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Costa despertó a las seis menos cinco y enseguida vio ante sí la dura acusación con la que Anke Vogt había terminado su conversación telefónica. La mujer creía que Siegfried Scholl era el asesino.
Se quedó tumbado mirando al techo, que el neón de fuera iluminaba en un tono azul verdoso, y se preguntó por los posibles móviles del asesinato de Ingrid Scholl. No habían robado nada. Poco antes de coger el avión, Elena Navarro le había confirmado que ya lo habían comprobado todo minuciosamente. Eso apuntaba a una venganza. Apuntaba a Siegfried Scholl.
Costa bajó las piernas de la cama y decidió llamar a su puerta lo antes posible. En el hotel servían el desayuno a partir de las seis, después cogería el tranvía para ir a Fürst-Pückler-Straβe, en el parque de la ciudad.
Desde la parada aún tenía unos veinte minutos a pie, pero disfrutó del aire fresco. El paseo le recordó a los tiempos en que, a los diez años de edad, se había trasladado con su madre de Ibiza a Alemania. Lo primero que le llamó la atención fue la diferencia de clima. Cuando llovía, los gorriones dejaban de gorjear, los jardines de las entradas quedaban mojados, las casitas unifamiliares goteaban por todas partes y él se escondía en los cobertizos de hormigón de los cubos de la basura.
Costa miró los letreros de los timbres. No había ningún Siegfried Scholl, sólo un «SS» en el sexto piso. Seguramente eran sus iniciales. Llamó. Al cabo de un rato, una voz ronca graznó:
– ¿Quién es?
Costa respondió que tenía unas preguntas que hacer respecto a la muerte de Ingrid Scholl, y que venía de Ibiza. Se oyó el zumbido de la puerta al abrirse. Después de cinco minutos, como el ascensor seguía sin aparecer, decidió subir a pie. Siegfried Scholl lo estaba esperando en la puerta del apartamento. Llevaba puesto un chándal Boss gris oscuro.
Sólo era dos años mayor que su ex mujer, pero parecía que fueran veinte.
Scholl daba la sensación de estar tenso. Lo miró con bastante amargura y consultó su Rolex de oro en lugar de aceptar la mano que le ofreció Costa.
– Disculpe que lo haya despertado tan temprano -dijo el capitán-, pero esta tarde a las seis tengo que estar en Hamburgo y todavía tengo otras dos citas aquí.
– No importa -masculló Scholl.
Hizo pasar a Costa al piso y le indicó un sillón. Costa tomó asiento y le explicó la situación a grandes rasgos.
Scholl se quedó de pie junto a la puerta del balcón, que estaba medio abierta, observando el parque con las manos cruzadas a la espalda. No tuvo la cortesía de mirarlo a la cara, Costa sabía que estaba atado de manos, ya que no tenía orden de arresto, ni siquiera una autorización para proseguir con las diligencias en Colonia.
Cuando hubo terminado con su exposición de los hechos, Scholl, sin decir nada, se limitó a balancearse ligeramente sobre sus pies. Costa notaba cómo iba creciendo su rabia. Quería alterar a ese viejo obstinado, así que le preguntó si también poseía alguna empresa en España. Si las mujeres tenían razón, ése era un punto delicado. A lo mejor así reaccionaría. Pero no lo hizo. Tan sólo pronunció un sucinto y seco:
– No.
Y siguió mirando por la ventana, de espaldas al capitán Costa, a quien le hubiese gustado darle una patada en el culo.
No obstante dominó su rabia y, en lugar de eso, le preguntó si tenía alguna idea de quién podía haber matado a su ex mujer.
– No tengo ninguna idea -respondió Scholl, y siguió balanceándose sobre sus pies.
Así que Costa tuvo que adoptar una línea más directa:
– ¿Qué hizo usted el pasado miércoles?
– Asesinar. -La voz de Scholl no había cambiado, pero dejó de balancearse, levantó la pierna derecha y empezó a mover el pie en círculos.
«Esto es lo hermoso de mi profesión -pensó Costa-. Siempre se experimentan cosas nuevas.» Se levantó.
– Entonces tendré que llamar a mis compañeros para que lo detengan.
– Era lo que quería oír, ¿no? -Scholl se volvió, despacio-. El miércoles por la tarde salí a cenar con mi novia. Estuvimos en el Bellini, en Bonner Straβe, a las ocho en punto. Había reservado mesa. Un momento… -Fue a su escritorio, abrió un delgado archivador Leitz y sacó una cuenta de restaurante con un recibo de tarjeta de crédito grapado-. El día, el número de mesa, la consumición… está todo aquí.
Costa vio que era cierto.
– Y ahora sin duda querrá preguntarme si puedo demostrar que el recibo es mío. Puedo. -Abrió la puerta del vestíbulo y gritó-: ¡Melissa!
Después retomó su anterior postura junto a la puerta del balcón, esta vez vuelto hacia Costa.
Una rubia de unos veintitrés años y con cola de caballo no tardó en arrastrarse extremadamente despacio por la puerta. Llevaba una minifalda de leopardo y una camiseta color petróleo en la que decía «Global Player». La elástica tela se tensaba sobre sus pechos, que no eran más grandes que dos medias naranjas. Alrededor de su largo cuello llevaba una cinta de cuero negro de la que colgaba una llave. Llevaba puestos unos calcetines rojos, pero iba sin zapatos. Se quedó de puntillas, frotándose una rodilla contra la otra.
– ¿Dónde cenamos el miércoles?
La cruda voz de Scholl no consiguió sobresaltarla. La rubia miraba a Costa fijamente. Entonces abrió los labios muy despacio y preguntó:
– ¿En Lini?
Mientras tanto, su mano derecha iba subiendo por la cadera desnuda en dirección al ombligo, en el que destellaba un brillante.
Scholl le gritó que si podía pronunciarlo más claramente, y que dijera a qué hora y qué habían cenado.
– ¡Este señor es de Homicidios y quiere detenerme por asesinato!
La mano de la chica ya había alcanzado el ombligo.
– ¿Un suicidio? -preguntó, y una sonrisa resplandeciente se extendió sobre su rostro.
– ¡El señor no es de la funeraria, sino de la Brigada de Homicidios!
Costa tuvo la sensación de que Scholl llegaría a las manos en cualquier momento. El hombre caminó con agresividad hacia la rubia, pero tres pasos antes de llegar a ella dio media vuelta y regresó arrastrando los pies hasta donde estaba antes. Sin embargo, la chica tuvo suficiente.
– ¿Qué mosca le ha picado? -dijo en voz baja, indignada, y desapareció.
Costa le preguntó al hombre si conocía a un tal Günter Grone o a Ulf Hinrich. Scholl se volvió y se colocó otra vez junto a la puerta del balcón de espaldas a él.
– No -dijo, y empezó a balancearse de nuevo sobre sus pies.
A Costa le parecía estar soñando. En la mesa, ante él, seguía aún el clasificador con el comprobante de la tarjeta de crédito. Se guardó rápidamente la prueba en el bolsillo de la chaqueta, se levantó y se despidió deprisa.
Ya no tenía ganas de ir en tranvía. Quería pedir un taxi, pero no conocía ningún número de centralita, ni siquiera el de información. A Ingo Kratz no podía molestarlo tan temprano un domingo por la mañana por semejante tontería. Al final encontró una cabina telefónica y también un número de taxis.
La primera dirección no era correcta. El hombre que abrió la puerta pesaba al menos cien kilos, tenía el pelo largo y greñudo, los párpados caídos y pasaba de los cincuenta. Tras él había una familia de seis componentes que miraron a Costa con desconfianza.
El segundo Ulf Hinrich vivía en Mohnweg 24. Cuando Costa subió la escalera, eran ya las diez y media. «Una buena hora», pensó, pues los domingos la gente solía estar aún en casa a esa hora. Llamó y al cabo de un rato vio que la luz de la mirilla cambiaba, así que enseguida dijo:
– ¡Señor Hinrich, tengo noticias para usted!
Se oyó una cadena resbalar tras la puerta, la llave giró dos veces en la cerradura y en la rendija que se abrió apareció una cara. Tampoco ese hombre se parecía mucho al de la fotografía. Era unos diez años mayor, tenía la nariz algo ganchuda, unas cejas muy oscuras y pobladas, un labio inferior muy grueso y un bigote negro. Llevaba el pelo corto. En el lóbulo de la oreja derecha lucía un aro de plata. Por debajo de la camiseta blanca asomaba el principio de un tatuaje.
Costa le enseñó su identificación de la policía alemana, que oficialmente había dado por perdida, y puso el pie izquierdo en el umbral, por precaución.
– Homicidios.
– ¿Qué quiere?
– Sólo tengo un par de preguntas que lo incumben como testigo.
El hombre no quitó la cadena de la puerta y no se movió ni un centímetro de donde estaba. Ese tipo tenía experiencia con la policía. Sabía que se necesitaba una orden de arresto o de registro, o una citación.
– Parece ser que su pasaporte ha sido utilizado en relación con unos actos delictivos. Me gustaría pedirle que me respondiera un par de preguntas al respecto.
El hombre vaciló un momento, pero después abrió la cadena y lo dejó pasar.
Costa entró en una estancia muy grande con cocina americana, una especie de loft con cortinas en las ventanas.
El hombre había dejado entrar a Costa, pero sólo un paso, y se quedó inmóvil ante él esperando las preguntas. No era tan alto como el capitán, pero sí muy fornido. Tenía unos brazos musculosos y los abdominales firmes. Costa había practicado en su día todas las formas de lucha deportiva posibles y gracias a ello se había acostumbrado a evaluar enseguida la postura y la posición de los pies del adversario. El hombre que tenía ante sí era fuerte, pero carecía de entrenamiento físico.
– ¿Es usted Ulf Hinrich?
El hombre asintió.
– Quisiera pedirle que comprobara dónde tiene el pasaporte.
El hombre masculló algo para sí y se acercó a un escritorio sobre el que había una gran cantidad de papeles y libros.
Mientras rebuscaba por ahí, Costa se acercó despacio a un tablón metálico que había tras la barra de la cocina y que estaba lleno de fotografías sujetas por imanes. Se encontraba demasiada lejos para poder ver nada.
Hinrich volvió la cabeza con brusquedad.
– ¿Quiere hacerse un café, o qué hace ahí?
– Me gustaría mucho echar un vistazo a las fotografías.
– No.
El hombre siguió revolviendo. Tenía una gran seguridad en sí mismo, no parecía creer que Costa pudiera acercarse más a las fotografías.
– ¿Nació el veintiocho de abril de mil novecientos sesenta y dos?
El hombre se enderezó.
– Sí. ¿Va a felicitarme?
– No, pero entonces sí fue su pasaporte el que se entregó en un hotel de Ibiza para registrar a un cliente.
Hinrich se sorprendió seriamente.
– ¿Mi pasaporte? ¡Qué raro!
– ¿Conoce a un tal Günter Grone?
Hinrich caminó hasta la barra de la cocina y se encendió un cigarrillo.
– ¿Viaja con mi pasaporte? -preguntó, y expulsó el humo con rabia.
– ¿Puedo ver ahora esas fotografías? A lo mejor reconozco a Grone.
– No.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con él?
– El miércoles por la mañana, antes de que volara a Ibiza.
– ¿Vive aquí? -Costa paseó la mirada por toda la sala.
– ¿Por qué quiere saberlo? ¿Es que no ha pagado la cuenta del hotel?
– Sí, sí -dijo Costa.
– Entonces, ¿qué quiere de mí?
Sus preguntas eran duras y como disparadas con pistola.
Costa se aferró a una mentira, pues sabía que Hinrich podía hacerlo salir por la puerta en cualquier momento y que los procedimientos de colaboración oficiales tardarían días. Además, tampoco podría interrogarlo él mismo.
– Permanecerá retenido en España hasta que no pueda demostrar de dónde ha salido el dinero con el que ha pagado.
– ¿De qué clase de delito hablamos?
El hombre sabía lo que se decía.
Puesto que Costa ya se había decidido a mentir, aquello ya no le representaba ningún problema.
– Se registró en el hotel con un pasaporte falso. Es decir, el suyo. Eso es fraude. -Costa sonrió-. Pero dejará de interesarnos en cuanto sepamos cuánto dinero posee y de dónde lo ha sacado. Eso lo entiende, ¿verdad?
Hinrich no repuso nada.
– El pasaporte se lo llevó sin mi conocimiento. El dinero se lo dio su padre, que vive en Duren.
– ¿Cuánto le dio?
– Tres mil marcos.
Costa sacó su libreta y un bolígrafo.
– Eso tendrá que confirmármelo él mismo. ¿Su dirección?
Hinrich respondió sin dudar:
– Hauptstraβe 3.
Era un golpe de suerte que Costa no se había atrevido a esperar. De pronto le llegó a la nariz un aroma muy peculiar. Husmeó y preguntó qué era.
– Poppers -repuso Hinrich con sequedad.
«Muy bien -pensó Costa-. Seguramente ese apuesto Grone es el sueño insomne de sus noches. Se sabe de memoria la dirección de su padre, lo lleva al aeropuerto y le presta incluso su pasaporte. Pero ¿cómo es que Grone no tiene pasaporte propio?»
– ¿Cuánto hace que conoce a Günter Grone?
– ¿Y a usted qué le importa?
– Eso se lo podré decir con exactitud en cuanto me explique usted de qué conoce Günter Grone a Ingrid Scholl.
– Le arreglaba el jardín de su casa.
– ¿Quiere decir que era su diseñador de jardines?
– Quiero decir lo que digo.
– ¿Cuánto tiempo trabajó para la señora Scholl?
– Ahora le toca a usted. ¿Por qué quiere saber todo eso?
Cuando Costa le aclaró algunos detalles más, sobre todo el hecho de que Ingrid Scholl había sido asesinada y que en el escenario del crimen se habían encontrado huellas de Grone, su interlocutor se quedó pálido y cambió ostensiblemente de actitud. Costa conocía a esa clase de delincuentes de tres al cuarto. Puede que Hinrich tuviera alguna que otra cosa sobre su conciencia, pero no quería verse involucrado en un asesinato en el que no había participado ni de lejos.
Esta vez respondió solícito a las preguntas del capitán y le informó de que Grone había salido el jueves de la cárcel, donde había pasado dos años, y que había ido «directo a casa», lo cual significaba que vivía con Ulf Hinrich.
Hinrich lo había conocido en 1989, durante la caída del Muro. En aquel entonces, cuando abrieron el puente Glienicker, Grone había cruzado junto con un centenar de conciudadanos de la Alemania del Este ese legendario puente que hasta entonces sólo pisaban los agentes estatales durante intercambios entre Occidente y el Este. Muchos occidentales viajaron entonces en autobuses para ir a recibir a sus hermanos y hermanas del Berlín oriental. Hinrich trabajaba como conductor de autobús y había realizado uno de esos trayectos de Colonia al puente Glienicker. El tatuado interlocutor de Costa fue, por así decir, el primer occidental al que había conocido Grone. Este regresó entonces con Hinrich y se instaló directamente en su casa. El padre de Grone había sido carpintero en un complejo industrial maderero de Dresde, donde su madre había trabajado pintando artículos de decoración.
Grone quería mucho a su madre, pero la mujer murió cuando él tenía ocho años. A menudo hablaba de ello, porque en secreto se culpaba de su muerte.
– Pero, en realidad, la mujer murió de leucemia -dijo Hinrich.
El padre era alcohólico y no habría podido criar a Grone sin la ayuda de su anciana madre, casi sorda. Al acabar el colegio, Grone se escapó de casa y asistió a un curso de formación en jardinería.
Costa quiso saber por qué había estado Grone entre rejas. Hinrich dijo que había atacado a alguien en un piso con unos amigos.
– ¿Aquí, en Colonia? -preguntó Costa.
Hinrich se interrumpió y se corrigió. De pronto dijo haberse confundido con alguna historia que había oído en su autobús. Grone, en todo caso, no atacó a nadie, sólo había entrado en el piso de la vecina de la señora Scholl. La propia Scholl, dijo, se lo sugirió.
– ¿Qué le sugirió?
Hinrich se encendió su cuarto cigarrillo.
– Günni quería dinero, no sé para qué. Se lo iba a pedir a esa Scholl, pero la mujer no quiso dárselo y le dijo que, si tanto necesitaba ese dinero, podía ir a buscarlo a casa de la vecina, que siempre tenía un par de miles de marcos guardados en la lata de galletas de la cocina.
Aquello cada vez se volvía más turbio. La imagen que Costa se había formado de Ingrid Scholl gracias a las conversaciones con Erika Brendel y Franziska Haitinger encajaba cada vez menos con lo que le explicaba ese conductor de autobús con tatuajes. Hinrich se acercó a la nevera, sacó una botella de cerveza, la abrió con los dientes y dio un largo trago.
– ¿Por qué iba a proponerle que hiciera algo así? Eso es instigación, es un delito.
Hinrich soltó una risa corta y ronca.
– Seguro que no es la primera señora de la supuesta alta sociedad que carga con algo así en la conciencia. Pero más adelante se redimió.
A Costa no le pasó por alto su tono cínico, así que le preguntó qué quería decir con eso.
– Al día siguiente, Günter no se presentó a trabajar en casa de Scholl, y ella lo denunció a la policía. Entonces vinieron aquí a buscarlo y, por supuesto, le encontraron el dinero encima. La vieja bruja de la vecina había marcado los billetes con unos signos minúsculos. Le cayeron dos años y medio.
– ¿Y ya los ha cumplido?
– No del todo, pero le han dejado salir en libertad condicional.
Así, poco a poco, Costa fue entendiendo parte de la historia. Si aquello que le explicaba Hinrich era cierto, ese Grone debía de odiar bastante a la señora Scholl. Ella, que tenía una vida acomodada y segura y podía permitirse un jardinero de los nuevos estados federales, aprovechaba las estrecheces económicas de él para instigarlo a cometer un delito, y era él quien acababa preso. En la cárcel de Colonia, Grone habría tenido tiempo suficiente para tramar su plan de venganza. Queda libre, le pide dinero a su padre y se lleva el pasaporte de su amigo, va a verla y la mata. Costa había visto casos como ése. Se propuso interrogar al compañero de celda de Grone, seguro que así se enteraría de toda la historia. Sin embargo, ¿por qué había utilizado un pasaporte falso? ¿De verdad era tan tonto para creer que podría hacer recaer las sospechas sobre Hinrich?
– ¿Él no tiene pasaporte?
Hinrich se encogió de hombros.
– Sí, siempre lo ha tenido.
– ¿Qué iba a hacer a Ibiza?
– Ella le escribió a la cárcel. Se disculpó y le prometió el dinero que le había negado en aquel entonces.
– ¿Quiere decir que le envió una invitación directa?
Hinrich consultó el reloj y dijo que tenía que marcharse. Costa sólo quería que le contestara esa pregunta. ¿De verdad estaba seguro de que la señora Scholl había invitado a Günter Grone?
Hinrich se puso la cazadora, fue hacia la puerta y la abrió.
– Me enseñó la carta. No sólo le había enviado la dirección y el número de teléfono, sino también un código secreto para cuando tocara el timbre, y le decía que por las tardes la encontraría siempre en casa a partir de las ocho. Sólo leí por encima aquel papelucho, pero eso decía.
– ¿Cómo es que recuerda tantos detalles?
– Él los había subrayado.
Costa le pidió al taxista que lo llevara a Lindenallee 16, donde una vez había vivido Ingrid Scholl. La casa ya se había vendido, pero él quería verla y, de ser posible, echarle también una ojeada al jardín en el que había trabajado Grone.
Era un edificio de ladrillo visto con grandes ventanas de arco. Los cristales del primer piso tenían pegatinas de animales de colores. Debían de ser las habitaciones de los niños de la familia que había comprado la casa. Una entrada adoquinada llevaba hasta un cobertizo algo más bajo que hacía las veces de garaje. Detrás, Costa pudo ver un gran tilo que en verano daba sombra en la terraza que se extendía hacia atrás. La casa estaba parcialmente cubierta de hiedra. En el jardín de delante relucían unos arriates arreglados con gusto en los que florecían rosas y ásteres.
El taxi esperaba en la esquina y Costa estaba a punto de marcharse cuando vio a un señor mayor que abría la valla de la casa de al lado. Le saludó y le explicó que estaba admirando el bonito jardín y esas rosas espectaculares. El anciano le dio la razón, pero le dijo que era detrás de la casa donde se encontraba el auténtico paraíso, un precioso jardín de estilo modernista como se veían pocos.
– ¿Siempre ha existido ese jardín? -preguntó Costa.
– No, lo mandó hacer la propietaria anterior, que ahora vive en algún lugar de España. Contrató a un joven para que se encargara de ello.
– ¿Conocía usted a ese joven que arregló el jardín?
El anciano miró pensativamente a Costa con sus ojos azules.
– Un tipo apuesto. Sabía hablar con las plantas, y ellas le entendían. Yo tenía una pequeña azalea que estaba siempre a punto de marchitarse. Él venía cada día a mi jardín a hablar con ella y obró una autentica maravilla. Por desgracia, nos robó dinero de la cocina. Nosotros mismos no nos dimos cuenta en un principio, pero la vecina lo denunció. Poco después vendió esa bonita obra de arte y se mudó a España. A pesar de todo, ese joven tenía un don. Buenos jardineros ya los hay pocos.
Le preguntó si quería ver las azaleas, pero Costa le dio las gracias y le hizo una señal al taxi.
Hinrich le había dicho que Grone había conseguido el dinero de su padre, que vivía en Duren. Todavía tenía que comprobarlo. Llamó a Ingo Kratz desde el taxi, le dio las gracias por la buena recomendación del hotel y le pidió que solicitara los antecedentes de Günter Grone, que había cumplido dos años en Colonia por robo.
Poco antes de llegar al apartamento del padre, a Costa le sonó el móvil. Era Ingo Kratz, que le comunicaba que había una orden de búsqueda contra Günter Grone. El preso Grone había huido el lunes anterior, 24 de septiembre, desde un lugar de trabajo exterior, la jardinería Borchers del barrio de Poli, en Colonia, aunque había entregado una solicitud de liberación anticipada que ya estaba tramitada. Grone había sustraído unos pantalones, una camisa y una cazadora de la taquilla de un empleado de la jardinería. La ropa de la cárcel seguramente la había tirado en algún contenedor de la basura. Ahora ya estaba claro por qué Grone no tenía pasaporte. Este se había quedado en el centro penitenciario. Costa le pidió a Kratz que remitiera a su departamento de Ibiza una orden de arresto internacional mediante la Interpol y le dio el número de fax de su despacho.
Walter Grone, el padre del prófugo, vivía con su segunda mujer en un piso de tres habitaciones oscuro y con olor a humedad. No dejaba de servirse un líquido verde de una botella de tinturas homeopáticas en un vaso pequeño. Costa habría apostado cualquier cosa a que era licor digestivo Escorial Grün camuflado en otra botella.
Walter Grone tenía el rostro algo enrojecido, hablaba despacio y con una voz entrecortada que parecía temblar al mismo ritmo que sus manos.
Costa no le dijo al viejo de qué se trataba, solamente que era un agente de Investigación Criminal y que necesitaba una información por aquello que había pasado. El viejo, por lo visto, estaba dispuesto a dar todos los datos que le solicitaran y preguntó a qué se refería: a lo de la antigua República Democrática o a lo de Colonia.
De esa forma, Costa se enteró de que Grone ya había estado en la cárcel en la RDA, y así se explicó también la anterior confusión de Hinrich cuando le había preguntado por los antecedentes penales de Grone. Poco a poco, las piezas del puzle iban encajando. Costa tomó nota para pedirle a Ingo Kratz que le buscara también ese expediente.
Grone describió a su hijo como un niño tranquilo y muy guapo al que había querido mucho. Después de la muerte de su madre, no había insistido en que el chico siguiera con los estudios si no quería. Consideraba que no había que obligar a la gente a hacer algo que no quería. Por eso se había encontrado con algunas complicaciones con las autoridades, que lo habían acusado de alcoholismo, le habían retirado la patria potestad y habían enviado al chaval a un hospicio de Dresde. Cuando lo echaron del orfanato estatal, el chico se apuntó a un curso de formación profesional de jardinería. Pero había cambiado, ya no era el joven tranquilo de antes. Al padre le llamó la atención que se enfureciera por cualquier motivo. Una vez lo había arañado sin querer, y él le había saltado directo al cuello.
– Pero también podía pasar sólo por mirarle directamente a los ojos -añadió el viejo con tristeza.
Günter Grone empezó a desatender su formación y no tardó en frecuentar malas compañías que se dedicaban a negocios ilegales en la frontera checa. En la cárcel, sin embargo, entró por un delito del que él no había tenido ninguna culpa. Los jueces consideraron que el joven era un sujeto de mala calaña y dictaron sentencia. También él, como padre, fue interrogado.
Al salir de la cárcel, el chico se fue a Berlín y se ocupó de los jardines de altos oficiales rusos y camaradas del Partido. Por lo visto a él no le parecía un buen trabajo; en una carta que le escribió a su padre criticaba el lujoso estilo de vida, las orgías y las borracheras de aquella gente.
– Los oficiales comían con exageración y bebían todo el vodka que querían, y todas las noches se hacían llevar mujeres. Aquello no era para Günter, el joven era demasiado sensible para eso -dijo el hombre, y Costa sintió cómo lo afligía la infelicidad de su hijo.
Sobre los últimos acontecimientos coloneses, el viejo no sabía nada porque Günter, el martes, sólo había pasado un momento a tomar café. Al despedirse, él le había preguntado si necesitaba dinero y le había dado todo lo que tenía.
Costa le agradeció que lo hubiera atendido y decidió marcharse sin decirle nada. Así no le haría tanto daño.
Todavía tenía tiempo de coger el regional exprés de las 17.30 a Colonia. Volvió a llamar a Ingo Kratz de camino a la estación, le dio a su amigo toda la información sobre Grone y le pidió que solicitara el expediente de Dresde y se lo enviara por fax a Ibiza junto con la sentencia y las evaluaciones psiquiátricas del orfanato.
– No habrá problema -dijo Kratz-, siempre que un día me lleves a dar una vuelta por la montaña rusa de la vida nocturna de Ibiza.
Costa se lo prometió, aunque en realidad no estuviera en posición de poder cumplirlo. Bueno, para esos casos contaba con un especialista en el equipo.
Mientras estaba en la estación esperando el tren de Colonia, llamó a El Obispo, pero no pudo localizarlo. Lo intentó con Elena Navarro, que le comunicó que Grone se hospedaba en la habitación de un cliente del Royal Plaza. Estaban esperando que regresara al hotel para detenerlo. Además, un taxista había reconocido su fotografía y recordaba que el miércoles lo había llevado del hotel Playa Central a Vista Mar entre las siete y las ocho de la tarde.
Costa quiso saber si habían comprobado que el fugitivo se hospedaba en el Royal Plaza. Elena le explicó que varios empleados del hotel lo habían reconocido por la fotografía, que no había duda alguna. Costa le dio las gracias y le dijo que ya había terminado con sus investigaciones en Colonia y que intentaría conseguir enseguida vuelo para Ibiza. Le pidió a Elena que permaneciera en contacto con él y que lo esperara para empezar con el interrogatorio.
Lo siguiente que hizo fue llamar por teléfono a las compañías aéreas y consiguió un vuelo a Barcelona con enlace a Ibiza, donde aterrizaría a las 22.10.
En el autobús hacia el aeropuerto de Colonia recibió una llamada de Elena, que lo informaba de la detención de Grone. El joven había vuelto al hotel con un hombre mayor. La Guardia Civil vigilaba la habitación y dejó pasar diez minutos. Mientras los demás esperaban fuera, ella entró con el servicio de habitaciones. Los habían sorprendido a los dos abrazándose y besándose, y luego se habían llevado a Grone, que seguía haciéndose pasar por Ulf Hinrich. A su amigo le habían tomado los datos personales. Al final de la conversación, Elena se ofreció a ir a buscar a Costa al aeropuerto.
Mientras esperaba junto a los demás pasajeros en la puerta de embarque, le torturaba la idea de que no haber ido a ver a sus hijos. A lo mejor cometía un error dándole tanta prioridad a su profesión, sobre todo porque en ese caso ni siquiera las autoridades estaban impacientes por atrapar al asesino. Hacía tiempo que tenía pensado llevarse a los niños de vacaciones a Irlanda a pescar. Pasar el día sentado junto a ellos y sentirlos cerca, saber que estaban con él, y por las noches hacer juntos la cena. Su abuelo sí sabía hacerlo. Él todavía había podido disfrutar de esa calma, pero a mediados del siglo XX, la producción y los mercados habían explotado, el boom económico había seducido a su padre para entrar en la Volkswagen e ir a Wolfsburg, y a partir de ahí el ritmo de la vida se había transformado. ¿Estaba dando él continuidad a esa aceleración?
A lo mejor debería llamar a Karin, disculparse por todo y pedirle que fuera a buscarlo al aeropuerto. Le tomaría declaración a Grone y después se relajaría con ella junto a una copa de vino. Al imaginarlo, no pudo reprimir una sonrisa. Ella le había dicho con insistencia que todo había acabado.
Después de todos esos sentimientos contradictorios, fue un placer ver a Elena Navarro, que lo estaba esperando en el aeropuerto y le hizo un breve informe sobre la detención del sospechoso. Ella misma se había colado en la habitación detrás del servicio de planta del Royal Plaza. El cliente que ocupaba la habitación era un tal doctor Gerd Weber, un asesor fiscal de Gifhorn de cincuenta y tres años. Había pedido que les subieran champán, y en recepción avisaron al equipo. Cuando el camarero llamó a la puerta, Weber no fue a abrir, sino que se limitó a gritar: «Adelante». El camarero abrió la puerta con su propia llave y Elena lo siguió. El asesor fiscal y Grone debían de acabar de salir de la ducha. Llevaban puesta una toalla alrededor de la cintura y estaban de pie frente a la cama de matrimonio, besándose. El camarero hizo como que no veía nada, dejó la bandeja con la cubitera, el champán y las copas mientras Elena tosía una, dos veces, aunque sin éxito alguno.
Al final, preguntó con frialdad:
– Disculpe, doctor Weber, ¿es Günter Grone ése al que está besando?
Surtió efecto. Weber se volvió, molesto, y se la quedó mirando. Ella le puso la placa delante de las narices y dijo que tenía una orden de arresto internacional contra Günter Grone, alias Ulf Hinrich, alias su actual aventura amorosa.
Costa intentó disimular, pero se rió por dentro al imaginar cómo esa «alma de cántaro» -que era como la llamaban El Obispo y El Surfista- había resuelto esa situación tan embarazosa. ¿Cómo se le habría ocurrido esa tontería de «alias su actual aventura amorosa»?
Sin embargo, Elena se lo explicaba sin ningún aspaviento mientras entraba con el coche en el patio del puesto de la Guardia Civil.
Antes de bajar del vehículo, él la asió del brazo y le propuso repasar una vez más las medidas urgentes que había que tomar.
– ¿Por ejemplo?
– Recopilación y comparación de pruebas. A lo mejor las muestras de fibras coinciden. Pudo haber tocado a Ingrid Scholl con su ropa mientras la abrazaba o la retenía.
– El Surfista ha tomado muestras de fibras de todas sus cosas. Y también le ha arrancado un par de pelos.
– ¿Lo permitió Grone voluntariamente?
– Sí. El Surfista está dispuesto a volar a Barcelona esta noche para estar mañana en el Instituto a primera hora.
– ¿Una noche de hotel?
Costa pensó que el comandante jamás autorizaría esos gastos.
– Tiene allí una amiga -se le adelantó Elena.
– ¿Una amiga?
«Mientras otros tienen gastos de hotel, este tipo tiene mujeres», pensó Costa.
Elena pasó por alto la pregunta.
– A lo mejor deberías pedirle al doctor Torres que llame a Barcelona para que realicen las pruebas a primera hora.
– Bien. Lo llamo ahora mismo.
Sacó el móvil y marcó uno de los números guardados. Mientras esperaba, se convenció de que estaban a punto de resolver el caso. Un buen trabajo con el nuevo equipo.
– Si se demuestra que fue Grone quien ejerció la presión en el cuello, ya lo tenemos. También están sus huellas dactilares en el apartamento de la víctima. Después de todo lo que hemos descubierto en Colonia, él es la persona que buscamos.
Torres contestó y Costa le preguntó cuánto tardarían el estudio y la comparación de los rastros.
– Llamaré mañana por la mañana, así tendrás los resultados entre las catorce y las quince horas. Al menos por teléfono. Sólo tienes que asegurarte de que mañana a primera hora haya alguien con las pruebas en la puerta del Instituto.
– Ningún problema-dijo Costa-, El Surfista estará allí.
Le dio las gracias a Torres y puso fin a la conversación.
– Muy bien, Elena. Ya puedes darle luz verde a El Surfista. Y ahora me gustaría mucho tomarle declaración a ese hombre, si tienes la bondad de hacerlo pasar a mi despacho…
Había bajado del coche; le hizo un gesto con la cabeza y cerró la puerta con cuidado. Sabía que a ella no le gustaba que dieran portazos al cerrar.