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Capítulo 23

Cuando sonó el despertador, a las cinco de la mañana siguiente, Costa no sabía dónde estaba. Recordaba con vaguedad que quería llamar a El Surfista para asegurarse de que se iba a Barcelona con las muestras. Lo encontró de camino al aeropuerto. El joven le dijo que el DJ estaba emitiendo en esos momentos en directo por Radio Ibiza.

Costa le preguntó dónde podía encontrar exactamente su informe y la carta de despedida de Arminé Schönbach. El Surfista había dejado las copias en el último cajón de su escritorio.

Ese lunes llegó al puesto principal antes que nadie. El ambiente del despacho estaba cargado, nadie había abierto la ventana en su ausencia. Costa se acercó un momento a la cocinilla y se sirvió del termo de café que había sobrado del viernes. En los cajones del escritorio de El Surfista encontró las copias del informe y de la carta de despedida de Arminé Schönbach.

Cuando la tuvo delante, se quedó de piedra. ¡Era la carta que había visto en el álbum de fotos de Arminé! Recordaba todavía perfectamente esas frases. En ella decía que se iba para siempre, pero que no quería hacer daño a nadie. No iba dirigida a ningún destinatario en particular y estaba firmada con un «Arminé».

¿Le habría obligado el asesino a volver a escribir esas líneas o simplemente había sacado del álbum la vieja carta? En todo caso, ya debía de conocer su existencia. La mujer se le había enseñado a Costa en su primer encuentro. ¿Por qué no iba a saber también el DJ que existía? ¿Quién más podría haberlo sabido? ¿El conserje y su mujer? Pero tenían coartada. ¿Martina Kluge? Arminé la había descrito como una amiga, lo cual hablaba a favor de la posibilidad de que conociera la carta. Sin embargo, Martina estaba descartada durante las horas del crimen. Sólo quedaba el doctor Schönbach.

Costa llamó al conserje y le pidió que pintara un trozo de madera con aquella pintura azul y que lo dejara secándose en la terraza. Más tarde pasaría por allí a echarle un vistazo.

Carmen García le trajo un café recién hecho y un bocadillo. Todavía estaba preocupada por la llamada de Arminé Schönbach. Costa la tranquilizó y le dijo que de todas formas no habría cambiado nada.

A las diez en punto apareció Elena y preguntó si podían empezar ya con la reunión, pero Costa quería esperar a El Obispo, que tras la larga noche de fiesta seguro que se retrasaría un poco.

En la matanza había quedado demostrada la desfachatez con que El Cubano intentaba ejercer su influencia sobre Costa a través de Rafel. Nada más oír sus primeras palabras, se había dado cuenta de lo mucho que sentiría que El Obispo saliera del equipo. Sabía que Rafel no se ponía de parte de nadie ni se dejaba comprar, pero ese comentario de que «la familia cuenta más que nada en el mundo» resonaba con claridad en su memoria.

Eran las diez y cuarto cuando el fornido cuerpo de El Obispo apareció por la puerta. Puso su termo sobre la mesa y se repantingó en una silla con un gemido. «Parece que va a tener dificultades para seguir la reunión», pensó Costa, pero se alegró de que se hubiera dejado caer por allí. De todas formas, no había mucho que discutir.

Elena informó de que todavía no había logrado dar con Weber. Este se había ido del Royal Plaza el jueves anterior, seguramente a algún otro hotel. La teniente esperaba que no se hubiera instalado en la casa particular de ningún amigo, porque entonces tardarían mucho más en encontrarlo. En caso de que se hubiera marchado ya, iría al Elephante a comprobar todos los tiques de las cuentas.

En el caso del asesinato de Ingrid Scholl, el resultado del examen toxicológico especial había dado positivo. Las veinte pastillas de digoxina cuya ausencia había advertido El Obispo le habían servido al asesino para dejarla en un estado tal que no pudiera defenderse antes de atacarla brutalmente con los espetones. Era una pregunta que tendría que contestar Grone. Había comenzado su cuenta atrás.

En cuanto al caso de Erika Brendel, no había fallecido de muerte natural, como en un principio parecía. Se había tomado cuarenta dosis de su medicación, Tenormin 100, que contenía atenolol como sustancia activa. Costa dudaba que se tratara de un suicidio, pero no disponía de ninguna prueba. En el fondo, ahora todo dependía del resultado de la misión de El Surfista.

Por tanto, el capitán aprovechó la ocasión para ir a ver a su superior e informarle acerca de su viaje a Bruselas.

El comandante, sin embargo, estaba más interesado por la fiesta de la matanza de El Cubano, lo cual le puso a Costa más fácil aún obviar la mención a los asesinatos.

Al terminar, cogió el coche y se fue a la villa de los Schönbach. Quería echarle un vistazo al álbum de fotos de Arminé y comprobar también si la muestra de pintura del conserje se había secado ya.

Cuando estuvo ante la verja, el perro arremetió como un loco contra los barrotes. Poco después sonó la campana que encerraba a la fiera en su perrera. Con el animal a buen recaudo, la verja se abrió y Costa pudo entrar.

El conserje le dijo que el doctor Schönbach se había marchado a Múnich esa misma mañana, muy decepcionado y triste porque el entierro que con tanto cuidado había preparado para su mujer no podría tener lugar a causa de la incautación del cuerpo.

Costa salió a la terraza. Por un momento se detuvo en el cálido sol y le dio la sensación de que algo se movía detrás de él. Se volvió, despacio, pero allí no había nadie. Subió la escalera que llevaba a la biblioteca y buscó el lugar de la estantería del que Arminé Schönbach había sacado el álbum. Su mirada paseaba por los lomos de los libros cuando le sonó el móvil.

Era El Obispo, que le informaba de que la coartada del DJ era irrebatible. La noche de la muerte de Arminé había participado, ciertamente, en una pelea en jaula que había tenido lugar en un local de la terminal de contenedores del puerto. El local pertenecía a la empresa de importación-exportación Ibicosa, que tenía el monopolio del abastecimiento de supermercados. Carlos Matares era dueño de parte de la empresa. En las peleas en jaula se apostaba por la victoria o la derrota como en las peleas de gallos o de perros. Y con ello el organizador, Cardones, se llevaba una buena tajada de la cual entregaba una parte a El Cubano.

Costa nunca había oído hablar de esas peleas. Tal como las describía El Obispo, la lucha debía de tener lugar en una jaula cerrada. Una vez los participantes quedaban encerrados en ella, peleaban sin ninguna interrupción. Una lucha sin reglas en la que todo estaba permitido. No hacía falta ninguna táctica, pero sí un elevado control del cuerpo y de los sentidos. La frontera entre la vida y la muerte dependía tan sólo del buen juicio de los dos contrincantes.

Costa le dio las gracias y descartó al DJ como posible asesino.

Se apoyó contra el pasamanos de la biblioteca y miró por la ventana. Schönbach era ya el único sospechoso.

A lo lejos el calor se estremecía, pero en el interior de la casa la temperatura era fresca y agradable. Costa vio un destello en el horizonte y reconoció al cabo de un rato el Mazda plateado de Martina Kluge. El perro seguía en la caseta. La joven se acercó y tocó la bocina. La puerta se abrió y ella atravesó la entrada. Bajó del coche y le gritó algo al conserje, que desapareció enseguida en su casa. Cuando volvió a salir, le dio algo. Debía de ser el mando a distancia para la caseta del perro, ya que la masajista cerró la verja interior y dejó salir al animal. Después se dirigió a la entrada de la casa principal. Costa oyó pasos y la observó desde la galería.

La joven pasó junto al piano de cola dejando resbalar la mano por su negra superficie esmaltada, después torció hacia la derecha, hacia el secreter de palo de rosa junto al que se encontraba la papelera en la que Costa había hallado el sobre con la carta de despedida. La masajista se quedó mirando el secreter como si quisiera abrir alguno de los numerosos cajoncitos, pero después se volvió hacia la izquierda, dio dos pasos y se quedó de pie delante de la papelera. La miró largo rato, se inclinó y metió la mano dentro.«¿Busca el sobre?», se preguntó Costa.

No sacó nada, volvió a erguirse y salió despacio a la terraza. Se detuvo en el puente y pareció hundirse en la contemplación de la roca sagrada de Es Vedrà.

Cuando Costa salió de las sombras de la sala a la terraza y ella lo vio, se llevó la mano a la frente desacostumbradamente despacio para protegerse los ojos del sol. Después se levantó la amplia falda de color claro, echó el pie derecho hacia atrás e hizo una pequeña reverencia, como una bailarina. ¿Qué quería decir eso? ¿Quería inclinarse ante él como si fuera un espectador en el mismo lugar en el que la bella Arminé se había quitado la vida? Entonces recordó el comentario de Elena, que había dicho que estaba loca.

Martina Kluge se acercó a Costa como a cámara lenta. Cuando llegó hasta donde estaba el capitán, le dio la mano y le preguntó si también a él le parecía que hacía mucho calor. Estaban a treinta grados a la sombra y el cielo relucía, azul, salvo por unas pequeñas nubecillas. Costa asintió y preguntó si buscaba algo.

La joven ladeó la cabeza y sonrió:

– ¿Y usted?

– Me estaba preguntando si da tiempo a ir a Múnich entre las doce de la noche y las nueve de la mañana siguiente. Ella se encogió de hombros.

– ¿Si uno es piloto y tiene un avión? -Miró por toda la sala con hastío, como si buscara un nuevo objeto digno de su interés.

– ¿Qué busca?

La muchacha volvió a ofrecerle una leve sonrisa.

– El sobre.

Costa se quedó perplejo. ¿Cómo es que había dicho eso?

– ¿Dónde esperaba encontrarlo?

– ¿No dijo usted ayer que estaba en la papelera de al lado del secreter?

Costa no recordaba haber hablado de eso con ella. ¿Se estaba echando un farol, o era él quien se equivocaba? De todas formas, no dejó que percibiera sus dudas.

– Cierto. Pero me lo llevé.

La masajista asintió.

– Porque ella lo había lamido.

¿Qué quería decir? ¿Que el asesino era una mujer? ¿O que había sido la propia Arminé Schönbach?

– ¿Qué quiere decir con «ella»?

La chica se encogió de hombros despreocupadamente.

– La persona que lo hizo.

Lo miró fijamente. Sus ojos eran de un verde insólito. Su piel clara hacía pensar que nunca tomaba el sol. Tenía los labios rojos, aunque no llevaba pintalabios. Era un tipo de persona totalmente diferente a Arminé, pero no menos bella. La diferencia consistía en que Martina parecía difuminarse cuando uno estaba con ella, mientras que Arminé ganaba cada vez más sustancia. A Costa le pasó por la cabeza que un hombre inseguro tendría con Martina la sensación de perderse él mismo, mientras que con Arminé tendría miedo a ser atropellado o engullido. ¿Tenía Martina vida propia, o se dedicaba a vivir las existencias de todas esas mujeres a quienes les leía el futuro o el pasado con sus cartas? Comprendió entonces lo mucho que debía de gustarles a la señora Scholl y a la señora Brendel. Sobre todo a Erika Brendel, que sabía perfectamente lo que quería y a quien le parecía fantástico que siempre cumplieran sus deseos.

Martina seguía de pie frente a él como si esperara la respuesta a una pregunta. Costa volvió a percibir aquel aroma a menta. Ninguno de los dos dijo nada, pero él se sentía relajado y tranquilo. Habría podido pasarse horas así, junto a ella, si el silencio no hubiese quedado interrumpido por la melodía de su móvil. Era El Surfista, que acababa de recibir los resultados de los análisis. Costa le hizo un gesto a Martina, disculpándose, y se apartó un poco.

– Primero las pruebas de la sangre y los tejidos de Arminé Schönbach -dijo El Surfista, y preguntó si quería que se lo leyera o si se lo resumía con sus propias palabras. Costa le pidió esto último. Ya vería más tarde el expediente-. Bien, pues es lo siguiente: la pregunta era si a la señora Schönbach la habían sedado antes, ¿cierto?

Costa dijo que sí.

– Vale, pues los chicos han buscado barbitúricos o algún otro medio de sedación. Resultado: cero.

Costa se sintió abatido. También Torres había mencionado esa posibilidad durante su juego mental y le había pronosticado un problema. La rozadura del pie era demasiado débil como prueba.

– ¿No han encontrado nada? -preguntó Costa, malhumorado.

– Nada de nada. Cero.

Por lo visto, eso a El Surfista le hacía gracia.

– ¡Pero si tenía un pinchazo de aguja!

– Correcto, pero por lo visto no le inyectaron nada.

– ¿Has hablado en persona con el profesor Iglesias?

Costa no pensaba rendirse tan pronto.

– He hablado con él. La única explicación sería que le hubieran inyectado una sustancia que al cabo de una o dos horas se diluyera por sí sola en la sangre sin dejar ningún rastro. Pero, en ese caso, el asesino tendría que haber sido un especialista. Un AA, como los llamábamos en la academia.

Costa se puso nervioso.

– ¿Un qué?

– Un Asesino Artista. Alguien a quien sólo puede atraparse por casualidad. Como dijo De Quinces: «No existe genio tan grande que pueda estar seguro de que su gran plan transcurrirá sin imprevistos».

¿Qué decía de pronto de De Quinces? O estaba intentando distraerlo para que no le preguntara por otra cosa, o ya iba borracho. ¿Le gustaba tanto a su compañero volar a Barcelona porque allí podía «meterse» sin que nadie lo molestara? Costa lo increpó, pero después intentó calmarse de nuevo. Al fin y al cabo, todo el mundo tenía a algún loco en el trabajo.

El Surfista prosiguió con su informe, algo ofendido. Había otro dato, no obstante, que hacía suponer que la víctima había sido sedada antes del ahorcamiento. Cuando se ahorca a alguien completamente consciente, en el cuerpo y en la cabeza se liberan hormonas del estrés que pueden detectarse después de la muerte. Sin embargo, si la víctima ha sido anestesiada antes del ahorcamiento, sólo el cuerpo libera esas hormonas, pero no la cabeza. En la sangre del cuerpo de Arminé se habían encontrado hormonas del estrés; en la sangre de su cabeza, no. Puesto que no la habían dejado inconsciente con un golpe ni con ninguna sustancia que se pudiera rastrear, para el profesor Iglesias sólo había una explicación. Le habían inyectado en vena algún derivado del curare, como por ejemplo la d-tubocurarina, una sustancia que induce una parálisis respiratoria.

– ¿Eso de las hormonas del estrés tiene peso como prueba? ¿Ha dicho algo Iglesias?

– Absolutamente. También yo se lo he preguntado.

¡Entonces ya no había duda de que Arminé Schönbach había sido asesinada! Aquello demostraba que habían dejado inconsciente a Arminé y la habían arrastrado por el puente. Todo ello quedaría corroborado también por la comparación de las muestras de pintura, si resultaban ser iguales.

Todavía quedaba la cuestión de quién había humedecido el sobre de la carta.

– ¿Qué resultado ha dado el test de ADN? -preguntó Costa.

El Surfista balbució un poco, fue enumerando con ceremonia a todas las personas que habían dado negativo en el análisis comparativo: la víctima misma -un indicio más de que había sido un asesinato-, la pareja de conserjes, el DJ.

Mientras seguía al teléfono, Costa no hacía más que mirar de vez en cuando a Martina Kluge. Le resultaba bochornoso haber levantado la voz un par de veces mientras hablaba. En la enumeración de El Surfista todavía faltaba ella, pero Costa quería evitar pronunciar su nombre en su presencia.

– Teníamos a otros dos sospechosos más.

– Sí, el doctor Schönbach -dijo El Surfista-. Esa es la cuestión. La muestra de la secreción nasal se ha perdido, pero yo estoy convencido de que la entregué -aseguró-. En el Instituto no se lo explica nadie, es una auténtica mierda.

– ¿Quedó registrada la entrada de las muestras en el Instituto?

– Sí. Salvo la de la muestra del doctor Schönbach. Por eso les es tan difícil intentar localizarla ahora.

Costa sabía que todo quedaba siempre registrado. En ese sentido se trabajaba igual en España que en Prusia: sello y doble firma. ¡Qué descaro tenía ese chaval! ¿Dónde habría perdido el maldito pañuelo de papel de Schönbach? ¿No sería también él de esos que recibían una paga extra de manos de los principales sospechosos?

Costa hizo a un lado esas ideas.

– ¡Todavía nos queda una! -bramó-. ¡Hay una más!

Dirigió una mirada a Martina Kluge, que ahora seguro que lo tomaría por el típico soldado cabeza cuadrada, como su madre solía llamarlo cuando estaba en el ejército alemán.

– ¡Oye! ¿Oye? -exclamó. ¿Se había cortado la comunicación?

– Sí, un momento, los resultados de la…

Por lo visto El Surfista había entrado en un lugar sin cobertura.

– ¡Por el amor de Dios, todavía no me has nombrado a la última persona de la lista! -volvió a gritar casi Costa.

– Sí que las he nombrado a todas. ¿Quién me falta?

El capitán perdió la paciencia.

– ¡Martina Kluge, joder!

– Pero si ya la he dicho -repuso El Surfista-, ha dado negativo. No fue ella.

Costa ya tenía suficiente.

– Déjame enseguida el expediente en mi mesa, en cuanto llegues -dijo, y colgó.

Al darse la vuelta, Martina Kluge había desaparecido.

Salió fuera para repasarlo todo una vez más con tranquilidad. Arminé Schönbach se había echado en una de esas tumbonas y allí le habían inyectado una sustancia que la había dejado inconsciente. Posiblemente se trataba de un fármaco llamado d-tubocurarina, que paralizaba la respiración y no dejaba rastro. Eso apuntaba a Schönbach. Sólo un médico podía saber algo así, sólo un médico tenía acceso a un fármaco así. De todas formas, la sustancia ya no podía detectarse. Menos inteligente había sido el pinchazo en el brazo. Torres le había explicado que el pinchado de una aguja fina de insulina no se habría notado en absoluto. ¡Y lo de la pintura en los pies de la muerta, sin la cual Costa no habría obtenido el permiso para la autopsia! Habían levantado el cojín sobre el que habían dejado inconsciente a Arminé, habían arrastrado su cuerpo intentando llevarla hasta el puente y sus pies se habían rozado con el duro suelo, con lo que la víctima había perdido una zapatilla de deporte. Costa no sólo encontró rozaduras de arrastre en sus pies, también en el cojín de la tumbona.

Seguramente el asesino había atado de antemano la cuerda a la barandilla del puente, la había pasado por encima del arco de hierro, había hecho un lazo y se lo había echado al cuello a Arminé Schönbach. Después incorporó a la mujer, la apoyó contra la barandilla y la lanzó al vacío. Tiró al agua la zapatilla que se le había caído y se dirigió a la librería. Allí sacó la vieja carta de despedida del álbum, la metió en el sobre que había cogido del secreter, lo humedeció, lo cerró y lo dejó sobre el piano. Cierto que El Surfista había perdido el pañuelo de papel con la secreción nasal de Schönbach -o bien alguien lo había hecho desaparecer-, pero otro test de ADN les daría la prueba definitiva. De pronto, Costa lo vio claro. Schönbach conocía a la perfección los cuadros médicos de sus pacientes y los fármacos que usaban. Sabía que la señora Scholl padecía de insuficiencia cardíaca y que por eso tomaba digoxina todos los días. Sabía también que había hecho testamento a su favor, y sólo tenía que esperar una oportunidad para prepararle una sobredosis. Cómo lo había hecho, Costa todavía no lo tenía claro. Schönbach no arriesgaba lo más mínimo, ya que cualquier médico habría diagnosticado una muerte natural o, en el peor de los casos, un suicidio, como con la señora Brendel. El cirujano había tenido la mala suerte de que justo en el momento en que empezaba a notarse el efecto letal del fármaco, un loco había entrado a robar y había acabado matando a Ingrid Scholl de una forma brutal. Este último criminal era un aficionado que ni siquiera se había molestado en comprobar el contenido de la caja fuerte. Sin embargo, había tenido atareada a la policía, con cuya aparición Schönbach nunca tendría por qué haber contado. Costa se había planteado en un par de ocasiones la hipótesis de que Grone hubiera actuado a las órdenes de Schönbach, pero le faltaban pruebas. Entretanto, lo que sí tenía claro era que allí había dos mundos completamente irreconciliables: el mundo controlado y metódico del esteta y perfeccionista Schönbach, y el mundo crudo e impulsivo de Günter Grone. Sin embargo, esas dos personas jamás deberían haberse cruzado, a menos que todo hubiera salido mal.

Schönbach se había encargado de la misma manera de Erika Brendel, de quien sabía que quería modificar su testamento. Por la idea que se había formado Costa de ella, dedujo que seguramente habría informado antes a Schönbach. El cirujano pasaba muchas veces por el centro de belleza. Era socio del negocio de Vista Mar y podía moverse por allí sin llamar la atención. Tal vez tuviera incluso llave de los apartamentos.

El propio Costa no había sido del todo inocente en la muerte de Arminé Schönbach. Le había explicado lo de la señora Scholl y lo de la señora Brendel, y se había dado buena cuenta de lo mucho que la afectaban esas noticias. Posiblemente la mujer recordó experiencias anteriores con Schönbach y de pronto comprendió cómo había sucedido todo. Costa sospechaba que Schönbach era uno de esos médicos que habían matado a numerosos pacientes de forma tan sutil que nadie había podido demostrar nada en su contra. Estaba convencido de que una comisión de investigación internacional encontraría más casos de ese estilo. Los brazos de Schönbach eran largos. Había operado también en Inglaterra, Irlanda, Escandinavia y alguna que otra vez en Estados Unidos.

Costa comprendió por qué de pronto Arminé había querido hablar con él. No podía perdonarse no haberle dado su número de móvil; a lo mejor aún seguiría viva. Probablemente había ido a ver a su marido y le había hablado de su visita. Sin duda, un intelecto como el de Schönbach se dio cuenta de inmediato de que su mujer estaba dudando, que estaba a punto de confesarse con ese policía al que ya le había explicado media vida junto a una taza de té. Schönbach tenía que actuar enseguida, seguramente voló el jueves por la tarde con un jet privado de Múnich a Ibiza, o a Mallorca, para encargarse del asunto antes de la medianoche. Costa cayó entonces en la cuenta de que todavía esperaba la respuesta de Protección Aérea. Se lo anotó para volver a insistirles. Schönbach no esperaría que nadie comprobase los vuelos privados. Además, ¿quién iba a pensar algo así? El caso de Arminé Schönbach había quedado registrado en el expediente como un suicidio y, de no haber sido por un viejo cabezota como el juez Montanyà, ya la habrían incinerado.

Costa estaba a punto de salir a la terraza para ir a buscar la madera que había pintado el conserje cuando lo interrumpió la melodía de su móvil.

Era Elena. Había logrado dar con Weber en el Hotel Las Brisas de Ibiza, en Cap Roig, en el noreste de la isla. Se hospedaba allí desde el jueves anterior con su novio, Dieter Möller, aquel homosexual de cuero negro con el que había estado en el Elephante la noche del asesinato de la señora Scholl. Como contable y asesor fiscal decente que era, conservaba a mano la cuenta del restaurante. El cargo se había producido a las 21.56. De modo que era más que imposible que Weber hubiese estado a las 22.00 en el Dome, ya que el trayecto entre el restaurante, en San Rafael, y las puertas del casco antiguo de Ibiza duraba como mínimo quince minutos.

– Weber se ha retractado de su declaración acto seguido. La coartada de Grone ha caído -dijo Elena para concluir su informe.

Costa le dio las gracias y le pidió que estuviera preparada para el interrogatorio de Grone. Consultó su reloj de muñeca y dijo:

– Puedo estar en la cárcel dentro de una hora.

¡Grone tendría que confesar!

En el salón, Costa volvió a subir los escalones de la biblioteca, esta vez encontró el álbum de fotos al primer golpe de vista y lo abrió justamente por la página de la instantánea en la que se veía a Arminé en Londres. El espacio de al lado estaba vacío. El asesino, por tanto, había utilizado aquella carta de despedida. Se lo había puesto fácil. Costa se llevó el álbum de fotos para que buscaran huellas dactilares en él.

El asesino era alguien con libre acceso a la casa, sin ninguna coartada para las diez de la noche del jueves y que sabía dónde guardaba esa carta Arminé. Todo acusaba al doctor Schönbach.

Después de interrogar a Grone, volaría a Múnich y se enfrentaría al cirujano en persona con sus nuevos descubrimientos. Costa decidió llamarlo en ese mismo momento.

Marcó el número de su consulta en Múnich. No estaba seguro de cómo reaccionaría Schönbach ante esa situación. Había tenido buenas experiencias preparando a los sospechosos para su aparición y quitándole importancia por teléfono a lo que se les venía encima. Es verdad que le anunciaría que quería hablar con él, pero al mismo tiempo lo tranquilizaría.

La secretaria lo hizo esperar un momento. ¡Una primera prueba! ¿Aceptaría Schönbach la llamada, o haría decir que no estaba?

No pasó mucho tiempo antes de que oyera la voz tranquila del cirujano, que lo saludó con afabilidad y le preguntó en qué podía ayudarle.

Costa le dijo que, si bien lo sentía mucho, el entierro que había sido preparado para el martes tendría que quedar aplazado de momento, pero que las investigaciones forenses habían corroborado la sospecha inicial de que su mujer había sido asesinada.

– Disculpe que tenga que comunicárselo por teléfono -añadió. Schönbach no repuso nada-. También llevo la investigación del asesinato de la señora Scholl, del que seguro que habrá oído hablar. En ambos casos estamos muy cerca de la solución. Creo que hoy mismo conseguiré una confesión, pero antes de ir al interrogatorio, me gustaría mucho aclarar un problema que me da vueltas por la cabeza.

– ¿De qué se trata? -La voz de Schönbach era cálida y amable.

– Todas las mujeres relacionadas con el caso del asesinato de la señora Scholl y de la señora Schönbach tenían una cosa en común. Le legaban a usted, doctor Schönbach, toda su fortuna. Los agentes de la ley estamos obligados a resolver esa clase de peculiaridades en todo caso de asesinato.

– Lo entiendo, lo entiendo -dijo Schönbach con su tono comprensivo-. A mí también me impresiona, pero por desgracia no tengo ninguna influencia respecto a quién nombran heredero mis pacientes. Algo así no es compatible con mi reputación como médico y, como no quiero ser yo el primero que dé la impresión de que sólo me importa el dinero de mis pacientes, he firmado un compromiso con mi notario para que ese tipo de legados sean donados de nuevo de manera inmediata.

– Comprendo -dijo Costa-. ¿Podría facilitarme el nombre del destinatario final?

– Antes de darle ningún nombre, quisiera comentar el asunto con mi abogado y con el interesado. ¿Le parece bien?

– ¿Qué significa eso en la práctica?

– Si quiere, puedo darle el teléfono de la notaría. Allí le confirmarán que digo la verdad. Por lo que se refiere al nombre, me gustaría consultarlo esta noche con la almohada. Pero, en realidad, esa información tampoco es indispensable para usted. Lo único que necesita saber es si tenía un motivo para matar a la señora Scholl y a mi propia esposa. ¿Lo he entendido bien?

Costa le dijo que sí, le dio las gracias y preguntó si, para facilitarlo todo un poco, podía decirle dónde había estado los días 26 de septiembre y 4 de octubre.

– Esos días tenía operación. Ahora mismo le paso con mi secretaria para que ella le dé la información exacta. Los nombres de mis pacientes, desde luego, no podré ofrecérselos, para eso necesitaríamos una orden judicial.

Costa se sintió disgustado por los cambiantes estados de ánimo a los que se veía expuesto en presencia de ese hombre. Hacía un momento quería detenerlo y, tras un par de frases, volvía a escapársele la arena entre los dedos.

– ¿Y las noches de esos días? -preguntó con serenidad.

La línea quedó un momento en silencio, después se volvió a oír la voz cálida y melodiosa de Schönbach:

– Me alegra poder ayudarle, capitán. El jueves por la noche di una cena en mi casa de Königinstraiße a la que asistió también el jefe superior de policía de Múnich. En su despacho se lo confirmarán sin problema, si eso le es de ayuda.

Costa hizo un último intento y le preguntó si se había dado cuenta que la carta de despedida del piano era una vieja carta de cuando su mujer era joven. El hombre dijo que no, que no había sospechado nada semejante.

– ¿Quién podía conocer la existencia de esa carta?

Costa no se rendía.

– Mi mujer le enseñaba ese escrito a todo el que mostraba el menor interés por su vida. Además, yo la amaba -dijo con una voz que expresaba una honda pena.

¿Podía nadie disimular de una forma tan perfecta?

La certeza de Costa levantó el vuelo como una bandada de gorriones. Se sintió como un idiota. Hacía unos instantes tenía la visión perfecta de la culpabilidad de Schönbach. Había vislumbrado hasta el último detalle del curso de los acontecimientos. Tampoco le había planteado ninguna duda el hecho de que Schönbach ganase demasiado como para tener que buscar un dinero extra por medios criminales, pues sabía, gracias a Teckler, que el cirujano era muy ambicioso y extremadamente derrochador. Las personas así no luchaban por conseguir una riqueza con la que pagar buena comida, un traje, un coche o una casa. Sus ansias de poder los dominaban por completo y los obligaban a buscar más y más con una ambición desmesurada, a devorar y a engullir siempre más. Costa sabía por Teckler que Schönbach era un fanático coleccionista. También eso encajaba con el perfil. Personas que querían acapararlo absolutamente todo. Schönbach poseía unas cinco mil pipas de tabaco muy valiosas, y siempre que podía conseguir otra se comportaba como un animal al caer sobre una presa. Coleccionaba también manuscritos de Johann Sebastian Bach, ediciones originales de clásicos alemanes y objetos artísticos como el arco de Serra de su terraza: ¡caros placeres!

Costa no podía creer que su gran visión se hubiese desvanecido en la nada. De repente pensó en Karin e imaginó las burlas que tendría que soportar por ello. Pero ¿cómo podía habérsele ocurrido que un médico tan respetado y famoso asesinara a sus pacientes, e incluso a su propia mujer?

Costa le pidió a la secretaria los detalles de las operaciones y los anotó. Lo mismo hizo con el número de la notaría. Ya llamaría después.

Tenía que darse prisa para no hacer esperar a Elena Navarro en la cárcel.

Antes de marcharse, pasó de nuevo a ver al conserje y le preguntó por la madera con la muestra de pintura.

El conserje lo llevó a la terraza, donde había dejado el tablón. Costa se arrodilló y lo tocó. La pintura estaba firme como el vidrio. Le preguntó al hombre a qué hora exactamente había pintado la madera. Vicente se disculpó y dijo que por la mañana se le había olvidado y que no lo había hecho hasta las once. Costa consultó el reloj, no eran más que las dos menos pocos minutos. Eso quería decir que al cabo de unas tres horas la pintura se secaba y ya no se pegaría en los tejidos ni en los objetos que le pasaran por encima.

Con todo, no tenía tiempo para volver a ocuparse de eso. Le dio las gracias al conserje y le pidió que encerrara el perro.

Antes de salir de la casa, se le ocurrió oportunamente buscar en el baño de Schönbach algo con lo que sustituir la muestra de ADN perdida. Sacudió los vellos de la barba de la máquina de afeitar y los guardó en la bolsita de plástico de unos pañuelos de papel, envolvió también el cepillo de dientes de Schönbach y se guardó ambas cosas en el bolsillo de la chaqueta.