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Cuando Costa salió al balcón el primer lunes de octubre, la temperatura era de dieciocho grados y el cielo estaba de un azul resplandeciente. Enseguida pensó en El Surfista. A lo mejor se quedaba dormido y se olvidaba de llevar las pruebas al Instituto Forense. Costa se hizo un café, se sentó al sol en el balcón y llamó a El Surfista, que ya iba de camino al Instituto. Por el ruido del tráfico, Costa supo que ya estaba en Barcelona.
Para llamar a Martina Kluge aún era muy temprano, pero podía empezar con la colada. Deshizo la cama y metió toda la ropa en la lavadora. Después recogió los platos, puso el lavavajillas en marcha y se decidió a limpiar las ventanas.
Hacía tres semanas que había comprado un limpiacristales, un cubo y un paño de cuero. Cuando los niños iban a visitarlo, siempre hacía con ellos las tareas de la casa, seguramente por eso sintió de pronto unas ganas enormes de llamarlos un momento.
A esa hora a lo mejor encontraba aún a Annalena antes de ir al colegio. Y así fue. La niña le explicó que se le había caído otro diente. Le dijo que lo envolvería, lo metería en un sobre y se lo enviaría. Él le contestó que se alegraría mucho de recibirlo y que lo guardaría.
– Y luego, cuando vengas a verme en vacaciones, podrás volver a verlo -le dijo.
– No puedo volver a verlo -repuso la niña-. Entonces ya tendré otro nuevo.
A las nueve llamó a Martina Kluge. La chica tenía una voz cálida. Cuando hablaba, todo sonaba suave, preciso y claro. Como estaba ocupada hasta la tarde, quedaron a las cinco en el centro de belleza.
«Una joven agradable -pensó Costa-. ¿Cómo será en persona?»
Cuando terminó de limpiar las ventanas, empezó a sentir hambre. Se maldijo por ser tan idiota y en un día como ése, en que podía, no haber pensado primero en el placer. Pero tampoco era demasiado tarde.
Decidió bajar un momento a comprar un par de cosas y prepararse un buen desayuno. Tres huevos fritos con jamón. Estaba claro que se lo había ganado.
En su barrio existían todavía todas esas tiendas pequeñas que en otras partes habían desaparecido hacía tiempo: una carnicería, una verdulería, una panadería, una corsetería, un quiosco, una librería abigarrada, una sala de juegos y varios pequeños restaurantes.
Costa compró huevos, jamón y pan. De vuelta, le lanzó una mirada al escaparate del videoclub en el que una vez había alquilado El paciente inglés. Sin embargo, a base de horas extra, nunca conseguía ver ninguna película.
Cuando acababa de poner los huevos en la sartén y estaba a punto de echarles sal, sonó un aria de La flauta mágica, la melodía de Mozart que le había puesto al móvil. Intentó pescar el teléfono del bolsillo de sus pantalones sin mancharlos de sal y huevo.
Era Elena. Gino Weber, el amante de Grone, se había evaporado.
– ¿Se ha ido?
– No, aún está registrado en el Royal Plaza, pero esta mañana no se encontraba en su habitación y de momento sigue sin aparecer. He pedido en recepción que nos informen en cuanto aparezca. ¿Qué hago ahora?
Costa repuso que tampoco era tan importante, que de todas formas seguramente su declaración no cambiaría nada en cuanto a la culpabilidad de Grone.
– Entonces, ¿has descartado por completo a la señora Haitinger? -preguntó Elena.
– Ni siquiera tú crees que fuera ella.
– Pero no por eso la tacho de la lista de sospechosos. Eso sólo lo haría si me hubiese enamorado de ella.
A Costa no le pareció gracioso. Además, los huevos se le estaban pegando a la sartén. Intentó separarlos con la pala de madera, pero no lo consiguió porque tenía el teléfono en la mano izquierda, así que lo sujetó entre la barbilla y el cuello para poder usar las dos manos. Empujó con fuerza, pero la pala resbaló, dio contra el borde de la sartén y el aceite caliente le salpicó en la mano. Costa se sacudió y el teléfono se estrelló contra el suelo de la cocina. Con ello terminó la conversación. Los huevos estaban medio quemados. Le habría gustado tirarlos a la basura, pero sabía que no podía permitirse esos arranques de derroche. Mordió un trozo de pan, se metió en la boca los trozos de huevo que se habían salvado y masticó con rabia. Estaba a punto de servirse un vaso de zumo de naranja Don Simón cuando su móvil volvió a interpretar la melodía de Mozart. A Costa no le apetecía contestar. Creyó que sería Elena, para incordiarlo otra vez con lo de la señora Haitinger. ¡Él, enamorado de Haitinger! ¡Qué estupidez más increíble! ¡Y viniendo de la gélida Navarro! Como el teléfono no dejaba de sonar, contestó vociferando directamente:
– ¡No estoy enamorado de Haitinger! ¿Cómo se te ha ocurrido semejante memez?
– Tampoco yo he dicho nada por el estilo -repuso Franziska Haitinger.
La sartén volvía a echar humo, Costa se dio cuenta de que había olvidado apartarla del fuego.
Al otro lado de la línea reinaba el silencio.
Costa estaba a punto de colgar cuando volvió a oír la delicada voz de la señora Haitinger:
– ¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?
Llamaba para darle el número de teléfono del doctor Teckler, el médico que la había remitido a Schönbach, y también para decirle que iba camino del aeropuerto para volver a Frankfurt. Sólo para que no se preocupara de que pudiera huir.
– Volveré a Ibiza, sólo voy a una visita médica. Espero que no pase nada. De todas formas le daré mi número de móvil, así podrá localizarme en todo momento.
Costa se disculpó y explicó que la había confundido con una compañera de trabajo que le había recriminado que la considerara inocente. Franziska Haitinger le agradeció su confianza y le repitió que no era culpable, que esa historia era de lo más absurda. Mientras buscaba un bolígrafo, Costa preguntó con educación si estaba enferma y por qué tenía que ir a Alemania para ver a un médico. Añadió también que se la oía un poco floja.
– ¿Y le extraña? -Por primera vez desde que la conocía, notó un tono de reproche en su voz-. ¡Algo así no pasa sin dejar huella! ¡Ha sido horrible! -Esa última palabra apenas se entendió, porque la mujer se había echado a llorar.
Costa hubiese querido consolarla, pero sus sollozos eran cada vez más fuertes. La había creído una persona con un gran dominio de sí misma y muy dura, pero de pronto, ahora que todo había pasado, se desmoronaba. Pensó que la señora Haitinger pondría fin a la conversación, pero siguió al teléfono, de modo que Costa tuvo que escuchar con impotencia cómo se venía abajo.
– Disculpe -dijo ella al cabo-, pero es que no estoy bien. Ésa es precisamente la razón por la que voy a ver al especialista.
– ¿Cuándo sale su vuelo?
– A la una y diez.
Le dio su número de teléfono y se disculpó una vez más.
– Señora Haitinger, si puedo ayudarla en cualquier cosa, cuando sea… -dijo Costa, todo lo comprensivo que pudo mostrarse-. Y me alegro de que me haya llamado.
Cuando llegó a la reunión, al capitán le esperaba una sorpresa. El Obispo había ido a buscar el coche de Scholl con la grúa y había hecho inspeccionar el volante en busca de huellas. Habían encontrado impresiones dactilares, pero ninguna de Grone. ¿Acaso había conducido el coche otra persona? Eso encajaba con el hecho de que el joven no encontrara las llaves. A lo mejor no las había tenido nunca.
Costa pidió que le explicaran otra vez dónde habían encontrado el vehículo para compararlo con la declaración de Grone, que había dicho que lo dejó en el puerto, en el lado derecho de la calle. Aquello no era del todo exacto, pero se correspondía más o menos con el lugar de la avenida de Santa Eulalia donde lo habían encontrado, frente a la zona portuaria, delante de una nave industrial en ruinas.
– Es un pequeño bloque de arenisca que tiene una palmera delante. El coche estaba entre la palmera y el edificio. -Como Costa seguía mirándolo sin saber a qué lugar se refería, El Obispo añadió-: Donde el gran cañaveral que hay entre la central eléctrica y la vieja plaza de toros se une con la avenida. Al lado hay todavía un pequeño aparcamiento, delante del Club Náutico.
Entonces Costa cayó en la cuenta.
– A lo mejor conducía otra persona -dijo El Obispo.
– O Grone llevaba guantes -sugirió Elena.
– Puede -dijo El Obispo-, pero entre sus cosas no hemos encontrado ningunos, tampoco en el coche. A lo mejor conducía Brendel.
Costa sonrió y se lo tomó a broma hasta que El Obispo le dio una carta y le dijo que la había encontrado entre los asientos.
Estaba escrita a mano en un papel de carta de la señora Brendel y llevaba, además, su firma. Iba dirigida a Günter Grone: Centro Penitenciario, Rochuβtraβe 250, Colonia, con fecha del 2 de septiembre de 2001. El Obispo leyó los párrafos más relevantes:
– «Lo conozco a usted muy bien gracias a lo que cuenta lngrid. Soy su mejor amiga y quisiera hacerle un regalo de cumpleaños. Si supiera usted lo mucho que lo ama, seguro que no dudaría en volver a verla. Y ése sería mi regalo: ¡que venga usted! Ingeli me ha explicado que se portó muy mal con usted. Sin embargo, ahora querría enmendar las cosas ¡Un bonito motivo para reencontrarse! Mi regalo de cumpleaños tiene que ser una sorpresa. No tiene por qué ponerse usted ningún lazo, pero ella no puede sospechar nada. Por eso le hago una lista con toda la información que va a necesitar: Apartamento 402, cuarta planta. Código de la verja y la puerta principal: 1998 (por favor, no le dé a nadie este código secreto). En el apartamento, llame al timbre de la siguiente manera: dos toques largos, dos cortos… Siempre está en casa para ver las noticias, a eso de las ocho de la tarde. ¿Qué me dice? Atentamente, Erika Brendel.»
– ¡Menudo regalito de cumpleaños! -exclamó Costa, que a continuación se levantó y se acercó a la ventana.
¿Sería la misma carta que habían mencionado Grone y su amigo Hinrich? Necesitaba un momento para procesarlo. ¿Sería un encargo de asesinato encubierto? ¿Qué clase de motivo habría tenido la señora Brendel? ¿Daba esa carta las instrucciones para que se cometiera el crimen? Recordó que las declaraciones de Erika Brendel sobre las personas involucradas habían ido cambiando, y no pocas veces, según su estado de ánimo. Al principio a Costa le pareció gracioso y lo tomó por una peculiaridad de su carácter. Sin embargo, ahora se preguntaba si detrás de ello no se escondía la profunda inseguridad de una persona que había participado en un crimen. Mentir requiere inventar un cuento lógico y convincente, pero no al estilo de Hansel y Gretel, sino un cuento que esté bien anclado en la realidad en determinados puntos. Es ahí donde tropieza la mayoría, pues hay que ser rápido pensando y tener la memoria de un jugador de póquer, que en todo momento sabe qué cartas siguen en juego y cuáles se han echado ya. Qué dije antes, qué tengo que decir todavía y qué no puedo saber de ninguna manera. Los temperamentos fuertes como el de la señora Brendel solían tener que corregirse varias veces para lograr algo así.
Costa se volvió hacia El Obispo:
– ¿Quieres decir que ella lo esperaba en el coche con el motor en marcha mientras él estaba arriba, matando a su amiga? ¿Que después bajó corriendo, subió al coche de un salto y se fueron a la ciudad a toda velocidad para conseguir una coartada?
El Obispo se frotó el cuello y titubeó un poco.
– Qué sé yo… No conozco a los alemanes. A lo mejor se hacen canalladas así para pasar el rato.
Por el contrario, conocía a todos los carteristas, ladrones y estafadores de Ibiza. Incluso sabía lo que se hacía entre los gitanos.
Elena había estado hojeando el expediente.
– Hicimos una lista con todo lo que había en el apartamento de la víctima -dijo-. No encontramos guantes de goma domésticos.
– ¿Y qué? -masculló Costa.
La joven señaló un comprobante de compra.
– Que en el tique del supermercado aparecen unos guantes de goma. Deberíamos haberlos encontrado. Claro que podemos volver a buscar, pero si no hay nada, puede que Grone se los pusiera para no dejar huellas dactilares.
– ¿Y dónde han acabado?
– Los tiraría junto con las llaves del coche después de dejarlo aparcado.
– Es una posibilidad -dijo Costa.
No se sentía en muy buena forma. Tenía la extraña sensación de que la señora Brendel estaba presente en la habitación con su sonrisa juvenil.
– No sería una mala explicación -dijo Elena, y a él le pareció que de pronto le dedicaba una sonrisa compasiva-. Además, esa tarde Brendel estaba en Mallorca. Tú mismo fuiste a buscarla al aeropuerto al día siguiente.
– Bien -exclamó Costa-, hoy iré otra vez a visitarle y le apretaré las clavijas.
Después le preguntó a Elena si, entretanto, había aparecido ya el testigo Weber.
– Poco antes de la reunión he vuelto a llamar al hotel. Por el momento sigue sin aparecer. Debe de haber pasado la noche en algún otro sitio.
– ¿Has comprobado si sus cosas siguen en la habitación?
– Sí, se lo han preguntado a la camarera. Todo sigue allí. Tampoco ha pagado la cuenta y aún le quedan catorce días de estancia.
– Bueno, pues ningún problema -dijo Costa-. Ya oiremos lo que tenga que decir cuando sea.
Consultó el reloj. Dentro de poco deberían recibir noticias de El Surfista. El Obispo dijo que había hablado con él y que los resultados estarían listos a eso de las dos.
– En cualquier caso, ¿es seguro que están realizando los análisis de las pruebas?
– Sí, Torres se ha encargado de eso.
Ya sólo faltaba el informe de Costa sobre el viaje a Colonia. Esa tarde se quedaría en el despacho haciendo horas extras para redactar sus notas sobre las declaraciones de los testigos y después dejarle a cada uno una copia en su mesa. Quería ahorrarse el informe oral porque, de todas formas, El Surfista no estaba presente. Dijo, sin embargo, que ya no podían considerar sospechoso al ex marido de Ingrid Scholl, porque a la hora de los hechos estaba cenando en un restaurante italiano de Colonia.
– Habría que averiguar si suele salir a cenar a menudo o si esa noche en el italiano fue una excepción -intervino El Obispo.
– ¿Te refieres a que a lo mejor la coartada podría hablar en su contra?
El Obispo asintió.
– Exacto. Si ha sido un asesinato por encargo, como mandante, sin duda se habrá buscado una coartada para esa noche.
– Tienes razón -dijo Elena con una sonrisa-. En ese caso, además, en el restaurante pediría algo que llamara mucho la atención. Habrá que comprobarlo.
Costa iba a añadir algo cuando le sonó el móvil. Era El Surfista, que le informó entusiasmado de que en el cuello de la víctima se habían encontrado rastros de Grone, igual que las fibras halladas sobre el pecho y la barriga de la víctima.
– A juzgar por las huellas dactilares, salió del dormitorio, después abrazó a la víctima y la apretó contra sí. Así se explica la diseminación de fibras. Después la estranguló. Sólo que… no murió por estrangulamiento. La mataron ensartándole los pinchos. ¡Y eso señala a Haitinger!
Costa creyó percibir cierto tonillo burlesco. «El chaval ha pasado una noche fantástica en Barcelona -pensó-, ha desayunado hasta hartarse, seguramente su amiga se habrá ocupado de comprar su queso preferido y no habrá dejado que se le quemen los huevos fritos. ¡Y, encima, aún quiere sacarme de mis casillas para que él pueda decir que hay gente que no sabe disfrutar de su trabajo! ¡Qué hijo de perra!»
– Muchas gracias. Mañana por la mañana, a las nueve, revisaremos los resultados por escrito.
Los demás lo miraban con expectación.
– Ha sido Grone -dijo Costa, y se levantó-. Voy a decirle cuatro cosas bien dichas. Va a preferir hacer una confesión completa.
– Me gustaría… -empezó a decir Elena con voz dudosa.
– Muy bien -dijo Costa-. Ve por la grabadora y baja. Te espero en el coche.