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La sargento Havers encendió un cigarrillo sin pedir disculpas, y Lynley, que estaba a su lado, no protestó. Se encontraban en la sala del consejo, situada enfrente del estudio del rector. Aunque las ventanas daban a los claustros, por los que pasaban profesores y alumnos, sus voces amplificadas por el techo en forma de bóveda, ni Lynley ni Havers les prestaron la menor atención. Seguían concentrados en las fotos que Clive Pritchard les había dado.
– Santo Dios -dijo Havers, con una mezcla de asombro y desagrado-. He visto… Quiero decir que no se puede trabajar en el DIC sin ver alguna vez pornografía, ¿verdad? La he visto, señor. Pero esto…
Lynley comprendía muy bien lo que Havers quería decir. Él también había visto su buena ración de pornografía, no sólo como oficial de policía, sino también como adolescente curioso, ansioso de penetrar en los misterios de la sexualidad adulta, a falta de experimentarlos directamente. Fotografías granulosas de hombres y mujeres copulando en diversas posturas ante la cámara siempre habían sido fáciles de obtener, con tal de tener el dinero necesario. Recordaba las risitas de culpabilidad de los escolares cuando se examinaban en grupo tales fotos, el sudor de los dedos y las palmas que las manchaban, las perentorias masturbaciones en la oscuridad que venían a continuación. Todos los chicos se preguntaban cuál sería su primera mujer, cuándo ocurriría y qué significaba tardar en conseguirlo.
Por desagradables que habían sido aquellas fotografías, con sus mujeres de cabello teñido y carnes fofas, montadas por hombres picados de viruela que fingían muecas de placer, eran suaves e inocuas comparadas con las que descansaban sobre la mesa de conferencias, frente a Lynley y Havers. Aquellas fotografías expresaban algo más que simple pulsión escópica. Los protagonistas y las posturas que adoptaban hablaban de una excitación de origen masoquista y de propósito claramente pedófilo.
– Podría tratarse de la peor pesadilla de Lockwood convertida en realidad -murmuró Havers. Cenizas de su cigarrillo cayeron sobre las fotos. Las apartó con la mano.
Lynley estaba de acuerdo. Todas las fotografías plasmaban a niños y adultos desnudos, de sexo masculino, y en todos los casos el adulto sometía al niño a un acto sexual, ejerciendo su poder. Este poder se expresaba mediante el empleo de armas como complementos: un revólver apoyado en la sien de un niño en una foto, un cuchillo apretado contra los testículos en una segunda, una soga que sujetaba a un niño con los ojos vendados en una tercera, un amenazador alambre eléctrico que soltaba chispas en una cuarta. En todos los casos, los niños se sometían a adultos sonrientes y en estado de erección, como obligados a actuar de esta forma, como pequeños esclavos en un mundo de fantasías sexuales perversas.
– Esto confirma la opinión del coronel Bonnamy -continuó Havers.
– En efecto -asintió Lynley.
Y así era, pues más allá de la malsana atracción por la pedofilia que expresaban las fotos, más allá del lascivo interés en la homosexualidad que revelaban, permanecía el hecho de que todas las fotos eran birraciales, como si cada una representara un retorcido comentario sobre los problemas inherentes al entrecruzamiento de razas. Blancos mezclados con indios, negros con blancos, orientales con negros, blancos con orientales. Al serle recordada la opinión del coronel Bonnamy sobre las connotaciones racistas del asesinato de Matthew Whateley, Lynley supo que era imposible obviar la relación existente entre el asesinato del muchacho y las fotografías desplegadas ante él.
Havers dio una calada a su cigarrillo y caminó hacia la ventana que daba a los claustros y al patio cuadrangular.
– Todo esto es horrible, señor, es espantoso, pero me parece demasiado casual que Clive Pritchard guardara esas fotos en su cuarto, como si estuviera esperando a que fuéramos a interrogarle para ponerlas sobre la mesa y quedar libre de sospechas. -Examinó el extremo de su cigarrillo con los ojos entornados-. Porque sin esas fotos, las cosas se pondrían muy feas para nuestro muchacho, ¿verdad? Tenía fácil acceso a las hojas de dispensa…
– Como todo el mundo, por lo visto, Havers.
– … que utilizó para que nadie echara en falta a Matthew Whateley cuando le raptó. Tenía acceso a la cámara que hay sobre la habitación de secar la ropa, en la que se sentía como en su propia casa, lo cual aumenta las probabilidades de que sea nuestro hombre. También tenía un móvil. A pesar de que no parecía importarle en absoluto ser expulsado de Bredgar Chambers, no me diga que no le va a provocar serios problemas en casa.
– Lo tengo en cuenta, sargento, pero también tengo en cuenta lo que hay sobre la mesa en este momento. Nos guste o no, es imposible dejar de lado el tema central de esas fotos y la obvia posibilidad de que estén relacionadas con la muerte de Matthew Whateley.
Havers volvió a la mesa y apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal situado en el centro. Suspiró, no como si aceptase a regañadientes una orden implícita de un oficial superior, sino como resignada a las tareas desagradables que todavía la esperaban.
– Es hora de visitar a Emilia, imagino.
– Exacto.
Encontraron a la profesora de química sola en su laboratorio, situado en la planta baja del edificio de ciencias. Trabajaba en la campana de gases de caoba y vidrio, dándoles la espalda. Emilia Bond parecía amortajada bajo su larga toga académica, como una niña disfrazada con un traje del Renacimiento. Miró hacia atrás cuando Lynley y Havers entraron en la habitación y cerraron la puerta. El movimiento agitó su cabello de bebé como si se tratara de plumas.
– Estoy preparando algo divertido -explicó, sin distraerse de su trabajo.
Los dos se reunieron con ella. El panel delantero de vidrio de la campana, construido como una ventana, estaba casi bajado, dejando el espacio justo para que las manos de la mujer maniobraran con destreza por debajo. Sobre los rotos azulejos blancos del interior se erguía una cubeta llena de líquido, al cual estaba añadiendo Emilia una sustancia sólida. Agitó la mezcla con una varilla de vidrio y contempló la formación de un nuevo sólido.
– Hidróxido de amonio y yodo -anunció, como si los detectives hubieran venido a admirar sus habilidades-. Dan lugar a yodo tres amonio.
– ¿Y eso es divertido? -preguntó Lynley.
– A los alumnos siempre les gusta. Apela al bromista que duerme en su interior.
– ¿Ya qué apela el peligro implícito?
– ¿El peligro? -Arrugó la frente, confusa.
– Usted está trabajando en el interior de una campana de gases -señaló Lynley-. Imagino que esos productos químicos liberan algún gas.
– ¡Oh, no! -rió Emilia-. No existe el menor peligro. Sólo un gran estropicio si no se va con cuidado. Ya ha salido la primera tanda.
Desde una esquina de la campana empujó hacia adelante una cápsula de Petri que contenía una pequeña pirámide de polvo amarillo. Tiró un poco sobre uno de los azulejos y lo aplastó con otra varilla de vidrio. En respuesta, el polvo estalló y salió disparado contra las paredes de vidrio de la campana. Una parte aterrizó sobre los brazos de Emilia, adquiriendo el aspecto de pecas brillantes.
– Se utiliza sobre todo para gastar bromas -admitió con una sonrisa-. De vez en cuando me gusta enseñarles algunos trucos de química divertidos a mis alumnos de quinto. Así retengo su atención. Francamente, haría cualquier cosa por retener su atención, inspector.
Retiró las manos de la campana, la cerró, se limpió las manchas amarillas de los brazos con un trapo que sacó del bolsillo y se bajó las mangas de la toga.
– Tengo entendido que han encontrado el calcetín de Matthew Whateley -dijo con desenvoltura-. ¿Les ha permitido avanzar en el esclarecimiento de la verdad?
En respuesta, Lynley le tendió un sobre de papel manila que contenía las fotos.
– Tal vez -contestó.
Ella cogió el sobre, lo abrió y sacó las instantáneas.
– Confiaba en que…
Sin añadir nada más, se dirigió a una mesa de trabajo con las fotos en la mano y se sentó sobre un taburete alto. Su rostro se demudó al ver las tres primeras fotos. Sus ojos se desviaron de las fotos a sus manos. Al verlo, el corazón de Lynley se aceleró. Al menos en este punto, daba la impresión de que Clive Pritchard había dicho la verdad.
– Dios mío, es horrible -murmuró Emilia, colocando el montón boca abajo y mirando a Lynley-. ¿De dónde las ha sacado? ¿Qué tienen que ver con…?
– Un estudiante me las dio, señorita Bond. La vio tirarlas al vertedero próximo a la casa del conserje el sábado por la noche.
Emilia apartó las fotos.
– Ya. Bien, me han descubierto. -Hablaba con el tono de una niña que se esfuerza por ser aplicada-. Son espantosas, pero me parecieron inofensivas y sólo quise deshacerme de ellas sin que nadie lo supiera. Se las quité a uno de mis estudiantes, un chico de sexto inferior, para ser exacta. -Rodeó con los pies las tapas del taburete, como si intentara sujetarse en él-. Tendría que haberle denunciado, lo sé, pero sostuvimos una larga charla, una charla terriblemente minuciosa, y él se mostró muy avergonzado. Al final, le prometí que me desharía de ellas. No tenía ni idea…
– No miente bien, señorita Bond -la interrumpió Lynley-. Algunas personas sí, pero usted no es una de ellas, lo cual dice mucho en su favor.
– ¿Miento?
– Tiene la cara roja. Está empezando a sudar. Imagino que su pulso late a toda máquina. ¿Por qué no nos dice la verdad?
– Ya lo hago.
– Tendría que haberle denunciado. Sostuvieron una larga charla. Él se sentía muy avergonzado. Usted le prometió que se desharía de las fotos. Todo eso es cierto, sin duda, pero algo me dice que usted no se iría en plena noche al vertedero por un estudiante, señorita Bond. Por un colega… Tal vez por un amante…
La mujer se acobardó.
– Todo esto no tiene nada que ver con Matthew Whateley. Nada. Lo sé. Lo juro.
– Quizá tenga razón -repuso Lynley-. Pero no llegaré a esta conclusión hasta que oiga toda la verdad.
– Él no… él no pudo…
– ¿John Corntel?
Ella levantó las manos, juntándolas en actitud de súplica, y las dejó caer sobre el regazo.
– Él me dijo que estuvo con usted el viernes por la noche, señorita Bond, y también parte del sábado. Dijo que habían empezado a hacer el amor, pero que las cosas no habían funcionado.
El rubor de Emilia Bond aumentó de intensidad.
– ¿Eso dijo?
Recorrió con la mano el borde de la mesa, apretando la madera. La piel de debajo de las uñas se puso blanca.
– Creo que la palabra concreta fue desastroso -añadió Lynley.
– No. No lo fue. Al principio no.
Miró por la ventana. Las nubes habían empezado a oscurecer la clara luz del día, que se estaba tiñendo de gris. El rosetón de la capilla, al otro lado del sendero, se veía empañado, carentes de profundidad y color sus múltiples dibujos.
– Él desenlace fue desastroso -dijo Emilia-. Pero el acto de hacer el amor no lo fue. A mí no me lo pareció, al menos.
– Debió de encontrar las fotos después -apuntó Lynley.
– Es usted muy listo, ¿eh? ¿Siempre da esos virajes bruscos, o es que le gusta correr riesgos? -No esperó a que él contestara-. Hace tiempo que deseo a John. Admito haberle… perseguido, por emplear la peor palabra. Nunca tuve mucho éxito con los hombres. Siempre daban la impresión de pensar en mí como una hermana. Una palmadita en la cabeza y hasta otra. Pero John fue diferente. Al menos, yo pensaba que podía ser diferente.
– Él también lo describió así.
– ¿De veras? Bien, pues será cierto. El año pasado ocurrió entre nosotros algo muy especial. Era amistad, pero algo más. ¿Es capaz de entender que pueda ocurrir eso entre un hombre y una mujer? ¿Sabe a qué me refiero?
– Sí.
Ella le miró como impresionada por la forma en que había pronunciado aquella única palabra.
– Es posible, pero yo no me conformaba con un mero compañero intelectual, una especie de alma gemela. Al fin y al cabo, soy de carne y hueso. Deseaba a John. Por fin, el viernes por la noche, le poseí. En la cama. Me hizo el amor. Oh, admito que con cierta torpeza al principio. Entonces, pensé que su torpeza era culpa de mi inexperiencia. Han pasado varios años desde que… -Se frotó una mancha de la manga-. En cualquier caso, todo salió bien. Era aquello lo que yo deseaba, aquella intimidad. Parecía que no podía terminar jamás. Después, fuimos a su estudio. Yo me había puesto su bata. Hablamos y nos reímos de mi ridículo aspecto. Yo me acerqué a las estanterías. Me sentía libre para ser yo misma por primera vez. Dije algo como que me alegraba de que dejara su gran intelecto en el estudio cuando entrábamos en el dormitorio… Ese tipo de cosas, tomándole el pelo, porque después de lo que habíamos compartido, me sentía capaz de hacerlo. Saqué un libro de la estantería. Él dijo «Eh, ése no», pero ya era demasiado tarde. Lo abrí. Lo había vaciado, como un colegial con sentimiento de culpa, y las fotos estaban dentro. Esas fotos. -Las señaló con un débil ademán.
– ¿Las sacó?
– Al principio no. Supongo que soy muy ingenua. Pensé que alguien las había introducido en su estudio para perjudicarle, quizá para que perdiera su empleo. Recuerdo que dije «Dios mío, John, ¿quién las habrá metido aquí?», pero entonces vi en sus ojos que eran suyas. Lo vi en su cara. No pudo ocultármelo, y en las fotos había… Puede ver por usted mismo que están cubiertas de huellas dactilares, como si alguien las hubiera mirado muy a menudo, con detenimiento… Como si alguien… -Hizo una pausa, bajó la vista y carraspeó-. Como si alguien las hubiera acariciado, amado y creído que eran reales.
– ¿Asumió John que eran suyas?
– Dijo que pensaba escribir una novela, y las fotos eran parte de la investigación preliminar. Iba a contar la historia de un niño que se ve implicado con un pornógrafo, la forma en que esta relación destruye su vida y afecta a su familia. Ficción basada en hechos reales, dijo.
– ¿Usted le creyó?
– Al principio, sí. Sabía que quería escribir una novela, y aunque no lo hubiera sabido deseaba creerle. Debía creerle. No podía aceptar otra explicación, en especial lo que las fotos daban a entender de él.
– ¿De su sexualidad?
– Eso y… -La angustia deformó sus facciones-. Hace fotografías. Paisajes. Personas captadas de improviso. No las cuelga en las paredes porque piensa que no son bastante buenas, pero lo son. Son muy buenas. Es como una afición. Una simple afición. Me lo llevo diciendo desde el viernes por la noche. Aún no puedo pensar… Me niego a creer… -Se frotó los ojos a toda prisa con la manga de la toga.
Lynley comprendió la dolorosa y horrible relación que la mujer estaba imaginando.
– Se niega a creer que él hiciera esas fotos -dijo, sabiendo muy bien que él también se negaba a dar crédito a la idea-. ¿Es eso lo que piensa?
– No puedo. La situación ya es bastante mala. Me niego a creer eso.
– Porque si lo creyera, la relación lógica…
– Él no secuestró a Matthew. No lo hizo. -Emilia sacó el trapo con que había limpiado las manchas de sus brazos y se secó la cara, olvidando que estaba impregnado de yodo tres amonio. Tiñó su piel de amarillo, como si padeciera una enfermedad.
– ¿Qué ocurrió cuando usted y John terminaron de hablar de las fotos?
Emilia le contó el resto con escasas vacilaciones. Había regresado a su habitación de Galatea poco después de la medianoche, dejando las fotos en manos de su dueño; había reflexionado durante toda la noche sobre el peligro que representaban para la carrera de Corntel; volvió a buscarlas la noche siguiente y le insistió en que debía destruirlas.
– ¿Se las entregó sin protestar? -preguntó Lynley.
– No le costará imaginar lo avergonzado que se sentía, ¿verdad? Le dije que quería destruirlas, que debía destruirlas por su bien. Estuvo de acuerdo.
– ¿Cuánto tiempo pasó con él?
– Diez minutos. Tal vez menos.
– ¿Qué hora era?
– Las siete de la tarde, aunque no me acuerdo bien.
Lynley se interesó por el lapso transcurrido entre que la mujer recibió las fotos al anochecer y las tiró al vertedero de madrugada.
– No quería que me vieran -contestó ella.
– ¿Por qué eligió el vertedero? -Intervino la sargento Havers-. ¿Por qué no las tiró en otro sitio?
– Fue lo primero que se me ocurrió -replicó Emilia-. Si las tiraba a la basura alguien podía encontrarlas. Aunque las rompiera, si alguien reparaba en los fragmentos podía sentir curiosidad. Tenía que quemarlas, y no podía arriesgarme a hacerlo en Galatea, donde Cowfrey Pitt, o alguna chica, podía sorprenderme. Decidí que el vertedero era el lugar ideal para desprenderme de ellas.
– ¿Por qué no se quedó hasta comprobar que se habían quemado? -preguntó Havers.
– Porque oí venir un coche, el minibús, supongo. No quería que Frank Orten me viera y viniera a preguntarme qué estaba quemando. Las tiré en el vertedero, les prendí fuego y me marché.
– ¿Qué hora era? -preguntó Lynley.
– No estoy segura. Sé que eran más de las tres. Tal vez las tres y cuarto, o más tarde. -Dobló el trapo hasta convertirlo en un diminuto cuadrado y alisó las arrugas, manchándose los dedos con el polvo amarillo-. Lo único importante era que no me descubrieran. Por mi bien, lo admito, pero sobre todo por John. Pensé que si al menos hacía eso por él…, si podía demostrarle mi amor de esa manera… Huí cuando oí el vehículo. Pensaba que lo había hecho bien, pero no fue así, ¿verdad? Alguien me vio. Usted dijo que un alumno vio… -Se interrumpió y levantó la vista al instante-. ¿Un alumno? ¿Un alumno cogiendo el minibús?
En el fondo, era muy parecida a Lockwood, pensó Lynley. Si un alumno era culpable, John Corntel estaba a salvo. Matthew Whateley era olvidado una y otra vez, en las prisas por inculpar a quien menos perjuicios causara.
Lynley y Havers se detuvieron al borde del césped que separaba el edificio de Ciencias de la residencia Calchus. Los escolares estaban saliendo de los edificios y se dirigían hacia el comedor, situado en el lado oeste del cuadrilátero. Lynley observó que desviaban la vista para no mirarles y que las conversaciones enmudecían cuando los alumnos pasaban por su lado.
– Él pudo hacerlo -reflexionó Havers, clavando la vista en la cercana residencia Erebus-. Sabemos que Frank Orten no iba en el minibús. Estaba en su casa, ¿no?
– Si hay que concederle crédito -respondió Lynley-. Elaine Roly afirma que aquella noche llevó a su hija al hospital.
Havers escribió una nota de recordatorio.
– Lo comprobaré. -Mordió el extremo del lápiz-. Si Corntel lo hizo, debió de ser lo bastante listo para no transportar el cadáver a Stoke Poges en su propio coche, ¿verdad? Sabría que no podía hacerlo sin dejar pruebas acusadoras. Una fibra, un cabello, cualquier cosa. Tuvo que coger las llaves de la oficina del conserje, apoderarse del minibús y procurar no dejar huellas digitales en ninguna parte.
Lynley no pudo negar la posibilidad de la teoría. Pensó de nuevo en el poema de Thomas Grey, en la estancia que había leído con Deborah St. James, en la precisión con que describía al muchacho y la forma en que se había dispuesto del cadáver. Resultaba difícil imaginar que un alumno se tomara tantas molestias.
– El problema es la poesía -dijo Lynley con aire pensativo, y explicó el poema de Thomas Grey a la sargento Havers.
La mujer tuvo otra idea.
– ¿Qué opina de los versos que adornaban las paredes de Chas Quilter? Parece que conoce bien la poesía inglesa.
– ¿Cuál es su móvil, sargento?
– Muy hábil -admitió ella-. Ése es el punto, ¿verdad?
– Hasta el momento, hemos descubierto dos móviles muy claros. Clive Pritchard tiene uno.
– ¿Y John Corntel tiene el otro?
Lynley asintió con semblante sombrío.
– ¿Cómo sería posible pasar por alto las implicaciones de esas fotos?
– ¿Un meneíto con Matthew y, ¡ale hop!, está muerto? -preguntó Havers con rudeza.
– Tal vez un accidente.
– ¿Apretó demasiado el nudo? ¿Se pasó con la electricidad?
La idea provocó un enorme malestar en Lynley. Ahuyentó la sensación y buscó en sus bolsillos las llaves del coche, que entregó a Havers.
– Vaya a Cissbury, sargento. Trate de verificar la historia de Clive Pritchard.
– ¿Qué hará usted, inspector?
– Es hora de hurgar en lo peor de John Corntel.
Lynley rodeó un lado de la capilla mientras el furgón de la policía de Horsham se detenía. Tres analistas del DIC de Horsham bajaron, provistos de bolsas y equipo. Alan Lockwood se reunió con Lynley junto al furgón. El plan era sencillo. El equipo se pondría a trabajar en la cámara oculta sobre la habitación de secar la ropa de Calchus e investigaría después los minibuses del colegio, esparciendo polvo en busca de huellas dactilares, recogiendo pruebas y tomando fotografías. Lockwood se brindó a guiarles.
Después de verles alejarse en dirección a Calchus, Lynley volvió a entrar en el edificio principal del colegio, atravesó el vestíbulo y desembocó en el patio cuadrangular. Pasó bajo la estatua de Enrique VII, cuyas severas facciones de mármol hablaban con aire satisfecho de la victoria lograda y del precio de la traición. Pensar en aquella conquista que se remontaba a quinientos años antes y en las traiciones que la habían posibilitado aminoró el paso de Lynley, y le dio tiempo para pensar en su antigua relación con John Corntel y en cómo esa antigua relación alzaba la voz para dictar su comportamiento de ahora. La tradición le exigía lealtad, en tanto la traición sólo prometía que llegaría acompañada de su fiel aliado, el remordimiento. ¿Acaso no era ésa la lección que habían aprendido aquellos que habían traicionado a su legítimo rey en el campo de batalla? Como individuos, su ganancia se había reducido a una fugaz bagatela. Su pérdida había sido infinita.
Lynley pensó en su situación actual con cierta autoironía. Era muy fácil exigir y esperar de un muchacho de dieciocho años como Chas Quilter que rompiera las cadenas de la costumbre y señalara a un compañero con un dedo acusador. Cuando los papeles se invertían, resultaba muy difícil esperar de uno mismo idéntico grado de inflexible rectitud moral. El sobre de papel manila que Lynley sostenía, tan insustancial en aquella temprana hora de la mañana, pesaba como el plomo.
«Sepulcros blanqueados», pensó con disgusto, y siguió el sendero de guijarros que conducía al comedor.
Era una sala de enormes proporciones, capaz de albergar a todo el colegio. Los comensales, distribuidos por residencias, se agrupaban por mesas, los estudiantes mayores a un lado, los más jóvenes al otro, el director en la presidencia y el prefecto en el extremo opuesto.
El ruido alcanzaba niveles intolerables. Seiscientos alumnos gritaban, reían y hablaban a la vez. Sin embargo, todas las conversaciones cesaron cuando Chas Quilter subió los peldaños de un podio de aspecto monástico y empezó a leer en voz alta un fragmento de la Biblia. Lynley esperó a que Chas terminara el breve pasaje y se acercó a las mesas destinadas a la residencia Erebus. El estrépito se reanudó cuando los carritos de la comida salieron de la cocina.
Corntel se hallaba en el extremo de una mesa, gritando instrucciones al oído de Brian Byrne. El prefecto de Erebus asintió, como si escuchara, pero Lynley observó que sus ojos seguían a Chas Quilter, mientras el otro muchacho caminaba hacia la mesa donde se sentaban los chicos de Ion. La mirada de Brian siguió clavada en Chas un momento después de que Corntel dejara de hablar; el músculo de la comisura de su boca se agitaba espasmódicamente.
Cuando Lynley llegó junto a John Corntel, éste ya le había visto. Como si adivinara la intención del detective en su cara, Corntel sugirió que, en lugar de hablar delante de los alumnos, lo hicieran en su aula. Explicó que estaba muy cerca, justo encima, en la sección de humanidades de la primera planta.
Corntel, después de dar instrucciones finales a Brian Byrne, le precedió hasta salir del comedor. Subieron la desgastada escalera de piedra del vestíbulo oeste y caminaron sin hablar hasta el aula de Corntel, situada en el pasillo que corría a lo largo del edificio, de sur a norte. El aula daba a los extensos campos de deportes. Una pelota de fútbol había quedado abandonada junto a un poste de la portería. Lynley miró por la ventana, observando que el cielo se oscurecía progresivamente a medida que nubes de tormenta se acercaban desde el oeste.
No había decidido la manera de abordar a su antiguo compañero, pues le resultaba violento enfrentarse a una aberración del carácter que consideraba tan incomprensible como repugnante. No encontraba el modo de iniciar la conversación. Se dio la vuelta y vio la pizarra.
Estaba cubierta de frases. Lynley las leyó, mientras Corntel le observaba desde la puerta: «Referencia irónica a la piedad; hija contra los educados; el precio de la enemistad; dignidad moral; agravios realistas; repetición de imágenes sangrientas.» Corntel había escrito en la parte superior: «Pondré en práctica la villanía que me enseñáis.»
– ¿El Mercader de Venecia? -preguntó Lynley.
– Sí. -Corntel entró en el aula. Los pupitres estaban dispuestos en forma de herradura para facilitar la discusión entre los estudiantes y el profesor-. Siempre me ha gustado esa obra. Esa deliciosa hipocresía de Porcia, que habla con elocuencia de la piedad sin saber nada de ella.
Era la introducción que Lynley necesitaba.
– Me pregunto si también existe un tema recurrente en tu vida.
Se acercó a Corntel y le tendió el sobre. Un escritorio les separaba, pero a pesar de su presencia, como un baluarte providencial, Lynley sintió la tensión que embargaba al profesor de literatura.
– ¿Qué es esto, Tommy? -preguntó Corntel, fingiendo desenvoltura.
– Ábrelo.
Corntel le obedeció e intentó hablar, pero enmudeció al ver las fotos. Al igual que Emilia Bond poco antes, empujó hacia atrás una silla, pero, en cambio, no intentó negar a quién pertenecían las instantáneas.
Su rostro expresó aflicción, y sus palabras explicaron el origen de su dolor.
– Ella te las dio. Ella te las dio…
Lynley sabía que podía ahorrarle, al menos, ese sufrimiento.
– No. Un chico la vio mientras intentaba quemarlas el sábado por la noche. Él nos las dio. Ella trató de negar que te pertenecían…
– No sabe mentir, ¿verdad? Ella no sabe mentir.
– Me parece que no. Eso habla mucho en su favor. -Corntel no había levantado la vista de las fotos. Lynley vio que las estaba estrujando-. ¿Me puedes explicar qué significan, John? Supongo que comprenderás sus nefastas implicaciones.
– No es lo que alguien quiere encontrar en poder de un profesor, sobre todo en estas circunstancias. -Corntel siguió sin levantar la cabeza. Mientras hablaba, fue pasando las fotos lentamente-. Siempre he querido escribir, Tommy. ¿Acaso no es el sueño de todo profesor de lengua? ¿No decimos todos que podríamos escribir tal libro, si tuviéramos el tiempo, la disciplina o la energía necesarias después de calificar los exámenes? Esto, estas fotos, fueron el primer paso. -Hablaba casi en susurros, como un hombre después de hacer el amor. Continuó ojeando las fotografías-. Sé que busqué deliberadamente un tema sensacionalista, para facilitar la publicación, ya sabes. Hay que empezar por algún sitio. No me pareció una forma muy deshonesta de empezar. Me doy cuenta de la escasa integridad artística que sugiere el proyecto, pero pensé que serviría para lanzarme. -Sus palabras surgían con una cadencia lenta, perezosa, hipnótica-. Y después podría seguir. Podría escribir… con pasión. Sí, con pasión. Así debe ser el ejercicio de escribir, ¿no? Un acto de pasión. Un acto de goce. Una especie de éxtasis en el que los demás sólo sueñan, pues ni siquiera saben que existe… Y estas fotos… estas fotos…
Corntel recorrió la silueta de un niño desnudo. Recorrió los muslos musculosos de un hombre hasta la entrepierna, subiendo por su pecho hasta los labios. Cogió otra foto y repitió el mismo ejercicio, demorándose en la cópula entre un niño y un adulto con una sonrisa vaga.
Lynley le observaba sin decir nada. No encontraba las palabras que quería articular. Por más que Corntel se ocultara tras la oportuna intención de escribir una novela, la vena que latía en su sien, la forma en que recorría sus labios con la lengua y el arrebato de su voz desnudaban la verdad. Lynley experimentó una oleada de repugnancia, seguida de una compasión profunda y sincera.
Corntel alzó la vista y descubrió que Lynley le estaba mirando. Dejó caer las fotos, que quedaron desparramadas sobre el escritorio.
– Dios mío -susurró.
Lynley recuperó la voz.
– Tengo un muchacho muerto, John, de la misma edad que éstos. Le ataron. Le torturaron. Le… Dios sabe qué más.
Corntel se apartó del escritorio y caminó hacia las ventanas. Miró los campos de deportes. Esto pareció proporcionarle la valentía de darse la vuelta y empezar a hablar.
– Empecé a coleccionar fotos durante un viaje a Londres. Cuando vi la primera, en una sección muy privada de una librería para adultos del Soho, me quedé consternado. Y fascinado. Y atraído por ella. La compré. Y después, las demás. Al principio, las miraba solamente durante las vacaciones, lejos del colegio. Luego me permití una sesión al mes en mi estudio, con las cortinas corridas. No me pareció tan horrible. Después, una vez a la semana. Después, por fin, casi cada noche. Me moría de ganas de verlas. Me… -Miró al exterior-. Me tomaba una copa de vino. Me… Velas, encendía velas. Me imaginaba… Lo que te dije al principio no está tan alejado de la verdad. Imaginaba relatos a partir de ellas. Relatos. Les puse nombre a los niños. A los adultos, no. -Devolvió su atención a las fotos-. Este chico es Stephen -explicó, indicando un niño atado y amordazado sobre una antigua cama metálica-. Y éste… éste era Colin. A éste le llamé Paul. Guy. William. -Cogió otra. Su valentía pareció flaquear-. Y a éste le llamé John.
Era la única foto en que aparecían dos adultos, violando a un niño indefenso. Aunque ya la había visto, el significado de que Corntel le hubiera bautizado con su nombre quedaba muy claro.
– John -dijo Lynley-. Necesitas…
– ¿Ayuda? -Corntel sonrió-. Eso es para la gente que ignora su enfermedad. Yo sé cuál es la mía, Tommy. Siempre lo he sabido. La forma en que he vivido lo demuestra sin lugar a dudas. He cedido la autoridad a todos quienes la deseaban… Mi padre, mi madre, mis compañeros de colegio, mis superiores. Nunca he tomado la iniciativa. He sido incapaz de hacerlo. -Corntel dejó caer las fotos-. Ni siquiera con Emilia.
– Lo que me ha contado sobre el viernes por la noche no coincide con tus afirmaciones, John.
– No, claro. Yo… Tommy, tenía que contarte algo, ¿verdad? Sabía que acabarías descubriendo lo mal que se sentía cuando me dejó el viernes por la noche, así que inventé un motivo. La impotencia me pareció… Tenía que hacerlo, ¿no? ¿Y qué más da? Lo que te dije era tan parecido a la verdad como… ¿Quieres que te lo diga ahora? Fue… lo logramos. Ni más ni menos. Ella fue muy bondadosa.
– Creo que ella no actuó por simple bondad.
– No. No es su estilo. Es una buena persona, Tommy. Cuando vio lo difícil que… me resultaba todo, tomó la iniciativa. Le cedí todo el control. Y cuando volvió el sábado por la noche a pedirme las fotografías, a exigírmelas, en realidad, también se las di. Creí que era la mejor manera de reparar quién era yo, qué era yo. No soy un hombre normal, en realidad. Nada normal.
Lynley quería formular a Corntel un centenar de preguntas. Más que nada, quería entender cómo había evolucionado un joven de brillante porvenir hasta convertirse en lo que veía ante él ahora. Quería entender por qué resultaba más atractivo un mundo de fantasías desviadas que una relación vital con otro ser humano. Ya sabía parte de la respuesta. Era más seguro habitar en un mundo ficticio, aunque esa vida estuviera desconectada de la realidad. No implicaba peligros. Nada hería el espíritu, nada desgarraba o rompía el corazón. Sin embargo, el resto de la respuesta se hallaba tan encerrado en el interior de Corntel que tal vez tampoco sabía explicarlo.
Sintió la necesidad de proporcionar un consuelo a su antiguo compañero de colegio, de aplacar su vergüenza puesta al desnudo.
– Emilia te ama.
Corntel meneó la cabeza. Recogió las fotos y las volvió a introducir en el sobre, que tendió a Lynley.
– Ama al John Corntel que ella ha creado. Ni siquiera conoce al auténtico.
Lynley descendió las escaleras poco a poco. Reflexionaba sobre todas las conversaciones que había mantenido con John Corntel, experimentando la sensación de que, en los últimos días, se había convertido en el espectador de un drama fluctuante, en el que Corntel interpretaba varios papeles, protegido por una pantalla de niebla.
Había ido a Londres en el papel de director de residencia, sintiéndose culpable de la desaparición de Matthew Whateley. Se había comportado como un hombre en busca de ayuda, que aceptaba su parte de culpa en una serie de lacras institucionales que habían culminado en la desaparición del muchacho. Sin embargo, a pesar de sus presuntos deseos de colaborar, no había confesado la distracción que le había impedido mirar por el bienestar de Matthew durante el fin de semana.
Emilia Bond había sido la distracción, y en su relación con ella había adoptado el segundo papel: el amante mortificado por la humillación. La emoción subyacente en todas las revelaciones que había efectuado a Lynley siempre era la misma. No existía diferencia entre alegar un defecto que le impedía cumplir en la cama o confesar que Emilia Bond había llevado la iniciativa a la hora de hacer el amor. El resultado en ambos casos era la humillación, y bajo esa humillación se ocultaba una súplica de compasión y comprensión que Lynley había captado. La reconoció de nuevo cuando Corntel encarnó el tercer papel de su drama.
Corntel personificaba en el coleccionista de pornografía al patético perverso. Al bautizar con su nombre a uno de los muchachos de las fotos, daba un paso adelante. No interpretaba el papel de verdugo, sino de víctima, y pedía a Lynley que creyera en su sinceridad, pero todo resultaba demasiado conveniente en aquel momento. Aunque Corntel había forjado un complicado mundo de fantasía alrededor de sus fotografías, Lynley sabía que la soledad de una existencia semejante tendría que haberle impulsado, tarde o temprano, a buscar la realidad. Si la realidad que representaba Emilia Bond había defraudado al hombre, ¿qué podía impedir a Corntel buscar una realidad más cercana al mundo enfermizo de sus sueños? ¿Qué podía impedirle convertir a Matthew Whateley en parte de aquella experiencia?
Corntel sabía sin duda que no se había eliminado como sospechoso por revelar parte de sus tormentos personales. Aunque Lynley hubiera descartado sus sospechas, Corntel no iba a creer que se abstendría de utilizar las fotografías que llevaba apretadas bajo el brazo. Se entregarían al rector. Tanto si Corntel era o no culpable de la muerte de Matthew Whateley, Lockwood decidiría acerca de su futuro. Al fin y al cabo, era su trabajo, su responsabilidad.
Sin embargo, existían otras consideraciones. Lynley aceptaba la inevitabilidad del hecho. Quedaba el recuerdo de Eton. Quedaba su borrachera y la decisión de Corntel de evitar su expulsión del colegio. Quedaba el recuerdo de su compañero de clase hablando con elocuencia en la capilla, escribiendo ensayos premiados, ayudando a chicos menos dotados e integrados que él. Quedaba el recuerdo de verle con sus pantalones a rayas y el chaqué, corriendo bajo el arco de entrada, llegando tarde a una clase pero concediéndose todavía tiempo para ayudar al conserje a descargar un enorme paquete de un camión. Quedaba el recuerdo de aquella veloz sonrisa, del saludo gritado desde el otro extremo del patio. Quedaba una época compartida. Quedaba, y siempre quedaría, el viejo vínculo escolar.
Lynley notaba el paquete de fotografías bajo su brazo. Exigían a gritos una decisión. Vacilaba en tomar una.
– Inspector. -Alan Lockwood le aguardaba al pie de la escalera-. ¿Debo suponer que se arrestará a alguien esta tarde?
– Cuando los analistas de la policía…
– ¡Al infierno con los analistas de la policía! Quiero a Clive Pritchard fuera de este colegio. La junta de gobierno se reunirá esta noche, y quiero dar el asunto por concluido antes de que lleguen los miembros. Dios sabe cuándo vendrá la familia de Pritchard a buscarle. Hasta ese momento, no quiero que ande por ahí. ¿Queda claro?
– Perfectamente. Por desgracia, de momento sólo contamos con una cinta en la que está grabada su voz. No tenemos pruebas de que le hiciera algo a Harry Morant, y ni siquiera Harry Morant le va a denunciar. No puedo detenerle basándome en que Chas Quilter identificó su voz, señor Lockwood. Sólo puedo sugerirle que no le pierda de vista.
– Que no le pierda de vista… -estalló Lockwood-. ¡Usted sabe que asesinó a ese chico!
– No sé nada por el estilo. No hago detenciones basándome en mi intuición, sino en pruebas.
– ¡Está poniendo en peligro a seiscientos alumnos! ¿Se da cuenta? Si no saca a ese pequeño bastardo del colegio, puede ocurrir cualquier cosa, a cualquiera. No asumiré la responsabilidad…
– Usted es el responsable, y ésa es la pura verdad. Clive sabe que se encuentra bajo sospecha. No va a dar ningún paso en falso, sobre todo porque, al parecer cree que no hemos establecido ninguna relación entre Matthew Whateley y él.
– ¿Qué sugiere que haga con él hasta que usted posea pruebas consistentes para detenerle?
– Sugiero que le confine en su habitación y aposte a alguien en la puerta para impedir que salga.
– ¿Será eso suficiente? -Preguntó Lockwood-. Es un asesino, maldita sea. Usted lo sabe. -El rector señaló el sobre que Lynley llevaba bajo el brazo-. ¿Y eso? ¿Ha descubierto algo sobre esas fotos en el curso de sus investigaciones, inspector?
Después de todo, era una solución sencilla. Ahora, en este momento. Para bien o para mal.
– La señorita Bond las encontró en su aula. Por lo visto, un estudiante se las había dejado. No sabe quién pudo ser. Pensó que lo mejor era quemarlas.
Lockwood soltó un bufido.
– Al menos, alguien demuestra un poco de sentido común.
Empezaba a llover cuando la sargento Havers frenó el Bentley de Lynley frente a la capilla. Tiró del freno con tanta fuerza que el coche saltó hacia adelante y viró bruscamente, rozando las ramas desnudas de una fila de hortensias podadas. Lynley se sobresaltó y fue a reunirse con ella.
Havers estaba liquidando una bolsa de patatas fritas. La pechera de su jersey estaba cubierta de sal y migas.
– La comida -le explicó, sacudiéndose los restos con la mano mientras salía-. Dos bolsas de patatas fritas y un vaso de limonada amarga. Debería recibir paga de combate. -Cerró la puerta-. Este trasto es monstruoso, inspector. Ocupa la mitad de la carretera. Casi me llevé una cabina telefónica de Cissbury por delante, y juro que golpeé un antiguo mojón que hay pasado el colegio. Eso me pareció que era, al menos. Algo inanimado y sólido.
– Un pensamiento reconfortante -comentó Lynley, sacando el paraguas del asiento trasero. Havers, que no llevaba, se refugió bajo él-. ¿Qué descubrió en Cissbury?
Se pusieron a caminar en dirección a la residencia Calchus. Una campana señaló el inicio de las clases de la tarde. Quedaron atrapados durante unos momentos en una tromba de uniformes azules y amarillos, cuando los alumnos pasaron corriendo por su lado bajo la lluvia. Havers no habló hasta que estuvieron solos en el sendero.
– De momento, he comprobado la veracidad de la historia que Clive nos contó. El camarero de La Espada y la Jarretera le vio junto al cubo de la basura el sábado por la noche. No supo decirme qué estaba haciendo exactamente Clive, pero, utilizando sus palabras, «fuera lo que fuese, se lo estaba haciendo a una pájara que parecía pasárselo en grande».
– ¿Hay luces cerca del cubo de la basura?
Havers negó con la cabeza.
– El camarero sólo pudo describir al muchacho en términos generales referentes a su envergadura. No conocía a la chica, o al menos no la vio con claridad. Por lo tanto, podemos afirmar que el chico no era necesariamente Clive.
– Pudo ser otro chico del colegio -convino Lynley.
Ella aceptó la idea con entusiasmo, como si lo hubiera estado pensando desde que salieron del pueblo.
– Un conocido de Clive se escapó para encontrarse con una chica el sábado por la noche. Alguien que relató después a Clive su aventura, incluyendo detalles del meneo junto al cubo de la basura.
Lynley comprendió que su teoría tenía puntos débiles.
– No suena mal, pero yo me atrevería a decir, Havers, que Clive nos dirá el nombre de la chica. Ella verificará su identidad. Volveremos al principio. ¿A qué hora les vio el camarero?
– Poco después de medianoche. -Havers arrastró los pies por el sendero con aire meditativo-. Bien, parece que tenemos algo, señor. Clive es listo. Lo comprobamos cuando decidió utilizar aquellas fotos en el momento preciso. Me lo imagino yendo a Cissbury para procurarse una coartada y volviendo después para deshacerse del cuerpo de Matthew Whateley. Afirma que vio a Emilia Bond cuando saltó el muro después de su viaje al pueblo, pero también habría podido regresar antes, conducido el minibús hasta Stoke Poges, tirado el cadáver y visto a Emilia Bond al volver. Al fin y al cabo, ella no le vio. Sólo contamos con su palabra de que la vio cuando estaba saltando el muro. Y si Frank Orten vio la fogata a eso de las tres, Clive tuvo tiempo de hacer todo eso.
– Un margen bastante estrecho, Havers.
– Un poco, pero pudo hacerlo. Pudo hacerlo. Y no me diga que ese chico es incapaz de preparar un crimen. Las primeras palabras que debió de pronunciar en la cuna fueron «sincronicen sus relojes». Si quiere saber mi opinión, todo lo que necesitamos es alguna prueba de aquella habitación de Calchus, alguna más del minibús, y Clive Pritchard, tal como le conocemos y queremos, va a hacer historia.
Lynley frunció el ceño, repasando las palabras de Havers en su mente. Como él no respondía, la sargento continuó.
– En el pueblo también vi a Jean Bonnamy. Estaba echando unas cartas al correo. Iba muy bien arreglada, inspector, como si fuera a comer con alguien.
– Una actividad bien poco sospechosa, sargento.
– Lo sé, pero está bastante bien cuando se acicala.
Hermoso pelo, hermosa piel. La examiné con detenimiento y no pude evitar preguntarme qué aspecto tendría catorce años atrás, con qué ojos la vería un chico de dieciocho años.
– Edward Hsu.
– Es posible, ¿no? Jean ha vivido en Hong Kong. Su padre adora todo lo chino. Podría ser la verdadera madre de Matthew Whateley. Puede que le haya seguido la pista durante todos estos años. Puede que haya dado los pasos necesarios para que le enviaran a su casa, como Voluntario de Bredgar. La única descripción de la madre verdadera de Matthew, astuta y codiciosa, nos la proporcionó Giles Byrne. Quizá no era de esa manera.
– Su teoría parece señalar que Giles Byrne está mucho más relacionado con el nacimiento de Matthew Whateley de lo que él quiso que pensáramos.
– Jean Bonnamy pudo conocer a Giles Byrne por mediación de Edward Hsu. Pudo acudir a él en busca de ayuda. Y ahora, para protegerla, es posible que Giles Byrne esté mintiendo como un poseso.
– Fue lo primero que pensamos acerca de Byrne -reconoció Lynley-. Es posible que el agente Nkata descubra algo en Exeter.
– O nada -añadió Havers.
– Entonces, nos encontraremos más cerca de la verdad. -Lynley guió a la sargento Havers hacia Calchus, saliéndose del sendero-. Veamos qué han descubierto los analistas.
El equipo seguía trabajando sobre la habitación de secar la ropa, y el fotógrafo estaba bajando la escalerilla de metal, seguido por un oficial.
– ¿Han encontrado algo? -preguntó al segundo hombre, que iba cargado con un maletín. Una aspiradora comenzó a aullar sobre sus cabezas.
El oficial dejó el maletín en el suelo y se agachó.
– Acabamos de espolvorear en busca de huellas -dijo-. Hay centenares. Cabellos, fibras. Es como una pila de basura.
– ¿Cuánto tiempo tardarán…?
– No contamos con los medios humanos de la policía metropolitana, inspector. Tardaremos semanas en analizarlo todo. Es todo cuanto podemos hacer.
Lynley comprendió que el DIC de Horsham había enviado a su equipo de analistas con grandes reticencias. Eligió sus palabras con sumo cuidado.
– Sospechamos de un chico de sexto superior. Si hay algo que podamos utilizar para relacionarle con esta habitación, para relacionar a Matthew Whateley con esta habitación…
El hombre se rascó la cabeza y domeñó un mechón rebelde de cabello gris.
– Whateley tenía… ¿Cuál era su edad?
– Trece años.
– Ummm. Parece improbable que Whateley… -El hombre quitó la bandeja superior del maletín y extrajo tres bolsas de plástico-. Es posible que esto pertenezca a su muchacho de sexto superior. No estoy seguro de que los usara un crío de trece años, y supongo que un adulto tendría el detalle de montarse sus líos sexuales en un ambiente mucho más atractivo. Discúlpeme, sargento. Esto no es adecuado para los ojos de una dama. -Meció las bolsas frente a sus rostros. Cada una contenía un condón. Siguió balanceando las bolsas al compás de sus palabras-. También se ha utilizado una manta vieja, que ya hemos empaquetado. Está llena de manchas y apuesto a que sé de qué son. Ya sabe a qué me refiero. Por lo visto, la habitación fue utilizada para algo más que… Bien -sonrió con lascivia-. Usted ya me entiende.
– Los dibujos de las paredes son bastante explícitos -replicó Lynley con sequedad. Observó que Havers estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, con una expresión de tenaz rechazo a dejarse azorar por el oficial de Horsham. Estaba acostumbrada a ello. Había mujeres en los DIC desde hacía años, pero no todo el mundo lo veía con buenos ojos. Lynley la condujo hacia el pasillo.
La sargento no tardó en hablar.
– Encajan con la personalidad de Clive, ¿verdad?
Lynley asintió con la cabeza.
– Cualquiera que haga el amor de pie con una chica junto a un cubo de basura, tampoco tendrá reparos en hacerlo sobre polvo y desperdicios. Aún así, me extraña que Clive tome precauciones para no dejarlas embarazadas, Havers. No corresponde a su estilo, ¿verdad?
El rostro de Havers expresó un profundo desagrado.
– A menos que la chica insistiera, aunque no me imagino a una chica sensata que quiera… ahí arriba… a solas con él. Francamente, inspector, nuestro Clive me pone la carne de gallina. Sea quien sea la chica, yo diría que le encantan los látigos y las cadenas. Ése parece el estilo de Clive.
– Si la encontramos, Havers, relacionará a Clive Pritchard con esa habitación.
– La confirmación de que él conocía la existencia de la habitación -concluyó Havers. Abrió los ojos de par en par cuando concluyó su pensamiento-. ¡Daphne!
– ¿Daphne?
– La chica a la que acosó en la clase de alemán de Cowfrey Pitt. Si no me he equivocado respecto a ella, es la persona que le pondrá las esposas a Clive.
Regresaron a las oficinas administrativas situadas en el lado este del cuadrilátero para preguntar dónde se alojaba la muchacha a la que Clive Pritchard había molestado el día anterior. La secretaria del rector tenía el fichero con los datos de todos los estudiantes sobre el escritorio, pero en lugar de buscar la información solicitada por Lynley, le tendió un mensaje telefónico y habló con la sequedad necesaria para transmitirle el desagrado que le causaba tomar contacto con la policía.
– Scotland Yard -dijo-. Quieren que les telefonee. -Cuando los ojos de Lynley se posaron sobre el teléfono del escritorio, la mujer habló con más frialdad aún-. Desde la oficina del conserje, por favor.
Frank Orten no estaba sentado ante su escritorio cuando entraron en la oficina. No había nadie en el despacho, un dato del que Lynley tomó buena nota. Las llaves colgaban de un tablero clavado en la pared situada al otro lado del mostrador que separaba la zona de trabajo de Orten de la sala de espera, indicada por la presencia de tres sillas de madera. Lynley pasó detrás del mostrador y las examinó. Havers se quedó junto a la puerta.
– ¿Están ahí las llaves del minibús? -preguntó.
Lynley las encontró colgadas de un gancho, sobre el cual había un letrero con la palabra «vehículos» impresa. Había más letreros sobre los demás ganchos, con los nombres de varios edificios: «matemáticas», «centro técnico», «teatro», etc. Las residencias también estaban indicadas mediante etiquetas; las residencias femeninas, Galatea y Eirene, se hallaban apartadas de las masculinas, al otro lado del tablero. Havers había definido con precisión la seguridad del colegio. No existía.
La puerta de la oficina se abrió y Frank Orten entró. Llevaba inclinada sobre la frente su gorra casi militar, la lluvia había manchado la chaqueta y los pantalones. Titubeó en la puerta, mirando sucesivamente a Havers, a Lynley y al tablero de las llaves.
– ¿Es frecuente que no haya nadie en su oficina como ahora, señor Orten? -preguntó Lynley-. ¿Diría usted que ocurre a menudo?
Orten se acercó a su escritorio, detrás del mostrador. Se quitó la gorra y la dejó sobre una estantería, al lado de un pote de cristal lleno de conchas marinas rosadas y blancas.
– Yo no diría eso -replicó.
– ¿Una vez al día, por lo menos? ¿Dos? ¿Más?
– Hay que ir al lavabo, inspector -contestó con expresión ofendida-. Me parece que no existe ninguna ley que lo prohíba.
– ¿Dejando la oficina sin cerrar?
– ¡Nunca me ausento ni tres minutos!
– ¿Y esta vez?
– ¿Esta vez?
Lynley indicó el estado en que se encontraba si uniforme.
– Está mojado de lluvia. Supongo que no hace falta salir para encontrar un lavabo, ¿verdad?
Orten se volvió hacia su escritorio. Había encima una cartera negra. La abrió.
– Mis nietos están en Erebus con Elaine. Fui a echar un vistazo.
– ¿Sigue su hija en el hospital?
– Sí.
– ¿En qué hospital?
Orten se giró en su silla.
– El St. John de Crawley. -Vio que la sargento Havers anotaba su respuesta. Se ajustó el cuello de la chaqueta-. ¿Qué pasa?
– Detalles, señor Orten -repuso Lynley-. He venido para utilizar el teléfono, con su permiso.
Orten empujó el teléfono hacia Lynley, de una manera que no ocultó su irritación. Lynley marcó e número del Yard y habló al cabo de breves momento con Dorothea Harriman. No dio oportunidad a la mujer de que le comunicara el mensaje, sino que, recordando su anterior conversación con la sargento Havers preguntó:
– ¿Ha presentado ya su informe el agente Nkata Dee? -Oyó que, al otro lado de la línea, la secretaria del superintendente Webberly removía los papeles. Al fondo, alguien tecleaba en un ordenador y una impresora zumbaba.
– Tiene suerte, como de costumbre -contestó Harriman-. No hace ni veinte minutos que llamó desde Exeter.
– ¿Y?
– Nada.
– ¿Nada?
– El mensaje decía: «Diga al inspector que nada.» Me pareció un poco descarado, pero Nkata es así, ¿verdad?
Lynley no se molestó en rectificar su impresión sobre el mensaje del agente. Él lo entendía muy bien. La investigación llevada en Exeter sobre la historia que Giles Byrne había relatado acerca del nacimiento de Matthew Whateley no había revelado nada. La intuición de la sargento Havers se había demostrado correcta.
– Ha recibido cierta información de la policía de Slough que le interesará, inspector -continuó Harriman-. Han concluido la autopsia. Existe una causa clara de la muerte.
– ¿Qué nos han dicho?
– Envenenamiento -respondió la mujer.
La mente de Lynley empezó a bullir de ideas. Era tal como había pensado: algo mezclado en la comida que le habían dado a Matthew Whateley mientras estaba prisionero en la cámara situada sobre la habitación de secar la ropa; algo que había bebido; algo que había producido un efecto inmediato en su organismo; algo a lo que un alumno había tenido acceso…
Y entonces, Dorothea Harriman habló de nuevo, y sus palabras interrumpieron y destruyeron la dirección que seguían los pensamientos del detective.
– Por monóxido de carbono -dijo.