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Capítulo 17

Cuando Costa sacó el tema de Schönbach en la reunión del día siguiente, El Surfista lo interrumpió de inmediato: quería saber qué tenía que ver el cirujano en el caso del asesinato y propuso que antes volvieran a repasar las novedades y las observaciones del informe de cierre del caso Grone.

Costa se quedó pálido, pero una voz interior le advirtió de que sería mejor no mostrar ninguna flaqueza. De todas formas, Elena se había dado cuenta de la tensión, ya que de pronto se puso nerviosa y empezó a revolver entre sus notas y a decir que en un principio había parecido muy claro que Schönbach no tenía nada que ver con el asesinato, pero que sus consultas en el tribunal testamentario de Colonia habían sacado a la luz que ya había solicitado el certificado de heredero de Ingrid Scholl y Erika Brendel.

La teniente había realizado trabajosas pesquisas a instancias de Costa para averiguar de dónde procedía la fortuna de Erika Brendel, y había descubierto que la información facilitada por Anke Vogt se confirmaba. Antes de que Ingrid Scholl se divorciara de su marido, había puesto gran parte de su fortuna a nombre de Erika Brendel en cuentas españolas.

– Bien -dijo Costa-. Pero su autopsia seguramente no nos permitirá establecer ninguna relación con el asesinato de Ingrid Scholl.

Después preguntó qué otras observaciones tenían en cuanto al informe de cierre.

– Yo he repasado otra vez la lista de pruebas -dijo El Obispo- y he visto que faltaban veinte pastillas en la caja que la señora Scholl compró poco antes de morir.

– ¿En qué caja? -quiso saber El Surfista.

– Scholl, poco antes de morir, fue a ver a su doctora de cabecera, que le recetó una caja de digoxina. Tenía que tomarse una pastilla al día a causa de su insuficiencia cardíaca. Fue a la farmacia a comprar el medicamento, pero no pudo tomarse veinte pastillas si sólo le habían prescrito una al día.

El Surfista le dio unos golpecitos en el hombro.

– Seguramente las tiraría, o algo así. Digo yo que tampoco se las tragaría el asesino.

Costa asintió y le dio las gracias a El Obispo. Ése era justamente el trabajo que esperaba de sus colaboradores. Había que comprobar todos esos detalles, aunque no condujeran a nada, como por ejemplo la historia de las pastillas. La señora Scholl había perdido la vida a causa de los espetones para la carne, no por ningún fármaco.

– ¿Algo más? -preguntó.

Todos sacudieron la cabeza. Rafel preguntó si tenían que presentar el informe ese mismo día. Costa asintió. No veía posibilidad alguna de retrasarlo más. Dio por concluida la reunión y salió de la sala.

Necesitaba un café, estaba bastante rendido. Sin embargo, la máquina sólo escupía agua caliente. Allí al lado había dos bolsitas de té. Les echó un vistazo: mate. No, gracias, no era precisamente de su gusto. Dio media vuelta con fastidio. De camino a su despacho Torres le llamó. Mientras lo escuchaba, fue aminorando el paso y se quedó casi sin aliento hasta que finalmente se detuvo. ¡Era de lo más sensacional!

¡Ese médico forense adicto al tinto, ese hombre grande, encorvado y siempre sin afeitar había descubierto algo increíble! La señora Brendel no había muerto por causas naturales. No había perdido la vida por un ataque al corazón, sino por una sobredosis de atenolol, el componente principal de las pastillas que le había prescrito la doctora Sperl para la hipertensión. Le habían encontrado unos cuarenta gramos de atenolol en el cuerpo, lo cual se correspondía con la toma de cuarenta pastillas. Naturalmente, eran sus pastillas, así que podía habérselas tomado ella misma. Pero una cosa estaba clara: ese resultado descartaba una muerte natural.

– Ahora te toca a ti descubrir cómo perdió la vida -terminó diciendo Torres.

Sin embargo, la noticia más sensacional de todas era otra. Junto con las muestras de tejidos de la señora Brendel, Torres también había enviado al Instituto de Barcelona tejidos de Ingrid Scholl. En ellos habían encontrado una sobredosis de su propia medicación, una dosis letal de cinco miligramos de beta-metildigoxina. Eso se correspondía exactamente con las veinte pastillas que, según había informado El Obispo, faltaban de la caja. Puede que hubiera perecido a causa de las terribles lesiones de los ojos y el cerebro, pero también tenía en la sangre una cantidad mortal de medicación. Torres sólo podía explicárselo en el caso de que el asesino hubiese intentado envenenarla primero con sus propias pastillas, y que luego hubiese perdido la paciencia.

Costa se quedó un momento paralizado. El caso cada vez se complicaba más. ¿Serían diferentes casos que no tenían nada que ver entre sí? ¿Había caído en un torbellino de casualidades que lo arrastraría a un pozo profundo? A veces las casualidades coincidían en la vida de uno y podían llegar a destruir un comienzo, una carrera, incluso una relación. Se sentía solo y rechazado por la vida. Sus compañeros del cuerpo aún le consideraban un extranjero y se reían de él, se sentía desvinculado de su familia, dominada por El Cubano, estaba lejos de sus hijos, sin amigos y había sido abandonado por la mujer a causa de la cual había dejado su antigua vida.

Buscó en el bolsillo de sus pantalones, sacó el móvil y marcó un número que se había aprendido de memoria.

Arminé contestó con una voz incitante y erótica. En un primer momento, Costa no logró reaccionar. ¿Qué era lo que quería de ella? La mujer preguntó con impaciencia en español si no había nadie. El capitán superó sus dudas recordando los duros hechos del informe de Torres y le expuso fríamente el dato de que dos de las testadoras de las que habían hablado el día anterior habían muerto envenenadas.

– A lo mejor quisieron quitarse la vida -repuso Arminé en voz baja.

– ¿Se operarían porque querían ser hermosas para luego quitarse la vida? -apuntó Costa, que ya había pensado en ello con Torres.

– A lo mejor el resultado de la operación no las había dejado satisfechas. Hable con cualquier cirujano y le explicará lo habitual que es eso.

– ¿Le habrían legado, entonces, todo su dinero a ese cirujano?

Llegado ese punto, Arminé cambió de tema con brusquedad. Soltó una risa histérica y dijo que Ibiza era una isla fantástica con un montón de gente maravillosa, pero que, naturalmente, también tenía un gran vertedero, porque nunca había lo uno sin lo otro.

– Adoro Ibiza -dijo con voz melosa-. Adoro esta isla, con su energía hermosa y mágica. Esa energía nos sustenta. Si se es buena persona, esta isla le ofrece a uno su corazón, su belleza y su fuerza. Sin embargo, si uno es malo, le da una lección tan dura y cruel que hay que huir sin perder tiempo.

Costa le preguntó qué quería decir con eso. Ella rió y respondió que en la isla había muchos lugares con una energía maravillosa para meditar, para contemplar bellas puestas de sol y hermosos amaneceres, y que también estaba sa por: el extraño lugar del cambio. La línea quedó un momento en silencio, sólo se oía una suave música de fondo. Era Purple Rain.

Costa le preguntó si estaba sola; le dio la sensación de que había alguien más con ella y la mujer quería ocultar con quién estaba hablando. Sin embargo, no pudo averiguar nada, porque colgó de pronto.

¿Estaría Schönbach con ella? ¿Habría podido escuchar la conversación por otro teléfono? ¿Había querido darle a entender Arminé que en ese momento no podía hablar?

Costa sabía qué era sa por, la superstición ibicenca de los cuentos de su tía preferida, María. Sa por, en catalán, significaba «el miedo», pero María siempre lo había descrito como un lugar en el que el alma podía transformarse si uno no escapaba enseguida. «Si no sales corriendo -solía decirle- y escuchas en tu interior, oyes gritos del más allá y ruido de cadenas. Y si aun así no huyes, sino que miras en tu interior, ves luces fugaces y cascadas resplandecientes que se hacen tan poderosas que, o te dejan allí muerto, o escapas de ellas más fuerte y lleno de poder.» De niño había buscado ese lugar por todas partes: en las misteriosas sombras de los algarrobos, en las cuevas donde los piratas habían escondido sus tesoros, en las colinas desde las que los mochuelos lanzaban su llamada y los perros aullaban, pero no lo había encontrado. Más adelante lo había olvidado y no le había quedado más que un oscuro recuerdo.

¿A qué se refería Arminé Schönbach al mencionar esa superchería, ese lugar del miedo? ¿Acaso lo había encontrado?