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Capítulo 2

A las siete, cuando sonó el despertador, le dolía todo el cuerpo, pero no se permitió quedarse tumbado ni un minuto. Se habría quedado dormido y no se habría despertado hasta una hora después.

Bajó las piernas de la cama, se tambaleó hasta el cuarto de baño y se metió bajo la ducha. La alcachofa estaba llena de cal y el agua caía sobre su piel dividida en vastos chorros. Un par de veces había pensado en comprar un antical, pero siempre se le olvidaba.

Bajó la escalera con la bicicleta al hombro, abriéndose paso entre los niños que jugaban y gritaban por allí. Casi no recordaba el día anterior y sólo tenía un objetivo: llegar al despacho. Como a lo lejos, sabía que allí le aguardaba algo importante.

Todavía llovía cuando salió a la calle, y de repente recordó todo lo sucedido la noche anterior. Volvió a subir la bicicleta, se puso la gabardina y cogió un sombrero resistente al agua. Fue a buscar su coche al puerto y condujo hacia el puesto de la Guardia Civil.

Aunque llegó media hora antes a la oficina, lo cierto es que no lograba concentrarse en nada. Su mirada se posó entonces en un viejo póster que había en la pared. La reproducción de un grabado de Goya. Hasta entonces no se había fijado en él. Su predecesor lo había olvidado allí, por lo visto, o simplemente lo había dejado colgado. «No se puede mirar», se leía debajo. El cuadro representaba a un pequeño grupo de personas desesperadas que se apretaban unas contra otras, arrodilladas, esperando la muerte. El pelotón de fusilamiento no se veía. Los fusiles equipados con bayonetas penetraban afilados por la derecha del cuadro, inhumanos e implacables. Todas las líneas seguían la dirección de los disparos, la misma en que caerían como trigo segado aquellos pobres cuando estallase la salva, un segundo después.

Costa se preguntaba quiénes serían esas personas y quiénes sus asesinos. Eran gente sencilla, gente de pueblo cuyas discretas vidas terminarían en ese momento con una muerte brutal, deliberada y sin rostro. Morirían sin heroicidad ni honor, y en su forma de perecer había algo contradictorio, igual que en muchos de los casos de Costa.

El grabado formaba parte de su día a día, pero en ese momento sintió la obscenidad de la matanza. El mismo sentimiento que lo había invadido la noche anterior al ver a Ingrid Scholl asesinada. Sin embargo, había algo más, algo que lo involucraba a él personalmente, como si fuese culpa suya. Casi como si en una vida anterior hubiese estado del lado de los criminales o de los soldados.

No era fácil desentrañar a primera vista la escena del grabado. Podía ser cualquier lugar: Polonia, Rusia o Croacia antes de 1945; podía ser My Lai, Bosnia, Afganistán o África. Pero justo entonces lo recordó: eran fusiles franceses y se trataba de la guerra de la Independencia española, de 1808 a 1814, la primera guerra de partisanos, la primera «guerra del pueblo» de la historia moderna, que también fue la primera de las guerras civiles modernas españolas. La torturada población la hizo estallar en Madrid con un levantamiento. Goya había retratado los horrores de esa guerra que no había llevado libertad a la población, sino tan sólo más represión. La muerte de las víctimas de ambos lados había sido la misma: bayonetas que atravesaban corazones, gargantas y ojos.

Costa se puso a buscar una caja de aspirinas. Estaba seguro de que había guardado una por allí, pero no era capaz de encontrarla. Se enfureció tanto que acercó incluso una silla para revolver también en el compartimento superior del armario.

Se oyeron unos golpes y Elena Navarro asomó la cabeza por la puerta.

– No las encuentro -dijo él con voz angustiada.

– Estamos esperando -repuso ella, y cerró la puerta al entrar.

Costa soltó un reniego y lo dejó correr.

– ¿Qué estáis esperando? -refunfuñó, y justo entonces se le cayó un archivador que aterrizó de canto sobre su pie.

Cuando entró cojeando en la sala de reuniones, todos estaban sentados ya a la mesa, con el enorme termo de El Obispo en el centro.

Costa preguntó quién podía resumirle los hechos. El Surfista soltó una risa breve, alzó el bolígrafo con el que estaba jugueteando y empezó a enumerar precisa y sucintamente los datos fundamentales, utilizando el boli para enfatizar cada uno de ellos.

Cuando no estaba haciendo surf, según le había explicado alguien a Costa, el chico pasaba su tiempo libre en las discotecas. Seguro que el sábado acabaría en alguna de las fiestas de final de temporada.

El Surfista interrumpió su exposición cuando Costa recibió una llamada en el móvil. El comandante exigía que se le mantuviera al tanto de la investigación mediante informes puntuales y detallados. También quería que no se filtrara a la prensa ningún tipo de información.

– Un hecho tan espantoso puede desacreditar a la isla, y me parece que deberíamos tomarnos como un aviso la caída en picado del turismo después del once de septiembre, sobre todo porque hasta ahora no nos ha afectado. Tener un cadáver es una cosa, pero aumentar el miedo y el rechazo entre el público general a través de los medios es otra muy distinta.

Costa estuvo de acuerdo y prometió mantenerlo al corriente en todo momento.

Estaba encantado con la orden de no informar a la prensa. Así, al menos tendría un pretexto que darle a Karin.

Lo que no podía decirle era que la orden no había llegado hasta entonces, y que después de haber cenado juntos simplemente no había sido capaz de llamarla para hablarle del asesinato.

El Surfista retomó su informe. Había cogido un vaso del apartamento de Franziska Haitinger y la noche anterior ya lo había examinado en el laboratorio en busca de huellas. Costa entrecerró los ojos para mirar con más detenimiento a su joven compañero: ¿había alargado un poco la frase y se había puesto a sonreír? El capitán se frotó la cara. Seguro que lo había imaginado. El Surfista también había examinado las huellas dactilares de los espetones y las había comparado con las de Franziska Haitinger. Alzó la cabeza, los fue mirando significativamente uno a uno, hizo una pausa. Costa empezaba a exasperarse. Si había descubierto algo interesante, también se darían cuenta sin tantas pausas ni sonrisitas.

– Eran idénticas -concluyó El Surfista, triunfante.

Y dejó resbalar un poco el bolígrafo entre sus dedos, de modo que golpeó contra la madera de la mesa y produjo un sonido sordo.

– ¿Quieres decir que Haitinger ensartó a su vecina? -preguntó El Obispo.

– Eso es lo que parece -repuso El Surfista.

Costa no era capaz de imaginar algo así.

– Los hechos son importantes -dijo-, pero no debemos dejarnos hipnotizar por ellos. Tenemos que contemplar también otras posibilidades.

– ¿Cuáles? -preguntó El Surfista con frialdad.

– Puede que simplemente tuviera los espetones en la mano.

– ¿Quieres decir que el asesino ensartó a Scholl con esos pinchos y después fue a ver a Haitinger y le dijo que, por favor, se los aguantara un momento?

Costa no podía mostrar su descontento en ese momento, sobre todo cuando estaba claro que su interlocutor tenía todos los argumentos de su parte.

– ¿Vosotros qué creéis? -les preguntó a los demás.

El Obispo vaciló.

– Mi intuición me dice que una mujer no hace algo así. Por otro lado, no hemos encontrado señales de allanamiento. Scholl tuvo que abrirle la puerta al asesino, pero ¿le abriría la puerta a un desconocido, y de noche?

Elena Navarro puso cara de dudarlo.

– ¿Habría pasado un desconocido las medidas de seguridad de Vista Mar?

– En un caso tan brutal, las intuiciones normales no nos sirven de nada -dijo El Surfista, aprovechando esa duda-. En el laboratorio todavía están comparando los grupos sanguíneos. Si la sangre que tenía en las manos también es la de su vecina… lo cual es muy probable, ya que ella no tenía ninguna herida… habrá que inferir que estuvo presente en el crimen.

Costa se resistía ante esa idea. Le parecía demasiado simple, y al mismo tiempo demasiado absurda. La experiencia le había enseñado que nunca había que abalanzarse tan pronto sobre una conclusión que se ofrecía de una forma tan evidente. Por otro lado, reconocía que sólo podía enfrentarse con su intuición a los argumentos de su compañero. No era mucho. A lo mejor lo que pasaba era que ese Surfista no le caía bien, y ya está.

– ¿Tú qué dices, Elena?

– No ha sido ella.

Su voto fue claro y contundente.

El Surfista sonrió. Desde el principio había tenido la desvergüenza de comentarle a Costa que una mujer no pintaba nada en un equipo como el suyo. De todas formas, no era el único que tenía esa opinión; El Obispo se había limitado a sacudir la cabeza cuando Costa le había comunicado su decisión de incluir a Elena Navarro. Había hecho un gesto con la mano como queriendo decir: «Si te mueres de ganas…», pero se notaba que le parecía una gran equivocación.

Las votaciones iban tres a uno a favor de la culpabilidad del gran desconocido y en contra de Haitinger.

– Bueno -dijo Costa-, de todas formas voy a llamar al fiscal para que nos prepare una orden de arresto contra Franziska Haitinger. Mientras tanto iremos a Vista Mar e interrogaremos a los residentes. Tenemos que descubrir qué hizo Scholl durante todo el día de ayer. Hay que averiguar quiénes eran sus amigos y formarnos una idea de su vida mediante las declaraciones y las pruebas de que disponemos. Necesitamos un estudio lo más detallado posible sobre la formación de la víctima, su trayectoria vital, amigos, restaurantes, costumbres. ¿Quiénes son sus herederos? En la investigación debemos tener presentes muchas posibilidades y liberarnos de ciertos patrones de pensamiento. Existen estudios criminalísticos que afirman que el veneno es el arma homicida preferida por las mujeres. Sin embargo, basarse en que una víctima envenenada sólo puede haber sido asesinada por una mujer es tan erróneo como suponer que una mujer jamás podría asesinar con un hacha o unos pinchos para la carne. Esos prejuicios pueden conllevar que un inocente acabe entre rejas de por vida. Con ello no sólo habría fracasado nuestro esfuerzo por encontrar la verdad y hacer justicia, sino que nosotros mismos acabaríamos siendo unos criminales que han destrozado una vida. La principal razón por la que os he escogido es porque tengo la impresión de que compartís esa filosofía.

No le había pasado por alto que cada vez hablaba con más furia, quizá para recuperar su autoridad y aplacar la ira que sentía hacia El Surfista. Éste abandonó su sonrisa engreída. El Obispo bostezaba. Sólo Elena Navarro lo escuchaba con frialdad y profesionalidad.

– A ver lo lejos que llegamos en tres horas. Sea como sea, a eso de las dos volveremos a reunirnos aquí.

Se levantó y salió de la sala. Tenía claro que los estaba presionando, pero, mientras marcaba el número del fiscal para comunicarle que necesitaban una orden de arresto contra la señora Haitinger, pensó que tampoco les vendría mal que los azuzaran un poco.

Fue a buscar su coche y condujo hacia Santa Eulalia. El cielo estaba de un marrón rojizo, seguía lloviendo. Por un momento pensó en llamar a Karin. No sabía por qué, pero sentía necesidad de consuelo. De todas formas, enseguida cambió de idea.

Poco antes de torcer hacia Siesta recibió una llamada del laboratorio para informarle de que los restos de sangre de las manos de Franziska Haitinger eran idénticos a la de Ingrid Scholl. Costa sintió una ligera presión en el estómago. «Será por esa maldita absenta», pensó.

No muy lejos de allí quedaba la finca de su abuela Josefa, en la que tantas veces había jugado de niño. El terreno estaba vallado y ahora se encontraba en venta. Cuando hubiera terminado en Vista Mar, se acercaría hasta allí a escuchar la lluvia dentro del coche.

Aparcó en el garaje subterráneo del bloque de pisos y lo inspeccionó con tranquilidad. Las plazas estaban señalizadas con los números de cada apartamento, de modo que era fácil ver a quién pertenecía cada coche. La 402, la plaza de la víctima, estaba vacía. ¿Nadie se había fijado? En la plaza de Franziska Haitinger había un Suzuki todoterreno blanco con matrícula española.

Costa subió en el ascensor hasta el cuarto piso y llamó al timbre de la señora Haitinger. No se oía nada. Lo intentó de nuevo varias veces mientras daba también golpes en la puerta. Llamó al conserje por el móvil y le pidió que subiera con la llave maestra. Cuando llegó el hombre, el capitán le preguntó por el coche de la víctima, y él respondió que tenía un Mercedes todoterreno negro, pero que no tenía ni idea de dónde podía haberlo aparcado.

Costa le dio las gracias, lo despachó enseguida y entró en el apartamento.

El piso tenía más o menos la misma distribución que el de la víctima, pero estaba mejor decorado, para el gusto de Costa. Había muchos libros y agradables rincones de lectura. Bajo el gran ventanal había un sillón, junto a otra butaca había una mesa auxiliar y una lámpara de lectura.

Costa abrió la puerta del dormitorio. Franziska Haitinger estaba tumbada boca arriba en la cama y respiraba regular y profundamente. Llevaba puesta la misma ropa del día anterior. No se movía, así que él decidió aprovechar para realizar un rápido registro del apartamento.

El armario ropero no estaba tan lleno como el de su vecina asesinada, en el que no cabía ni una falda más. También allí había una caja fuerte de la misma marca. Costa pensó en ir a buscar a El Obispo para que la abriera, pero enseguida desestimó la idea. Primero quería hablar con la mujer.

En la mesita de noche, junto a los omnipresentes libros, vio también medicamentos. Echó un vistazo a las cajas de pastillas. En una decía «Lanirapid» y en la otra «Sintrom»; lo anotó todo.

En el escritorio encontró un clasificador con recortes de artículos de periódico que hablaban de asesinatos sin resolver. En la estantería vio un volumen fuera de su sitio, atravesado sobre los demás. Era un libro de divulgación titulado El asesinato perfecto. Lo dejó en la entrada junto con el clasificador de documentos para llevárselos después. Echó un vistazo más en la cocina y abrió los cajones, pero no encontró ningún espetón para carne.

Después volvió al dormitorio y se inclinó sobre Franziska Haitinger. Seguía dormida. Todavía tenía manchas de sangre de sus manos. Sangre de la muerta. ¿Sangre de su víctima?

Le tocó un hombro. Nada. Después la asió y la zarandeó un poco. Tuvo que repetir varias veces la operación hasta que la mujer abrió los ojos.

– Señora Haitinger, tengo que hablar con usted -lo dijo con suavidad pero con insistencia.

Ella sacó los brazos de debajo de la colcha y lo rechazó con las manos. Todavía estaban embadurnadas de sangre, o sea que no se había despertado por la noche y aún no se había visto en el espejo.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es usted? -preguntó con voz lenta y pesada.

– Me llamo Costa. Soy de la Guardia Civil. Ayer le administraron dos tranquilizantes y seguramente todavía le dura el efecto.

Le propuso preparar un café fuerte mientras ella se levantaba y se arreglaba un poco.

En la cocina encontró una cafetera exprés y la preparó para hacer uno triple. Abrió la nevera y vio que dentro había un bote de mermelada de fresa, un trozo de Gouda, un bote de olivas y un par de cosas más. Mientras el café caía en la taza, miró por la ventana. Hacía ya casi doce horas que llovía sin parar. El agua de los estanques de baldosas azules de la fuente que subía la pendiente en escalones presentaba un color violeta turbio.

Se acordó de una vez, de niño, en que había ayudado a blanquear la finca de sus abuelos. Había sido poco después de Semana Santa. Cuando hubieron terminado y el blanco nuevo relucía ya contra el verde de los campos, se sintió henchido de orgullo y alegría. Había pintado toda una pared él solo. Se había puesto a dar saltos y había ido a explicárselo a todo el mundo mientras su abuelo miraba al cielo, alzaba ambos brazos y soltaba un espantoso alarido. El cielo, igual que antes de una tormenta de verano, se había puesto de repente de color ocre. Como si el sol hubiera encendido su horno celeste, las nubes se tiñeron de un rojo candente veteado por intensos colores de lava. La temperatura cayó de pronto, se levantó el viento. Los pinos, que de súbito parecían azules, empezaron a zarandearse. El mar enloqueció, enfureció y adoptó una tonalidad entre verde oscuro y violeta. De súbito cayeron del cielo gotas de sangre, al principio sólo unas pocas en las mangas de su camisa blanca, después muchas más, hasta que al final la lluvia sangrienta golpeteó contra la tierra y, cuando se volvió hacia la casa, su precioso blanco se había teñido de rosa.

Oyó algo tras de sí y se volvió. Franziska Haitinger estaba en la puerta de la cocina con un albornoz blanco. Apoyó el brazo derecho en el marco de la puerta y le preguntó a Costa quién era y qué hacía allí. Él le explicó la situación mientras ella seguía mirándolo con incredulidad. Se le aceleró la respiración y se llevó una mano al pecho para cerrarse el albornoz. Costa se fijó en sus dedos largos y algo morenos, e intentó imaginarla ensartando a su amiga.

– Aquí tiene el café.

Le acercó el exprés triple.

Ella lo miraba y se esforzaba por controlar la respiración, pero no se movió.

– No le he puesto nada -dijo Costa, y se dio cuenta de que lo había susurrado como un idiota. Añadió-: ¿Lo quiere con azúcar?

Sin apartar la mirada, ella alargó lentamente la mano izquierda y él le dio la taza. La mujer se tomó el brebaje caliente a pequeños sorbos, pero sin dejar de mirarlo. «Tiene que darse cuenta de que no me quita ojo de encima -pensó Costa-. A lo mejor está pensando en alguna otra cosa. Pero ¿en qué?»

– ¿Recuerda lo sucedido ayer por la noche?

La mujer fue hasta la mesa, dejó la taza con mano temblorosa y salió de la cocina.

– ¿No quiere contestar a mi pregunta? -añadió Costa, aunque ella ya había salido.

Llamó a El Obispo al móvil y le pidió que ejecutara la orden judicial de registro que entretanto él ya había recibido por teléfono. El Obispo estaba en el segundo piso interrogando a más testigos, pero subiría enseguida.

Costa llamó entonces a la puerta del dormitorio y, como no obtuvo respuesta, abrió con cuidado. No vio a Franziska Haitinger. Al otro lado de la puerta cerrada del baño oyó el agua de la ducha. Se acercó a la puerta y la llamó por su nombre, pero tampoco esta vez respondió la mujer. En una estantería esmaltada en blanco, el capitán vio varios marcos con fotografías. Las examinó en detalle. Eran fotos de familia en las que se veía a la mujer con un hombre y dos niños.

Los niños, un chico y chica, eran tan guapos como el hombre. Todos tenían cejas pobladas, una sonrisa resplandeciente y dientes perfectos. Él jugaba al tenis y al golf, navegaba y conducía un Porsche 911. Costa sintió un repentino disgusto por trabajar tanto como trabajaba, la sensación de ser absurdo.

Oyó que El Obispo gritaba su nombre desde fuera y quiso salir a su encuentro, pero entonces se abrió la puerta del baño y Franziska Haitinger apareció en el vano. Se había envuelto en una toalla y llevaba otra de rizo blanco hecha un turbante en la cabeza. Tras ella se levantaban nubes de vapor. Costa percibió un aroma a almendras.

– Tenga la amabilidad de hacer una bolsa con todo lo que vaya a necesitar para pasar una noche fuera. Tengo una orden judicial de arresto contra usted y me la llevaré en cuanto se haya vestido. Mientras tanto, registraremos el apartamento.

Esperó una respuesta, que la mujer pusiera algún reparo. Sin embargo, como no decía nada, Costa salió y le pidió a El Obispo que inspeccionara la caja fuerte.

– Pero dile que te dé la llave. Tenemos una orden de registro.

Después le informó brevemente de lo que había sucedido y le dijo que se llevaría a la señora Haitinger en cuanto estuviera lista. Más tarde regresaría, porque seguro que no conseguiría nada de ella antes de la reunión. El Obispo asintió y empezó a registrar la habitación sistemáticamente.

Costa se sintió cansado y se sentó en un sillón a esperar. Cuando la señora Haitinger salió del dormitorio, vestida y con una bolsa de viaje de Louis Vuitton, El Obispo le pidió la llave de la caja fuerte.

Ella se lo tomó con bastante indiferencia, fue a buscarla al dormitorio y se la entregó sin decir media palabra.

Elena Navarro y El Surfista ya estaban en la sala de reuniones cuando llegó Costa.

– Aún falta el gordo de El Obispo -dijo El Surfista con la boca llena, y le dio otro mordisco a su chocolatina Mars.

En la otra mano tenía un refresco de cola con el que hizo gárgaras y se enjuagó antes de tragar. Costa se dio cuenta entonces de que tenía un hambre voraz y le supo mal no haber cogido el trozo de Gouda de la nevera de Franziska Haitinger. «De todas formas -pensó-, ella ya no tendrá ocasión de comérselo.» Tenía tanta hambre que estuvo a punto de pedirle a El Surfista un mordisco de su chocolatina. En lugar de eso, propuso empezar con su informe sobre Haitinger sin esperar más, porque El Obispo ya estaba al tanto de lo más esencial.

Elena y El Surfista asintieron y abrieron sus libretas. Costa se tomó un momento para concentrarse. Salvo por el martilleo de la lluvia, toda la parte trasera y superior del edificio estaba en silencio. Al correr desde el coche hasta el puesto se había vuelto a mojar, estaba empapado, se sentía pegajoso.

– La tal señora Haitinger no ha hecho ninguna declaración -empezó a decir con cierto malestar-. Ni siquiera ha querido darme sus datos personales. La he detenido y se la he entregado al compañero Ramón, aquí abajo. El Obispo está ocupado todavía con el registro del apartamento. Interrogaré a Haitinger después de la reunión y luego me la llevaré a la cárcel. Le he dicho que tal vez sea mejor que se busque un abogado. Aquí tenéis una foto de ella. -Se sacó del bolsillo una fotografía que había cogido del dormitorio y se la acercó a Elena-. Está con sus hijos y su marido. Todas las demás eran semejantes. En todas parecen una familia feliz.

Elena miró la fotografía. En ese momento se abrió la puerta y El Surfista saludó con una sonrisa a El Obispo, que entró, se acercó una silla a toda prisa, sacó su termo y los miró a todos dispuesto a entrar en materia. Cuando su mirada tropezó con la botella de cola de El Surfista, puso cara de asco y la apartó de sí.

Costa explicó que por el momento no tenía más que decir y le preguntó a Rafel si había descubierto alguna otra cosa en casa de la señora Haitinger.

– La verdad es que sí -dijo la profunda voz de bajo que salía del portentoso cuerpo de El Obispo-. Uno: junto a la caja de fusibles de la entrada hay un armarito para las llaves con un gancho vacío marcado con el número 402. Es el apartamento de la víctima. La llave que falta la he encontrado en el bolsillo de la bata que Haitinger llevaba anoche. -Levantó en alto una bolsita de plástico con la llave-. La he probado. Abre. Dos: he registrado la caja fuerte. Contenía toda su documentación. Se gasta casi un millón de pesetas al mes y en este momento tiene en su cuenta corriente del Banco de Sabadell exactamente cinco millones cuatrocientas treinta mil seiscientas cuarenta pesetas. También tiene una cuenta de ahorro en el mismo banco con veintiún millones de pesetas y recibe, además, una transferencia periódica de diez mil marcos mensuales. -Había leído las cantidades de una libreta y levantó otra bolsita de plástico en la que se veían los documentos. En una tercera bolsa, que agitó entonces, había recogido joyas, dos relojes de oro y monedas, de oro también-. Lo interesante -dijo, sonriendo- es que son monedas romanas que se encontraron aquí en la isla y que en realidad tendrían que estar en una vitrina de cristal de nuestro Museo Arqueológico, y no en la caja fuerte privada de una pensionista precoz. -Dejó caer las bolsas y sacó una hoja escrita-. También hay un testamento. En caso de morir, deja toda su fortuna a un tal doctor Gabriel Schönbach, de Munich, Maximilianstrasse, 3.

– Habría que comprobar si tiene una relación con ese doctor Schönbach -dijo El Surfista.

– ¿Se ha encontrado testamento en casa de Scholl? -preguntó Costa.

Todos se miraron y sacudieron la cabeza. Costa comentó que habría que tenerlo en cuenta; los demás tomaron nota.

Entonces El Surfista explicó que por fin se había informado sobre qué era exactamente Vista Mar. Le preguntó a Elena si sabía que el centro de belleza Vista Mar era el más recomendado en todas las clínicas de cirugía estética de Europa. Ella negó con la cabeza. El Surfista rió y leyó un prospecto que había traído consigo.

– El complejo de bienestar de cinco estrellas está concebido como un hotel de lujo, pequeño pero elegante, con una residencia anexa para la tercera edad de ambiente cálido y agradable. Los últimos estándares en equipamiento y técnica. -Le dirigió una mirada maliciosa a El Obispo-. Salvo por las cajas fuertes, que cualquier picoleto con unos mínimos conocimientos técnicos puede abrir. -El Obispo iba a decir algo, pero El Surfista fue más rápido y prosiguió con exagerado énfasis-: La variedad de la oferta del centro de belleza va desde el fin de semana de bienestar «Instant Beauty», pasando por liftings faciales y masajes antiestrés con hierbas curativas ibicencas, hasta drenajes linfáticos con aparatos para todo el cuerpo. Se recomienda especialmente -los miró a todos, divertido- el masaje de reflexoterapia con acupuntura ocular final. O el peeling visual de pincho con parafina de extracto de albaricoque.

Todos rieron. Costa consultó su reloj, pero El Surfista ya había tomado impulso y había sacado otro prospecto con fotos a todo color.

– «Situados en un emplazamiento privilegiado, a ocho minutos a pie de la playa y rodeados de bosques de pino, ofrecemos apartamentos de lujo con servicio para la tercera edad desde trescientos cuatro mil marcos alemanes.»

– Prefiero una casita barata en el barrio gitano -dijo Elena.

– Las uvas están verdes, ¿no? -dijo El Surfista con una sonrisa.

Costa sabía que aún tenían una prolongada jornada por delante y lo apresuró para que terminara ya con su informe.

El conserje le había explicado a El Surfista las medidas de seguridad que protegían a los residentes. Los apartamentos estaban equipados con alarmas, que, sin embargo, casi nunca estaban encendidas o no funcionaban. Su manejo era complicado. La entrada de vehículos sólo se abría con un código numérico que los residentes no podían comunicar a otras personas. El mismo código de la verja del garaje bloqueaba también la entrada del edificio. Las puertas de los apartamentos tenían cerraduras de seguridad individuales.

– El dispositivo de casa de la señora Haitinger funciona. También el de la casa de la víctima. Además, ahora que caigo -añadió El Surfista-, ese doctor Schönbach que menciona el testamento de Haitinger podría ser el mismo especialista en cirugía estética de Munich que resulta ser el principal proveedor, por así decir, de Vista Mar. Dicen que es un cirujano bastante conocido y que envía a sus pacientes aquí después de las operaciones para que se recuperen. Así pueden decir que las vacaciones en Ibiza los han rejuvenecido y embellecido. En cuanto llegan, el doctor Hórlander, el gerente, los manda directos a esos maravillosos apartamentos. Naturalmente, se lleva una comisión si compran. Es posible que el cirujano esté implicado en todo ello. En cualquier caso, la adinerada clientela tiene mucho valor, y por eso todo el complejo cuenta con un estándar de seguridad bastante elevado. También tienen línea directa con la policía.

Costa preguntó si el conserje, que podía vigilar por videocámara la entrada de vehículos, la puerta principal y la del garaje, había visto algo extraño. El Surfista dijo que no.

Entre el resto de información que poseía se encontraban los datos personales de la señora Haitinger. Tenía cuarenta y nueve años e, igual que a Ingrid Scholl, la trataba la doctora Kirsten Sperl.

– ¿Cuándo redactó el testamento? -le preguntó Costa a El Obispo, que lo consultó.

– El sábado ocho de noviembre de mil novecientos noventa y siete.

Costa lo anotó todo y le pidió después a Elena su informe, pero El Surfista los interrumpió enseguida porque había olvidado mencionar que el doctor Torres todavía no había terminado con su dictamen. Había descubierto unas tenues marcas de estrangulamiento en el cuello, había enviado las porciones de piel correspondientes al Instituto de Medicina Forense de Barcelona y no tendría los resultados hasta el viernes.

Elena, con su natural tranquilo y profesional, expuso lo que había descubierto hablando con los residentes, en especial con una tal Lieselotte Mahler, una pensionista de setenta y seis años que vivía en Vista Mar desde el otoño de 1996. Había comprado el apartamento con su marido, que murió un año después. Tras la muerte de éste, se había hecho amiga de El Trío, como llamaba a Ingrid Scholl, Franziska Haitinger y Erika Brendel. Las tres eran inseparables y siempre lo hacían todo juntas. La mujer había descrito a la señora Scholl como una mujer muy resuelta que parecía más joven de lo que era. Muy rica, sí, pero tacaña hasta más no poder. Era de las que en las virtudes de los demás enseguida veía sus propios defectos. Sin embargo, la señora Scholl siempre había cuidado mucho de Erika Brendel. Por lo visto porque no tenía marido. La señora Mahler creía imposible que Franziska Haitinger fuera capaz de cometer un acto violento, mientras que con Erika Brendel no se había mostrado tan segura en ese punto, si bien no era capaz de imaginar semejante ingratitud, había dicho. A la señora Haitinger la consideraba demasiado débil para hacer algo así.

Se basaba en el hecho de que, si no, nunca se habría liado con ese joven que le había vendido el ordenador. Estaba segura de que ese chico sólo había querido utilizarla. Después la dejó plantada. La señora Haitinger había sufrido mucho con eso. Elena había descubierto, entretanto, de quién se trataba. Era el dueño de una tienda de ordenadores de Santa Eulalia, Compu-World, y se llamaba Wolfgang Krebs. De treinta y cuatro años.

Elena tenía pensado ir a tomarle declaración en los próximos días.

– Mejor haría yendo a Privilege a ligarse a alguna -masculló El Surfista.

Elena le había preguntado a la señora Mahler algo más sobre Erika Brendel. La mujer decía que le gustaba mucho socializar con los veraneantes. La noche del asesinato había estado en Mallorca, visitando a su hijo, que no iba nunca a verla a Ibiza porque no quería saber nada de ella. Una vez había tenido un accidente por conducir borracho. Había quedado tan desfigurado que nadie podía reconocerlo, pero el cirujano Scbónbach lo había recompuesto. Para personas tan ricas como Erika Brendel ya no existía ni la muerte, había añadido al final la señora Mahler con mordacidad.

Elena la describió como excéntrica, pero fidedigna como testigo.

El conserje había confirmado que Erika Brendel era la mejor amiga de la víctima. La había descrito como una mujer dicharachera, muy agradable y siempre de buen humor. Si había alguien que supiera algo de Ingrid Scholl, ésa era la señora Brendel, había dicho. Se conocían desde el colegio.

Costa pidió el número de teléfono de Erika Brendel y Elena le dio el móvil que había anotado en su libreta.

– A lo mejor puede ayudarnos a avanzar -dijo Costa-. La llamaré ahora mismo. -Se levantó y fue hacia la puerta marcando ya el número en su móvil-. Salgo un momento, mientras tanto podéis ir poniéndolo todo en común.

Cuando volvió a entrar, informó de que la mujer todavía no sabía nada de la muerte de su amiga y que llegaba en el vuelo de Iberia de las tres y cinco. Había accedido a que Costa fuera a buscarla y la acompañara a casa. Él no le había dicho nada de la muerte de Ingrid Scholl.

Le pidió a Elena Navarro que empezara con el interrogatorio de Franziska Haitinger hasta que él hubiera acabado con la señora Brendel. Le aconsejó que antes hojeara un poco El asesinato perfecto y que se mirara la colección de artículos de periódico sobre crímenes que habían encontrado en casa de Haitinger.

El Surfista recreó una vez más la posible utilización que se había hecho de las armas del crimen. El espetón del ojo derecho llevaba la huella del pulgar derecho, y el de la izquierda, la del pulgar izquierdo. Así pues, el asesino debía de haberla atacado como en una corrida de toros, con los dos espetones a la vez, Costa vio entonces con claridad que la señora Haitinger no había podido estar de pie frente a Ingrid Scholl en el momento del ataque. El Obispo no lo entendió al principio, pero El Surfista le explicó que con la mano derecha se ataca al ojo izquierdo. De modo que Haitinger tendría que haber estrangulado primero a Scholl hasta dejarla inconsciente y hacerla caer, y luego haberse inclinado sobre ella desde detrás para clavarle los dos pinchos a la vez en el cráneo.

– ¿No es eso un poco improbable? -preguntó Costa.

– ¿Y cuál pudo ser su motivo? -preguntó El Obispo.

– El odio -dijo El Surfista con sequedad.

– Vale -repuso Costa-, veremos qué sacamos del interrogatorio de Haitinger y qué nos dice Brendel. Propongo que volvamos a encontrarnos aquí a las ocho.

El Obispo y El Surfista no se alegraron precisamente, pero tampoco se atrevieron a rechistar.