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Era imposible que hubiese recibido algo el primer día, pero Rex fue a mirar de todos modos. Lo hizo a pie y sin paraguas, aunque estaba lloviznando. Aquél era un paseo conmemorativo, y una cosa así tenía que hacerse por medios propios, sin protegerse del cielo.
Vivía en un edificio situado al final de Buitenveldert, al otro lado del canal que cuando él nació constituía el límite de Amsterdam. Caminó por una ancha avenida en la que reinaba un silencio con el que los urbanistas seguramente no habían contado, y pasó por el lugar donde de pequeño había visto una competición de globos. Posteriormente, en aquel mismo lugar, habían edificado el colegio donde había hecho sus exámenes finales hacía más de veinte años.
Atravesó el puente y llegó a un barrio tranquilo y limpio, con bloques de pisos caros y calles en las que todos los coches estaban parados. En una de esas calles había una estafeta que disponía de una entrada independiente para los apartados de correos.
Rex abrió su buzón, y aunque quedaba a la altura de los ojos, metió el brazo hasta el fondo.
No había nada, y emprendió el camino de regreso. Era un paseo agradable. En total no suponía más de media hora, y decidió que los días sucesivos también iría andando.
En su despacho, de vez en cuando se levantaba para mirar por la ventana. En una ocasión vio algo que le hizo frotarse los ojos. Justo debajo de la ventana, sobre el mugriento capó de un coche familiar de color amarillo que hacía tiempo que no veía el agua, había escrito: «Rex, me gustas mucho. Sandra.»
«¡Dios! -pensó Rex-, la primera noticia viene de ella.»
Era un vehículo que llamaba la atención, pero nunca lo había visto. Se asomó por la ventana para ver la matrícula: era holandesa.
No sintió escalofríos, por más que lo hubiese deseado. Ocho años habían bastado para acostumbrarse a ese tipo de cosas. En una ocasión, viajando por la región en la que Saskia había desaparecido, vio, a lo largo de la carretera, muchas paredes pintadas de blanco con un gran signo de interrogación de color rojo en el centro. No había nada más, salvo unos números, siempre los mismos: 29.07.75, separados con puntitos, como si alguien hubiese querido que se leyeran como una fecha. La del día siguiente a su desaparición… Pero era el teléfono de la agencia que alquilaba las vallas publicitarias.
También había visto una vez un ratoncito con las patas apoyadas contra el cristal del escaparate de una tienda de animales; lo miraba tan fijamente y con tal intensidad que Rex había tenido la dolorosa certeza de que era Saskia quien lo miraba detrás de aquellos ojos.
SÍ uno estaba predispuesto a verlos, aquellos mensajes eran el pan de cada día. Los números del cuentakilómetros en la estación de servicio TOTAL, las fechas de nacimiento, de su primer encuentro, de su desaparición, aparecían continuamente en su vida; en el periódico vio el anuncio de la boda de un Rex y una Saskia; soñó vanas veces con el hijo de unos conocidos y más tarde se enteró de que el niño había nacido el mismo día de la desaparición de Saskia.
Pero más aún que todos esos mensajes -exceptuando su sueño sobre el Huevo de Oro-, Rex apreciaba una gran pinza de madera, el último vestigio de la contribución de Saskia al mantenimiento de la casa de Rex, y que él seguía utilizando para la función que ella le había dado: mantener bien cerradas las bolsas de patatas fritas, después de abiertas.
Rex siguió trabajando y, cuando más tarde volvió a mirar el coche, descubrió que se le había pasado por alto una cosa. En el capó también se leía: «TE ESCRIBO ESTO Y SE ESTROPEA EL AMOR.»
«¡Qué frase tan bonita!», pensó. Se le saltaron las lágrimas. ¿Le habría ocurrido a alguien que una carta de amor tan bella estuviese aparcada debajo de su ventana? Una verdad sublime y poética: expresar el amor equivalía a destruirlo. Al margen de Saskia y de la comunicación que quizá ella intentaba hacerle llegar desde su paradero desconocido, Rex se enamoró de forma fulminante de la tal Sandra.
Pero ¿quién era ella? No conocía a nadie con ese nombre. ¿Sería una de esas treintañeras frustradas que, al igual que él, se pasaban todo el santo día solas en su apartamento? A ésas se las imaginaba más echando un polvo rápido con el primero que llamase a su puerta que escribiendo poesía en el capó de un coche.
¿Sería aquella muchacha de unos quince años con la que se había cruzado en la escalera alguna que otra vez y a la que él llamaba «Doña Risitas»? Aquella vez que se la había encontrado por la calle acompañada de una amiga y ella había girado la cabeza en su 'dirección lanzando una risita, le había dejado claro que al menos ella sí había pensado en él.
¿Cómo podía saber ella, fuese quien fuese, que él se llamaba Rex? En su puerta aparecía R. Hofman. ¿Seguro que aquel mensaje era para él? Quizá había sido escrito para un Rex en Utrecht, y aquella furgoneta iba viajando de un lado a otro, sembrando la confusión delante de casas en las que vivía un Rex. Pero tampoco había tantos Rex. Y el mensaje era reciente, no se veían capas de pátina encima.
De repente Rex sintió un deseo intenso y físico hacia aquella Sandra. ¿Por qué no escribía en el capó: «Entonces sube»? Pero ¿y si era realmente aquella jovencita y sus padres lo pillaban? No: ella sabía quién era él, y no al contrario… si quería algo de él, tendría que ser ella quien diese el primer paso.
En cualquier caso, ya nada podía estropearle el día y Rex continuó con el artículo que estaba escribiendo sobre Cantor, el matemático alemán del siglo XIX, para la popular revista científica juvenil en la que colaboraba.
De vez en cuando echaba un vistazo para comprobar que el coche amarillo seguía allí y, como una broma a sí mismo, buscó la página de mujeres de su agenda y anotó el nombre de Sandra bajo el epígrafe de «pos. demasiado joven».
El segundo día tampoco encontró nada en el buzón.
El tercer día había tres cartas. Una de ellas, con caligrafía infantil, estaba firmada por una tal Salda. Era irritante el desprecio de los franceses por la ortografía de los nombres extranjeros. La carta tenía ocho páginas y empezaba con una descripción pornográfica de las experiencias de Sakia en un burdel. Rex no acabó de leerla. La segunda era de un clarividente de Autun, que le vaticinaba que volvería a ver a Saskia en breve. Rex sabía que Autun no quedaba demasiado lejos de la estación de servicios TOTAL y fue a comprobarlo. Ochenta kilómetros. Puso la carta aparte. La tercera era de la revista Photo-Vie, que le ofrecía cinco mil francos por la historia si lograba encontrar a Saskia. Rex les contestó dicíéndoles que les concedería gratis la exclusiva de su regreso si volvían a publicar la historia de su desaparición con fotos.
El coche amarillo seguía en el mismo lugar.
De pronto Rex reparó en que había leído mal el segundo texto. Ponía: «TE ESCRIBO ESTO Y SE ESTROPEA EL COLOR.» Tras estudiarla más detenidamente vio que la letra era distinta de la del mensaje de «REX, ME GUSTAS MUCHO», y que había más suciedad encima de la primera frase, como si hubiese sido escrita con anterioridad. Lo más probable era que los dos textos no fuesen de la misma persona.
De modo que Sandra ya no le gustaba tanto como creía, pero aquello no borraba su declaración de amor.
Alguien del Algemeen Dagblad llamó para hacerle una entrevista telefónica sobre la campaña de anuncios que había hecho en Francia. Rex fue tan minucioso en sus respuestas como le fue posible, pero se negó a decir cuánto dinero había costado.
Lieneke lo llamó para preguntarle si había sido él quien había llamado a su puerta mientras ella estaba en la ducha y se había ido cuando ella salió a abrir. Después de intercambiar algunas frases, Lieneke le propuso adelantar su cita. Después del triste viaje de regreso, sólo se habían vuelto a ver en una ocasión; había sido un encuentro casual en la biblioteca de la universidad pocos días atrás, y habían quedado en encontrarse dos semanas después. La voz de ella sonaba triste, algo que Rex lamentó profundamente. Ella se presentó aquella misma tarde en su casa y mantuvieron una conversación larga y entrañable, casi amorosa. Se quedó a pasar la noche.
El cuarto día, un jueves, el coche amarillo aún seguía allí, en el mismo lugar, debajo de su ventana.
Lieneke había ido a casa de Rex en bicicleta y lo acompañó un trozo del camino hasta la oficina de correos. En el ventoso aparcamiento se cruzaron con la joven candidata a Sandra de la escalera. Rex le dirigió una mirada penetrante y ella se la devolvió sin el menor vestigio de temor ni culpa. Se quedó asombrado de lo hermosa que era. En cualquier caso, no tenía quince años, lo más probable era que él le hubiese echado esa edad años atrás y se le hubiese quedado fijada en la mente.
Ella no delató nada. Rex se sintió incómodo de tener a Lieneke a su lado, ante la posibilidad de que aquella chica fuese Sandra.
Fueron a tomar un café a un bar y Rex compró el Algemeen Dagblad. En la segunda página estaba el artículo. Incluía una reproducción en tamaño muy reducido del anuncio en francés y, a tres columnas, la foto de Saskia. Como tantas otras veces, sintió aquel súbito esclarecimiento en su cerebro: «¡Dios, qué mujer tan hermosa! ¡Saskia! Ya no está.»
Era la foto que había aparecido en todos los periódicos ocho años atrás y que había vuelto a utilizar en aquella ocasión para su anuncio: la foto que le había hecho en una terraza de París la mañana de su desaparición: su última foto. En un perfil de siete octavos, ella miraba a Rex con una sonrisa astuta, como si se estuviese guardando algo en la manga. El pie de foto decía:… dos latas…-
Bajo el titular «LLAMAMIENTO FRANCÉS PARA NOVIA DESAPARECIDA», volvían a relatar la historia de su desaparición, resumida y con errores. También se referían a la cantidad que Rex había pagado por el anuncio. «El precio: la friolera de 80.000 florines. Ha tenido que endeudarse mucho para pagarlo. ¿Y qué espera sacar? "Nada -asegura Hofman-. Es un homenaje."»
Le mostró el artículo a Lieneke. Después de leerlo hizo un gesto de asentimiento y se lo devolvió sin el menor comentario. Rex se sintió de pronto torpe por haber comprado el periódico mientras ella estaba ‹con él.
Se despidieron y Rex fue a su buzón. Esa vez había diecisiete cartas de Francia.
En casa volvió a abrir la agenda por la página de mujeres. Debajo de los dos nombres en la columna de «disponibles» anotó: Lienckc. Bajo el epígrafe de «demasiado joven» tachó a Sandra y en su lugar escribió:
Sandra escalera | 1?
Sandra capó J
En una hoja de papel escribió los nombres de Saskia y Sandra, uno debajo del otro. Tenían el mismo número de letras. La misma inicial. La misma segunda y sexta letra. Si tachaba las letras que coincidían, quedaba: NDR y SKI.
Rex estuvo un rato mirando y escribió: DR. NIKS. Y a continuación: KIND R &S.
Leyó la correspondencia de Francia. Había dos cartas de revistas que ofrecían la misma suma que Photo- Vte, y Rex les envió la misma respuesta.
Muchas personas decían haber visto recientemente a Saskia en algún lugar: sin identificación, aquellos testimonios no tenían ningún valor. Una de las cartas mencionaba la dirección de una farmacia en Avallon en la que Saskia trabajaba supuestamente de ayudante. Aquel lugar estaba apenas a unos diez kilómetros de la estación TOTAL, y Rex escribió a la farmacia para pedir más información y una fotografía de la ayudante.
Algunos clarividentes y detectives privados le ofrecían sus servicios mediante folletos no personalizados. Una mujer de Fontainebleau le contó que tiempo atrás un hombre la había estado persiguiendo todo un día en un coche, diciéndole: «Gatita, ven aquí.»
También había una carta del conductor del camión de Amaddei Fréres, a quien Rex había conocido durante la reconstrucción policial de los hechos. El hombre le contaba que las cosas le iban bien, se interesaba por su salud y le deseaba éxito en sus pesquisas.
Rex sacó una vez más la foto de aquel camión: su Polaroid. La reconstrucción oficial había señalado que efectivamente cabía la posibilidad de que Rex hubiese hecho la foto en el momento en que Saskia salía fuera con las latas. La puerta de la tienda de la estación de servicio no aparecía en la imagen: quedaba tapada justamente por la cabina del camión.
De pronto le vino a la mente el recuerdo humillante de un programa de radio juvenil en el que hablaban de una nueva sustancia: si rocías unas gotas sobre una foto, puedes ver lo que sucedió un segundo más tarde. Las primeras cien peticiones recibirían una botella gratis. Rex tenía nueve años a la sazón y había ido corriendo a echar la carta a correos. A los pocos días recibió otra carta en la que le decían que había sido una broma por el día de los Inocentes; a los responsables del programa les gustaría mucho que se hiciese miembro del club juvenil de la emisora. Y por milésima vez Rex contempló la otra foto que había salido a la luz durante la investigación: dos niños con las viseras de Ricard, y su propia imagen un poco borrosa, mientras se inclinaba sobre la boca del depósito de gasolina de su coche.
Hizo a un lado las fotos y se quedó mirando las letras NDR y SKI en la libreta. También podía formarse la palabra inglesa DRINKS, bebidas.
De repente sintió que lo asaltaba un pensamiento desagradable y fue hasta la ventana. En efecto, el coche amarillo se había ido.
Rex cogió precipitadamente la chaqueta y se pasó media hora buscando el coche por los aparcamientos de los edificios de los alrededores, pero no estaba. Sin parar de lanzarse reproches, cayó en la cuenta de que no había anotado el número de la matrícula: un descuido incomprensible e irreparable.
Aquel descubrimiento le causó una profunda desazón, y supo que ya no podría trabajar más. Cantor tendría que esperar. Pensó en llamar a Lieneke, pero no quería abusar de ella tan poco tiempo después de haberse visto. No le apetecía estar con ninguna de las otras dos mujeres de la lista de «disponibles».
Entrada la noche llamó a una de ellas.
A la mañana siguiente, en cuanto volvió a quedarse solo, Rex le escribió una carta a Lieneke. En ella daba rienda suelta a su melancolía, sin proponerle nada en concreto.
Después de haber echado la carta al buzón y mientras se dirigía a la pequeña entrada para recoger su correspondencia, un hombre se le acercó con la mano medio extendida mientras lo miraba fijamente a los ojos. Era un señor de unos cincuenta años, alto, esbelto y bien conservado, de porte afable y a la vez imponente. Tenía el cabello rubio y cano, y llevaba una gabardina de color beige sin la menor arruga: era el prototipo del candidato estadounidense a la presidencia en plena campaña electoral.
El corazón de Rex empezó a latir con fuerza, como cuando veía una ejecución en una película.
Y entonces lo reconoció.
Era el hombre del cabestrillo.
– ¿Es usted Rex Hofman? -le dijo.
– Sí -respondió Rex.
– ¿Habla francés?
– Sí.
– Raymond Lemorne -se presentó-. He leído su anuncio. -Le alargó la mano y Rex se la estrechó con el respeto que aquel hombre le merecía por el hecho de tomar parte en su aventura: el contacto le produjo una descarga eléctrica en el brazo. Ocho años atrás apenas lo había visto algunos segundos, y, si la punta del cabestrillo no hubiese aparecido en un extremo de la otra foto como una blanca nariz fisgona, Rex habría borrado aquel rostro de su memoria por completo.
Naturalmente, aquel brazo ya había sanado. ¿Por qué habría ido a verlo aquel hombre? ¿Por qué no se había comunicado con él por carta como los demás?
– ¿Sabe usted algo de ella?
– Sí.
Ella también había oído esa voz. La sentía cerca. Era como si aquel hombre fuera a llevarlo a un restaurante donde Saskia los estaba esperando. Ella iría vestida de negro, como expresando su pesar por su irreparable ausencia, y se la vería algo más vieja: una dama de treinta y tres años, aunque en el fondo sería la misma chica sexy y alocada. Se mostraría alegre y simpática, contenta de volver a verlo, y le regalaría una botella de alguna bebida exótica, apenas bebible, por supuesto, pero elegida con mucho esmero por su bella etiqueta…
– Quiero hablar con usted en mi coche -dijo el hombre.
– ¿Está muerta? -Rex se oyó a sí mismo decir mort en vez de morte, era como si la gramática se hubiese vuelto irreverente.
Lemorne le hizo un gesto con la mano y se dirigió a un coche con matrícula francesa que estaba aparcado delante de la oficina de correos. Abrió la puerta para que Rex entrara, dio un rodeo y subió él también.
– ¿Está muerta?
– Sí.
– Sí -repitió Rex.
El hombre apoyó los brazos sobre el volante y miró hacia delante con aire teatral, una mirada que parecía haber ensayado delante del espejo, de la misma forma que todo cuanto decía parecía habérselo aprendido de memoria. El temor que en los últimos años se había vuelto más apremiante se desvaneció: el temor de que el asesino también hubiese muerto y que el enigma quedase para siempre sin respuesta.
Desde muy lejos, tan lejos como los camiones de basura que tenían delante de las narices y a los que dos jóvenes iban lanzando bolsas que describían arcos lentos y gráciles, se le ocurrió la idea de que tenía que partirle la cara a aquel hombre. Pero aquel pensamiento era absurdo. Era un emisario de Saskia, la autoridad de mayor rango de cuantas había tratado hasta entonces.
Lemorne arrancó el vehículo y se puso en marcha sin decir nada.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Rex-. Tengo que recoger unas cartas.
– Quiero hablar con usted en algún lugar tranquilo. Lo volveré a traer más tarde, si usted quiere.
Conducía como un rey, armoniosamente, sin rallar con el cambio de marchas, tomando las curvas con extrema destreza. Rex se sentía apabullado por su presencia. Pasaron por delante de su bloque de apartamentos y entraron en un aparcamiento que había junto a un canal, enfrente de unas pistas de tenis sin redes.
Lemorne bajó un poco la ventanilla, metió la mano en el bolsillo de la gabardina y sacó un manojo de llaves. Rex las reconoció: eran sus viejas llaves con f la tira de piel deshilachada.
«Todo va demasiado rápido -pensó Rex-. Necesitaría parar un momento.»
– No puedo dárselas -dijo Lemorne-. Debe entenderlo. -Volvió a guardarlas en el bolsillo.
– ¿Qué le sucedió?
– He venido hasta aquí para contárselo. Pero sólo hay una forma posible de hacerlo. Que usted pase por lo mismo que ella.
Alguien que sostenía una especie de escoba hecha de ramas largas y retorcidas como manos mendicantes, barría las hojas caídas en la pista de tenis.
– Entonces voy a morir.
– Sí.
– Está usted loco.
– Eso no es relevante -contestó Lemorne.
Permanecieron un rato en silencio. Abruptamente, como si hubiese consultado en un libro cuánto tiempo necesita una persona para asimilar una noticia semejante, Lemorne continuó:
– No puedo ofrecerle ninguna otra alternativa. Deseo que mi vida siga como hasta ahora. Usted podría marcharse y anotar el número de la matrícula; además le he dicho mi verdadero nombre. Le aseguro que no hay ninguna prueba en mí contra, nadie podrá encontrar nada y yo jamás confesaré. El riesgo que corro es de otra índole. Usted podría matarme. Reconozco su derecho a hacerlo. Pero su anuncio me convenció de que lo que usted desea por encima de todo es saber qué sucedió. Por eso he decidido darle esta oportunidad. Cualquier infracción de mis deseos significará el fin de mi ofrecimiento. Ahora voy a regresar a Francia, con o sin usted. Es su última oportunidad. Le doy cinco minutos para decidirse.
– Lo acompaño -dijo Rex.
– ¿Lleva consigo el pasaporte?
– Sí.
– Bien. -Se abrochó el tinturan de seguridad y se puso en marcha.
Sofocado, Rex se recostó sobre el cómodo asiento.
Impasible, con los brazos extendidos como la estatua de un cochero e igualmente silencioso, Lemorne condujo hacia el sur. El coche se adhería perfectamente a la carretera; el velocímetro, que se había detenido en ciento cuarenta, era la única señal de que se movían.
Anocheció.
Y ahí estaba él, aquel hombre en quien había pensado durante tantos años sin saber qué aspecto tendría; de vez en cuando, Lemorne cogía una galleta de chocolate de una caja que había encima de la guantera y se la comía meticulosamente; los labios y la nariz eran las únicas partes de su rostro que se movían.
Rex fumaba. Había hecho demasiadas veces aquel trayecto para no reconocer el camino, pero junto a un viaducto a las afueras de Roubaix le asaltó un recuerdo inesperado que había estado aguardando a ese viaje. En ese punto habían estado jugando a decir nombres de animales que empezaran por la letra C, y ella había insistido mucho, quizá hasta el primer en-'fado del día, que «clarín» existía. «¡Hay quien lo come en Navidad! ¡Es parecido al pavo!»
Lemorne le había dicho que tenía cinco minutos para decidirse, pero aquello era a todas luces absurdo. Tenía horas por delante. Podía pararse en cualquier estación de servicio, junto a la frontera, en uno de los peajes de la autopista. Todavía estaba a tiempo. ¿Estaría Lemorne echándose un farol? Tenía las llaves. ¿Demostrarían algo, si se las quitaba? Quizá que había hecho algo, pero no qué. ¿Conseguiría una sencilla investigación descubrir lo que había hecho con Saskia? Quizá no… y si Lemorne callaba, él habría malgastado su oportunidad de saber lo que ocurrió.
Necesitaba pensar.
El tiempo apremiaba, ya habían pasado París. Pero era como si no pudiese reunir el valor para reflexionar sobre todo aquello. Sólo importaba una cosa: saber lo que le había sucedido a Saskia. Satisfacer aquel deseo implicaba la destrucción del sujeto que buscaba esa satisfacción…, pero resultaba hermoso. Sandra lo había preparado para ello: «Te escribo esto y se estropea el amor.»
De vez en cuando comía algo de la caja que Lemorne había dejado a su lado. Había cuatro bocadillos envueltos en papel celofán: dos de lomo y otros dos de queso -todos con una hoja de lechuga en medio-, dos porciones de queso cremoso, un sobre de mostaza y dos cartones de refrescos, pajitas, una mandarina, una manzana golden, una tableta de chocolate y servilletas de papel. ¿Qué tipo de mente enferma era capaz de preparar una comida como aquélla para semejante viaje? ¿Y cómo de enferma tenía que estar su propia mente para sentir que lo invadía una ligera pero innegable irritación por el hecho de que Lemorne tuviese galletas de chocolate y él no?
Rex recordó un artículo sobre caídas que había escrito para su revista, en el que aparecían testimonios de personas que habían sobrevivido a la caída de un avión. Ninguno de ellos había sentido miedo. Habían experimentado resignación, curiosidad y, sobre todo, lucidez.
Así se sentía él también: deslumbrantemente lúcido. Lo embargó un sentimiento de paz y de plenitud que reconoció de años atrás, del tiempo en que escribía poesía. En muy contadas ocasiones había tenido la impresión de que las cuestiones de sentido, o de éxito, o incluso de estética o elocuencia, habían desaparecido, y que lo único que quedaba era la apasionante certidumbre de estar copiando algo: de que por fin estaba haciendo una cosa que exigía algo muy elevado de sí mismo, y que tenía que asumir la gran responsabilidad de llevarlo hacia delante, paso a paso.
La autopista empezó a cobrar la forma que tenía en el misterio de Saskia.
Allí estaba el letrero: «TOTAL, 900 metros»; y en lo alto de la pendiente, el blanco y las luces de la estación de servicio. Rex no había regresado allí desde la 'reconstrucción de los hechos. Había pasado de largo alguna vez, pero había mirado hacia delante.
Lemorne redujo la velocidad y rodeó por detrás de la tienda de la gasolinera hasta llegar al gran aparcamiento de la zona ajardinada. Detuvo el coche al final. No había nadie. Bajaron y Lemorne cogió del asienta de atrás un termo con dibujos florales.
Rex se percató de que durante todo aquel tiempo había estado seguro de que podría arreglárselas. Pero ¿cómo? Lo asaltó el miedo. Todo le resultaba conocido. Aspiró el fresco aire nocturno y, olvidándose por unos instantes de Lemorne, caminó por el césped. El pequeño montículo sin arroyo cantarín seguía en el mismo sitio. Fue hasta allí y dirigió la vista hacia la tienda y los surtidores. La vía láctea de desperdicios se extendía exactamente igual que aquella noche; era como si un año tras otro alguien se ocupase de que hubiese la misma cantidad de basura.
Se dio la vuelta. Lemorne estaba al pie del montículo, con el termo en una mano y un vaso de plástico en la otra, que le ofreció a Rex.
– Beba -dijo.
Un miedo simple y descomunal se desató en su estómago. Estaba desconcertado: probablemente iba a torturarlo. ¿Cuántos segundos le quedaban aún para calcular la posibilidad de obligar a Lemorne a que le confesara su secreto de alguna otra forma?
– ¿Qué es?
– Un somnífero. Tarda un cuarto de hora en hacer efecto. En ese rato se lo contaré todo. Beba. Beba -insistió Lemorne.
Tenía un miedo terrible… de que Lemorne pudiese marcharse. Rex miró hacia el vaso. Se lo llevaría a los labios, pero ahora aún lo tenía en la mano. Era extraño ese «ahora»; por mucho que se esforzase en pensar en el «ahora», éste siempre pasaba de largo. Era como entonces, como cuando veía a Saskia marcharse con su bicicleta el lunes por la mañana después de haber pasado el fin de semana en su casa. Lo saludaba, se montaba en la bici, volvía a saludar y empezaba a pedalear por la calle. Entonces, él apretaba la mejilla contra el marco de la ventana y pensaba: «Ahora todavía la veo. Y ahora también. Y ahora», pero, por mucho que se esforzara en pensar, aquello no la detenía y, mientras él estaba ocupado en su último «ahora», ella había desaparecido.
Bebió. Era café solo con azúcar, caliente y amargo.
Devolvió el vaso a Lemorne. Éste miró el interior y le contó todo lo que había sucedido desde el momento en que Saskia le había pedido cambio hasta el momento en que se fue con ella de la estación de servicio TOTAL. Rex reconoció en el relato a Saskia. Lemorne hablaba pausadamente, sin trabarse en ninguna palabra, un relato sobrio, sin regodeos: así había actuado él y así había actuado ella; y aquél era el resultado.
La historia se había acabado; el somnífero de Lemorne aún no había hecho efecto. Rex se quedó como pensativo, se dio la vuelta y contó los postes de la valla. En el octavo se puso en cuclillas y apartó el guijarro que había en el hormigón. En la luz mortecina de los surtidores y de la autopista atisbo el doble brillo opaco de las dos monedas.
Volvió a poner el guijarro en su sitio.
Fue a sentarse nuevamente en el montículo y, mientras contemplaba las letras ennegrecidas de TOTAL que había sobre la marquesina, esperó la llegada del sueño.
Lemorne esperó también, como una persona civilizada espera el autobús.
Rex soñó que estaba en un restaurante. Sentada frente a él se hallaba Saskia. No la reconocía, pero sabía que era ella. Era un restaurante en tonos grisáceos y la luz era escasa. Ella no había pedido nada. A él le sirvieron un plato lleno de pelotas de tenis. Abrió la primera y de ella salió un pato, que extendió las alas y alzó el vuelo.
Rex se despertó.
Abrió los ojos, pero fue como si no los hubiese abierto: sólo vio negrura.
Sentía que estaba solo. Le faltaba la respiración: así que era eso. Eso era lo que le había sucedido a Saskia. ¿Dónde estaba?
Yacía en la oscuridad, sin nada a lo que su miedo pudiese aferrarse. Quiso incorporarse, pero se golpeó la frente y cayó de nuevo hacia atrás. Fue a parar sobre algo blando y tanteó con las manos alrededor de su cuerpo: estaba encima de un colchón. Un colchón individual; notaba los bordes a los lados.
No se oía el menor ruido. El aire estaba cargado y frío.
A la izquierda del colchón había una pared. Intentó palparse la cabeza en el punto donde se había golpeado, pero sus nudillos toparon con algo que había justo encima de él. Tanteó con la mano: no se había golpeado con ninguna viga, era una especie de cubierta de madera, apenas a dos palmos de la cara.
Entonces lo supo. Pero era demasiado terrible para saberlo.
Con extrema cautela, para postergar un poco la certidumbre, tocó a su derecha; había una pared de madera, y otra detrás de la cabeza y otra a sus pies. Golpeó con los puños hacia arriba y a ambos lados, y gritó, pero no oyó nada, era como si la negrura engullese el ruido.
Dios mío.
Estaba en un ataúd, enterrado vivo.
¡Y pensar que le habían hecho eso a Saskia… que había estado en aquella situación, implorándole que fuese a salvarla, sabiendo perfectamente que eso era imposible…!
¡Qué terrible soledad!
«Manten la calma -pensó, y un pánico desmedido se propagó por sus venas más rápido que la sangre-. Manten la calma, haz algo para sosegarte.» Pero el mero hecho de pensar que calma sería precisamente lo que tendría si permanecía encerrado allí, lo volvía loco de miedo. Las paredes lo aprisionaban, no había esperanza.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Un mes? «Supongamos que no puedo morirme», pensó Rex y estalló en sollozos.
Más tarde se dio cuenta de que su miedo luchaba contra él, y de que se había metido en su cuerpo para eso.
«Manten la calma -pensó-. Llevo aquí un cuarto de hora. Me llamo Rex Hofman.» Cuando pensó en lo ridículo que era tener un nombre en un lugar como aquél, se echó a reír.