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Capítulo 24

Cuando Costa llegó a la cárcel, un funcionario lo acompañó hasta la sala de interrogatorios, donde Elena Navarro estaba sentada sola a una gran mesa con un expediente delante. La joven le sonrió y dijo que no había hecho traer todavía a Grone. Le propuso que antes preparan un poco el interrogatorio. Costa sintió curiosidad por saber qué quería decir con eso y se sentó.

La teniente había estudiado muy a fondo los expedientes penales de los anteriores procesos de Grone y le presentó los puntos principales. Costa comprendió que eso debería haberlo hecho él mismo, que durante el interrogatorio era importante transmitirle al acusado la sensación de que lo sabían todo sobre él y sobre su vida.

Elena se concentró en la valoración de la personalidad de Grone, puesto que, aunque prácticamente lo consideraban culpable del asesinato de Ingrid Scholl, hasta el momento no habían encontrado un móvil para sus actos.

Günter Grone había sido sentenciado en la República Democrática de Alemania a cuatro años de condena en un correccional de menores por robo colectivo con homicidio. El expediente judicial contenía también una valoración psicológica. Grone ya estaba entonces dominado por la culpabilidad y el miedo, como resultado de los recuerdos de su infancia. La valoración llegaba a la conclusión de que la situación de la madre no le había permitido transmitirle seguridad a su hijo. La mujer sufría trastornos paranoides de la personalidad y se sentía, tanto en el trabajo en la fábrica como en casa, rodeada de rechazo y desprecio. Tampoco el padre, siempre alcoholizado, pudo compensar las carencias de la madre, sobre todo porque ella lo culpaba de mimar demasiado al niño y robarle su cariño. Para la mujer, la relación entre padre e hijo era como una conspiración contra ella. Si padre e hijo hablaban, hablaban en contra de ella, lo cual a veces la hacía enfadar tanto que pegaba al chaval. Si el padre se interponía, la mujer se enfurecía más aún. El pequeño Günter sólo encontraba consuelo con él, pero su madre no tardó en ver en esa predilección unos afectos prohibidos y el preludio de encuentros sexuales. El informe aludía a varios episodios en los que la madre había acusado al niño de dejarse seducir por su padre. Decía que el padre conseguía de él lo que ella nunca conseguía. Para encontrar una prueba, no hacía más que examinar el cuerpo del niño una y otra vez en busca de marcas de malos tratos. Uno de sus métodos consistía en asir el rostro del pequeño Günter con ambas manos y obligarlo a mirarla a los ojos. La mujer pasaba entonces minutos escrutándolo, como si quisiera atravesarlo con la mirada, y lo obligaba a admitir lo que no podía admitir, puesto que no había existido ninguna relación sexual entre padre e hijo. La madre aprovechaba también ocasionalmente las situaciones en las que el niño se mostraba más confiado con ella para recrearse bajo su alegre mirada. A veces incluso lo atraía hacia sí para después mirarlo a los ojos con más dureza aún, tanto que la situación acababa convirtiéndose casi en una amenaza hipnótica. La valoración psicológica consideraba que esa contradicción irresoluble que había experimentado el niño -es decir, tener que querer a los padres, pero al mismo tiempo ser culpado por ello e incluso castigado físicamente- era la causa principal de los trastornos violentos de Grone.

Costa recordó los anteriores interrogatorios a Grone. Hasta entonces le había parecido una persona alegre, despreocupada, que intentaba agradar a los demás de una forma casi escandalosa. Elena, sin embargo, lo presentaba ahora como una bomba de relojería camuflada tras flores y corazoncitos. Detrás de su buen humor, sus descripciones siempre positivas y su fachada inquieta y entrañable se escondía una herida muy profunda, una grave enfermedad, lo que los psicólogos llamaban un trastorno esquizoide de la personalidad. Su madre lo había expuesto repetidamente a situaciones dolorosas y contradictorias. Como cualquier niño, debía amar a sus padres, pero tenía la desgracia de que, al hacerlo, debía asumir también un miedo mortal. Si acudía a su padre, la madre celosa lo atacaba. Pero si acudía a ella, la mujer lo colmaba de espanto en lugar de amor. La situación sólo se había solucionado gracias a la muerte de ella. Sin embargo, incluso en eso había tomado cartas la mujer, que en los días cercanos a su muerte había convencido al niño de que moría por culpa suya. Puesto que nunca había podido satisfacer el amor por su madre, Grone nunca tenía suficiente de esa clase de amor, esa «ansia» era siempre insaciable.

– Es de suponer que en las mujeres no ha buscado más que a una madre -dijo Costa, dando voz a sus pensamientos.

– Pero con ellas volvía también el horror y el miedo -dijo Elena.

– Y la seguridad de que acabaría siendo culpable de su muerte.

Costa sabía que las personas a menudo repetían compulsivamente aquello de lo que se les acusaba.

– Sin duda debió de reprimir durante mucho tiempo el deseo de matarla.

– ¿De qué nos sirve eso a nosotros? -preguntó Costa.

– Puede que no recuerde en absoluto el momento del asesinato en sí. Con su madre, y sin duda también con Ingrid Scholl, llegó a un punto en el que ya no pudo dominar más su deseo de matar. Pero, después de hacerlo, enseguida reprimió otra vez ese impulso… seguramente junto con el recuerdo del asesinato.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– El hecho de que después llamara un par de veces a Scholl para devolverle el coche. Es posible que realmente diera por hecho que seguía viva.

– Si pensaba que seguía viva, ¿por qué dijo en un principio que él no era Grone?

– Había huido de la cárcel, debía de suponer que lo estarían buscando por su verdadero nombre.

– Pero si nosotros conocíamos ya su nombre, ¿por qué no admitió que conocía a la señora Scholl y que había ido a verla?

– Sospechaba que había algo que no iba bien. No sabía exactamente qué había sucedido, pero sí que había algo funesto relacionado con la mujer. En la valoración psicológica de aquella época, en Dresde, tampoco habrían conseguido descubrir todos esos detalles de la relación de Grone con su madre si no hubieran trabajado con procedimientos muy modernos de inducción al trance.

– ¿Procedimientos de inducción al trance? ¿En qué consiste eso?

Costa se sentía muy a gusto con Elena en ese momento. Siempre disfrutaba cuando podía aprender algo.

La teniente le explicó que en el examen se habían utilizado métodos de hipnosis que estaban minuciosamente descritos en el informe. El psicoterapeuta especializado en hipnosis había hecho regresar a Grone a su infancia y le había pedido que describiera vivencias sueltas.

Costa no acababa de creerse que algo así diera resultado. Elena le explicó que ya se había encontrado con un asesinato como ése en otra ocasión. El inconsciente de la persona graba la totalidad de las experiencias de la infancia hasta el menor detalle, aunque toda esa información no suele poder recordarse conscientemente a voluntad.

– ¿Y está permitido recurrir a eso en las investigaciones policiales?

– En Alemania no. Tampoco en España. Pero lo que sí está permitido es la contrahipnosis. Cuando alguien comete un delito siguiendo lo que se denomina una orden posthipnótica y no sabe que ha sido hipnotizado, porque el hipnotizador ha bloqueado convenientemente ese recuerdo, se puede pedir a un psiquiatra titulado que levante el anterior condicionamiento hipnótico.

– De manera que los expertos hicieron que Grone les explicara detalles de su infancia. Bien. ¿Cómo acometemos ahora nosotros el caso?

Elena propuso no mencionar el asesinato brutal, sino más bien elogiar a Grone por el método de darle sus propias pastillas para el corazón.

Costa lo pensó un momento y le pareció que no era mala idea. Sin embargo, antes de que trajeran al sospechoso, Elena quería terminar su informe.

Después de la muerte de su madre, Günter, de ocho años, se quedó con su padre. El hombre siempre había bebido mucho, pero entonces se dio tanto al alcohol que la abuela tuvo que ocuparse del niño, aunque ya era anciana y medio ciega. Llamaba la atención el hecho de que el pequeño se había escapado de casa varias veces porque tenía miedo de que la abuela le pegara. La policía siempre lo encontraba tras sus intentos de huida y lo devolvía a las gotosas manos de la anciana.

Al acabar el colegio, Grone consiguió un puesto de aprendiz en una jardinería de Dresde y se fue a vivir a un hogar juvenil. La valoración psicológica describía al joven de catorce años como guapo y con un rostro de belleza femenina. Su carácter introvertido y su timidez lo convirtieron en el sueño de todas las chicas, cuya actitud, sin embargo, a él le resultaba demasiado desafiante y agresiva. En compañía de jóvenes y hombres se sentía mucho más seguro. En el hogar se dejó seducir y vivió la experiencia como una forma de liberación, ya que el amor con compañeros masculinos no estaba tan invadido por el miedo. En realidad, era una persona bastante pasiva, pero participó, no obstante, en un delito organizado por el atractivo cabecilla de su grupo de amigos. El joven Grone debía vigilar mientras se cometía el robo. Los demás entraron en la vivienda del director del centro, pero el hombre los descubrió y acabó produciéndose una pelea. Fue entonces cuando el cabecilla golpeó al hombre con un cenicero contundente. Al llegar la policía, Günter Grone seguía montando guardia delante de la casa. Los ladrones se habían escapado por el patio de atrás con quinientos marcos de la República Democrática. En el subsiguiente proceso no se tuvo para nada en cuenta la valoración psicológica que Elena había resumido. En ese joven de dieciséis años temeroso y cargado de culpa, que se mostró encerrado en sí mismo y apenas dijo una palabra, el juez vio a un frío e incorregible cómplice de asesinato. Al salir de la cárcel, Grone se mudó al Berlín oriental y trabajó en Potsdam como jardinero.

Tras la caída del Muro se fue al oeste y vivió desde entonces con Ulf Hinrich en Colonia. El 7 de agosto de 1998, Grone fue condenado por un tribunal colones a dos años y medio de prisión por allanamiento de morada y robo. Sobre su relación con Ingrid Scholl, sin embargo, el expediente no decía nada. El tribunal lo describía como un parado sin antecedentes policiales que recurría ocasionalmente a la prostitución masculina.

– Bien -dijo Costa-, que lo traigan ya. Lo liaremos como has sugerido. Ya veremos qué sacamos de todo esto.

Costa estaba satisfecho y muy agradecido a su compañera por esa intensa preparación. Tenía la sensación de que el asesino había caído ya en la trampa.

Dos funcionarios hicieron pasar a Grone y luego se retiraron. Costa lo saludó con simpatía y le dio la mano. El joven parecía alegrarse de verdad de volver a verlos.

– Sin estos interrogatorios, en la cárcel se aburre uno bastante -dijo, y preguntó qué querían que les explicara ese día.

Elena le ofreció un cigarrillo y le dio fuego.

– Verá -dijo Costa-, tenemos un problema. ¿Se acuerda de Ingrid Scholl?

El rostro de Grone adoptó una expresión casi llorosa, pero intentó sonreír de todas formas. Era evidente que se esforzaba por mantener una relación amistosa con los agentes que lo interrogaban.

– Le arreglé el jardín. Cuando terminé, quedó tan increíblemente bonito que Ingrid dijo que todos los días tendría que hacer sol, que así siempre podríamos sentarnos en ese jardín, ella y yo. Mientras lo decía no dejaba de acariciarme la mano.

Al mencionar el recuerdo de las caricias de Ingrid Scholl, Costa creyó ver un estremecimiento en la boca de Grone, aunque a lo mejor se había confundido, porque el joven seguía sonriendo.

– ¡Inge es una persona tan cariñosa! -dijo.

Se reclinó en el respaldo y se relajó. Había respondido a la pregunta y se sentía aliviado.

Costa se inclinó hacia delante y, en voz baja pero enérgica, dijo:

– Tenía que tomar un medicamento para el corazón, ¿verdad? Grone asintió.

– Sí, no podía olvidarse de las pastillas, tenía que ser buena y tomárselas.

Costa no le quitaba ojo de encima.

– ¿Quiere decir que era realmente necesario, Günter, que le hiciera tomar usted esas pastillas? No sólo una, quiero decir, sino veinte.

Elena y Costa lo observaron con atención, pero él permanecía tranquilo. En lugar de mostrar miedo, sobre su rostro se extendió una sonrisa serena, casi dichosa.

– No fui yo. Yo siempre tuve mucho cuidado con eso.

Costa inspiró hondo. La idea de Elena había sido buena, pero no estaba funcionando. Ese chico no sólo les tomaba el pelo, ¡sino que además se lo estaba pasando bien! Costa sintió cómo le palpitaba el pulso en las sienes, pero su compostura evitó que perdiera los nervios. No hizo más que seguir mirando a Grone sin expresión alguna.

– Entonces, ¿fue otro el que envenenó a Ingrid Scholl? -preguntó con una voz neutra.

Grone se inclinó hacia delante y alzó un poco la mano, como si quisiera consolarlo, o incluso acariciarlo.

– Sí, fue otra persona -dijo con tranquila seguridad.

A Costa no le habría extrañado que el muchacho hubiese añadido: «A lo mejor fue usted, señor Costa, yo podría comprenderlo, tampoco pasa nada, ¡todos matamos a alguien alguna vez!».

Costa estalló. De repente se levantó con tanto impulso que la silla salió disparada. Golpeó la mesa con toda la mano abierta:

– ¡Grone, ríndase, el juego ha terminado!

Elena levantó la mano con ánimo conciliador, pero Costa la rechazó, furioso, y atacó a Grone diciéndole que su coartada se había hecho pedazos. ¡Estaba demostrado que, después de esa terrible carnicería, había tenido tiempo de coger el coche de Ingrid Scholl del aparcamiento subterráneo, dejarlo aparcado en Ibiza ciudad y llegar al Dome para encontrarse allí con Gerd Weber!

– Tenemos las horas exactas, Grone -vociferó Costa-. Tenemos la declaración de Weber. ¡Tenemos la hora precisa de la muerte y las pruebas científicas que demuestran que tuvo usted un enfrentamiento físico con Ingrid Scholl! ¡Podemos reconstruir el crimen a la perfección! ¿Por qué ensartó usted a la señora Scholl con esos pinchos de asar después de haberle administrado ya antes una sobredosis de sus pastillas para el corazón? -Costa no esperó a recibir una respuesta-: ¡Puede demostrarse fácilmente que también hizo usted eso! Deshizo las pastillas en algún líquido y luego se las dio a beber. De todas formas habría muerto… ¿por qué, entonces, tuvo que atravesarla así?

Grone se había quedado blanco. Miró a Costa a los ojos y, con voz angustiada, dijo:

– Yo no fui. ¡Fue esa mujer!

– ¿De qué mujer habla?

La grabadora seguía en marcha y Elena, además, tomaba notas. Grone estaba allí sentado como una estatua de cera.

– ¿Qué mujer? -Costa gritó tanto que la puerta se abrió y un funcionario asomó la cabeza.

Elena le hizo un gesto para indicar que no pasaba nada.

– La mujer de la cabeza rapada -dijo Grone en voz baja.

Costa se quedó desconcertado un momento. ¿Acaso estaba tratando con un loco? Con cautela, preguntó:

– ¿Qué mujer de la cabeza rapada?

– Con un tatuaje negro en la cabeza -dijo Grone sin moverse un ápice.

– ¿Qué clase de tatuaje? ¿Podría dibujarlo?

Elena le acercó una hoja de papel y un bolígrafo.

Costa, confuso, la miró. ¿Adónde quería llegar con esa pregunta? ¿Quería hacer una valoración psicológica sobre las alucinaciones de un loco?

Grone dibujó algo que, como Costa vio enseguida, era una runa.

– ¿Era una mujer joven y muy guapa, con una peluca rubia? -preguntó Elena.

Grone asintió.

Costa ya no pudo contenerse más.

– ¿Está describiendo a Martina Kluge?

– Ahora lo veremos -dijo Elena, y se volvió otra vez hacia Grone-: ¿Qué llevaba puesto?

Grone describió la vestimenta de Martina Kluge -vaqueros blancos y una chaqueta de hilo de color beis claro- y explicó que él se había escondido en el cuarto de baño porque quería hablar con Ingrid Scholl a solas. Sin embargo, esa joven había entrado de repente en el baño y casi lo había descubierto. Él se escondió detrás de la puerta, contuvo el aliento y apretó la espalda contra la pared. Quedaba en un ángulo muerto del espejo, así que ella no pudo verlo mientras se peinaba. Cada vez estaba más descontenta con su pelo, tiraba de aquí y de allá, hasta que al final se quitó la peluca. Grone se quedó conmocionado, incluso ahora se le notaba. La chica se había lavado la cabeza bajo el grifo, se había vuelto a poner la peluca, había sacado unas pastillas del armarito del baño y las había disuelto en el vaso de enjuagarse la boca. Después había metido el líquido en una botellita. No descubrió a Grone porque no cerró la puerta, que se abría hacia dentro.

La resistencia de Grone había sido vencida. La táctica de Elena había dado resultado. ¡Pero Costa quería oír de boca de ese hombre la confesión de que había ensartado a Ingrid Scholl con los espetones! No podía obligarlo. Tenía que conducirlo lentamente hasta allí, dejar que siguiera explicando. El joven tenía que describir cómo había conocido a Ingrid Scholl y qué había significado para él. Es decir, una mujer que adoptaba la forma de su madre y que se convertía en una amenaza mortal cuando lo miraba fijamente.

Grone fue explicando en giros cada vez más sorprendentes lo mucho que había querido a su madre.

– Siempre estaba guapa y tenía unas manos maravillosas, con las que pintaba. Ilustraba para mí todos los cuentos: La bella durmiente, Hänsel y Gretel, pero el más bonito que había dibujado era Blancanieves. Yo siempre le hacía pequeños regalos, y entonces ella me miraba con esos ojos preciosos durante mucho rato. En primavera, en verano y en otoño me colaba en jardines de extraños a recoger flores para ella. Una vez me pillaron y me tiraron a un rosal, así que acabé con sangre por todas partes. Pero no me importaba. Lo había hecho por mi madre. También le hacía figuritas y plantas de barro. Casi siempre me ayudaba mi padre. Pero a mi madre eso no le gustaba nada. Decía que no debía mimarme demasiado. Tenía razón: he acabado siendo… -vaciló un momento y miró a Elena como si ella pudiera ayudarle- un poco blando. Mi padre y yo también tallábamos de vez en cuando algo para ella. El gran árbol de la vida, por ejemplo. Yo solo no lo habría conseguido. Ella pensó que podría haberme hecho daño con la navaja y me miró por todo el cuerpo. -Sonreía de alegría-. Pero no me había pasado nada, sólo era el miedo que tenía ella.

– ¿Se enfadaba también a veces? -preguntó Elena.

– No se enfadaba nunca. Sólo tenía ese miedo a que desapareciera con mi padre. Siempre me hacía prometerle que no la abandonaría. Ella lo hacía todo por mí y no quería más que mi bien, pero es que estaba muy enferma. Si lo hubiera sabido antes, habría hecho más por ella. A lo mejor así seguiría viva. Necesitaba mucho amor porque estaba muy enferma. Mi padre la amaba, pero no lo suficiente, y la culpa la tenía yo, porque siempre quería algo de él. Cuando murió, ya fue demasiado tarde. ¡Ya no podía hacer nada por ella! Mi padre se trajo entonces a mi abuela a casa con nosotros, pero de eso no me acuerdo demasiado bien. Sólo sé que tenía unas manos muy gruesas y que veía mal. -Grone explicó que después de su muerte lo habían llevado a un hogar juvenil. Les habló de su condena, del correccional de menores y de su relación con los hombres-. Con los hombres me sentía muy a gusto -dijo-. Le expliqué a mi madre que eso no tenía nada que ver con ella. También después de su muerte siguió siendo la única mujer para mí. Por eso me relacionaba con hombres. -Soltó una risa aguda, como si él mismo no pudiera creer esa explicación-. Al salir de la cárcel me apeteció ir a Berlín, pero al poco de llegar cayó el Muro. Jamás olvidaré cómo cruzamos al otro lado por el puente de Glienicker. ¡Si mi madre hubiera estado allí! Pero yo sabía que ella me veía. Sus ojos estaban siempre sobre mí. Allí conocí a Ulf Hinrich. Usted lo conoce -dijo, mirando a Costa.

Costa recordaba muy bien a aquel hombre de aspecto brutal.

– Ulf ha hecho mucho por mí, pero siempre quería más amor, y yo no podía dárselo.

– ¿Cómo empezó su relación con Ingrid Scholl? -preguntó Costa con impaciencia, ganándose por ello una mirada reprobatoria de Elena.

Grone explicó que estaba en el paro y que ella se había puesto a hablar con él en el Carnaval y le había dado trabajo y dinero. También en ese momento se esforzó mucho por hablar de ella positivamente.

– Ella me mantenía y yo le arreglaba el jardín. Me demostraba su amor de una forma muy abierta, me perseguía. Y en casa estaba Ulf, que también quería siempre amor. Tenía la sensación de que me estaban succionando.

– ¿Y entonces tomó dinero prestado? -preguntó Costa, y Elena volvió a lanzarle una mirada severa.

– Ingrid todavía me debía la paga por mi trabajo. Además, le había pedido un adelanto porque Ulf y yo queríamos venir a España. Ella enseguida tuvo miedo de que fuera a desaparecer. Siempre tenía pánico de que al día siguiente no volviera a presentarme. Tuve que jurarle que no la abandonaría. Quiero decir que ella lo hacía todo por mí y era un auténtico cielo, pero a veces no me entendía en absoluto. Ulf amenazaba con separarse de mí, así que decidí cogerle el dinero a la vecina, como Inge me había dicho que hiciera. Yo sólo quería cogerlo prestado hasta que ella me pagara lo que me debía. Bueno, y entonces pasó lo que tenía que pasar. Aunque por lo menos ella me pagó el abogado, y eso, claro, también fue un detalle por su parte. En la cárcel recibí entonces esa carta de su amiga en la que decía que fuera a darle una sorpresa a Ingrid. Fue como en aquel entonces, cuando el Muro cayó y simplemente caminamos hacia la libertad.

Costa pensó si Grone habría cometido el asesinato de no ser por esa idea disparatada de Erika Brendel.

– ¿Utilizó, entonces, el código secreto?

– Con él abrí la verja de la entrada y la puerta del edificio. Arriba hubiese tenido que llamar, pero la puerta estaba abierta. Pensé un momento si llamar o no, pero alguien subía en el ascensor, así que entré. Era Inge. Me escondí enseguida en el dormitorio. Poco después apareció también la mujer de la peluca. Esperé a que se marchara otra vez, porque quería hablar con Ingrid a solas.

Tal como presentaba Grone el caso, había sido Martina Kluge quien le había administrado a Ingrid Scholl la dosis mortal de su propia medicación. Había sacado veinte pastillas de la caja recién comprada, las había disuelto y luego se las había dado a beber con cualquier pretexto. La sobredosis debió de actuar deprisa y dejó a la víctima en una especie de delirio, que fue como Grone la encontró al salir del baño para sorprenderla. Por supuesto, se había sentido muy humillado por su traición, que lo había llevado a la cárcel. La carta de Erika Brendel le había parecido, por tanto, la promesa de una compensación, pero de pronto Ingrid volvía a ofenderlo con ese comportamiento tan extraño. Un comportamiento que a él le pareció despectivo y que sacó de nuevo a relucir todos los problemas que había tenido con su madre. Entonces perdió los estribos. Costa se preguntó hasta qué punto podía seguir hablándose de culpa en un cúmulo tan desafortunado de circunstancias.

– ¿Se alegró Ingrid Scholl al ver que había venido aquí, a Ibiza? -preguntó Costa con curiosidad.

Grone parecía afligido.

– No lo sé, estaba muy extraña.

– ¿Cómo, exactamente?

– Oí que la mujer de la cabeza rapada se iba, abrí la puerta del dormitorio y vi a Ingrid echada en el sofá.

– ¿Y después?

– Gritó de alegría y extendió los brazos hacia mí. Pero yo antes quería hablar con ella. Ulf me había dicho: aclara lo del dinero antes de que te vuelva a liar. Pero ella parecía estar completamente borracha.

– ¿En qué lo notó?

– Lo sé por mi padre. Sonrió y se lamió los labios.

Hizo el gesto él mismo, y Costa le lanzó una rauda mirada a Elena, que seguía con frialdad todos los movimientos de Grone.

– ¿Y después?

– Tenía la voz bastante ronca y lasciva: «¡Ven, ven!». No hacía más que alargar el brazo hacia mí, como una niña. Me senté en el borde del sofá y ella tomó mi rostro con ambas manos, se enderezó y me miró fijamente. Me miró directamente a los ojos. De una forma rarísima. Nunca me había pasado nada así, sentí verdadero pánico. Me puse en pie de un salto, pero ella me agarró con fuerza y me arañó. -Miraba al vacío.

Costa aguardaba. ¿Diría algo más?

– ¿Y después?

Grone se llevó una mano al cuello, al lugar donde le había arañado.

– Entonces me puse furioso.

– ¿Y qué hizo?

– Me llevé los dos puños cerrados a los ojos y grité. -Miró a Costa-. Tenía que sacarlo a gritos.

– ¿Fue entonces cuando cogió los pinchos?

– No, no, eso es lo raro. Me han enseñado las fotos. Todos los días y todas las noches pienso en cómo pudo pasar. -Grone echó los brazos al aire y los dejó caer con impotencia mientras sacudía la cabeza-. Pero es que no lo entiendo.

Los tres se quedaron un momento callados.

Costa quería aclarar una última cosa.

– Weber no sólo le dejó el reloj, sino que también le dio un CD que usted puso antes de matar a Ingrid Scholl.

– Es una canción preciosa. La puse para ella. Iba a ser una sorpresa.

– Ya lo creo que lo fue. -Costa estaba tenso y no podía reprimir más su cinismo, pero Grone se lo tomó en serio.

Por lo visto, agradecía cualquier comentario positivo.

– ¿Usted cree?

Costa no quiso insistir.

– Volvió después a adelantar el reloj de Weber. ¿Cuándo y dónde fue eso?

Costa notaba que a Grone ya no le quedaba energía para resistirse a los hechos. Describió cómo había adelantado el reloj a la mañana siguiente, aprovechando que Weber se lo había quitado para ducharse. Grone lo había atrasado veinte minutos la noche antes, así que lo volvió a poner en hora.

Era una forma muy refinada de conseguir una coartada, mientras que todo lo demás, por el contrario, había sido improvisado y cruel. «Los psicólogos tendrán trabajo con él», pensó Costa.

Eran ya casi las once y diez cuando Costa y Elena salieron de la cárcel. El capitán quería ponerlo todo en perspectiva y volver a repasar mentalmente una vez más toda la situación. Quería que el resto del equipo participara también de esa recapitulación, así que le pidió a Elena que convocara a El Obispo y a El Surfista a una reunión a las nueve.

– Daremos los pasos siguientes juntos -dijo.

¿Sería para los demás tan evidente como para él que Martina Kluge había intentado asesinar a Ingrid Scholl y que había logrado acabar también con la vida de Erika Brendel y Arminé Schönbach? A Costa no había nada que le hiciese dudar de esa conclusión, pero decidió no realizar la detención esa misma noche. Se convenció de que la joven no escaparía. Antes necesitaba dormir unas horas para recuperarse. Se despidió de Elena y fue aún a Sa Calima a tomarse tres tragos.

Ya en la cama, sentía el agotamiento, pero no había manera de conciliar el sueño. Se quedó allí tumbado, mirando al techo. Se había propuesto arrestar a Schönbach. Sabía que no sería fácil conseguirlo: habría un largo tira y afloja burocrático entre España y Alemania que Schönbach aprovecharía para escapar de su perseguidor. Era inteligente y rico, y tenía contactos en las altas esferas; entre ellos, también contactos de fácil activación con la mafia internacional, según suponía Costa. Ya sólo por la forma en que lo había noqueado en Vista Mar -¡una pequeña advertencia!- había quedado demostrado con qué recursos contaba su adversario. Sin embargo, no se había dejado amedrentar entonces y tampoco lo haría ahora. Y de repente todo había cambiado. Se sentía como si hubiese llegado en un coche de última generación a una pradera donde estaba rodeado de ovejas que pastaban. ¿Debía dirigir su instinto cazador contra una persona tan afable e inofensiva como Martina? ¿Todo su olfato, su lógica y su ferocidad? La idea le repugnaba, pero lo haría.

Al día siguiente llegaron todos puntualmente a la reunión. «Otro progreso», pensó Costa.

Elena informó sobre los últimos sucesos y resumió la confesión de Grone.

– Con esa confesión, el caso queda cerrado -soltó El Surfista con evidente alivio-, pero pone patas arriba los resultados de la investigación que teníamos hasta ahora.

Costa le dio las gracias a Elena y tomó la palabra.

– Ayer, cuando hablamos por teléfono, yo aún era de la opinión de que todo señalaba a Schönbach, pero la confesión de Grone dirige las sospechas hacia Martina Kluge.

Elena repitió la explicación del detenido de cómo la masajista había disuelto en el baño una dosis letal de medicamento y supuestamente se lo había dado a beber a la ingenua Ingrid Scholl. Medio intoxicada, la señora Scholl se había comportado de una forma que Grone no había podido soportar, tras lo cual él la había matado llevado por una especie de arrebato. Gracias a eso, la acción de Martina no había salido a la luz hasta entonces.

Su siguiente víctima seguramente había sido Erika Brendel, ya que el modus operandi había sido el mismo, aunque todavía había que aportar pruebas. También en el asesinato de Arminé Schönbach, todos los indicios apuntaban a que Martina Kluge había sido la autora. Tenían que aceptar como prueba que habían dejado a la iraní inconsciente mediante una inyección. A pesar de que el fármaco no podía ser rastreado, científicamente no cabía duda de que había sido lanzada inconsciente por la barandilla. También estaban las manchas de su zapato derecho, causadas por la pintura fresca de la madera. El tablón había sido pintado la mañana del crimen, y su experimento había demostrado que la pintura se secaba al cabo de unas tres horas. De modo que la mujer, inconsciente, debió de ser arrastrada sobre el tablón antes de pasado ese tiempo. A esa hora, es decir, entre las 11.30 y las 12.30, Martina Kluge, según había declarado ella misma, se encontraba en la casa. Era muy probable que ya tuviera planeado el asesinato, por lo que habría llevado consigo la cuerda, así como la jeringuilla y el fármaco sedante. Después, supuestamente sacó la carta de despedida de Arminé Schönbach del álbum de fotos, la metió en un sobre, lo humedeció, lo cerró y lo dejó sobre el piano. Habría que determinar mediante un test de ADN si la saliva coincidía, porque la primera vez no habían contado con su verdadero pelo. Otra cuestión por resolver era por qué había empezado a cometer esos crímenes.

Martina Kluge, por tanto, había asesinado a Arminé con toda probabilidad el jueves por la mañana. Eso se correspondía con las declaraciones del DJ, que había intentado saltar la verja sobre las 12.30 porque el perro estaba encerrado en su caseta. La masajista debió de oír ladrar al animal después de haber tirado a Arminé al agua. Fue a ver y descubrió al hombre intentando entrar en la propiedad. Para impedirlo soltó al perro, que puso al DJ en un aprieto y le hizo perder su guante de motorista. ¿Y la carta de despedida? Sin duda Arminé se la habría enseñado a su amiga Martina Kluge, que la utilizó para hacer pasar el caso por un suicidio.

El Obispo dijo que había leído el informe de la autopsia de Torres. En él se estimaba la hora de la muerte, no obstante, sobre las 22.00.

– Tienes razón -dijo Costa-, si se hubiera tomado el desayuno que el ama de llaves le había preparado. Sin embargo, si no comió nada, pudo perfectamente ser asesinada entre las diez y la una de la tarde. Ese es, al menos, el lapso de tiempo en que tuvo que ser arrastrada sobre el tablón con la pintura fresca.

– ¿Seguía el desayuno allí cuando el matrimonio de conserjes regresó al día siguiente?

– No.

– Si Martina mató a Arminé, entonces se lo comió ella misma. Eso encajaría -dijo Elena.

– Así es -corroboró Costa.

Al final de la reunión, dio las gracias a sus colaboradores por el esfuerzo invertido en el caso Grone, y alabó la franqueza con la que habían afrontado los diferentes problemas que habían surgido en el transcurso de la investigación. Informó a sus compañeros de que, acto seguido, iría a ver al comandante para recuperar la carta de despedida de Arminé Schönbach y hacer que la examinaran en busca de huellas. Por último, hablaría con el fiscal sobre la orden de arresto contra Martina Kluge. Le gustaría llevar a cabo la detención él mismo, junto a Elena Navarro.