunidad de saludarlo. Al final, el muchacho se le arrimó con cariño.
Costa había vivido muchas veces esa misma escena con sus propios hijos. Annalena era igual de impetuosa que esa pequeña, y Alexander igual de tímido que aquel niño. De pronto se sintió alegre y con el corazón contento.
Oyó una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Se volvió y se encontró con una mujer de pelo muy rubio que lo miraba con unos ojos azules, grandes y resplandecientes. A Costa le desconcertó la contradicción entre su aspecto juvenil y sus sesenta años.
– ¿Capitán Costa?
Costa asintió y ella se puso a parlotear sobre la suerte que había tenido de que alguien la hubiera ido a buscar con ese tiempo de mil demonios. El capitán se ofreció a llevarle la maleta y propuso que fueran hacia el coche. Ella preguntó si era de la policía alemana, y Costa, que había recuperado la nacionalidad española hacía apenas tres meses, le dijo que no, pero que su madre era alemana, y le ofreció una gabardina.
Cuando la mujer se sentó en el coche junto a él, quiso saber antes que nada por qué tenía el honor de que la escoltara un agente.
Costa, que todavía no había puesto el coche en marcha, se volvió hacia ella para poder observar su reacción.
– Su amiga Ingrid Scholl ha muerto.
La mujer se lo quedó mirando como si le hubiera contado un chiste macabro.
– ¿Cómo que… ha muerto?
Él tenía experiencia en esas situaciones y sabía que nunca se podía predecir cómo reaccionarían los amigos y familiares de la víctima de un asesinato, pero era importante apoyarlos con una actitud tranquila. Simplemente estar ahí y compartir su dolor. Hablar mucho no servía de nada. Al menos hasta que hubieran superado el primer golpe.
La mujer se lo quedó mirando con unos ojos aún más grandes que antes. Su rostro se tensó, y Costa casi creyó que estaba a punto de ponerse a gritar. La piel de debajo de sus ojos era fina, le temblaban pequeñas arrugas. De pronto relajó la cara y las lágrimas le cayeron por las mejillas. No sollozaba, las lágrimas simplemente caían. Costa pensó que a lo mejor era la expresión de un amor profundo, sencillo.
– ¿Conocía muy bien a Ingrid Scholl? -lo dijo en voz baja y se preparó para mantener esa conversación allí, en el aparcamiento.
La mujer asintió, en ese momento parecía una muchacha tímida.
– ¿Cuántos años tenía?
– Todavía no se sentía mayor.
Tardó un rato en responder.
– ¿Cuándo nació?
– Las dos cumplimos años casi el mismo día. Ella es sólo cinco años mayor.
Empezó a sollozar, aunque apenas si se la oía, porque la lluvia repicaba con fuerza contra el techo del coche.
– ¿Se conocían desde hace mucho?
– Desde el colegio -dijo casi sin voz-. Éramos como gemelas.
A Costa le pareció que a ella le ayudaba hablar de su amiga muerta.
– ¿Qué clase de persona era?
– Cariñosa y bonita.
Entonces sacó un pañuelo del bolso y se enjugó las lágrimas.
– ¿Tenía alguna profesión?
– Al salir del colegio trabajó en varias cosas. Y después tuvo esa empresa de informática, con su marido.
Se puso el pañuelo sobre los ojos y apretó con ambas manos. Cuando las bajó de nuevo, Costa le preguntó si todavía tenía la empresa.
– Un día se retiró. Cuando todavía nadie pensaba en retirarse.
– ¿Y se vino aquí?
– Sí. En esta isla poco a poco consiguió alejarse de todo. Se alejó de toda la porquería sin sucumbir al vértigo insular.
Su voz volvía a ser firme, y Costa pensó en continuar con las preguntas mientras regresaban a la ciudad. Aún quería tomarle declaración a Franziska Haitinger antes de que se la llevaran a la cárcel. Se reclinó en el asiento.
– ¿Qué hacían las dos aquí?
– Habíamos vuelto a empezar desde cero, como de jóvenes. Aún seguíamos enamoradas de la vida. -Volvió a sollozar, y Costa, que ya iba a poner el coche en marcha, detuvo el movimiento de su mano-. Podíamos hablar de todo, de hombres, de sus amoríos, de todo.
Fuera, dos chicas corrieron torpemente hacia un coche. La lluvia había teñido de rojo sus blusas blancas y ellas sostenían una bolsa de viaje por encima de sus cabezas.
– Todavía era muy atractiva.
Le dirigió una mirada de inseguridad a Costa, como si quisiera asegurarse de que la creía.
Él asintió con aquiescencia, y eso la alegró. Costa se dio cuenta de que así le resultaba más fácil continuar.
– Los hombres todavía se enamoraban perdidamente de ella. Detrás de Vista Mar hay una terraza, allí nos gustaba sentarnos a las dos con una botella de Rioja. En el banco que hay bajo el viejo olivo. Mirando al mar. -Miró a lo lejos, como si también en ese momento pudiera ver las olas.
– ¿Estuvieron allí ayer?
– No, anteayer. Ayer estuvimos en el Mesón Sidrería del puerto deportivo.
– ¿Cuándo fue eso?
– A mediodía. Estuvimos allí desde las doce hasta las dos.
– ¿Usted y la señora Scholl?
– Y Franzi. Franziska Haitinger.
– ¿Y qué hicieron después?
– Ingrid tenía una cita con la doctora, y Franzi y yo nos fuimos a casa en coche. A eso de las cuatro tomé un taxi para venir al aeropuerto, porque quería ir a ver a mi hijo a Palma por la tarde.
– ¿Qué doctora era ésa?
– La doctora Sperl. Esquina de Juan Tur y Puget, en Santa Eulalia.
– ¿La volvió a ver antes de la salida de su vuelo? ¿O hablaron por teléfono?
– No.
– ¿Tenía alguna otra cita esa tarde?
– Sí. A las siete y media, con Martina Kluge. Martina iba a leerle las runas.
– ¿Alguien más?
– No.
– ¿De qué hablaron en el Mesón Sidrería antes de despedirse?
– Del pasado, naturalmente. Como siempre. De cómo era entonces, antes de que viniéramos a Ibiza, y qué sueños teníamos.
Su voz se fue alejando poco a poco.
Costa puso el motor en marcha y se reclinó en el asiento, pero tuvo que parar y estirarse para limpiar el cristal empañado. «Qué asco de tiempo», pensó, malhumorado. Arrancó y salió poco a poco del aeropuerto.
– Y si volvíamos la mirada atrás, ¿qué es lo que habíamos conseguido? En el fondo, una buena cantidad de cosas.
Costa la miró brevemente. No parecía darse cuenta de la tormenta que caía. Estaba en otro mundo. No sonreía, pero los recuerdos le transmitían una serenidad casi beatífica.
– ¿Qué quiere decir?
– Bueno, nuestra vida. La de Ingrid, también.
– ¿Cómo era? Me refiero a la vida de Ingrid Scholl.
Costa echó un vistazo hacia la derecha, a la ciudad, donde Torres seguramente estaría en el sótano de Medicina Forense, realizando la autopsia del cadáver de Ingrid Scholl.
– Era fascinante. No era una vida tranquila, era emocionante. Siempre le sucedían cosas que ella no buscaba, que simplemente llegaban. Como suele decirse: yo no busco, dejo que me encuentren. Eso decía ella siempre: «Yo no busco, dejo que me encuentren».
– ¿Cuándo nació usted?
La mujer no parecía haber oído la pregunta.
– ¿Quién la ha matado? -Su voz sonó de pronto dura y cortante.
Costa logró ocultar su sorpresa gracias a que, en ese mismo instante, el camión que tenían delante pasó por encima de un charco de la carretera y les salpicó de agua sucia todo el parabrisas.
– No lo sabemos. Por eso necesitamos su ayuda.
– ¿Cómo ha muerto?
– Por herida de arma blanca.
La mujer lo miró como si esperase más aclaraciones. Al ver que Costa no decía más, preguntó:
– ¿Qué arma?
– Unos pinchos para la carne de su cocina.
La señora Brendel gritó, pero enseguida se llevó una mano a la boca. Se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos antes de desplomarse en su asiento.
– No puede ser. Es inimaginable -susurró entonces.
– Clavados en los ojos -dijo Costa.
Había tomado la carretera de circunvalación y en ese momento dejó atrás la última rotonda para incorporarse a la carretera de Santa Eulalia.
– ¿Mantenía Ingrid Scholl una relación con alguien?
– ¿Una relación?
– Sí, una relación amorosa, una relación sexual con un hombre.
Costa lo dijo todo en un tono tranquilo y afable. Estaba acostumbrado a las reacciones exageradas de los testigos cercanos y los sospechosos.
– Quién sabe.
– ¿No lo sabe usted?
– Los hombres que duran no van con nosotras. Si no, no se marcharían diciendo: «Nunca más». Ningún hombre dura.
Costa miró a la izquierda y vio algunos coches que paraban en la fuente pública. Recordó que quería haber cargado los bidones de agua en el maletero para llenarlos allí. Veinte litros sólo costaban cien pesetas en esa fuente, mientras que en la tienda había que pagar mil doscientas.
– Pero estaba casada, ¿no?
– Sí, lo estuvo, y durante mucho tiempo, la verdad.
– ¿Cuándo se casó?
– Con veinticuatro años. Demasiado joven. No tenía ni idea de lo que significaba eso. Igual que yo.
– ¿Por qué lo hizo, entonces?
– Pensaba como una auténtica Virgo. Una vida ordenada y todo será como tiene que ser. Era un gran error. Los Virgo, por desgracia, atraen siempre a gente caótica. Con ellos nada es normal y corriente.
– ¿Cuándo nació usted?
Erika Brendel lo miró.
– En septiembre de mil novecientos cuarenta y uno, Virgo ascendente Virgo. De lo más horroroso. Un tormento.
– ¿E Ingrid Scholl?
– Virgo también. Los Virgo somos muy metódicos y ordenados -hablaba como si pronunciara un discurso-. Todo tiene que encajar. Siempre somos completamente sinceros. Por eso Ingrid le resultaba tan molesta a todo el mundo. Porque a nadie le gusta eso. Nadie quiere ver la paja en su propio ojo, ni que lo señalen a uno con el dedo. Eso estorba cuando se quiere llevar una vida relajada. Pero de ello se aprende. El Virgo aprende, intenta cambiar y lo logra.
– ¿Cuánto tiempo estuvo casada Ingrid Scholl?
– Treinta y tres años.
– ¿Cómo se llamaba su marido?
– Siegfried. Jung Siegfried. Aunque carecía de la fuerza de un Sigfrido.
– ¿Vive aún?
– En Colonia.
– ¿Tiene usted su dirección?
– No, gracias.
– ¿A qué se dedica?
– Es experto informático. Y también tuvo éxito con su empresa, gracias a Ingrid, porque era ella quien lo empujaba siempre. Si no, se habría quedado atascado en lo más bajo.
Su tono volvía a ser duro, aunque todavía le caían lágrimas por las mejillas. Por lo visto, era capaz de separar su agitación interior y sus palabras.
– ¿Lo empujaba? ¿En qué sentido?
– Siempre le señalaba el camino. Si no, probablemente él se habría pasado toda la vida en el ejército alemán. Le resultaba muy cómodo, pero a ella no le gustaba nada.
Costa podía entenderlo. También para él había sido en su momento una decisión difícil dejar el ejército. Allí todo estaba regulado, iodo estaba claro, todo era seguro.
La voz de la señora Brendel se había cargado de rabia. No le gustaba el marido de Ingrid, de eso no cabía duda. Esa rabia la estabilizó y ayudó a Costa a descubrir todo lo posible sobre la vida de la víctima. El asesino debía de acechar no muy lejos de esas mujeres, y tarde o temprano Costa vislumbraría sus contornos. Lo sabía por experiencia.
– ¿De modo que ella era más ambiciosa que él?
– Exacto. Para ella era importante, y creo que al final también él le estaba agradecido, porque llevaba la cabeza muy, muy alta, como si lo hubiera conseguido todo él sólito. Está claro que en el camino siempre hay alguien que se queda en la estacada, y al final ésa fue Ingrid, lógicamente.
Costa se preguntó si la mujer sería consciente de que, con sus declaraciones, estaba haciendo recaer muchas sospechas sobre el marido.
– Entonces, ¿pidió el divorcio?
– Sí.
– ¿Cómo había sido el matrimonio hasta ese momento?
– Al principio seguramente fue todo muy bonito. Se divertían mucho juntos. -Miró durante un rato por la ventana-. Ingrid, sin embargo, enseguida empezó a sentirse a disgusto; al casarse se había alejado de nuestro círculo de amistades, que para ella siempre había significado muchísimo. La informática de él era muy poco para ella, le resultaba demasiado árida y carente de fantasía. -Por un momento pareció perderse en el recuerdo-. Otra cosa que tampoco le gustaba era que él… corría detrás de todas las faldas. Ese fue otro de los motivos por los que se divorció después de más de treinta años. De la mañana a la noche ese hombre empezó a serle indiferente. Al principio había tenido una opinión muy distinta de él, ¡claro está! El gran fanfarrón, el arrogante que todo lo consigue. Pero después era ella la que tenía que encargarse de todo. Él no hacía más que quedarse ahí plantado, con su pipa en la boca, asintiendo con la cabeza. No contribuía en nada. Yo creo que Ingrid podía estar bien contenta de haberse librado finalmente de él.
– ¿No tuvo problemas económicos después del divorcio?
– No. Tenía acciones de la empresa de informática y había heredado de sus padres la casa de Colonia.
– ¿Tenía hijos?
– No, hijos no.
– ¿Por qué no?
– No hubo tiempo. Salió así. Tenían que hacer una barbaridad de cosas si querían sacar la empresa adelante. No les quedó tiempo para pensar en nada más. Ni en hijos ni en ninguna otra cosa. De vez en cuando hacían unas vacaciones. Siempre al sur. A ella le gustaba. Le encantaban el sol y la gente alegre. Igual que a mí.
– ¿También vino a Ibiza de vacaciones?
– Vinimos juntas dos veces. Él no pudo. Por suerte, si quiere saber mi opinión. Suerte para él, ¡porque esto era una locura! Era la época de los hippies. Tipos interesantes con el pelo largo y fumados hasta arriba.
Costa volvió a dirigirle una mirada sondeadora. ¡Sonreía!
– ¿Trabajó todos esos años junto a él y luego se separaron?
– Después del divorcio, ella se dedicó a pasearse por todos los bares. Lo mismo me pasó a mí.
– ¿Cuántos años tenía entonces?
– Cincuenta y siete.
– ¿Y cómo fue la cosa? ¿Algún gran amor?
– No. Siempre era lo mismo: compartías una cerveza con alguien, te enamorabas perdidamente y al día siguiente todo había terminado. En los albores de la borrachera, una veía a los hombres maravillosos, pero luego llegaba otra vez el ocaso.
– ¿Tenía Ingrid más amigos aquí, aparte de usted?
– Nos tenía a Franziska y a mí.
– ¿A nadie más?
– Nadie. Bueno, en Colonia todavía tenía a Anke.
– Anke, ¿quién es Anke?
– Anke Vogt, trabajaba en la empresa de su marido como chica para todo.
– ¿De modo que ella podría explicarme más cosas sobre el ex marido de la víctima?
– Si alguien lo conoce, ésa es Anke.
Costa se lo apuntó.
– ¿Padecía Ingrid Scholl alguna enfermedad?
– Tenía algunos problemas con la tensión arterial.
– ¿Algún otro problema de salud? ¿Anterior, tal vez?
– Nada. Ingrid estaba en muy buena forma. Sólo se quedó un poco sensible desde la apoplejía.
– ¿Tuvo un ataque de apoplejía?
– Así es. Creo que en el noventa y uno. Siempre hablaba de ello. Fue muy curioso. ¡Se despertó en plena noche con el cuerpo dividido justo por la mitad! Un lado completamente dormido y el otro normal. Muy raro. No quisiera yo vivirlo. En el hospital le diagnosticaron un ataque de apoplejía. Estuvo allí tres semanas. Fui a verla todos los días.
– ¿Le quedaron secuelas permanentes?
– No tuvo que ir en silla de ruedas y tampoco sufrió alteraciones en el habla. Simplemente quedó algo más sensible, las enfermedades la atacaban más deprisa que antes. Por eso tenía que cuidarse más. Ya no podíamos pasarnos la noche entera en un bar. Eso, desde luego, era una desgracia.
– Pero sí que fumaba. Lo hemos corroborado en el registro del apartamento.
– Sí, en secreto, por así decir. A espaldas de los médicos.
– ¿Cuánto fumaba al día?
– Depende. A veces cinco, a veces quince, a veces ninguno. Dependía del ánimo.
– ¿Qué fumaba?
– Marlboro Light.
Ya habían llegado a la gran entrada de vehículos de Vista Mar. La mujer sacó el mando electrónico de su bolso y abrió. Ante ellos apareció la avenida de palmeras que llevaba hasta la puerta principal.
– ¿Tenía Ingrid Scholl enemigos?
– No, que yo sepa. Quizá su marido. Pero ¿seguirá contando como enemigo? Ella siempre se llevó bien con todo el mundo. Siempre tenía una opinión positiva de la gente.
Costa conducía a velocidad de paso. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente de un lado a otro.
– ¿Cree usted que alguien conocido por Ingrid Scholl o de su entorno más cercano haya podido atentar contra su vida?
– Eso es absolutamente inconcebible. Tiene que haber sido un extraño.
– ¿Qué relación tenía con Franziska Haitinger?
– ¿Adónde quiere ir a parar?
– Franziska Haitinger fue una de las primeras personas que la vio muerta. El médico tuvo que administrarle ayer un fuerte calmante. Está tan conmocionada que no puede hablar. Por eso me gustaría preguntarle a usted un par de cosas más.
Detuvo el coche y se quedó callado. ¿Había dejado de llover por fin?
– No, no puede ser. Antes necesito estar sola un rato. Tengo que asimilar todo lo que me ha explicado usted.
¿Qué le pasaba a esa mujer? ¿Por qué se mostraba de repente tan reacia?
– ¿Y si vuelvo dentro de una hora?
– No, no, vuelva mañana. Antes tengo que recuperarme.
Abrió la puerta y bajó del coche. También él salió, para sacar la maleta del portaequipajes. La mujer se marchó sin despedirse.
Sí que había dejado de llover. Sólo el viento seguía arrancando gotas de las hojas de los árboles.
– Me gustaría mucho sacar a la señora Haitinger de la cárcel -exclamó Costa tras ella-. Para que pueda volver a casa. Y creo que su declaración me ayudaría mucho.
La mujer se volvió.
– ¿En la cárcel? ¿Qué dice? ¿Por qué está Franzi en la cárcel?
– Resulta que las pruebas señalan claramente en su dirección.
– ¿En qué dirección? ¿En dirección a Franzi? ¿Me está diciendo que ella ha matado a Ingeli? ¡No me lo creo! ¡No puede hablar usted en serio!
– En su casa encontramos un libro, El asesinato perfecto. ¿Lo conoce usted?
– ¡Esto es cada vez más descabellado! ¡Desaparezca de mi vista! ¡Déjeme en paz!
– ¿Cuándo puedo…?
– ¡No puede! ¡Váyase! ¡Largo de aquí!
Entró por la puerta, que se cerró de golpe tras ella.
Al volver al coche, Costa llamó a Elena Navarro, pero no pudo localizarla: había apagado el móvil. Sí logró encontrar a El Obispo, que le dijo que Elena seguía con el interrogatorio de la señora Haitinger. Podía intentar ponerlo en contacto con ella, pero la verdad era que la teniente había desconectado todos los teléfonos. Rafel le dijo que había asomado por allí la cabeza y le había dado la sensación de que estaban bastante tensas.
– ¿O sea que Haitinger ya habla?
El Obispo le dijo que no sabía si hablaba o no, pero que sí había gritado.
– Creo que está bien haber enviado a Elena, siendo mujer -dijo Costa, y colgó.
Reflexionó un momento y luego se decidió a acercarse hasta la finca de sus abuelos, en la que tanto tiempo había pasado de niño. A lo mejor sus sueños infantiles le devolvían el buen humor.
Condujo a buen ritmo, pero al salir de la carretera asfaltada redujo la velocidad, porque el agua roja de baches y socavones salpicaba los parabrisas como si fueran grandes surtidores.
El enorme terreno de la finca estaba vallado y Costa no consiguió encontrar un lugar por el que colarse, así que intentó ver al menos la casa principal por entre las matas verdes. Lástima, la vegetación era muy espesa. Se apoyó en la tela metálica y no pudo evitar pensar en las enormes fluctuaciones emocionales de la señora Brendel. ¿Por qué se había cerrado en banda al preguntarle por Haitinger? Le molestaba haberse dejado desconcertar por sus aspavientos. La amenazaría con una citación. A fin de cuentas, era importante ir bien informado al interrogatorio de Franziska Haitinger.
Subió al coche y regresó a Vista Mar.
Como la verja no se abría, tuvo que bajar y llamar.
La señora Brendel lo escuchó sin decir nada. La amenaza parecía innecesaria, ya que la mujer lo invitó a pasar con buena disposición y le dijo que esperaba sus preguntas. Costa reprimió un comentario e intentó abarcar todo el apartamento con una rauda mirada. Cuando conocía a alguien, siempre le interesaba ver cómo había equipado esa persona su nido. A menudo conjeturaba por adelantado qué iba a encontrarse, pero en algunos casos se había equivocado de medio a medio.
Erika Brendel vivía en un apartamento de dos habitaciones con grandes ventanales y suelo de parqué. Lo hizo pasar a la sala de estar con vistas al mar. De las paredes anaranjadas colgaban cuadros pintados por ella o por amigos suyos, eso le pareció a Costa. Junto a la ventana había una lámpara modernista con la cabeza de Nefertiti. En la entrada, otra lámpara modernista se alzaba desde el suelo, una bailarina que se recogía el vestido con ambas manos. Al lado del sofá, de mimbre y con muchos cojines de colores, había una silla cubierta con una piel de leopardo. Como revistero tenía un perro de madera tallada y pintada de colores. Sobre un secreter antiguo había una extraña escultura. Le preguntó por ella y la mujer le explicó que no era una escultura, sino una rosa del desierto de cinco mil años de antigüedad cuyos pétalos estaban hechos de la arena de las dunas, solidificada a lo largo de los años. Sorprendió a Costa añadiendo que se trataba de un recuerdo de un amante rico.
– ¿Por qué ha ido usted a Mallorca?
– Mi hijo está ahora allí de vacaciones con su mujer.
– ¿Ha venido él aquí alguna vez a visitarla?
– Mi hijo no viene a visitarme. Su mujer no quiere.
– Pero ¿accede a que vaya usted?
– Nos hemos visto en mi hotel.
– ¿Es un matrimonio feliz?
Ella soltó una carcajada amarga y dijo que bien debía de serlo, porque, si no, no sabía para qué se molestaba en montar todo ese teatro.
– La señora Haitinger también sigue casada -prosiguió él, ligando temas-. ¿Cree que un matrimonio puede funcionar con tanta distancia de por medio?
– Quizá mejor que sin ella.
Costa comprendió que empezar hablando de su hijo no había sido demasiado buena idea.
– ¿La señora Haitinger es feliz, entonces?
– Aquí puede llevar otra vida.
– ¿Eso hace?
La mujer hizo un gesto de impaciencia con el que quería decir que no había sido más que una broma. A Costa no le quedó muy claro, su siguiente declaración le sonó demasiado forzada.
– Franzi tiene un marido triunfador, adinerado y bien parecido, y dos niños guapos y listos que van a los mejores colegios de Europa. Tienen una villa estupenda en Offenbach, junto a Frankfurt, y su marido, Rolf, es lo bastante generoso para dejarle espacio cuando lo necesita y apoyarla económicamente. ¿Cómo no va a ser feliz así?
Costa no aflojó.
– ¿Por qué necesita ese espacio?
– Tiene un pequeño defecto en el corazón y padece arritmias. En Frankfurt siempre estaba al lado de él y no podía bajar la guardia. Por eso su marido quiso que viviera en un lugar donde no se estresara con tanta facilidad.
«Sí -pensó Costa-, la gente con dinero puede permitirse todo eso, no tienen por qué sacarse de quicio uno al otro y pueden seguir relacionándose respetuosamente.»
– Tengo que volver a preguntarle cómo era la relación entre Franziska Haitinger e Ingrid Scholl.
– Franzi es una lectora apasionada, pero no le gusta mucho estar sola. Así que por las noches solía ir a ver a Ingrid, se sentaba en su cama y le leía. Yo me habría subido por las paredes, prefiero leer a solas, pero Ingrid no tenía nada en contra.
– ¿De modo que no tenía ningún motivo para hacerle nada?
– ¿Se refiere a ensartarla? -Su voz volvió a adoptar un tono cínico y lo miró fríamente con sus grandes ojos azules. Puesto que Costa le sostenía la mirada sin decir nada, añadió-: Sí, puede que Franzi tuviera la costumbre de ir por ahí clavándole tenedores a la gente en secreto, sólo que a lo mejor esta vez los pinchos le quedaban más a mano.
A Costa no le gustaba esa clase de humor y, algo furioso, pensó que la señora Brendel seguramente se habría abstenido de hacer esas bromas si hubiese sido El Surfista quien le hubiera hecho la pregunta.
Le dio las gracias y le dejó su tarjeta.
Cuando subió al coche, sonó su móvil. El Obispo le preguntó si tendrían alguna reunión más ese día y Costa le dijo que sí, pero que en todo caso no sería hasta que hubieran terminado con la señora Haitinger. El Obispo le informó de que Elena seguía dentro con ella. Él iba a volver un momento a casa para hacerles algo de comer a los niños, pero Costa podía localizarlo en el móvil cuando quisiera.
– Está bien -repuso éste, y le pidió que le dijera a Elena que él salía de Siesta en ese momento.
– En la setecientos treinta y tres ha habido un accidente por la lluvia; de momento la carretera está cortada.
Costa le dio las gracias y cogió la carretera de Jesús.
Por el camino volvió a pensar en todo lo que le había explicado la señora Brendel. A sus sesenta y cinco años, Ingrid Scholl probablemente ya sólo tenía en común con su marido la empresa. El matrimonio se había resentido por todos esos años de trabajo. A ello le siguió la separación y la batalla por el dinero, y finalmente la tercera edad en un entorno de lujo: un modelo muy estadounidense. Antes la gente se iba al sur de Alemania, ahora al sur de la Unión Europea.