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En el avión no había ni un asiento libre. Costa había aprovechado la espera antes de subir a bordo para leer el informe de la autopsia.
El doctor Torres y otros dos forenses habían trabajado en el cuerpo durante cinco horas y media. Habían tomado muestras de cabello, también de la zona púbica, habían realizado frotis y después habían desollado completamente a la víctima para comprobar si había hematomas bajo la superficie de la piel que hubieran resultado de una fuerte presión o de algún golpe. Por último habían radiografiado todo el cuerpo de arriba abajo. Por su diligente forma de proceder, Costa vio que Torres era un hombre meticuloso. Puesto que Ingrid Scholl había sido estrangulada, había realizado incluso un frotis de la piel del cuello. Era imposible estrangular a alguien sin dejar huellas que pudieran identificarse más adelante mediante un test de ADN. La muestra de piel de Ingrid Scholl estaba en el deshumidificador y allí permanecería a buen recaudo hasta que Costa tuviese a un sospechoso.
Salvo en la zona de los ojos, el cadáver no presentaba ninguna herida. Los globos oculares estaban desgarrados y el humor vítreo se había derramado.
En los espetones metálicos encontrados junto al cadáver se habían hallado rastros de sangre de la víctima y partículas de su masa encefálica. Los médicos forenses deducían de eso que los espetones se habían utilizado para clavarlos en los ojos. El canal de entrada transcurría por los globos oculares. En el ojo derecho atravesaba también el párpado, perforaba el hueso de la cavidad ocular y atravesaba los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro hasta la región occipital. Los espetones de metal tenían las huellas dactilares de Franziska Haitinger, que afirmaba que los había extraído después de encontrar muerta a la víctima, alrededor de las 22.10. Por tanto, los pinchos habían permanecido varios minutos en el interior de los ojos. La medicina forense, no obstante, no permitía determinar si los habían extraído enseguida o si habían permanecido en el cadáver un máximo de 35 minutos.
Cuando el avión despegó, el sol iluminaba toda la isla. «Pero no para Ingrid Scholl», pensó Costa. En ese momento, su partida le pareció una rendición. De algún modo sentía que había fracasado en su intento de trabajar y vivir en la tierra de su infancia. Tuvo que hacer el esfuerzo de recordarse que sólo viajaba con equipaje de mano y que sus escasos efectos personales no estaban metidos en cinco maletas en la bodega del avión, como en el vuelo en el que había llegado hacía unos meses. ¿De verdad estaba a punto de fracasar? Tenía que repasar mentalmente toda la situación una vez más ahora que tenía tiempo.
Ingrid Scholl había sido una mujer de negocios con éxito, al menos con más éxito que el hombre con el que había estado casada durante más de treinta años y junto al que había trabajado. Poseía una empresa en Ibiza que no era más que una estratagema para que ambos pudieran evadir impuestos, y con el divorcio había dejado a su ex marido a dos velas. Como él jamás había esperado algo así y se había sentido profundamente engañado, intentó asesinarla. La primera vez no se había salido con la suya; la segunda, se había agenciado a un asesino a sueldo y lo había conseguido. Pero ¿por qué se había ensañado tanto ella con él en el divorcio? Ahí había algo que no encajaba. Muy bien, el hombre la había sustituido en algún momento por una mujer más joven, la había cambiado por un modelo mejor, como habría dicho la señora Brendel. Pero ¿era ése motivo suficiente para dirigir de pronto toda su energía contra él? Ingrid Scholl no sólo había demostrado no tener escrúpulos y ser más cruel que su marido, sino que estaba claro que también era más cautelosa y tenía más inteligencia. Mientras que seguramente él se había quedado con el agua al cuello, ella había salido de la guerra matrimonial con siete millones de marcos y se había instalado a descansar en el «Paraíso de la Senilidad», como llamaba El Surfista a Vista Mar. El señor Scholl no sólo se había sentido robado, sino también como el tonto de la película. Costa sabía de muchos casos en que una derrota semejante podía desembocar en un odio mortal. La señora Scholl ya tenía un intento de asesinato a sus espaldas, o eso decía al menos la señora Brendel. En el taller de automóviles le habían dicho a Ingrid Scholl que seguramente alguien había manipulado los tubos de freno. Costa no creía que se lo hubiera inventado. Puesto que no deseaba un aumento de las hostilidades, la mujer no había llegado a poner una denuncia. Comprendía la ira de él y creía que ya se había vengado lo suficiente. Como mujer inteligente que era, para ella lo más importante era disfrutar de una tercera edad agradable y feliz. Un proceso en los tribunales o un escándalo mediático habría perturbado considerablemente su tranquilidad.
Sin embargo, erró sus cálculos. Para él no había nada zanjado. Había sufrido una gran derrota y la antigua ira hacia ella volvía a arreciar. Había cogido un vuelo a Ibiza sin perder tiempo, había ido a hablar con ella y le había exigido que le devolviera parte del dinero. Después había visto los espetones por ahí, en la cocina, y la había ensartado con ellos.
Sin embargo, ¿cómo había podido acertarle en los ojos con tanta puntería si la había agredido en un arrebato? Para eso tendría que haber arremetido tres o cuatro veces. Torres, sin embargo, no había constatado ninguna otra rozadura ni incisión. Naturalmente, El Obispo había comprobado también las listas de las compañías aéreas: ningún Siegfried Scholl había aterrizado en Ibiza el 25 ni el 26 de septiembre. ¿Habría enviado a Hinrich en su lugar?
Costa no estaba satisfecho. La historia no era coherente. Su experiencia le decía que el patrón de ese crimen no encajaba con un caso de marido irascible y vengativo. Pero ¿no le había inculcado de pequeño su abuela ibicenca, Josefa, que no fuera un listillo y un sabelotodo? «Recuerda, Toni, que no sabes nada, ¡pero que puedes aprenderlo todo!» Entonces, ¿por qué no barajar una posibilidad completamente distinta, una nueva estructura? ¿Un patrón con el que nunca se hubiera encontrado?
¿Y si había sido Franziska Haitinger? Habría tenido que estar loca para hacer algo así, y no lo estaba. Hasta ese punto sí sabía clasificar a las personas, de eso estaba seguro.
Quedaba todavía el amante. ¿El amor no lo hacía posible casi todo? ¿La mayor de las entregas, pero también pasión, celos, odio, ansias de venganza y una violencia asesina? Aun así, Costa no creía que una mujer de negocios inteligente y con éxito, que pasaba su día a día evaluando situaciones, personas y adversarios correcta y fríamente, pudiera equivocarse tanto. Que alguien como Franziska Haitinger se liara con un hombre joven que sólo iba detrás de su dinero y que luego se había enamorado de otra más joven… eso podía entenderse. Pero que una lúcida empresaria dedicara toda su atención y todo su amor a un loco como ese asesino, que seguramente ya habría llamado la atención de la policía en algún momento, contradecía toda la experiencia previa de Costa. Algo así habría sido posible de vivir ella aislada y sola; casos como ésos sí conocía. Pero Ingrid Scholl tenía amigas, podía permitirse abogados y consejeros, no estaba sola ni mucho menos.
Por otra parte, lo más extraño y lo que no podía explicarse era el increíble parecido entre Ulf Hinrich y Günter Grone. Costa todavía tenía dudas acerca de que se tratara de una única persona, ya que el hombre con el que se había encontrado en el Mar y Sol no le había parecido un arquitecto que estuviera trabajando en un gran proyecto en Suecia. Más bien parecía alguien que viajaba por su cara bonita. Un eterno turista, un vago o un parado en buena situación. Sin embargo, habían corroborado que había estado en el apartamento de Ingrid Scholl. Eso no quería decir necesariamente que hubiese asesinado a la mujer de esa forma tan cruenta. Sin embargo, mientras no pudiera ofrecer una explicación plausible de por qué habían encontrado sus huellas dactilares en el pestillo del dormitorio, se encontraba bajo una importante sospecha. También estaba claro que había mentido. No había llegado el jueves, el miércoles ya estaba en Ibiza. Costa esperaba que siguiera todavía en la isla y que lograran detenerlo. Si estaba involucrado en el asesinato de Ingrid Scholl, no tendría escapatoria. Hasta el momento, nadie había burlado la técnica de interrogatorio de Costa.
La azafata había repartido unos pequeños paquetitos con la comida y Costa ni siquiera se dio cuenta de que ya se había comido la suya. Lo había engullido todo con ansia, sin interrumpir el hilo de sus pensamientos. Ahora que tenía la última galletita derritiéndose en la lengua, comprobó que el tentempié no había hecho más que despertarle el verdadero apetito. Miró en derredor: los demás pasajeros todavía tenían su comida sobre las mesitas plegables y estaban masticando. Salvo el hombre que tenía a su derecha, que no había tocado la suya. ¿Y si se la quitaba? ¿Y si se la pedía? Le representaba un esfuerzo tremendo, pero tenía tanta hambre que se decidió:
– ¿No va a comer nada?
– Sí -dijo el hombre, sin dar más explicaciones y sin mirarlo siquiera.
Costa se sintió ridículo y lanzó una breve mirada a la acompañante de su vecino. La mujer lo había oído todo, desde luego, le sonrió y le alcanzó su comida.
– Tenga, cómaselo usted si se ha quedado con hambre.
El caballero cogió la bolsa y se la pasó sin dignarse mirarlo. Esta vez el bocadillo no era de queso, sino de pechuga de pollo con una hoja de lechuga.
Cuando ya bajaban del avión, Costa dejó pasar a su vecino y a su mujer, con lo que bloqueó el pasillo para todos los que venían detrás. Su mirada recayó en el asiento que su vecino acababa de dejar vacío. ¡Ahí estaba la bolsita del tentempié, sin tocar! Alguien le empujó por la espalda, pero él no se movió, sino que se inclinó deprisa hacia un lado para hacerse con la comida y se la guardó bajo la chaqueta.
Se sintió un poco como Mister Bean. No pudo evitar sonreír, y eso hizo que disminuyera en parte la espantosa sensación de ser patético. Recordó que a veces jugaba a «Mister Bean» con sus hijos y que les hacía el número de meterse en la lavadora. Los vio reír, y también eso le alegró.
Decidió terminar cuanto antes con los interrogatorios de Colonia y hacer una escapada rápida a Hamburgo para ver a sus hijos. Cogería un avión de vuelta desde allí. Así podrían ir los tres al McDonald’s y divertirse, y él olvidaría durante un buen rato a los adultos y sus enfermizos instintos destructivos.
Costa tenía curiosidad por saber cómo encontraría Alemania después de haber emigrado. El cielo de Dusseldorf estaba algo nublado, era una cálida tarde otoñal. El aire le pareció algo más pesado que en Ibiza, donde siempre soplaban las brisas marinas, que olían… a yodo, a sal, a la resina de los pinos o a las hogueras del campo.
Cuando salió del aeropuerto le sonó el móvil. Era Kratz, su compañero, para decirle que le había encontrado un pequeño hotel junto al Stapelhaus, el antiguo almacén fluvial del casco antiguo de Colonia: Kunibert der Fiese, la histórica hospedería de «Kunibert el Repugnante». Costa no pudo reprimir una sonrisa: Kratz tenía talento para los dobles sentidos. Era una persona con una alegría típicamente renana y ya en Hamburgo había irradiado siempre buen humor. Así que Toni el Español se alojaría en Colonia en casa de Kunibert el Repugnante.
Costa fue en tranvía hasta la estación central de Dusseldorf y allí cogió un tren para Colonia. Desde la plaza de la estación, subió la escalera que llevaba la explanada de la catedral y se detuvo un momento para contemplar esa portentosa escalada de las piedras por llegar a Dios. El coloso estaba encajado entre vías y trenes, entre casas y el bullicio de la gente. Costa se sintió pequeño como de niño, pero seguro y alegre. Como si sus padres por fin volvieran a estar juntos. ¿España o Alemania? Casi parecía que ya no hubiera que decidir.
Se abrió camino entre mendigos, grupos de japoneses y skaters, y fue en dirección al museo Wallraff-Richartz, en cuyo pasaje tocaban los músicos callejeros. Cuando pasó por el ala lateral del museo Ludwig, su mirada recayó en el vestíbulo iluminado con carteles de Andy Warhol y Rauschenberg. Warhol le parecía interesante y divertido, pero los españoles Goya, Velázquez y Picasso le resultaban más cercanos.
Costa dio un par de pasos en dirección al Rin, torció a la derecha en un restaurante italiano y se encontró en el casco antiguo, con sus restaurantes de todas las nacionalidades. Algo más allá del Stapelhaus, que Kratz le había descrito como una gran mole, vio el hotel que le había recomendado: Kunibert der Fiese. Una tradicional casa del casco antiguo pintada de blanco, de tres bloques estrechos, con tres puntiagudos tejados de dos aguas y alféizares amarillos.
Entró en la recepción por una puerta de cristal y allí se encontró con una mujer robusta y rubicunda. Cuando le dijo que Kratz le había reservado una habitación, a la señora se le iluminó la cara y comentó que los agentes de Homicidios siempre eran bienvenidos.
– Como dice siempre su compañero: «Donde Kratz descansa las zarpas, no se atreven a ir las ratas».
La habitación, en el segundo piso, era muy agradable, arreglada y limpia. Abrió la ventana. De los bares y las callejas llegaban música, gritos y voces. Contempló los barcos iluminados del muelle de la Naviera del Rin. Después de dejar el neceser en el cuarto de baño y lavarse los dientes, llamó a Anke Vogt, a quien quería visitar en primer lugar. La localizó en el móvil y le explicó la situación. La mujer lamentó no tener tiempo ni ese día ni al siguiente, pero se mostró dispuesta a responderle por teléfono las preguntas que tuviera. Parecía directa y franca. «Una típica colonesa», pensó Costa, y le preguntó si conocía al marido de Ingrid Scholl.
– Mi marido y el de ella trabajaban en informática. Nosotras nos conocimos a través de ellos.
– ¿Qué clase de hombre es el marido de Ingrid Scholl?
– ¿Siegfried? La verdad es que irradia superioridad. Es el tipo perfecto para vender ordenadores, al menos en apariencia.
– ¿Un buen vendedor?
– Sí. Se vendía muy bien a sí mismo.
– ¿Quiere decir que la gente confiaba en él?
– Sí. Fue IBM quien acuñó esa imagen estándar de personas con traje corporativo azul que iban por la calle vendiendo… En la actualidad se los llama representantes y llevan americanas de la empresa.
– ¿Qué quiere decir con eso exactamente?
– Son personas que van de puerta en puerta y que son capaces de endilgar cualquier cosa, incluso paquetes de acciones sin valor.
– Entonces, ¿Siegfried Scholl se correspondía con ese estereotipo?
– Sí. Todos ellos se parecían mucho. No sé si hoy sigue siendo igual, pero en aquel entonces era así.
– ¿Y qué clase de persona era Ingrid Scholl?
– Ella siempre ha sido muy vivaracha. -Le tembló la voz, tuvo que luchar contra las lágrimas-. Disculpe -dijo, sorbiéndose la nariz-. Es tan increíble. Siempre cree uno que esas cosas pasan, pero no en la familia ni en el círculo de amigos más cercanos. -Había recuperado la compostura-. Siegi era mucho más reservado que Ingeli. Ella era la que tiraba del carro. Siempre alegre, siempre positiva.
– ¿Hacían buena pareja?
– Si los contrarios se atraen, sí. Ella es muy activa… Dios mío, era muy activa, pero él la engañaba todo lo que quería y más.
Anke Vogt le explicó que el matrimonio con Siegfried Scholl había consistido en una convivencia sobria. Los dos habían levantado la empresa juntos. Una vida dedicada al trabajo, rara vez interrumpida por proyectos comunes.
Cuando Ingrid Scholl reclamaba su derecho a sentir amor y felicidad, lo único que conseguía la mayoría de las veces eran burdas carcajadas y unos cuantos meneos torpes en la pista de baile. Los últimos dos años y medio, Siegfried Scholl se había buscado a «una gata joven», como él mismo decía abiertamente. La decepción y el espantoso dolor que había sufrido ella se vieron reflejados en ese divorcio planificado con tanta frialdad.
– Por eso Ingrid se lo hizo pagar. En el divorcio se lo quitó todo, sólo dejó que se quedara con la casa, nada más. Y con esa jovenzuela. Por lo más sagrado, siempre decía que, por ella, ya podía colgarse al cuello a esa imbécil y su imbecilidad de transmisión sexual. -Anke Vogt rió con voz ahogada-. Él llegó a ponerle diversos pleitos, pero jamás consiguió el dinero, porque ella había puesto la cuenta del dinero negro a nombre de una amiga, justo a tiempo.
– ¿Quién era esa amiga? -preguntó Costa.
Anke Vogt vaciló:
– Eso no lo sé.
Costa estaba convencido de que mentía.
– ¿Cuánto era? -siguió intentando.
– Uno o dos milloncitos. Y la casa de sus padres.
– La señora Brendel me ha explicado que los Scholl habían reunido el dinero negro en una empresa en España que sólo pertenecía a Ingrid.
– Sí, en Ibiza.
– ¿Estuvo con algún hombre después del divorcio?
– Sí, claro. Con un diseñador de jardines.
– ¿Está segura?
– Sí. Un tipo muy guapo, aunque podría haber sido su hijo. Pero, por lo visto, él le daba lo que tanto había echado en falta con Siegfried. Al final también en eso consiguió vencerle. Aquello era otra cosa, simplemente se dejaba llevar, disfrutaba y sentía. La noche en que salimos todos juntos, ella estuvo riendo todo el rato. Con Siegfried nunca la había visto tan alegre.
– ¿Sabía que Siegfried Scholl intentó asesinar a su mujer después del divorcio?
– Si quiere saber mi opinión… ¡ahora sí que lo ha conseguido!
Costa oyó de fondo un coche que tocaba la bocina, y la mujer le dijo que sus amigos ya habían llegado y que tenía que dejarlo. Él le dio las gracias por haberle dedicado su tiempo.
– No pasa nada. Seguramente se lo debo a Ingrid.
Costa sintió un rugido en el estómago. Fue al bar que le había recomendado Kratz, Zum braven Soldaten Schwejk, pidió la típica morcilla asada con puré de patata, cebolla y compota de manzana, y dos cervezas Kölsch. Sintió un hambre canina al pensar en el plato de morcilla. A lo mejor podía pedir dos raciones y luego, en el hotel, hundirse como un plomo entre los cojines.