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Capítulo 19

Karin fue a buscarlo al aeropuerto. Llevaba un vestido de hilo de color negro y un delantal tradicional ibicenco. Costa no estaba muy seguro de si se lo había puesto en broma o si es que el conjunto le parecía original. Sin embargo, al ver cómo le divertía su desconcierto y después de que casi no lograra saludarlo de lo mucho que se reía, también él se alegró, la abrazó y le dio una vuelta en el aire. Todavía recordaba su amarga expresión de la última vez y se había mentalizado para pasar un arduo día con ella y toda su familia. La verdad es que debería haber estado casado con ella para poder llevarla a la fiesta familiar, ya a que a los forasteros no se los tenía en mucha estima. Pero Costa había informado a su tío con antelación. «Tráemela, tráemela -había farfullado El Cubano-. Las mujeres son la sangre, nosotros sólo los músculos.»

Costa se propuso bailar con ella al son de esas canciones ibicencas que no se oían en ningún otro lugar. Era un estilo musical muy arcaico cuyos orígenes eran insondables. La música de acompañamiento era tan estridente que él siempre tenía que taparse los oídos. Las castañuelas, los tambores, las flautas y el espasí, una especie de espadín musical, le habían parecido ya de pequeño aves salvajes que se lanzaban al ataque sobre sus tímpanos. Acompañados por esa música, los cantantes de El Cubano entonarían sus misteriosas caramelles, esos largos textos que tan intrigada tenían a Karin. Tendría que traducírselas, lo cual no era sencillo, y menos aún el final de cada una de las estrofas, que consistía en unos extraños balbuceos sin sentido que los isleños denominaban sa redoblada.

Costa se sentó en el asiento del acompañante y se colocó el archivador que había allí en el regazo. Le gustaba el buen ambiente que se había creado. En lo alto del cielo se deshilachaban algunos cirros. Estaba contento de verdad. Tenía el día libre y no le esperaba ninguna sorpresa desagradable. Podía relajarse y disfrutar de todo: de la presencia de Karin, de la luz especial de la isla, ¡de la vida!

Karin también estaba de muy buen humor, animada y alegre. Le habló del proyecto del libro con su amiga, la aristócrata inglesa. Se llevaban bien y hacía poco habían ido a fotografiar la Casa del Indiano.

– «Indianos» es como llaman los ibicencos a los que emigraron a América y más tarde regresaron -le explicó.

Costa ya lo sabía. Quería preguntarle si ya habían ido a sacar fotos a la villa de la iraní, pero Karin no dejó que la interrumpiera.

– Fritzi es una fotógrafa estupenda, un auténtica artista. Ayer hicimos fotografías en los acantilados -siguió explicando sin dejar de hablar-. Yo me acerqué al borde, justo por encima del abismo, y ella me sacó fotos en posturas locas. -Se echó a reír y añadió-: ¡«Así se mata la gente», no hacía más que pensar todo el rato!

Costa había querido comprar una cámara una vez, pero ella le había dicho: «No la necesitas, de todas formas a mí no me gusta que me saquen fotos».

– Pensaba que sólo fotografiaba casas.

El sábado por la noche debía de haber salido por ahí con Fritzi y por eso no la había encontrado en casa cuando llamó. ¿Qué haría Karin cuando no se veían o no hablaban? La miró de reojo, con curiosidad.

– También necesitamos fotos de las autoras. Fritzi me ha hecho toda una serie. Normalmente me siento ridícula, pero con ella todo adquirió otra dimensión.

Mientras la palabra «dimensión» seguía resonando en sus oídos, Costa se puso a contemplar las zonas profundas y oscuras del paisaje, que se diferenciaban abruptamente de la reluciente claridad del día. Perdido en sus pensamientos, abrió el clasificador que tenía en el regazo. Eran facturas que Karin había reunido para la gestoría que le llevaba las cuestiones fiscales. La primera era el comprobante de la tarjeta de crédito con la cuenta de la cena del Elephante a la que lo había invitado. Al ver la cantidad, le asaltó la mala conciencia. Su mirada recayó entonces en la hora que había junto a la fecha: las 23.04. ¡No se le había ocurrido pensar en eso! Desde que había ordenadores por todas partes, la hora siempre quedaba registrada. Antes de que Gino Weber se encontrara con Grone en el Dome, había estado en el Elephante, había pagado y seguramente le habían dado un recibo en el que aparecería la hora. De modo que todavía tenía una posibilidad de comprobar la declaración de Weber. Cuando Costa lo había visto junto a la chimenea con aquel joven vestido de cuero negro, debían de ser las diez menos pocos minutos. Desde el principio había tenido un extraño presentimiento con esa historia.

Llamó a Elena enseguida y le pidió que comprobara las horas de los recibos de las tarjetas de crédito de Weber. El hombre tenía pensado quedarse otros catorce días, de manera que todavía debía de estar en la isla. Seguramente tampoco habría cambiado de hotel.

Costa se disculpó después con Elena por molestarla en domingo, día de descanso, pero su compañera le dijo que no pasaba nada.

La finca de El Cubano estaba en Montañas Verdes, entre Siesta y el club de golf Roca Llisa, antiguos terrenos de los Costa. Karin entró por el camino privado que serpenteaba entre unas colinas boscosas. Costa se asomó por la ventanilla, dejó que el viento le alborotara el pelo y miró al valle de abajo. Los piñoneros, las sabinas, los muros de piedra y las curiosas formas de las terrazas fenicias protegían la tierra de los vientos que traían consigo loess y fina arena de los desiertos norteafricanos, pero no del sol abrasador de julio y agosto.

El camino pedregoso terminaba en una explanada con una gran fuente alrededor de la cual se repartían la casa principal, los edificios auxiliares y los establos, una capilla privada y dehesas caballares. Sobre parte de los edificios se cernían las aspas de un viejo molino de viento. Por todas partes corrían burros, cabras, ovejas, gallinas y los cerdos negros típicos de Ibiza. Había ya muchos coches aparcados en el descampado de la entrada de la propiedad. Viejos cacharros que no habrían pasado una inspección, caros descapotables, todoterrenos, furgonetas e incluso un carro tirado por un burro atestiguaban las diferentes capas sociales que se reunían allí para pasar todo el día y toda la noche celebrando ese punto culminante del año: la matanza. Costa bajó del coche y se estiró.

Xicu, el matarife, El Obispo y dos hijos de los Costa Ribas estaban sollamando a tres cerdos con unas antorchas a la puerta del granero. Se habían arremangado las camisas blancas, llevaban corbata, gruesos mandiles de carnicero y botas resistentes. Costa y Karin se acercaron paseando justo cuando le tiraban un cubo de agua hirviendo a un cerdo bien cebado. Se formó una buena cantidad de vapor de agua y, con unos cuchillos muy afilados, se dispusieron a afeitarlo. El Obispo se volvió y le ofreció a Karin el meñique extendido a modo de saludo.

– ¿Ya has vuelto de la reunión de la Europlof, Toni? -le preguntó a Costa con una sonrisa.

– Muy gracioso -repuso éste.

Se oyeron unas risotadas en el edificio en el que se encontraba la cocina, y una horda de niños salió corriendo seguida de varias mujeres vestidas con faldas largas y amplias, delantales y pañuelos sobre los hombros. Cargaban con un buen montón de platos, fuentes, jarras y bandejas metálicas que dejaron sobre la mesa de madera, de unos quince metros de largo y dispuesta bajo dos enormes alcornoques. En la cabecera de la mesa había una gran picadora de carne de hierro colado.

Por lo visto, El Cubano acababa de llegar con uno de sus caballos. En cuanto apareció en la explanada, toda la comitiva festiva corrió tras él. El patriarca le pidió a El Obispo que le pasara un gran cuchillo y se lo clavó en la carótida al siguiente animal por sacrificar. La sangre cayó a chorro en una palangana de metal. Algunas mujeres corrieron a removerla con unas varillas para que no se cuajara. El Cubano cogió en un recipiente un poco de «rojo jugo de vida», como gritó bien alto, y bebió para que todos lo vieran. Después se lo pasó a los demás.

A continuación se volvió hacia los cerdos y partió el primero en dos mitades. El Obispo le sacó las entrañas y los demás se pusieron a cortar la carne en trozos más pequeños. Costa se disculpó con Karin, cogió un cuchillo, comprobó el filo con el pulgar y los ayudó a descuartizar. Los trozos fueron pasando por la picadora de carne, bajo la cual las mujeres sostenían las fuentes hasta que se llenaban. Después las entraban en la cocina, donde guisaban la carne en unas grandes ollas junto con la sangre, sin dejar de removerlo todo, para hacer el relleno de las autóctonas botifarres según la ancestral receta de la familia.

La otra mitad de la carne, la que sacaban de los mejores trozos, como los jamones y el solomillo, se sazonaba con pimentón una vez salida de la picadora y se embutía en los intestinos, que después se colgaban a secar al lado de tomates y pimientos bajo los techos de vigas de las chozas rurales. La sobrasada que le había dado El Obispo era una de ésas, de matanza propia.

Cuando hubieron terminado con el tercer cerdo, Costa soltó el cuchillo y se sentó junto a su padre, El Alemán, en el borde de la vieja fuente. Siempre lo relajaba mucho sentarse con su padre, un hombre callado, y contemplar la laboriosa actividad que se desarrollaba en es forn, el horno de piedra. Los jóvenes alimentaban con pedazos de madera las rojas brasas sobre las que las mujeres y las muchachas colocaban hogazas de masa casera que sacaban convertidas ya tripa de pages, un pan moreno recién cocido.

Hacía unos tres meses que Costa no veía a su padre. Eso no era ni poco ni mucho, ya que ambos estaban siempre conformes con lo que hacía el otro. Cuando su padre decía algo, era breve y casi siempre acertado. Siempre hacía reír a su audiencia, o bien les impelía a reflexionar. Muchas veces Costa intentaba que participara en una conversación, pero a él le gustaba permanecer inaccesible a su manera. Por eso la madre de Costa, que rebosaba de vida, sólo había permanecido diez años con él. «Es un hombre maravilloso, pero vive en otro mundo», solía decir.

Al cabo de un rato, su padre le puso una mano en la rodilla.

– No des tu brazo a torcer -le dijo.

Alguien tiró a Costa de la manga. Era El Obispo, que le traía una copa de vino tinto y quería hablar con él a solas.

– Tu tío El Cubano no ve con buenos ojos tus autopsias ni que quieras relacionar a Schönbach con el caso.

– ¿Y él cómo sabe eso? -preguntó Costa.

– Está bien informado. Lo sabe todo. No sé de dónde lo ha sacado. -Lo miró un momento a los ojos con calma-. Schönbach tiene una estrecha relación con Carlos Matares. -Sonrió-. María Eugenia ya se ha sometido tres veces a su bisturí. Lo adora. Ha cambiado sus hábitos alimentarios y quiere que su segunda hija estudie Medicina. Lo que Schönbach dice, ella lo hace.

María Eugenia Matares era la primera dama de la isla, la mujer de Carlos, con quien El Cubano estaba a partir un piñón. Al menos eso decían de ellos por ahí.

– No te preocupas lo suficiente de los intereses de la familia -dijo-. Y la familia es sagrada, Toni. Es la ley.

– ¿Con qué quiere amenazarme?

– Con desmantelar tu unidad de homicidios por no haber pasado la prueba.

– ¿Qué prueba? ¿Quién me está poniendo a prueba? ¡Quién se cree con derecho a probarme?

La voz de Costa resonó por toda la explanada.

Las risas y el griterío de los niños se silenciaron un momento.

Rafel permaneció imperturbable. Se sacó del bolsillo una chocolatina empezada, mordió un trozo y se llevó la copa de tinto a la boca. Mientras bebía y paladeaba, dijo:

– Aquí hay leyes a las que uno tiene que atenerse, Toni.

– ¿Y eso me lo dices tú precisamente, Rafel? ¡Ya sabes quién dicta esas leyes!

Rafel se volvió con la copa y la levantó en alto.

– Para un ibicenco, Costa, la familia cuenta más que nada en el mundo. También para ti debería ser más importante que esa muerta de Vista Mar.

Costa tragó saliva. Lo había entendido. Sería mejor que se marchara.

El Obispo lanzó la copa por encima de su hombro, agarró la cara de Costa con sus dos zarpas, tiró de él hacia sí y le plantó un sonoro beso en la boca. Costa abrió mucho los ojos y dio una bocanada en busca de aire, después apartó a El Obispo y se fue a buscar a Karin. Aunque ella tuviera ganas de quedarse, él se largaba de allí. A partir de ese día ya no pertenecería a esa familia, no compartiría sus alegrías ni sus penas.

Mientras intentaba encontrar a Karin en medio de todos sus parientes, Mateo, que estaba sentado en una silla con una botella de vino, le hizo una seña para que se acercara. Le ofreció a Costa la botella y le animó a que fuera por un taburete. Costa lo hizo, pero a regañadientes, porque no quería quedarse mucho más. Su primo señaló con una sonrisa a El Cubano, que se había puesto a dirigir a un par de músicos que tocaban canciones de Cuba para él.

– Van a darle una serenata a Josefa -dijo cuando el grupo empezó a caminar en dirección a la cabecera de la mesa.

A una señal de El Cubano, dos nietos de Mariano Ferrer Costa alzaron a Josefa en su butaca sobre de la mesa. La abuela de Costa se echó a reír y alguien le alcanzó una copa que la mujer vació de un trago y lanzó al aire. Todos se pusieron a dar palmas. El grupo empezó a tocar otra canción de Cuba, e Yldelisa, la vieja cantante cubana, se colocó delante de Josefa y entonó con su voz ronca:

– «En esa noche plena de quietud, con su perfume tropical, nos sentamos junto al mar, y juró quererme más y más. ¿Por qué se fue?…»

– ¡Porque ya no tienes dientes! -exclamó alguien, y todos se echaron a reír.

Josefa fulminó con la mirada a todos los veinteañeros. El Cubano, que tenía setenta y dos años, como Yldelisa, se abrazó a la cantante y empezó a bailar.

– Qué extraño -comentó Mateo.

– ¿El qué? -dijo Costa.

– A lo mejor tenía el mismo miedo que Dorian Gray. -Mateo miró a Costa-, A lo mejor no quería envejecer más que la imagen del cuadro en que la pinté.

Costa no sabía de qué hablaba.

– Creo que se ha suicidado porque nunca habría podido ser más hermosa.

Costa seguía sin comprender.

– ¿A qué te refieres? ¿Quién se ha suicidado?

– Tú deberías saberlo mejor que nadie. Tu departamento se ocupa del caso. Arminé Schönbach se ha quitado la vida.

Costa se levantó de un salto.

– ¿Has perdido el juicio? ¿Qué dices de Arminé?

– ¿Es que no lo sabías? Se ha ahorcado. Me ha llamado su conserje.

Costa se acercó al Obispo y le preguntó si también él estaba informado. El Obispo asintió. La noticia les había llegado a través de la Policía Local.

– ¿Y por qué yo no sabía nada de todo esto? -preguntó Costa con aspereza.

– Estabas en Bruselas. ¿Y para qué iba a presentarte yo ahora aquí un informe de algo tan irrelevante? ¿No te habrías enamorado de ella? -añadió con una sonrisa torcida.

– No podía enterarme porque, de nuevo, está relacionado con Schönbach -dijo Costa, haciendo un gran esfuerzo por contener su ira.

– ¡Sí, pero con la señora Schönbach! -intentó bromear El Obispo.

– ¿Quién se ha ocupado del caso?

– El Surfista.

Costa fue hacia el coche de Karin. Quería intentar localizar a El Surfista para que le explicara el caso con detenimiento.

Cuando su compañero se puso al teléfono, Costa no le dejó duda alguna de que esperaba un informe muy detallado sobre la muerte de Arminé Schönbach.

El Surfista le dijo que el anuncio de la muerte había llegado al puesto el viernes a las once, mientras Costa estaba en Bruselas. Habían llamado desde la comisaría de la Policía Local de Es Cubells. El mismo había acudido de inmediato. El conserje le abrió y le explicó que su mujer, Floralisa, había encontrado a la difunta hacía una hora, es decir, a las diez, colgada junto a la piscina. No había cambiado nada de sitio ni tocado nada, salvo una carta de despedida que había encontrado en el Steinway de cola.

– La carta es el típico grito de una amante despechada -dijo El Surfista con aire de suficiencia.

«Qué bien, tenemos a un experto en la materia», pensó Costa. Sin embargo, consideró quién podría ser ese amor de Arminé. A lo mejor podía preguntárselo a Mateo. Era bastante improbable que se tratara de Schönbach.

El Surfista siguió explicando que el conserje había llamado enseguida a Schönbach a Múnich y que el cirujano le había ordenado que informara a la policía. Arminé Schönbach se había colgado en la cascada de la piscina. El Surfista había llevado consigo la cámara y había bajado los escalones del jardín para sacar unas fotografías del cadáver. Colgaba de una cuerda echada por encima del arco de hierro y atada a la barandilla del puente de plexiglás. Llevaba puesto un top de seda rojo cereza, pantalones cortos y una zapatilla deportiva. El Surfista había subido al puente y había desatado el nudo de la cuerda. Después se había metido en el agua con el conserje para sacar el cadáver, que ahora se encontraba en el hospital de Can Misses, en Ibiza ciudad. La enterrarían dentro de dos días.

El Surfista había redactado un informe y se lo había entregado al comandante junto con las fotografías, pero conservaba una copia del expediente en su escritorio.

Costa le preguntó si había guardado la cuerda y la ropa de la mujer, y, aparte de eso, qué otras pruebas había encontrado en el lugar de los hechos. El Surfista se quedó un poco perplejo y le dijo que estaba claro que era un suicidio, que así lo había corroborado también el médico de Can Misses que había firmado el acta de defunción.

Costa no insistió en ello y se limitó a decir que lo esperaba dentro de un rato frente a la villa de los Schönbach. Puso fin a la conversación porque alguien llamó con unos golpecitos en el cristal del coche. Era El Obispo, que abrió la puerta y le preguntó si había instalado su despacho allí o si se iba ya para casa. Costa lo miró con cara de pocos amigos y Rafel, con ánimo conciliador, le dijo que sólo quería avisarle de que Carmen García, de la centralita, le había dejado un mensaje. Que no sabía si era urgente. Le ofreció también un trago de su copa, pero Costa lo rechazó.

Estaba molesto, se sentía excluido y engañado. Y a eso se le añadía la gran desazón de haber perdido el control de su equipo. En la isla, sencillamente, las cosas no funcionaban tal como él estaba acostumbrado a que funcionasen. Muchos de sus compañeros consideraban pedante su mentalidad germana y su inflexible tenacidad.

Costa marcó el número de Carmen García y la telefonista le explicó que había llamado una mujer pidiendo su número de móvil con urgencia. Puesto que ella no estaba autorizada a facilitar números de teléfono, se había negado a dárselo. La señora se había puesto entonces algo violenta y había vuelto a insistir, pero Carmen no se había dejado convencer. Cuando la mujer, no obstante, le preguntó si existía algún programa de protección de testigos, la había pasado con el superior de Costa. Del nombre no se acordaba, pero era extranjera y parecía tener miedo de algo. Al final la telefonista recordó que la mujer de la llamada vivía cerca de Cala Llentrisca, en Es Cubells.

¡Había sido Arminé Schönbach! Y tenía miedo. Había querido hacer una declaración, pero sólo con la condición de que la incluyeran en un programa de protección de testigos. Debía de haber adivinado, o sabía, quién se ocultaba tras el crimen de la señora Scholl. ¿Alguien distinto de Grone? A pesar de su coartada, Costa nunca había acabado de creer en la inocencia del joven. ¿Resultaría ahora que no había sido él? Fuera quien fuese el asesino de Ingrid Scholl, ¿cómo había amenazado a Arminé Schönbach para infundirle tanto miedo, un miedo que la llevara al suicidio?

¡Costa tenía que ver enseguida el lugar de los hechos! Salió corriendo del coche para avisar a Karin. No le entusiasmaría la idea, desde luego, pero no podía detenerse precisamente ahora.

La encontró con Josefa. Quiso hablar con ella, pero Karin se le adelantó para explicarle de lo que acababa de enterarse: ¡la historia de la boda de Josefa! Su mala conciencia lo obligó a no interrumpirla, aunque conocía la historia de Josefa como si fuera la Biblia. Toni y Josefa habían estado una vez profundamente enamorados, pero los padres de ella se habían negado a dar su consentimiento a la boda a causa de la mala fama de Toni. Cierto que algunos de sus antepasados habían padecido una melancolía que sólo podía aliviarse a base de absenta. Así que los enamorados decidieron escenificar un rapto, con lo que Josefa perdió su valía como futura esposa para cualquier otro. Los padres tuvieron que resignarse, la Pirata se salió con la suya y consiguió casarse con Toni en mayo del año 1922, en la iglesia fortificación de Puig de Missa, en Santa Eulalia. Un año después nació Toni Costa Mari, El Alemán, el padre de Costa.

Toda la familia conocía esa historia hasta el último detalle. Dos buenos narradores podían pasarse una noche entera relatándola con pelos y señales ante un gran público. Josefa había encontrado en Karin a una nueva víctima, y Costa tuvo que soportar que su joven amada le vendiera aquel viejo caballo como la novedad de la temporada. Él iba cambiando de postura con impaciencia, hasta que finalmente se le ocurrió la salvadora idea de decir que se había olvidado una cosa y que tenía que ir un momento a casa.