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Eran ya casi las ocho cuando Costa salió al patio del puesto principal de la Guardia Civil. Inspiró hondo el tibio aire de septiembre. El cielo estaba estrellado. Había tal claridad que buscó la farola que iluminaba el patio, pero entonces se dio cuenta de que era la luna llena. Esa inesperada luminosidad lo emocionó, aunque pensó que en realidad le daba lo mismo. Tenía prisa, porque había quedado con Karin para cenar a las diez y ya veía la cara de pocos amigos que pondría si la hacía esperar.
Cruzó deprisa la puerta de la verja que daba a la calle. De pronto empezaron a dolerle las lumbares. No podía volver a olvidarse de sus ejercicios de abdominales y espalda. Se había propuesto hacerlos cada día, pero con el traslado de Hamburgo a Ibiza, las cálidas noches de verano con Karin, la inesperada separación… ¿Cómo iba a ponerse a hacer gimnasia?
Todavía le enfurecía pensar que no podía defenderse de los ataques de Karin, pero es que el trabajo lo tenía atado de manos. Integrarse en aquel cuerpo policial español le estaba costando más de lo que había esperado. Si quería sobrevivir allí, tenía que encontrar su lugar, y todavía le quedaba mucho para eso. Esa tarde, su comandante lo había vuelto a llamar para decirle que en Alemania seguramente las cosas se llevarían de otra forma, pero que allí eran así y que no iban a cambiar sólo por él.
– Tiene que trabajar usted con Josep Mari Ribas -le había dicho, que era de la isla y lo conocía todo mejor que nadie.
Con eso, su superior le estaba criticando, primero, por haber formado un equipo especial y, segundo, por no haberse llevado con él a Josep Mari. Ese equipo se movilizaría en caso de asesinato. Sería como una brigada de homicidios. En Hamburgo había cinco de ellas. Las labores de investigación debía realizarlas siempre uno de esos grupos especializados; era el abecé del trabajo policial.
Su superior le soltó que eso eran tonterías burocráticas, porque allí no había más que un asesinato muy de vez en cuando y siempre eran ejecuciones de la mafia, como las últimas de Port d'es Torrent, que ni siquiera los fanfarrones de Mallorca habían logrado resolver.
– Concéntrese, como hace Mari, en los pequeños camellos que infestan las discotecas. Esos son los que nos traen problemas.
«¿Se dará cuenta de que con esa opinión deja campar a sus anchas a los grandes traficantes?», pensó Costa. El comandante pasó alegremente a hablar de la familia de Costa y en especial de El Cubano, su tío, que junto con los Matares movía los hilos de toda la isla.
– Y déle recuerdos a su tío -le había dicho aún después de despedirlo.
Él se había mostrado educado, incluso había evitado consultar el reloj durante toda la charla, aunque su cita con Karin le hacía sentir apremio.
Tuvo que caminar un buen trecho por la calle mientras buscaba el coche, porque esa mañana había ido a Santa Eulalia a dejárselo a su padre y después había vuelto en coche patrulla. El viejo aún conservaba allí su carpintería, pero ya no tenía vehículo propio. Costa no sabía por qué necesitaba el coche precisamente ese día, pero debía de ser una ocasión muy importante. Su padre se lo había devuelto tal como le había dicho, lo había aparcado por allí cerca y le había dejado la llave a Rafel, un miembro de su extensa familia al que desde siempre todos llamaban El Bisbe, «El Obispo», por su corpulencia.
Encontró el coche y dio una vuelta para comprobar que siguiera intacto.
Cuando estaba ya en la autovía hacia San Antonio, pensó si debía dejar el móvil conectado. Después de tres meses de trabajo de oficina, por fin había logrado organizar algo así como una guardia de homicidios, y desmotivaría a los demás si él mismo no daba ejemplo. Por otro lado, esa noche tal vez fuera la última posibilidad de arreglar las cosas con Karin. Le había rogado varias veces que hablaran y por fin ella había propuesto que se vieran en ese restaurante de la jet set de San Rafael, el Elephante, añadiendo enseguida que pagaba ella. Costa le había preguntado a El Obispo por el local. Y éste le había contestado cuando ya se iba que él cocinaba más barato, y además mejor.
Costa torció dos veces a la derecha desde la carretera principal y aparcó juntó a la iluminada y blanca iglesia del pueblo, que quedaba justo enfrente del restaurante.
En el espejo dorado de la entrada vio su expresión ilusionada. Se pasó otra vez una rauda mano por el pelo castaño y siempre revuelto, y metió barriga. La separación de Karin, el exceso de alcohol y las comidas irregulares, también a altas horas de la noche, le habían hecho ganar unos cuantos kilos.
Una pelirroja de unos cincuenta años, muy maquillada y con un vestido muy escotado, se le acercó y le preguntó con un fuerte acento francés si había reservado mesa.
Costa pensó un momento si Karin habría reservado a nombre de ella. La pelirroja lo miraba pacientemente con unos ojos algo empañados por el champán. Era la encargada de la noche y sólo cumplía con su deber, pero su suave amabilidad hizo que Costa sintiera algo así como una invitación íntima que le resultó embarazosa. Al evitar sus ojos, su mirada recayó en su collar, cuyas grandes letras de plata formaban una exhortación: FUCK ME. Miró enseguida hacia otro lado y vio a Karin sentada sola a una mesa cerca de la chimenea.
– Ah, votre femme! -comentó la pelirroja en un tono que parecía resbalarle por la piel como aceite tibio.
Todas las mesas del restaurante estaban ocupadas y a Costa le dio la sensación de que la gente lo miraba mientras caminaba hacia Karin. Su gastado traje azul y la camiseta blanca no eran una vestimenta apropiada, desde luego. En realidad había tenido intención de cambiarse de ropa, pero con la absurda charla del comandante se le había hecho tarde. En ese momento sentía una ira inmensa hacia ese peninsular corpulento y robusto de la periferia de Madrid. «¿Qué me va a explicar a mí ese provinciano de tres al cuarto?», se preguntó con rabia, pero se contuvo al instante, molesto aún por haber fastidiado su buen humor antes de saludar a Karin. ¡No tenía que verlo enfadado! Logró arrancarse una sonrisa.
Karin se levantó, él la abrazó, le dio dos besos en las mejillas y se sentó frente a ella. Le gustaba su nuevo perfume. Llevaba un vestido blanco de hilo, el pelo suelto y en la muñeca derecha un ancho brazalete de plata que le había regalado él. Cuando alzó su copa y le sonrió, Costa vio señales de reconciliación y le dijo que esa noche estaba especialmente guapa. Ella rió y posó su brazo moreno en la mesa. ¿Querría darle la mano? Se había propuesto disfrutar de la despreocupación y la belleza de Karin y olvidar sus propios problemas.
– ¿Qué te pasa? -Karin se inclinó hacia delante y lo miró fijamente.
Antes de que pudiera darle las gracias por haberlo invitado, la madame francesa ya estaba junto a él, preguntándole si quería un aperitivo. Él no supo qué contestar y señaló a la copa de Karin.
– ¿Qué es eso?
– Champán, mezclado con sorbete de naranja.
Aquello no era para él. Quería una cerveza, pero ¿podía pedir allí una cerveza? Lanzó una rauda mirada en derredor, a las otras mesas. Por todas partes había cubiteras con vino y champán, o vasos altos con largas pajitas.
– Te propongo que pidamos un buen vino blanco para cenar -salió Karin a su rescate.
– Una cerveza -le dijo él a la madame.
La sala estaba decorada por todo lo alto, tenía una chimenea de mármol frente a la que había un tresillo de sólidos muebles tapizados en color crema. En una de las butacas estaba sentado un joven muy delgado que llevaba unos brillantes pantalones de cuero, muy ajustados, y una camisa de seda negra; frente a él, un cincuentón, también vestido de cuero negro, que fumaba con boquilla. La iluminación indirecta del restaurante creaba una atmósfera suave. Aquella chimenea le recordó a Costa una de las primeras noches con Karin, por aquel entonces aún en Hamburgo, en una ocasión en que ella estaba cuidando la casa de unos amigos y habían pasado toda la noche delante del fuego. Le gustó la decisión con que había extendido pieles y mantas ante la chimenea y había empezado a desvestirse. Se enamoró del hecho de que entre ambos hubiera siempre una coincidencia tan extraordinariamente asombrosa, cuando reían, cuando se besaban y se acariciaban.
– ¿Por qué has llegado tarde?
«¿Es el principio de un interrogatorio?», pensó Costa, aunque se había hecho el firme propósito de evitar esas ideas. Le preguntó por su nuevo apartamento, y si le gustaba. Ella le habló con entusiasmo de la vista del casco antiguo que se disfrutaba desde él y le dijo que por las mañanas nunca se perdía el amanecer sobre el mar. Desde el apartamento de Costa sólo se veía la antiestética fachada lateral de la Biblioteca Municipal. También en eso le habían fallado los cálculos. Había creído que ella no querría vivir como una turista, sino como los ibicencos, con mucha normalidad, y llevar con él una vida también normal. Los domingos habrían dado paseos en bici o a pie, y él la habría ayudado a perfeccionar su español. Ella, no obstante, pronto había empezado a quejarse de que el trabajo de Costa era un asco, que estaba inconcebiblemente mal pagado, que era despreciado por los isleños y no le ofrecía perspectivas de medrar. Y mientras que sus compañeros al menos dormían la siesta de la una a las cinco y también por las tardes colgaban puntualmente a las ocho el silbato en la pared, tal como decía ella, él se empeñaba en añadir interminables horas extras a aquel absurdo.
Sí, eso estaba claro, sólo tenía que aceptar la oferta de su tío y todo se arreglaría con Karin.
– Tendrías que aceptar la oferta de tu tío -dijo ella. A veces podían leerse el pensamiento-. Es uno de los hombres más poderosos de la isla, y tú no haces más que darle la espalda.
Siempre sacaba ese tema. Otra de las equivocaciones de Costa, pues había esperado que Karin mostrara ciertos reparos ante los entramados mafiosos. Un gran error. Sin embargo, esa noche estaba dispuesto a darle una respuesta amable. Quería decirle que no había en el mundo soborno suficiente para hacerle trabajar para unos gánsteres. Por mucho que se tratara de su propio tío.
Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, la madame volvía a estar junto a ellos. Quería saber qué idioma hablaban. Cuando Karin le dijo que alemán, le tendió a Costa una gran carta y pronunció en francés todos los platos de esa noche que no estaban en el menú. Costa había aprendido francés de pequeño y le extrañó no entender ni una sola palabra, pero no quería volver a quedar como un zoquete, así que fue asintiendo cada vez que la mujer hacía una pausa para sonreírle alentadoramente. La francesa le tomó entonces nota a Karin, recogió las enormes cartas y dijo, señalando a Costa con alborozo, que debía de tener un gran apetito.
En cuanto desapareció, Karin le preguntó si era necesario que se mostrara tan dócil con el servicio. Él tragó saliva al comprender que cada uno de sus asentimientos de cabeza había sido tomado por una petición. Cuando, después del cordero, le sirvieron el conejo a la provenzal, se dio cuenta de que tenía un hambre voraz. No había comido nada en todo el día. Normalmente Karin lo habría criticado, pero como esa noche se hacía cargo ella de la cuenta, reprimió cualquier comentario sobre las cantidades que estaba deglutiendo.
Después empezó a encontrarse mal. La gente de las mesas de alrededor se había ido animando gracias a las botellas que les habían servido. El barullo empezaba a sacarlo de quicio, pero se obligó a sonreír mientras escuchaba a Karin.
Le estaba explicando que había recibido una oferta para trabajar en una emisora de radio además de en el periódico y que, desde que podía recordar, siempre había deseado estar en la radio -era la primera vez que Costa oía a Karin hablar de eso y no estaba seguro de que no acabara de inventárselo-, así que por fin cumpliría ese deseo en la isla de sus sueños, siguió diciendo. A Costa tampoco le gustó que usara ese término, «isla de sus sueños». Él no había llegado hasta allí siguiendo ningún sueño; había sido ella quien lo había convencido para que dejara su cargo de jefe de la Brigada de Homicidios de Hamburgo y regresara al hogar de su infancia. Ahora estaba en la Guardia Civil. ¿Una isla de ensueño necesitaba cuerpos policiales? Hacía seis años, cuando Karin había visitado sola la isla, le había gustado tanto que acto seguido había decidido que se quedaría para siempre. Costa sólo había regresado por ella, y en cierto modo se sentía engañado. Estaba claro que la seguía queriendo, pero se sentía defraudado porque ella había acabado abandonándolo.
El trabajo de investigación le fascinaba, pero no era algo que estuviese muy demandado en Ibiza. Allí a nadie le interesaba si alguien perdía la vida en una de las masías aisladas, desaparecía en el mar o caía desde un acantilado. «El que quiera una investigación por asesinato, que venga en persona al puesto con el cuchillo clavado en el pecho», decían en broma sus compañeros. «De entre los muertos no vuelve nadie, y tarde o temprano todos vamos por el mismo camino…», se echaban un trago de absenta y se limpiaban la boca con el dorso de la mano.
Se dio cuenta de que había dejado de escuchar a Karin, que seguía hablando de su trabajo y le estaba pidiendo que la informara sin falta si sucedía algo sensacional.
Costa volvió a mirar al joven de los pantalones negros de cuero. Ni él ni su acompañante se habían dicho una sola palabra en todo ese rato. Eran una isla de silencio en medio de aquel barullo de voces y se miraban con amor. De pronto se pusieron de pie y salieron del local.
– Aquí hay gente interesante, ¿verdad?
Karin había seguido su mirada.
– ¿Quién, por ejemplo?
A Costa le hubiera gustado tomarse otra cerveza.
– Allí, los de aquella mesa. ¿Ves al tío con el pelo entrecano y a esa joven guapa de melena corta y rubia que acaba de entrar?
Costa se volvió.
– No seas tan poco disimulado -dijo ella, riendo-. Es uno de los médicos de cirugía estética más famosos de aquí.
Costa no sabía qué hacer con esa información, así que le dirigió una mirada interrogante.
– Tendrías que ver su casa. Es fantástica. Queda justo delante de Es Vedrá y es de las más increíbles que hay en la isla.
Karin tenía una amiga inglesa con título nobiliario que le había enseñado todas esas viviendas. Las dos estaban trabajando para publicar un libro sobre ellas. Costa vio entonces que la velada desembocaba poco a poco en la relajación esperada. Vio que su objetivo -que ella se tomara otro trago con él, o incluso que desayunaran juntos- estaba ya muy cerca, pero de pronto le sonó el móvil.
Los de la mesa de al lado lo miraron.
– ¡No me lo puedo creer! -Karin se había quedado blanca-. ¡Llevas el móvil encendido!
– ¿Dónde queda eso? -preguntó él, y anotó una dirección y un número de teléfono-. Enseguida estoy ahí.
Guardó el móvil y miró a Karin con una sonrisa. ¿Qué iba a hacerle?
– ¿Nos vemos en mi casa? -preguntó mientras se levantaba. Se sacó del bolsillo las llaves del piso y se las tendió-. No tardaré mucho.
– ¡Quédate con tus llaves y que no te vuelva a ver! -espetó Karin, y se volvió hacia otro lado.
El enfado de ella lo abrasó como una llamarada ardiente.
Cuando subió al coche y consultó el reloj eran las once menos veinte. Tomó el camino de tierra de detrás de la iglesia hasta la carretera de Santa Eulalia. La luna iluminaba el paisaje y casi se reflejaba en el asfalto. Costa había bajado las ventanillas y oía a los perros salvajes aullar en los campos.
Lo habían llamado los del turno de noche. Un asesinato en un complejo de apartamentos de lujo de la urbanización Siesta, al sur de Santa Eulalia. Durante el trayecto dio parte al equipo que acababa de formar. No había sido fácil encontrar colaboradores preparados y motivados, pero creía haberlo conseguido. Era un personal muy variopinto, entre ellos había incluso una mujer: Elena Navarro Álvarez, treinta y seis años, una teniente reservada y ambiciosa. La había visto por primera vez en el patio del puesto, montada en una Honda contundente, y aunque le había hablado con frialdad, al instante comprendió que era una apasionada de las motos.
– Otros tienen un coche, a mí me sobran dos ruedas -le había dicho la joven con sequedad.
Costa se había decidido por ella nada más leer en su expediente que había crecido en Alemania y que había sido policía judicial de Narcóticos en Colonia durante varios años. Aun así, tener a una mujer en el equipo era problemático, al menos en una unidad de Homicidios. Además, los hombres de Ibiza no habían cambiado mucho: las mujeres tenían que quedarse en casa.
La urbanización se encontraba en la ladera oriental de Montañas Verdes, nombre que daban los españoles a la zona de monte que él de pequeño había conocido como Puig d'en Pep. Su familia era de allí, y la mitad del monte y una buena parcela de terreno que llegaba hasta el río y limitaba con el sur de Santa Eulalia, o Santa Eulária, como decían los ibicencos, habían pertenecido a sus abuelos. Conocía bien todo aquello. De pequeño había hecho muchas excursiones por los bosques de la zona y había salido a cazar con su abuelo. Por aquel entonces sólo había un par de granjas junto a la finca familiar. Ni un solo hotel, ni un edificio de apartamentos. Josefa, su decidida abuela, se había hecho cargo de todo y se había enriquecido vendiendo el terreno por parcelas. Seguramente también había salido ganando algo con el proyecto inmobiliario de Vista Mar, donde se había cometido el presunto asesinato.
En la isla, como en casi todo el mundo, quienes heredaban de los padres eran los hijos varones. Ellos recibían los campos más fértiles y protegidos del interior, mientras que las hijas tenían que conformarse con las parcelas de la costa, pedregosas, expuestas a las inclemencias del clima y amenazadas por los piratas. Josefa no sólo aportó a su matrimonio los terrenos costeros sin valor que le habían tocado en herencia, sino que además, ante las burlas de los hombres, les había comprado por pocas pesetas todo lo que había podido a las demás mujeres de la familia.
Gracias a una inspiración de Tanit, según decía ella, imaginó que algún día llegaría el turismo y lo cambiaría todo. En los años sesenta y setenta no sólo se demostró que tenía razón, sino que tenía «cada vez más razón», como ella misma solía comentar con un deje de picardía. Las parcelas con fondo marino llegaron a ser más valiosas que el oro, y las superficies agrícolas del interior perdieron toda su utilidad en la Europa unida y, con ello, todo su valor.
Los dos grandes edificios de Vista Mar estaban rodeados por bosques de pinos de altura mediana que caían suavemente hacia el mar, hasta la Punta de s'Aguait, donde había una bahía con una pequeña cala.
Costa había colocado la sirena sobre el techo del coche y, al acercarse despacio, la gran verja de hierro se abrió automáticamente. Se detuvo ante la puerta de entrada, donde lo esperaban dos agentes uniformados de la Policía Local. Al más bajito de los dos lo conocía. Era el mismo que ese día lo había llevado de vuelta a Ibiza, después de que fuera a dejarle el coche a su padre. El hombre informó a Costa de que había tenido lugar un crimen en el apartamento 402, en el cuarto piso, que la puerta estaba abierta cuando llegaron y que la víctima era la señora alemana que casi había atropellado a la mujer del cochecito.
– ¿Se acuerda, capitán Costa? Usted le ha hecho de intérprete.
Costa asintió.
– ¿Quién estaba aquí antes que ustedes?
– El conserje. Él nos ha llamado.
– ¿Dónde se encuentra ahora?
– En su apartamento.
– Muy bien, tráiganlo.
Iban a ir los dos, pero Costa dijo que con uno bastaba y le pidió al otro que lo ayudara a sacar del maletero los trajes aislantes, los guantes de látex y las mascarillas. Había tenido la precaución de traérselo todo de Hamburgo porque sabía que en Ibiza una solicitud de suministros podía tardar hasta dos años. Tenía cuatro trajes para el equipo, uno para el médico y otro para el fotógrafo. El de El Obispo había tenido que encargarlo aparte, porque en el almacén no disponían de tallas para semejante corpulencia.
En Hamburgo, en el escenario del crimen todos vestían como astronautas para no dejar rastros al trabajar. Aquí eso sólo lo habían visto en la tele, y se ganaría por ello bastantes chismorreos y burlas. El equipo, no obstante, contaba con personal adecuado, por algo había realizado la selección con un cuidado especial. «Si movemos el culo por algo, más vale que salga bien; si no, mejor nos vamos de pesca», ése era su lema, y todos habían estado de acuerdo.
Le dijo al agente que dejara los trajes en el pasillo y le ordenó que no entrara nadie que no fuera el conserje o sus compañeros de Ibiza.
El hombre asintió y se quitó las gafas de sol para limpiarlas. Costa se preguntó cómo se podían llevar gafas de sol por la noche. Se puso su traje espacial y entró en el salón. No había ninguna luz encendida, pero tampoco era necesario, ya que el intenso brillo de la luna iluminaba la escena. Vio a la mujer en un canapé azul claro, tumbada y con la falda subida. Una de sus piernas colgaba por el borde del asiento. Estaba echada de espaldas, tenía el brazo izquierdo retorcido hacia arriba y el derecho le colgaba flácido hacia el suelo. La luz plateada de la luna se reflejaba en su semblante pálido, que Costa veía boca abajo, ya que tenía el cuello justo en el borde. Desde ese rostro lo contemplaban dos cuencas negras.
Cierto, era la alemana con la que había hablado ese mismo día. Recordaba claramente su acento colones. Le había parecido bastante exagerada y le había costado horrores conseguir que se disculpara con la madre ibicenca. La alemana, sin embargo, se había limitado a protestar y a decir que no había pasado nada, y sus ojos maternales no habían dejado de mirarlo con tal reproche que él casi se había sentido como un mocoso testarudo.
Esos ojos estaban ahora apagados. Se los habían vaciado. Unos regueros de sangre le recorrían la frente y las sienes. La alfombra estaba embadurnada de un lodo blanco y una masa sanguinolenta y gelatinosa que parecía mucosidad. Delante del sofá había dos largos pinchos de acero afilados en ambos extremos. Costa se agachó. Eran espetones como los que se usan para hacer carne a la parrilla.
Se dio cuenta de que había dejado de respirar; se irguió e inspiró hondo. Sintió el sudor en la espalda y observó esa mucosidad, como la clara de huevo, y las cuencas vacías de los ojos de la muerta. El horror era tan intenso que casi se percibía aún el aliento del asesino en la habitación. Costa miró en derredor. Todas las puertas estaban cerradas, también la del balcón.
Encendió la lámpara de pie para que cayera más luz sobre la víctima.
A pesar del dolor que debía de haber sentido, tenía el rostro relajado.
Costa tocó las manchas de livor que ya empezaban a salirle. Desaparecían fácilmente con la presión, de modo que no había muerto hacía mucho. El cuerpo aún estaba caliente. Tenía la sien izquierda embadurnada de sangre, a lo mejor la ropa del asesino había rozado a su víctima al alejarse. Costa se corrigió: también podía haber sido una asesina. Sabía por experiencia lo importante que era mantener el pensamiento libre de cualquier prejuicio. Generalmente las mujeres mataban con veneno, por eso le costaba imaginar que una mujer hubiese sido capaz de aquello, pero de todos modos se obligó a tenerlo también en cuenta.
El asesino, o la asesina, no había destrozado la ropa de la muerta, pero eso tampoco excluía un crimen sexual. Hacía unos años, Costa le había echado el guante a un asesino en serie que mataba brutalmente a mujeres porque en el momento final de su agonía se excitaba tanto que eyaculaba.
¿Un asesinato ritual, quizás? ¿Hijos de las Tinieblas que habían irrumpido para torturar y sacrificar a una víctima? ¿Podía existir algo así en la isla?
El policía llamó a la puerta para anunciar al conserje. Costa abrió y lo invitó a entrar.
El hombre lanzó una mirada medrosa en dirección a la víctima. Costa lo miró con severidad, estaba claro que el hombre sabía muy bien dónde estaba el cadáver y el espantoso estado en que lo habían dejado. Esperaba con nerviosismo a que el capitán dijera algo.
– ¿Tiene en su casa un termómetro para la fiebre?
El hombre asintió con reserva. Costa le pidió que fuera a buscarlo, con lo que el conserje, aliviado, desapareció.
Consultó el reloj. Todavía no había llegado ninguno de los demás. En sus largos años de trabajo en la policía alemana había aprendido que las primeras cuarenta y ocho horas eran siempre las más cruciales. Si un caso no podía resolverse en ese tiempo, sería bastante complicado. Los casos sencillos de asesinato no representaban ningún problema, casi siempre había logrado solucionarlos. Casos de hijo que mata a madre, o mujer que estrangula a hijo, la víctima muerta sobre el cojín y el asesino sentado en el borde de la cama. Sólo había que recopilar las pruebas y llevárselas a la fiscalía.
Aquello, no obstante, era diferente. Allí tendrían que ser minuciosos y rápidos. Tendrían que seguir el rastro del asesino mientras aún estuviera fresco.
Volvió a consultar el reloj y paseó la mirada por el caro mobiliario del salón. Un gran ramo de rosas secas decoraba un aparador esmaltado en blanco. A su lado, un candelabro semicircular en el que se apoyaba una foto con marco de plata. Costa encendió la luz del techo cuidando de no borrar ninguna huella dactilar y miró la fotografía. Se veía a la víctima con un hombre joven y muy guapo, de treinta y pocos años. ¿Su hijo? Llevaba traje y corbata. Ella tenía el brazo posado sobre su hombro y sostenía una copa de champán en la mano. Seguramente sería una fotografía tomada en alguna celebración familiar. Costa oyó un tenue crepitar, se volvió y vio que el equipo de música estaba encendido.
En el reproductor había un CD. Lo sacó y leyó: Purple Rain. ¿La habría matado el asesino con esa canción? Una vez, en un seminario de reciclaje profesional, Costa había leído un estudio sobre los asesinatos de Charles Manson y sabía que en la actualidad todo era posible. Volvió a colocar el CD sin dejar huellas.
Fue a la cocina para comprobar si el asesino había sacado de allí los espetones metálicos. En uno de los cajones, junto con cucharones de cocina y varillas, encontró otros ocho. El asesino, por tanto, debía de haberse tomado su tiempo para buscar instrumentos criminales que le parecieran adecuados para sus fines.
Entonces regresó el conserje, que le tendió el termómetro con el brazo estirado. El hombre iba a desaparecer otra vez en ese mismo instante, pero Costa le pidió que lo ayudara a volver el cadáver hacia un lado.
En ese momento se presentó la teniente Navarro, completamente equipada con guantes y mascarilla. Costa la reconoció por sus grandes ojos castaños.
La saludó con una cabezada, despachó al conserje con un gesto de la mano y le pidió a ella que le insertara el termómetro al cadáver por el recto mientras él levantaba el cuerpo. Vio que la mujer sabía para qué servía esa medición. En realidad era cosa del forense determinar la hora de la muerte, pero el doctor Torres todavía no había llegado y Costa tampoco esperaba que se presentara enseguida, ya que por teléfono le había dado la impresión de que estaba en una celebración familiar y se había bebido ya una botella de tinto. Sólo lo había visto en otra ocasión con anterioridad: un hombre flaco que caminaba encorvado, con el pelo gris y casi siempre sin afeitar. Era insólitamente alto para la isla y debía de haberse acostumbrado enseguida a caminar inclinado para compensar la diferencia de altura con la media ibicenca. Era un hombre cultivado y, como cualquier profesor recluido en su mundo, a la menor ocasión se perdía recordando todo cuanto había leído. Sin embargo, Costa suponía que siempre leía con una copa de tinto al lado, y que por eso leía tanto.
Elena Navarro insertó el termómetro en el recto de la víctima.
– ¿Cómo has venido? -preguntó Costa mientras sostenía el cuerpo un poco en alto.
– En moto.
– ¿Te he despertado?
– No. Estaba en el garaje, acabando de arreglar la otra moto. -Consultó el termómetro-. Treinta y seis con ocho. El asesino nos lleva poco más de una hora de ventaja.
Costa fue a buscar al conserje y lo encontró ante la puerta del apartamento. Uno de los agentes uniformados lo había retenido. Costa le pidió que volviera a entrar para hacerle unas preguntas y le ofreció asiento en un sillón, pero le dijo que no tocara nada. El hombre se sentó muy cerca del borde. Costa vio que estaba temblando.
– ¿Cómo se llama?
– ¡Balbino!
– ¿Quién es la víctima?
– Es la señora Scholl. Se mudó aquí hace año y medio.
– ¿Cuál era su nombre de pila?
– Ingrid.
Era correcto. Ya lo había comprobado en su permiso de conducir.
– ¿Quién la ha encontrado?
– La oí gritar.
Miró a Costa fijamente, como si todavía oyera el grito.
– Digo que quién la ha encontrado.
– Yo.
– ¿Cómo entró en el apartamento?
– La puerta estaba abierta.
Costa tomó nota.
– ¿La ha tocado?
– No. Enseguida he bajado a mi casa y he llamado a la policía.
– ¿Ha visto usted que la mujer estaba muerta?
El conserje asintió.
– ¿Ha visto que tenía los ojos vacíos?
El hombre se estremeció y volvió a asentir.
– ¿Ha podido verlo todo desde la puerta?
El hombre se mostraba cada vez más inseguro.
– Desde la puerta no.
– ¿De modo que se ha acercado?
El hombre lanzó una mirada de terror al cadáver.
– ¿Cuánto se ha acercado?
Volvió a mirar a la víctima y señaló a la mesa.
– Hasta ahí. Hasta el borde de la mesa. Después… he dado media vuelta.
– ¿Ha podido ver desde ahí los dos pinchos de carne que había en el suelo?
– No. No los he visto.
– ¿Tiene usted una copia de la llave?
– Una llave maestra, pero no la llevaba conmigo.
Llamaron al timbre. Costa se volvió hacia su compañera, que estaba señalizando el escenario del crimen con cartelitos numerados, y le pidió que saliera para asegurarse de que el resto del equipo, que por fin parecía haber llegado, entrara al apartamento con el traje aislante. Después se volvió de nuevo hacia el conserje.
– Ha oído el grito… ¿A qué hora ha sido eso?
– A las diez y cuarto.
– ¿Cómo lo sabe con tanta exactitud?
– Quería ver un partido de fútbol que empezaba a las diez y cuarto en Eurosport.
– ¿Y entonces ha venido corriendo? ¿Se ha encontrado con alguien en la escalera?
– No, pero el ascensor estaba ocupado.
Costa volvió a apuntar un par de cosas.
– ¿Podría decirme quién había dentro del ascensor?
– No. Ni siquiera se me ha ocurrido pensarlo.
Costa anotó su nombre y su número de teléfono.
– ¿Alguna otra cosa que le haya llamado la atención?
– No. -El conserje miró en derredor con impotencia-. No.
Costa se levantó.
– Mañana volveré a llamarlo o iré a buscarlo si tengo alguna pregunta más. Ya puede irse.
No tuvo que decírselo dos veces.
Costa saludó al doctor Torres. Entretanto, también los otros dos miembros del equipo habían llegado. El peninsular al que todos llamaban El Surfista, un joven al que había reclutado por ser especialista en rastros, le pidió al médico que examinara el cadáver de la cabeza a los pies y registrara todo el apartamento en busca de huellas dactilares.
Fuera, delante de la puerta, el conserje cuchicheaba con el agente más bajito y Costa le preguntó quién vivía en el apartamento de enfrente.
– La señora Franziska Haitinger.
– ¿Está en casa?
El conserje se encogió de hombros.
– Es amiga de la víctima.
Costa ya había llamado al timbre, pero no abría nadie. Llamó con más ganas. Como no pasaba nada, aporreó la puerta con fuerza y luego se volvió hacia el conserje.
– ¿Podría ir a buscar su llave maestra?
– La llevo encima.
El conserje se sacó a toda prisa un manojo de llaves del bolsillo y Costa le indicó que abriera la puerta. Lo cierto es que no tenía orden de registro, pero existía la posibilidad de que el asesino o la asesina hubiese estado también en ese apartamento, o incluso que todavía se encontrara allí.
El conserje le sostuvo la puerta abierta y Costa entró. En el piso había una luz encendida. La puerta que daba al salón estaba abierta. El capitán llamó a Franziska Haitinger y permaneció un momento quieto, escuchando. Oyó una respiración ronca y siguió avanzando con cautela. Los estertores eran cada vez más claros. Miró rápidamente hacia el sofá y el sillón, pero allí no había nadie. Con cuidado, dio otro paso en el interior de la sala. Entonces la vio.
Estaba agazapada en un rincón y lo miraba aterrorizada. Para no asustarla, Costa se le acercó despacio y murmuró su nombre con intención de tranquilizarla. Cuando ya estaba junto a ella y bajó la mirada, vio que tenía sangre en las manos y en la cara. «El asesino también la ha atacado», le cruzó por la cabeza.
– ¿Es usted la señora Haitinger? -preguntó en voz baja.
La mujer seguía mirándolo fijamente con ojos desorbitados y sin decir nada. «Está herida, o en estado de shock -pensó-. Será mejor que vaya a buscar a Torres.»
El forense ya había examinado el cadáver y estaba a punto de cederle el turno al fotógrafo.
– En el apartamento de enfrente hay una mujer completamente aturdida -dijo Costa-. Por favor, ocúpate de ella. Es importante que consigamos como sea una muestra de la sangre que tiene en las manos y en la cara.
– Pues ve a buscar a tu rastreador.
Costa asintió e informó a El Surfista. Al regresar con él al apartamento de Franziska Haitinger, el doctor Torres ya le había echado un vistazo.
Cuando El Surfista hubo hecho su trabajo, el médico le inyectó un tranquilizante, la ayudó a ponerse de pie y la llevó a un sillón.
– ¿Puedo hablar con ella? -preguntó Costa.
El forense se encogió de hombros.
– ¿Qué tiene?
– Taquicardia. Seguramente un ataque de pánico.
Costa le hizo varias preguntas, pero ella seguía muda. El horror de su rostro empezó a disiparse poco a poco. La mujer se reclinó en el sillón y puso las manos en el regazo sin darse cuenta de que enseñaba todos y cada uno de sus dedos ensangrentados. «A lo mejor no sabe que los tiene llenos de sangre», pensó el capitán. En cierto modo le parecía absurdo, pero no podía excluirla como posible asesina.
Franziska Haitinger era una mujer estupenda, seguramente no mucho mayor que Karin. Parecía estar fuerte y en muy buena forma física. Costa no lograba explicarse su comportamiento. De repente se sintió cansado, exhausto. Consultó el reloj, pasaban ya de las dos de la madrugada. ¿Qué podía hacer con esa mujer mientras estuviera en estado de shock? Tenía ganas de irse a la cama y tumbarse, nada más que estirarse y relajarse, pero no podía dejar solos a sus compañeros.
Se reunieron en el apartamento de Ingrid Scholl y El Obispo les sirvió a todos un café de su termo. Alzó una taza con indolencia, se volvió con su enorme barriga hacia el corro y, sonriendo, anunció que ese fin de semana iba a organizar una barbacoa en casa de sus suegros, que tenía una salsa especialmente picante creada por él y que al que le apeteciera, estaba más que invitado.
Costa iría. Rafel el Bisbe era un buen teniente y conocía bien a todos los isleños. Hasta al último pordiosero, ratero y contrabandista, pero también a todos los políticos.
– Amén, ha hablado El Obispo -dijo riendo El Surfista, y se bebió su café de un solo trago.
El capitán le preguntó al doctor Torres qué había averiguado sobre la víctima.
El forense explicó que, según parecía, la mujer primero había sido estrangulada, pero que la habían matado ensartándole los ojos. Había que examinar los espetones a fondo, pero los restos de fluidos que tenían pegados hacían suponer que se los habían clavado hasta la pared posterior del cráneo.
– Después el asesino los ha sacado y los ha dejado tirados junto al cadáver. Me extraña que haya utilizado dos pinchos.
Añadió que la temperatura del cuerpo, 36,8 grados, indicaba que todavía no se había producido remisión del calor corporal. La muerte había tenido lugar entre las 21.35 y las 22.00 horas.
– No he encontrado en el cadáver ninguna señal que haga pensar en una pelea ni en abusos sexuales.
– Bien -dijo Costa-, entonces que metan el cuerpo en una bolsa de lona cuando acabe esta reunión y que se lo lleven para hacerle la autopsia. -Señaló el equipo de música-. Hay un CD en el reproductor. ¿Alguien le ha echado un vistazo?
El Surfista contestó enseguida.
– Sí, Purple Rain. Es una remezcla de club, ilegal, grabada en directo cuando Prince estuvo aquí en la isla. Menudo conciertazo.
A Costa le llamó la atención.
– ¿Ilegal? ¿Las señoras mayores tienen esas cosas?
– Depende de la dama. A veces salen más que los jóvenes. Aunque esta de aquí no parece que saliera mucho. Por lo demás, todo lo que tiene son óperas y tangos.
– ¿De qué trata la canción?
El Surfista se pasó una mano por el pelo a toda velocidad.
– El tío canta que sólo quiere ver a la chica bajo la lluvia roja. Que se la lleva hacia la lluvia roja.
– ¿Pero purple no es púrpura? ¿O sea, de un tono rojo sangre? -preguntó Elena.
– Exacto. Quiero verte bajo la lluvia rojo sangre. -Le sonrió-: Baby, love me or die!
Costa le pidió el CD y preguntó qué más tenían.
Todos sacudieron la cabeza. Elena Navarro dijo que en el armario del dormitorio había una caja fuerte. Costa preguntó si también habían buscado huellas dactilares allí. La teniente lo corroboró. Después, El Obispo la había abierto. Contenía doce mil marcos, joyas y una carpeta clasificador con documentación, casi toda sobre la compra del apartamento en propiedad. Elena lo había recogido todo, había dejado un recibo en la caja fuerte y la había vuelto a cerrar.
Costa le preguntó a El Surfista si el cadáver había sido examinado minuciosamente con material adherente en busca de posibles fibras de la vestimenta del asesino. El joven asintió.
– Bien -dijo Costa-, entonces ya hemos terminado aquí. -Se volvió hacia el forense-. ¿Qué hacemos con la vecina?
Torres dijo que la había dejado echada en la cama y le había administrado otra inyección de Valium, y que aconsejaba dejarla dormir.
Cuando Costa salió del edificio, empezaba a llover. Miró el cielo. El firmamento estaba negro, pero el mármol blanco que tenía ante sí se manchaba de un rojo sangre. Entornó los ojos y estiró una mano bajo la lluvia. ¡Roja! No cabía duda. Había llegado la lluvia roja.
Oyó rugir una moto. Elena Navarro Álvarez. Se preocupó; con la lluvia, las carreteras estarían resbaladizas. Cada año morían así como mínimo veinte personas, aunque era cierto que la mayoría no iba del todo sobria.
Cuando se sentó al volante, se encontró mal. No tendría que haberse tomado ese café tan cargado de El Obispo. Lo había acelerado innecesariamente y ante sus ojos no hacían más que aparecer imágenes inquietantes de aquellas dos mujeres. Así no podía irse a dormir.
Decidió dirigirse a tomar una absenta a Sa Calima, se sacó el CD del bolsillo de la camisa y lo puso en el reproductor. «Purple rain», cantó la voz masculina acompañada de ritmos tecno. «Quiero verte en la lluvia rojo sangre.» ¿Era esa lluvia una metáfora de la sangre de ella? Al final de la canción, el piano imitaba gotas de lluvia y sonaba con unos disonantes acordes menores. «Un extraño final melancólico para una canción pop», pensó Costa. Dolor y decadencia. ¿Tendría ante sí a alguna clase de psicópata asesino? Y en ese caso… ¿cómo habría podido saber que poco después del crimen caería la lluvia roja?
Costa volvió a sacar el CD y lo guardó.
La lluvia golpeaba con fuerza el parabrisas. Apenas se veía nada, así que tenía que conducir con cuidado.
Al llegar al puerto, dejó el coche y corrió por Carlos III. Cuando llegó a Sa Calima estaba calado hasta los huesos.
Se apoyó en la barra y le pidió a Pep que pusiera Buena Vista Social Club. Las tonadas melancólicas de los viejos músicos de Cuba lo tranquilizaban. Su tío, al que llamaban El Cubano, le había regalado el disco unas vacaciones, antes aun de que Wim Wenders rodara su película sobre el grupo.
En el espejo que había detrás de la barra, Costa vio que la lluvia le había caído encima como un caldo rojo. Todo el mundo tendría que encalar de nuevo sus blancas casitas.
Pidió otro vaso de absenta. Pero ¿qué había esperado cuando decidió dejar su trabajo y regresar a la isla? ¿Proximidad y calidez humana? ¿Un clima que lo saludara a uno todos los días con los rayos del sol? ¿Poco trabajo y muchas horas de amor? Volvió a limpiarse la lluvia del pelo con rabia y se sacudió el agua de la ropa. Había soñado hacer excursiones con Karin, explicarle historias sobre la isla y sus gentes. Había imaginado que ella, como contrapartida, lo iniciaría en sus buenos hábitos alimenticios y sus ejercicios de relajación. De repente se dio cuenta de que era como un disco rayado.
Cuando Pep lo miró como si le preguntara si quería que volviera a llenarle el vaso, él levantó el pulgar.
A lo mejor también podría haber aprendido de Karin a leer novelas por la noche en la cama, en lugar de agotarse a base de cerveza, de absenta, para el caso.
¡A la mierda! A ella ya la había perdido, pero allí también estaba su familia. No la familia en la que él era el padre, sino en la que era el hijo. ¿Representaba para él la calidez humana la familia de su padre, que le llamaba El Alemán? Desde su regreso, había visitado a casi todos sus tíos y tías, bisabuela, sobrinos y primos, pero no por eso los sentía más cercanos. ¿Era cosa de él? Sabía que no les gustaban los policías. Algunos de ellos habían perdido incluso a sus maridos y padres en la resistencia contra los fascistas. Franco había tomado medidas cruentas y había ocupado la isla mediante su Guardia Civil. Ese cuerpo paramilitar con amplias competencias policiales estaba en la actualidad bajo las órdenes del rey. Una policía militar en la que no se necesitaban estudios, sólo convicciones. ¡Directamente de la guardería a la Guardia Civil! Sobre sus cuarteles seguía leyéndose en grandes letras el «Todo por la Patria», pero la patria no era esa isla de legado moro y costumbres paganas, la isla gobernada por la diosa Tanit, el único lugar del Mediterráneo en el que nunca habían vivido animales venenosos. La patria era la Castilla católica apostólica. Sin embargo, los castellanos no hablaban catalán, como los ibicencos. Hablaban el español de los soberanos, el mismo que conocían los turistas y que se hablaba también en Sudamérica. El español de los policías, entre quienes también él se contaba. Tenía que admitir que ninguno de sus familiares había hecho comentario alguno en su presencia, ni siquiera su tío abuelo El Bruto, el aguador, al que más de una vez habían pegado una paliza en los sótanos de la Guardia Civil. No, nadie. No eran como su madre alemana, que lo había reprendido a voz en grito cuando, terminada su formación en el ejército alemán, le había anunciado que pensaba ingresar en la Brigada de Investigación Criminal. Todavía alguna vez, cuando iba a visitarla a su pequeño hostal de Santa Inés, su madre le preguntaba si ya había descubierto por qué había acabado castigándose con una profesión tan espantosa. Vació otro vaso de absenta, siempre sentía un profundo malestar cuando se acercaba a ese punto: ¿por qué hacía lo que hacía? También Karin se metía con él por ser policía, siempre le decía que no estaba del todo bien de la cabeza. Aunque él, en realidad, no sabía qué quería decir. ¿También eso tendría que descubrirlo? ¿Cómo se descubre qué es lo que le pasa a la cabeza de uno? ¿Y por qué?
El bar se había quedado vacío, Pep les había pedido un taxi a los últimos clientes para que no se mojaran en los cien metros que tenían que recorrer hasta el hotel.
– Ponme otro… Y la cuenta.
Podía llamarla en ese mismo momento y preguntarle: «Oye, ¿por qué no estoy bien de la cabeza? ¿Qué tengo de raro?». O mejor, iría a hacerle una visita. Esa perspectiva le pareció divertida.
Sonriendo, sacó un billete de la cartera y Pep le sirvió otra absenta como despedida.
De pronto, aunque la música ya no sonaba, volvió a oír esa nota aguda en ambos oídos. Sintió miedo. El médico había dicho que mejor nada de alcohol y le había descrito las peores formas de acúfenos. Horrible. Algunas personas oían constantemente un tren que les atronaba en la cabeza.
Intentó no pensar en ello, pero en ese momento sintió prisa y quiso llegar lo antes posible a la cama.
Se enderezó y volvió la cara hacia la lluvia, que tras la absenta ya no era fría y húmeda, sino fresca y hormigueante.