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Capítulo 21

Cuando Costa llegó a Medicina Forense, Torres y sus compañeros ya habían empezado con la autopsia.

El examen exterior estaba concluido. No se habían encontrado grandes heridas, sólo rasguños y rozaduras en el pie izquierdo, el descalzo. También tenía un hematoma en el brazo del mismo lado, probablemente causado por el pinchazo de una aguja. Era posible que hubiesen sedado a Arminé de esa forma.

Costa la vio en ese momento toda descubierta: desnuda e indefensa. Unos extraños se inclinaban sobre ella y destruían finalmente su belleza.

Les preguntó si presentaba cicatrices de alguna operación de cirugía estética. Torres dijo que no con la cabeza. Costa recordó la conversación que había mantenido con ella y en la que había negado que su marido la hubiese operado nunca.

Al terminar, Torres dejó a sus colegas más jóvenes el envasado pertinente de la sangre cerebral y corporal, de los tejidos del corazón, músculos y estómago, y se llevó a Costa un momento a su despacho. Sacó una botella de vino tinto de su escritorio y se sirvió un vaso. Costa le dio las gracias, pero no le apetecía. Torres se echó un trago largo.

– Lo necesito, después de un trabajo así -dijo con una sonrisa, y se sirvió inmediatamente un segundo vaso. Después se dejó caer en su sillón giratorio y se volvió hacia Costa-. ¡Qué caso más complicado, joder! -dijo.

Costa quería conocer su opinión. El forense lo miró un momento.

– ¿De verdad quieres saber lo que pienso, Toni?

Costa dijo que ya se conocían lo bastante para eso.

– Bueno -dijo Torres-, pues creo que es una jugada condenadamente refinada. ¿Eso lo tienes claro, Toni?

– Depende de a qué te refieras, Jaime.

Torres se levantó y empezó a caminar de aquí para allá. Costa no hacía más que volverse todo el rato para no perderlo de vista.

– Tenemos tres mujeres muertas. La primera fue asesinada de una forma cruel y brutal, pero más adelante comprobamos que habría muerto de todas formas, aunque el asesino de los espetones no la hubiera ensartado. Estaba hasta arriba de su propia medicación. Una dosis que habría bastado para llevársela al otro barrio en las siguientes dos horas. Es posible que el asesino intentara primero envenenarla con esa sobredosis, pero que después perdiera la paciencia, acabara peleando con ella y se la cargara de una forma más directa. Cuatro días después, su mejor amiga se quita la vida, aunque poco antes le promete a su hijo cambiar el testamento a su favor. De haber sido una suicida, seguramente habría cumplido esa última promesa. Aunque se trate de personas no religiosas, en el último momento la mayoría queremos saldar todas nuestras cuentas. ¿Quién resultó ser al final el heredero?

– El doctor Schönbach.

– ¿El cirujano? ¿El mismo que ha heredado de la señora Scholl?

Costa asintió.

– A lo mejor las dos se pusieron de acuerdo. Al fin y al cabo, eran amigas.

Y le explicó que el doctor Schönbach era tan admirado como cirujano plástico que también otras mujeres le habían dejado toda su fortuna.

Torres se bajó las gafas hasta la punta de la nariz con un gesto exagerado y miró a Costa por encima de la montura.

– ¡No me lo puedo creer! ¿Las tumba en su mesa de disección, les hace un par de cortecitos y ellas le dejan todo su dinero?

– No sólo les hace un par de cortes, les devuelve los últimos diez o quince años de su vida. Por algo así, bien puede uno renunciar a su dinero a título postumo.

Torres sonrió.

– O a lo mejor se enteró de que Brendel quería cambiar el testamento y por eso le administró una sobredosis de la medicación que tomaba a diario. Lo has descrito como un médico brillante, de modo que sabrá de estas cosas. El riesgo es prácticamente inexistente, ¿quién puede demostrar que no ha sido un suicidio?

– Tendría que habérselas mezclado con alguna bebida sin que se diera cuenta -adujo Costa.

– O pudo darle las pastillas en otro envase y decirle que, para rejuvenecer más aún, tenía que tomarse cuarenta.

Costa compartía la opinión de Torres, pero no tenía pruebas.

– Y ahora el caso número tres, ¡la mujer del mago! -Torres sonrió. Se veía lo mucho que disfrutaba atacando con la lógica como única arma-. Basémonos en los hechos: la hermosa iraní fue asesinada. Era un día caluroso. Por la mañana, a las diez, la temperatura ya era de veintiséis grados a la sombra. Se bebió un gran vaso de agua y se echó en una tumbona. Esperaba a su masajista, con la que había quedado a las once y media. No tenía que abrirle la puerta, porque Martina Kluge tenía un mando a distancia. En el salón le esperaba el desayuno que el ama de llaves había preparado antes de marcharse de la casa con su marido; ambos iban a pasar fuera el día y la noche siguientes. Arminé, en realidad, nunca tomaba nada antes de la comida, pero su marido había insistido en que le llevaran alguna cosa. Supongamos que la masajista llegó, le trató la espalda y después la mujer comió, digamos sobre la una. Para que el estómago quede tan vacío como lo hemos encontrado en la autopsia, tienen que pasar entre ocho y nueve horas. Martina Kluge se despide, nuestra víctima pasa el día tomando el sol y bañándose, llega la noche, no come nada y tampoco bebe nada de alcohol. La masajista, sin embargo, regresa para ver cómo está o para darle un segundo masaje. Le ofrece un fármaco analgésico que en realidad es un narcótico. La arrastra hasta el puente, le pone la cuerda alrededor del cuello y la lanza a la cascada.

– No puede ser -dijo Costa-. Con un día tan soleado, la pintura de la madera se habría secado hacía horas. No habríamos encontrado ninguna mancha en su zapatilla.

Torres sonrió con comprensión.

– Eso tendrás que comprobarlo. Hace poco pinté una mesa y tardó tres días en secarse.

Costa lo anotó. Torres tenía razón. Más tarde llamaría al conserje por teléfono y le pediría que al día siguiente, por la mañana, volviera a pintar un tablón y lo dejara al sol.

– Supongamos que la pintura ya se hubiera secado del todo hacia las diez de la noche. ¿Estaba el perro suelto en esos momentos?

Costa asintió.

– Estuvo suelto toda la noche y hasta la mañana siguiente a las diez, cuando llegaron el conserje y su mujer.

– En tal caso debemos tener en cuenta al señor de la casa, el doctor Schönbach, y a la masajista con su mando a distancia. A nadie más.

– Martina Kluge le había dado su mando a distancia al conserje porque había que cambiarle las pilas.

– Entonces, esa tarde la señora Schönbach tuvo que abrir ella misma la puerta.

Torres no se rendía nunca. Costa ya lo conocía. Era el efecto de la lógica pura: se alcanzaba un resultado que uno ya no quería poner más en duda.

– Por toda la casa hay repartidos varios de esos mandos a distancia. La señora Schönbach tuvo que dejar entrar al asesino. La mató, después cogió un mando a distancia, salió y volvió a soltar al perro de la caseta.

– Imposible -dijo Costa-, no faltaba ningún mando. El conserje lo ha confirmado.

– ¿Has comprobado la coartada de ese hombre?

Costa asintió. Elena había tomado declaración al menos a seis personas en Vista Mar que habían visto allí a los familiares de su conserje.

Costa recordó entonces al misterioso motorista. También a él había que barajarlo como posible asesino. A lo mejor Arminé Schönbach le había abierto la verja y él la había matado; luego, al salir, el perro estaba ocupado en el otro extremo de la propiedad y el hombre había tenido tiempo de recorrer todo el jardín a la carrera y había saltado la verja justo antes de que la fiera lo alcanzara. Habría sido seguramente entonces cuando perdió el guante.

Torres admitió que también ésa era una posibilidad. Volvió a llenarse el vaso hasta arriba y dio un buen trago.

– No bebas tanto -dijo Costa.

Torres se echó a reír a carcajadas y le dijo que, si resolvían el caso allí, en ese momento, Costa le debería una caja entera de buen vino tinto.

– Acabarás matándote -dijo el capitán.

– Tú mismo has visto que existen formas más terribles de morir. ¿O crees que colgar de una cascada es agradable? Bueno, ¿qué tenemos, entonces? Tú has de encontrar a ese DJ y demostrar que perdió su guante el jueves por la noche, hacia las diez, en la propiedad. Tienes que comprobar las coartadas de la masajista y del cirujano plástico. También tienes que esperar los resultados del laboratorio. Si no encontramos ningún narcótico, es que la convencieron para que se pusiera la soga al cuello, ¿cierto? Pero, entonces, tampoco tendría marcas de arrastre en el zapato y el talón. Si no encontramos ningún barbitúrico, tienes un problema. La rozadura por sí sola no basta.

Costa quiso saber por qué no, y Torres le explicó que Arminé Schönbach también podía haberse caído en el puente y haberse lastimado el talón. La prueba era demasiado débil para un juicio por asesinato.

– In dubio pro reo -añadió Torres con burla.

– Tenemos la carta de despedida -dijo Costa-. Estaba dentro de un sobre cerrado, y el que lo cerró tuvo que ser el asesino.

– Pero sólo si puedes demostrar que de verdad fue asesinada y que el asesino estaba en la casa a la hora de la muerte. -Volvió a sonreírle con malicia-. Un lametón por sí solo no basta.

«A mí sí me basta», pensó Costa. Se levantó de su asiento y dijo que Karin lo estaba esperando en la fiesta de la matanza y que todavía tenía que pasar a ver a Martina Kluge. Sin embargo, antes de que llegara a la puerta, Torres se interpuso en su camino.

– Espera -le dijo-. ¡Dime antes por quién apuestas!

Costa sabía que a Torres le volvían loco las apuestas y que sólo hacía favores como realizar una autopsia en domingo si uno participaba en su juego. Era importante dejarlo ganar. Estaba claro que Torres apostaría por el DJ, ya que la masajista le había dado su mando a distancia al conserje y no habría podido salir de la villa ella sola por la noche. No era de las que se enfrentan a un perro agresivo. ¿Y el DJ? Ya se vería. De modo que sólo quedaba Schönbach. Aunque el conserje lo había llamado el viernes por la mañana, a las diez, a su consulta de Múnich. ¿Cómo iba a haber regresado el cirujano a Múnich en plena noche? Costa sabía, por supuesto, que tenía una licencia de piloto, pero… Bueno, por si acaso comprobaría el tráfico aéreo de aviones privados en el aeropuerto. Sin embargo, pesaba más el guante de un posible allanador de morada que podía haber entrado en la casa en esas horas en cuestión. Torres, estaba claro, apostaría por él.

– Apuesto por el doctor Schönbach -dijo Costa.

Torres sonrió, alzó la mano y dijo:

– Bien, la apuesta es válida. ¡Una caja!

– ¿Por quién apuestas tú?

– Por el DJ -dijo Torres, y le abrió la puerta para dejarlo salir.

Costa fue a buscar a Elena Navarro para que lo acompañara a ver a Martina Kluge. No quería interrogar él solo a una testigo en una investigación tan intrincada, y Elena parecía ser la más indicada para la ocasión. Ya había hablado por teléfono con la masajista y había quedado con ella en su pequeña sala de tratamiento del centro de belleza, la misma en la que se habían visto los tres hacía una semana. De camino a Vista Mar, Costa y Elena prepararon el interrogatorio. La última vez, Martina Kluge no había querido desvelar dónde había estado en el momento del asesinato de Ingrid Scholl. Había dicho: «Justo antes había recibido una llamada de la señora Schönbach. Le prometí estar en su casa sobre las nueve». Sin embargo, en lugar de eso debería haber dicho: «Estuve con el doctor Schönbach en el Elephante». Es decir, donde Costa la había visto. ¿Por qué lo había mantenido en secreto?

Costa y Elena querían preguntarle también dónde se encontraba en el momento de la muerte de Erika Brendel. Torres había determinado la hora de la muerte con bastante exactitud. La señora Brendel había muerto hacía exactamente una semana, entre las 19.30 y las 22.30. ¿Por qué no iba a estar Martina Kluge la noche del domingo anterior en el Vista Mar a esa hora? Si Erika Brendel se encontraba mal porque había tomado las pastillas que no eran, o había jugado con la idea de quitarse la vida por la desesperación que sentía ante la muerte de su amiga, lo más probable es que hubiese llamado a su confidente, Martina Kluge. Costa había pasado por alto preguntarle por ello a la asesora de belleza. Se trataba de un fallo que esta vez repararía.

Y, naturalmente, la muerte de Arminé. ¿Cuándo la había visto Martina por última vez? ¿Había ido a visitarla el jueves? ¿Había tomado la señora Schönbach algo después, o había sido Martina quien se había comido el desayuno y Arminé no había probado nada, como tenía por costumbre? ¿Respondería a esas preguntas con veracidad si había sido ella la asesina? Costa no pudo evitar pensar en Torres, que seguro que en ese momento le habría dicho: «Si es la asesina y calculó incluso los tiempos de digestión de los alimentos en el estómago de su víctima, ¡no la atraparás jamás!». En tal caso sería un genio, como el famoso asesino Wayne Wright, al que jamás condenaron. En fin, a Costa no le parecía una criminal calculadora y sin escrúpulos. Más bien le daba la impresión de ser una santa con voluntad de sacrificio. Lo que sí le preguntaría era si, como parte de su polifacética formación, también había aprendido a poner inyecciones. Pues, según la teoría de Torres, Arminé había sido sedada antes mediante una inyección.

Martina Kluge estaba sentada en silencio en su sofá de cuero blanco, muy relajada. Llevaba un vestido blanco de hilo y tenía las piernas cruzadas. Costa volvió a percibir un aroma a menta. Quería terminar cuanto antes con el interrogatorio, porque en la última media hora había empezado a preocuparse bastante por los reproches con que lo esperaría Karin.

– Señorita Kluge, la última vez me dijo que, después de la sesión de runas con Ingrid Scholl, había quedado a las nueve con la señora Schönbach. ¿Es así?

– Sí, así es.

Lo dijo sin mover las manos, que había dejado relajadas sobre su regazo. Estaba sentada muy erguida, se enderezó aún un poco más y sonrió.

– ¿Y fue a verla a esa hora?

Costa se sintió de pronto muy cómodo. Martina Kluge conseguía serenarlo con pocas palabras.

Ya casi había olvidado la matanza y los amenazantes reproches de Karin.

– La verdad es que el doctor Schönbach me recordó que había quedado con él para cenar.

– ¿Por qué había quedado con él?

– Era una reunión de trabajo. El doctor Schönbach quería agradecerme mi entrega y mi lealtad. A mí me resultó casi embarazoso, porque era un restaurante muy caro.

– ¿Cuánto tiempo hace que conoce al doctor Schönbach? -preguntó Costa.

– Colaboramos desde hace cuatro años. El doctor Hörlander nos presentó. Juntos hemos desarrollado aquí, en el centro de belleza, un programa de rehabilitación individual para los postoperatorios del doctor Schönbach. Incluye desde drenajes linfáticos y cataplasmas hasta masajes, ejercicios de respiración y energía chinas y tibetanas, tinturas ayurvédicas y programas de pautas alimentarias, e incluso terapia conversacional. Esto último lo solicitan sobre todo las mujeres que echan en falta a una persona en quien confiar.

– ¿En qué consiste? -preguntó Costa.

– Visito a las pacientes a domicilio. En un entorno privado les resulta más fácil abrirse. Hablan sobre las preocupaciones que atormentan su alma y así me dan a conocer sus problemas. Cuando uno reprime los problemas y se los traga, no sólo enferma, también se afea. La preocupación se apodera del rostro. A eso no hay cirugía estética que le ponga remedio, por muy buena que sea.

Martina hizo una pequeña pausa, como para concentrarse.

Elena y Costa esperaron con atención, nunca habían visto hablar así a Martina Kluge. Hasta entonces, sus respuestas siempre habían sido más bien breves.

– Ahora estoy haciendo lo que siempre quise hacer, cubro todo el espectro del bienestar. Así puedo sacar partido de todo lo que he aprendido. Primero realicé estudios de cosmética en Londres, y allí aprendí también estilismo. Otra parte de mi formación tuvo lugar en Francia, y después trabajé en Alemania junto a Wally Suttmann, que tiene una escuela de asesoría de colores y estilos y trabaja con grandes multinacionales. Junto a ella desarrollé nuevas pautas para patrones de estilo y color. Hasta entonces, las mujeres iban a la tienda con sus muestras de colores y decían: ahora estamos en primavera, sólo puedo llevar estos tonos. Eso es horrible, desde luego, y nosotras lo cambiamos. Desarrollamos unos patrones de estilo que comprendían varios colores y transmitimos nuestros conocimientos a las mujeres mediante cursos.

– Patrón de estilo… ¿qué significa eso exactamente? -preguntó Elena.

– Una mujer, o un hombre también -miró a Costa-, puede vestirse favorecedoramente o equivocarse por completo. Sin embargo, si uno está dispuesto a aprender algo sobre sí mismo, puede orientarse mediante uno de esos patrones de estilo. Cuando uno encuentra su tipología, es evidente que también se siente psicológicamente mejor. Se mira en el espejo y piensa: sí, soy yo.

– ¿Podría ponerme un ejemplo? ¿Cómo fue con Ingrid Scholl?

Elena escuchaba con atención. Costa, que hacía rato que se había desviado del tema, intentó con ese giro volver a encauzar la conversación sin resultar demasiado descortés.

– Ingrid Scholl es un buen ejemplo. Al ser muy esbelta, no debía vestir modelos que la hicieran parecer más delgada todavía. Cuando llegó aquí, llevaba vestidos con rayas verticales. Eso no era nada favorecedor para ella. Se dejó ayudar y comprendió que le sentaban mejor los vestidos con estampados amplios y tonos cálidos.

– ¿Y sus demás pacientes a qué tipología pertenecen? Erika Brendel y Franziska Haitinger, por ejemplo.

Era evidente que Martina Kluge se alegraba por el interés que mostraba Elena.

– Franziska va a comprar con el patrón de color. Es de tipología más bien clásica. Le aconsejé que dejara de aclararse el pelo y que volviera a adoptar su color natural. A la gente morena de su tipología le sientan bien los colores claros y cálidos. Sólo pone una nota de verde con los accesorios, para realzar sus ojos. Y Erika Brendel es muy rubia, de una tipología despierta y nervuda. Lleva un look ibicenco, de manera que va siempre con vestidos largos y holgados. Éste es el mejor lugar del mundo para encontrar esa ropa. Le encantan los colores vivos y tiene una imaginación muy vivaz que intenta trasladar también a su vida cotidiana. Eso se nota en su forma de vestir. Su lema es: «¡Vive al día!».

Costa se extrañó que todavía hablara de las víctimas en presente.

Elena le preguntó si sabía cuándo había muerto Erika Brendel. Como Martina Kluge respondió que sí, la teniente quiso saber dónde se encontraba ella en aquel momento.

A Costa le pareció un poco brusca, pero ya que lo había preguntado, observó a Martina con atención. La joven permaneció afable y respondió con total despreocupación que el domingo a las seis estuvo en casa de Erika Brendel. La señora Brendel la llamó, dijo, y le pidió que fuera a hablar con ella de su hijo. Había estado en Palma para intentar reconciliarse con él. Por lo visto, la nuera odiaba bastante a la suegra, lo cual había separado a madre e hijo.

– Eso entristecía mucho a Erika. Intenté animarla con un par de ejercicios de respiración y relajación. Ella sola hacía cinco tibetanos cada mañana, y le gustaba mucho que por la tarde yo fuera a hacer Qi Gong o yoga con ella. Estaba muy entusiasmada porque tenía la sensación de que por fin se había reconciliado de verdad con su hijo. Naturalmente, tenía miedo de que su nuera volviera a ponerlo en su contra. Yo quería librarla de esos pensamientos negativos. Hay que aceptar lo bueno sin pensar enseguida en lo malo. Le recordé también que se tomara puntualmente sus pastillas para la tensión. A ella le gustaba olvidárselas. Me fui de allí poco antes de las nueve de la noche. Todavía quería pasar a ver a Franziska Haitinger, porque después de la estancia en la cárcel no se encontraba del todo bien.

Todo encajaba. El propio Costa había hablado con Franziska Haitinger antes de que cogiera el avión para Alemania. Le preguntó a Martina si desde entonces había estado en contacto con la mujer, y ella contestó que no.

– Es nuestro deber comprobarlo todo -explicó Costa, disculpándose en cierta forma-. Por ejemplo, también queremos saber cuándo vio usted a la señora Schönbach por última vez.

– El jueves a las once y media estuve en su casa. Le di un masaje de puntos de presión, porque volvía a tener molestias en la espalda. Ese día tenía bastante dolor -dijo, compasiva.

– ¿Cuándo se marchó?

– A las doce y media. Esos masajes duran unos cuarenta y cinco minutos.

– ¿Y cómo salió?

– Arminé me había dado un mando a distancia para que pudiera abrir la verja y encerrar al perro en su caseta. También yo tengo un perro, Trini, pero no es un animal tan terrible.

Enarcó las cejas un poco y se encogió de hombros como para distanciarse de ese maltrato hacia los animales.

¿Diría ahora, para exculparse, que le había entregado el mando a distancia al conserje? Costa esperó con interés, pero no sucedió nada por el estilo.

– ¿Se tomó la señora Schönbach su desayuno antes o después de eso?

– Después.

– ¿Comió usted también algo con ella?

– Nunca como nada cuando trabajo.

Esa declaración confirmaba la suposición de Torres de que Arminé Schönbach había sido asesinada sobre las 22.00. A pesar de que Martina quedaba descartada como asesina, pues no habría podido salir de la casa sin mando a distancia, Costa le pidió de todas formas un par de cabellos. Le dijo que era su deber descartar a todos los sospechosos con un método lo más preciso posible. Martina Kluge, sin embargo, no necesitaba esa explicación, ya se estaba arrancando unos cuantos con toda naturalidad. Se los dio a Costa, que los guardó en un sobre. Mientras se levantaba, el capitán le hizo aún otra pregunta: si sabía poner inyecciones.

– Sí, eso también forma parte de mi trabajo, desde luego. Hago infiltraciones, y en el Hospital Universitario de Gante aprendí a sacar sangre y a aplicar inyecciones intravenosas e intramusculares. Los pacientes y los clientes dicen que tengo buena mano. -A pesar de que la grabadora estaba en marcha, Elena iba tomando notas, lo cual a Costa le pareció exagerado. Al lado de la joven terapeuta, la teniente parecía bastante adusta-. La verdad es que tuve dónde practicar. Mi padre era diabético y yo tenía que ayudarle a pincharse insulina, mi madre no podía.

– ¿Cuántos años tenía usted? -preguntó Elena sin una pizca de compasión.

– Diez, creo. Pero a mí no me importaba -dijo la joven, sonriendo.

– ¿Qué quiere decir eso de infiltraciones? -quiso saber Costa.

– Es lo que hago aquí, en el centro de belleza. -Martina señaló a la camilla de su sala de tratamientos-. Hay muchas mujeres, sobre todo las jóvenes, que no quieren o no tienen por qué someterse directamente al bisturí, y primero se rellenan o se tensan la piel con infiltraciones. Aun así, es un tratamiento que tiene que seguirse con asiduidad, es decir, que hay que volver a infiltrarse al cabo de cierto tiempo. Cada seis meses más o menos.

Costa le preguntó sin rodeos a Martina Kluge qué opinión le merecía el doctor Schönbach. Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Él le sostuvo un momento la mirada, pero después sintió el enfado de ella. Naturalmente, no tenía ni derecho ni motivo para preguntar eso.

A Costa le dio la impresión de que ya no iban a sacar nada más de la masajista, y él, que cada vez estaba más impaciente por Karin, quería volver enseguida a la fiesta de la matanza. Se levantó y le dio las gracias a la joven. Elena guardó la grabadora y se despidió de Martina con una cabezada.

Costa llevó a Elena hasta Jesús, donde había dejado su moto. Le dijo que en la vida se habría atrevido a soñar las cosas por las que se preocupaban las mujeres. La teniente le lanzó una mirada de escepticismo que le molestó tanto que añadió:

– A mí me parece muy sensible y simpática.

– O es como un témpano de hielo o está loca -repuso Elena con sequedad, sin mirarlo.

– ¿Te parece una locura dedicar la vida a los demás? -protestó Costa.

Ella miraba por la ventanilla con indiferencia.

– Necesita la energía de los demás para existir. A mí me parece más bien un parásito o un vampiro: obtiene toda su energía del exterior.

– ¿Qué vida no obtiene su energía del exterior? -masculló Costa, molesto.

¿Qué le pasaba a Elena? Nunca la había visto así.

– La mía.

La respuesta fue tan sucinta y brusca que Costa creyó que había oído mal.

La verdad es que él no había querido referirse a la vida de su compañera. Siguió conduciendo en silencio hacia Bon Lloc.

Cuando Elena bajó del coche, dijo:

– A mí me ha parecido una muerta viviente.

Costa se quedó boquiabierto. Tener a una mujer en el equipo ya era bastante difícil, pero que además esa mujer fuera celosa y se formara unos juicios tan equivocados era ya demasiado.

Cuando subió en la oscuridad por la colina que llevaba a la finca de El Cubano, vio desde lejos el resplandor de las luces. Había música y risas por todas partes. Oyó la voz penetrante de Yldelisa y las rítmicas palmas que la acompañaban. Sólo en las fiestas de los isleños se oían las castañuelas ibicencas. Eran el doble de grandes que las españolas y se utilizaban como instrumento principal en la música tradicional de la isla.

Costa dejó el coche en el borde del camino porque el descampado, entretanto, se había llenado del todo. Reinaba una intensa actividad en el lugar. Las hogueras arrojaban una luz titilante sobre los grupos y las parejas que comían, bebían o bailaban. Costa calculó que debía de haber unos ciento cincuenta invitados. «Ciento cincuenta parientes», pensó. Viejos y niños, matrimonios, divorciados, recién enamorados, amigos que tramaban intrigas o ponían fin a rencillas.

En la sombra del granero donde habían sacrificado a los cerdos, vio al hijo de dieciocho años de Rafel, Pere, con una joven belleza. En la escalera de la entrada de la casa principal, El Cubano estaba con Matares y Roca Ribas, el abogado de Schönbach y otra persona a quien Costa no reconoció en un primer momento. ¿Franco Segundo? Sí, lo había visto bien. ¿Qué hacía allí el fiscal? ¡Pero si no estaba emparentado con nadie!

Alguien exclamó su nombre y Costa se volvió. La vieja Catalina le hacía señales para que se acercara. Algunos de los invitados se habían reunido alrededor de la larga mesa y daban palmas al ritmo de los crudos acordes de una guitarra.

Costa se coló hasta la primera fila. Ya no quedaba sopa ni arroz de la matanza, lo habían recogido todo y Karin bailaba descalza sobre la mesa, alentada por Josefa, que la dirigía con gestos grandilocuentes y los «¡Ea! ¡Ea!» de su voz ronca. Karin bailaba como Costa había visto bailar de pequeño a las gitanas. El sol le había dejado muy morenos el rostro y los brazos a lo largo del día. Sus piernas esbeltas y musculosas relucían broncíneas. Karin se volvió y echó la cabeza hacia atrás mientras la voz áspera de la cantante relataba las penas de la mujer abandonada cuyo amante se marchó con los piratas y de quien nunca había vuelto a oír hablar.

Catalina le dio a Costa una garrafa y un vaso, pero él bebió el vino a morro, le pasó la garrafa a Mateo, tosiendo y sonriendo, y se unió a las palmas. Se alegraba de ver a Karin tan entregada. No podía apartar los ojos de ella, adoraba esa expresión de su rostro. La nostalgia que tan a menudo sentía por sus primeros días como amantes se transformó en la certeza de que pasaría la noche con ella.

Karin lo había visto entre el público. La canción todavía no había terminado, pero ella bajó de la mesa, tomó su rostro con ambas manos y lo besó. Costa la agarró de la cintura y se la llevó consigo. Al hacerlo, se topó con la mirada de El Obispo. ¿Era reproche eso que había en sus ojos? ¿Había vuelto a transgredir alguna ley de la familia?

Karin soltó una risita achispada cuando él se dejó caer con ella sobre un montón de paja.

– Esta es la noche de los deseos -le susurró al oído.

Cerró los ojos y sintió el aliento de ella:

– Te quiero, te quiero.

Costa nunca se cansaba de oír esa canción eterna. Empezó a cubrir de besos los brazos de Karin, pero entonces alguien le dio unas palmadas en el hombro. Se volvió de golpe y vio el rostro risueño de El Obispo, que le pasaba un teléfono.

– Tienen al DJ -dijo-. El Surfista quiere hablar urgentemente contigo.

Era su catástrofe personal. Ni él mismo sabía por qué seguía dejándose hacer eso. El dolor de tener que volver a abandonar a Karin lo abrasaba como el fuego. Sin embargo, ella estaba tan eufórica que esta vez pareció no darse cuenta.