174196.fb2 Licenciado en asesinato - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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Capítulo 10

Deborah St. James estaba ovillada en la desgastada butaca de cuero que había al lado de la chimenea, en el estudio de su marido. Aunque sus manos sostenían unas pruebas fotográficas y una lupa, su atención se concentraba en las llamas azules y doradas que lamían los troncos. Una copa de coñac descansaba en la mesa de al lado, pero aparte de aspirar su aroma intenso y vinoso, no se había sentido con fuerzas de tocar la bebida.

Después de la visita matutina de Lynley, había pasado sola casi todo el día. Simon se había ido a una reunión poco antes de comer, de allí a un compromiso en el instituto de Chelsea, de allí a una sesión con un equipo de abogados que preparaban la defensa de un acusado en un caso de asesinato. No había querido acudir a ninguna de las citas, y estaba cancelando subrepticiamente la primera cuando ella le sorprendió haciéndolo y se lo impidió, sabiendo muy bien que estaba dejando de lado su trabajo para quedarse en casa, por si ella le necesitaba.

Deborah había reaccionado con irritación, insistiendo en que no era una niña, en que dejara de mimarla. La irritación era un disfraz que adoptaba para ocultar hasta qué punto necesitaba aliviar su confusión interior, alivio que sólo alcanzaría cuando le dijera la verdad. Un día habían prometido que fundarían los cimientos de su matrimonio sobre la verdad. Ella había accedido con despreocupación, creyendo que un pequeño y desagradable secreto del pasado no sería suficiente para destruir lo que habían erigido entre ambos. Sin embargo, ya estaba ocurriendo, y esta mañana, al ver la dolida confusión con la que Simon acogía sus palabras, había detectado las primeras fisuras inconfundibles en su relación.

Se despidió de una forma dolorosamente remota. Se asomó a la puerta de su cuarto oscuro, ataviado con el traje azul marino, el ingobernable cabello rizado resbalando sobre el cuello de la camisa, el maletín en una mano, y apenas dijo nada.

– Me voy, Deborah. Creo que no llegaré a tiempo para la cena, si la reunión de las cinco es como la que tuve con el abogado de Dobson.

– De acuerdo. Sí.

«Amor mío», quiso añadir, pero el abismo abierto entre ellos se había ensanchado demasiado. De no ser por ello, se habría abalanzado sobre él, cepillado innecesariamente los hombros de la chaqueta, alisado su cabello, sonreído al sentir que sus brazos la rodeaban de manera automática, levantado la boca para recibir su beso. Sus manos la habrían acariciado, y su respuesta habría sido cariñosa y veloz. En otro tiempo, en circunstancias diferentes. Ahora, sólo la distancia le permitía protegerle, y la cercanía de Simon era el único acicate, y el más peligroso, que la impedía a hablar con él.

Oyó que se cerraba la puerta de un coche en la calle, y se acercó a la ventana. A pesar de todo, esperaba que fuera Simon, aunque sabía que, probablemente, no lo sería. No lo era. Vio el Bentley plateado aparcado junto a la acera y a Lynley subiendo los cinco peldaños que conducían a la puerta. Fue a abrirla. Su aspecto denotaba cansancio. Finas arrugas cercaban las comisuras de su boca.

– ¿Has cenado, Tommy? -le preguntó, mientras él colgaba el abrigo en el perchero del vestíbulo-. ¿Le digo a papá que te prepare algo? No será ninguna molestia, y creo que ya es hora de que tu…

Vaciló cuando él se volvió a mirarla. Le conocía demasiado bien para que lograra ocultarle la honda impresión que le causaban los asesinatos. Lo leyó en sus ojos, en la postura de sus hombros, en la expresión de abatimiento que reflejaba su cara.

Entraron en el estudio y Lynley se sirvió un poco de whisky en el bar.

– Sé que un caso como éste debe de ser terrible para ti. Ojalá hubiera algo… He estado dándole vueltas en la cabeza. Tiene que haber un detalle que no consiga recordar… Algo que te sirva de ayuda… Debería acordarme. No paro de decírmelo.

Él apuró la bebida y devolvió el vaso de cristal a su bandeja. Golpeteó el borde sin descanso.

– Simon no está -continuó ella-. Uno de esos días de incesantes reuniones, me temo. No sé cuándo volverá. Tommy, ¿estás seguro de que no tienes hambre? Papá está en la cocina. Sólo tardará un momento…

– ¿Qué te pasa, Deb?

Era una pregunta inesperada, formulada con afecto. Su tierna presión socavó sus defensas, y Deborah sintió que el frío dedo del pánico la tocaba. Lo más importante era no decir nada.

– Estaba examinando mis pruebas del viaje. -Como para conferir veracidad a sus palabras, volvió a la butaca, se sentó y cogió las fotos una vez más-. Mientras tiraba las pruebas, me pregunté si te servirían de algo, Tommy. Me refiero a las fotos de Stoke Poges. Las demás no. Estoy segura de que la abadía de Tintern no te interesa.

El que Lynley mantuviera sus ojos fijos en ella no contribuyó a tranquilizarla. El detective acercó la otomana de Simon a la butaca de Deborah y se sentó. La joven cogió su copa de coñac y se decidió a beber. El licor quemó su garganta como fuego.

– Quería decirte cuánto lo sentí -dijo Lynley-. Pero no tuve ocasión. Estabas en el hospital. Luego me enteré de que te habías marchado de viaje. Sé lo que el niño significaba para ti, Deb. Para los dos.

Ella sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Él no lo sabía. Nunca lo sabría.

– Por favor, Tommy -acertó a murmurar.

Las dos palabras, en apariencia, bastaron. Al cabo de un momento, Lynley cogió las fotos y sacó las gafas del bolsillo de la chaqueta. Utilizó la lupa de Deborah para indicar una foto.

– Stoke Poges. La iglesia de St. Giles. El problema reside en que Bredgar Chambers se halla en West Sussex, justo a mitad de camino entre Horsham y Crawley. Por más que te estrujes la imaginación, no hay una línea recta que lo una con Stoke Poges y ese cementerio. Por lo tanto, el asesino tuvo que elegirlo a propósito. ¿Por qué?

Deborah meditó sobre la pregunta. Tal vez había algo, después de todo…

Fue al escritorio y buscó la copia del tosco manuscrito del libro que sus fotografías ilustrarían.

– Espera un momento… Recuerdo… -Cogió el manuscrito, se sentó y pasó las páginas hasta localizar el poema de Thomas Grey. Examinó las estancias, lanzó una exclamación y tendió el manuscrito a Lynley-. Mira el epitafio -dijo-. La primera parte.

El detective leyó las cuatro primeras líneas en voz alta.

Aquí descansa su cabeza sobre el regazo de la Tierra.Un joven que desconoció la fortuna y la fama:la ciencia de la razón no desaprobó su humilde cuna,y la Melancolía le marcó con su estigma.

Lynley miró a Deborah.

– Cuesta creerlo -dijo-. Ni siquiera estoy seguro de querer creerlo.

– ¿Cómo encajan las líneas con el muchacho?

– A la perfección. -Lynley se quitó las gafas y contempló el fuego-. Todo está ahí, línea por línea, Deb. La cabeza de Matthew estaba apoyada en la tierra cuando le encontraste, ¿verdad? No gozó de fama ni fortuna, desde luego. Su cuna fue humilde…, más que humilde, me atrevería a decir. En los últimos meses se volvió hosco, melancólico. Su padre lo describió como si estuviera en trance. Poco comunicativo.

Deborah experimentó un estremecimiento de temor.

– Eso quiere decir que se eligió Stoke Poges a propósito.

– Por alguien que tenía un vehículo, alguien a quien Matthew conocía, alguien con un interés pervertido por los niños, alguien que conocía bien el poema.

– ¿Sabes quién es?

– Me parece que no quiero saberlo. -Se levantó de la otomana, caminó hasta la ventana y regresó. Se desplazó de nuevo hasta la ventana. Apoyó la mano en el antepecho y miró la calle.

– ¿Qué sucederá ahora?

– La autopsia nos proporcionará más datos. Fibras, cabellos, restos de algún tipo nos explicarán dónde estuvo Matthew desde el viernes por la tarde hasta el domingo. No le mataron en aquel cementerio. Lo tiraron allí. Por lo tanto, durante veinticuatro horas, o más, estuvo prisionero en algún sitio. La autopsia nos dará una idea de dónde. Y una causa definitiva de la muerte. Cuando tengamos eso, sabremos qué dirección tomar.

– ¿Es que ahora vas a ciegas? Por lo que estás diciendo…

– ¡Aún no lo tengo claro! No puedo detener a alguien basándome en un poema, la propiedad de un coche, un puesto de confianza en el colegio y la curiosa forma de describirme a un niño, dejando aparte el ser jefe del departamento de Inglés, y, por añadidura, profesor de literatura.

– Así que sabes algo -dijo Deborah-. Tommy, ¿es alguien a quien tú…? -Leyó la respuesta en su cara-. Debe de ser espantoso para ti. Horrible.

– No lo sé. Es la verdad. Carece de motivos claros.

– ¿Exceptuando la curiosa forma de describir a un niño? -Deborah cogió las fotografías y eligió sus palabras con sumo cuidado-. Le habían atado. Me di cuenta. Tenía erosiones, puntos en que la piel se veía escoriada y en carne viva. Y las quemaduras… Tommy, es el peor tipo de motivo. ¿Por qué tienes miedo de hacerle frente?

Él se giró en redondo.

– ¿Por qué tienes miedo tú? -preguntó.

Las palabras destruyeron la frágil serenidad que Deborah había logrado reunir durante los breves minutos de conversación. Sintió que su piel palidecía.

– Dímelo -insistió Lynley-. Deborah, por el amor de Dios, ¿crees que estoy ciego?

Ella meneó la cabeza. Claro que no estaba ciego. Veía demasiado. Ésa siempre había sido la raíz del problema. Él continuó.

– Vi cómo los dos actuabais esta mañana. Como extraños. Peor que extraños.

Ella siguió en silencio. Deseaba que dejara de hablar, pero Lynley no cejó.

– Estás apartando a Simon del dolor, ¿verdad, Deborah? Crees que no lamenta la pérdida, o al menos que su pena no tiene comparación con la tuya. Así que le apartas. Apartas a todo el mundo. Quieres sufrir sola, ¿eh? Como si fuera culpa tuya. Como si necesitaras un castigo.

Ella intuyó que su rostro la traicionaba y supo que debía cambiar de conversación. Buscó, en vano, una forma.

El perro empezó a ladrar en algún rincón de la casa, excitados aullidos que, por lo general, equivalían a pedir un premio por algún truco realizado. En respuesta, Deborah oyó las carcajadas de su padre.

Lynley se alejó de la ventana y se dirigió hacia la pared del otro lado, donde se exhibían las fotografías de la joven. Deborah le vio estudiar una pequeña foto en blanco y negro, una de sus primeras tentativas, efectuada poco después de que cumpliera catorce años. En la instantánea, Simon estaba tendido sobre un plegatín en el jardín, cubierto con una manta de lana, las muletas a un lado. Ladeaba la cabeza hacia la izquierda y, aunque tenía los ojos cerrados, su cara revelaba una gran desesperación.

– ¿No te has preguntado nunca por qué ha dejado que siga colgada aquí? -dijo Lynley-. Podría haberla quitado. Podía haber insistido en que la reemplazaras por otra cosa, algo más alegre, algo amable.

– Algo falso.

– Pero él no lo hará, ¿verdad? ¿Te has preguntado por qué?

Ella lo intuía. Ella lo sabía. Se hallaba en el núcleo de lo que amaba en su marido. No era la fuerza física, ni virtudes espirituales, ni una rectitud inflexible e implacable, sino una disposición a aceptar, una capacidad para continuar, una determinación de seguir luchando. Aquellas virtudes le habían hablado con elocuencia desde el primer instante de su convivencia.

«Es irónico que los dos hayamos terminado igual», pensó. Tullidos. En el caso de Simon, al menos, él no tuvo control sobre el coche, o el accidente. Pero ella sí tuvo perfecto control. Ella tomó la decisión de mutilarse, porque en aquel tiempo le había parecido más sencillo, porque resultaba conveniente para su vida.

– Estoy tullida -dijo.

Lynley rechazó la palabra y las implicaciones que tenía en su vida.

– Eso es una tontería, Deb. No sabes lo que es eso. No puedes saberlo.

Pero ella lo sabía.

Cuando Lynley llegó a casa, encontró el correo en su lugar acostumbrado de la biblioteca, en la esquina superior izquierda de su escritorio, aplastado bajo el peso de una lupa de gran tamaño que Helen le había regalado en broma años antes, cuando le ascendieron a inspector detective.

– La suerte está echada, querido Lynley -había anunciado, dejando caer un enorme paquete, envuelto en papel de alegres colores, sobre su escritorio. Dentro estaba la lupa, así como una pipa de espuma de mar y una gorra de cazador.

Él rió al ver los objetos, y también al verla a ella. Su presencia siempre desencadenaba idéntica reacción.

Había pasado mucho tiempo sin definir con claridad lo que él era y lo que él sentía cuando se hallaba en compañía de Helen Clyde. No existía aparente necesidad de admitir lo obvio. Con ella, daba lo mejor de sí: ingenioso, locuaz, inteligente, vivaz. Ella, de alguna manera, había logrado engendrar en su interior todo lo bueno. Si conocía la ternura, se debía a que ella se esforzaba por comunicarse con él cuando se sentía abatido. Si conocía la compasión, era porque ella había puesto al descubierto la profunda bondad que albergaba en su interior. Si conocía la honestidad, era porque ella se negaba a aceptar algo inferior, de él o de ella misma. Si seguía de una pieza, tras haberse reconciliado con el pasado y ansioso de enfrentarse al futuro, Helen le había proporcionado la energía necesaria para ello.

Lo que no le había dado era paciencia. Lo que no le había dado era su capacidad de vivir un solo día a la vez, permitiendo que las posibilidades de la vida nacieran y se desarrollaran. Él la deseaba (ahora, hoy, esta noche) de todas las maneras concebibles, deseaba poseer sin tregua su cuerpo y su espíritu. Ardía en deseos de poseerla, y dos meses de separación no había mitigado un ápice la intensidad de ese deseo.

«Malgastar el espíritu en un derroche de ignominia…» Pero la lujuria no era la piedra angular de sus sentimientos hacia Helen. Nunca lo había sido.

Lynley cogió el correo y se dirigió a la mesa de palisandro donde guardaba sus botellas. Se sirvió un whisky y echó un vistazo a los sobres, buscando, como había hecho durante los dos últimos meses sin pensar, uno que llevara un curioso matasellos de Grecia. No había ninguno. En su lugar encontró facturas, circulares, anuncios de espectáculos, una carta de sus abogados, otra de su madre y una tercera de su banco.

Volvió al escritorio, abrió la carta de su madre y leyó la frívola cháchara que encubría su cariñoso intento de apartarle de la soledad. Dos yeguas estaban a punto de parir; tres terneros habían nacido prematuramente, pero el veterinario los había examinado y estaban bien; los Pendyke estaban perforando un pozo nuevo en su granja; su hermano Peter se estaba restableciendo de la gripe; la tía Augusta les había visitado durante tres insoportables días. ¿Cómo estás, querido Tommy? Te hemos visto muy poco desde enero. ¿Por qué no vienes a pasar un fin de semana? Trae alguna amiga…

Alguien venía por el pasillo que corría frente a la biblioteca, tarareando una briosa versión de una de las canciones más populares de Los miserables. Denton pensó Lynley. Su criado era un gran aficionado al teatro londinense. La puerta se abrió, rozando suavemente la gruesa alfombra. El tarareo llegó a un punto dramático y enmudeció de súbito cuando Denton entró en la habitación y vio a Lynley sentado detrás de su escritorio.

– Lo siento -dijo Denton con una sonrisa de confusión-. No sabía que estaba en casa.

– No pretenderás abandonarme por las tablas, ¿verdad, Denton?

El joven lanzó una carcajada y se cepilló la manga de la chaqueta.

– Ni por asomo. ¿Ha cenado?

– No, aún no.

Dentón meneó la cabeza.

– ¿Las diez menos cuarto, señor, y todavía no ha cenado?

– Estuve ocupado y me olvidé de todo.

Denton no parecía muy convencido. Sus ojos se posaron sobre el correo. Como él lo había dejado en la biblioteca, no cabía duda de que sabía qué cartas había y cuáles no. Sin embargo, no dijo nada, aunque preguntó a su señoría si deseaba tortilla, sopa, o una ensalada de jamón.

– Una tortilla me va bien, Denton. Gracias -contestó Lynley. No tenía hambre, pero picar algo mantendría una apariencia de normalidad.

Denton pareció complacido. Se dispuso a salir, cuando, por lo visto, recordó por qué había entrado en la biblioteca. Sacó un papel doblado del bolsillo.

– Iba a dejar esto sobre su escritorio. Recibió una llamada del Yard poco después de las nueve.

– ¿Qué clase de llamada?

– Un mensaje dirigido a usted del que alguien tomó nota, pero pensó que era mejor comunicárselo antes de mañana. El conserje de Bredgar Chambers intentaba localizarle. Se trata de un tipo llamado Frank Orten. Por lo visto, salió al campus para quemar basura y encontró un uniforme escolar abandonado. Una chaqueta cruzada, pantalones, camisa, corbata. Hasta los zapatos. El conjunto completo. Pensó que tal vez a usted le gustaría ir a echar un vistazo. Afirma estar seguro de que son las ropas del muchacho muerto.