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Capítulo 10

El guapo joven con el que Costa ya había hablado personalmente en el Mar y Sol entró acompañado de dos agentes. Llevaba una chaqueta amarillo canario y aquel pañuelo de seda verde, rojo y marrón de estampado irregular. Con un gesto de la mano, Costa le ofreció asiento en la silla que había frente a su escritorio y pidió a uno de los agentes que esperara en la puerta. Antes de irse, el agente dejó un expediente sobre el escritorio, delante de Costa, que lo abrió. Lo primero que vio fue el pasaporte del que se habían incautado, y después estaba toda el acta de la detención.

Cogió el pasaporte y contempló la fotografía. No había duda: ¡era Hinrich! Los dos hombres no se parecían en nada. En el hotel, por lo visto, aceptaban pasaportes sin mirar siquiera la fotografía.

– De manera que es usted…

Costa fingió no leer bien lo que decía el pasaporte.

Su interlocutor sonrió.

– Me llamo Ulf Hinrich. Lo dice ahí.

«Buen actor», pensó Costa, y le preguntó qué hora era.

– Las once menos cinco -dijo Grone, desconcertado por la pregunta.

– ¿Quiere pasarse toda la noche aquí, en el puesto de la Guardia Civil?

– Pero ¿por qué me han detenido? ¿Qué derecho tiene la policía española a detenerme? -Puesto que Costa lo miraba con tranquilidad, pero no decía nada, añadió-: ¿Está usted aquí como representante de la policía alemana, para protegernos de los ataques de los agentes españoles?

Después del agotamiento acumulado en los últimos días, a Costa le cansaba ese juego sin sentido. Además, había dormido poco.

– No -dijo-. Soy español. Pero resulta que también hablo alemán.

Grone lo miró con una sonrisa de asombro y dijo que era difícil de creer que alguien pudiera aprender a hablar tan bien una lengua extranjera. Costa le dio las gracias por el cumplido y le transmitió su esperanza de que el idioma contribuyera también al buen entendimiento entre ambos.

– Seguro que sí -dijo Grone.

Y se puso la mano derecha en la mejilla, de manera que Costa pudo ver que llevaba esmalte brillante en las uñas.

– Señor Grone, ¿por qué ha venido a Ibiza?

– Porque en Ibiza hay una playa gay conocida en todo el mundo. Es Cavallet.

– ¿Ha venido de vacaciones a la playa?

– Para encontrarse a uno mismo a veces es importante alejarse de la vida cotidiana y sumergirse en algún otro lugar.

– ¿Para encontrarse a uno mismo? -Costa lanzó una mirada al acta de la detención, donde se mencionaba al hombre con el que habían pillado a Grone besándose: el doctor Gerd Weber-. Parece que no se ha encontrado a usted mismo, sino más bien a otro.

– Sí, Gino. Dios mío, a veces también necesito a alguien con quien sentirme protegido y poder descansar. Esas personas son muy, muy poco frecuentes, y cuando uno encuentra a alguien como él, hay que cuidar esa amistad.

Costa se quedó un momento atónito ante esa inesperada franqueza, pero por lo visto el muchacho tenía un par de facetas que no le importaba mostrar antes de entrar en materia. Antes de que tras el encanto y el erotismo asomara la mueca del mal; esa figura negra que en el momento del asesinato lo había henchido por completo y lo había dominado sin reservas. Costa volvió a echarle un vistazo al expediente.

– ¿Su conocido no se llama Gerd Weber?

– Claro. Pero aquí, en la isla, se hace llamar Gino.

– Si no estoy mal informado, tiene usted en Colonia un compañero sentimental. El hombre con cuyo pasaporte viaja.

– Todo el mundo necesita alguna vez a alguien en quien confiar. En casos contados, esa persona es el compañero sentimental, pero casi siempre se trata de alguien de fuera de ese círculo. Con esa persona se puede hablar de los problemas y los deseos sexuales de uno. Eso es muy importante.

Sencillamente había pasado por alto lo del pasaporte.

– ¿Quiere decir que a su compañero sentimental no podía confiarle que se ha fugado de la cárcel?

– ¿Eso he hecho?

Costa volvió a mirar el expediente.

– El miércoles, veintiséis de septiembre, a las siete y veinte, despegó desde Dusseldorf bajo el nombre de Ulf Hinrich en el vuelo 152 de LTU con destino Ibiza. El avión aterrizó a las nueve y cuarenta y cinco. Después tomó un taxi y a las once llegó al hotel Playa Central, donde cogió una habitación presentando el pasaporte de su amigo Hinrich. La habitación doscientos dieciséis.

Costa dejó a un lado el formulario de registro del hotel y sacó el fax de Investigación Criminal de Colonia.

– El lunes, veinticuatro de septiembre, sustrajo de la taquilla de un empleado de la jardinería Borchers, en el barrio de Poli, Colonia, unos pantalones, una camisa y una chaqueta, y tiró su mono azul con el logotipo del centro penitenciario de Colonia en un contenedor de basura.

Se reclinó contra el respaldo y miró un momento pensativamente a Günter Grone. ¿Dejaría de una vez sus jueguecitos ese tipo apuesto y bronceado?

Grone había bajado la mirada y miraba al frente. Ambos permanecieron callados.

– ¿Escapó de la cárcel para visitar a su antigua empleadora, la señora Ingrid Scholl?

Grone alzó las manos en actitud negativa.

– ¡No, por el amor de Dios, precisamente eso no!

– Entonces, ¿qué?

– Sólo quería venir a reponerme y divertirme un poco. ¡A ella no quería encontrármela! Ni siquiera sabe que soy gay. Por eso el otro día, en el café, le solté todo eso de que no conocía a Ingrid Scholl y de que no era Günter Grone. ¡Porque no quería que ella se enterara! No puede saberlo, ¿comprende? ¡No quiero desilusionarla! Sólo quiero pasar un par de días bonitos aquí, en territorio gay. Si ella se entera de que he venido, no podré hacerlo.

Costa se preguntó si debía interpretar la infantil forma de hablar de Grone como ingenuidad o más bien como el refinado encubrimiento de un criminal frío y calculador.

Él se había encontrado con sospechosos que, en una situación como ésa, se protegían con el silencio, pero también con otros que se embarcaban al instante en un aluvión de explicaciones, aseveraciones y sinsentidos contradictorios. A él le era indiferente cómo intentara salvarse un criminal, pero le dolía torturar a un inocente. No se le había endurecido la piel, como a muchos de sus compañeros. Por eso, ante cada interrogatorio intentaba desde el principio responderse la pregunta decisiva: ¿culpable o no culpable? A lo mejor era cierto que Grone no era más que un turista que no quería encontrarse con una vieja conocida. A lo mejor, durante los muchos meses pasados en la umbría cárcel de Colonia, había soñado con disfrutar de la hermosa luz y la gente colorida y alegre de esa isla. Costa perseguía a personas que habían asesinado a otras, no quería zarandear a nadie sólo porque hubiera deseado vivir unos momentos de felicidad.

– Bien -dijo-. La señora Scholl no se ha enterado de nada. ¿Lo ha pasado usted bien?

Grone asintió con alegría.

– Sí. Ya lo creo. -Pero de repente pareció recordar algo desagradable -. ¡Salvo por esa horrible lluvia! -añadió.

– Sí, la lluvia roja -dijo Costa-. Pero ¿lo demás ha ido bien?

– ¡De maravilla! Sí, la verdad.

– A lo mejor podría explicármelo todo con más detalle. Empezando por su llegada a Ibiza. ¿Cree que podrá hacerlo?

Costa le hablaba con voz serena y agradable, como un médico que le pide al paciente que le explique la historia de su enfermedad.

Grone asintió.

– El jueves se estropeó por la lluvia. Fue un verdadero horror. Nos pasamos el día entero en la sauna. En Figueretas. Y por la noche estuvimos en…

– Cronológicamente, quiero decir. Tal como lo vivió usted. Como en una película, para que yo pueda hacerme una idea -interrumpió Costa, sonriente.

– Bueno, fui del aeropuerto al hotel. No llevaba más equipaje que un pequeño neceser. En la isla hace calor. Sólo quería descansar. ¡Este cielo de ensueño, este tiempo maravilloso! -sonrió con entusiasmo.

– Bueno, ¿y qué hizo después?

– Después fui en taxi a la playa de Es Cavallet.

– ¿Quién se la había recomendado?

– Nadie.

– ¿Nadie?

– Sí, madre mía, naturalmente llevaba conmigo el Spartakus.

Costa había tenido que resolver una vez un caso muy complicado en la escena gay de Hamburgo y por eso conocía esa guía turística y de ocio para homosexuales.

– ¿Y? ¿Qué tal estuvo?

Costa tenía que conseguir que Grone le hablara con soltura de todo ello. Tenía que hacer que se sintiera seguro.

El procedimiento requería que el interrogado se mostrara hablador, y sólo fallaba si el sujeto había previsto ya la situación del interrogatorio, si había estudiado sus excusas y sus mentiras, si las había ensayado como lo haría un actor.

Costa conocía a esos tipos. Sin embargo, no creyó que Grone fuera uno de ellos. Si era el asesino, o bien lo habían utilizado, o bien lo había hecho en un ataque de enajenación paranoide.

El capitán sacó un paquete de cigarrillos del cajón de su escritorio. Aunque él no fumaba, le ofreció uno a su interlocutor. No quería transmitirle a Grone la sensación de que lo estaban interrogando fríamente.

– ¿Cómo es la playa de Es Cavallet? Yo no he ido nunca. La verdad es que no conozco mucho la isla.

Grone parecía muy dispuesto a hablar. Era lo que Costa había esperado, y se relajó un poco.

– Es Cavallet es una playa muy normal al principio -dijo Grone-. Allí he ido siempre a comer, a la Escollera. Siempre está muy concurrida y hay una vista muy buena de Formentera. Además, a unos cien metros hay un restaurante muy in en el que se encuentran todas las personalidades, El Chiringuito. Lo frecuenta hasta Polanski.

Grone describía la playa como si él fuese a menudo. Costa lo llamaba el «efecto in». Como si quisiera decir: ¡eh, que hace tiempo que vengo por aquí y conozco bien este sitio!

– En el último recodo, en la torre -siguió explicando Grone-, se convierte en una playa gay. Al llegar, enseguida me di cuenta de que allí se ligaba. Bueno, por eso mismo había ido yo. Había bellezas tumbadas, cuerpos cubiertos de aceite, más allá los había rasurados, mirones… Una amplia variedad. Allí está el Chiringay. Medio bar de playa y medio discoteca con animadores travestidos. Bebí algo y me tomé una tapa. Es el punto de encuentro total. La mayoría ya va en pequeños grupos.

Grone empezó a sonreír al hablar de todo aquello. Tenía unos dientes blancos y sanos.

– Allí fue donde conocí a Gino algo más tarde. Pero primero caminé hasta algo más allá del Chiringay y llegué a las dunas, donde empiezan esos pinos retorcidos. Son dos kilómetros más o menos. -Grone se reclinó con una sonrisa y puso las manos en el regazo-. Es donde tienen lugar los contactos para el sexo rápido. Allí se folla cueste lo que cueste, perdón, pero así es. De los suyos no hay nadie. La policía española no va. Ni un solo agente.

A Costa no se le había pasado por alto que el muchacho le había mirado directamente a los ojos durante ese pequeño arrebato de grosería, como para comprobar si se indignaba o ver si podía ganárselo. En cualquier caso, se mostraba más confiado, y Costa ahora sabía que la seducción y la sexualidad eran terreno seguro para él.

– Seguramente no habría allí ni un solo español -dijo para mantener la conversación en marcha.

– Al contrario -dijo Grone, riendo-. Tras las dunas hay un pequeño sendero que frecuentan sobre todo los españoles. Esperan detrás de los árboles, tocándose para intentar atraer la atención de algún interesado. -Grone estaba cada vez más relajado-. Pero yo me encontraba todavía en el otro lado -siguió explicando-, en el lado del mar, donde tienes esa agua fantástica frente a ti, bañando la deliciosa escena gay. Allí las dunas son casi como montañas minúsculas separadas por pequeños cañones. En los lugares más altos y expuestos se colocan esos indios solitarios, esos hombres desnudos que buscan con la mirada. Es como si la administración del balneario hubiese dispuesto sobre las montañas de arena una columna griega cada cincuenta metros. -Las alabanzas eran parte de su arte de seducción. Se dejaba llevar por el entusiasmo-. Desde allí arriba vigilan y son la señal de que puede pasar algo. Están ahí para interesar y seducir a cualquiera que todavía no sepa lo que pasa. Son cuerpos absolutamente entrenados. A veces se ve a alguien subir allí arriba y luego cómo las cabezas se inclinan hacia abajo y desaparecen en alguna hondonada de arena. Hay otros que se pasean en cueros entre las píceas y los matorrales de las dunas. Por todos los rincones se ve algún que otro movimiento, y cuerpos rozándose sobre la fina arena. Entre ellos hay muchos británicos. Se los reconoce por los tatuajes. El solo hecho de estar tumbado al sol y observar lo que sucede a tu alrededor ya resulta estimulante. Es el mismo morbo que en la sauna. He ido varias veces al baño de vapor, donde los contactos son muy directos. Pero eso fue un día después, el jueves. Cuando la lluvia hizo que fuera imposible ir a la playa. La penumbra y ese vapor… y cuando te das cuenta de lo que se trae entre manos toda esa manada que hay junto a ti, es muy estimulante para los sentidos. ¡Es lo más! Aunque uno no tenga intenciones sexuales y sólo quiera tumbarse en las dunas: se siente un hormigueo diferente a cuando se toma el sol en Cala Tarida.

– ¿Y estuvo allí con Gino Weber?

– No, Gino no estaba en las dunas. También hay gente que no busca sexo directo, sino que quiere quedar con alguien para la noche. A él lo conocí más tarde, en el Chiringay. Allí estableces contacto visual y charlas un poco. Yo soy de Colonia, ¿tú a qué te dedicas? Todos desnudos. Y después quedas para esa noche, y todo el mundo va de punta en blanco: ropa muy chic y sólo de diseñadores caros, naturalmente.

– ¿De modo que quedó con Gino para esa noche?

– Sí, la chispa saltó enseguida. Queríamos vernos a las diez. Yo me presenté puntual como un reloj.

– ¿Dónde?

– En el Dome. Me gusta ese sitio, los heteros se mezclan con los gays. Es el punto de encuentro más in.

– ¿Cómo llegó hasta allí?

– Fui caminando desde el Playa Central a la playa, paseé por toda la orilla y en algún momento llegué a la calle que lleva a Vara de Rey. Desde allí entré en el casco antiguo. Gino me había explicado que aquello está tan abarrotado durante la temporada que hay que agarrarse bien. La gente se frota, allí te ríes, charlas, llegan las estrellas travestís y luego te despides para ir a la fiesta que sea. Hablas con gente interesante, guapa y con buenos perfumes: «Oye, mira, esta noche damos una fiesta en la finca de Santa Gertrudis», o: «Vamos todos después al Amnesia», o: «Después nos vemos todos en Pacha», o se encuentran todos en un gran yate de algún multimillonario. O en Gaultier. Eso se decide allí mismo. ¡Dios mío, qué isla!

– ¿Cuánto tiempo tardó en llegar al Dome?

– A eso de las cinco, o cinco y media, me marché de la playa y llegué al hotel a las seis. Me refresqué, hice un poco de zapping y luego me tomé una copa abajo, en el bar.

– ¿Cuándo fue eso?

– A las nueve bajé tranquilamente al bar.

– ¿Hasta entonces estuvo viendo la televisión?

– Sí, haciendo zapping por varios canales.

– ¿Qué vio? ¿Recuerda algo de lo que retransmitían?

– Nada en concreto. Quería echar un vistazo a los canales españoles, pero no entendía nada.

– Pero de algo se acordará, ¿no?

– Sí. De un concurso. Había unas cuantas personas sentadas, era mi juego de azar o de adivinar no sé qué. Y luego deporte. Un poco de fútbol. Pero no conseguí enterarme de qué equipos jugaban.

– ¿Y cuándo llegó al Dome? ¿De eso se acuerda bien?

– Sí, a las diez en punto. Por nada del mundo quería llegar tarde. Si no, a lo mejor él se habría ido a otro sitio.

– ¿Y después?

– En el Dome me bebí dos copas de Veuve Cliquot y Gino se tomó dos gin-tonics. Después salimos de allí, subimos la escalera de la calle de la izquierda para ir a Angelo, ese club gay con una terraza al aire libre. Allí nos tomamos un Ibizy-Crazy cada uno y salimos por las callejuelas estrechas hasta la calle de la Virgen. Una cosa después de la otra. Pasamos por el Caprichio y entramos en el Foc i Fum. Después estuvimos un rato en el Exis y fuimos al León, casi enfrente. Y para terminar al Ánfora, claro, la discoteca gay total.

– ¿Todo eso fue en su primer día, el miércoles?

– Sí.

– Hoy es domingo. Seguramente habrá salido todas las noches. ¿No se estará confundiendo?

Grone se echó a reír.

– ¿Qué quiere que confunda? Todas las noches han sido iguales. Primero la playa, después al hotel a descansar un poco y luego al Dome a eso de las diez. Más tarde una ronda por los bares y al Ánfora. -Grone rió-. Ahora sí que le he mentido. El jueves no fuimos a la playa, porque cayó esa infernal lluvia roja. Como si el cielo sangrara. Dios mío, pensé, ¿quién ha provocado esto? Al amanecer volvimos a pie a casa, al hotel de Gino, y su camisa blanca estaba roja como después de una carnicería. «¿Una carnicería? ¿Cómo se te ha ocurrido eso?», me dijo. «Lo que pasa es que tengo la regla.» Nos quedamos de pie bajo la lluvia, partiéndonos de risa. Gino es un tipo muy divertido. Le caerá bien.

Desde sus inicios en la profesión, Costa se había acostumbrado a tratar con locos o dementes como otras personas trataban con sus compañeros del departamento de contabilidad. Había intentado llegar a ser inmune a sus acentos estridentes, pero no lo había conseguido. Siempre se quedaba boquiabierto como un niño ante esta vida tan sorprendentemente polifacética que Dios había creado.

Allí se encontraba ahora, sentado ante ese hombre tan bello, preguntándose adónde le llevaría ese viaje.

– Cuando llegamos al hotel de Gino, estábamos calados hasta los huesos. Pero no importaba, ¡era nuestra primera noche! «Quiero volver a verte pronto», me dijo Gino al día siguiente. Quedamos en vernos en la iglesia de Santa Gertrudis. La lluvia roja había parado, hacía un día maravilloso. Gino me enseñó la isla y yo me enamoré de ella al instante. Pensé: algún día quiero vivir aquí, quiero tener mi pequeña finca. La noche siguiente volvimos a pasarla juntos. Gino quería que dejara mi hotel, y eso hice. Poco después de que usted y yo habláramos en la terraza del café, por cierto.

Si tenía ante sí a un asesino brutal y cruel, Costa no podía ocultar cierta admiración. Con qué maestría había incluido su encuentro con Costa y la posterior huida de su hotel en la conversación… ¡Con ello había anulado cualquier sospecha!

Sonó el teléfono. Era El Surfista, que le comunicaba con orgullo que ya tenía el resultado de la comparación de las huellas dactilares.

– Grone estuvo en el apartamento -dijo-. No hay duda posible. Las huellas del hotel y las del pestillo del dormitorio coinciden. Los resultados del resto de las pruebas los tendremos dentro de veinticuatro horas.

Costa le dio las gracias por ello y le dijo que ya no lo necesitaría más ese día.

– Mañana tenemos reunión a la una y media -añadió después.

Sintió que El Surfista se alegraba de no tener que regresar enseguida, pero estaba demasiado agotado para reaccionar. Se despidió y llamó a Elena Navarro a su despacho. Costa lo había creído improbable, pero aún estaba allí.

– ¿Todavía no te has cansado?

– No. Quería esperar al resultado del interrogatorio.

– Bien. Entonces pásate un momento.

Apareció enseguida, despierta y fresca, como si acabase de darse un baño.

– Me siento como un importantísimo delincuente internacional -dijo Grone con una amplia sonrisa, y se levantó para saludar a Elena.

«Parece estar como pez en el agua», pensó Costa, y decidió darle una ducha de agua fría.

– Tenemos una orden de arresto internacional contra este caballero en relación con una petición de extradición. Pero lo retendremos aquí hasta que nos explique por qué ha asesinado a Ingrid Scholl.

Grone se puso a hacer aspavientos con los brazos, masculló algo sobre la típica brutalidad de la policía española y corrió hacia la puerta.

– No llegará lejos -le dijo Costa.

Grone dejó el pomo de la puerta, se volvió y gritó que no permitiría que lo llamaran asesino.

– Pues no lo haremos -dijo Costa-. Lo llamaremos «el inculpado». Si con ello llevamos o no razón, podrá comprobarlo dentro de un momento. Si tiene la amabilidad de sentarse.

Grone regresó a disgusto a su silla, y Costa se volvió de nuevo hacia Elena.

– Bueno, para ponerte un poco en antecedentes: el caballero que está aquí sentado es Günter Grone, nacido el veintidós de septiembre del setenta en Seiffen, en los Montes Metálicos, Alemania. Estudió jardinería en Dresde, en cuya cárcel permaneció entre el ochenta y cinco y el ochenta y nueve, pero salió en libertad antes de lo previsto y fue entonces al Berlín del Este, donde cuidó de los jardines de las villas de los ocupantes rusos. Cuando cayó el Muro, en el ochenta y nueve, conoció a un conductor de autobuses de Colonia, Ulf Hinrich, se mudó a su casa y desde entonces han vivido juntos. El tres de febrero del noventa y siete, un lunes de Carnaval, conoció en el Päffgen de Colonia a Ingrid Scholl y después trabajó para ella como jardinero. El cuatro de agosto del noventa y ocho cometió un robo en la casa de los vecinos de Ingrid Scholl, en Lindenallee, y se llevó cinco mil cuatrocientos marcos. Por ello lo condenaron a dos años y medio de prisión. De ellos, ha cumplido aproximadamente dos. Su solicitud de liberación anticipada fue tramitada hace unos días. -Grone hizo un gesto con la mano como diciendo: «Culpa suya, si no lo he sabido hasta ahora»-. El pasado martes se escapó de la cárcel. Pasó la noche en Colonia con su compañero sentimental, Ulf Hinrich, y le robó el pasaporte. -Grone iba a protestar, pero Costa alzó una mano para impedírselo-. El miércoles por la mañana, muy temprano, le pidió que lo llevara en coche al aeropuerto de Düsseldorf y cogió un vuelo con destino Ibiza, donde encontró habitación en el hotel Playa Central. Pasó el día en la playa, conoció allí al doctor Gerd Weber, de Gifhorn, y quedó con él por la noche, a las diez, en el Dome. A eso de las cinco y media se marchó de la playa y fue al hotel para refrescarse. Sobre las siete y media cogió un taxi que lo llevó hasta Vista Mar y bajó ante la verja cerrada del recinto vigilado. -Costa se volvió hacia Grone con una sonrisa cortés-. Mi compañera ha encontrado al taxista. Lo ha identificado a usted gracias a una fotografía.

– Era un tipo calvo, si lo recuerda usted -Elena lo dijo con la misma afabilidad cortés con la que Costa había pronunciado su informe.

«Buen juego de equipo», pensó éste.

Grone se los quedó mirando a ambos como petrificado.

– Estuvo después en el apartamento de Ingrid Scholl, como nos demuestran sin lugar a dudas las huellas que hemos encontrado, y allí debía de seguir a eso de las nueve treinta y cinco, cuando la señora Scholl fue asesinada. O bien nos dice ahora mismo por qué lo hizo, o bien nos dice quién es el asesino.

Se volvió con brusquedad hacia Grone, que había observado con atención cada uno de sus movimientos.

– Sé que tenía sus motivos. La cuestión es: ¿los entenderé?

Costa había olvidado todo su cansancio.

Esperó. El silencio se apoderó de la sala. Tampoco Elena se movía. Costa sintió el palpitar de su pulso.

Grone tragó saliva, movió la cabeza a uno y otro lado, levantó el brazo derecho y se rascó el cuello. Sus ojos no hacían más que ir de Costa a Elena.

Al fin soltó una breve carcajada.

– Sí, es verdad. -Volvió a tragar saliva, carraspeó y tosió.

– ¿Qué es verdad? -preguntó Elena.

Costa se sorprendió de lo dulce y melódica que había sonado de pronto su voz.

– Que fui a verla. Porque ella lo quería. Recibí una carta suya diciéndome que tenía que ir a visitarla, que se moría de ganas de verme. No me vi capaz de negarle ese deseo. Se alegró muchísimo al saber que me había escapado de Colonia.

– ¿Tiene todavía esa carta?

– No. La he buscado por todas partes, pero me la habré dejado en algún sitio.

– ¿Cómo entró en su apartamento? -preguntó Costa.

– Ella me escribió cómo tenía que tocar al timbre.

– ¿Y bien? ¿Cómo tenía que hacerlo?

Grone imitó el sonido del timbre. Ulf Hinrich había mencionado la carta y también lo de la llamada del timbre, pero en las declaraciones de los residentes de Vista Mar, Costa no había oído nada de todo eso. Se lo preguntaría a Erika Brendel. Si era cierto, estaba claro que Ingrid Scholl habría abierto sin preguntar nada.

– ¿Y después? -quiso saber Elena.

– Sólo hablé un rato con ella, me dijo que estaba esperando visita. Fui un momento al lavabo, porque tenía que ir al baño, y después me dejó su coche y me dijo que fuera a dar una vuelta por la ciudad y que volviera cuando su visita se hubiera marchado.

– ¿Le dijo qué tipo de visita esperaba?

– Me dijo que era una amiga que iba a echarle las cartas.

Martina Kluge, eso encajaba. Costa había estado casi convencido de tener al asesino, pero ¿no tendría ante sí a un inocente?

– ¿Y qué sucedió después?

– Estuve de acuerdo y me fui con el coche a Ibiza, porque además tenía esa cita con Gino a las diez en el Dome.

– ¿Y luego?

– Luego aparqué el coche, estuve un rato dado vueltas a pie, porque no conocía la ciudad, y al final pregunté cómo llegar al Dome.

– ¿Dónde aparcó el coche?

– En la entrada de Ibiza, a la derecha de la carretera.

– ¿Todavía tiene la llave?

– Sí. -Grone buscó en el bolsillo. Nada. Buscó mejor, se puso incluso de pie, pero no encontró ninguna llave-. Debo de haberla perdido -dijo, desconcertado.

– ¿Y cuándo llegó al Dome?

– A las diez estaba allí.

– ¿Gerd Weber también?

– Él también. Pueden preguntarle. Eran las diez en punto. Consulté el reloj, porque pensé que a lo mejor había llegado demasiado pronto.

Costa miró su reloj.

– ¿Qué hora tiene usted?

Grone se mostró confuso.

– ¿Por qué? No llevo reloj.

– Pero acaba de decir que consultó el reloj y supo que eran las diez en punto cuando llegó al Dome.

– Sí, llevaba el reloj de Gino. Me lo había dado en la playa para que no llegara tarde. -Sonrió con aire de superioridad-. Con ese préstamo quería atarme, de alguna manera.

Costa no se dejó disuadir.

– ¿Y en el reloj de Weber marcaba las diez cuando estaban ustedes dónde?

– Cuando salí a la terraza del Dome. Me quedé allí de pie y miré en derredor, a toda la gente. ¿Dónde estará? ¿Habré llegado muy pronto? Consulté el reloj: ¡las diez en punto! «Maravilloso, he sido más que puntual», pensé entonces, y allí estaba él. Me acerqué y le dije: «¿Ves? He llegado en punto, aquí tienes tu reloj. Las diez en punto».

Si Weber corroboraba esa coartada… ¡No, Costa no podía creerlo! Ese muchacho era el asesino, no la señora Haitinger ni ningún otro. Puede que lo hubiera contratado Siegfried Scholl, pero él había cometido aquella atrocidad. Torres había dicho que la mujer fue asesinada después de las 21.35. Grone no habría tenido tiempo de llegar a la ciudad de Ibiza antes de las 22.00. Eso quedaba descartado.

– ¿Por qué no le devolvió el coche?

– Quería hacerlo, pero no estaba en su casa. Intenté llamarla varias veces.

«Qué frialdad -pensó Costa-, si de verdad la mató.»

– ¿También el mismo miércoles por la noche?

Costa esperó con curiosidad.

Él había estado en el apartamento con todo el equipo hasta las dos de la madrugada, habrían oído el teléfono. Scholl no tenía contestador automático.

– No, aquella misma noche no. Al día siguiente, a mediodía. Y también el viernes y el sábado. En algún momento tenía que devolverle el coche.

Aquel chico era la inocencia personificada. Pero eso no sería ningún problema para descubrir la verdad. Grone había pasado los últimos dos años en la cárcel, así que no sabía que los nuevos teléfonos guardaban los números de las últimas veinte llamadas.

– ¿Cada cuánto lo intentó?

– Pues unas cinco o seis veces.

Costa le pidió entonces que volviera a describir con exactitud dónde había dejado el Mercedes y después ordenó que se lo llevaran detenido.

Se dejó caer en la silla y estiró las piernas. Elena se sentó muy erguida delante de la grabadora y rotuló los casetes.

Costa pensó en invitarla a tomar algo. De haber ido a Hamburgo, ahora estaría feliz y tranquilo en la cama, con los niños, y sólo se despertaría cuando Annalena le diera una patada. ¿Quién iba a consolarlo de la añoranza de cariño familiar que sentía? ¿Elena en Sa Calima? Un poco de Buena Vista Social Club, una buena cerveza y no ponerse demasiado serio. ¡Tontear un poco! Incluso tenía un motivo de celebración. Todavía no habían llegado los últimos resultados, pero estaba claro lo que dirían.

En el interrogatorio del día siguiente pondría a esa bestia contra la pared y le sacaría la confesión frase a frase. El martes por la tarde tendría listo el informe para la fiscalía y el miércoles se sentaría con su superior a preparar el comunicado de prensa. Después se tomaría un día de descanso.

A lo mejor incluso podía permitirse un rato libre a la mañana siguiente. Para hacer la colada, porque ya no tenía nada que ponerse.

– Creo que mañana vendré algo más tarde al despacho -le dijo a Elena-. Lo primero que haré será pedirle a El Obispo que busque el coche de Scholl y que la grúa se lo lleve. Es posible que allí encontremos más rastros de sangre.

Elena dijo que no era necesario, que ella avisaría a Rafel. Costa le dio las gracias y le propuso ir después al Royal Plaza para interrogar a Gino Weber, el amante de Grone.

– Ese hombre no protegerá a un preso fugado que está bajo sospecha de asesinato. Si Grone mató a Scholl entre las veintiuna treinta y cinco y las veintidós, es imposible que estuviera en el Dome a las diez. Conozco el trayecto. Aun conociendo las carreteras mejor que nadie, con las calles vacías y a gran velocidad, habría tardado al menos treinta minutos. Seguramente Weber dirá que se encontraron algo después de las diez. Además, Grone ha dicho que llamó a la señora Scholl un par de veces el jueves, el viernes y el sábado. Mañana iré yo mismo otra vez al apartamento a comprobar el teléfono. Si la mató, es muy probable que después no intentara hablar con ella.

Elena, entretanto, ya había recogido sus cosas.

– Creo que lo primero que haré mañana será enviar los casetes para que los transcriban.

– Sí, eso es importante, tiene que firmarlo -convino Costa.

La joven le recordó que todavía tenía que hablar con la esteticista, Martina Kluge. Costa asintió; la llamaría a primera hora y quedaría con ella.

– ¡Vale, pues ya está! -dijeron ambos a la vez, cosa que hizo que Elena Navarro esbozara una pequeña sonrisa.

Cuando salieron al pasillo, se fue la luz de todo el edificio. Costa renegó en voz baja. Le fastidiaba cada vez que pasaba eso, aunque no era nada raro. Asió instintivamente el brazo de Elena para conducirla por la oscuridad de la escalera. Ella lo dejó hacer sin decir palabra y Costa la sintió muy cerca. Estaba a punto de preguntarle si quería acompañarlo a Sa Calima, pero tropezó. Seguramente se habría caído de no haberlo sujetado ella. Elena dijo que había sido una caja de herramientas, porque en esa planta estaban renovando las tuberías. Cuando llegaron a la cuarta planta, la luz volvió y Elena se despidió de Costa. Quería ir a su despacho a buscar algo.

Costa consultó el reloj. Faltaba poco para la una. Tenía que irse a la cama. Durante el interrogatorio casi se le habían cerrado los ojos un par de veces. Además, a la mañana siguiente por fin tendría ocasión de recoger su apartamento. Antes sólo tenía que conseguir una cita con Martina Kluge y comprobar el teléfono del apartamento de Ingrid Scholl. Y aún le daría tiempo de ir a comprar el antical para la ducha.