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Capítulo 25

Costa tuvo suerte; al entrar en el despacho del comandante encontró allí sentado a Franco Segundo. Su superior lo increpó enseguida, preguntándole por qué el día anterior había tenido lugar en la cárcel un interrogatorio de varias horas de duración si el caso de Grone estaba más que cerrado.

El ruidoso aire acondicionado no estaba encendido, y don López sacó con dificultad un gran pañuelo de su bolsillo para enjugarse el sudor de la frente y de la nuca. Su corpulenta mole estaba cubierta por una americana arrugada, y bajo los brazos y en el pecho se le habían formado grandes manchas de sudor. «Si quiere que el doctor Schönbach le haga una liposucción -pensó Costa con sarcasmo-, ya no hay nada que se lo impida, porque lo único que queda es una orden de arresto contra una esteticista insignificante.»

Costa les expuso el nuevo rumbo que había tomado el caso Grone y les informó de que, desde la noche anterior, contaban con una confesión completa.

– Muy bien -dijo el comandante López, y volvió a pasarse el pañuelo por la nuca-. Entonces ya puede usted entregarle el caso al señor Rabal. -Señaló al fiscal con un gesto sucinto-. ¿Algo más?

– En esa confesión han aparecido pistas sobre el asesinato de la señora Schönbach -dijo Costa, imperturbable.

Su comentario se topó con la incomprensión del comandante López, que era uno de esos hombres que, cuando no entienden algo, enseguida se ponen furiosos.

– ¡Suicidio, Costa, no asesinato! -Dejó caer toda la mano abierta sobre el delgado expediente-. Que se mató ella misma, vamos, si así lo entiende mejor. Tengo el informe de la investigación de su departamento aquí delante.

– Ya lo sé, pero entretanto el caso ha tomado una dirección algo diferente. -Costa vio que López quería reprenderlo, así que prosiguió sin pausa-: El propio juez Montanyà ordenó el domingo que se le hiciera la autopsia al cadáver. El resultado obtenido por el doctor Torres habla sin lugar a dudas de un asesinato.

López hizo una mueca exagerada y miró al fiscal como queriendo decir: «¿Qué puedo hacer con semejante imbécil?».

– Nos encontramos, con toda probabilidad, ante dos asesinos -prosiguió Costa-. Se trata de una esteticista que trabaja en el centro de belleza Vista Mar. Intentó matar a Ingrid Scholl, seguramente es culpable de la muerte de su amiga Erika Brendel y, con bastante probabilidad, también de la mujer del cirujano plástico Schönbach.

El fiscal empezó de pronto a mostrar un gran interés. Quería saber en qué sospechas en concreto se basaba esa posible culpabilidad. Costa informó de los acontecimientos a su manera tranquila y aparentemente indiferente. Cuando hubo terminado su exposición, don López y el fiscal se miraron bastante desconcertados. Reflexionaron un momento y el fiscal dijo que solicitaría al juez una orden de arresto.

Costa les dio las gracias, cogió el informe de El Surfista de la mesa, les dirigió una cabezada a cada uno y les deseó una buena siesta, pero al llegar a la puerta, el fiscal Rabal le preguntó qué motivo podría haber tenido esa tal Martina Kluge. Costa había temido que le hicieran esa pregunta. Sabía que era un punto débil. Se volvió despacio y dijo que con bastante seguridad podría decírselo después del interrogatorio de la inculpada. Para evitar discutirlo más, cerró enseguida la puerta tras de sí.

Recogió a Elena y juntos fueron a Santa Eulalia en el coche de él. Al entrar en la pequeña sala blanca de Martina Kluge, Costa recordó su primera visita. Qué deprisa habían cambiado las cosas. Había sido una anfitriona afable y solícita, y esta vez Elena le preguntaría si su pelo era auténtico.

Martina reaccionó con amabilidad e indiferencia.

– No -dijo.

– ¿Me permite? -preguntó Elena, y le quitó la peluca antes de que la joven respondiera nada.

Llevaba un tatuaje en la cabeza. La prueba de que Grone había dicho la verdad.

– ¿Qué clase de símbolo es ése? -preguntó Costa.

Por un momento pareció que Martina Kluge no fuera a contestar.

– Es el símbolo de la runa f. Simboliza felicidad y riqueza.

Costa le advirtió que todas las declaraciones que hiciera en adelante podrían utilizarse en su contra en el proceso por el asesinato de Ingrid Scholl, Erika Brendel y Arminé Schönbach. También le indicó que tenía derecho a llamar a un abogado para que estuviera presente durante su interrogatorio en el puesto de la Guardia Civil. ¿O prefería, quizá, declarar sólo en presencia de un juez?

Martina Kluge lo rechazó todo.

Costa no lo comprendía, pero quiso darle tiempo para que lo pensara con tranquilidad. El trayecto hasta el puesto fue silencioso y empezaron con el interrogatorio después de que Costa le comunicara una segunda vez cuáles eran sus derechos. Sin embargo, Martina Kluge tampoco reaccionó esta vez.

Costa había pedido ya que viniera un médico para sacarle una muestra de sangre, y le explicó a la joven que era necesario, puesto que la última vez les había dado unos cabellos de la peluca. Ella accedió con total serenidad, tanto que Costa deseó haber delegado en otro para que llevara a cabo ese interrogatorio. Aunque, por otro lado, sospechaba que Elena Navarro, El Surfista o quien fuera habrían sido mucho más duros con ella.

– Señorita Kluge, la estamos interrogando para descubrir si intentó usted envenenar a su clienta, Ingrid Scholl, si lo hizo también con Erika Brendel y si acabó con la vida de Arminé Schönbach, a la cual dejó inconsciente con una inyección, después arrastró hasta el puente de su piscina, le puso un lazo al cuello y la lanzó a la cascada. ¿Qué tiene que decir a todo ello?

– A las once y media estuve en su casa porque le dolía la espalda. Le di un masaje de presión. Ese día tenía unos dolores especialmente fuertes. Me fui a las doce y media.

Costa le preguntó si durante su última visita a Ingrid Scholl había disuelto veinte pastillas de digoxina y se las había dado a beber a la mujer.

– Había quedado con Ingrid a las siete y media para echarle las runas y hablar un poco de sus inquietudes sentimentales. Había empezado con ella un tratamiento curativo con tinturas y le di un té ayurvédico de jengibre. Todavía no se había tomado las pastillas para el corazón, por eso le di la medicación con esa bebida vitamínica.

Costa recordó que entre las 18.00 y las 21.00 había estado con Erika Brendel, que poco después había muerto también.

– ¿Le administró a Erika Brendel una sobredosis de sus pastillas para la tensión con alguna bebida?

Martina dijo que había estado con ella para realizar unos ejercicios de relajación y para hablar acerca de su hijo.

– Mi cometido incluye también asegurarme de que los pacientes se tomen la medicación que les ha prescrito su médico. Erika solía olvidarse siempre de las pastillas de la tensión. De manera que es posible que esa tarde le diera su Tenormin 100. Con kombucha. El té de jengibre, que es mucho más sano, le resultaba demasiado fuerte. Después me quedé con ella hasta poco antes de las nueve.

– ¿Quiere decir que no recuerda con exactitud si le dio a Erika Brendel una dosis elevada de medicación?

– Sí -respondió ella, tranquila y sonriente.

– ¿Quiere eso decir que es posible que lo hiciera?

– Sólo si Erika me lo pidió.

– ¿Y se lo pidió?

Costa sabía que era una pregunta un tanto peligrosa. De contestar la muchacha que sí, se trataría de complicidad en un suicidio, y eso no estaba penado.

Martina se quedó un momento sentada sin decidirse a contestar. Parecía estar experimentando un conflicto interior, aunque tal vez no estuviera más que sopesándolo intensamente.

Al cabo, dijo:

– Creo que… no.

¡No! Si podían demostrar que había sido ella quien le había dado las pastillas a la señora Brendel, sería asesinato. ¿Era consciente Martina Kluge de la gran diferencia legal que había? El caso Brendel, de cualquier forma, era de un refinamiento tal que no dejaba un detalle al azar. ¡Un asesinato perfecto! Sólo podía ser descubierto mediante la confesión del propio asesino. O asesina.

– ¿Qué sintió al saber que Erika Brendel había muerto?

– Me sentí triste.

– Y cuando el jueves fue a ver a Arminé Schönbach, ¿dónde la encontró?

– En la terraza, en una tumbona.

– ¿Le administró allí una inyección intravenosa en el brazo izquierdo?

– Sí. Tenía mucho dolor y quería relajarse.

Costa le preguntó por esos dolores, y Martina explicó que Arminé Schönbach padecía desde hacía tiempo molestias causadas por los discos intervertebrales.

– ¿Qué le inyectó?

Martina se lo quedó mirando, pero no respondió.

– ¿De dónde sacó el fármaco?

Tampoco a eso respondió la joven.

– ¿La arrastró después en el cojín de la tumbona hasta el puente de plexiglás?

– Cuando tenía dolores, le gustaba que la llevaran en el cojín. Así se le descargaba la columna vertebral y se distraía.

– ¿Le puso entonces una cuerda alrededor del cuello?

– Sólo si ella me lo pidió.

– ¿Y se lo pidió?

Martina abrió su bolso, sacó de allí un pequeño espejo y un estuche de maquillaje y empezó a retocarse con mucha calma y meticulosidad.

Se secó los brillos de la frente, la nariz y la barbilla con un pañuelo de papel. Con la yema del dedo corazón se corrigió la línea de perfilador de los párpados, que se le había corrido, y luego se dio un toque de pintalabios rojo. Elena enarcó las cejas, pero Martina Kluge estaba completamente relajada mientras hacía todo esto. Lo único que tenía de raro era que estaba fuera de lugar en un interrogatorio por asesinato.

Costa le dirigió una mirada a Elena, que había detenido la grabación y esperaba a que Martina volviera a guardar su maquillaje. Seguramente ella, como mujer, entendía mejor la situación, y si la teniente podía aceptarlo y le parecía normal, él tampoco tenía ningún problema.

Se reclinó en la silla y se puso a mirar por la ventana. Se acordó en ese momento de sus hijos y pensó en lo bonito que habría sido pasar con ellos esa tarde de finales de verano.

– ¿Se acuerda usted de su infancia? -preguntó.

Martina Kluge sonrió, guardó el maquillaje en su bolso y lo miró con simpatía:

– Sí.

– Explíquenos algo. ¿Cómo fue?

– Fue una infancia feliz. Mi madre trabajaba y no tenía mucho tiempo para nosotros, pero me regaló un caballo para montar. Mi padre siempre apoyó mis intereses profesionales y me animó a que me convirtiera en esteticista. Tuve suerte de descubrir muy pronto que me llenaba ayudar a otras personas. Amo a la gente y tengo mucho que dar. Ese es mi objetivo vital.

Costa la escuchó con atención. Intentaba descubrir el motivo de sus actos, pero ni siquiera era capaz de encontrar un enfoque desde el que plantear una hipótesis. Su declaración tampoco parecía un engaño estratégicamente urdido. Aquella muchacha se le antojaba como un «ángel de la tercera edad», ésa era la impresión que le había dado en todo momento.

Ya había oscurecido cuando el interrogatorio terminó y se llevaron a Martina Kluge detenida. Les había ofrecido sin ningún reparo información sobre todo lo que Costa había querido saber, aunque siempre se había mostrado vaga cuando las preguntas estaban directamente relacionadas con el curso de los hechos.

– ¿Qué opinas? -le preguntó Costa a Elena-. ¿Qué impresión te ha dado?

– Creo que cometió los crímenes.

– ¿Los tres?

– Los tres. Pero tendríamos que enviarla al psiquiátrico para que la pongan en observación. Hay algo en ella que no es normal.

Costa no quería volver a discutir con la teniente por Martina, pero no pudo reprimir el comentario de que a él había dado la sensación de ser una persona tranquila, equilibrada e incluso simpática.

– ¿No te parece normal todo eso? ¿Acaso sólo es natural que uno mienta y dé gritos?

– No somos quién para juzgar. Es una mujer muy atractiva, por eso a primera vista todo parece un poco más normal -dijo Elena con un brillo de cinismo en la mirada.

Él le sonrió.

– Sonríes -dijo la teniente-, pero a lo mejor estás pasando por alto que tenemos un problema.

– ¿Y cuál es?

– Que no tenemos móvil.

Costa iba a responder algo, pero le sonó el teléfono. Era el fiscal Rabal. Costa tapó el auricular y susurró:

– Franco Segundo.

Rabal le comunicó que el defensor de Martina Kluge era el abogado Roca Ribas, y que ya había empezado a remover cielo y tierra. El juez Montanyà esperaba una presentación del caso dentro de pocos minutos, porque Roca Ribas había pedido la libertad bajo fianza y ya sólo quedaba fijar la cantidad.

– Pero si no tenía abogado… -dijo Costa.

– ¡Pues ahora sí lo tiene! ¡Todo detenido tiene derecho a uno! ¡Qué me va decir a mí!

Costa se disculpó y dijo que el test de ADN de la sangre de la sospechosa facilitaría la prueba que necesitaban, pero que el resultado no llegaría desde Barcelona hasta el día siguiente por la tarde.

– ¿Tiene una confesión?

– No directa -admitió Costa.

– ¿Ha facilitado nueva información en el interrogatorio?

Costa quería pensarlo un momento, pero entonces volvió a oír la voz impaciente de Rabal:

– Que si ha dicho algo que no supiéramos ya.

– No. -Costa se sintió derrotado.

– ¿Cuál pudo ser su móvil?

– No tengo ni idea.

Siguieron unos instantes de silencio. No había móvil: eso dejó perplejo al fiscal.

– ¡Pero algo habrá que impulse a una persona a cometer un asesinato detrás de otro!

– Deberíamos llevarla al psiquiátrico para que hagan una valoración psicológica.

– ¡Descartado! ¡Eso está descartado! Montanyà quiere un móvil, si no, la dejará en libertad. Hablaré con él mañana por la mañana, a las diez. Hasta entonces, piense en algo, Costa.

El capitán le preguntó a Elena, pero tampoco ella supo qué proponer.

Antes de ir a casa, Costa pasó por el aeropuerto a comprar un billete para el primer vuelo a Múnich. Cuando por fin se tumbó en la cama, sus acúfenos volvieron a aparecer. También le dolía la cabeza y, aunque el hambre lo torturaba, no tenía nada en la nevera. Le hubiera gustado tomarse una pastilla para dormir y así olvidarse de todo. Pasó un rato dando vueltas en la cama, pero eso no mejoró las cosas.

Su principal problema era que el plazo que le habían puesto para presentar el móvil de Martina Kluge era muy corto. No tenía nada, ni siquiera un indicio. La muchacha ayudaba a muchas personas de forma altruista, eran tranquila, afable, equilibrada y muy atractiva. El hecho de que ni siquiera él pudiese explicarse sus acciones no la convertiría automáticamente en una enajenada mental ante el juez. La dejarían en libertad bajo fianza y ella se marcharía de la isla. A eso había que añadirle que él mismo tenía dificultades para verla como una asesina a sangre fría. Sentía sudores cuando intentaba imaginar a Martina Kluge como la culpable. La sola idea de haber podido encerrar a una inocente en esa horrible celda del sótano le quitaba el sueño.

Si había alguien que podía ayudarle, ése era Schönbach. Conocía a Martina Kluge desde hacía años, había trabajado en estrecha relación con ella, incluso habían ido a cenar juntos a un buen restaurante hacía poco. A esos sitios no se iba con una empleada que fuera una completa desconocida. A lo mejor Schönbach sabía algo sobre Martina que pudiera explicar su conducta. Además, el cirujano debía estar interesado en que encontraran al asesino de su mujer, así que Costa empezó a preparar su conversación con Schönbach.

Era necesario que mostrara una actitud positiva frente a él si quería conseguir su ayuda. «Tienen que imaginarse gráficamente el resultado que quieren obtener», les había enseñado el psicólogo de la policía en la Academia. De modo que Costa intentó imaginarse que Schönbach lo recibía sonriente y con los brazos abiertos.

No dejaba de intentarlo, pero le resultaba tan difícil que al final se quedó dormido.

A las nueve de la mañana siguiente, Costa cogió el tranvía que iba del aeropuerto al centro de Múnich. El fiscal Rabal esperaba su llamada a las diez para impedir la excarcelación de Martina Kluge, pero Costa decidió no llamar hasta que no tuviera claro qué tipo de criminal era aquella mujer.

Bajó en Marienplatz, subió corriendo la escalera de la estación y al llegar arriba se detuvo un instante a contemplar el carillón de la torre del ayuntamiento. Después pasó por delante de la tienda de exquisiteces Dallmayr, cuyos escaparates estaban repletos de torres de latas azules de caviar de beluga. El capitán miró un momento al Franziskaner, la famosa cervecería, y pensó si tendría tiempo de comerse una salchicha blanca de Baviera, pero después pensó que llegaba tarde, torció hacia la derecha por Maximilianstraße y pasó por delante de Mooshammer para llegar a la consulta de Schönbach.

Costa lo había llamado nada más hablar con Rabal y había quedado con él a las once. Eran las once menos cinco cuando entró en la consulta.