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Cuando sonó el despertador, a las seis y media, Costa se levantó bañado en sudor y con las extremidades pesadas.
A las siete y media ya iba en dirección a Vista Mar con el coche. Era demasiado temprano para llamar a Karin, y tampoco tenía sentido hacerlo, pero debía hablar con alguien. Lo intentó con El Obispo y se alegró de escuchar su voz profunda y tranquilizadora en ese momento.
– A las nueve. Está bien. Ya informo yo a los demás.
Costa conducía con el sol de frente. Le ardían los ojos. Bajó todas las ventanillas e inspiró hondo el fresco aroma de los pinos al pasar por delante del campo de golf.
Le enseñó al conserje la fotografía de Grone y le pidió que retrocediera mentalmente una vez más hasta el miércoles. El conserje estaba más que seguro de que el hombre de la fotografía no había estado en el complejo el miércoles en cuestión. O, en todo caso, él no lo había visto. Le explicó a Costa otra vez lo buenas que eran las medidas de seguridad, y que era prácticamente imposible entrar en el recinto sin autorización. Estaba claro que el conserje era de la opinión de que había que buscar al asesino entre los residentes.
Costa lo sopesó un momento. Si Ulf Hinrich era idéntico al hombre de la fotografía e Ingrid Scholl lo esperaba con anhelo, tal como se desprendía tanto de las declaraciones de la señora Brendel como de la señora Haitinger, de haber aparecido el hombre de repente aquel miércoles, Scholl sin duda lo habría dejado pasar, loca de alegría, y enseguida habría compartido su felicidad con sus amigas Franzi y Erika. Lo primero que habría hecho habría sido descolgar el teléfono. Sobre todo teniendo en cuenta que se enviaba flores ella misma para fingir ante sus amigas una maravillosa historia de amor.
Costa consideraba prácticamente imposible que se hubiera guardado para sí un acontecimiento tan emocionante como la inesperada aparición de su añorado amante, o prometido. Por el momento había que aclarar si Ulf Hinrich era de verdad idéntico a Günter Grone, y cuándo había dejado ese Ulf Hinrich su huella dactilar en el pestillo del dormitorio de Ingrid Scholl. De manera que tenían que encontrarlo y reconstruir meticulosamente todos sus movimientos por la isla.
Costa decidió ir a visitar a la señora Haitinger para recabar información más precisa acerca de Günter Grone. Por la misma razón quería volver a hablar también con la señora Brendel.
Le preguntó al conserje si Franziska Haitinger estaba en casa. De repente le interesaba saber si la mujer había acatado la condición de no abandonar la isla.
– Puede que se haya marchado -dijo el conserje, mirando a su esposa con indefensión.
En ese momento Costa se alarmó y subió corriendo la escalera. Llamó una, dos veces, y después varias veces más sin parar, pero no le abrió nadie. Golpeó la puerta del apartamento… para nada. Volvió a bajar corriendo la escalera y llamó a casa de la señora Brendel. Tras unos breves instantes, la mujer apareció en la puerta. Llevaba una bata de seda color turquesa con un estampado de grandes flores y se había puesto rulos en el pelo.
– ¡Ah, amigo mío! -exclamó, y lo saludó con gestos, invitándolo a entrar-. ¡Pase a desayunar! ¡Seguro que ha olido los panecillos crujientes!
Cuando el aroma del café llegó hasta su nariz, Costa sintió de repente unas ganas inmensas de comer panecillos recién hechos. Esa Brendel tenía cierto parecido con su madre.
– Lo siento, señora Brendel, pero tengo que irme. Sólo una breve pregunta: ¿tiene usted idea de dónde podría encontrar a la señora Haitinger?
– ¡Por eso precisamente había preparado desayuno para dos! Franzi iba a venir. -Consultó el reloj-. Hace media hora que la espero, incluso he subido arriba, pero ha desaparecido sin dejar rastro.
Alargó el «sin dejar rastro» con una sonrisa de satisfacción… en alusión a la profesión de él como seguidor de pistas.
Costa preguntó si era posible que Franziska Haitinger se hubiese marchado a Alemania.
– En ese caso habría hecho justo lo que deseaba su marido. No lo creo.
– ¿Qué era lo que deseaba él? -preguntó Costa con desconfianza.
– Que desapareciera. ¿Quién querría acabar una segunda vez en esta cárcel de aquí? La verdad es que no es precisamente de lujo.
Antes de marcharse, Costa quiso saber también si la mujer tenía la dirección del arquitecto Günter Grone.
– ¿Es que no estaba su dirección entre la documentación de Ingeli?
– Es extraño, pero no.
El Obispo y Elena lo habían registrado todo a conciencia, pero no habían logrado encontrar ninguna dirección del amante de Ingrid Scholl.
Costa se decidió a tramitar una orden de búsqueda y captura contra Ulf Hinrich, alias Günter Grone. Desafortunadamente, llevaba consigo la fotografía que necesitarían para la orden. De todas formas, si Hinrich se había esfumado en el primer vuelo, su rastro sería muy difícil de seguir.
¿Y qué haría con Haitinger? A lo mejor también había huido al extranjero y todo su trabajo había sido en balde.
Eran poco más de las nueve cuando Costa llegó a su despacho. En su escritorio tenía el informe de la autopsia aún por leer, pero en ese momento no disponía de tiempo. Los demás todavía no habían llegado, aunque él había convocado la reunión a las nueve. Esa falta de puntualidad tan típica de la isla lo sacaba de quicio, pero no pensaba rendirse a ella. Llamó de inmediato a Carmen García a la centralita y le pidió el número de teléfono de Antoni Campaña, el abogado de Franziska Haitinger.
El abogado sabía que su defendida tenía que acatar la condición de no abandonar la isla hasta que el juez Montanya levantara esa prohibición, así que seguro que respondería por ella. Carmen no tenía su número de móvil, sólo el de su oficina. Costa lo garabateó en el margen del informe de la autopsia, aunque le parecía bastante improbable que el bueno de Campaña estuviese trabajando un sábado por la mañana. Se sorprendió, y para bien, cuando oyó que Campaña contestaba enseguida. Costa le explicó su problema, pero Campaña hizo como si fuera duro de oído.
– ¿Que pasa qué? -preguntó, y Costa pensó en lo insensible que era Campaña por haberle respondido tan secamente, y en castellano, cuando él le había hablado en catalán.
– Nada pasa -repuso Costa-. Pasa que la señora ha desaparecido y he pensado que a lo mejor habías cogido un atajo con Pere Montanya.
– Yo no cojo atajos -dijo Campaña-. Ni me ando con rodeos. Estoy aquí bien sentadito con la señora Haitinger a mi lado. En este momento estamos hablando sobre los siguientes pasos de nuestra defensa, si a ti no te importa.
Costa se sintió aliviado. Se disculpó y le dijo que tenía pensado ir a la fiesta de la matanza que se celebraba todos los años en la finca de su tío El Cubano, donde tradicionalmente se reunía cada otoño la extensa familia Costa.
– ¿Irá también Pere Montanya?
Campaña se refería a la vieja rencilla entre el juez y El Cubano.
El Cubano, en su juventud, le había quitado la novia sin piedad al juez, mucho más joven que él. Costa sabía que el muy zorro se refería a esa historia, pero no tenía tiempo para eso, así que rió y colgó el teléfono.
Elena entró y Costa consultó el reloj. «A lo mejor poco a poco me voy acostumbrando a esto de la impuntualidad», pensó. Ya no estaba en Alemania. Ni siquiera estaba en España, ya que Ibiza, ese antiguo asentamiento moro, esa isla de pobreza y de belleza perfecta, era un lugar completamente diferente.
Elena lo sorprendió al decirle que no venía de su casa, sino del aeropuerto, donde había averiguado que un tal Ulf Hinrich había llegado el miércoles 26 de septiembre en el vuelo LTU 152, que había aterrizado a las 9.45 procedente de Dusseldorf. De manera que el joven ya no podía seguir diciendo que no había llegado hasta el jueves. Había estado allí el día del asesinato. La teniente, además, había pedido a la policía del aeropuerto que lo detuviese en caso de que lo viera aparecer por allí, y que avisara de inmediato al departamento de Costa. Se había encargado de hacerlo antes de que saliera el primer vuelo. ¡Maravilloso! Había corregido el descuido de él.
Costa le sonrió y le preguntó si había pasado buena noche. Ella le dijo que todas sus noches le encantaban, porque siempre tenía sueños interesantes, casi como una película.
– ¿Vas alguna vez al cine? -quiso saber Costa.
– No -repuso ella, y salió del despacho.
Costa se sintió tratado con cierta aspereza, pero, de todas formas, ese breve encuentro matutino le resultó una agradable pausa en la cacería de aquel loco. Por experiencia sabía que alguien que cometía un crimen así no era capaz de alejarse sin más.
Fue a ver a El Obispo y a El Surfista, que compartían despacho, les dejó la fotografía en la mesa y le pidió a Rafel que tramitara una orden de búsqueda.
– ¿Es que tenemos ya la orden de arresto?
– No, pero podríamos retenerlo aquí hasta el lunes. Eso si logramos echarle el guante -dijo Costa.
El Surfista señaló el informe de la autopsia y Costa dijo que se lo leería en el avión. Carmen García le había encontrado un vuelo para Dusseldorf a las 16.30 con vuelta el lunes por la tarde.
El Surfista quería conocer el motivo del viaje. En realidad ya lo habían hablado, pero para Costa era importante que todos los colaboradores estuvieran siempre bien informados de las actividades de sus compañeros.
– Parto de la base -explicó- de que el hombre que buscamos no es Ulf Hinrich, sino que sólo utiliza su pasaporte. De manera que quiero llamar a un antiguo compañero de Alemania para pedirle que me busque los datos de ese tal Ulf Hinrich en Colonia. También creo que es bastante probable que sea el hombre de la fotografía. Está demostrado que estuvo en el apartamento de Ingrid Scholl. Seguramente el día de los hechos. En Colonia, además, también tenemos como sospechoso al ex marido de la víctima, Siegfried Scholl. Según las declaraciones de Erika Brendel y Franziska Haitinger, ya intentó matarla una vez. Él y ese tal Hinrich son los dos de Colonia. De modo que también podrían haber trabajado juntos. Quizá Siegfried Scholl hizo el encargo y Hinrich lo llevó a cabo.
– Y Haitinger borró las huellas. ¿Era la tercera del equipo?
Costa miró un momento a El Surfista. Después prosiguió:
– También vive en Colonia una antigua amiga de la fallecida, una tal Anke Vogt, a través de la cual a lo mejor averiguo algo más sobre él. La verdad es que antes de despegar quería convocar otra reunión. Por desgracia, se me ha metido entre ceja y ceja ir a ver a Martina Kluge. En este momento me parece más importante hacerle una visita a la echadora de runas antes de salir para Colonia. Me gustaría volver a leer el acta de su declaración.
El Surfista hizo un gesto de disculpa y dijo que todavía no la había redactado, pero que tenía pensado hacerlo durante el fin de semana.
Costa no tenía ganas de discutir. Asintió y salió del despacho.
Llamó a Martina Kluge al móvil y la localizó en el centro de belleza. Estaba dispuesta a hablar con él si Costa se pasaba por allí en la siguiente media hora. El capitán también consiguió ponerse en contacto con su antiguo compañero de Narcóticos de Hamburgo, que ahora trabajaba en la Brigada de Homicidios de Colonia. Ingo Kratz, un tipo de natural alegre, siempre de humor para toda clase de disparates, pero un investigador muy eficiente.
– ¡Eh, Toni! -se alegró Kratz al teléfono-. ¡Qué genial volver a oírte! ¿Aún estás en Ibiza? ¡Tengo que ir a visitarte sin falta! ¡La isla de los estupefacientes! Seguro que ya te has hecho el rey del lugar, ¿a que sí?
Costa dijo que no estaba en Narcóticos, sino en Homicidios.
– ¡Fantástico! -exclamó Kratz-. ¡Entonces nuestra diversión no encontrará obstáculos!
Costa le explicó que no tenía más que problemas de toda clase y que en ese momento se encontraba en una situación bastante peliaguda.
– Aquí me llaman El Alemán y me tienen por un prusiano chalado. Si no resuelvo este caso, más me valdrá volver por donde he venido.
Kratz le dijo que era un agente de primera y que seguro que enseguida acorralaría a su presa. Y que si podía ayudarlo en algo. Costa le pidió las direcciones de Günter Grone y Ulf Hinrich.
– Ningún problema -dijo Kratz-, enseguida te las paso, dame tu número de móvil.
Mientras Costa conducía por la E-20, la carretera de circunvalación de la ciudad de Ibiza, cogió el folio que había dejado en el asiento del acompañante, lo apoyó en el volante y le echó un vistazo. El Surfista por lo menos había rellenado una hoja personal de la testigo. Costa tenía poco tiempo y no quería hacerle preguntas innecesarias. Recordó el informe de su compañero y el hecho de que, para ese joven de Valencia, el atractivo de la muchacha había tenido bastante peso durante su conversación. Tal como esperaba, había rellenado el apartado de «Aspecto físico» con mucha diligencia. Ojos: azules. Cabello: rubio. Características especiales: tez lisa y clara, labios carnosos, sin apenas maquillaje. Complexión: esbelta y deportiva. Altura: 1,73 cm. El Surfista había anotado incluso su peso: 53 kilos. Costa no pudo evitar reír en voz alta. No tenía ni idea de cuánto era eso, pero parecía que el Surfista eligiese a sus novias a peso. «Seguramente se sienta por las noches en Pacha, cerca de la entrada, y se dedica a contemplar a las chicas que entran: 52, 49, 56, ¡82 kilos!» De nuevo soltó una carcajada.
Pasó por delante de la central eléctrica, de cuya alta chimenea salía un uniforme vapor de agua marrón amarillento. Los turistas creían que el hedor de aquella zona procedía de ese vapor de agua. En realidad, sin embargo, venía de la depuradora del puerto.
El tráfico era denso en las dos rotondas. Costa aprovechó el atasco para volver a estudiar las notas de El Surfista. Martina Kluge tenía veintiséis años, había nacido el 6 de junio de 1975 en Dusseldorf y estaba soltera. Entre paréntesis, El Surfista había anotado: «(Sin amantes)». ¿Acaso se habría informado mediante los empleados del centro de belleza? ¿O es que se lo había preguntado directamente?
Seguro que esto último. Posiblemente era la pregunta que más le había interesado. De todas formas, Costa se tomó la información en serio, ya que sabía que El Surfista no sólo se interesaba por esas cosas, sino que también poseía un olfato extraordinario. Martina Kluge vivía en una pequeña finca de alquiler cerca de San Carlos. La casa estaba en algún lugar del Camí d'Atzaró, al sur de las montañas de la Serra de la Mala Costa. El Surfista había averiguado incluso que tenía un perro y dos gatos a los que llamaba Gato y Luna.
Costa, entretanto, había torcido antes del puente de Santa Eulalia en dirección a Cala Llonga y sólo tardaría cinco minutos en llegar a Vista Mar.
Volvió a repasar mentalmente los hechos por los que quería preguntarle a Martina Kluge. La señora Ingrid Scholl, de sesenta y cinco años, había vuelto de Santa Eulalia a eso de las siete y diez de la tarde del último día de su vida, había aparcado el coche en el garaje, había dejado las bolsas de la compra en su apartamento y, después, a saber por qué, había vuelto a bajar al aparcamiento. Allí había recibido a Martina Kluge, que había ido a echarle las runas. Las dos iban a subir juntas en el ascensor, pero Martina Kluge se había quedado atrás para hacer una llamada de teléfono… No, porque se había olvidado el móvil y luego, además, había recibido una llamada. Ingrid Scholl había regresado sola a su apartamento y allí había esperado a la joven. ¿Qué había sucedido en todo ese tiempo? Martina Kluge llegó unos veinte minutos después. Una conversación larga. ¿Acaso sí tenía un amante? ¿Llamó al timbre o le había dejado Ingrid Scholl la puerta abierta? En todo caso, no había nada que le hubiera parecido extraño en el comportamiento de Ingrid Scholl, según había informado El Surfista. Habían realizado la sesión y después Martina Kluge se había marchado. ¿Qué le había dicho a la señora Scholl? ¿De verdad había visto la muerte en las cartas? ¿En qué estado anímico había dejado a su clienta?
Costa bajó del coche ante la verja del centro de belleza y llamó. Una voz crepitó por el interfono y él repuso que tenía una cita con la señorita Kluge. La puerta se abrió, Costa avanzó con el coche por el camino de entrada y aparcó en una de las plazas para visitantes.
La entrada principal daba al este y quedaba techada por el primer piso, que se sostenía sobre unas columnas griegas. Costa volvió a llamar. De nuevo oyó una voz que le preguntaba por su nombre, sonó una melodía y la puerta se abrió. Entró en un vestíbulo circular cuyas paredes y puertas estaban pintadas con trampantojos paisajísticos. No había recepción y todas las puertas permanecían cerradas. Costa se quedó de pie en el centro de la sala y giró en círculo. En una colina griega se divisaban las ruinas de un templo y unos árboles de laurel que bajaban hacia un valle con un río en cuyas orillas pastaba un rebaño de ovejas. Una suave música y gorjeos de pájaros llenaban el vestíbulo. Por fin se abrió una de las puertas.
Una secretaria española con un traje de color azul celeste que llevaba la inscripción de «Centro de belleza Vista Mar» se le acercó con una afable sonrisa. Le dijo que Martina Kluge había olvidado por completo que ese fin de semana tenía una cita en Mallorca. Había intentado ponerse en contacto con Costa, en la centralita le habían dado su número de móvil y le había dejado un mensaje en el buzón de voz.
¿Se le había olvidado encender el móvil? ¡Pues sí! La secretaria le dirigió a Costa una sonrisa resplandeciente y dijo que Martina Kluge estaría de regreso el domingo por la tarde, y que seguro que entonces tendría tiempo para darle cita.
Costa se sentía demasiado gordo y polvoriento en aquella sala, además de mal vestido. Como una sombra amenazadora se cernió sobre él el recuerdo de que esa mañana no se había lavado los dientes. Asintió en dirección a la joven con la boca cerrada y se alegró de poder salir de allí enseguida.
De ninguna manera podía olvidarse el cepillo de dientes para ir a Colonia.
La visita, por tanto, había resultado inútil, pero a lo mejor Erika Brendel y Franziska Haitinger sí podrían explicarle algo más sobre Günter Grone. Ya que estaba allí, aprovecharía la ocasión.
Fue a pie a ver a la señora Brendel. Por el camino disfrutó del hermoso jardín que unía el centro de belleza con la residencia de Vista Mar, pero pensó con cierta congoja que él no querría pasar los últimos días de su vida rodeado de semejante paz, seguridad y belleza.
Se detuvo un momento sobre la elevación cubierta de pinos para gozar de la vista y, después, siguió el camino cubierto por arcadas que recorría el parque de cipreses, naranjos y granados, cuyas frutas relucían.
Encontró a Erika Brendel y a Franziska Haitinger charlando ante un café en casa de la primera. Costa se sentó con ellas y se bebió el suyo a pequeños sorbos. Era el primer café recién hecho de esa mañana y notó que su sabor le animaba un poco. Mantuvo la taza en la mano y se reclinó en la butaca.
Franziska Haitinger le sonrió, y él tuvo que volver a admitir que era una mujer muy hermosa. Llevaba un conjunto de tela fina y ligera color rosa palo que a Costa le gustó mucho. Tenía las piernas cruzadas. El capitán no comprendía cómo a nadie podía habérsele ocurrido cambiar esas piernas. ¿Cómo había encontrado Rolf Haitinger a Schönbach, para empezar? Los hombres no saben de esas cosas.
La señora Brendel captó su mirada y le sonrió como una hija que ha pillado a su padre comiendo chucherías.
– El traje es de Escada -dijo-. Pero ahora su marido quiere recuperarlo, junto con su contenido. Ha comprendido que no encontrará a ninguna mujer tan guapa, inteligente y valiosa como ella.
Franziska Haitinger no dijo nada, se limitó a esperar tranquilamente las preguntas de Costa.
– Hay una cosa a la que todavía le doy vueltas: ¿cómo llegó su marido al doctor Schönbach?
– Mediante un contacto profesional con una especie de clínica estética. Médico Asthetik. En Offenbach, cerca de donde vivimos. El doctor Schönbach había trabajado allí, y el doctor Teckler nos dijo que fuéramos a verlo a Munich.
Costa les pidió a ambas que le explicaran otra vez todo lo que sabían sobre el último amante de la víctima.
Las dos coincidieron en que Günter Grone era un arquitecto de jardines y que trabajaba en Suecia para una compañía alemana, que su trabajo iba a terminar en los próximos meses y que después quería ir a Ibiza a vivir con Ingrid Scholl. Ella lo había conocido en el restaurante Páffgen de Colonia un lunes de Carnaval, y desde entonces habían mantenido una relación cada vez más estrecha. Él se habría trasladado enseguida con ella a Ibiza si no hubiera recibido esa oferta tan atractiva en Suecia. Ingrid no hacía más que hablar de él, por eso sabían que su cumpleaños era el 22 de septiembre, así que también era Virgo.
– Ascendente Aries -añadió la señora Brendel-. Ingeli lo describía como alguien que llevaba una vida meticulosamente ordenada. Virgo al ciento cincuenta por ciento. De todas formas, en algunos momentos también el ascendente se hacía notar con fuerza. Ingeli decía siempre que la vida de él era de lo más variopinta, y que, si no, no se habría complementado con ella.
Costa no sabía mucho de astrología.
– ¿Quiere decir que ambos se entendían muy bien?
– ¡Sí, completamente! -dijo la señora Brendel.
Costa recordó que hasta entonces lo había descrito como un pobre alemán del Este abandonado en busca de compasión. Esta vez, no obstante, en presencia de la señora Haitinger, todo cobraba un tinte muy diferente.
– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él? Quizás habría que comunicarle lo sucedido.
En eso, ninguna de las dos podía ayudarlo. Les preguntó si Ingrid Scholl nunca le había agradecido las flores y los bombones que él le enviaba regularmente. Las dos estaban seguras de que sí lo hacía, y dijeron que casi cada día hablaba con él por teléfono.
– ¿Le enviaba orquídeas muy a menudo?
– Creo que no -dijo Franziska Haitinger. Miró a su amiga-. ¿Orquídeas? Era la primera vez.
Costa asintió. Decidió guardar el secreto de Ingrid Scholl y no explicarles que ese misterioso amante seguramente no le había enviado flores ni una sola vez. Se levantó para despedirse. En realidad no le habían dicho nada que no supiera ya, sólo que todo aquello no parecía encajar con el hecho de que ese amante se encontraba en Ibiza desde el miércoles por la mañana.
Cuando llegó a la puerta, se volvió una vez más y dijo que el prometido de Ingrid Scholl había estado en su apartamento el día de su muerte y les preguntó si se lo podían explicar.
Franziska Haitinger enarcó las cejas y dijo que no se lo creía. Ingrid les habría explicado enseguida algo así. Costa se fijó en que Erika Brendel había palidecido.
Ya en el coche, llamó a El Obispo para preguntarle si se sabía algo de Grone.
Nada. Habían dejado la fotografía en la aduana del aeropuerto y en la policía del puerto, que comprobaría todos los ferrys y los yates que zarpasen. También la había repartido entre todos los taxistas, en los hoteles y en algunos bares y restaurantes. No podía descartarse que el hombre se hubiera esfumado ya. Si después de cometer el crimen el culpable lograba salir de la isla, la partida estaba perdida.
La colaboración con la Interpol y la Europol, así como con los cuerpos policiales españoles, siempre era muy complicada y llena de burocracia. La motivación personal del cazador, su instinto, su intuición y la rapidez de la captura: todo quedaba obstaculizado. Su presa había saltado ya la primera valla, no habían logrado cazarlo en las primeras veinticuatro horas. El rastro se iba desdibujando poco a poco, el recuerdo de los testigos se difuminaba, y también disminuía la presión que sentía el culpable y que podía ayudar a delatarlo. Ahora se sentiría más seguro y sería capaz de reaccionar con una frialdad calculadora a las posibles amenazas de la policía.
El móvil le sonó cuando pasaba por delante del Gardencenter. Era su antiguo compañero de Alemania, Ingo Kratz, que le informaba de que había encontrado a dos hombres llamados Ulf Hinrich en Colonia, uno en Yorkstrasse 53 y otro en Mohnweg 24.
Costa se detuvo en el arcén y anotó las direcciones y los números de teléfono. También tenía que encontrar hotel. Ingo le dijo que conocía a un par de tipos de la profesión y se ofreció a conseguirle alojamiento a buen precio. «Genial, esa practicidad renana», pensó Costa, y le dio las gracias con alegría. Ingo dijo que le dejaría el nombre del hotel en un mensaje en el buzón de voz, por si ya había subido al avión.
Costa se fue a casa a preparar la maleta. Lo primero que hizo fue lavarse los dientes, y después metió el cepillo y la pasta en la bolsa de viaje. Experimentó un pequeño sentimiento de triunfo: ¡no se olvidaría el cepillo de dientes!