174069.fb2 Ladr?n De Almas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Ladr?n De Almas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

JUEVES 8 de Junio de 2006

Capítulo 2

Þóra buscó la carpeta con los trámites de la compra de terrenos en Snæfellsnes. Había poco que sacar, al menos no encontró nada que pudiera indicar la existencia de aquel peculiar «defecto oculto». Había sido una operación de compra de propiedades bastante convencional, con la salvedad de que Jónas había hecho toda una serie de exigencias en lo tocante a las fechas en las que se debía hacer ciertas cosas, por ejemplo, el contrato de compraventa tenía que firmarse en sábado. Þóra solamente había preguntado por miedo a que pidiera un aplazamiento para adaptarse a la posición de los astros. Al terminar el sábado en cuestión, volvió a pensar lo mismo. Pero, por otra parte, en la venta en sí no se había producido nada de especial. Se habló de la propiedad y de lo que contenía, incluyendo los bienes muebles y otras cosas existentes en los terrenos. Los vendedores eran dos hermanos de entre cincuenta y sesenta años de edad, Börkur y Elín, hijos de Pórður. En realidad actuaban en representación de su madre, que había heredado las tierras de su padre mucho tiempo atrás. Consiguieron un precio de lo más ventajoso por la propiedad, y Þóra recordaba bien la envidia que le produjo todo aquel dinero en su momento.

Sonrió para sí al pensar en cuánto dinero habría que tasar al fantasma para que pudiese afectar a la propiedad en un 10%. Pero, de inmediato, la sonrisa desapareció cuando se imaginó intentando entablar un pleito con los propietarios para que abonaran una compensación por daños y perjuicios. El hermano era el que había llevado la mayor parte del trato en nombre de su madre. Þóra sólo había visto a la hermana una vez, cuando se firmó el contrato. La madre no había aparecido nunca, ya que tenía una edad muy avanzada y no podía moverse de la cama, según contaba Börkur, que parecía muy orgulloso de ella. Su hermana Elín, en cambio, se había mostrado silenciosa y retraída. Þóra tuvo entonces la sensación de que ella no estaba tan interesada en vender como su hermano. Teniendo en cuenta todo aquello, dudaba mucho que él aceptara la reclamación de una compensación sin poner objeciones. Trató de ignorar aquella cuestión momentáneamente y cruzó los dedos con la esperanza de que Jónas cambiara de idea. En caso contrario, se vería obligada a echar mano de todos sus recursos para quitársela de la cabeza

Se concentró en otros asuntos, que eran pocos y de escasa relevancia. Por desgracia, el bufete estaba tranquilo. Suspiró y maldijo su estupidez en cuestiones monetarias. A finales del año anterior había trabajado para unos alemanes muy ricos que le habían pagado espléndidamente, y si hubiera tenido una pizca de sentido común habría utilizado el dinero para aligerar la hipoteca de la casa. En lugar de eso, se lo había gastado en una caravana y un todoterreno. No acababa de entender por qué lo había hecho. Encima había pedido un préstamo para cubrir lo que faltaba, con lo que se había metido en más problemas económicos todavía. Recordaba vagamente haber imaginado viajes por el país con el sol de un cálido verano, una familia numerosa moderna de vacaciones de verano: una madre divorciada con sus dos hijos… en su caso una hija de seis años y un hijo de dieciséis que, precisamente, estaba camino de ser padre. El nieto aún no tenía cabida en aquel sueño de color de Rósa, pues, probablemente, sólo lo vería uno de cada dos fines de semana. Ojalá no fueran los fines de semana que sus hijos pasaban con su padre. Sería un buen tema de estudio para los sociólogos analizar la situación de un padre de fin de semana que seguía siendo suficientemente joven para pasar dos fines de semana al mes con su propio padre.

Cuando Þóra hubo acabado todos sus asuntos entró en la red e intentó, para entretenerse, encontrar información sobre los terrenos o las casas que había en ellos. Buscó por los nombres de las casas que figuraban en el contrato de compraventa, Kirkjustétt y Kreppa, pero no encontró nada: ni en el pasado ni en el presente. Se encogió de hombros y renunció. Decidió echar un vistazo a su correo electrónico y vio con cierto pesar que Matthew le había enviado un mensaje. Había conocido a aquel alemán durante la investigación del asunto que había acabado por proporcionarle la caravana y el todoterreno, sin pagar la hipoteca. En realidad había hecho algo más que conocer a aquel hombre (lo había conocido «íntimamente», como diría su madre), y ahora pretendía venir de visita para renovar su «íntimo» conocimiento. Matthew le preguntaba si le vendría bien que fuera a Islandia para unas breves vacaciones. Þóra se moría de ganas de que fuera a verla, pero sabía que la mejor fecha sería en torno al año 2020, cuando su hija cumpliera los veinte. No estaba nada segura de que Matthew pudiera esperar tanto. Así que cerró el correo y decidió esperar hasta el día siguiente para contestarle.

Se levantó, puso un poco de orden en el escritorio y suspiró. Pensó si había suspirado a causa de algún profundo y reprimido deseo de una vida con menos preocupaciones, inocente y sin nietos precoces, pero llegó a la conclusión de que no era tan complicado. Si suspiraba era sencillamente porque ahora tenía que pasar por delante de Bella al salir. Bella era la secretaria de la oficina que ella y Bragi se habían dejado encasquetar en el contrato de alquiler del local cuando abrieron el bufete. Þóra hizo acopio de valor y salió del despacho.

– Bueno, me voy -dijo al pasar por delante del mostrador de recepción. Pensó en la idea de subir el mostrador para que aquella joven tan poco atractiva quedara un poco más oculta, pero enseguida se avergonzó de semejante pensamiento y una falsa sonrisa brotó en sus labios-. ¡Hasta mañana!

Bella levantó sus espesas cejas y miró de reojo a Þóra. Para completar el gesto de desagrado, torció la boca.

– Ah. Estás aquí.

– ¿Ah? ¿Qué quieres decir con «ah»? -preguntó Þóra extrañada-. ¿Y dónde iba a estar, si no? Me viste entrar después del almuerzo, y no me has visto salir. No tengo costumbre de escaparme saltando por la ventana.

– No, por desgracia -se oyó rezongar a Bella, aunque no pudo estar segura de que fuera eso lo que había oído, porque lo que dijo la joven en voz alta fue-: Tu ex marido llamó por no sé qué y le dije que no estabas. No quiso dejar ningún recado.

Þóra se sintió agradecida por aquel detalle, pues las llamadas telefónicas de Hannes no le solían reportar demasiadas alegrías. No le apetecía lo más mínimo que Bella tuviera oportunidad de divertirse con todo lo negativo de su vida. Decidió dejar las cosas como estaban, resuelta a no buscar pelea con aquel monstruo. Así que se limitó a enviarle otra sonrisa y descolgó su chaquetón del perchero. Cuando estaba a punto de salir abriendo la puerta… más aún, cuando tenía ya la mano derecha sobre el pomo, la chica carraspeó indicándole que había algo más.

– Bueno, también llamó Lýsing. No has cumplido los plazos de pago de la caravana.

Þóra ni siquiera la miró. Salió tranquilamente al pasillo y cerró la puerta. En aquel momento, habría aceptado sin dudarlo el masaje al que la había invitado Jónas, sin importarle qué piedras pudieran emplearse.

* * *

Birna miró a su alrededor y respiró hondo. Observó a través de los jirones de neblina que flotaban sobre el mar y vio una pareja de gaviotas que descendían en picado compitiendo por la comida. Ninguna de las dos aves consiguió vencer y volvieron a elevarse con gran griterío y batir de alas. Desaparecieron en la espesa capa de niebla que flotaba sobre la orilla. Había bajado la marea y un fondo de algas húmedas se extendía por toda la playa de guijarros. Era un lugar poco corriente, no se veía arena en ningún sitio, sólo montones de cantos rodados de todas las formas y tamaños. El entorno de la playa también era peculiar: una pequeña ensenada rodeada de altos farallones de columnas basálticas, diseñados sin duda por alguna fuerza poderosísima para servir de residencia colectiva a las aves. Cada cornisa estaba aprovechada, y de ella surgía un alboroto de gaviotas. Birna se dirigió hacia un extremo en la parte interior de la playa, donde los acantilados formaban una ensenada más pequeña que la que ella iba bordeando. El mar entraba allí a través de un arco de piedra que se abría al mar abierto y la cala estaba completamente rodeada de rocas. Solamente se podían ver los altos acantilados de piedra, pero el graznido de los pájaros que habitaban en ellos resonaba en la playa entera.

Birna se detuvo. La niebla se había ido espesando rápidamente y sólo veía a escasos metros de distancia. Volvió a respirar hondo, ahora por la nariz, y disfrutó del peculiar aroma de la playa. Le habría gustado mucho quedarse a dormir allí al aire libre, envuelta por la niebla. No le apetecía nada volver al hotel. Pero no tendría por qué ser así. El edificio le gustaba, y cada vez que lo miraba sentía un orgullo infantil, sobre todo durante la época de su construcción, cuando apenas tenía forma. Incluso le gustaba el agujero que habían excavado cuando empezaron a echar los cimientos. El terreno en el que iba a edificarse el hotel le había llamado la atención de alguna forma desde la primera vez que había ido a ver la parcela. Estaba ante el mar abierto, al sur de Snæfellsnes, y en sí mismo no parecía diferente a las otras fincas de la comarca. Desde luego estaba bastante más apartado, pues la granja no se veía hasta que uno se aproximaba. El antiguo edificio estaba construido en un terreno cubierto de hierba oculto en medio de un desolado páramo que llegaba casi hasta el mar. El imponente entorno la había inspirado. Igual que la antigua casa. Tenía que diseñar un edificio desproporcionadamente grande que estaría conectado a ella, sin empequeñecerla ni asfixiarla. Le había causado muchos quebraderos de cabeza: la sencillez era frecuentemente la virtud más difícil, al contrario que la exuberancia. Pan comido.

Las ideas que surgieron a medida que avanzaba el proyecto resultaron una novedad para ella. Aunque le gustaba su profesión, otras casas que había diseñado no habían despertado las mismas sensaciones. En realidad, sabía perfectamente a qué se debía. El hotel era, con mucho, su obra más perfecta. Ya desde que había empezado a dibujar los primeros bocetos en su estudio de Reikiavik, se había dado cuenta de que estaba en el camino correcto. Aquel edificio era mucho mejor que los que había diseñado antes. Comprendió que ahora, por fin, empezaría a ser alguien. Sería cotizada.

Muchas veces había tratado de comprender por qué aquel proyecto se había apoderado de ella tan rápidamente y cuál había sido el motivo que la había llevado a una conclusión tan extraordinaria. Tal vez porque estaba increíblemente bien conservado, pese a que nadie había vivido allí durante cincuenta años. Para ella, estaba claro que alguien se había estado ocupando de la casa todos aquellos años, quizá con idea de utilizarla como residencia de verano o como refugio de la vida urbana, sin llegar nunca a conseguirlo. Dentro del edificio no había nada que indicase que el presente hubiera chocado con el pasado. Una espesa capa de polvo se había depositado por encima de todo, algunas ratoneras esparcidas por todos lados indicaban, sin embargo, que alguien se había preocupado de que el mobiliario no sufriera un daño innecesario. Cuando Birna entró por primera vez, sintió un cierto estremecimiento al ver los diminutos esqueletos que había en algunas de las trampas, pero por lo demás la casa le causó buena impresión, por dentro y también por fuera.

Miró la hora. ¿Qué pasaba con ese hombre? ¿Se había entretenido en aquella estúpida sesión de espiritismo? El mensaje era bien claro. Buscó su teléfono y revisó los mensajes. Sí, no había error. Nos vemos a las nueve en la cueva. Vaya estupidez. Antes de volver a guardar el móvil en el bolsillo, comprobó que no había cobertura en aquella ensenada. Para ella, aquello era lo más fastidioso de la zona. Nunca estaba segura de que hubiera cobertura.

Decidió volver a la cueva. Podía ser que él estuviera ya allí. Aunque la cueva estaba en lo más alto de la playa, la bruma se había hecho tan espesa que podría llevar un rato allí esperando sin que ella se hubiera dado cuenta. Además, el ruido de los pájaros no permitía oír nada más, de forma que ni siquiera habría podido oírle llegar. Se puso en marcha teniendo mucho cuidado de mirar dónde pisaba, porque era muy fácil dar un traspié en el pedregal. A su paso, los guijarros chasqueaban cuando su peso los hacía rodar. Ojalá hubiera cambiado finalmente de opinión y se hubiera dejado convencer por sus razonamientos. Pero había tenido que gastar mucha pólvora en el asunto. En realidad, lo dudaba, tan empecinado estaba en aquello. De todos modos, esperaba que hubiera adoptado la decisión correcta, aunque también sabía que, de ser así, el cambio de opinión habría sido gracias a ella. Había cedido y se había acostado con él. Al menos sacaría algo de aquello, porque no había experimentado placer alguno. Era importante tener varios proyectos en marcha al mismo tiempo, la competencia era dura. Aunque en cierto modo ya tenía asegurado el éxito allí, no era cosa de limitarse a aquello con exclusividad. Se estaba exigiendo demasiado. ¿Pero qué importancia tienen unas relaciones sexuales en el contexto de la victoria entre sus colegas? Todos hablarían de ella. Birna sonrió para sus adentros sólo de pensarlo.

Un griterío desacostumbrado en la roca de los pájaros la arrancó violentamente de sus ensoñaciones. Parecía como si todos los pájaros de la tierra se hubieran puesto de acuerdo en alzar la voz. Quizá querían recordar su existencia al mundo que se ocultaba detrás de la niebla. Birna suspiró. Había empezado a hacer frío y se envolvió en el abrigo. ¿Qué clase de verano era aquél? Al llegar a la cueva, no vio a nadie. Llamó en voz alta por si estuviera allí aunque no pudiera verlo, pero nadie respondió. Diez minutos. Le daría diez minutos y luego se iría. Menudo rollo. La ira enrojeció sus mejillas y con ello sintió algo de calor. ¿Cómo tenía la desfachatez de hacerla esperar de aquel modo? No era lo mismo que llegar tarde a una cita en algún café de Reikiavik. Allí podía dedicarse a leer periódicos para pasar el rato, pero aquí no había nada que hacer. Y aunque el lugar fuera tan extraordinariamente hermoso, como otros sitios de Snaefellsnes, en aquel momento no se veía nada por culpa de la niebla.

Cinco minutos. Le daría solamente cinco minutos. Aún tenía que regresar y le habían entrado unas ganas terribles de hacer pis. Un pensamiento extraño se deslizó por su mente. No tenía relación con su presencia en la playa o con el enfado por hacerla esperar allí sola en medio de aquella niebla asquerosamente fría. De pronto, se sintió triste por no conocer mejor la geografía de la comarca y de otros lugares de Snaefellsnes. ¿Cómo se formó, por ejemplo, el Kirkjufell, una montaña por la que siempre se había sentido atraída? Estaba aislada justo delante del mar al norte de la península, y aún recordaba suficiente geografía para saber que no se trataba de un volcán. Por eso, echaba en falta haber prestado más atención a la asignatura en sus años de instituto. Cuando volviera a casa lo consultaría. Como decidió hacer, en realidad, la primera vez que vio la montaña, aunque después se olvidara de ello.

De nuevo, los chillidos de los pájaros estallaron en las paredes del acantilado en el que Birna estaba apoyada. Sufrió un sobresalto y se alejó dos pasos de la pared. Tuvo una sensación de náusea y se estremeció. No era la primera vez. Era algo relacionado con aquel lugar. No solamente con lo que estaba a la vista, y con aquellos personajes insoportables que trabajaban en el hotel y se creían auxiliares espirituales de los huéspedes. Por no hablar de estos últimos. Eran otro montón de chiflados. Aunque algo menos malos. No, había algo más. Algo que había ido creciendo poco a poco, calladamente, que había empezado la primera vez que vio aquel lugar, con el escalofrío que le produjo la imagen de los esqueletos de los ratones, y que había acabado por convertirse en una permanente sensación de náusea, sensación que le provocaba una ira difícil de dominar. No era aquel estúpido cuento de fantasmas lo que ejercía su influencia sobre ella. Estaba segura de que los empleados del hotel se lo habían inventado, movidos por algún extraño impulso que iba más allá de su capacidad de comprensión. Volvió a estremecerse, aunque ahora, más que nada, para volver en sí. ¿Qué estúpido juego melodramático era aquél? Ella, que era conocida entre sus amigos por su apego a lo terrenal, que en ocasiones llegaba al aburrimiento. Aquí había un trabajo que hacer. Jónas quería más. Había mucho potencial en un hotel para chiflados, pero no había sido aquello lo que había sorprendido a Birna, sino todo el dinero que parecían tener todos aquellos desequilibrados. El alojamiento no era precisamente barato en el establecimiento de Jónas, por no hablar de la guía espiritual que proporcionaban sus empleados.

Birna intentó sonreír al recordar, de pronto, cómo se había comportado Eiríkur, el especialista del hotel en la lectura de auras, cuando ella había llegado hacía una semana. La había aferrado con fuerza por el brazo y le había susurrado que tenía el aura negra. Debía tener cuidado. La muerte le seguía los pasos. Frunció el ceño ante aquel recuerdo, pero también ante el desagradable aliento del hombre y su mal olor.

Habían pasado los cinco minutos. Se las pagaría. Habría podido estar trabajando, tenía mucho que hacer y el plazo para terminar el proyecto no era eterno. Si no le hubiera llegado aquel mensaje, habría seguido enfrascada en los planos del terreno para la construcción del nuevo edificio, y quién sabe si no habría llegado ya a la solución. Tenía que edificarse separado de la casa principal, a cierta distancia de ella. Por algún motivo, aún no había conseguido determinar la localización exacta. Había algo en el lugar donde debería hacer el edificio, algo que se le escapaba. Pero no se trataba en absoluto de una cuestión de buena o mala elección, sino algo que le molestaba en aquella parcela, algo que no encajaba, pero que no lograba comprender. A lo mejor no era más que una tontería, estaba ya más que harta de todos los plazos que tuvo que ir cumpliendo a lo largo del año y medio anterior. Jónas quería un arquitecto que dedicara toda su vida al trabajo (aparte de tener el horóscopo adecuado), y sin discutir, ella había aceptado vivir en el lugar. Había preguntado a algunos empleados del hotel si habían notado algo extraño en aquella parte de la propiedad, pero no le habían dicho nada especialmente útil. La mayoría habían contestado a su pregunta con otra más clara: ¿Por qué no eliges otro sitio si éste no te acaba de gustar? Aquí hay terreno de sobra. Pero esa gente no la comprendía. Eso sí, sabían perfectamente todo lo relativo a la situación de las estrellas y los planetas. Por su parte, Birna era una experta en la ubicación de los edificios. Aquél era el solar, no se podía hablar de ningún otro.

Los pájaros incrementaron su griterío, pero Birna estaba demasiado concentrada en sus pensamientos para darse cuenta. Fue moviéndose lentamente entre las piedras en dirección a la parte superior de la playa. De pronto, se detuvo a escuchar. Se oían crujidos en las piedras de la playa detrás de ella. Se dispuso a darse la vuelta, contenta de poder liberarse por fin de la irritación que había ido acumulándose en su interior desde que había empezado la espera. Maldita sea. Ya había llegado. Birna no consiguió darse la vuelta por completo. A pesar del ruido de los pájaros que llegaba desde las rocas, oyó claramente el silbido del objeto que atravesaba el tranquilo aire del mar en dirección a su cabeza, y vio la roca gris en el mismo instante en que impactaba violentamente en su frente. No vio nada más en esta vida. Pero sintió algunas cosas. De una forma vaga e irreal notó cómo era arrastrada por la áspera tierra. Sintió la carne de gallina que la fría niebla causó en su carne desnuda cuando le arrancaron las ropas y percibió en la boca el sabor metálico de la sangre, y la tristeza que lo acompañó. Le quitaron los calcetines y notó un terrible dolor punzante en las plantas de los pies. ¿Qué estaba pasando? Todo sucedía como en un sueño, intangible. Una voz que conocía bien llegó hasta sus oídos, pero aquello no podía tener nada que ver con lo que estaba pasando, no podía ser. Birna intentó decir algo pero no consiguió articular una sola palabra. Un sorprendente suspiro brotó de su cuello, pero ella no había suspirado. Qué extraño era todo.

Antes de sumergirse en la negrura, por su mente cruzó la idea de que nunca podría leer nada sobre el origen de Kirkjufell. Aunque resultara chocante, aquello le pareció lo peor de todo.

La misma pareja de gaviotas que Birna había visto arrojarse hacia el mar en busca de alimento, estaba esperando en la playa, vigilando lo que sucedía entre la bruma. Esperaban pacientes a que acabara la agresión. La playa y el mar cuidaban de los suyos. Aquí nadie debe pasar hambre.