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El martes por la mañana, el despertador sonó un buen rato antes de que Costa alargara despacio un brazo y lo dejara caer con pesadez encima del aparato. Se quedó tumbado un momento, intentando recordar. Vio el rostro demacrado de la señora Brendel y a Pep bailando. Se presionó la cabeza con las manos para ahuyentar esas imágenes, pero no sirvió de mucho; Pep no dejaba de bailar. Después bajó las piernas de la cama, se inclinó hacia delante y estiró las rodillas con cuidado. Como un autómata, avanzó paso a paso hacia el cuarto de baño y se balanceó bajo la ducha. Cuando los gruesos chorros de agua le azotaron la piel, recordó que todavía no había limpiado la cal de la alcachofa. Así que no se lavó el pelo.
En el despacho ya lo estaban esperando. Tomó asiento a la gran mesa con prudencia. El Obispo sacó una sobrasada casera de la bolsa y se la dio.
– Para que no te falte carne -exclamó, solícito.
Costa le dio las gracias, pero sintió que se atragantaba. El contenido alcohólico de la absenta estaba regulado por ley porque muchos habían perdido el juicio, cierto, pero a él le daba la impresión de que tampoco había servido de mucho.
Propuso que Elena Navarro resumiera los resultados del día anterior. La joven debió de darse cuenta de que apestaba a alcohol, porque, sin que nadie le dijera nada, comentó que la cantidad permitida de tuyona, un tóxico neurológico del ajenjo que llevaba la absenta, había sido reducida en 1999.
– Una lástima para el doctor Pierre Ordinaire -dijo El Surfista, para demostrarle que sabía quién había inventado el brebaje.
Elena empezó con su informe y recordó el análisis de rastros según el cual, el día de los hechos, Grone había estado en el apartamento de Scholl -la huella dactilar-, la había abrazado -las fibras de su sudadera- y supuestamente la había estrangulado -las marcas de presión en el cuello de la víctima y las descamaciones de sus manos-. Hasta entonces era un misterio para ellos cómo había logrado entrar un extraño en el apartamento de la señora Scholl, pero la carta que había encontrado El Obispo en el coche que Grone se había llevado les había dado una explicación. El joven había recibido todas las instrucciones, inclusive la llamada secreta, del puño y letra de Erika Brendel. Posteriormente había conducido el vehículo de Ingrid Scholl con unos guantes puestos, lo cual hacía pensar que no quería dejar huellas porque la había matado. Elena resumió después el interrogatorio de Grone: el sospechoso enseguida les había ofrecido explicaciones para todo. Por supuesto, Costa y ella creían que no eran más que excusas, pero, sorprendentemente, algunas de ellas habían resultado ser ciertas. El joven había afirmado primero no haber oído nunca el nombre de Scholl, después había dicho que la mujer le había dado trabajo y que él había realizado un encargo para ella, y al final había admitido ser su amante. También la asesora de belleza Martina Kluge había afirmado que Grone e Ingrid Scholl habían mantenido relaciones sexuales. Elena se había puesto en contacto con el médico del centro penitenciario de Colonia, que le había confirmado que había tratado una vez a Grone a causa de una alergia en las manos. Esa alergia, pues, explicaba que Grone se hubiera puesto guantes para conducir el coche de Scholl. El jueves, el viernes y el sábado, es decir, tras la muerte de la mujer, dijo haberla llamado varias veces para devolverle el coche. También eso era cierto, según habían comprobado mediante los números grabados en el teléfono de la señora Scholl. Por último, Elena les presentó al atónito El Obispo y a El Surfista el premio gordo: ¡la coartada! El asesor fiscal Weber había corroborado que Grone había aparecido en el Dome a las 22.00 en punto. Aquello era el golpe definitivo: ¡Grone no había podido cometer el crimen!
Tras la sorpresa y el silencio del primer momento, El Surfista dijo:
– Ya os decía yo que había sido Haitinger.
– ¿Qué se sabe del interrogatorio de ayer con el peluquero? -preguntó El Obispo.
Costa miró a Elena y a El Surfista.
– Brendel está muerta, ¿lo sabíais ya?
Su voz ronca le obligó a carraspear un par de veces.
– ¿Muerta? ¿Qué quieres decir con que está muerta? -preguntó Elena.
Costa los puso al día.
– ¿Y ahora la tiene Torres en la nevera?
Costa miró un momento a El Surfista y después asintió con cansancio.
– De manera que ya no podrá explicarnos cómo es que tenía la dirección de Grone, cuando había afirmado no conocerlo. Y tampoco sabremos por qué lo invitó sin avisar a Ingrid Scholl y le explicó por carta el funcionamiento de todo el sistema de seguridad. ¿No es así? -dijo El Obispo.
– Puede que no fuera más que una sorpresa o una broma. Algo así encajaría con el carácter de la mujer. Cuando supo lo que había sucedido, a lo mejor no fue capaz de soportar la culpa y se quitó la vida -dijo Elena.
– Quién sabe -comentó Costa.
– ¿Y qué descubriste en Colonia del marido? -quiso saber El Surfista.
– El ex marido de Scholl tiene coartada. En el momento de los hechos estaba con su novia en un restaurante italiano -explicó Costa-. Quiero pedirle a un compañero de Colonia que lo compruebe, pero doy por hecho que así fue.
– Sigue quedándonos la señora Haitinger -dijo El Surfista. Con ese comentario lo sacó tanto de quicio que Costa se puso de pie y dijo que se iba a redactar el informe de cierre y que después se lo pasaría a todos para que le echaran un vistazo. Sin embargo, se obligó a dar aún una pequeña explicación más:
– La fortuna de la señora Brendel pertenecía supuestamente a Ingrid Scholl, quien quería recuperarlo todo dentro de poco. También el apartamento. Así que Brendel pudo tener un motivo para contratar a Grone como asesino.
Todos se lo quedaron mirando, atónitos.
– ¿La mejor amiga de Ingrid Scholl era en realidad un mal bicho? -preguntó El Obispo, frunciendo el ceño.
– Una mala pécora -lo corrigió Elena.
– Así empieza una mujer a ser interesante de verdad -apostilló El Surfista.
El Obispo enarcó las cejas, pero no dijo nada.
Costa cogió la sobrasada y salió de la sala de reuniones. Tardó unas tres horas, pero logró reunir por escrito lo más importante. El informe estaba lleno de errores y puede que también de incongruencias, pero tenía una buena base y, para empezar, bastaba.
El capitán Costa salió del puesto principal de la Guardia Civil, ató la sobrasada a la bicicleta y se fue hacia casa. En el portal, un gato saltó hacia él y se frotó contra sus piernas, pero él sostuvo la sobrasada en alto. Cuando entró en casa, sacó la colada de la lavadora y la tendió.
Al terminar, se fue en bicicleta hacia el puerto con la sobrasada en el portaequipajes. Fuera estaban a treinta grados a la sombra y Costa sintió un palpitante dolor de cabeza. Justo detrás del casino torció a la izquierda, se subió a la acera contraria y pasó por delante del pequeño supermercado donde Karin compraba todas las mañanas. Ante la puerta estaba Pedro, un terrier de pelo largo y orejas puntiagudas, que de pronto dio un salto y se abalanzó sobre él con tal fuerza que casi lo hizo caer de la bici. La pequeña bola de pelo no aflojaba, y Costa se asombró de que un perro que siempre había sido tan miedoso hubiese cambiado tanto. Mientras llamaba al timbre de Karin, puso la bicicleta entre ambos. Al oír el zumbido, desapareció en el interior del edificio mientras Pedro seguía vigilándolo con rabia a través de la puerta de cristal.
Cuando salió del ascensor, Karin estaba esperándolo con la puerta del piso abierta. Él quiso abrazarla, sonriendo, pero se vio enfrentado a un duro:
– ¿Qué quieres? -Karin dio un paso hacia él-. ¿Crees que puedes llamar como un loco al timbre en mitad de la noche, darle una patada a la puerta del edificio y luego, por si fuera poco, ponerte a insultar a la gente?
Costa se quedó perplejo. ¿De qué estaba hablando?
– ¡Abrieron la ventana y te vieron perfectamente! ¡Les hiciste un corte de mangas y les gritaste obscenidades!
Costa sonrió con inseguridad y le tendió la sobrasada.
– ¡Métete tu embutido donde te quepa y desaparece! -vociferó Karin.
Costa no opuso resistencia. Volvió a entrar en el ascensor e intentó, desconcertado, recordar qué había sucedido la noche anterior.
Fue a dejar la bicicleta a su casa y volvió a bajar para afeitarse donde Tomás. En ese momento necesitaba que alguien se ocupara un poco de él. Sin embargo, en lugar de entrar en la barbería, siguió andando hasta llegar a la vieja plaza de toros. Lamentó encontrarla cerrada, porque le hubiera gustado mucho sentarse en la tribuna, a la sombra. De niño, El Bruto le había cogido de la mano un domingo y lo había llevado hasta allí para que viera una corrida de toros. Recordaba la música y los vivos colores, el capote rojo, los ayes, el griterío y el júbilo cuando el toro cayó al suelo.
Decidió ir a Vista Mar. Le sentaría bien pasear un poco y dejar que su cabeza recapacitara una vez más sobre todo aquello. A lo mejor aún se le ocurría alguna idea. De algún modo tenía que encontrar la solución al caso.
Aparcó un poco más allá de la verja de entrada y recorrió a pie los últimos pasos. El mar, a su izquierda, estaba de un azul resplandeciente. Los pinos refulgían al sol como si sus agujas fuesen de plata. Olía a resina.
Al otro lado de la verja vio la larga avenida y recordó cómo había llegado con la señora Brendel aquel día de lluvia torrencial. Se detuvo delante del gran interfono. Todavía no habían cambiado el cartelito con el nombre de Ingrid Scholl.
Una gran limusina Jaguar verde oscuro esperaba detrás de él a que se abriera la verja. Costa se hizo a un lado. Al volante iba un tipo robusto y cuadrado. El pasajero que llevaba en el asiento de atrás quedaba oculto por las lunas tintadas.
El chófer le preguntó qué estaba haciendo allí. Costa le espetó que por qué tenía que estar haciendo nada. Sin volver la cabeza, el conductor se echó un poco hacia atrás para recibir una orden.
– ¡Si no está haciendo nada, márchese!
– ¿Adónde? -preguntó Costa.
El conductor volvió a escuchar un momento lo que le decían desde atrás y, cuando hubo comprendido sus instrucciones, respondió:
– Váyase a casa. -Miró a Costa más fijamente.
– Ya vengo de mi casa -repuso éste, y vio que el hombre volvía a reclinarse para entender mejor la siguiente orden susurrada.
La verja, entretanto, se había abierto del todo.
– ¿A quién viene a ver en Vista Mar?
– ¿Qué le parecería que viniera a verlo a usted? -preguntó Costa, guiñando un ojo-. O a su jefe, el de ahí detrás, el que no puedo ver por las lunas tintadas.
El hombre abrió la puerta del conductor y había sacado ya una pierna cuando del asiento trasero volvió a llegar una orden pronunciada en voz baja. El gorila metió la pierna otra vez en el coche y se sentó erguido, dispuesto a recibir nuevas instrucciones. Entonces alzó el brazo y señaló a Costa.
– Quédese ahí, esperaremos a la policía.
El coche entró y la verja empezó a cerrarse. Costa logró colarse.
A la derecha de la avenida que llevaba hasta la entrada principal había una espesa mata de rododendros. El capitán dejó resbalar las gruesas hojas por sus dedos mientras clavaba en ellas la uña del pulgar, como hacía siempre de pequeño. De pronto sintió un fuerte golpe en la cabeza y todo oscureció.