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«¡Que desaparezca de una vez esa repugnante telilla amarillenta!» A Ingrid se le aceleró el corazón. Tenía los ojos inyectados en sangre, el pulso le palpitaba en los oídos. Sintió un roce.
– ¡Eso no lo he soñado! -gritó-. ¡Alguien me ha tocado! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!
Se incorporó y logró bajar las piernas del sofá. Se puso de pie, pero se tambaleaba.
Sintió un mareo, tuvo que apoyarse y tocó entonces una sustancia blanda. Tenía algo en los brazos y en las manos. Se sostuvo con fuerza. «¿A qué huele?» Le dio la sensación de que reconocía ese olor, pero un fuerte golpe hizo que se desplomara de nuevo en el sofá. Unas manos la agarraron del cuello. Apretaron. Ingrid luchó contra ellas. Sus músculos perdieron fuerza y se dejó caer hacia atrás. La presión de la garganta aflojó un momento. Ingrid volvió en sí y quiso resistirse, pero enseguida quedó tumbada, inmóvil. Le costaba trabajo respirar. Se obligó a abrir los ojos, tenía que ver qué estaba pasando.
Una sombra se movía por encima de ella. Comprendió que estaba sufriendo un ataque cardíaco, un ataque de pánico. En ese momento pareció remitir, pero de nuevo volvieron a estrangularla. Jamás se había enfrentado a algo tan espantoso como esa brumosa figura amarillenta. Se le hinchó todo el rostro, abrió la boca para intentar tomar aire desesperadamente y se le salió la lengua fuera. Tenía los ojos desorbitados.
«Estoy internada en un sanatorio.» Desde su juventud, esa frase había sido en su conciencia como el cerco que deja un charco al secarse. Tarde o temprano, siempre acababa por reaparecer. Ingrid no comprendía por qué. No quería reconocer que era la metáfora de su vida; la metáfora de toda su generación, en realidad. Describía esa sensación de verse recluido en un perfecto y meditado orden de comodidad. Una sensación de opresión. De estar aprisionado en algo que no era deplorable, pero que, no obstante, nadie encontraba natural.
Sus primeros años de vida habían coincidido con la época de la última guerra mundial; «conflagración mundial», habría preferido llamarla ella. Con siete y ocho años, había pasado noches que le parecían interminables temblando en los bunkeres antiaéreos de Colonia. Igual que los vuelos rasantes, sus miedos aparecían sobrecogedora y súbitamente, y la impulsaban a realizar cosas inexplicables. Una vez hicieron que se levantara de un salto entre toda la gente que permanecía acuclillada, murmurando sus tenues oraciones, y meara de pie delante de ellos. En un inesperado silencio bélico, el chorro se oyó caer como si no tuviera fin. Una sombra se levantó de entre los agazapados, junto a ella, y le dio un bofetón. De pequeña siempre le pegaban y la atormentaban. Pero así eran aquellos tiempos. Ni ella ni nadie quiso volver a saber nada después.
Sin embargo, esas traumáticas emociones siguieron viviendo en su interior como fantasmas en el alcantarillado de una hermosa ciudad. Y hermosa era lo que Ingrid Scholl deseaba ser.
Cada vez más hermosa; ésa habría sido su intención de no haber encontrado su vida un repentino final con ese espantoso suceso. No habría abandonado su lucha a ningún precio. La decisión de no rendirse le parecía acertada desde antes de dejar atrás la pubertad, así que, mientras la asesinaban brutalmente, siguió luchando hasta su última convulsión nerviosa.
Era la última semana de la temporada. Por colinas y valles resonaba la llamada del disc-jockey: «Nos veremos esta noche, tonight we are all together». Pero ella se alegraba de que el bullicio fuera a terminar pronto. Los yates de lujo zarparían de nuevo, los restaurantes y los hoteles cerrarían, las estanterías de los supermercados volverían a estar llenas y las calles, transitables. El sol y el azul del cielo contenían ya algo de la clemencia del otoño. Ya no había que huir del sol, aunque seguía siendo aconsejable que ese día se sentaran a comer bajo una de las sombrillas del Mesón Sidrería, allí abajo, en el puerto deportivo. Mientras esperaba a Erika y a Franziska contempló las gaviotas que sobrevolaban los veleros. La noche anterior, Franziska había hecho una fondue de queso en su casa y habían vuelto a pasar una de sus típicas veladas. A Franzi al menos se le daba bien la cocina. Pero ¿no era ella demasiado rica para compartir una fondue de queso con Erika y Franzi? Sus dos amigas llegaron juntas y pidieron vino blanco. Ingrid no probó, porque quería que le echaran las runas y esos días tenía prohibido el alcohol. A lo mejor por eso se sentía tan rara.
El caso es que no se encontraba bien. Últimamente tenía muy a menudo esa sensación, como cuando su mirada se había detenido sobre la foto de Günter mientras se pintaba las uñas. Estaba pensando en encargar, además de las orquídeas, otra caja de bombones de la pastelería Es Moll d'Or, y mientras tanto miraba la fotografía. De repente el cristal se había resquebrajado y había saltado hecho añicos.
– Seguro que no había podido soportar la melancolía de tu mirada se burló Erika, y Franziska se echó a reír.
A lo mejor sí era la inquietud de saber que Martina iría a verla esa tarde a las siete y media para echarle las runas. Unas runas que se lo dirían todo sobre Günter. En cualquier caso, sería mejor que pasara antes por la consulta de la doctora Sperl. Llamó desde el móvil y le dieron hora para las cuatro y media.
Erika les explicó cómo había ido su peeling en el centro de belleza. Martina la había animado tanto a que fuera a visitar a su hijo a Mallorca esa tarde, que al final se lo había prometido.
– Martina es un auténtico cielo -dijo Erika-. Un verdadero ángel.
Ingrid asintió, aunque era de la opinión de que Martina cualquier día reventaría de tanta adulación. Incluso creía que debería ir a que se lo viera un médico, igual que ese síndrome de auxiliadora que tenía.
– ¿Por qué te ha insistido tanto? -preguntó Franziska.
– Dice que un hijo siempre merece el amor de su madre. Por mucho que se haya casado con una pánfila. Bueno, lo de pánfila no lo ha dicho ella.
– Pero si ya estáis reconciliados, creo yo -dijo Ingrid-. Y, además, esta tarde querías venir a ver cómo me echaba las runas.
– Es que ahora ya se lo he prometido -repuso Erika-. Las preocupaciones, el odio y la hostilidad afean. Lo hago todo por la belleza.
Ingrid se despidió de las dos para tener tiempo de ir a casa a echarse un rato.
Cuando se puso en camino hacia la consulta, poco antes de las cuatro, vio que los coches de Erika y Franziska ya estaban en el garaje subterráneo. Sabía que después de la abundante comida y la botella de vino estarían bastante cansadas y dormirían la siesta hasta las cinco. Subió a su todoterreno. No le importaba conducir, y de todas formas no habría tenido tiempo de ir a pie desde Vista Mar hasta el centro. Aparcó el coche delante del supermercado que quedaba enfrente de la consulta. La doctora Sperl la visitó, pero no le encontró nada, así que le preguntó si se tomaba con regularidad las pastillas para el corazón. Le aconsejó que fuera cuidadosa con el café y el alcohol. A Ingrid eso le molestó, porque ya le había explicado tres o cuatro veces a esa Sperl que nunca tomaba café.
En la consulta, la temperatura era fresca y agradable, se estaba muy a gusto, por lo que Ingrid se sintió lo bastante fuerte para acercarse un momento al supermercado y comprar algo deprisa.
En cuanto vio a un niño español gritando en su cochecito recordó lo abominable que le parecía aquel establecimiento, pero ya era demasiado tarde. Como mínimo tenía que comprar Apollinaris para Martina, que los días que echaba las runas sólo bebía agua. También cogió zumo de naranja Don Simón y, al pensar en las noches siguientes, recordó que se le había acabado el vino. Se decidió por dos botellas de Marqués de Riscal reserva de 1997 y una de sauvignon blanco del Penedés. Algunas de las estanterías estaban medio vacías, pero aún encontró un último par.
– Esto, en Alemania, sería inimaginable -murmuró cuando llegó con el carro a la caja.
Después de haberlo metido todo en el maletero, tuvo que regresar otra vez para devolver el carrito y recuperar las cien pesetas retornables. Pensó entonces en aquella nueva modalidad de ladrones que aprovechaba oportunidades como ésa. Sabían que muchos conductores no se molestaban en cerrar el coche con llave en lo que tardaban en ir a devolver el carro al supermercado. A sus dos amigas ya les había sucedido. Así habían perdido toda la compra. Al abrir el maletero en casa, se lo habían encontrado vacío. ¡Menuda impresión! Habían echado pestes -que este mundo nuestro se acercaba cada vez más a su destrucción y cosas así- e Ingrid había tenido que darles la razón. Sólo con salir a hacer la compra un día cualquiera, una se encontraba con personas de todos los confines de la tierra, y todos ellos podían resultar ser secuestradores, criminales o asesinos, así que ya podía alegrarse de volver a casa sana y salva. Pronto Günter se encargaría de hacer todo eso por ella.
Como todavía quería ir a la farmacia de San Jaime, dejó el coche allí mismo. Quedaba a sólo unos pasos, pero desde donde estaba no podía cruzar la calle. El tráfico formaba una larga fila que obstruía la avenida como un monstruo estertoroso.
En la farmacia tenían las pastillas que le recetaban para el corazón, pero algo parecía retener a la dependienta. La joven abrió todos los cajones, discutió algo con su jefe, comparó cajas. Mientras Ingrid la observaba, sintió una rigidez en la columna vertebral. Se volvió, pero detrás de ella no había nadie. Debía de ser que la inseguridad de la dependienta la había puesto nerviosa también a ella. Por fin se resolvió el problema. Ingrid Scholl pagó, se guardó la receta en el monedero y salió a la calle.
Como le apetecía hacerse un regalito, se acercó hasta la perfumería Clapés. Le encantaba detenerse ante las estanterías y contemplar todos esos bonitos frascos. Dior, Chanel, Yves Saint Laurent, Calvin Klein, Cacharel, Lagerfeld, Jil Sander, Joop, Rochas, Issey Miyake. Le fascinaban. Se decidió por el nuevo perfume de Paloma Picasso. Nunca había tenido uno así, no le pegaba nada. Precisamente por eso podía ser un regalo de Günter. «Así, las demás volverán a tener un motivo para criticarlo», pensó con una sonrisa.
En la floristería El Ramo de Flores, en la plaza Macabich, compró dos orquídeas con maceta. Una de color violeta y la otra blanca. Le pidió entonces a la dependienta que escribiera en la tarjeta de corazones rojos que ella misma había escogido. La florista olvidó ponerle diéresis a la u de Günter. Ingrid le cogió el bolígrafo y añadió ella misma los puntitos.
Volvió por el paseo Marítimo hasta su coche, que estaba aparcado en Juan Tur. El mar se veía tranquilo, se detuvo un momento a contemplarlo. De niña había viajado muchas veces con sus padres a España, y también al Báltico, y siempre percibía el olor a mar antes de llegar. Sin embargo, esta vez no olía nada. ¿Se le estarían muriendo poco a poco los sentidos? El agua no era más que una superficie de un azul intenso, una lámina enorme, mientras que para ella antes había significado aventura y movimiento, seducción y sobresalto. ¿O es que se había vuelto aséptico, igual que todo en los tiempos que corrían?
¡Günter! Caminaría con él por allí, por el paseo Marítimo, por ese mismo lugar. Gracias al amor de ella, él tendría ocasión de empezar de nuevo. Cuando llegara, dentro de dos meses, podría ganarse su amor y tendría cuanto necesitase. Ella lo había pretendido una y otra vez, con paciencia y con una ternura inagotable, pero se había sentido humillada y lo había castigado. No le daban miedo los hombres. No como a Franziska, que dependía completamente de su marido. Todo miedo es ante todo de índole económica, así lo había aprendido ella. En lo físico esperamos hasta sentir dolor, pero económicamente empezamos a temer cuando aún no se vislumbra el perjuicio. Se casaría con Günter, sí, pero no lo seduciría con su testamento. No, su hermosa e ingente fortuna se la había prometido a su cirujano mágico. ¡Así lo tendría siempre a su merced! Lo obligaría a poner una y otra vez su grandioso y caro talento al servicio de su belleza. Le exigiría que la mantuviera siempre joven y hermosa. No quería limitarse a soñar ese maravilloso sueño de la humanidad, ¡quería vivirlo! ¡Una mujer de sesenta y cinco años a la que no se le nota la edad! ¡Cómo brillan esos ojos de bellas formas! ¡Una sonrisa seductora asoma en su boca sensual! ¡El rostro armonioso, la piel lisa y tersa! La eterna juventud la envolvería como un halo majestuoso que todo lo hechizaría.
Cuanto más aprisionado sentía su espíritu tras esos muros, más importante le resultaba contar con una fachada cuyas perfectas resistencia e impermeabilidad la ayudaran a conservar dentro toda ilusión y a cerrar la puerta a toda súplica. Podía vivir con ello, aunque en el día a día conllevara a veces pequeños inconvenientes.
Tuvo que esperar un rato, pero finalmente dio gas con rabia para incorporarse a la circulación de San Jaime. Al hacerlo, a punto estuvo de llevarse por delante un cochecito de niño de una ibicenca. La madre dio un grito de espanto y detuvo todo el tráfico.
«Está claro que hoy no es mi día», pensó Ingrid. Nunca se le había ocurrido que una gran cantidad de días de su vida se parecían muchísimo y que ninguno era el suyo, pero cada mañana volvía a imbuirse de la esperanza de salir del bunker antiaéreo de sus miedos con un bonito vestido de domingo, pasear al sol y no tener que regresar jamás a la oscuridad.
No se había fijado en que el segundo coche que venía por detrás era de la Policía Local. El agente se acercó y dio unos golpecitos en el cristal. Ingrid bajó la ventanilla. Como no entendía ni una palabra, respondió en alemán diciendo que no había pasado nada. El policía hizo un gesto para llamar a un compañero de paisano que le preguntó en un alemán muy correcto por qué se había incorporado a la circulación de una forma tan temeraria. Fue muy educado y la llamó «señora». Tenía una voz oscura, cálida, y unos ojos castaños e inteligentes junto a los que aparecían unas arruguitas cuando sonreía. Llevaba el pelo corto, algo desgreñado y alborotado. Le gustó, y eso la tranquilizó.
Al final bajó del coche y se disculpó con la ibicenca mientras el policía de paisano lo traducía todo. Le dio diez mil pesetas por las molestias, pero él le entregó el billete a la madre.
El agente le dijo entonces que se había librado de una multa por muy poco y le pidió que pensara un poco en los demás.
El tráfico se había descongestionado por delante gracias al incidente. Ingrid se alegró y, más tranquila, se dijo que había merecido la pena. Incluso siguió el consejo del policía y pensó en los demás. Pensó en él y en la vida miserable y fea que debía de llevar un defensor del orden público. Volvió entonces a ver su propia riqueza, su belleza y su salud bajo una luz resplandeciente que le hizo olvidar toda la angustia.
Al entrar en su apartamento olía bien, porque había colgado nuevas bolsitas de rosa en los armarios. Guardó lo que había comprado en la nevera y en la despensa, y después fue a buscar el tiesto de porcelana turca que había comprado durante unas vacaciones en Estambul. Sacó los guantes de goma y llevó las orquídeas al baño, donde les quitó la maceta de plástico para trasplantarlas. Las flores estaban algo inclinadas porque se habían apoyado contra el asiento de atrás. Se quitó los guantes, los dejó tirados en el borde de la bañera y llevó el tiesto a la cocina.
Buscó dos largos espetones de los que había comprado para la fiesta barbacoa de las últimas Navidades y los clavó en la tierra a modo de rodrigones. Llevó las orquídeas a la sala de estar y las dejó junto a la otomana que había mandado tapizar de nuevo hacía un tiempo. Estaba agotada. Ir de compras la dejaba exhausta, pero nunca lo notaba hasta que volvía a casa.
Cuando se hubo recuperado, miró el reloj y se alegró de que Martina estuviese a punto de llegar. Por fin sabría algo de Günter. Sí, le había enviado ese tiesto de flores desde Suecia. Hasta entonces siempre habían sido ramos. Rosas, la última vez. Pronto estarían secas, pero ella aún las tenía puestas en el jarrón. Su mirada recayó en las orquídeas. Recolocó la tarjetita con la declaración de amor de Günter entre las flores y preparó agua y dos vasos. Faltaba poco para las siete y media, Martina enseguida estaría allí.
Salió al balcón. El mar se extendía con un azul lechoso bajo un horizonte de color naranja. Más arriba, el cielo se volvía verde claro y celeste en la bóveda, aunque no tan brillante como durante el día. Todavía no había oscurecido del todo, pero ella creyó sentir ya las tinieblas penetrantes en el cuerpo.
Al oír la llamada secreta en el timbre, presionó el botón que abría la puerta de la verja. Como su amiga Erika Brendel se había ido a Mallorca y con Franzi no había quedado hasta más tarde, sólo podía ser Martina. Se decidió a salir a su encuentro y esperarla en el garaje.
Martina bajó del coche, se acercó a Ingrid y le dio un abrazo. Sus ojos azules brillaban. La chica llevaba el pelo a lo garçon, y su rubio trigo relucía bajo el fluorescente del garaje subterráneo. Ingrid le dio la mano y caminaron hasta la salida como dos hermanas. «Casi no se nota la diferencia -pensó Ingrid-, sesenta y cinco y veintiséis.»
En la puerta del ascensor, Martina se dio cuenta de que se había dejado el móvil en el coche. Le dio a Ingrid su maletín y le pidió que subiera y lo fuera preparando todo, porque ella tendría que marcharse con el tiempo justo.
Cuando Ingrid llegó arriba, oyó una música que no conocía. Había dejado la puerta abierta, pero lo cierto es que toda la residencia estaba vigilada. Se quedó completamente perpleja… ¡Música en su equipo! Sólo podía ser Franziska; se habría acercado un momento desde la puerta de enfrente. La llamó por su nombre, pero no obtuvo respuesta.
Apagó el equipo, fue hacia el dormitorio y abrió la puerta. Nada. Fue a ver a la otra habitación, la que utilizaba como ropero y sala de plancha. Tampoco. La cocina también estaba desierta, desde luego, pero le escamó ver el zumo de naranja sobre la mesa. ¡Ella lo había recogido todo! ¿Cómo es que sólo esa bolsa seguía ahí? Volvió a meterla en la nevera. Al cerrar otra vez la puerta oyó un crujido. Tenía que haber sido dentro del apartamento. Sintió los latidos de su corazón, le costaba respirar. Estaba paralizada y la sensación de que podía haber alguien en su casa no hacía más que crecer. Sudando de miedo, aguzó el oído: percibía algo así como una respiración lenta, arrastrada. Aunque tal vez fuese el susurro de su propia sangre.
Se obligó a salir al balcón de la cocina y esperar a Martina allí. De pronto volvió a oír el crujido en el interior del piso. El suelo era de baldosas, pensó entonces, en él no se oían los pasos. ¿No distinguía ya los ruidos? Varias imágenes acudieron en respuesta. No imágenes salidas de sus sueños, como de niña, sino imágenes de la televisión. Un hombre con un hacha levantada tras la puerta.
Despacio y con la respiración contenida, se acercó a la entrada y casi cayó inconsciente al oír el timbre. Después se enfadó por haberse llevado tal susto, porque era la llamada secreta que sólo Erika, Franzi y Martina conocían. Aun así, miró por la mirilla. Fuera estaba Martina. Abrió la puerta.
– Ya estoy aquí -dijo la chica con alegría-. Me han llamado. Por eso he tardado más.
Dejó el móvil en la mesa, junto a la baraja de cartas rúnicas.
Ingrid sirvió agua mineral, se sentó frente a ella, puso las manos sobre la mesa y se miró las uñas con nerviosismo. Hizo un esfuerzo y le explicó lo de la música.
Martina volvió a poner el CD y lo escuchó un momento.
– Es de Prince -dijo-. Eso es que te lo ha regalado alguien. Sólo ha podido ser alguien del edificio. ¿Quién crees que habrá sido?
Ingrid seguía intranquila.
– ¿Franzi?
– Qué detalle -dijo Martina, rodeó la mesa y quiso abrazar a Ingrid, pero ella la rechazó y le recordó que tenía el tiempo justo.
– Günter vendrá y nos casaremos. Quiero que me digas algo de eso -advirtió con severidad.
– Pues vamos a empezar. Ahora veremos qué te comunican las runas.
Cuando empezó a echar las cartas, le sonó el móvil. La joven lo alcanzó enseguida y escuchó mientras le hablaban. A Ingrid, que la miraba, le pareció que se le demudaba el rostro, que palidecía y se estremecía un poco mientras su mirada permanecía fija en un punto lejano. Cuando dejó el teléfono, se disculpó por haber olvidado apagarlo.
– ¿Malas noticias? -preguntó Ingrid.
Martina dijo que no con la cabeza, que sólo le habían explicado cómo llegar a casa de una clienta.
– Voy un momento al baño antes de empezar.
Cuando regresó, sacó una botellita del bolsillo de su chaqueta.
– Esta vez te he traído té ayurvédico de jengibre, te sentará bien. -Sirvió un poco-. El jengibre sabe fuerte, pero es muy sano. -Volvió a echar las cartas y añadió-: También por si las runas nos dan malas noticias.
Ingrid vio cómo movía las manos. Martina tenía unos dedos bonitos y esbeltos que esbozaban ondas sobre las cartas. No llevaba joyas, ni las uñas pintadas. A Ingrid, por el contrario, le encantaban las uñas rojas, llevaba varios anillos y pulseras de oro en las muñecas.
– Creo que quieres saber cuáles son los sentimientos de Günter por ti -dijo Martina en voz baja-. Si todavía te quiere y cómo será vuestra relación cuando esté aquí.
– ¡Quiero ser feliz con él! -exclamó Ingrid, y de pronto tuvo un ataque de tos.
La chica le susurró las preguntas a las cartas. «¿Será armoniosa la relación? ¿Puede haber problemas? En ese caso, ¿cuáles? ¿Tendrán problemas a causa de la forma de pensar de él, o por su carácter?»
Martina tardó un buen rato, pero al fin apareció la carta que contenía la respuesta a sus preguntas.
– La runa f, Fehu, representa la felicidad y la riqueza. Te ama y se alegra de volver a verte. Ha esperado mucho tiempo, así que está impaciente. -Siguió indagando-. En esa impaciencia puede que haya un poco de inseguridad a causa de… -Se interrumpió y miró a su clienta, como tanteándola.
A Ingrid le brillaban los ojos. Inspiró con ansia, se le aceleró la respiración. Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios.
– ¿A causa de qué? -preguntó.
Martina parecía indecisa.
– De la gran diferencia de edad -dijo a un volumen apenas audible.
– Tiene treinta y uno -balbuceó Ingrid-. ¡Tú misma has dicho que con la operación, tus cuidados y todo lo demás no parece que tenga más de cuarenta y cinco! Estoy igual que muchas cuarentonas.
– Hay leyes de la vida que no se pueden romper -dijo Martina, sin ninguna inflexión en la voz.
– ¿Qué ves en las runas? ¿Qué ves? -La voz de Ingrid sonó dura.
La mano de Martina se cernió sobre una carta.
– La runa t, ruega a Thyr, dios de la guerra, victoria en la batalla. Pero ¿victoria ante quién? -Echó una tercera carta-. Vaya, aquí…
– ¿Qué hay ahí? -Ingrid la miró esperanzada.
– Significa… muerte -dijo Martina, como una niña que pronuncia una palabra cuyo significado no entiende.
Ingrid esperó una matización, una corrección. Se pellizcó y se rascó los dedos. Después se llevó una mano al corazón y se desabrochó los primeros botones de la blusa. Con sus maneras delicadas, Martina le preguntó qué esperaba exactamente de Günter.
A Ingrid le costaba trabajo respirar, se puso de pie y se tambaleó. Martina se levantó y le llevó el vaso de agua a la boca. Ingrid bebió y señaló a la otomana. La joven la ayudó a sentarse, la descalzó y le puso las piernas en alto.
– Necesitas descansar, tranquilízate un poco. Yo lo recojo todo. Lo siento, pero tengo otra cita que no puedo cancelar. Te llamo después.
Antes de irse, Martina cerró la puerta del balcón y apagó la luz. Le puso la mano en la frente, le dio dos besos en las mejillas, se despidió otra vez de ella desde la puerta con la mano y cerró al salir.
Apenas se hubo marchado, a Ingrid le pareció que había vuelto, que había alguien en el piso. Creyó oír chirriar un armario. ¿Tal vez en el dormitorio?
Se incorporó, vio que la manilla de la puerta del dormitorio se movía lentamente hacia abajo y que asomaba una mano. ¡Una mano! ¡Lo había visto bien! ¡Y Martina acababa de ir al baño pasando por esa habitación! Quiso gritar. Tenía el corazón acelerado. En la garganta notaba algo que se hinchaba y amenazaba con ahogarla. Se reclinó e intentó bajar sus plúmbeas piernas del sofá, pero de repente vio una sombra. Abrió los ojos de golpe, pero no podía distinguir nada con claridad. Todo estaba cubierto por una telilla amarillenta. ¡Sí, allí había alguien que se acercaba! ¡Esa persona estaba ya delante de su sofá! Creyó oír algo. ¿Una voz? ¿Amenazadora, aduladora o sólo interrogante? ¿Venía de lejos? ¿Del recuerdo? ¿Le hacía una pregunta que Ingrid debía responder?
No vio la mano con el espetón que se le acercó y le ensartó el ojo izquierdo. El acero penetró hasta lo más hondo del cerebro de Ingrid y no se detuvo hasta encontrar la pared posterior de su cráneo. Aquella bestia se lo dejó allí clavado.
Unas llamas ardientes atravesaron el hemisferio izquierdo de su cerebro. Fuegos artificiales que podía ver con el ojo sano: brillantes cascadas de luz que eran al mismo tiempo dolor y espanto. Una mano con un segundo espetón de acero se acercó sin piedad y le atravesó también el ojo derecho. De nuevo, el metal traspasó el cerebro hasta que topó con el hueso del cráneo y se quedó clavado. Sin embargo, de pronto Ingrid pudo ver, vio a lo lejos una figura blanca, un ángel que, al acercarse, volvió a perder los contornos y se desdibujó en la luz blanca que ella misma irradiaba y en la que se diluyó.
Eran las 21.42 del miércoles, 26 de septiembre. Cuatro horas antes de la abundante lluvia que teñiría la isla de rojo.