173930.fb2 La b?squeda de Carlomagno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

La b?squeda de Carlomagno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

SEGUNDA PARTE

DIECISÉIS

White Oak, Virginia 17.15 horas

Charlie Smith consultó las diminutas agujas fluorescentes de su reloj de Indiana Jones de coleccionista y acto seguido miró por el parabrisas del Hyundai aparcado. Qué ganas tenía de que llegase la primavera y cambiara el tiempo. Le tenía cierta alergia psicológica al invierno; había comenzado cuando era adolescente, y empeorado cuando vivió en Europa. Había visto un reportaje sobre la enfermedad en el programa de televisión «Inside Edition». Noches largas, poco sol y temperaturas bajas. No podía ser más deprimente.

La entrada principal del hospital aguardaba a treinta metros; el rectángulo de estuco gris tenía tres plantas. En el asiento del acompañante descansaba abierto el expediente, listo para ser consultado, pero su atención volvió a centrarse en el iPhone, en el episodio de «Star Trek» que se había descargado. El capitán Kirk y un alienígena con pinta de lagarto luchaban en un asteroide deshabitado. Había visto tantas veces cada uno de los setenta y nueve episodios originales que por regla general se sabía los diálogos. Y hablando de titis, Uhura estaba cañón. Vio que el lagarto alienígena acorralaba a Kirk, pero apartó la vista de la pantalla justo cuando dos personas abrieron las puertas y se dirigieron hacia un Ford híbrido color café.

Comparó la matrícula con la que figuraba en el expediente: el vehículo pertenecía a la hija y a su marido.

Otro hombre salió del hospital -treinta y tantos, cabello rojizo- y fue hacia un todoterreno Toyota color zinc.

Comprobó la matrícula: el hijo.

Tras él iba una señora mayor: la esposa. Su rostro encajaba con el de la fotografía en blanco y negro del expediente. Qué gusto daba estar preparado.

Kirk echó a correr como un poseso para huir del lagarto, pero Smith sabía que no llegaría muy lejos: se avecinaba el enfrentamiento.

Igual que allí.

La habitación 245 debía de estar ahora vacía.

Smith sabía que el hospital era regional, los dos quirófanos se utilizaban las veinticuatro horas, urgencias recibía ambulancias de al menos otros cuatro condados. Mucha actividad, todo lo cual permitiría a Smith, vestido de celador, moverse a sus anchas.

Salió del coche y entró por la puerta principal.

En admisiones no había nadie. El sabía que el responsable terminaba la jornada a las cinco de la tarde y no volvería hasta las siete de la mañana del día siguiente. Algunas visitas iban hacia el aparcamiento. Las horas de visita finalizaban a las cinco, pero el expediente le había recordado que la mayoría de la gente no se iba hasta casi las seis.

Pasó por delante de los ascensores y continuó caminando por el brillante terrazo hasta llegar al otro extremo de la planta baja y detenerse en la lavandería. Cinco minutos más tarde salía confiado del ascensor de la segunda planta, las suelas de goma de sus Nurse Mates silenciosas en el bruñido embaldosado. Los pasillos que tenía a izquierda y derecha estaban tranquilos, las puertas de las habitaciones ocupadas, cerradas. Justo delante, en el puesto de las enfermeras, había dos mujeres de edad avanzada entretenidas con historias clínicas.

Smith llevaba un montón de sábanas dobladas con esmero. Abajo, en la lavandería, había averiguado que las habitaciones 248 y 250, las más próximas a la 245, necesitaban sábanas limpias.

Las únicas decisiones difíciles que había tenido que tomar ese día fueron qué cargar en su iPhone y qué método emplearía para matar. Por suerte, el ordenador central del hospital le había facilitado el acceso a las historias clínicas de los pacientes. Aunque el traumatismo interno del almirante bastaba para justificar un fallo cardíaco o hepático -sus dos métodos preferidos-, la tensión baja parecía ser la principal preocupación de los médicos. Ya se había prescrito la medicación adecuada para resolver el problema, pero una nota advertía que esperarían a la mañana siguiente antes de administrar la dosis para que el paciente tuviera tiempo de recobrar fuerzas.

Perfecto.

Smith había revisado las leyes de Virginia en materia de autopsias: a menos que la muerte sobreviniera por un acto violento, suicidio, de un modo repentino cuando se gozaba de buena salud, por no ser atendido por un médico o de forma sospechosa o poco habitual, no se practicaría la autopsia.

Le encantaba que las reglas jugaran en su favor.

Entró en la habitación 248 y arrojó las sábanas sobre el desnudo colchón. Hizo la cama de prisa, cuadrando bien las esquinas, y acto seguido centró su atención al otro lado del pasillo. Una mirada en ambas direcciones le confirmó que no había nadie.

Dio tres pasos y se plantó en la habitación 245.

Un aplique de bajo voltaje arrojaba una luz blanca y fría sobre una pared empapelada. El monitor del corazón emitía un pitido; un respirador siseaba. El puesto de enfermeras controlaba continuamente ambos aparatos, de manera que puso mucho cuidado en no tocar ninguno de los dos.

El paciente yacía en la cama con la cabeza, el rostro, los brazos y las piernas vendados. Según la historia clínica, cuando la ambulancia lo trajo y fue directo a traumatología tenía una fractura de cráneo, laceraciones y lesiones intestinales. Pero, milagrosamente, la médula espinal no estaba dañada. Había pasado tres horas en el quirófano, principalmente para reparar las lesiones internas y suturar las laceraciones. La pérdida de sangre había sido significativa y, durante unas horas, la situación fue delicada. Sin embargo, al cabo la esperanza se tornó promesa, y su estado pasó de grave a estable.

Con todo, el hombre tenía que morir.

¿Por qué? Smith no tenía ni idea. Pero tampoco es que le importara.

Se puso unos guantes de látex y sacó la jeringuilla de su bolsillo. El ordenador del hospital también le había proporcionado los parámetros de dosis pertinentes para poder llevar cargada la jeringa con la cantidad adecuada de nitroglicerina.

Tras expulsar el aire un par de veces, insertó la punta biselada de la aguja en la goma del gotero en «Y» que colgaba junto a la cama. No habría peligro de que lo detectaran, ya que el cuerpo metabolizaría la nitro cuando el hombre muriera y no dejaría rastro.

Una muerte instantánea, aunque era preferible, dispararía los monitores y atraería a las enfermeras.

Smith necesitaba tiempo para marcharse, y sabía que la muerte del almirante David Sylvian se produciría en una media hora.

Para entonces sería imposible que nadie lo viera, ya que estaría muy lejos, sin el uniforme, de camino a su próxima cita.

DIECISIETE

Garmisch 22.00 horas

Malone entró de nuevo en el Posthotel. Tras abandonar el monasterio había ido directamente a Garmisch, con un nudo en el estómago. A su mente acudía una y otra vez la dotación del NR-1 A, atrapada en el fondo de un océano helado con la esperanza de que alguien acudiera a salvarla. Pero nadie lo hizo.

Stephanie no había llamado. Estuvo tentado de hacerlo él, pero comprendió que ya llamaría ella cuando tuviera algo que decirle.

Esa mujer, Dorothea Lindauer, era un problema. ¿De verdad iba su padre a bordo del NR-1 A? En caso contrario, ¿cómo habría tenido conocimiento del nombre que aparecía en el informe? Aunque el listado de la dotación formaba parte del comunicado de prensa oficial que se facilitó después del hundimiento, él no recordaba que se mencionase a ningún Dietz Oberhauser. Al parecer, no se quería hacer pública la presencia del alemán a bordo del submarino, eso sin tener en cuenta las otras muchas mentiras que se habían contado.

¿Qué estaba pasando allí?

Nada en esa visita a Baviera pintaba bien.

Subió trabajosamente la escalera de madera. Le vendría bien dormir un poco; al día siguiente repasaría la situación. Echó un vistazo al pasillo: la puerta de su habitación estaba entreabierta. Sus esperanzas de descansar se desvanecieron.

Asió el arma en su bolsillo y echó a andar con cuidado por la alegre alfombra que vestía el piso de madera, procurando reducir al mínimo los crujidos que anunciaban su presencia.

Recordó la geografía de la estancia: la puerta se abría a un espacio que desembocaba en un amplio cuarto de baño. A la derecha se hallaba la habitación propiamente dicha, con una gran cama, un escritorio, un par de mesillas, un televisor y dos sillas.

Tal vez los del hotel se hubiesen olvidado de cerrar la puerta. Podía ser, pero después de lo que había pasado ese día no estaba dispuesto a correr riesgos. Se detuvo, empujó la puerta con el arma y reparó en que las lámparas estaban encendidas.

– No pasa nada, señor Malone -aseguró una voz de mujer.

Él echó una ojeada.

Al otro lado de la cama había una mujer alta y con buen cuerpo, con el cabello rubio ceniza a la altura de los hombros. El rostro, sin una sola arruga, terso como la seda; los rasgos delicados, rozando la perfección.

La había visto antes.

¿Dorothea Lindauer?

No.

No exactamente.

– Soy Christl Falk -dijo ella.

Stephanie estaba sentada junto a la ventanilla y Edwin Davis ocupaba el asiento de al lado, de pasillo, cuando el vuelo de Delta procedente de Atlanta inició la maniobra de aproximación final al aeropuerto internacional de Jacksonville. A sus pies se extendían los límites orientales de la Reserva Nacional de Okefenokee, con la vegetación de las pantanosas aguas negras cubierta de un invernal velo marrón. Había dejado a Davis a solas con sus pensamientos durante los cincuenta minutos que duraba el vuelo, pero ya estaba bien.

– Edwin, ¿por qué no me dices la verdad?

Él tenía la cabeza apoyada en el asiento y los ojos cerrados.

– Lo sé. En ese submarino no iba ningún hermano mío.

– ¿Por qué le mentiste a Daniels?

Davis se incorporó.

– No tuve más remedio.

– No es propio de ti.

Él la miró.

– ¿De veras? Apenas nos conocemos.

– Entonces, ¿por qué estoy aquí?

– Porque eres honesta. Tremendamente ingenua a veces, cabezota, pero siempre honesta. Y eso es mucho decir.

Stephanie se preguntó si no estaría siendo cínico.

– El sistema está corrompido, Stephanie, hasta la médula. Mires a donde mires hay ponzoña.

Ella no sabía adonde quería llegar con eso.

– ¿Qué sabes de Langford Ramsey? -preguntó él.

– No me cae bien. Piensa que todo el mundo es idiota y que los servicios de inteligencia no podrían sobrevivir sin él.

– Lleva nueve años como jefe de inteligencia de la Marina, algo inaudito, pero cada vez que se ha planteado la rotación le han permitido seguir en el cargo.

– ¿Es un problema?

– Vaya si lo es. Ramsey es ambicioso.

– Da la impresión de que lo conoces.

– Más de lo que me gustaría.

– Edwin, para -dijo Millicent.

Él tenía el teléfono en la mano y estaba marcando el número de la policía local. Ella se lo arrebató y colgó.

– Déjalo estar -pidió.

Él clavó la vista en sus oscuros ojos. Tenía la maravillosa melena castaña despeinada; el rostro, tan delicado como de costumbre pero atribulado. Eran iguales en muchos aspectos: listos, entregados, leales. Tan sólo su raza era distinta: ella, un bello ejemplo de genes africanos; él, la quintaesencia del protestante anglosajón. Se había sentido atraído por ella a los pocos días de ser destinado al Departamento de Estado en calidad de enlace del capitán Langford Ramsey, en la sede de la OTAN en Bruselas.

Acarició con suavidad el reciente moratón que ella tenía en el muslo.

– Te ha pegado -dijo, y le costó añadir-: Otra vez.

– Él es así.

Millicent, teniente de navío nacida en el seno de una familia de marinos, cuarta generación, era ayudante de Langford Ramsey desde hacía dos años, durante uno de los cuales había sido su amante.

– ¿Vale la pena? -quiso saber él.

Ella se apartó del teléfono, apretando con fuerza el albornoz. Había llamado hacía media hora y le había pedido que fuese a su apartamento. Ramsey acababa de marcharse. Él no sabía por qué acudía siempre que lo llamaba.

– No quiere hacerlo -se excusó ella-. Su genio le puede. No le gusta que lo rechacen.

A Davis se le revolvieron las tripas al imaginarlos juntos, pero siguió escuchando, pues sabía que ella necesitaba aliviar su falsa culpabilidad.

– Hay que denunciarlo.

– No serviría de nada. Es un hombre influyente, Edwin, un hombre que tiene amigos. A nadie le importaría lo que yo tuviera que decir.

– A mí me importa.

Ella lo miró con gesto de preocupación.

– Me ha dicho que no volvería a hacerlo.

– Igual que la última vez.

– Ha sido culpa mía, lo he presionado. No debería haberlo hecho, pero lo he hecho.

Se sentó en el sofá y le indicó que tomara asiento a su lado. Cuando lo hizo, ella apoyó la cabeza en su hombro y a los pocos minutos se quedó dormida.

– Murió seis meses después -contó Davis, con la voz distante.

Stephanie no dijo nada.

– Paro cardíaco. Las autoridades de Bruselas dictaminaron que probablemente fuera genético. -Davis hizo una pausa-. Ramsey había vuelto a pegarle, tres días antes. Sin dejar marcas. Tan sólo unos puñetazos bien dados. -Calló-. Después pedí que me trasladaran.

– ¿Sabía Ramsey lo que sentías por ella?

Davis se encogió de hombros.

– No estoy seguro de lo que sentía, pero dudo mucho que a él le importara. Yo tenía treinta y ocho años e intentaba ascender dentro del Departamento de Estado. Asuntos Exteriores es muy parecido al Ejército: aceptas las cosas como vienen. Pero, como ya dije, con lo de mi falso hermano, me juré que si algún día llegaba a estar en situación de joder a Ramsey, lo haría.

– ¿Qué tiene que ver Ramsey con esto?

Davis echó la cabeza hacia atrás.

El avión se dispuso a aterrizar.

– Todo.

DIECIOCHO

Baviera 22.30 horas

Wilkerson cambió de marcha y redujo la velocidad del Volvo que conducía. La carretera descendía en dirección a un ancho valle alpino que se abría entre más cordilleras majestuosas. La nieve surgió de la oscuridad, barrida del cristal por los limpiaparabrisas. Se encontraba a unos quince kilómetros al norte de Füssen, en los negros bosques bávaros, no muy lejos de Linderhof, uno de los palacios de ensueño del demente rey Luis II.

Tras hacer un stop, se internó por un camino pedregoso que se adentraba más en los árboles, rodeado por una quietud balsámica. La casa apareció ante sus ojos, una construcción típica de la zona: tejado a dos aguas, colores vivos, muros de piedra, mortero y madera. Los verdes postigos de las ventanas de la planta baja estaban cerrados, justo como él los había dejado ese mismo día.

Aparcó y bajó del coche.

La nieve crujió bajo sus zapatos cuando se dirigió a la puerta principal. Una vez dentro encendió un par de lámparas y atizó el fuego de la chimenea. A continuación volvió al coche por las cajas de Füssen, que guardó en un armario de la cocina.

Listo.

Regresó a la puerta delantera y contempló la nevosa noche.

Tendría que informar a Ramsey en breve. Le habían dicho que en el plazo de un mes regresaría a Washington, a la central de los servicios de inteligencia de la Marina, con un puesto administrativo alto. Su nombre figuraría dentro del próximo grupo de oficiales que aspiraran a un ascenso, y Ramsey había prometido que para entonces él se hallaría en situación de garantizar un resultado satisfactorio.

Pero ¿sería así?

Sólo podía albergar esperanzas. Últimamente era como si toda su vida dependiera de otros. Y no le hacía ninguna gracia.

Las brasas se asentaron en el hogar con un siseo. Tenía que coger unos troncos de la leñera que había junto a la casa. Más tarde haría falta un fuego en condiciones.

Abrió la puerta.

Una explosión sacudió la noche.

Instintivamente se protegió la cara de un repentino destello de intensa luz y una brusca bofetada de calor abrasador. Levantó la cabeza y vio el Volvo ardiendo; a medida que las llamas devoraban el metal, del vehículo no quedaba gran cosa salvo los restos incendiados del bastidor.

Vio movimiento en la oscuridad. Dos bultos. Se dirigían hacia él. Armados.

Cerró la puerta.

El cristal de una de las ventanas se hizo añicos y algo cayó en el suelo de madera. Sus ojos se posaron en el objeto: una granada. De factura soviética. Se lanzó hacia la habitación de al lado justo cuando el proyectil estalló. Por lo visto, las paredes de la cabaña eran sólidas: el tabique que separaba ambas estancias dispersó el impacto, pero Wilkerson oyó que el viento se arremolinaba en lo que antes era un acogedor cuarto de estar, señal de que la explosión sin duda había derribado una pared exterior.

Se puso en pie a duras penas y se agazapó.

Se oían voces en el exterior. Dos hombres. Uno a cada lado de la casa.

– Busca el fiambre -dijo uno en alemán.

Oyó que alguien se paseaba por los negros escombros y un haz de luz atravesó la oscuridad. Los atacantes no se esforzaban nada por ocultar su presencia. Recobró el equilibrio apoyándose en la pared.

– ¿Ves algo? -inquirió uno de los hombres.

– Nein.

– Pues sigue.

Wilkerson se preparó para lo peor.

Un hilo de luz cruzó la puerta y de inmediato la linterna apareció en la habitación, seguida de una arma. Esperó a que entrara el hombre, agarró la pistola y descargó el puño contra el mentón del alemán al tiempo que se hacía con el arma.

El hombre se tambaleó hacia adelante sin soltar la linterna. Wilkerson no perdió el tiempo: mientras su agresor recuperaba el equilibrio, le disparó un tiro en el pecho y amartilló el arma cuando un nuevo haz de luz barrió el lugar.

Un objeto negro hendió el aire y se estrelló contra el suelo: otra granada.

Saltó por encima del respaldo de un sofá y se echó el mueble encima justo cuando el artefacto explotó, desatando una lluvia de cascotes. Reventaron más ventanas y otro muro, y el gélido aire nocturno irrumpió en la estancia. El triángulo que formaba el sofá tumbado lo protegió de la explosión, y él pensó que había pasado lo peor hasta que oyó un crujido y una de las vigas del techo se desplomó sobre el sofá.

Por suerte, no lo atrapó.

El de la linterna se acercó.

Durante el ataque, Wilkerson había perdido el arma, de manera que escudriñó la negrura: cuando la vio, salió de su refugio y avanzó hacia ella reptando.

El asaltante entró en la habitación sorteando los escombros.

Una bala rebotó en el suelo justo delante de él.

Wilkerson se ocultó tras otro montón de cascotes cuando otra bala fue en su busca. Se estaba quedando sin opciones. El arma estaba demasiado lejos, el frío viento le resecaba la cara. La linterna dio con él.

«Mierda.» Se maldijo y luego maldijo a Langford Ramsey. Se oyó un disparo.

El haz de luz zangoloteó y sus rayos enloquecieron. Un cuerpo cayó al suelo. Luego se hizo el silencio.

Él se levantó y vislumbró una silueta oscurecida -alta, curvilínea, femenina- en la puerta de la cocina; en sus brazos, una escopeta.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Dorothea Lindauer.

– Buen disparo.

– He visto que estabas en apuros.

Wilkerson se acercó hasta donde estaba Lindauer y la miró a través de la negrura.

– Supongo que esto disipa las dudas que pudieras abrigar acerca de tu almirante Ramsey y sus intenciones, ¿no? -preguntó ella.

Él asintió.

– A partir de ahora lo haremos a tu manera.

DIECINUEVE

Malone sacudió la cabeza. «¿Gemelas?» Cerró la puerta.

– Acabo de conocer a su hermana. Me preguntaba por qué me había dejado marchar sin más. ¿Es que no podían hablar conmigo las dos a la vez?

Christl Falk cabeceó.

– No hablamos mucho.

Malone estaba perplejo.

– Y sin embargo es evidente que trabajan juntas.

– No.

Su inglés, a diferencia del de su hermana, no tenía ni rastro de acento alemán.

– Entonces ¿qué está haciendo aquí?

– Mi hermana le ha tendido una trampa hoy, lo ha atraído hacia ella. Yo me preguntaba por qué. Tenía intención de hablar con usted cuando bajara de la montaña, pero ha cambiado de opinión después de lo que ha ocurrido.

– ¿Lo ha visto?

Ella asintió con la cabeza.

– Luego lo he seguido hasta aquí.

– ¿Dónde demonios se había metido?

– No he tenido nada que ver con lo ocurrido -aclaró ella.

– Salvo que lo sabía de antemano.

– Sólo sabía que estaría usted allí, nada más.

Él decidió ir al grano.

– Usted también quiere saber qué fue de su padre, ¿no es así?

– Sí.

Malone se sentó en la cama y dejó que su mirada vagara hasta el otro extremo de la estancia y hasta el asiento de madera encastrado que había bajo las ventanas, el mismo lugar donde había visto a la mujer del funicular mientras hablaba con Stephanie. El informe sobre el Blazek seguía donde lo había dejado. Se preguntó si su visitante le habría echado una ojeada.

Christl Falk se había acomodado en una silla. Llevaba una camisa vaquera de manga larga y unos pantalones caqui con raya, prendas ambas que resaltaban sus curvas. Esas dos bellas mujeres, casi idénticas en apariencia, a excepción del peinado -el cabello de ella, suelto y liso, le caía por los hombros-, parecían tener una personalidad muy distinta. Si Dorothea Lindauer transmitía orgullo y privilegios, Christl Falk destilaba combatividad.

– ¿Le ha hablado Dorothea de nuestro abuelo?

– Me ha hecho un resumen.

– Trabajó para los nazis, dirigió la Ahnenerbe.

– Una noble empresa.

Ella pareció captar su sarcasmo.

– Estoy de acuerdo. No era más que un instituto de investigación que fabricaba pruebas arqueológicas con fines políticos. Himmler creía que los antepasados de Alemania tenían su origen en un lugar remoto, donde habían sido una especie de raza superior. Después, esa supuesta sangre aria emigró a distintas partes del mundo, de manera que creó la Ahnenerbe (una mezcla de aventureros, místicos y eruditos) y se dispuso a encontrar a esos arios mientras erradicaba al resto del mundo.

– ¿Qué era su abuelo?

Ella puso cara de desconcierto.

– ¿Aventurero, místico o erudito?

– A decir verdad, las tres cosas.

– Pero por lo visto también era político. Dirigió la institución, así que seguramente conocía la verdadera misión de la Ahnenerbe.

– Ahí es donde se equivoca usted. Mi abuelo sólo creía en la noción de una raza aria mítica. Himmler manipuló su obsesión hasta convertirla en una herramienta de limpieza étnica.

– Ese mismo razonamiento se utilizó en los juicios de Nüremberg, después de la guerra, y no tuvo éxito.

– Crea lo que quiera, ello no afecta al motivo por el que he venido.

– Ese que estoy esperando, bastante pacientemente, debo añadir, que me explique. Ella cruzó las piernas.

– El centro de atención de la Ahnenerbe era el estudio de alfabetos y símbolos: buscar antiguos mensajes arios. Pero, a finales de 1935, mi abuelo dio con algo. -Señaló su abrigo, que descansaba sobre la cama, junto a Malone-. En el bolsillo.

Él metió la mano y sacó un libro que estaba dentro de una bolsa de plástico. En tamaño, forma y estado era como el de antes, salvo que en la cubierta no había símbolo alguno.

– ¿Sabe quién es Eginardo? -preguntó ella.

– He leído su Vida de Carlomagno.

– Eginardo era oriundo de la parte oriental del reino franco, la zona claramente alemana. Estudió en Fulda, que era uno de los centros del saber más impresionantes de Franconia, y alrededor de 791 fue aceptado en la corte de Carlomagno. El emperador era único en su época: constructor, político, propagandista religioso, reformador, mecenas de las artes y las ciencias. Le gustaba rodearse de eruditos, y Eginardo se convirtió en su consejero de más confianza. Cuando Carlomagno murió, en 814, su hijo Luis el Piadoso nombró a Eginardo su secretario personal, pero dieciséis años después, cuando comenzaron las disputas entre Luis y sus hijos, Eginardo se alejó de la corte. Murió en 840 y fue enterrado en Seligenstadt.

– Es usted un dechado de información.

– Me licencié en historia medieval.

– Eso no explica qué demonios está haciendo aquí.

– La Ahnenerbe buscó a esos arios en muchos lugares. Se abrieron tumbas por toda Alemania. -Señaló el libro-. En la de Eginardo mi abuelo encontró el libro que tiene usted.

– Pensaba que era de la tumba de Carlomagno.

Ella sonrió.

– Veo que Dorothea le ha enseñado su libro. Ése sí era de la tumba de Carlomagno; éste es distinto.

Malone no pudo resistir la tentación: sacó el antiguo volumen de la bolsa y lo abrió con cuidado. Las páginas estaban repletas de latín, además de ejemplos de la extraña escritura y manifestaciones artísticas y símbolos raros que ya había visto.

– En la década de 1930, mi abuelo encontró ese libro junto con el testamento de Eginardo. En la época de Carlomagno, las personas con medios dejaban testamentos escritos. En el de Eginardo, mi abuelo descubrió un misterio.

– Y ¿cómo sabe que no es más fantasía? Su hermana no ha hablado demasiado bien de su abuelo.

– Ésa es otra de las razones por las que ella y yo nos odiamos.

– Y ¿por qué le tiene usted tanto cariño a su abuelo?

– Porque también halló pruebas.

Dorothea besó suavemente a Wilkerson en la boca. Se percató de que todavía temblaba. Se hallaban en medio de las ruinas de la casa, viendo cómo ardía el coche.

– Ahora estamos juntos en esto -dijo ella.

Él era perfectamente consciente. De eso y de algo más: adiós al almirantazgo. Ella le había dicho que Ramsey era una víbora, pero se había negado a creerla. Ahora la cosa cambiaba.

– Una vida de lujos y privilegios puede ser un buen sustituto -apuntó ella.

– Tienes marido.

– Sólo nominalmente. -Vio que él necesitaba que le infundiera ánimos. Como la mayoría de los hombres-. Te has desenvuelto bien en la casa.

Él se limpió el sudor de la frente.

– Incluso me he cargado a uno. Le he disparado en el pecho.

– Lo que demuestra que sabes manejar la situación cuando es necesario. Los he visto acercarse a la cabaña cuando venía hacia aquí. He aparcado en el bosque y me he acercado con cuidado mientras lanzaban el primer ataque. Esperaba que pudieras rechazarlos hasta que diera con una de las escopetas.

El valle, que se extendía a lo largo de kilómetros en todas las direcciones, era propiedad de su familia. No había vecinos cerca.

– Y los cigarrillos que me diste han funcionado -añadió ella-. Tenías razón en lo de esa mujer. Era un problema que había que eliminar.

Los cumplidos estaban surtiendo efecto: Wilkerson se estaba calmando.

– Me alegro de que encontraras el arma -dijo.

El calor que desprendía el fuego del coche caldeaba el aire helador. Ella todavía tenía la escopeta, cargada y lista, pero dudaba que fueran a recibir más visitas esa noche.

– Necesitamos las cajas que he traído -comentó Wilkerson-. Estaban en un armario de la cocina.

– Las he visto.

Qué interesante resultaba cómo el peligro estimulaba el deseo. Ese hombre, un capitán de la Marina bien parecido, medianamente inteligente y con pocas agallas, le resultaba atractivo. ¿Por qué eran tan deseables los hombres débiles? Su marido era una nulidad que le permitía hacer lo que le venía en gana, y casi todos sus amantes eran parecidos.

Apoyó la escopeta contra un árbol.

Y volvió a besar a Wilkerson.

– ¿Qué clase de pruebas? -preguntó Malone.

– Parece cansado -afirmó Christl.

– Lo estoy, y hambriento.

– Pues vayamos a comer algo.

Estaba harto de que las mujeres jugaran al tira y afloja con él, y de no ser por lo de su padre la habría mandado a paseo, como había hecho con su hermana. Pero lo cierto es que quería saber más.

– Muy bien, pero invita usted.

Salieron del hotel y se dirigieron bajo la nieve a un café que había a unas manzanas, en una de las zonas peatonales de Garmisch. Una vez dentro él pidió cerdo asado con patatas fritas, y Christl Falk, sopa con pan.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de la Deutsche Antarktische Expedition? -preguntó ella.

La Expedición Antártica Alemana.

– Partió de Hamburgo en diciembre de 1938 -contó Christl Falk-. El objetivo público fue asegurarse un lugar en la Antártida para instalar una estación ballenera como parte de un plan para aumentar la producción de grasa de Alemania. ¿Se lo imagina? Y lo mejor es que la gente se lo tragó.

– Sí, me lo imagino, sí. Por aquel entonces el aceite de ballena era la principal materia prima para elaborar margarina y jabón, y Alemania compraba grandes cantidades de grasa de ballena a Noruega. Al estar a punto de entrar en guerra y depender de fuentes foráneas para algo tan importante, ello podría haber supuesto un problema.

– Veo que está usted informado.

– He leído acerca de los nazis en la Antártida. El Schwabenland,1 un carguero capaz de catapultar aviones, fue con, ¿cuántas?, ¿sesenta personas? No hacía mucho, Noruega había reclamado un pedazo de la Antártida al que llamaron Tierra de la Reina Maud, pero los nazis cartografiaron la misma zona y cambiaron el nombre por el de Nueva Suabia. Sacaron un montón de fotos y dejaron caer desde el aire banderas alemanas con alambre de acero por todas partes. Menudo espectáculo debió de ser, pequeñas esvásticas en la nieve.

– Mi abuelo formó parte de esa expedición de 1938. Aunque se cartografió una quinta parte de la Antártida, el verdadero propósito era comprobar si era cierto lo que Eginardo había escrito en el libro que acabo de enseñarle.

A Malone le vinieron a la memoria las piedras de la abadía.

– Y se trajo piedras que tenían los mismos símbolos que las del libro.

– ¿Ha estado en la abadía?

– Por cortesía de su hermana. Pero ¿por qué tengo la sensación de que usted ya lo sabía? -Como la mujer no contestó, él quiso saber-: Así que, ¿cuál es el veredicto? ¿Qué fue lo que encontró su abuelo?

– Ése es el problema: no lo sabemos. Al término de la guerra, los aliados confiscaron o destruyeron la documentación relativa a la Ahnenerbe. Mi abuelo fue censurado por Hitler en un mitin del partido que se celebró en 1939. Hitler no estaba de acuerdo con algunos de sus puntos de vista, sobre todo con sus ideas feministas, según las cuales aquella antigua sociedad aria podría haber estado dirigida por sacerdotisas y mujeres videntes.

– Algo que tenía muy poco que ver con las máquinas de hacer hijos que, según Hitler, eran las mujeres.

Ella asintió.

– Así que hicieron callar a Hermann Oberhauser y sus ideas fueron vetadas. Se le prohibió publicar y dar conferencias. Diez años después, la cabeza empezó a fallarle, y pasó los últimos años de vida senil.

– Me sorprende que Hitler no lo matara sin contemplaciones.

– Hitler necesitaba nuestras fábricas, la refinería y los periódicos. Mantener a mi abuelo con vida era una forma de ejercer control legalmente sobre ellos. Y, por desgracia, lo único que él quería hacer era agradar a Adolf Hitler, así que los puso a su disposición de buena gana. -Sacó el libro del bolsillo del abrigo y le quitó la bolsa de plástico-. Este texto suscita muchas preguntas, preguntas que no he sido capaz de responder. Esperaba que usted pudiera ayudarme a resolver el enigma.

– ¿La búsqueda de Carlomagno?

– Veo que usted y Dorothea mantuvieron una larga charla. Ja. Die Karl der GroBe Verfolgung. -Le entregó el libro. El latín de Malone era pasable, así que podía descifrar más o menos las palabras, si bien ella se percató de la dificultad que ello le suponía-. ¿Me permite? -le preguntó.

Malone titubeó.

– Tal vez le resulte interesante. En mi caso fue así.

VEINTE

Jacksonville, Florida 17.30 horas

Stephanie escrutó al anciano que abrió la puerta de la modesta casa de ladrillo situada en la parte sur de la ciudad. Era bajo y gordo y tenía una nariz bulbosa y amenazadora que a ella le recordó a Rodolfo, el reno de la nariz roja. Según su hoja de servicios, Zachary Alexander debía de rozar los setenta años, y los aparentaba. Stephanie se limitó a escuchar cuando Edwin Davis le explicó quiénes eran y por qué habían ido allí.

– ¿Qué creen que puedo decirles? -preguntó Alexander-. Llevo casi treinta años fuera de la Marina.

– Veintiséis, para ser exactos -puntualizó Davis.

Alexander los señaló con un dedo rechoncho.

– No me gusta perder el tiempo.

Stephanie oyó un televisor en un cuarto, un concurso, y se fijó en que la casa estaba inmaculada, el interior apestaba a antiséptico.

– Sólo serán unos minutos -prometió Davis-. Después de todo, vengo de parte de la Casa Blanca.

A Stephanie le sorprendió la mentira, pero no dijo nada.

– Ni siquiera voté por Daniels.

Ella sonrió.

– Igual que muchos otros de nosotros, pero ¿no podría dedicarnos unos minutos?

Alexander finalmente se ablandó y los condujo hasta un cuarto de estar, donde apagó el televisor y los invitó a tomar asiento.

– Serví en la Marina mucho tiempo -contó Alexander-. Pero debo decirles que no tengo muy buenos recuerdos.

Stephanie había leído su hoja de servicios: Alexander había llegado a capitán de fragata, pero perdió sus dos ocasiones de ascenso. Al final decidió abandonar la Marina y se retiró cobrando la paga completa.

– Pensaban que no era lo bastante bueno para ellos.

– Lo fue para asumir el mando del Holden.

Los arrugados ojos se achinaron.

– De ése y de otros barcos.

– Hemos venido por la misión que realizó el Holden en la Antártida -confesó Davis.

Alexander no dijo nada, y Stephanie se preguntó si su silencio era calculado o precavido.

– La verdad es que estaba entusiasmado con la orden -contó Alexander al cabo-. Quería ver el hielo. Pero después siempre me pareció que ese viaje tuvo algo que ver con que se me denegara el ascenso.

Davis se inclinó hacia adelante.

– Necesitamos que nos lo cuente.

– ¿Para qué? -espetó Alexander-. Es material clasificado, puede que todavía lo sea. Me dijeron que mantuviera la boca cerrada.

– Soy viceconsejero de Seguridad Nacional, y ella directora de una agencia de servicios de inteligencia del gobierno, podemos escuchar lo que tenga que decirnos.

– Y una mierda.

– ¿Se puede saber por qué es tan hostil? -le preguntó Stephanie.

– Puede que sea porque odio la Marina -repuso él-. O porque ustedes dos van a la caza de algo y yo no quiero morder el anzuelo.

Alexander se relajó en su sillón reclinable, y Stephanie supuso que se había pasado allí años pensando en lo que se le estaba pasando por la cabeza en ese momento.

– Obedecí las órdenes que me fueron dadas y lo hice bien. Siempre cumplí las órdenes. Pero de eso hace mucho tiempo, así que, ¿qué es lo que quieren saber?

– Sabemos que al Holden le fue ordenado zarpar a la Antártida en noviembre de 1971. Fueron en busca de un submarino -contó Stephanie.

Alexander puso cara de asombro.

– ¿De qué diablos están hablando?

– Hemos leído el informe que elaboró la comisión de investigación sobre el hundimiento del Blazek, o el NR-1 A, si prefiere llamarlo así, y menciona específicamente que usted y el Holden emprendieron la búsqueda.

Alexander les dirigió una mirada que encerraba una mezcla de curiosidad y enemistad.

– Mis órdenes eran dirigirnos al mar de Weddell, obtener lecturas de sonar y estar alerta por si se producían anomalías. Llevaba a bordo a tres pasajeros y me mandaron satisfacer sus necesidades sin hacer preguntas. Y así lo hice.

– ¿Nada de un submarino? -insistió Stephanie.

El anciano negó con la cabeza.

– Ni por asomo.

– ¿Qué fue lo que encontró? -se interesó Davis.

– Nada en absoluto. Me pasé dos semanas con el culo congelado.

Junto al asiento de Alexander había una botella de oxígeno -Stephanie se preguntó qué pintaría ahí-, y en la pared de enfrente, una colección de tratados médicos llenaba una estantería. Alexander no daba la impresión de estar mal de salud, y su respiración parecía normal.

– No sé nada de un submarino -repitió el hombre-. Me acuerdo de que por aquel entonces se hundió uno en el Atlántico Norte. Y fue el Blazek, sí, lo recuerdo, pero mi misión no tenía nada que ver con eso. Navegábamos por el sur del Pacífico y nos desviamos a Sudamérica, donde recogimos a los tres pasajeros. Después nos dirigimos al sur, como estaba previsto.

– ¿Cómo era el hielo? -preguntó Davis.

– Aunque casi era verano, son aguas difíciles. Aquello parecía un congelador y había icebergs por todas partes. Pero es bonito, la verdad.

– ¿No se enteró de nada mientras estuvo allí? -preguntó ella.

– No es a mí a quien tienen que preguntar eso. -Su semblante se había suavizado, como si hubiera concluido que quizá no fuesen el enemigo-. En esos informes que han leído, ¿no se menciona a tres pasajeros?

Davis cabeceó.

– Ni una palabra. Tan sólo a usted.

– Típico de la puta Marina. -De su rostro se borró la mirada impasible-. Mis órdenes eran llevar a esos tres a donde quisieran ir. Desembarcaron varias veces, pero cuando volvieron no dijeron nada.

– ¿Llevaban algún equipo consigo?

Alexander asintió.

– Trajes de buzo para inmersión en aguas frías y botellas. Después del cuarto desembarco dijeron que podíamos irnos.

– ¿Ninguno de sus hombres fue con ellos?

Alexander negó con la cabeza.

– Ni hablar. No les estaba permitido. Esos tres tenientes lo hicieron todo. De lo que quiera que se tratase.

Stephanie sopesó esa rareza, pero en el Ejército pasaban cosas extrañas a diario. Con todo y con eso, tenía que hacer la pregunta del millón:

– ¿Quiénes eran?

Ella vio que la consternación se apoderaba del anciano.

– Nunca he hablado de esto antes, ¿saben? -Parecía incapaz de ocultar su abatimiento-. Quería llegar a capitán de navío, lo merecía, pero la Marina no opinaba lo mismo.

– Eso fue hace mucho tiempo -apuntó Davis-. No podemos hacer gran cosa para cambiar el pasado.

Stephanie se preguntó si Davis se refería a la situación de Alexander o a la suya propia.

– Esto debe de ser importante -comentó el anciano.

– Lo bastante como para que estemos aquí hoy.

– Uno era un tipo llamado Nick Sayers; otro, Herbert Rowland. Unos gallitos, los dos, como la mayoría de los tenientes.

Ella mostró su conformidad en silencio.

– ¿Y el tercero? -inquirió Davis.

– El más chulo de todos, no soportaba a ese capullo. El problema es que siguió adelante y llegó a capitán, y luego obtuvo las estrellas de oro. Se llamaba Ramsey, Langford Ramsey.

VEINTIUNO

Las nubes me invitan, la niebla me reclama. El curso de las estrellas me apremia, y los vientos hacen que levante el vuelo y ascienda hacia el cielo. Me siento atraído por una pared de cristal y me veo rodeado de lenguas de hielo. Me siento atraído por un templo cuyos muros son como un suelo de mosaico hecho de piedra; su techo es como el camino de los astros. Las paredes desprenden calor, el miedo me invade y mi cuerpo se estremece. Caigo de bruces y veo un trono elevado, tan cristalino como el resplandeciente sol. Lo ocupa el gran consejero, y sus vestiduras brillan más que el sol y son más blancas que la nieve. El gran consejero me dice: «Eginardo, escriba recto, aproxímate y escucha mi voz. -Me habla en mi lengua, lo cual es sorprendente-. Igual que Él creó al hombre y le dio la capacidad de comprender la palabra de la sabiduría, también me creó a mí. Sé bienvenido a nuestra tierra. Tengo entendido que eres un erudito. De ser así, podrás comprender los secretos de los vientos, cómo se dividen para soplar por la tierra, y los secretos de las nubes y el rocío. Podemos enseñarte cosas del sol y la luna, de dónde provienen y adonde van, y su glorioso retorno, y cómo uno es superior a la otra y su imponente órbita, y cómo no abandonan su órbita y no añaden nada a ésta y no le arrebatan nada y cumplen con la palabra que se han dado de conformidad con el juramento que los une.»

Malone estuvo escuchando mientras Christl traducía el texto en latín y luego preguntó:

– ¿Cuándo fue escrito?

– Entre 814, cuando murió Carlomagno, y 840, cuando murió Eginardo.

– Imposible: habla de las órbitas del sol y la luna y de su relación. Esas nociones astronómicas aún no se habían desarrollado; por aquel entonces se habrían considerado herejía.

– Eso es cierto en el caso de los que vivían en Europa occidental, pero la situación era distinta para quienes vivían en otras partes del planeta y no estaban oprimidos por la religión.

Malone seguía siendo escéptico.

– Deje que lo sitúe en un contexto histórico -pidió ella-. Los dos hijos mayores de Carlomagno fallecieron antes que él; el tercero, Luis el Piadoso, heredó el Imperio carolingio. Los hijos de Luis se pelearon con su padre y también entre sí. Eginardo sirvió a Luis con lealtad, igual que hizo con el emperador, pero estaba tan harto de las luchas intestinas que se apartó de la corte y pasó el resto de sus días en una abadía que le regaló Carlomagno. Fue durante esa época cuando escribió su biografía de Carlomagno y -sostuvo en alto el antiguo volumen- este libro.

– En el que relataba un gran viaje, ¿no? -preguntó Malone.

Ella asintió.

– ¿Quién dice que es real? Suena a fantasía pura y dura.

Christl Falk negó con la cabeza.

– Su Vida de Carlomagno es una de las obras más afamadas de todos los tiempos, todavía se imprime. Eginardo no era conocido por escribir ficción, y se tomó muchas molestias para ocultar estas palabras.

Malone seguía sin estar convencido.

– Sabemos muchas cosas acerca de las obras de Carlomagno -dijo ella-, pero poco de sus creencias íntimas. Hasta nosotros no ha llegado nada fiable al respecto. Sí sabemos que le encantaban las historias y las epopeyas de la Antigüedad. Con anterioridad a su época, los mitos se conservaban oralmente; él fue el primero en ordenar que se pusieran por escrito, y sabemos que Eginardo supervisó el proceso. Pero Luis, tras heredar el trono, destruyó todos esos textos debido a su contenido pagano. La destrucción de esos escritos debió de disgustar a Eginardo, de manera que se aseguró de que este libro sobreviviera.

– ¿Escribiendo parte de él en un idioma que nadie entendiese?

– Algo por el estilo.

– He leído que hay quien afirma que tal vez Eginardo ni siquiera escribiese la biografía de Carlomagno. Nadie sabe nada a ciencia cierta.

– Señor Malone…

– ¿Por qué no me llama Cotton? Hace que me sienta raro.

– Un nombre interesante.

– Me gusta.

Ella sonrió.

– Puedo explicarle todo esto mucho más detalladamente. Mi abuelo y mi padre se pasaron años investigando. Hay cosas que quiero enseñarle y que quiero explicarle. Cuando las haya visto y oído creo que convendrá conmigo en que nuestros respectivos padres no murieron en vano.

Aunque sus ojos sugerían que estaba dispuesta a rebatir todos los argumentos de él, Christl Falk estaba jugando su mejor baza, y ambos lo sabían.

– Mi padre era comandante de un submarino -repuso él-. El suyo, pasajero de ese submarino. Vale, no tengo ni idea de lo que hacía ninguno de los dos en el Antártico, pero así y todo murieron en vano.

«Y a nadie le importó un comino», añadió para sí.

Ella apartó la sopa.

– ¿Va a ayudamos?

– ¿A quiénes?

– A mí, a mi padre, al suyo.

Malone captó la rebelión en su voz, pero necesitaba tiempo para hablar con Stephanie.

– A ver qué le parece esto: deje que lo consulte con la almohada y mañana podrá enseñarme lo que quiera.

Los ojos de ella se dulcificaron.

– Me parece bien, se está haciendo tarde.

Salieron del café y recorrieron la nevada calle camino del Posthotel. Faltaban dos semanas para Navidad, y Garmisch parecía preparada. Para Cotton Malone, las vacaciones tenían sus pros y sus contras. Había pasado las dos últimas con Henrik Thorvaldsen en Christiangade, y ese año probablemente hiciera lo mismo. Se preguntó cuáles serían las tradiciones navideñas de Christl Falk. Parecía presa de la melancolía y no se esforzaba por disimularlo. La veía inteligente y resuelta, no muy distinta de su hermana; sin embargo, ambas mujeres eran dos desconocidas que exigían precaución.

Cruzaron la calle. Muchas de las ventanas del Posthotel, que lucía alegres frescos, se hallaban iluminadas. Su habitación, en la segunda planta, encima del restaurante y el vestíbulo, contaba con cuatro en un lateral y otras tres en la fachada. Había dejado las lámparas encendidas, y un movimiento tras uno de los cristales captó su atención.

Se detuvo: había alguien allí. Christl también lo vio. Alguien apartó las cortinas.

A la vista quedó el rostro de un hombre que tenía la mirada fija en la de Malone. Luego el hombre miró a la derecha, hacia la calle, y abandonó la ventana; su sombra puso de manifiesto una salida precipitada.

Malone divisó un coche con tres hombres aparcado al otro lado de la calle.

– Vamos -pidió.

Sabía que tenían que marcharse, y de prisa. Menos mal que llevaba encima las llaves del coche que había alquilado. Salieron corriendo hacia el coche y subieron.

Malone arrancó en un abrir y cerrar de ojos. Metió una marcha de prisa y corriendo y huyó del hotel, las ruedas derrapando en el asfalto helado. Bajó la ventanilla, se internó en el bulevar y vio por el retrovisor a un hombre que salía del hotel.

Sacó el arma del chaquetón, aminoró la marcha a medida que se acercaba al coche aparcado y disparó a un neumático trasero, lo que hizo que tres bultos se pusieran a cubierto.

Acto seguido, salió pitando.

VEINTIDÓS

Miércoles, 12 de diciembre 00.40 horas

Malone salió de Garmisch aprovechando al máximo la ventaja que le conferían sus laberínticas callejuelas sin alumbrado y con la cabeza dando vueltas a los hombres que lo aguardaban ante el Posthotel. No tenía forma de saber si contaban con un segundo vehículo a mano. Satisfecho al comprobar que nadie los seguía, dio con la carretera que se dirigía al norte que ya había tomado antes y, obedeciendo las instrucciones de Christl, comprendió adonde se dirigían.

– Eso que quiere enseñarme, ¿se encuentra en el monasterio de Ettal? -le preguntó.

Ella afirmó con la cabeza.

– No tiene sentido esperar a mañana.

Malone estaba de acuerdo.

– Estoy segura de que, cuando habló allí con Dorothea, ella sólo le contó lo que quería que usted supiera.

– Y usted es distinta, ¿no?

La mujer lo miró con fijeza.

– Completamente.

Él no estaba tan seguro.

– Los tipos del hotel, ¿son suyos o de ella?

– Dijera lo que dijese no me creería.

Redujo de marcha cuando la carretera inició el descenso hacia la abadía.

– Aunque no me lo haya pedido, le daré un consejo: necesito explicaciones, estoy a punto de perder la paciencia.

Christl Falk titubeó. Malone esperaba.

– Hace cincuenta mil años nació una civilización en este planeta, una civilización que consiguió evolucionar más de prisa que el resto de la humanidad. Pionera, por así decirlo. ¿Estaba desarrollada tecnológicamente? En realidad, no, pero sí era muy avanzada. Matemáticas, arquitectura, química, biología, geología, meteorología, astronomía. Ahí es donde destacaba.

Malone escuchaba.

– Nuestro concepto de historia antigua se ha visto muy influido por la Biblia, pero en ella los textos que tratan de la Antigüedad fueron escritos desde un punto de vista estrecho de miras: distorsionando culturas ancestrales y descuidando por completo otras importantes, como la minoica. Esa cultura en concreto de la que le hablo no es bíblica. Era una sociedad de navegantes que comerciaba con el mundo entero y poseía embarcaciones sólidas y avanzadas técnicas de navegación. Culturas posteriores como la polinesia, la fenicia, la vikinga y finalmente la europea desarrollarían esas técnicas, pero la civilización uno fue la primera en dominarlas.

Malone había leído acerca de esas teorías. A esas alturas, la mayoría de los científicos rechazaban la idea de un desarrollo social lineal del Paleolítico al Neolítico, la Edad del Bronce y la Edad de Hierro, y creían que los seres humanos se habían desarrollado de manera independiente los unos de los otros. Había pruebas de ello incluso en la actualidad, en todos los continentes, donde culturas primitivas coexistían con sociedades avanzadas.

– Lo que está usted diciendo es que, en el pasado, mientras las gentes del Paleolítico poblaban Europa, pudieron existir culturas más avanzadas en otro lugar. -Malone recordó lo que le había contado Dorothea Lindauer-. ¿Otra vez los arios?

– Qué va, son un mito. Pero puede que ese mito esté basado en la realidad. Mire lo que sucedió con Creta y Troya: durante mucho tiempo se pensó que eran ficticias, pero ahora sabemos que fueron reales.

– Entonces, ¿qué fue de esa primera civilización?

– Por desgracia, cada cultura engendra las semillas de su propia destrucción; el progreso convive con la decadencia. La historia ha demostrado que todas las sociedades acaban siendo las responsables de su caída. Mire Babilonia, Grecia, Roma, los mogoles, los hunos, los turcos, y ni se sabe cuántas sociedades monárquicas. Siempre es lo mismo, y la civilización uno no fue una excepción.

Lo que decía tenía sentido: ciertamente, el hombre parecía destruir todo cuanto creaba.

– Tanto mi abuelo como mi padre estaban obsesionados con esa civilización perdida, y he de confesar que también yo me siento atraída por ella.

– Mi librería está llena de material new age sobre la Atlántida y una docena más de las denominadas civilizaciones perdidas, de las cuales no se ha encontrado nunca ni rastro. Es una fantasía.

– La guerra y la conquista se han dejado sentir en la historia de la humanidad. Es un proceso cíclico: progreso, guerra, devastación y renacimiento. Existe un tópico sociológico: cuanto más avanzada es una cultura, tanto más fácilmente será destruida y tantos menos indicios quedarán de ella. Dicho de manera más simplista: el que busca, encuentra.

Malone redujo la velocidad.

– No, no es así: la mayor parte de las veces tropezamos con las cosas.

Ella negó con la cabeza.

– Las mayores revelaciones humanas empezaron con una teoría sencilla: mire la evolución. Sólo después de que Darwin formulara sus ideas empezamos a reparar en cosas que reforzaban su teoría. Copérnico propuso una forma radicalmente distinta de entender el sistema solar, y cuando por fin miramos nos dimos cuenta de que tenía razón. Con anterioridad a los últimos cincuenta años nadie creía en serio que pudiera habernos precedido una civilización avanzada, se consideraba un disparate, de manera que la prueba se pasó por alto sin más.

– ¿Qué prueba?

Ella sacó del bolsillo el libro de Eginardo.

– Ésta.

Marzo de 800. Carlomagno se dirige al norte desde Aquisgrán. Nunca antes se ha aventurado al mar Gálico en esta época del año, cuando los gélidos vientos del norte azotan la costa y la pesca es pobre. Sin embargo, insiste en emprender el viaje. Tres soldados y yo lo acompañamos, y el trayecto dura la mayor parte del día. Una vez allí, el campamento se monta al otro lado de las dunas, en el lugar de costumbre, el cual ofrece escasa protección frente a un fuerte temporal. A los tres días de llegar se avistan velas, y pensamos que los barcos son daneses o forman parte de la flota sarracena que amenaza el imperio por el norte y el sur. Pero al cabo el rey grita alborozado y espera en la playa mientras los barcos alzan los remos y unas embarcaciones de menor tamaño reman hacia la costa portando a los observadores. Al frente está Uriel, que reina en el Tártaro. Lo acompañan Rafael, el ángel de las almas de los hombres, y Raguel, el que toma venganza del mundo de las luminarias, y Miguel, destinado a los mejores de los hombres y el caos, y Saraquiel, nombrado para los espíritus. Visten gruesos mantos, pantalones y botas de pieles. Llevan el rubio cabello cortado y peinado con esmero. Carlomagno da un fuerte abrazo a cada uno de ellos. El rey hace numerosas preguntas que Uriel contesta. Al rey se le permite subir a los barcos, que están hechos de resistente madera y calafateados con brea, y él admira su solidez. Nos dicen que se construyen lejos de su tierra, donde crecen árboles en abundancia. Aman el mar y lo conocen mucho mejor que nosotros. Miguel despliega para el rey mapas de lugares cuya existencia nosotros ignoramos y nos revelan cómo se guían sus barcos. Miguel nos muestra un hierro puntiagudo que descansa en una madera que flota en una concha de agua e indica el camino por el mar. El rey quiere saber cómo puede ser, y Miguel le explica que el metal es atraído a una dirección concreta y señala al norte. Se gire donde se gire la concha, la punta de hierro siempre encuentra esa dirección. La visita dura tres días, y Uriel y el rey hablan largo y tendido. Yo trabo amistad con Rafael, que hace las veces de consejero de Uriel, como hago yo con el rey. Rafael me habla de su tierra, donde conviven el fuego y el hielo, y yo le digo que me gustaría ver ese lugar.

– Los «observadores» es el nombre que Eginardo dio a las gentes de la civilización uno -aclaró ella-. También los llama «santos». Tanto él como Carlomagno creían que venían del cielo.

– ¿Quién dice que no eran sino otra cultura cuya existencia ya conocemos?

– ¿Conoce alguna sociedad que utilizara un alfabeto o un idioma similar al que vio en el libro de Dorothea?

– Ésa no es una prueba concluyente.

– ¿Existía alguna sociedad de navegantes en el siglo IX? Sólo la vikinga, pero éstos no eran vikingos.

– No sabe quiénes eran.

– No, no lo sé, pero sí sé que Carlomagno ordenó que enterrasen con él el libro que Dorothea le enseñó a usted. Al parecer era lo bastante importante como para mantenerlo apartado de todo el mundo salvo de los emperadores. Eginardo se tomó muchas molestias para esconderlo. Basta con decir que contiene información adicional que explica el verdadero motivo por el cual los nazis fueron a la Antártida en 1938 y por el cual nuestros padres volvieron en 1971.

La abadía surgió ante sus ojos, aún iluminada en medio de la interminable noche.

– Aparque allí -pidió ella, y Malone así lo hizo.

No los seguía nadie.

Christl Falk abrió la portezuela.

– Deje que le enseñe lo que, estoy segura, Dorothea no le enseñó.

VEINTITRÉS

Washington, D. C. 20.20 horas

A Ramsey le encantaba la noche. Diariamente cobraba vida alrededor de las seis de la tarde, sus mejores ideas y sus acciones más determinantes siempre se fraguaban con la oscuridad. Dormir era necesario, aunque por regla general no necesitaba más de cuatro o cinco horas, lo justo para descansar el cerebro, pero no tanto como para perder el tiempo. Además, la noche le brindaba privacidad, ya que era mucho más fácil saber si a alguien le interesaban los asuntos de uno a las dos de la madrugada que a las dos de la tarde. Ésa era la razón de que sólo se reuniera con Diane McCoy de noche.

Vivía en una modesta casa adosada de Georgetown que le alquilaba a un viejo amigo al que le gustaba tener de inquilino a un almirante con cuatro estrellas. Efectuaba un barrido electrónico de las dos plantas en busca de dispositivos de escucha al menos una vez al día…, especialmente antes de que lo visitara Diane.

Había tenido la suerte de que Daniels la nombrara viceconsejera de Seguridad Nacional. Sin duda estaba cualificada, era licenciada en relaciones internacionales y economía internacional y políticamente se relacionaba tanto con la izquierda como con la derecha. Había llegado de Asuntos Exteriores como parte de la reestructuración del año anterior, cuando la carrera de Larry Daley se truncó bruscamente. A él le caía bien Daley, un individuo sobornable, pero Diane era mejor: lista, ambiciosa y determinada a mantenerse durante más de los tres años que quedaban del último mandato de Daniels.

Por suerte, él podía proporcionarle esa oportunidad. Y ella lo sabía.

– Las cosas se han puesto en marcha -informó Ramsey.

Estaban a sus anchas en el estudio, con el fuego crepitando en la chimenea de ladrillo. Fuera había menos de tres grados bajo cero. Todavía no había nevado, pero no faltaba mucho para que lo hiciera.

– Dado que no sé mucho de esas cosas -contestó McCoy-, intuyo que serán buenas.

Él sonrió.

– Y lo tuyo, ¿cómo va? ¿Puedes concertar la cita?

– El almirante Sylvian no ha desaparecido aún. Está hecho polvo por el accidente de moto, pero se espera que se recupere.

– Conozco a David: estará fuera de combate durante meses y no querrá que su cargo quede desatendido durante ese tiempo. Presentará la dimisión. -Hizo una pausa-. Eso si no se muere antes.

McCoy sonrió: era una rubia apacible con pinta de competente y unos ojos que irradiaban seguridad en sí misma. A Ramsey le gustaba eso de ella. Modesta en apariencia, sencilla, serena y, sin embargo, peligrosa como un demonio. Se sentó, la espalda bien recta, un whisky con soda en la mano.

– Me atrevo a pensar que puedes hacer que Sylvian muera -observó.

– Y si es así, ¿qué?

– Que serías un hombre merecedor de respeto.

Él rompió a reír.

– El juego al que estamos a punto de jugar carece de reglas y tiene un único objetivo: ganar. Así que quiero estar seguro con Daniels. ¿Va a cooperar?

– Eso dependerá de ti. Sabes que no es admirador tuyo, pero también estás cualificado para el puesto. Suponiendo, como es natural, que haya una vacante que cubrir.

Él captó su recelo. El plan inicial era sencillo: eliminar a David Sylvian, ocupar su cargo en la Junta de Jefes de Estado Mayor, servir tres años y comenzar con la fase dos. Pero había algo que tenía que saber:

– ¿Seguirá Daniels tus consejos?

McCoy bebió unos sorbos de la copa.

– No te gusta no tener el control, ¿verdad?

– ¿A quién le gusta?

– Daniels es el presidente, puede hacer lo que se le antoje, pero creo que lo que hace a este respecto depende de Edwin Davis.

No era eso lo que Ramsey quería oír.

– ¿Cómo podría ser un problema? Es un viceconsejero.

– ¿Como yo?

Él captó su resentimiento.

– Ya sabes a lo que me refiero, Diane. ¿Cómo podría ser Davis un problema?

– Ése es tu defecto, Langford: tiendes a subestimar a tu enemigo.

– ¿Desde cuándo Davis es mi enemigo?

– Leí el informe sobre el Blazek. En ese submarino no murió nadie que se apellidara Davis. Le mintió a Daniels. No murió ningún hermano mayor.

– ¿Daniels lo sabía?

Ella negó con la cabeza.

– Él no leyó el informe, me pidió a mí que lo hiciera.

– ¿No puedes controlar a Davis?

– Como muy bien has observado, estamos en el mismo nivel. Puede acceder a Daniels tan libremente como yo, por orden del presidente. Es la Casa Blanca, Langford, no soy yo quien dicta las reglas.

– ¿Qué hay del consejero de Seguridad Nacional? ¿Podría echarnos una mano?

– Está en Europa y no tiene ni idea de esto.

– ¿Crees que Daniels trabaja directamente con Davis?

– ¿Cómo diablos voy a saberlo? Lo único que sé es que Danny Daniels no es ni la décima parte de estúpido de lo que quiere hacer creer al mundo.

Ramsey miró el reloj de la chimenea. Pronto los medios de comunicación darían la noticia de la prematura muerte del almirante David Sylvian, atribuible a lesiones sufridas en un trágico accidente de moto. Al día siguiente, tal vez un periódico local diera cuenta de otra muerte, esta vez en Jacksonville, Florida. Había mucho en juego, y lo que McCoy estaba diciendo le preocupaba.

– Enredar en esto a Cotton Malone también podría resultar problemático -apuntó ella.

– ¿Cómo? Está retirado. Sólo quiere saber qué le pasó a su padre.

– Ese informe no debería haber llegado a sus manos.

Ramsey estaba de acuerdo, pero debería dar igual. Lo más probable era que Wilkerson y Malone hubiesen muerto.

– Nos limitamos a utilizar esa estupidez en beneficio propio.

– No sé dónde está ese beneficio.

– Confórmate con saber que ha sido así.

– Langford, ¿voy a lamentar esto?

– Si lo deseas, puedes servir durante el mandato de Daniels y después entrar a trabajar como asesora y redactar informes que nadie lee. Los ex empleados de la Casa Blanca lucen mucho en el membrete, y tengo entendido que se embolsan un buen sueldo. Puede que alguna cadena de noticias te contrate para vomitar diez segundos de citas jugosas sobre lo que hacen otras personas para cambiar el mundo. También se paga bien, aunque parezcas idiota la mayor parte del tiempo.

– Te he hecho una pregunta: ¿voy a lamentar esto?

– Diane, el poder hay que tomarlo, no hay otra forma de adquirirlo. Pero todavía no me has respondido: ¿va a cooperar Daniels y nombrarme para el cargo?

– Leí el informe sobre el Blazek -repuso ella-, y además efectué unas comprobaciones: estabas en el Holden cuando éste fue a la Antártida a buscar ese submarino. Tú y otros dos. Los mandamases enviaron a tu equipo con órdenes clasificadas. A decir verdad, esa misión sigue siendo clasificada. Ni siquiera puedo informarme al respecto. Sí descubrí que desembarcaste y presentaste un informe sobre lo que encontraste, entregado personalmente por ti al jefe de operaciones navales. Nadie sabe qué hizo él con esa información.

– No encontramos nada.

– Eres un mentiroso.

Ramsey calibró el ataque. Esa mujer era formidable: un animal político con un instinto excelente. Podía ser de utilidad y podía hacer daño, así que cambió de estrategia.

– Tienes razón, es mentira, pero créeme: es mejor que no sepas lo que pasó en realidad.

– Cierto, pero lo que quiera que sea puede volver para perseguirte.

Eso mismo pensaba él desde hacía treinta y ocho años.

– No, si puedo evitarlo.

Diane parecía estar conteniendo un acceso de ira al verlo esquivar sus preguntas.

– Te lo digo por propia experiencia, Langford: el pasado siempre acaba volviendo. Los que no aprenden de él o no lo recuerdan están condenados a repetirlo. Ahora tienes involucrado a un ex agente (y permíteme que te diga que muy bueno, por cierto) que tiene un interés personal en este embrollo. Y Edwin Davis está desatado. No tengo idea de lo que anda haciendo…

Ramsey ya había oído bastante.

– ¿Puedes ganarte el favor de Daniels?

Ella hizo una pausa para asimilar la reprimenda y a continuación dijo, despacio:

– Yo diría que todo depende de tus amigos del Capitolio. Daniels necesita su ayuda en muchas cuestiones. Al final hace lo que hacen todos los presidentes: pensar en su legado. Tiene asuntos de índole legislativa, de modo que si los miembros del Congreso adecuados te quieren en la Junta de Jefes, él se lo concederá…, a cambio de votos, naturalmente. Las cuestiones son sencillas: ¿habrá una vacante que cubrir? ¿Podrás ganarte el favor de los miembros adecuados?

Bastaba ya de cháchara. Ramsey tenía cosas que hacer antes de acostarse, así que puso término a la reunión mencionando algo que Diane McCoy no debía olvidar.

– Los miembros adecuados no sólo respaldarán mi candidatura, sino que insistirán en ella.

VEINTICUATRO

Monasterio de Ettal 1.05 horas

Malone vio que Christl Falk abría la puerta de la iglesia de la abadía. A todas luces, la familia Oberhauser tenía bastante influencia con los monjes. Se hallaban allí, en mitad de la noche, y entraban y salían a su antojo.

La opulenta iglesia seguía estando tenuemente iluminada. Cruzaron el piso de mármol oscurecido, el único sonido el eco de los tacones de cuero en el cálido interior. Malone estaba alerta: sabía por experiencia que las iglesias europeas desiertas, por la noche, tendían a ser un problema.

Entraron en la sacristía y Christl fue directa al lugar por el que se bajaba a las entrañas de la abadía. Al pie de la escalera, la puerta que había al extremo del pasillo estaba entreabierta.

Él la cogió por el brazo y sacudió la cabeza para indicarle que debían avanzar con cautela. Sacó la pistola que había conseguido en el funicular y echó a andar pegado a la pared. Al final del corredor echó un vistazo en la habitación.

Aquello era un desbarajuste.

– Quizá los monjes estén cabreados -sugirió Malone.

Las piedras y tallas estaban esparcidas por el suelo; las piezas, patas arriba; las mesas del fondo, volcadas; los dos armarios, revueltos. Entonces vio el cuerpo.

La mujer del funicular. No tenía heridas ni sangre, pero él captó un olor familiar en el manso aire.

– Cianuro.

– ¿La han envenenado?

– Mírela: se ahogó con su propia lengua.

Se dio cuenta de que Christl no quería ver el cadáver.

– No lo soporto -dijo ella-. Ver muertos.

Se estaba alterando, de manera que Malone preguntó:

– ¿Qué hemos venido a ver?

Ella pareció controlar sus emociones y sus ojos recorrieron el destrozo.

– Han desaparecido. Las piedras de la Antártida que encontró mi abuelo. No están.

Él tampoco las veía.

– ¿Son importantes?

– llenen la misma escritura que los libros.

– Dígame algo que no sepa.

– Esto no está bien -musitó ella.

– Supongo que no. Los monjes se van a sentir algo molestos, independientemente del apoyo que les preste su familia. La mujer estaba claramente agitada.

– ¿Hemos venido sólo por las piedras? -quiso saber Malone.

Ella cabeceó.

– No. Tiene razón, hay más. -Fue hacia uno de los vistosos armarios, cuyas puertas y cajones estaban abiertos, y echó una ojeada-. Dios mío.

Él se acercó por detrás y vio que habían agujereado el panel trasero. La astillada abertura era lo bastante grande para que cupiera una mano.

– Mi abuelo y mi padre guardaban ahí sus papeles.

– Cosa que, al parecer, alguien sabía.

Ella metió el brazo.

– Nada.

Acto seguido echó a correr hacia la puerta.

– ¿Adonde va? -preguntó él.

– Hemos de darnos prisa. Ojalá no sea demasiado tarde.

Ramsey apagó las luces de la planta baja y subió la escalera que conducía a su dormitorio. Diane McCoy se había ido. Él se había planteado varias veces ampliar su colaboración; ella era atractiva tanto física como intelectualmente, pero había decidido que era mala idea. ¿Cuántos hombres poderosos habían caído por un culo? Tantos que era imposible recordarlos, y él no tema intención de engrosar esa lista.

Era evidente que a McCoy le preocupaba Edwin Davis. Ramsey conocía a Davis, sus caminos se habían cruzado años antes, en Bruselas, con Millicent, una mujer con la que se había divertido en numerosas ocasiones. Ella también era brillante, joven y entusiasta, pero…

– Estoy embarazada -anunció Millicent.

Él la había oído la primera vez.

– Y ¿qué quieres que haga yo?

– Casarte conmigo estaría bien.

– Pero no te quiero.

Ella se echó a reír.

– Sí que me quieres, sólo que no estás dispuesto a reconocerlo.

– Que no. Me gusta acostarme contigo, me gusta escucharte cuando me cuentas lo que pasa en el trabajo, me gusta sonsacarte, pero no quiero casarme contigo.

Ella se arrimó a él.

– Si me fuera, me echarías de menos.

A Ramsey le asombraba cómo podía importarles tan poco la dignidad a mujeres aparentemente inteligentes. Había pegado a esa mujer infinidad de veces y, sin embargo, ella no lo abandonaba, casi era como si le gustase, como si lo mereciera, como si lo quisiera. Un par de golpes en ese momento les irían bien a los dos, pero decidió que sería mejor mostrarse paciente, de manera que la rodeó con los brazos y dijo con voz queda:

– Tienes razón, te echaría de menos.

Antes de un mes estaba muerta.

A la semana siguiente también Edwin Davis se había ido.

Millicent le había contado que Davis siempre acudía cuando ella lo llamaba, y la ayudaba a superar los continuos rechazos de él. Por qué le confesaba esas cosas era algo que él sólo acertaba a imaginar. Como si contárselo impidiera que él volviera a hacerle daño. Y sin embargo él seguía haciéndoselo y ella siempre le perdonaba. Davis nunca dijo nada, pero Ramsey vio odio en sus ojos muchas veces, además de la frustración que se derivaba de su profunda incapacidad de hacer algo al respecto. Por aquel entonces Davis era un empleado de poca monta del Departamento de Estado en una de sus primeras misiones en el extranjero; su cometido consistía en resolver problemas, no en crearlos: mantener la boca cerrada y los oídos abiertos. Pero ahora Edwin Davis era viceconsejero de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos. Distinto momento, distintas reglas. «Puede acceder a Daniels tan libremente como yo, por orden del presidente.» Eso era lo que McCoy había dicho, y tenía razón. Fuera lo que fuese lo que estuviese haciendo Davis, le incumbía. No tenía pruebas que respaldasen esa conclusión, tan sólo era un presentimiento, y había aprendido hacía mucho a no pasar por alto esos presentimientos.

Así que habría que eliminar a Edwin Davis.

Igual que a Millicent.

Wilkerson caminó penosamente por la nieve hasta el lugar donde Dorothea Lindauer había dejado su coche. El suyo seguía ardiendo. A Dorothea no parecía preocuparle que la casa hubiese quedado reducida a escombros, y eso que, como ella misma le había contado hacía unas semanas, la cabaña era propiedad de su familia desde mediados del siglo XIX.

Habían dejado los cuerpos entre los cascotes.

«Nos ocuparemos de ellos más tarde», propuso Dorothea. Había otros asuntos que exigían su atención inmediata.

Wilkerson llevaba la última caja que había traído de Füssen, que guardó en el maletero. Estaba harto del frío y la nieve. Le gustaban el sol y el calor, habría sido mucho mejor romano que vikingo.

Abrió la portezuela del coche y acomodó el cansado cuerpo tras el volante. Dorothea ya ocupaba el asiento del acompañante.

– Hazlo -le dijo ella.

Él consultó el luminoso reloj y calculó la diferencia horaria. No quería hacer la llamada.

– Luego.

– No, ha de saberlo.

– ¿Por qué?

– A los hombres como él hay que desequilibrarlos. De esa forma cometerá errores.

Wilkerson se debatía entre la confusión y el miedo.

– Casi me matan, no estoy de humor.

Ella le tocó el brazo.

– Sterling, escúchame. Esto está en marcha, no hay forma de pararlo. Díselo.

Él apenas distinguía su rostro en la oscuridad, pero no le costó nada recrear mentalmente su gran belleza. Era una de las mujeres más atractivas que había conocido en su vida, y además lista: había pronosticado que Langford Ramsey era una víbora y no se equivocó.

Y encima acababa de salvarle la vida.

Así que cogió el teléfono y marcó el número. Le facilitó a la operadora que le respondió su clave de seguridad y la contraseña del día y a continuación le dijo lo que deseaba.

Dos minutos después tenía a Langford Ramsey al aparato.

– Donde estás es muy tarde -comentó el almirante en tono cordial.

– Valiente hijo de puta, eres un maldito mentiroso.

Tras un instante de silencio se oyó:

– Supongo que habrá algún motivo para que le hables así a un superior.

– Me he salvado.

– ¿De qué?

El tono socarrón lo confundió, pero ¿cómo no iba a mentir Ramsey?

– Enviaste a un equipo para que me liquidara.

– Te aseguro, capitán, que si te quisiera muerto, lo estarías. Debería preocuparte más saber quién es el que, al parecer, te quiere muerto. ¿Frau Lindauer, tal vez? Te envié para que te pusieras en contacto con ella, para que llegaras a conocerla, para que averiguaras lo que quiero saber.

– E hice exactamente lo que me pediste. Quería esa maldita estrella.

– Y la tendrás, tal y como te prometí, pero ¿has sacado algo en claro?

En el silencio del coche, Dorothea había oído a Ramsey, de modo que cogió el teléfono y espetó:

– Es usted un mentiroso, almirante. Es usted quien lo quiere muerto, y yo diría que ha sacado muchas cosas en claro.

– Frau Lindauer, me alegro de hablar con usted -oyó decir a Ramsey por el teléfono.

– Dígame, almirante, ¿a qué viene ese interés en mí?

– No es en usted, sino en su familia.

– Ha oído hablar de mi padre, ¿no?

– Estoy al tanto de la situación.

– Sabe por qué se encontraba en ese submarino.

– La cuestión es por qué está usted tan interesada. Su familia lleva años cultivando relaciones dentro de la Marina. ¿Acaso pensaba que yo no lo sabía? Me limité a enviarle a una de esas relaciones.

– Nos hemos enterado de que hubo más -repuso ella.

– Por desgracia, Frau Lindauer, nunca sabrá la respuesta.

– No esté tan seguro.

– Menudo farol. Me encantará ver si cumple esa fanfarronada.

– ¿Y si me responde a una pregunta?

Ramsey soltó una risita.

– Muy bien, una pregunta.

– ¿Hay algo que encontrar?

A Wilkerson le desconcertó la pregunta. Algo que encontrar, ¿dónde?

– Ni se lo imagina -replicó Ramsey. Y colgó.

Ella le devolvió el teléfono a Wilkerson, que quiso saber:

– ¿A qué te referías con ese «algo que encontrar»?

Ella se retrepó en el asiento, la nieve cubría el capó del coche.

– Es lo que me temía -musitó-. Por desgracia, las respuestas se encuentran en la Antártida.

– ¿Qué es lo que buscas?

– Antes de que pueda decírtelo, necesito leer lo que hay en el maletero. Sigo sin estar segura.

– Dorothea, estoy echando por la borda toda mi carrera, toda mi vida por esto. Ya has oído a Ramsey: es posible que no fuera a por mí.

Ella estaba rígida, inmóvil.

– De no ser por mí, ahora mismo estarías muerto. -Ladeó la cabeza hacia él-. Tu vida está unida a la mía.

– Te lo vuelvo a decir: tienes marido.

– Werner y yo hemos terminado, lo nuestro acabó hace mucho tiempo. Ahora somos tú y yo.

Tenía razón, y él lo sabía, lo que le preocupaba y excitaba a un tiempo.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó.

– Espero que mucho por nosotros dos.

VEINTICINCO

Baviera

Malone contempló el castillo a través del parabrisas. La ingente construcción estaba aferrada a una pronunciada ladera. Ventanas con parteluz, buhardillas y elegantes miradores brillaban en la noche. Unas luces de arco conferían a los muros exteriores una tenue belleza medieval. Se le pasó por la cabeza algo que había dicho Lutero una vez sobre otra ciudadela alemana: «Poderosa fortaleza es nuestro Dios, es un baluarte que nunca falla.»

Conducía el coche que había alquilado, Christl Falk iba en el asiento del acompañante. Habían abandonado el monasterio de Ettal a toda prisa para adentrarse en los helados bosques bávaros, siguiendo una desolada carretera sin tráfico. Finalmente, al cabo de cuarenta minutos, apareció el castillo, y Malone entró y aparcó en un patio. Sobre su cabeza, salpicando un cielo azul tinta, resplandecían fulgurantes estrellas.

– Éste es nuestro hogar -comentó Christl al bajarse del coche-. La heredad de los Oberhauser: Reichshoffen.

– «Esperanza e imperio» -tradujo él-. Un nombre interesante.

– Es el lema de nuestra familia. Llevamos aquí más de setecientos años.

Él observó el ordenado lugar, meticuloso en su disposición, el color neutro, interrumpido únicamente por manchones de nieve que rezumaba de la antigua piedra.

Ella dio media vuelta y él la cogió por la muñeca. Las mujeres guapas eran difíciles, y esa desconocida era guapa a rabiar. Peor aún, se la estaba jugando y él lo sabía.

– ¿Por qué se apellida Falk en lugar de Oberhauser? -inquirió con la intención de desconcertarla.

Ella se miró el brazo y Malone la soltó.

– Un matrimonio que fue un error.

– Su hermana, Lindauer, ¿sigue casada?

– Sí, aunque yo no llamaría matrimonio a eso. A Werner le gusta su dinero y a ella le gusta estar casada, le proporciona una excusa para que sus amantes no pasen de ahí.

– ¿No va a contarme por qué ustedes dos no se llevan bien?

Ella sonrió, lo que no hizo sino aumentar su atractivo.

– Depende de si piensa ayudarme o no.

– Ya sabe por qué estoy aquí.

– Por su padre. Yo estoy aquí por esa misma razón.

Malone lo dudaba, pero decidió dejarse de pretextos.

– En ese caso vamos a ver eso tan importante.

Cruzaron una puerta con forma de arco, y Malone fijó su atención en un enorme tapiz que cubría la pared del extremo. Otro extraño dibujo, éste bordado en oro sobre un intenso fondo granate y azul marino.

Ella notó su interés.

– El blasón de nuestra familia -aclaró.

Malone lo estudió: una corona suspendida sobre un dibujo simbólico de un animal -un perro o un gato, tal vez, era difícil de decir- que llevaba en la boca lo que parecía un roedor.

– ¿Qué significa?

– Nunca me dieron una explicación satisfactoria, pero a uno de nuestros antepasados le gustaba, así que hizo confeccionar el tapiz y lo colgó allí.

Malone oyó el rugido no amortiguado de un motor que entraba en el patio a toda velocidad. Miró por la puerta abierta y vio a un hombre que se bajaba de un Mercedes cupé con una arma automática.

Lo reconoció: era el mismo de antes, el que estaba en su habitación del Posthotel. ¿Qué demonios…?

El hombre apuntó y Malone tiró hacia atrás de Christl justo cuando una descarga de balas de alta velocidad pasó rozando la puerta y destrozó una mesa que descansaba contra la pared del fondo. El cristal de un carillón contiguo se hizo añicos. Salieron corriendo hacia adelante, Christl a la cabeza. Más proyectiles ametrallaron la pared tras Malone.

Éste empuñó la pistola del funicular cuando doblaron una esquina y enfilaron un corto pasillo que desembocaba en un grandioso salón.

Tras inspeccionar el lugar, vio una habitación cuadrangular embellecida con columnas en los cuatro lados y rodeada de largas galerías arriba y abajo. En el otro extremo, iluminado por tenues apliques de luz incandescente, colgaba el símbolo del antiguo imperio alemán: un estandarte negro, rojo y amarillo con una águila. Debajo se abría la oscura boca de una chimenea de piedra, lo bastante grande para acomodar a varias personas.

– Separémonos -propuso ella-. Usted vaya arriba.

Antes de que él pudiera poner objeciones, Christl Falk se adentró en la oscuridad.

Malone reparó en una escalera que llevaba a la galería del segundo piso y se dirigió hacia ella a paso vivo. La negrura le anestesiaba los ojos. Había hornacinas por todas partes, vacíos oscuros donde, pensó preocupado, podían acechar más sirvientes hostiles.

Subió la escalera y llegó a la galería superior, donde buscó el amparo de la oscuridad, manteniéndose a unos metros de la balaustrada. Una sombra entró en el salón, iluminado por la luz sesgada del pasillo. Dieciocho sillas custodiaban una enorme mesa de comedor, los dorados respaldos rígidos cual soldados en formación, a excepción de dos: al parecer, Christl se había refugiado debajo, ya que no se la veía por ninguna parte.

Una risotada hendió el silencio.

– Eres hombre muerto, Malone.

Fascinante: el tipo sabía quién era.

– Ven por mí -repuso él, a sabiendas de que el salón generaría un eco que haría imposible determinar su ubicación.

Vio que el otro avanzaba a tientas en la oscuridad, comprobando los arcos, fijándose en una estufa revestida de azulejos que ocupaba un rincón, en la enorme mesa y en una araña de latón que se cernía sobre todo el conjunto.

Malone abrió fuego.

La bala erró el blanco.

Oyó pasos que corrían hacia la escalera.

Salió como una flecha, dobló la esquina y aflojó el paso cuando llegó a la galería de enfrente. Tras él no oía nada, pero el pistolero, sin duda, estaba allí.

Miró la mesa de debajo: dos sillas seguían descolocadas; otra se inclinó hacia atrás y cayó al suelo, haciendo un ruido sordo que resonó en todo el salón.

Una lluvia de balas procedente de la galería superior desdibujó la mesa. Por suerte, la gruesa madera encajó la agresión. Malone disparó al otro lado de la galería, allí donde había visto los fogonazos, y una nueva ráfaga de disparos llegó en su dirección, rebotando tras él, en la piedra.

Sus ojos escudriñaron la oscuridad para ver dónde podía estar el agresor. Había tratado de distraer su atención gritando, pero Christl Falk, a propósito o no, había dado al traste con la tentativa. A su espalda se abrían más nichos negros en el muro; delante, el panorama era igual de lóbrego. Captó movimiento en el otro lado, un bulto que se aproximaba. Malone se fundió con la negrura, se agazapó y avanzó con cautela, girando a la izquierda para atravesar el lado corto del salón.

¿Qué estaba pasando? Aquel tipo había ido en su busca.

De pronto vio a Christl abajo, en medio del salón, iluminada por la débil luz.

Malone no reveló su presencia, sino que se sumió en las sombras, se pegó a uno de los arcos y asomó la cabeza.

– ¡Déjese ver! -chilló Christl.

Nada.

Malone abandonó su posición y se movió más de prisa con la intención de sorprender al sicario por la espalda.

– Mire, me voy. Si quiere detenerme ya sabe lo que tiene que hacer.

– No es muy buena idea -replicó un hombre.

Malone se detuvo en otra esquina. Delante, a medio camino de la galería, se hallaba el atacante, mirando hacia el otro lado. Malone echó una ojeada abajo y comprobó que Christl seguía allí.

Una fría agitación calmó sus nervios.

La sombra levantó el arma.

– ¿Dónde está él? -le preguntó a Christl. Pero ella no respondió-. Malone, o sales o la mato.

Malone dio unos pasos, el arma en ristre, y dijo:

– Estoy aquí.

El arma del hombre seguía apuntando abajo.

– Todavía puedo matar a Frau Lindauer -replicó con tranquilidad.

Malone comprendió el error, pero dejó claro:

– Te pegaré un tiro mucho antes de que puedas apretar el gatillo.

El otro pareció sopesar el dilema y se volvió lentamente hacia él. Acto seguido, sus movimientos se aceleraron en una intentona de girar el fusil de asalto y apretar el gatillo al mismo tiempo. Las balas silbaron por el salón. Malone estaba a punto de abrir fuego cuando una réplica se estrelló contra las paredes.

La cabeza del hombre se inclinó hacia atrás y dejó de disparar.

Su cuerpo se apartó de la balaustrada.

Las piernas se tambalearon, perdiendo el equilibrio.

Un grito rápido y sobresaltado se ahogó cuando el pistolero cayó al suelo.

Malone bajó el arma.

Al hombre le habían volado la tapa de los sesos. Se acercó a la barandilla.

Abajo, a un lado de Christl Falk, había un hombre alto y delgado que apuntaba hacia lo alto con un fusil. Una anciana, situada al otro lado, dijo:

– Le agradecemos la diversión, Herr Malone.

– No era necesario matarlo.

A una señal de la anciana, el otro hombre bajó el fusil.

– Yo he creído que sí -repuso ella.

VEINTISÉIS

Malone bajó. El otro hombre y la anciana seguían con Christl Falk.

– Éste es Ulrich Henn -informó Christl-. Trabaja para nuestra familia.

– Y ¿qué hace?

– Cuida del castillo -respondió la anciana-. Es el primer chambelán.

– Y ¿quién es usted? -quiso saber Malone.

Ella enarcó las cejas, aparentemente divertida, y le dedicó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes similares a los de una calabaza de Halloween. Su delgadez era antinatural, casi parecía un pajarito, y tenía el cabello de un brillante dorado cano. Unas venas zigzagueantes recorrían sus flacos brazos, y las muñecas estaban moteadas de manchas propias de la vejez.

– Isabel Oberhauser.

Aunque sus labios parecían darle la bienvenida, los ojos se mostraban más indecisos.

– ¿Se supone que debo estar impresionado?

– Soy la matriarca de esta familia.

Malone señaló a Ulrich Henn.

– Usted y su empleado acaban de matar a un hombre.

– Que ha entrado en mi casa ilegalmente con una arma y ha intentado matarlos a usted y a mi hija.

– Y usted tenía un fusil a mano por casualidad y a una persona capaz de volarle la tapa de los sesos a un hombre desde una distancia de quince metros en un salón poco iluminado.

– Ulrich es un gran tirador.

El aludido no dijo nada; por lo visto, sabía cuál era su sitio.

– No sabía que estaban aquí -aseguró Christl-. Creía que mi madre se encontraba fuera, pero cuando he visto que ella y él entraban en el salón le ha indicado a Ulrich que estuviera listo mientras yo llamaba la atención del pistolero.

– Un movimiento estúpido.

– Que al parecer ha funcionado.

Y que además le decía algo de esa mujer: hacer frente a las armas requería agallas. Sin embargo, no sabía decir si era lista, valiente o estúpida.

– No conozco a muchos estudiosos capaces de hacer lo que ha hecho usted. -Miró a la Oberhauser mayor-. Necesitábamos a ese tipo con vida, sabía quién era yo.

– También yo me he dado cuenta.

– Necesito respuestas, no más misterios, y lo que acaba de hacer ha complicado una situación ya de por sí embrollada.

– Enséñaselo -pidió Isabel a su hija-. Después, Herr Malone, tú y yo mantendremos una charla en privado.

Él siguió a Christl hasta el recibidor principal y luego escaleras arriba hasta una de las cámaras donde, en uno de los rincones más alejados, una colosal estufa azulejada que databa de 1651 llegaba hasta el techo.

– Ésta era la habitación de mi padre y de mi abuelo.

Echó a andar hasta un recoveco donde sobresalía un decorativo banco bajo una ventana con parteluz.

– A mis antepasados, que levantaron Reichshoffen en el siglo XIII, les daba pavor quedar atrapados, así que todas las habitaciones tenían al menos dos salidas, y ésta no es una excepción. De hecho, contaban con la máxima seguridad para la época.

Presionó una de las juntas de argamasa y se abrió una sección de la pared, dejando a la vista una escalera de caracol que descendía en dirección contraria a las agujas del reloj. Después pulsó un interruptor y una serie de bombillas de bajo voltaje iluminaron la oscuridad.

Malone la siguió y, al llegar al final, ella encendió otro interruptor.

A él le llamó la atención el aire: seco, caldeado, climatizado. El piso era de pizarra gris enmarcada por finas líneas de lechada negra. Los toscos muros de piedra, enlucidos y pintados también de gris, ponían de manifiesto que habían sido esculpidos en la roca hacía siglos.

La estancia cortaba un camino sinuoso, un cuarto se fundía con otro, formando un telón de fondo para algunos objetos inusuales. Había banderas alemanas, estandartes nazis, incluso una réplica de un altar de las SS con todo lo necesario para celebrar las ceremonias de bautismo que él sabía eran habituales en los años treinta. Infinidad de figurillas, soldaditos de juguete dispuestos en un vistoso mapa de la Europa de principios del siglo XX, cascos, espadas, puñales, uniformes, gorras, cazadoras, pistolas, fusiles, gorjales, bandoleras, anillos, joyas, guanteletes y fotografías nazis.

– Aquí es donde pasaba el tiempo mi padre después de la guerra, atesorando cosas.

– Es como un museo nazi.

– Le hirió profundamente que Hitler lo desacreditara. El sirvió bien a ese cabrón, pero jamás pudo entender que no les importara un comino a los socialistas. Durante seis años, hasta que acabó la guerra, hizo cuanto pudo para volver a gozar de aceptación. Esto fue lo que reunió hasta que perdió por completo el juicio, en los años cincuenta.

– Eso no explica por qué lo conservó la familia.

– Mi padre respetaba a su padre, pero nosotros no solemos venir aquí.

Christl lo condujo hasta un estuche con la parte superior de cristal y le señaló un anillo de plata que exhibía unas runas SS que él no había visto nunca: en cursiva, casi itálica.

– Así son las auténticas, las germánicas, como aparecen en los antiguos escudos nórdicos. Resulta adecuado, ya que esos anillos sólo los llevaba la Ahnenerbe. -Pidió a Malone que se fijara en otro artículo de la caja-: La insignia con la runa Odal y la esvástica con los brazos cortos también era exclusiva de la Ahnenerbe. Las diseñó mi abuelo. El alfiler de corbata es muy especial, una representación del sagrado Irminsul, el árbol de la vida de los sajones. Se supone que se hallaba en lo alto de las Rocas del Sol, en Detmold, y fue destruido por el propio Carlomagno, lo que marcó el inicio de las largas guerras entre sajones y francos.

– Habla de estas reliquias casi con veneración.

– ¿Sí?

Parecía perpleja.

– Como si significaran algo para usted.

Ella se encogió de hombros.

– Sólo son recuerdos del pasado. Mi abuelo fundó la Ahnenerbe por motivos puramente culturales, pero acabó siendo algo completamente distinto. Su Instituto de Investigaciones Científicas para la Defensa Nacional llevó a cabo experimentos inconcebibles con prisioneros de campos de concentración: cámaras de vacío, hipotermia, pruebas de coagulación de la sangre. Cosas horribles. Su División de Ciencias Aplicadas creó una colección de huesos judíos de hombres y mujeres a los que asesinaban y luego maceraban. Al final, varios miembros de la Ahnenerbe murieron en la horca por crímenes de guerra y muchos más fueron encarcelados. Terminó siendo una abominación.

Él la observaba atentamente.

– Mi abuelo no tomó parte en nada de eso -aseguró Christl como si le leyera el pensamiento-. Todo ello sucedió después deque lo despidieron y lo humillaron públicamente. -Hizo una pausa-. Mucho después de que se confinó en esté lugar y en la abadía, donde trabajaba solo.

Junto al estandarte de la Ahnenerbe colgaba un tapiz donde se veía el mismo árbol de la vida del alfiler. Malone reparó en algo escrito en la parte inferior: «Ningún pueblo vive más que los documentos de su cultura.»

Ella vio su interés.

– Mi abuelo creía esa afirmación.

– ¿Y usted?

Ella asintió.

– También.

Malone seguía sin entender por qué la familia Oberhauser había conservado esa colección en un cuarto climatizado donde no había una sola mota de polvo, pero sí comprendía una de las razones que había aducido Christl Falk. También él respetaba a su padre. Aunque había estado ausente gran parte de su infancia, recordaba los momentos que habían pasado juntos lanzando una pelota de béisbol, nadando o haciendo cosas por la casa. Años después de la muerte de su padre, él seguía enfadado por haberse visto privado de lo que sus amigos, que tenían padre y madre, daban por supuesto. Su madre no dejó que olvidara a su padre, pero cuando se hizo mayor cayó en la cuenta de que tal vez la memoria de su madre le hubiera jugado una mala pasada. Ser la esposa de un militar era duro, del mismo modo que ser la mujer de un agente de Magellan Billet había acabado siendo demasiado para su ex.

Christl fue sorteando las piezas. Cada vuelta revelaba más cosas de la pasión de Hermann Oberhauser. Se detuvo ante otro armario de madera pintado con alegres colores, parecido a los de la abadía, y de uno de sus cajones sacó una hoja guardada en una gruesa funda de plástico.

– Éste es el testamento original de Eginardo, lo encontró mi abuelo. En la abadía había una copia.

Malone observó lo que parecía ser vitela, la apretada letra en latín, la tinta de un gris desvaído.

– Al dorso está traducido al alemán -dijo ella-. El importante es el último párrafo.

En vida presté juramento al más piadoso Carlos, emperador Augusto, lo que me exigió omitir toda mención del Tártaro. Tiempo atrás deposité con reverencia un completo relato de lo que sé junto a mi señor Carlos el día en que falleció. Si esa tumba sagrada es abierta algún día, que no se dividan ni separen esas páginas, pues sabed que mi señor Carlos las habría otorgado al santo emperador que hiciera entonces la corona. Leer esas verdades resultaría muy revelador, y tras sopesar con detenimiento consideraciones que responden a la piedad y la prudencia, en particular tras haber sido testigo de la profunda indiferencia que mi señor Luis ha mostrado hacia los grandes esfuerzos de su padre, he condicionado la lectura de dichas palabras al conocimiento de otras dos verdades. Por el presente, de la primera hago depositario a mi hijo, al que ordeno salvaguardarla para su hijo, y su hijo para la eternidad. Custodiadla debidamente, pues está escrita en la lengua de la Iglesia y es fácil de comprender, si bien su mensaje no está completo. La segunda, que conferiría la plena comprensión de la sabiduría del cielo que aguarda con mi señor Carlos, comienza en la nueva Jerusalén. Las revelaciones serán claras una vez haya sido descifrado el secreto de tan maravilloso lugar. Resolved esta búsqueda aplicando la perfección del ángel a la santificación del señor. Pero sólo aquellos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo. Sabed que ni yo ni los santos somos pacientes con la ignorancia.

– Es lo que le comenté -apuntó ella-. La Karl der GroBe Verfolgung, la búsqueda de Carlomagno. Es lo que tenemos que descifrar, lo que Otón III y todos los emperadores romanos que lo sucedieron no lograron descubrir. Resolver este enigma nos llevará hasta lo que buscaban nuestros respectivos padres en la Antártida. Él sacudió la cabeza.

– Usted dijo que su abuelo fue allí y trajo cosas. Es evidente que lo resolvió. ¿Es que no dejó la respuesta?

– No dejó constancia de cómo lo averiguó o qué averiguó. Como le he dicho, empezó a chochear y acabó siendo un inútil.

– Y ¿por qué es tan importante ahora?

Ella titubeó antes de responder.

– Ni a mi abuelo ni a mi padre les importaban mucho los negocios; lo que les interesaba era el mundo. Por desgracia, a mi abuelo le tocó vivir en una época en que las ideas polémicas estaban prohibidas, así que se vio obligado a trabajar solo. Mi padre era un soñador incurable, un hombre incapaz de llevar nada a cabo.

– Por lo visto consiguió llegar a la Antártida a bordo de un submarino americano…

– Lo que suscita una pregunta.

– ¿Por qué tanto interés por parte del gobierno norteamericano en tenerlo en ese submarino?

Malone sabía que dicha pregunta podía explicarse en parte por los tiempos que corrían. En las décadas de 1950, 1960 y 1970, Estados Unidos realizó distintas investigaciones poco convencionales; cosas como lo paranormal, la percepción extrasensorial, el control mental, los ovnis. Se analizaban todos los puntos de vista con la esperanza de aventajar a los soviéticos. ¿Sería ésa otra de tan disparatadas tentativas?

– Esperaba que usted pudiera ayudarme a explicarlo.

Sin embargo, él seguía aguardando una respuesta a su pregunta, de manera que volvió a plantearla:

– ¿Qué importancia tiene eso ahora?

– Podría ser muy importante. A decir verdad, podría cambiar literalmente nuestro mundo.

Por detrás de Christl apareció su madre. La anciana caminaba despacio hacia ellos, con cuidado, sin hacer ruido.

– Déjanos a solas -le ordenó a su hija.

La aludida se marchó sin decir palabra.

Malone tenía en sus manos el testamento de Eginardo.

Isabel se irguió.

– Usted y yo hemos de tratar algunos asuntos.

VEINTISIETE

Jacksonville, Florida 1.20 horas

Charlie Smith esperaba al otro lado de la calle. Una última cita y esa noche su jornada habría terminado.

El capitán de corbeta Zachary Alexander, oficial retirado de la Marina de Estados Unidos, había pasado los últimos treinta años sin hacer otra cosa salvo quejarse: el corazón, el bazo, el hígado, los huesos. Cada una de las partes de su cuerpo había sido sometida a examen. Hacía doce años se convenció de que necesitaba una apendicectomía hasta que un médico le recordó que el apéndice le había sido extirpado diez años antes. Fumador de un paquete de tabaco diario en el pasado, hacía tres años se le metió en la cabeza que tenía cáncer de pulmón, pero prueba tras prueba se demostró que no era así. Recientemente, el cáncer de próstata pasó a ser otro de sus males obsesivos, y estuvo semanas intentando convencer a los especialistas de su enfermedad.

Sin embargo, esa noche acabarían todos los problemas médicos de Zachary Alexander.

Decidir cuál era la mejor forma de lograrlo había sido difícil. Dado que casi todas las partes del cuerpo de Alexander habían sido sometidas a un chequeo a fondo, una muerte por causas médicas despertaría sospechas casi con toda seguridad. La violencia ni se la planteaba, ya que siempre llamaba la atención. Sin embargo, el expediente de Alexander mencionaba algo interesante:

Vive solo. Harta de sus incesantes quejas, su esposa se divorció de él hace años. Sus hijos rara vez van a verlo, a ellos también los saca de quicio. Nunca invita a una mujer a pasar la noche. Piensa que el sexo es repugnante e infeccioso. Presume de haber dejado el tabaco hace años, pero la mayoría de las noches, y por regla general en la cama, le gusta fumarse un puro, una onerosa marca de importación que encarga expresamente a través de un estanco de Jacksonville (dirección al final). Se fuma al menos uno al día.

Esa exquisitez había bastado para avivar la imaginación de Smith, que, aprovechando unos cuantos datos más del expediente, finalmente había ideado la manera de acabar con Zachary Alexander.

Smith voló de Washington, D. C., a Jacksonville en el puente aéreo de última hora de la tarde y, tras seguir las indicaciones del expediente, aparcó a unos quinientos metros de la casa de Alexander. Después se puso un chaleco vaquero, cogió una bolsa de lona del asiento trasero del coche alquilado y desanduvo el camino.

Sólo un puñado de casas festoneaban la tranquila calle.

El expediente especificaba que Alexander tenía el sueño pesado y ronquera crónica, y la nota le dijo a Smith que su rugido podía oírse incluso fuera de la casa.

Entró en el jardín delantero.

De un lateral de la casa se oía el zumbido de un ruidoso compresor de aire central que caldeaba el interior. La noche era heladora, si bien allí hacía mucho menos frío que en Virginia.

Se acercó con cuidado a una de las ventanas laterales y vaciló lo bastante para oír los rítmicos ronquidos de Alexander. Ya llevaba puestos unos guantes de látex nuevos. Dejó la bolsa en el suelo con cautela y sacó de su interior una pequeña manguera de goma con una punta de metal hueca. A continuación examinó detenidamente la ventana. Justo como indicaba el expediente, un aislante de silicona sellaba ambos lados, una reparación torpe.

Perforó la silicona con la punta metálica y a continuación sacó un pequeño cilindro de presión de la bolsa. El gas era una mezcla nociva que había descubierto hacía tiempo y provocaba una inconsciencia profunda sin dejar efectos residuales en la sangre o los pulmones. Unió la manguera al orificio de escape del cilindro, abrió la válvula y dejó que la sustancia química invadiera silenciosamente la casa.

Al cabo de diez minutos, los ronquidos cesaron.

Cerró la válvula, tiró del tubo y lo metió todo en la bolsa. Aunque en la silicona quedó un pequeño agujero, no le preocupaba: esa minúscula prueba incriminatoria no tardaría en desaparecer.

Se dirigió al jardín posterior.

A medio camino soltó la bolsa, abrió una trampilla de madera por la que se accedía al sótano y se coló dentro. Un revoltijo de cables eléctricos recorría el suelo. Según el expediente, Alexander, hipocondríaco reconocido, también era un avaro. Hacía unos años le había pagado unos dólares a un vecino para que añadiera un enchufe en el dormitorio y tirara un cable desde la caja de fusibles hasta el compresor de aire de fuera.

No se había hecho nada con profesionalidad.

Encontró el cuadro eléctrico que figuraba en el expediente y desatornilló la tapa. Después soltó el cable de 220 voltios, lo que interrumpió la conexión e hizo callar el compresor. Titubeó unos segundos angustiosos, durante los cuales permaneció a la escucha por si Alexander se había librado de los efectos del gas, pero nada alteraba la noche.

De un bolsillo del chaleco sacó una navaja y peló el aislante que protegía los cables que entraban y salían del cuadro eléctrico. Quienquiera que hubiese hecho aquella chapuza no había recubierto los cables -su desintegración podría atribuirse fácilmente a la falta de protección adecuada-, de manera que procuró no pasarse con el raspado.

Guardó la navaja.

De otro bolsillo del chaleco sacó una bolsa de plástico que contenía un material similar a la arcilla y un conector de cerámica. Aseguró el conector a los tornillos del cuadro eléctrico. Antes de restablecer el circuito introdujo la masilla en la caja, poniendo pegotes a lo largo de los pelados cables. Tal y como estaba, el material era inofensivo, pero una vez calentado a la temperatura idónea durante el tiempo adecuado se volatilizaría y derretiría el aislamiento restante. El calor necesario para causar la explosión lo generaría el conector cerámico. Harían falta unos minutos para que la corriente calentara el conector a la temperatura correcta, pero eso no suponía ningún problema.

Necesitaba tiempo para marcharse.

Apretó los tornillos.

El compresor cobró vida.

No puso a propósito la tapa del cuadro eléctrico, que se metió en un bolsillo del chaleco.

Revisó el trabajo: todo parecía en orden.

Al igual que sucedía con el papel flash que utilizaban los magos, una vez que se prendieran el conector y la arcilla, éstos se convertirían en un gas abrasador que produciría un calor intenso. Se trataba de unos ingeniosos materiales utilizados por colegas suyos especializados más en provocar incendios rentables que en asesinar, pero a veces, como esa noche, ambas cosas podían coincidir.

Salió de debajo de la casa, cerró la trampilla y cogió la bolsa de lona. Después echó un vistazo para asegurarse de que no se dejaba nada que pudiera revelar su presencia.

Volvió a la ventana lateral.

Con ayuda de su linterna de bolsillo echó una ojeada al dormitorio a través de una sucia mosquitera: en la mesilla contigua a la cama de Alexander había un cenicero con un puro. Perfecto. Si «cortocircuito» no era bastante, «fumar en la cama» sin duda serviría para que cualquiera que investigara un incendio intencionado diera carpetazo.

Volvió a la calle.

La esfera luminosa de su reloj marcaba la 1.35.

Pasaba mucho tiempo fuera de noche. Hacía unos años había comprado la guía de planetas y estrellas de Peterson y se había puesto a estudiar el firmamento. Era bueno tener aficiones. Esa noche vio Júpiter resplandeciendo en el cielo del oeste.

Pasaron cinco minutos.

Bajo la casa se produjo un fogonazo cuando se incendió el conector y luego el explosivo de arcilla. Smith imaginó la escena, los desnudos cables uniéndose a la conspiración, la corriente eléctrica alimentando el fuego. La casa, cuyo esqueleto era de madera, tenía más de treinta años de antigüedad y, como ocurre cuando se introduce estopa bajo la leña seca, el fuego no tardó en extenderse. A los pocos minutos, las llamas envolvían la estructura entera.

Sin embargo, Zachary Alexander jamás sabría lo que había sucedido.

Su sueño inducido no sería interrumpido. Se asfixiaría mucho antes de que las llamas calcinaran su cuerpo.

VEINTIOCHO

Baviera

Malone escuchaba a Isabel Oberhauser.

– Me casé hace mucho tiempo, y, como puede usted ver, tanto mi esposo como su padre guardaban secretos.

– ¿Su marido también era nazi?

Ella negó con la cabeza.

– Él sólo creía que Alemania no volvería a ser la misma después de la guerra, y yo diría que estaba en lo cierto.

No responder a las preguntas parecía un rasgo típico de la familia. La anciana lo escrutó con una mirada calculadora, y él vio un temblor en su ojo derecho. Su respiración era débil y sibilante, y sólo el tictac de un reloj que debía de estar cerca rompía la embriagadora tranquilidad.

– Herr Malone, me temo que mis hijas no han sido sinceras con usted.

– Es lo primero que oigo hoy con lo que estoy de acuerdo.

– Desde que falleció mi esposo me he ocupado de controlar la fortuna familiar, una labor ingente. Nuestras vastas tierras son todas propiedad de la familia. Por desgracia no quedan más Oberhauser. Mi suegra era una inepta sin remedio que, gracias a Dios, murió algunos años después que Hermann. Todos los demás parientes cercanos sucumbieron en la guerra o en los años subsiguientes. En vida, mi esposo era quien llevaba las riendas de la familia, el único hijo de Hermann que quedaba. El propio Hermann perdió el juicio por completo a mediados de la década de los años cincuenta. Hoy en día lo llamamos alzhéimer, pero entonces no era más que senilidad. En todas las familias hay disputas relativas a la sucesión, y ha llegado la hora de que mis hijas se hagan con el control de esta familia. Los bienes de los Oberhauser jamás se han dividido, y siempre ha habido hijos varones, pero mi esposo y yo sólo engendramos hijas, dos mujeres fuertes y muy distintas entre sí. Para demostrar su valía, para obligarlas a aceptar la realidad, se han embarcado en una búsqueda.

– ¿Es esto un juego?

La anciana frunció el ceño.

– En absoluto. Se trata de averiguar la verdad. A pesar de lo mucho que yo lo quería, a mi esposo, igual que a su padre, lo consumió su estupidez. Hitler renegó abiertamente de Hermann, y ese rechazo, en mi opinión, contribuyó a su desmoronamiento. Mi marido era igual de débil. Tomar decisiones le resultaba difícil. Lamentablemente, mis hijas llevan toda la vida peleándose, nunca han estado unidas, y su padre fue una de las causas de esa tirantez. Dorothea manipuló sus puntos flacos, se aprovechó de ellos; a Christl la contrariaban y se rebeló. Sólo tenían diez años cuando él murió, pero la relación que las unía a su padre, tan distinta, parece que es lo que mejor las define ahora: Dorothea es práctica, racional, y está anclada en la realidad; busca a un hombre pagado de sí mismo; Christl es la soñadora, la creyente; busca a los fuertes. Ahora se hallan sumidas en una búsqueda, una que ninguna de las dos comprende por completo…

– Gracias a usted, intuyo.

Ella asintió.

– Confieso haber retenido cierta parte de control. Pero es mucho lo que hay en juego; literalmente, todo.

– ¿Qué es todo?

– La familia posee numerosas empresas manufactureras, una refinería de petróleo, varios bancos, acciones por todo el mundo. Miles de millones de euros.

– Hoy han muerto dos personas por culpa de ese juego.

– Soy consciente de ello, pero Dorothea quería el expediente del Blazek, forma parte de esa realidad que anhela. No obstante, al parecer decidió que usted no era la clave del éxito y cejó en el empeño. Yo sospechaba que sería así, de manera que me aseguré de que Christl tuviera la ocasión de hablar con usted.

– ¿Envió a Christl al Zugspitze?

Ella asintió.

– Ulrich estaba allí para velar por ella.

– ¿Y si no quiero mezclarme en esto?

Los acuosos ojos de la anciana dejaron traslucir su fastidio.

– Vamos, Herr Malone, no nos engañemos. He sido franca con usted, ¿no podría serlo usted conmigo? Quiere saber tanto como yo lo que ocurrió hace treinta y ocho años. Mi esposo y su padre murieron juntos. La diferencia entre usted y yo es que yo sabía que él iba a la Antártida, sólo que ignoraba que no volvería a verlo.

A Malone le daba vueltas la cabeza: la mujer poseía mucha información de primera mano.

– Iba en busca de los observadores -contó ella-. Los santos.

– No creerá de verdad que esa gente existió.

– Eginardo lo creía. Los menciona en el testamento que tiene usted en la mano. Hermann lo creía. Dietz dio su vida por ello. Lo cierto es que numerosas culturas diferentes los han llamado de manera distinta: los aztecas los denominaban serpientes emplumadas, supuestamente eran hombres blancos de gran estatura y barba roja; la Biblia, en el Génesis, los llama elohim; los sumerios, anunnaki; los egipcios los conocían como akhu, Osiris y shemsu hor; tanto el hinduismo como el budismo los describen. Ja, Herr Malone, a este respecto, Christl y yo coincidimos, son reales. Influyeron incluso en Carlomagno.

Aquello era un disparate.

– Frau Oberhauser, estamos hablando de cosas que acaecieron hace miles de años…

– Mi esposo estaba profundamente convencido de que los observadores todavía existen. Él cayó en la cuenta de que el mundo era un lugar distinto en 1971: ni medios globales ni sistemas de localización por GPS ni satélites geosincrónicos ni Internet. Por aquel entonces era posible permanecer oculto, ya no.

– Esto es ridículo.

– Entonces, ¿por qué accedieron los americanos a llevarlo allí?

Malone comprendió que la anciana tenía la respuesta a su propia pregunta.

– Porque también ellos habían estado buscando. Después de la guerra fueron a la Antártida en una expedición militar a gran escala llamada «Salto de altura». Mi esposo habló de ella muchas veces. Fueron en busca de lo que Hermann halló en 1938. Dietz siempre creyó que los americanos descubrieron algo durante la operación «Salto de altura». Pasaron muchos años y luego, unos seis meses antes de que partiera rumbo a la Antártida, algunos militares de su país vinieron aquí a reunirse con Dietz. Hablaron de la «Salto de altura» y tenían conocimiento de la investigación realizada por Hermann. Al parecer, algunos de sus libros y documentos formaban parte de lo que confiscaron al término de la contienda.

Malone recordó lo que Christl le había dicho hacía un rato: «Podría ser muy importante. A decir verdad, podría cambiar literalmente nuestro mundo.» Por lo común, habría pensado que todo aquello era una locura, pero el gobierno norteamericano había enviado uno de sus submarinos más avanzados a investigar y después había enmascarado por completo el hundimiento.

– Dietz tuvo la prudencia de escoger a los americanos en lugar de a los soviéticos. También vinieron a solicitar su ayuda, pero él odiaba a los comunistas.

– ¿Tiene alguna idea de lo que hay en la Antártida?

Ella cabeceó.

– Llevo mucho tiempo haciéndome esa misma pregunta. Conocía la existencia del testamento de Eginardo, de los santos y de los dos libros que tienen Dorothea y Christl, y nada me gustaría más que saber qué hay allí. Así que mis hijas están resolviendo el enigma, y espero que en el proceso aprendan que quizá se necesiten.

– Tal vez no sea posible. Parece que se desprecian.

La anciana bajó la vista al suelo.

– No hay otras dos hermanas que se odien más, pero mi tiempo se agota y he de saber que la familia perdurará.

– Y resolver sus propias dudas, ¿no?

Ella asintió.

– Exactamente. Ha de entender, Herr Malone, que el que busca, encuentra.

– Eso mismo dijo Christl.

– Su padre lo decía a menudo, y a ese respecto tenía razón.

– ¿Qué pinto yo en esto?

– En un principio fue Dorothea quien tomó la decisión de contar con usted. Lo vio como un medio para recabar información acerca del submarino. Sospecho que lo rechazó debido a su fortaleza; sin duda debió de asustarla. Yo lo escogí porque Christl puede beneficiarse de su fortaleza, pero también es usted alguien que puede allanarle el terreno.

Como si a él le importara. Sin embargo, sabía lo que se avecinaba.

– Y al ayudarnos a nosotras es posible que resuelva usted su propio dilema.

– Siempre he trabajado solo.

– Nosotras sabemos cosas que usted no sabe.

Eso no podía negarlo.

– ¿Ha tenido noticias de Dorothea? Hay un cadáver en la abadía.

– Christl me lo ha dicho -respondió ella-. Ulrich se ocupará, igual que se ocupará del de aquí. Me preocupa saber quién más está involucrado en este asunto, pero creo que es usted la persona más capacitada para resolver esa complicación.

El subidón de adrenalina que había experimentado arriba estaba siendo sustituido a marchas forzadas por fatiga.

– El sicario vino aquí por mí y por Dorothea; no dijo nada de Christl.

– Lo he oído. Christl ya le ha hablado de Eginardo y Carlomagno. Es evidente que ese documento que tiene usted contiene un reto, una búsqueda. Ha visto el libro, escrito de puño y letra de Eginardo, y el de la tumba de Carlomagno, que sólo tenía derecho a recibir un emperador romano. Esto es real, Herr Malone. Imagine por un instante que de verdad existió una primera civilización. Piense en las repercusiones que eso tendría en la historia de la humanidad.

Malone era incapaz de decidir si la anciana era una manipuladora, un parásito o una explotadora. Probablemente, las tres cosas.

– Frau Oberhauser, eso es algo que me importa un bledo. Sinceramente, creo que están todos locos. Lo único que yo quiero saber es dónde, cómo y por qué murió mi padre. -Hizo una pausa con la esperanza de no lamentar lo que estaba a punto de decir-. Si ayudarla me proporciona la respuesta, es suficiente incentivo para mí.

– Entonces, ¿ha tomado una decisión?

– No.

– En tal caso, ¿qué le parece si se queda a pasar la noche y se decide mañana?

Sentía los huesos doloridos y no quería coger el coche para volver al Posthotel, que, en cualquier caso, tal vez no fuese el lugar más seguro, a juzgar por la cantidad de visitas no deseadas que se habían presentado a lo largo de las últimas horas. Allí por lo menos estaba Ulrich. Curiosamente, eso le hizo sentir mejor.

– De acuerdo, acepto su ofrecimiento.

VEINTINUEVE

Washington, D. C. 4.30 horas

Ramsey se puso el albornoz. Era hora de empezar un nuevo día. A decir verdad, ése bien podía ser el día más importante de su vida, el primer paso de un viaje que marcaría su existencia.

Había soñado con Millicent, Edwin Davis y el NR-1 A, una extraña combinación que los entrelazaba en imágenes perturbadoras, pero no estaba dispuesto a permitir que una fantasía echara a perder la realidad. Había recorrido un largo camino y en el plazo de unas pocas horas reclamaría el siguiente premio. Diane McCoy tenía razón: no era seguro que él fuese la primera opción del presidente para suceder a David Sylvian. Sabía de al menos otras dos personas a las que sin duda Daniels propondría por delante de él, eso suponiendo que la decisión estuviera únicamente en manos de la Casa Blanca. Menos mal que la libertad de elección era algo poco común en la política de Washington.

Bajó a la primera planta y entró en el estudio justo cuando sonó su móvil. Siempre lo llevaba encima. La pantalla le dijo que era una llamada internacional. Bien. Desde que había hablado con Wilkerson, había estado esperando para saber si el aparente revés había supuesto un cambio.

– Esos paquetes navideños que pidió -informó la voz-, lamentamos decirle que puede que no lleguen a tiempo.

Dominó un nuevo acceso de ira.

– Y ¿cuál es el motivo del retraso?

– Creíamos que teníamos existencias en el almacén, pero nos dimos cuenta de que no era así.

– Sus problemas de existencias no son asunto mío. Pagué por adelantado hace semanas con la esperanza de que me fueran enviados puntualmente.

– Somos conscientes de ello, y tenemos previsto aseguramos de que el envío se realiza a tiempo. Sólo queríamos que supiera que sufrirá un leve retraso.

– Si requiere un envío prioritario, no reparen en gastos. No me importa. Ustedes hagan los envíos.

– En este momento estamos localizando los paquetes y esperamos poder confirmar el envío en breve.

– Asegúrense de que es así -espetó. Y colgó.

Ahora estaba nervioso. ¿Qué estaba pasando en Alemania? ¿Wilkerson seguía vivo? ¿Y Malone? Dos cabos sueltos que difícilmente podía permitirse. Sin embargo, no había nada que él pudiera hacer, tenía que confiar en el personal que tenía sobre el terreno. Anteriormente lo habían hecho bien, y era de esperar que también fuera así esta vez.

Encendió el flexo.

Una de las cosas que le gustaban de esa casa, aparte de su ubicación, su tamaño y su entorno, era una caja fuerte que el propietario había instalado discretamente. No era perfecta en modo alguno, pero brindaba suficiente protección para documentos que llevaba a casa por la noche o para las pocas carpetas que guardaba en privado.

Abrió el panel de madera disimulado e introdujo el código digital.

Dentro había seis expedientes.

Sacó el primero por la izquierda.

Charlie Smith no sólo era un asesino fuera de serie, sino que además recababa información con el celo de una ardilla en busca de nueces para pasar el invierno. Daba la impresión de que le encantaba descubrir secretos que la gente se molestaba sobremanera en esconder. Smith se había pasado los dos últimos años recopilando datos; parte de ellos ya estaban siendo utilizados y el resto entraría en juego a lo largo de los días siguientes, conforme se fuera necesitando.

Abrió la carpeta y se familiarizó de nuevo con los detalles.

Era increíble cómo una persona pública podía ser tan distinta de una privada. Se preguntó cómo guardarían las apariencias los políticos; debía de ser difícil. Los impulsos y los deseos iban por un lado, mientras que la carrera y la imagen tiraban en sentido contrario.

El senador Aatos Kane era un ejemplo perfecto.

Cincuenta y seis años, cuatro mandatos en el Senado por el estado de Michigan, casado, tres hijos. Político de carrera desde que tema veintitantos años, primero a escala estatal y posteriormente en el Senado norteamericano. Daniels lo había tenido en cuenta para ocupar la vicepresidencia el año anterior cuando el cargo quedó vacante, pero Kane rehusó, afirmando que agradecía la confianza que depositaba en él la Casa Blanca, pero creía que podía servir mejor al presidente permaneciendo en el Senado. Michigan suspiró aliviado.

Varios organismos de control del Congreso lo consideraban uno de los impulsores más eficaces de leyes con fines electorales. Veintidós años en el Capitolio habían enseñado a Aatos todo lo que había que saber.

¿Y lo más importante?

Toda política era local.

Ramsey sonrió: le encantaban los individuos sobornables.

Todavía resonaba en su cabeza la pregunta de Dorothea Lindauer: «¿Hay algo que encontrar?» Hacía años que no pensaba en aquel viaje a la Antártida.

¿Cuántas veces habían ido a tierra?

¿Cuatro?

El capitán del barco, Zachary Alexander, se había mostrado inquisitivo, pero, obedeciendo órdenes, Ramsey había mantenido la misión en secreto. Tan sólo el radiorreceptor que llevaba su equipo a bordo había sido sintonizado con el transpondedor de emergencia del NR-1A. Las estaciones de seguimiento del hemisferio sur no habían captado ninguna señal, lo que facilitó el encubrimiento en última instancia. No se había detectado radiación. Se creía que quizá se percibieran más señales y radiaciones más cerca de la fuente. Por aquel entonces, el hielo tenía tendencia a causar estragos en los componentes electrónicos sensibles, de manera que permanecieron a la escucha y monitorizaron las aguas durante dos días mientras el Holden patrullaba el mar de Weddell, un lugar de vientos huracanados, nubes de un púrpura luminoso y halos fantasmagóricos alrededor de un sol débil.

Nada.

Entonces llevaron el equipo a tierra.

– ¿Qué tienes? -le preguntó al teniente Herbert Rowland.

El aludido estaba agitado.

– Azimut de la señal, doscientos cuarenta grados.

Su mirada vagó por un continente muerto envuelto en una capa de hielo de más de un kilómetro y medio de grosor. Trece grados bajo cero y casi era verano. ¿Una señal? ¿Allí? Imposible. Se hallaban a quinientos metros tierra adentro de donde habían dejado el bote, el terreno era tan plano y ancho como el mar; no era posible saber si debajo había agua o tierra. Más adelante, a la derecha, se alzaban montañas dentadas en el blanco resplandeciente de la tundra.

– Señal confirmada a doscientos cuarenta grados -repitió Rowland.

– ¡Sayers!

Ramsey llamó al tercer miembro del equipo.

El teniente se hallaba unos cincuenta metros por delante, buscando grietas. La percepción era un problema constante: nieve blanca, cielo blanco, hasta el aire era blanco con continuas nubes de vaho. Aquél era un lugar de desolación momificada al que el ojo humano estaba tan poco acostumbrado como a la oscuridad.

– Es el maldito submarino -afirmó Rowland, con la atención aún centrada en el receptor.

Ramsey todavía podía sentir el tremendo frío que lo envolvía en aquella tierra sin sombras donde se materializaban en el acto masas de niebla de un verde grisáceo. Se habían visto acosados por el mal tiempo, los techos bajos, las densas nubes y el incesante viento. No había parado de comparar la furia de los inviernos del hemisferio norte que había vivido desde entonces con la intensidad de un día cualquiera en la Antártida. Había pasado allí cuatro días…, cuatro días que no olvidaría jamás.

«Ni se lo imagina», había sido su respuesta a la pregunta de Dorothea Lindauer.

Clavó la vista en la caja fuerte.

Junto a las carpetas había un diario de a bordo.

Treinta y ocho años antes, el reglamento de la Marina exigía que los comandantes de todas las embarcaciones que se hicieran a la mar llevaran uno.

Sacó el diario.

TREINTA

Atlanta 7.22 horas

Stephanie despertó de un sueño profundo a Edwin Davis. Éste se incorporó sobresaltado, desorientado hasta que cayó en la cuenta de dónde estaba.

– Roncas -comentó ella.

Lo había oído durante la noche incluso a través de una puerta cerrada y con el pasillo por medio.

– Eso me han dicho. Me pasa cuando estoy muy cansado.

– Y ¿quién te lo ha dicho?

Él se restregó los ojos para despabilarse. Estaba tumbado en la cama completamente vestido, el móvil al lado. Habían vuelto a Atlanta poco antes de medianoche, en el último vuelo que salía de Jacksonville. Davis había sugerido ir a un hotel, pero ella había insistido en que se quedara en su cuarto de invitados.

– No soy un monje -aseguró él.

Stephanie no sabía gran cosa de su vida privada. Sí sabía que no estaba casado, pero ¿lo había estado? ¿Tenía hijos? Sin embargo, ése no era momento para curiosear.

– No te vendría mal afeitarte.

Él se frotó el mentón.

– Muy amable por mencionarlo.

Stephanie fue hacia la puerta.

– Hay toallas y alguna maquinilla de afeitar, aunque de chica, me temo, en el baño del pasillo.

Ella ya se había duchado y vestido, estaba lista para lo que pudiera depararle el día.

– Sí, señora -repuso él al tiempo que se levantaba-. Es usted muy eficiente.

Ella lo dejó, entró en la cocina y encendió el televisor, que descansaba en la encimera. Por regla general no desayunaba mucho más que una magdalena o unos cereales, y odiaba el café. Si bebía algo caliente, solía ser té verde. Debía ponerse en contacto con el despacho. No tener prácticamente personal ayudaba en materia de seguridad, pero era una lata a la hora de delegar.

«…va a resultar interesante -decía una reportera de la CNN-. «El presidente Daniels expresó recientemente su contrariedad con la Junta de Jefes de Estado Mayor. En un discurso pronunciado hace dos semanas dio a entender que tal vez ni siquiera fuera necesaria toda esa cadena de mando.»

En la pantalla se vio a Daniels delante de un estrado azul.

«No están al mando de nada -dijo con su voz de barítono, marca de la casa-. Son consejeros, políticos, repetidores de política, no responsables de su formulación. No me malinterpreten, siento un profundo respeto por esos hombres. Es la institución en sí la que me da quebraderos de cabeza. No cabe duda de que el talento de los oficiales que conforman la Junta de Jefes podría utilizarse mejor en otras funciones.»

De nuevo apareció la reportera, una morena vivaracha.

«Todo lo cual hace que nos preguntemos si cubrirá, y cómo cubrirá la vacante que ha quedado tras el inesperado fallecimiento del almirante David Sylvian.»

Davis entró en la cocina y clavó la vista en el televisor.

Ella notó su interés.

– ¿Qué ocurre?

Él guardó un silencio hosco, estaba preocupado, y finalmente repuso:

– Sylvian es el hombre que tenía la Marina en la Junta de Jefes.

Stephanie no lo entendía. Había leído lo del accidente de moto y las heridas de Sylvian.

– Es una pena que haya muerto, Edwin, pero ¿qué sucede?

El viceconsejero se metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Tras pulsar unas teclas dijo:

– Necesito saber cómo murió el almirante Sylvian, la causa exacta, y de prisa.

Puso fin a la llamada.

– ¿Te importaría explicármelo? -pidió ella.

– Stephanie, hay más con respecto a Langford Ramsey. Hace unos seis meses el presidente recibió una carta de la viuda de un teniente de la Marina…

El teléfono emitió un breve sonido. Davis consultó la pantalla y lo cogió. Tras escuchar unos instantes, colgó.

– Ese teniente trabajaba en el Tribunal de Cuentas de la Marina, y había observado irregularidades: varios millones de dólares habían pasado de banco en banco y al final habían desaparecido sin más. Todas las cuentas estaban asignadas a los servicios de inteligencia de la Marina, al despacho de su director.

– Inteligencia funciona con dinero encubierto -apuntó ella-. Yo tengo varias cuentas ocultas que utilizo para efectuar pagos externos, contratar personal, esa clase de cosas.

– Ese teniente murió dos días antes de la cita que tenía concertada para informar a sus superiores. Su viuda estaba al tanto de parte de lo que él había descubierto y no se fiaba de nadie del Ejército, de manera que escribió al presidente expresando una súplica a título personal, y la carta me llegó a mí.

– Y cuando viste lo de agencia de servicios de inteligencia de la Marina se dispararon todas las alarmas en tu cabeza. Y ¿qué encontraste al investigar esas cuentas?

– No fui capaz de dar con ellas.

Ella había experimentado una frustración similar: bancos de diversas partes del mundo eran tristemente célebres por borrar cuentas, naturalmente, siempre y cuando el titular pagara lo suficiente.

– Entonces, ¿qué es lo que te ha puesto de tan mala leche ahora?

– El teniente cayó muerto en su casa mientras veía la tele. Su mujer fue a comprar y cuando volvió lo encontró muerto.

– Esas cosas pasan, Edwin.

– Sufrió una bajada de tensión. Tenía un soplo en el corazón por el que había recibido tratamiento, y sí, tienes razón, esas cosas pasan. La autopsia no encontró nada. Con su historia y sin pruebas de que fuera un asesinato, determinar cuál fue la causa de la muerte parecía sencillo.

Ella esperaba.

– Acaban de decirme que el almirante David Sylvian murió de una bajada de tensión severa.

En su cara se mezclaban el asco, la ira y la frustración.

– Demasiada coincidencia en tu opinión, ¿no? -inquirió Stephanie.

Él asintió.

– Tú y yo sabemos que Ramsey controlaba las cuentas que encontró ese teniente, y ahora hay una vacante en la Junta de Jefes de Estado Mayor.

– Eso es ir demasiado lejos, Edwin.

– ¿Ah, sí? -replicó él con desdén-. En mi despacho dicen que estaban a punto de ponerse en contacto conmigo. La otra noche, antes de que me durmiera, ordené que dos agentes del servicio secreto se desplazaran a Jacksonville. Quería que vigilaran a Zachary Alexander. Llegaron hace una hora: su casa quedó reducida a cenizas anoche, con él dentro.

Stephanie estaba estupefacta.

– Según todos los indicios, un cortocircuito en el cableado de debajo de la casa.

Ella se dijo que no debía jugar nunca al póquer con Edwin Davis: había recibido ambas noticias sin mover un solo músculo de la cara.

– Tenemos que dar con esos otros dos tenientes que estuvieron en la Antártida con Ramsey.

– Nick Sayers murió -informó él-. Hace años. Herbert Rowland, no; vive a las afueras de Charlotte. Lo mandé comprobar la otra noche.

¿El servicio secreto? ¿Personal de la Casa Blanca cooperando?

– Eres un mentiroso de mierda, Edwin. No estás en esto solo; tienes una misión.

Los ojos de Davis parpadearon.

– Eso depende. Si sale bien, no me pasará nada. Si fracaso, me hundiré.

– ¿Te has jugado la carrera en esto?

– Se lo debo a Millicent.

– ¿Qué pinto yo aquí?

– Como ya te dije, Scot Harvath se negó. Pero me dijo que nadie vuela en solitario mejor que tú.

El razonamiento no era necesariamente un consuelo. Pero, qué demonios, la línea ya había sido cruzada.

– Vayamos a Charlotte.

TREINTA Y UNO

Aquisgrán, Alemania 11.00 horas

Malone notó que el tren aminoraba la marcha al entrar en las afueras de Aquisgrán. Aunque sus preocupaciones de la noche anterior ya no tenían la misma magnitud, se preguntó qué hacía allí. Christl Falk iba sentada a su lado, pero el trayecto, en dirección norte desde Garmisch, había durado unas tres horas y apenas habían hablado.

Su ropa y artículos de aseo del Posthotel le estaban esperando cuando despertó en Reichshoffen. Una nota explicaba que Ulrich Henn había ido por ellos durante la noche. Había dormido entre unas sábanas que olían a trébol y después se había duchado, afeitado y cambiado. Naturalmente, sólo había llevado consigo un par de camisas y pantalones de Dinamarca, con la idea de no estar fuera más de un día, dos a lo sumo. Ahora ya no estaba tan seguro.

Isabel lo esperaba abajo, y él informó a la matriarca de los Obérhauser de que había decidido ayudarla. ¿Qué otra elección tenía? Quería saber qué había sido de su padre y también quién intentaba matarlo. Apartarse no conduciría a nada, y la anciana había dejado una cosa clara: ellas tenían datos que él desconocía.

– Hace mil doscientos años éste era el centro del mundo secular -explicó Christl-. La capital del reciente Imperio del norte, lo que doscientos años después se llamó el Sacro Imperio romano.

Malone sonrió.

– Que ni era sacro ni romano ni tampoco un imperio.

Ella afirmó con la cabeza.

– Cierto. Pero Carlomagno era bastante progre. Un hombre con gran energía que fundó universidades, sentó principios legales que acabaron forjando el derecho consuetudinario, organizó el gobierno e impulsó un nacionalismo que inspiró la creación de Europa. Llevo años estudiándolo. Pareció tomar todas las decisiones adecuadas. Gobernó durante cuarenta y siete años y vivió hasta los setenta y cuatro en una época en que los reyes apenas se mantenían cinco años en el poder y morían a los treinta.

– Y ¿cree que todo eso sucedió porque contaba con ayuda?

– Comía con moderación y bebía con mesura, y ello en un período en que la glotonería y la embriaguez estaban a la orden del día. Montaba a caballo, cazaba y nadaba a diario. Uno de los motivos por los que escogió Aquisgrán como su capital fueron las aguas termales, que utilizaba religiosamente.

– Así que los santos le dieron clases de dieta, higiene y ejercicio, ¿no?

Malone vio que Christl captaba el sarcasmo.

– Ante todo, era un guerrero -respondió ella-. Todo su reinado estuvo marcado por la conquista. Sin embargo, adoptaba un enfoque disciplinado de la guerra. Solía planear una campaña durante al menos un año, estudiaba a sus rivales. También dirigía batallas, en lugar de tomar parte en ellas.

– Y era brutal como ninguno. En Verden ordenó decapitar a cuatro mil quinientos sajones maniatados.

– No se sabe a ciencia cierta -objetó Christl-. Nunca se encontró ninguna prueba arqueológica que sustentara esa supuesta masacre. La fuente original de la historia pudo emplear erróneamente la palabra decollaban, «decapitación», cuando en realidad quería decir delocabat, «exilio».

– Sabe de historia. Y latín.

– Esto no tiene nada que ver con lo que yo crea o deje de creer. El cronista fue Eginardo. Él fue quien hizo esas observaciones.

– Suponiendo, claro está, que sus escritos sean auténticos.

El tren avanzaba con lentitud.

Malone seguía pensando en el día anterior y en lo que había bajo Reichshoffen.

– ¿Opina su hermana lo mismo que usted con respecto a los nazis y lo que le hicieron a su abuelo?

– A Dorothea eso le trae sin cuidado. La familia y la historia no son importantes para ella.

– ¿Qué lo es?

– Su persona.

– Es curioso que dos gemelas se lleven tan mal.

– No hay ninguna regla que diga que debamos estar unidas. De pequeña supe que Dorothea era un problema.

Malone necesitaba ahondar en esas diferencias.

– Su madre parece tener una favorita.

– Yo no lo daría por sentado.

– La envió a usted a verme a mí.

– Cierto. Pero antes ayudó a Dorothea.

El tren se detuvo.

– ¿Le importaría explicarme eso?

– Ella fue quien le dio el libro de la tumba de Carlomagno.

Dorothea terminó de inspeccionar las cajas que Wilkerson había rescatado de Füssen. El librero había hecho un buen trabajo. Después de la guerra los aliados se incautaron de muchos de los archivos de la Ahnenerbe, así que ella estaba asombrada de que se hubiera encontrado tanto material. Sin embargo, incluso después de haberse pasado las últimas horas leyendo, la Ahnenerbe seguía siendo un misterio. Los historiadores no se habían dedicado a su estudio hasta hacía unos años, los escasos libros que se habían escrito sobre el tema se centraban principalmente en sus fracasos.

Esas cajas hablaban de éxito.

Se habían realizado expediciones a Suecia para recuperar petroglifos, y a Oriente Próximo, donde estudiaron las luchas de poder intestinas del Imperio romano, las cuales, para la Ahnenerbe, se libraron entre pueblos nórdicos y semitas. El propio Göring había financiado ese viaje. En Damasco, los sirios los recibieron como aliados para luchar contra la creciente población judía. En Irán, sus investigadores visitaron ruinas persas, así como Babilonia, donde quedaron maravillados al intuir una posible conexión aria. En Finlandia estudiaron antiguos cantos paganos. Baviera les ofreció pinturas rupestres y pruebas de la existencia de cromañones, los cuales, para la Ahnenerbe, eran arios sin lugar a dudas. Se analizaron más pinturas rupestres en Francia, donde, como observó un comentarista, «Himmler y muchos otros nazis soñaron con hallarse bajo el oscuro amparo de los antepasados».

Asia, sin embargo, despertó auténtica fascinación.

La Ahnenerbe creía que los primeros arios habían conquistado gran parte de China y Japón, y que el propio Buda era un descendiente ario. Una importante expedición al Tíbet proporcionó miles de fotografías, moldes de cabezas y medidas de cuerpos, además de animales exóticos y especímenes de plantas, todo ello recogido con la esperanza de demostrar su ascendencia. Viajes adicionales a Bolivia, Ucrania, Irán, Islandia y las islas Canarias no llegaron a hacerse realidad, aunque se detallaban elaborados planes para cada uno de ellos.

Los archivos también especificaban que, a medida que fue avanzando la contienda, las competencias de la Ahnenerbe aumentaron. Después de que Himmler ordenó la arianización de la conquistada Crimea, a la Ahnenerbe le fue encargada la réplica de bosques alemanes y la implantación de nuevos cultivos para el Reich. La Ahnenerbe también supervisó el traslado de la etnia germánica a la región y la deportación de miles de ucranianos.

Pero conforme aumentaba el grupo de expertos se hacían necesarios más fondos.

De manera que se creó una fundación para recibir donativos. Entre sus colaboradores se encontraban el Deutsche Bank, BMW y Daimler-Benz, a los que se dio las gracias repetidamente en correspondencia oficial. Siempre innovador, Himmler supo de la existencia de unos paneles reflectores para bicicletas cuya patente estaba en manos de un maquinista alemán. Tras montar una empresa conjunta con el inventor, se aseguró la aprobación de una ley que exigía que los pedales de todas las bicicletas incluyeran dichos reflectores, lo que supuso decenas de miles de marcos del Reich al año para la Ahnenerbe.

Se invirtieron muchos esfuerzos en dar forma a tanta ficción.

Sin embargo, en medio de la ridiculez de hallar a los arios perdidos y la tragedia de participar en crímenes organizados, su abuelo había tropezado con un tesoro.

Dorothea Lindauer clavó la vista en el libro que descansaba sobre la mesa.

¿De verdad provenía de la tumba de Carlomagno?

El material que ella había leído no decía nada al respecto, aunque por lo que le había contado su madre había sido encontrado en 1935 entre los archivos de la República de Weimar, y se descubrió con un mensaje consignado por un escriba desconocido que daba fe de haber sido retirado de la tumba en Aquisgrán, el 19 de mayo del año 1000, por el emperador Otón III. Seguía siendo un misterio cómo había sobrevivido hasta el siglo XX. ¿Qué significaba? ¿Por qué era tan importante?

Su hermana, Christl, creía que la respuesta se hallaba en una especie de llamamiento místico.

Y, con su críptica respuesta, Ramsey no había mitigado sus temores.

«Ni se lo imagina.»

Pero nada de eso podía ser la respuesta. ¿O tal vez sí?

Malone y Christl abandonaron la estación de tren. El aire, húmedo y frío, le recordó a Malone un invierno en Nueva Inglaterra. Junto al bordillo aguardaban taxis. La gente entraba y salía en continuas oleadas.

– Mi madre quiere que yo salga airosa -dijo Christl.

Malone no supo decir si intentaba convencerlo a él o convencerse a sí misma de ello.

– Su madre las está manipulando a las dos.

Ella lo miró a los ojos.

– Señor Malone…

– Me llamo Cotton.

Christl pareció reprimir cierta irritación.

– Como me recordó la pasada noche. ¿De dónde sale ese extraño nombre?

– Ésa es una historia que puede esperar. Estaba a punto de regañarme, antes de que yo la desconcertara.

Al rostro de ella asomó una sonrisa.

– Es usted un problema.

– A juzgar por lo que dijo su madre, Dorothea pensaba lo mismo, pero he decidido considerarlo un cumplido. -Se frotó las enguantadas manos y echó un vistazo-. Tenemos que hacer una parada. No estaría de más comprar ropa interior larga. Éste no es el seco aire bávaro. ¿Usted qué opina? ¿Tiene frío?

– Crecí con este tiempo.

– Yo no. En Georgia, donde nací y me crié, hace un calor húmedo nueve meses al año. -Siguió inspeccionando el lugar con aparente desinterés, fingiendo incomodidad-. También necesito más ropa. No hice la maleta con la idea de estar fuera mucho tiempo.

– Cerca de la capilla hay una zona de tiendas.

– Supongo que en algún momento me hablará de su madre y de por qué estamos aquí.

Ella le hizo una señal a un taxi, que se aproximó. Abrió la portezuela y se acomodó en el interior. Malone hizo lo propio, y ella le dijo al taxista adonde querían ir.

– Ja -replicó Christl-, lo haré.

Cuando salían de la estación Malone miró por la ventanilla: el mismo hombre que había visto tres horas antes en la estación de Garmisch -alto, la cara chupada y surcada de arrugas- llamó un taxi.

No llevaba equipaje y parecía tener un único interés: seguirlos.

Dorothea se la había jugado al adquirir los archivos de la Ahnenerbe. Había corrido un riesgo al ponerse en contacto con Cotton Malone, pero se había demostrado que él no le era de mucha utilidad. Con todo, no estaba segura de que el camino hacia el éxito fuera más pragmático. Una cosa parecía clara: exponer a su familia de nuevo al ridículo estaba fuera de toda cuestión. De vez en cuando algún investigador o historiador se ponía en contacto con Reichshoffen con la idea de examinar los documentos de su abuelo o hablar con la familia de la Ahnenerbe, peticiones que siempre eran denegadas, y por un motivo de peso.

El pasado debía seguir siendo pasado.

Miró la cama y a Sterling Wilkerson, que dormía.

Habían ido en coche hacia el norte la noche anterior y cogido una habitación en Múnich. Su madre se enteraría de que el pabellón de caza había sido arrasado antes de que finalizara el día. Y seguro que también habrían encontrado el cadáver de la abadía. O los monjes o Henn resolverían el problema, lo más probable era que lo hiciese Ulrich.

Dorothea cayó en la cuenta de que si su madre la había ayudado dándole el libro de la tumba de Carlomagno, sin duda también le habría dado algo a Christl. Había sido su madre la que había insistido en que hablara con Cotton Malone. Ésa era la razón de que ella y Wilkerson se hubiesen servido de la mujer y lo hubiesen conducido hasta la abadía. A su madre no le gustaba Wilkerson. «Otro débil -decía-. E, hija mía, no tenemos tiempo para debilidades.» Sin embargo, su madre frisaba en los ochenta, y Dorothea se hallaba en la flor de la vida. Hombres atractivos y aventureros, como Wilkerson, venían bien para muchas cosas.

Como la noche anterior.

Se acercó a la cama y lo zarandeó.

Él despertó y esbozó una sonrisa.

– Casi es mediodía -informó ella.

– Estaba cansado.

– Tenemos que irnos.

Wilkerson reparó en que el contenido de las cajas estaba esparcido por el suelo.

– ¿Adonde vamos?

– A tomarle la delantera a Christl, con suerte.

TREINTA Y DOS

Washington, D. C. 8.10 horas

Ramsey estaba pletórico de energía. Había consultado en sitios web de medios de comunicación noticias sobre Jacksonville, Florida, y lo satisfizo ver una sobre un funesto incendio acaecido en la casa de Zachary Alexander, capitán de la Marina retirado. No había nada fuera de lo normal en la deflagración, e informes preliminares atribuían su causa a un cortocircuito ocasionado por una instalación eléctrica defectuosa. Era evidente que el día anterior Charlie Smith había creado dos obras maestras. A ver si ese día resultaba igual de productivo.

La mañana era fría y soleada, típica de esa zona del Atlántico medio. Ramsey daba un paseo por el Malí, cerca del Instituto Smithsonian, con el Capitolio, de un blanco resplandeciente, claramente visible en lo alto de la colina. Le encantaban los días fríos de invierno. Con la Navidad a tan sólo trece días y sin reuniones del Congreso, los asuntos gubernamentales se habían ralentizado, todo quedaba a la espera del nuevo año y el inicio de otra temporada legislativa.

Era una época de calma informativa, lo que probablemente explicara la amplia cobertura que estaba recibiendo en los medios la muerte del almirante Sylvian. Las recientes críticas de Daniels de la Junta de Jefes habían vuelto más oportuna la inoportuna muerte. Ramsey había escuchado risueño los comentarios del presidente, a sabiendas de que nadie en el Congreso se empeñaría en cambiar el organismo. Ciertamente la Junta de Jefes no mandaba mucho, pero cuando hablaba, la gente escuchaba. Lo que probablemente explicase, más que cualquier otra cosa, el resentimiento de la Casa Blanca. Sobre todo el de Daniels, un caso perdido que se aproximaba al clímax de su carrera política.

Delante de él vio a un hombre bajo y atildado con un ceñido abrigo de cachemir, el pálido rostro de querubín enrojecido por el frío. Bien afeitado, tenía el oscuro cabello erizado y muy corto. Pateaba el suelo, aparentemente para librarse del frío. Ramsey consultó el reloj y calculó que el enviado llevaba esperando al menos quince minutos.

Se acercó a él.

– Almirante, ¿sabe el puto frío que hace aquí?

– Dos bajo cero.

– Y ¿no podía haber sido puntual?

– Si hubiera hecho falta, lo habría sido.

– No estoy de humor para aguantar abusos de autoridad, no tengo ninguna gana.

Cuán interesante resultaba constatar cómo ser jefe de gabinete de un senador norteamericano confería tanto valor. Se preguntó si Aatos Kane le habría dicho a su acólito que fuera un capullo o si aquello era una improvisación.

– He venido porque el senador aseguró que tenía usted algo que decir.

– ¿Todavía quiere ser presidente?

Todos los contactos anteriores que Ramsey había establecido con Kane se habían realizado a través de ese enlace.

– Lo quiere. Y lo será.

– Lo dice con la confianza de un empleado que se agarra con fuerza a los faldones de su jefe.

– Todo tiburón tiene su rémora.

Él sonrió.

– Muy cierto.

– ¿Qué es lo que quiere, almirante?

Lo ofendió la altanería del mequetrefe. Era hora de poner a aquel joven en su sitio.

– Que cierre el pico y escuche.

Ramsey se fijó en sus ojos, que lo escrutaban con la mirada de un profesional de la política.

– Cuando Kane se encontraba en apuros, pidió ayuda y yo le di lo que quería. Sin más, sin hacer preguntas.

Esperó un instante antes de continuar, ya que tres hombres pasaron por su lado a toda prisa.

– Debería añadir -prosiguió- que infringí infinidad de leyes, cosa que, estoy seguro, le traerá completamente sin cuidado.

Su interlocutor no tenía edad, sabiduría ni riqueza, pero era ambicioso y comprendía el valor de los favores políticos.

– El senador es consciente de lo que usted hizo, almirante. Sin embargo, como bien sabe, no estábamos al tanto del alcance de lo que se proponía.

– Ni tampoco rechazaron los beneficios que se cosecharon.

– Cierto. ¿Qué es lo que quiere ahora?

– Quiero que Kane le diga al presidente que soy el hombre indicado para entrar en la Junta de Jefes de Estado Mayor. Cubriendo el puesto de Sylvian.

– Y ¿cree que el presidente no puede decirle que no al senador?

– No sin que ello acarree graves consecuencias.

El nervioso rostro que lo miraba se iluminó con una sonrisa fugaz.

– Eso no va a pasar. ¿Había oído bien?

– El senador supuso que querría eso. Es probable que el cuerpo de Sylvian ni siquiera se hubiese enfriado cuando llamó usted antes. -El joven titubeó-. Lo que nos da que pensar.

Ramsey vio recelo en los observadores ojos del hombre.

– Después de todo, como usted dice, nos prestó un servicio una vez, punto.

Él pasó por alto las insinuaciones y preguntó:

– ¿Cómo que «eso no va a pasar»?

– Es usted demasiado polémico, se parece mucho a un pararrayos. Hay demasiadas personas en la Marina a las que no les cae bien o que no se fían de usted. Respaldar su nombramiento tendría repercusiones. Y, como ya he mencionado, queremos presentar la candidatura a la Casa Blanca, empezar a principios del año que viene.

Ramsey cayó en la cuenta de que había dado comienzo el clásico baile de la Casa Blanca, una famosa danza en la que eran expertos políticos como Aatos Kane. Todos los entendidos coincidían: la carrera de Kane hacia la presidencia parecía factible. A decir verdad, era el líder de su partido, apenas tenía competencia. Ramsey sabía que el senador había estado recabando apoyo sin meter ruido, y sus partidarios ascendían a millones. Kane era un hombre afable, encantador, que se sentía a sus anchas ante una multitud y una cámara. No era ni conservador a ultranza ni liberal, sino una mezcla que a la prensa le encantaba calificar de «moderada». Estaba casado con la misma mujer desde hacía treinta años y nunca lo había salpicado el escándalo. Casi era demasiado perfecto. Salvo, naturalmente, por aquel favor que necesitó en su día.

– Bonita manera de darles las gracias a sus amigos -observó Ramsey.

– ¿Quién ha dicho que sea usted amigo nuestro?

El hastío arrugó su frente, si bien se apresuró a disimularlo. Debería haberlo visto venir: arrogancia. El mal más común que aquejaba a los políticos viejos.

– No, tiene razón. Ha sido muy impertinente por mi parte.

El otro perdió su mirada imperturbable.

– Seamos claros, almirante. El senador Kane le agradece lo que hizo. Habríamos preferido que se hiciera de otra forma, pero así y todo, aprecia el gesto. Sin embargo, él le devolvió el favor cuando impidió que la Marina lo trasladara. No una vez, sino dos. Y entramos a degüello. Es lo que usted quería y se lo dimos. Aatos Kane no es de su propiedad. Ni ahora ni nunca. Lo que pide es imposible. Antes de dos meses se anunciará la candidatura del senador a la Casa Blanca. Usted debería retirarse, hágalo, disfrute de un merecido descanso.

Ramsey reprimió toda actitud defensiva y se limitó a asentir.

– Y una cosa más. Al senador le molestó que llamara usted esta mañana exigiendo esta cita. Me ha enviado para que le diga que esta relación se ha terminado. Nada de visitas ni de llamadas. Ahora tengo que irme.

– Claro. No lo entretendré.

– Mire, almirante, sé que está cabreado, yo también lo estaría, pero no va a formar parte de la Junta de Jefes. Retírese. Entre de analista en la Fox y dígale al mundo que somos una panda de idiotas. Disfrute de la vida.

Él no contestó, sino que se limitó a mirar cómo se alejaba el muy capullo, sin duda orgulloso de su estelar actuación, impaciente por informar de cómo había puesto en su sitio al jefe de los servicios de inteligencia de la Marina.

Se dirigió a un banco vacío y tomó asiento.

El frío de las tablillas le atravesó el abrigo.

El senador Aatos Kane no sabía de la misa la mitad. Y su jefe de gabinete tampoco.

Pero ambos estaban a punto de enterarse.

TREINTA Y TRES

Munich, Alemania 13.00 horas

Wilkerson había dormido bien, satisfecho con cómo se había conducido en la cabaña y después con Dorothea. Tener acceso a dinero, pocas responsabilidades y una mujer bonita no eran malos sustitutos de ser almirante.

Naturalmente, siempre y cuando siguiera con vida.

Para preparar esa misión había investigado a conciencia a la familia Oberhauser: miles de millones en activos, y no vivían de las rentas, la suya era una fortuna que se había mantenido a lo largo de siglos de agitación política. ¿Oportunistas? Seguro. Su blasón parecía explicarlo todo: un perro con una rata en la boca dentro de un caldero rematado por una corona. Cuántas contradicciones. Más o menos, como la propia familia. Pero ¿cómo si no habrían sobrevivido?

Sin embargo, el tiempo había pasado factura. Dorothea y su hermana eran los únicos Oberhauser que quedaban.

Dos mujeres guapas, crispadas. Rozaban la cincuentena y eran iguales físicamente, aunque hacían todo lo posible por ser distintas. Dorothea había tirado por la rama empresarial y participaba activamente con su madre en los negocios familiares. Contrajo matrimonio cuando tenía poco más de veinte años y engendró un hijo, pero éste había muerto cinco años antes, una semana después de cumplir la veintena, en un accidente de tráfico. Según los informes, ella había cambiado después de la tragedia. Se había endurecido y era presa de una gran ansiedad y de un humor impredecible. Pegarle un tiro a un hombre con una escopeta, como había hecho la noche anterior, y después hacer el amor con desenfreno era buena prueba de esa dicotomía.

A Christl nunca le habían interesado los negocios, como tampoco el matrimonio o los hijos. Él sólo la había visto una vez, en un acto público al que asistieron Dorothea y su marido, cuando él estableció contacto. Era modesta, una estudiosa como su padre y su abuelo, volcada en las rarezas, y que rumiaba las infinitas posibilidades de la leyenda y el mito. La tesis de sus dos másteres había versado sobre oscuras relaciones entre míticas civilizaciones de la Antigüedad -como la Atlántida, según había descubierto él después de leer las dos- y culturas en vías de desarrollo. Todo ello, fantasía. Sin embargo, a los varones Oberhauser les fascinaban tamañas ridiculeces, y Christl parecía haber heredado su curiosidad. Ya no estaba en edad de tener hijos, así que él se preguntó qué sucedería cuando muriera Isabel oberhauser. Dos mujeres que no se llevaban bien -ninguna de las cuales podía dejar tras de sí herederos consanguíneos- lo heredarían todo.

Un escenario fascinante con un sinfín de posibilidades.

Estaba fuera, pasando frío, no muy lejos del hotel, un establecimiento magnífico que satisfaría los caprichos de cualquier rey. Dorothea había llamado la noche anterior desde el coche para hablar con el conserje, y cuando llegaron les esperaba una suite.

La soleada Marienplatz, la plaza por la que ahora paseaba, estaba repleta de turistas. Un extraño silencio se cernía sobre ella, interrumpido únicamente por un arrastrar de pies y un murmullo de voces. A la vista quedaban grandes almacenes, cafés, el mercado central, un palacio real e iglesias. El imponente Rathaus dominaba uno de sus lados, la magnífica fachada rebosante de detalles y oscurecida por los siglos. Había evitado a propósito la zona de los museos y se había encaminado hacia una de las diversas confiterías que gozaban de una gran actividad. Tenía hambre, y le encantaría probar unos pasteles de chocolate.

Puestos decorados con fragantes ramas de pino moteaban la plaza, parte del mercado navideño de la ciudad, que se perdía de vista por la bulliciosa arteria principal del casco antiguo. Wilkerson había oído que millones de personas acudían cada año durante las festividades, pero dudaba que Dorothea y él tuvieran tiempo para visitarlo. Ella tenía una misión, y él también, lo que le hizo pensar en el trabajo. Tenía que hablar con Berlín y dejar sentir su presencia por el bien de sus empleados. Así que sacó el móvil y marcó.

– Capitán Wilkerson -lo saludó su subordinado al cogerlo-. Me han ordenado pasar sus llamadas directamente al capitán Bishop.

Antes de que pudiera preguntar la razón, oyó la voz de su segundo.

– Capitán, debo preguntarle dónde está.

Wilkerson se puso en guardia inmediatamente. Bryan Bishop nunca lo llamaba «capitán», a menos que hubiese alguien escuchando.

– ¿Cuál es el problema? -inquirió él.

– Señor, esta llamada está siendo grabada. Ha sido relevado de sus funciones y declarado amenaza para la seguridad de nivel 3. Tenemos órdenes de localizarlo y arrestarlo.

Él controló sus emociones.

– ¿Quién ha cursado esas órdenes?

– Vienen del despacho del jefe. Las ha dictado el capitán Hovey y las firma el almirante Ramsey.

Había sido él quien había recomendado el ascenso de Bishop a capitán de fragata. Era un oficial dócil que obedecía las órdenes con celo, sin cuestionarlas. Bueno en su momento, malo ahora.

– ¿Se me busca? -quiso saber. Y en ese mismo instante lo asaltó un temor y colgó antes de oír la respuesta.

Se quedó mirando el aparato: esos chismes llevaban incorporado un localizador por GPS para casos de emergencia. Mierda. Así era como habían dado con él la noche anterior. No había usado la cabeza. Claro que antes de que lo atacaran tampoco sabía que fuera un blanco. Después había estado nervioso, y Ramsey, el muy hijo de puta, lo había arrullado con el objeto de ganar tiempo para enviar tras él a otro equipo.

Su padre estaba en lo cierto: no hay ni uno solo de fiar.

De pronto una ciudad con una extensión de casi doscientos kilómetros cuadrados y millones de habitantes pasó de ser un refugio a una cárcel. Echó un vistazo a la gente envuelta en gruesos abrigos, que caminaba en todas las direcciones.

Y dejaron de apetecerle los pasteles.

Ramsey salió del National Mall y se dirigió al centro de Washington, cerca de Dupont Circle. Por regla general, se servía de Charlie Smith para los cometidos especiales, pero en ese momento era imposible. Por suerte podía recurrir a diversos elementos, todos ellos capaces a su manera. Tenía fama de pagar bien y con prontitud, algo que sin duda ayudaba cuando quería que las cosas se hicieran rápidamente.

Él no era el único almirante que aspiraba al puesto de David Sylvian. Sabía de al menos cinco más que a buen seguro estarían llamando a congresistas en cuanto se enterasen de que Sylvian había muerto. En el plazo de unos días se presentarían los debidos respetos y se enterraría al hombre, pero el sucesor de Sylvian sería elegido en las próximas horas, ya que puestos tan elevados en la cadena de mando del Ejército no permanecían mucho tiempo vacantes.

Debería haber intuido que Aatos Kane sería un problema. El senador se las sabía todas, conocía el terreno que pisaba, pero la experiencia entrañaba responsabilidades. Hombres como Kane contaban con que sus adversarios no tenían ni las agallas ni los medios para explotar esas responsabilidades.

Él no sufría de ninguna de esas carencias.

Consiguió aparcar gracias a que un coche salió en ese momento. Al menos, algo iba bien ese día. Introdujo setenta y cinco centavos en el parquímetro y fue andando bajo aquel frío hasta Capitol Maps.

Una tienda interesante.

Nada salvo mapas de todos los rincones del mundo, incluida una impresionante colección de libros de viajes y guías turísticas. Ese día, Ramsey no iba en busca de material cartográfico; quería hablar con la propietaria.

Entró y la vio hablando con un cliente.

Ella se percató de su presencia, pero nada en su semblante reveló que lo conocía. Él supuso que las considerables sumas que le había pagado a lo largo de los años a cambio de sus servicios habían contribuido a financiar el establecimiento, pero nunca habían hablado del tema. Una de sus regláis: los asalariados eran herramientas y recibían el mismo tratamiento que un martillo, una sierra o un destornillador. Se usaban y se apartaban. La mayoría de la gente a la que contrataba comprendía esa regla. En caso contrario, no volvía a llamarla.

La dueña de la tienda terminó de hablar con el cliente y se aproximó a él como si tal cosa.

– ¿Busca algún mapa en concreto? Tenemos una amplia variedad.

Él echó una ojeada.

– Muy cierto. Y me alegro, porque hoy necesito mucha ayuda.

Wilkerson se percató de que lo seguían. Un hombre y una mujer, unos treinta metros más atrás, probablemente debido a su llamada a Berlín. No se habían acercado, lo que significaba que querían a Dorothea y esperaban que él los llevara hasta ella, o que lo estaban empujando hacia algún sitio.

Ninguna de esas dos perspectivas era agradable.

Se abrió paso a codazos entre un denso grupo de compradores de mediodía sin tener idea de cuántos adversarios más le estarían aguardando más adelante. ¿Amenaza para la seguridad de nivel 3? Eso significaba que para contenerlo emplearían toda la fuerza que fuera necesaria, incluida la mortífera. Peor aún, habían dispuesto de horas para prepararse. Sabía que la operación Oberhauser era importante -más personal que profesional-, y Ramsey tenía la conciencia de un verdugo. Si se sentía amenazado, reaccionaba. Y en ese momento sin duda parecía sentirse amenazado.

Echó a andar a buen paso.

Debía llamar a Dorothea para avisarla, pero le molestaba que la noche anterior se hubiera entrometido cuando él hablaba con Ramsey. Ése era su problema, y podía encargarse. Por lo menos no lo había reprendido por haberse equivocado en lo tocante a Ramsey. No, lo había llevado a un lujoso hotel de Múnich y lo había complacido. Llamarla quizá hiciera necesario que él explicara cómo los habían localizado, una conversación que le gustaría evitar.

A unos cincuenta metros, el compacto nudo de calles peatonales del casco antiguo terminaba en un bullicioso bulevar lleno de coches y edificios con la fachada amarilla que se daban un aire mediterráneo.

Volvió la cabeza.

Los que lo seguían estaban salvando la distancia que los separaba.

Miró a izquierda y derecha y luego al otro lado del estruendoso ajetreo. Había una parada de taxis en la acera de enfrente del bulevar, los taxistas estaban apoyados fuera, a la espera de clientes. En medio, seis carriles de caos, el ruido tan elevado como sus pulsaciones.

Los coches empezaron a acumularse cuando los semáforos de la izquierda se pusieron en rojo.

Por la derecha, en el carril central, se aproximó un autobús.

Por los carriles interiores y exteriores, el tráfico aminoraba la marcha.

El nerviosismo dio paso al miedo. No tenía elección. Ramsey lo quería muerto, y dado que sabía qué le esperaba con los dos perseguidores que le iban a la zaga, decidió arriesgarse con el bulevar.

Salió disparado cuando un conductor al parecer lo vio y frenó.

Calculó el siguiente movimiento a la perfección y se plantó en el carril central justo cuando los semáforos se ponían en rojo y el autobús comenzaba a detenerse para entrar en la intersección. Llegó al carril de fuera, que por suerte permaneció tranquilo unos instantes, y se vio en la herbosa mediana.

El autobús paró, impidiendo toda visibilidad desde la acera. Los cláxones y los chirridos, como una pelea de gansos y búhos, le brindaron su oportunidad. Había ganado unos segundos preciosos, así que decidió no desperdiciar ni uno solo. Atravesó a la carrera los tres carriles que tenía delante, desocupados gracias al semáforo, y subió al primer taxi al tiempo que ordenaba al conductor en alemán: «Arranque.»

El hombre se puso al volante y Wilkerson se agazapó cuando el vehículo salía.

Miró por la ventanilla.

El semáforo cambió a verde y un bloque de vehículos salió como una flecha. El hombre y la mujer avanzaron por la mitad despejada del bulevar, pero no pudieron cruzarlo entero gracias al torrente de coches que se acercaba a él a toda velocidad.

Sus dos perseguidores escudriñaron el lugar.

Wilkerson sonrió.

– ¿Adonde vamos? -preguntó en alemán el taxista.

Él decidió hacer otra jugada inteligente.

– Avance unas manzanas y deténgase.

Cuando el taxi se aproximó al bordillo, le dio al taxista diez euros y se bajó de un salto. Vio un letrero del metro y descendió corriendo la escalera, sacó un billete y se dirigió al andén.

El tren llegó y subió a un vagón que casi estaba lleno. Se sentó y encendió el móvil, en cuya pantalla apareció un elemento especial. Introdujo un código numérico y la pantalla le preguntó: «¿Borrar todo?» Él presionó «Sí». Al igual que su segunda esposa, que no lo oyó la primera vez, el teléfono quiso saber: «¿Está usted seguro?» El volvió a pulsar «Sí».

Ahora la memoria estaba borrada.

Wilkerson se inclinó, en apariencia para subirse los calcetines, y dejó el teléfono bajo el asiento. El tren llegó a la siguiente parada. Él salió, pero el teléfono continuó el viaje. Eso mantendría ocupado a Ramsey.

Subió a la superficie, satisfecho de haber escapado. Tenía que ponerse en contacto con Dorothea, pero debía ser cuidadoso. Si a él lo estaban vigilando, a ella también.

Salió a la soleada tarde y se orientó. No estaba lejos del río ni del Deutsches Museum. Ante él se extendía otra calle concurrida y una acera abarrotada.

De repente un hombre se situó a su lado.

– Bitte, Herr Wilkerson -le dijo en alemán-. Suba a ese coche de ahí, junto al bordillo.

Él se quedó helado.

El hombre llevaba un largo abrigo de lana y tenía ambas manos en los bolsillos.

– No me gustaría tener que hacerlo -añadió-, pero le pegaré un tiro aquí mismo si es necesario.

Los ojos de Wilkerson bajaron hasta el bolsillo del abrigo del desconocido.

El estómago se le revolvió. Era imposible que la gente de Ramsey lo hubiese seguido, pero se había concentrado de tal modo en ellos que no había reparado en nadie más.

– No es usted de Berlín, ¿verdad? -quiso saber él.

– Nein. No tengo nada que ver.

TREINTA Y CUATRO

Aquisgrán, Alemania 13.20 horas

Malone admiraba uno de los últimos vestigios del Imperio carolingio, conocido por aquel entonces como la iglesia de Nuestra Señora y después como la capilla de Carlomagno. La construcción parecía constar de tres secciones distintas: un campanario gótico, que daba la impresión de ser independiente; una sección media circular, pero angulosa, unida al campanario mediante un puente cubierto y coronada por una insólita cúpula estriada, y un edificio alto y alargado que parecía todo tejado y vidrieras. El conglomerado había sido erigido entre finales del siglo Vin y el XV, y era asombroso que hubiese sobrevivido, en particular los últimos cien años, cuando, como sabía Malone, Aquisgrán había sido bombardeada sin piedad.

La capilla se alzaba en el extremo bajo de una pendiente de la ciudad, y en su día enlazaba con el palacio en sí mediante una serie de estructuras de madera que albergaban un solárium, una guarnición, tribunales de justicia y dependencias para el soberano y su familia.

El palatinado de Carlomagno.

Tan sólo quedaban un patio, la capilla y los cimientos del palacio, sobre los cuales constructores del siglo XIV habían levantado el ayuntamiento de Aquisgrán. El resto había desaparecido hacia siglos.

Entraron en la capilla por las puertas del oeste, el antiguo atrio con exedras. Tres escalones descendían hasta un pórtico de estilo barroco, los muros encalados y sobrios.

– Estos pasos son importantes -apuntó Christl-. Fuera, el nivel del suelo se ha elevado desde la época de Carlomagno.

Malone recordó lo que le había contado Dorothea sobre Otón III.

– ¿Aquí abajo es donde encontraron la tumba de Carlomagno? ¿Y el libro de Dorothea?

Ella asintió.

– Hay quien dice que Otón III cavó aquí y halló al rey sentado bien erguido, los dedos señalando el Evangelio de san Marcos. «¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma?»

Él captó su cinismo.

– Otros afirman que el emperador Barbarroja dio con la tumba aquí en 1165 y el cuerpo yacía en un ataúd de mármol. Ese sarcófago romano se exhibe en el tesoro, al lado. Se supone que Barbarroja lo sustituyó por un arcón dorado que en la actualidad está ahí, en el coro -añadió señalando la capilla.

Al otro lado del altar, Malone vio un relicario de oro expuesto dentro de una vitrina de cristal iluminada. Dejaron el pórtico y entraron en la capilla. A izquierda y derecha se abría un pasillo circular, pero él se sintió atraído al centro del octógono interior. Una luz neblinosa se colaba por las ventanas que se abrían en lo alto de la cúpula.

– Un octógono dentro de un hexadecágono -observó.

Ocho pilares ingentes se unían para formar dobles columnas que sostenían la alta cúpula, y unos arcos redondos se alzaban hacia el cielo, hasta las galerías superiores, donde esbeltas columnas, puentes de mármol y celosías servían de enlace entre todo el conjunto.

– Cuando se terminó, éste fue el edificio más alto al norte de los Alpes durante tres siglos -explicó Christl-. En el sur se había utilizado piedra para levantar templos, anfiteatros, palacios y, posteriormente, iglesias, pero esta clase de construcción era desconocida entre las tribus germánicas. Fue la primera tentativa de erigir una bóveda de piedra lejos del Mediterráneo.

Malone alzó la vista hacia la imponente galería.

– Poco de lo que ve data de la época de Carlomagno -explicó ella-. La estructura en sí, evidentemente. Las treinta y seis columnas de mármol de allí, en el segundo nivel: algunas son originales; las trajeron de Italia y las robó Napoleón, pero al final volvieron. Las ocho rejas de bronce que ve entre los arcos también son genuinas. Todo lo demás es posterior. Los carolingios encalaban sus iglesias y pintaban el interior; después, los cristianos añadieron elegancia. Sin embargo, ésta es la única iglesia de Alemania construida por orden de Carlomagno que sigue en pie.

Malone hubo de arquear la espalda para poder ver la cúpula. Los dorados mosaicos representaban a veinticuatro ancianos vestidos de blanco que se hallaban ante el trono ofreciendo coronas de oro en la adoración del Cordero. Del Apocalipsis, si mal no recordaba. Más mosaicos decoraban el tambor que soportaba la cúpula. María, san Juan Bautista, Cristo, el arcángel Miguel, Gabriel, incluso el propio Carlomagno.

Suspendido por una cadena de hierro forjado, cuyos eslabones iban engrosándose a medida que ascendían, había un enorme candelabro con forma de rueda repleto de un intrincado trabajo de orfebrería.

– El emperador Barbarroja regaló ese candelabro en el siglo XII después de su coronación -contó ella-. Simboliza la celestial Jerusalén, la ciudad de las luces, que descenderá de los cielos como la corona del vencedor, tal y como se les promete a los cristianos.

De nuevo el Apocalipsis. A Malone se le pasó por la cabeza otra catedral, San Marcos de Venecia.

– Este sitio tiene un aire bizantino.

– Refleja el amor de Carlomagno a la riqueza bizantina en vez de a la austeridad romana.

– ¿Quién fue su artífice?

Ella se encogió de hombros.

– No se sabe. En algunos textos se menciona a un tal maestro Eudes de Metz, pero de él no se sabe nada salvo que por lo visto estaba familiarizado con la arquitectura del sur. Eginardo sin duda tomó parte, al igual que el propio Carlomagno.

El interior no impresionaba por sus dimensiones, más bien daba sensación de intimidad, los ojos se iban hacia arriba, hacia el cielo.

La entrada a la capilla era gratuita, pero por allí deambulaban varios grupos de turistas de pago, con sus respectivos guías explicando lo más destacado. El que los venía siguiendo desde la estación de tren también había entrado, al amparo de uno de los grupos. Luego, aparentemente satisfecho de que hubiese un único acceso, había salido.

Malone estaba en lo cierto: habían colocado un dispositivo de seguimiento en su coche de alquiler. ¿Cómo si no había dado con ellos el sicario la noche anterior? Era evidente que no los seguían; ese día habían ido en el mismo coche de Reichshoffen a Garmisch para coger el tren, el lugar donde había visto a Cara Chupada.

Nada mejor para saber si alguien lo seguía a uno que dirigir sus pasos.

Christl señaló la galería de la segunda planta.

– Esa zona estaba reservada al monarca. Aquí fueron coronados treinta emperadores romanos. Después de sentarse en el trono y seguir los pasos de Carlomagno, tomaban posesión del imperio simbólicamente. A ningún emperador se lo consideraba legítimo hasta que subía al trono de ahí arriba.

El octógono estaba lleno de sillas para los fieles y, según vio Malone, para los turistas. Tomó asiento en un lateral y preguntó:

– Muy bien, ¿por qué estamos aquí?

– A Eginardo le apasionaban las matemáticas y la arquitectura.

Él captó lo que Christl no había expresado.

– Que le enseñaron los santos, ¿no?

– Eche un vistazo a este lugar: todo un logro para el siglo IX, con un montón de novedades. La bóveda de piedra fue revolucionaria. Quienquiera que la diseñara y la construyera sabía lo que se hacía.

– Pero ¿qué tiene que ver esta capilla con el testamento de Eginardo?

– En ese testamento, Eginardo escribió que para comprender la sabiduría del cielo hay que empezar en la nueva Jerusalén.

– ¿Ésta es la nueva Jerusalén?

– Así es exactamente como llamaba Carlomagno a esta capilla.

Malone recordó el texto:

– «Las revelaciones serán claras una vez haya sido descifrado el secreto de tan maravilloso lugar. Resolved esta búsqueda aplicando la perfección del ángel a la santificación del Señor. Pero sólo aquellos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo.»

– Tiene buena memoria.

– Si usted supiera…

– Los acertijos no son mi fuerte, y éste me está volviendo loca.

– ¿Quién dice que a mí se me dan bien?

– Mi madre dice que su fama lo precede.

– Me alegra saber que he pasado la prueba de mamá. Tal y como les dije a ella y a usted, parece que ha tomado partido.

– Intenta que Dorothea y yo trabajemos juntas. Llegado el momento es posible que tengamos que hacerlo, pero mi intención es evitarlo el mayor tiempo posible.

– En la abadía, cuando vio el armario destrozado pensó que la culpable era Dorothea, ¿no es así?

– Ella sabía que mi padre guardaba allí sus papeles, pero yo no le dije cómo se abría el armario. A ella no le interesó hasta hace poco. Está claro que no quería que yo tuviera esos documentos.

– Pero ¿quería que me tuviera a mí?

– Resulta desconcertante.

– Tal vez creyera que yo no serviría de nada.

– No se me ocurre la razón.

– Halagos, ¿eh? Ya veo que está dispuesta a probar con todo.

Ella sonrió, y Malone quiso saber.

– ¿Por qué iba Dorothea a robar los documentos de la abadía y dejar el original de al menos uno de ellos en el castillo?

– Dorothea rara vez iba a esa parte de Reichshoffen. No tiene mucha idea de lo que hay ahí abajo.

– Entonces ¿quién mató a la mujer del funicular?

El rostro de Christl se endureció.

– Dorothea.

– ¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

– Es preciso que sepa usted que mi hermana no tiene conciencia.

– Son ustedes las gemelas más raras que he conocido en mi vida.

– El hecho de que naciéramos a la vez no nos convierte en iguales. Siempre hemos mantenido entre nosotras una distancia que ambas disfrutamos.

– Entonces ¿qué pasará cuando lo hereden todo?

– Creo que mi madre espera que esta búsqueda acabe con nuestras diferencias.

Él captó sus reservas.

– ¿Es que no va a pasar?

– Las dos hemos prometido intentarlo.

– Pues tienen una extraña forma de hacerlo.

Malone echó una ojeada a la capilla. A irnos metros, dentro del polígono exterior, se hallaba el altar mayor.

A Christl no le pasó por alto su interés.

– Según dicen, la tabla de ahí se hizo con el oro que Otón III encontró en la tumba de Carlomagno.

– Ya sé lo que va a decir: «Pero nadie lo sabe a ciencia cierta.»

Las explicaciones que ella había dado hasta el momento eran específicas, pero eso no quería decir que fuesen ciertas. Malone consultó el reloj y se puso en pie.

– Tenemos que comer algo.

Ella lo miró con perplejidad.

– ¿Es que no vamos a ocuparnos de esto primero?

– Si supiera cómo, lo haría.

Antes de entrar en la capilla se habían pasado por la tienda de regalos y habían averiguado que el interior permanecía abierto hasta las siete de la tarde y la última visita guiada comenzaba a las seis. Él también se había fijado en que había diversas guías y material histórico, parte en inglés, la mayoría en alemán, una lengua en la que, afortunadamente, se defendía.

– Haremos una parada e iremos a comer.

– La Marktplatz no está lejos.

Él señaló las puertas principales.

– Usted decide.

TREINTA Y CINCO

Charlotte, Carolina del Norte 11.00 horas

Charlie Smith llevaba unos vaqueros lavados a la piedra, un polo oscuro y unas botas con puntera de acero, todo ello adquirido hacía unas horas en un Wall-Mart. Imaginó que era uno de los chicos Duke del condado de Hazzard nada más salir por la ventanilla del conductor del General Lee. Un tráfico fluido en la carretera de dos carriles al norte de Charlotte le había permitido viajar sin prisas y ahora se hallaba entre los árboles, tiritando, la vista clavada en la casa, que debía de medir más de cien metros cuadrados. Conocía su historia.

Herbert Rowland compró la propiedad a los treinta años, la estuvo pagando hasta los cuarenta y edificó la casa a los cincuenta. Dos semanas después de dejar la Marina, Rowland y su mujer cargaron un camión de mudanzas y se instalaron a treinta kilómetros al norte de Charlotte. Habían pasado los diez últimos años viviendo tranquilamente a orillas del lago.

Smith había estudiado el expediente en el vuelo que lo llevó al norte de Jacksonville. Rowland tenía dos problemas médicos reales: el primero es que era diabético desde hacía tiempo. Tipo 1, insulino-dependiente, controlable siempre y cuando se inyectara insulina a diario. El segundo era su afición por el alcohol, con el whisky a la cabeza de sus preferencias. Era un entendido y gastaba una parte de su pensión mensual en marcas de primera calidad que adquiría en una cara licorería de Charlotte. Siempre bebía en casa, por la noche, junto con su mujer.

Sus notas del último año sugerían una muerte relacionada con la diabetes. Sin embargo, le había costado lo suyo idear un método con el que conseguir ese resultado sin despertar sospechas.

La puerta principal se abrió y Herbert Rowland salió al vivo sol. El anciano fue directo a un sucio Ford Tundra y se alejó. El segundo vehículo, propiedad de la mujer de Rowland, no se veía por ninguna parte. Smith aguardó diez minutos entre los matorrales y decidió arriesgarse.

Se encaminó a la puerta y llamó.

Nada.

Otra vez.

Le llevó menos de un minuto forzar la cerradura. Sabía que no había ningún sistema de alarma: a Rowland le gustaba ir contando que, en su opinión, eso era tirar el dinero.

Abrió con cuidado, entró y dio con el contestador automático. Escuchó los mensajes guardados: el sexto, de la mujer de Rowland, de hacía unas horas, le gustó. Se encontraba en casa de su hermana y había llamado para ver cómo estaba. Terminaba diciendo que regresaría dentro de dos días.

Su plan cambió en el acto.

Dos días a solas le brindaban una excelente oportunidad.

Pasó por delante de un armero con rifles de caza. Rowland era un amante de los bosques. Comprobó un par de escopetas y rifles. A él también le gustaba cazar, sólo que sus piezas caminaban erguidas sobre dos patas.

Entró en la cocina y abrió la nevera. En la puerta, exactamente allí donde indicaba el informe, había cuatro viales de insulina. Examinó cada uno de ellos con las manos enfundadas en guantes. Llenos, el sello de plástico intacto a excepción del que estaba siendo utilizado.

Llevó el vial al fregadero y se sacó una jeringuilla vacía del bolsillo. Tras perforar el sello de goma con la aguja, tiró del émbolo, extrajo el medicamento y a continuación vertió el líquido por el desagüe. Repitió el proceso dos veces más hasta vaciar el vial. De otro bolsillo sacó un frasco de solución salina. Llenó la jeringa e inyectó su contenido, repitiendo la operación hasta que el vial volvió a estar lleno hasta sus tres cuartas partes.

Aclaró la pila y devolvió el vial manipulado a la nevera. A las ocho horas a partir de ese instante, cuando se pusiera la inyección, Herbert Rowland no notaría gran cosa. Pero el alcohol y la diabetes no hacían buenas migas. Un exceso de alcohol y una diabetes sin tratar eran mortales. Al cabo de unas pocas horas Rowland entraría en estado de shock y por la mañana habría muerto.

Lo único que Smith tendría que hacer era estar alerta.

Oyó un motor y corrió a la ventana.

Un hombre y una mujer se bajaron de un Chrysler.

Dorothea estaba preocupada: Wilkerson llevaba mucho tiempo fuera. Había dicho que iba a buscar una pastelería para comprar algo dulce, pero de eso hacía ya casi dos horas.

El teléfono de la habitación sonó y la sobresaltó. Nadie sabía que estaba allí, salvo…

Lo cogió.

– Dorothea -dijo Wilkerson-, escúchame. Me han seguido, pero he logrado darles esquinazo.

– ¿Cómo nos han encontrado?

– Ni idea, pero conseguí volver al hotel y vi a unos hombres fuera. No uses el móvil, se puede rastrear. Entre nosotros es una práctica habitual.

– ¿Estás seguro de que te has librado de ellos?

– Cogí el metro. Ahora es a ti a quien controlan porque piensan que puedes llevarlos hasta mí.

Ella comenzó a urdir un plan.

– Aguanta unas horas y coge el metro hasta la Hauptbahnhof. Espera cerca de la oficina de información y turismo. Estaré allí a las seis.

– ¿Cómo vas a salir del hotel? -inquirió él.

– Teniendo en cuenta lo que frecuenta mi familia este sitio, seguro que el conserje hace lo que yo le pida.

Stephanie y Edwin Davis bajaron del coche. Habían viajado de Atlanta a Charlotte, casi unos cuatrocientos kilómetros, todo carretera interestatal, en algo menos de tres horas. Davis había averiguado dónde vivía Herbert Rowland, capitán de corbeta retirado, por los archivos de la Marina, y Google le había indicado cómo llegar.

La casa se hallaba al norte de Charlotte, junto al lago Eagles, el cual, a juzgar por su tamaño y su forma irregular, parecía artificial. La orilla era empinada, arbolada y pedregosa. No había muchas construcciones. La casa de Rowland, de madera y con el tejado a cuatro aguas, estaba a cuatrocientos metros de la carretera, entre pelados árboles de hoja caduca y verdes álamos, y disfrutaba de excelentes vistas.

Stephanie no estaba nada segura de todo aquello y había expresado sus preocupaciones durante el trayecto, sugiriendo poner al corriente a la policía.

Pero Davis se había negado.

– Esto no es una buena idea -insistió ella.

– Stephanie, si acudiera al FBI o al sheriff de aquí y les contara lo que sospecho me dirían que estoy loco. Y ¿quién sabe? Tal vez lo esté.

– Que Zachary Alexander muriera anoche no es ninguna fantasía.

– Pero tampoco es un asesinato que se pueda demostrar. Habían sabido por el servicio secreto de Jacksonville que no se habían encontrado pruebas de que hubiera sido un crimen.

Ella se fijó en que no había ningún coche aparcado allí.

– Da la impresión de que no hay nadie.

Davis cerró de un portazo.

– Sólo hay una forma de averiguarlo.

Stephanie lo siguió hasta el porche y él aporreó la puerta principal. Nada. Probó de nuevo. Al cabo de unos momentos más de silencio, Davis echó mano del pomo.

Abrió.

– Edwin… -empezó ella, pero Davis ya había entrado.

Stephanie se quedó esperando en el porche.

– Esto es un delito grave.

Él se volvió.

– Pues quédate ahí fuera pasando frío. No te estoy pidiendo que infrinjas la ley.

Stephanie sabía que alguien tenía que pensar con la cabeza, de manera que entró.

– Tengo que estar mal de la chaveta para meterme en esto.

Él sonrió.

– Malone me contó que eso mismo te dijo él el año pasado en Francia.

Ella no lo sabía.

– ¿De veras? Y ¿qué más dijo Cotton?

Davis no contestó, sino que se dispuso a investigar. A Stephanie la decoración le hizo pensar en las tiendas Pottery Barn: sillas con el respaldo de tablillas, un sofá por módulos, alfombras de yute sobre un piso de madera noble descolorida. Todo estaba muy ordenado. Las paredes y las mesas, repletas de fotografías enmarcadas. Todo indicaba que a Rowland le iba la caza y la pesca. Había animales salpicando las paredes, mezclados con más retratos de lo que probablemente fuesen hijos y nietos. Ante un sofá modular se extendía una terraza de madera; desde allí se veía la orilla más alejada del lago. La casa parecía erigida en el recodo de una cala.

Davis seguía concentrado en su búsqueda y abría cajones y armarios.

– ¿Qué haces? -se interesó ella.

Él entró en la cocina.

– Intento formarme una idea de las cosas.

Stephanie lo oyó abrir el frigorífico.

– La nevera dice mucho de uno -afirmó Davis.

– ¿Ah, sí? Y ¿qué te dijo la mía?

Davis la había abierto antes de que se fueran para beber algo.

– Que no cocinas. Me recordó a la facultad: no había gran cosa.

Ella sonrió.

– Y ¿qué te dice ésta?

Él señaló un lugar y repuso:

– Que Herbert Rowland es diabético.

Stephanie reparó en los viales con el nombre de Rowland que decían «Insulina».

– No te habrás herniado.

– Y que le gusta el whisky bien frío. Maker’s Mark. Es bueno.

En la parte de arriba había tres botellas.

– ¿Bebes? -inquirió ella.

Davis cerró la puerta del refrigerador.

– Me gusta beber un trago de Macallan de sesenta años de vez en cuando.

– Tenemos que irnos -advirtió ella.

– Esto es por el bien de Rowland. Alguien va a matarlo de la forma que menos se espera. Hemos de revisar las otras habitaciones.

Stephanie, que seguía sin estar convencida, volvió al cuarto de estar, del que salían tres puertas. Debajo de una de ellas vio algo, una luz cambiante, sombras, como si alguien acabara de pasar por delante al otro lado.

En su cabeza sonaron las alarmas.

Metió la mano bajo el abrigo y sacó el arma reglamentaria de Magellan Billet: una Beretta. Davis la vio.

– ¿Has venido armada?

Ella levantó el dedo índice para decirle que se callara y señaló la puerta.

«Tenemos visita», dijo moviendo mudamente los labios.

Charlie Smith había estado intentando escuchar. Los dos intrusos habían irrumpido en la casa con descaro, obligándolo a refugiarse en el dormitorio, donde había cerrado la puerta y permanecido cerca de ella. Cuando el hombre dijo que quería comprobar el resto de las habitaciones, Smith supo que estaba en apuros. No iba armado. Sólo llevaba una arma cuando era absolutamente necesario, y como había ido en avión de Virginia a Florida, eso había resultado imposible. Además, las armas eran una mala manera de matar discretamente: llamaban demasiado la atención, dejaban pruebas y planteaban interrogantes.

Allí no debería haber nadie. El informe especificaba que Herbert Rowland trabajaba como voluntario en la biblioteca local todos los miércoles hasta las cinco de la tarde. Aún quedaban horas para que regresara. Y su mujer se había ido. Había captado retazos de la conversación, que parecía más personal que profesional; la mujer estaba claramente nerviosa. Sin embargo, después había oído: «¿Has venido armada?»

Tenía que marcharse, pero no era posible. En las paredes de fuera del dormitorio se abrían cuatro ventanas, pero escapar por ellas no era viable.

La habitación incluía un cuarto de baño y dos armarios. Tenía que hacer algo de prisa.

Stephanie abrió la puerta del dormitorio. La enorme cama estaba hecha, todo ordenado, como el resto de la casa. La puerta del baño permanecía abierta, y la luz que entraba por las cuatro ventanas iluminaba vivamente la alfombra bereber que vestía la estancia. Fuera, la brisa agitaba los árboles y unas sombras negras bailoteaban en el suelo.

– ¿Y los fantasmas? -preguntó Davis.

Ella bajó la pistola.

– Falsa alarma.

Entonces algo llamó su atención.

Las puertas de uno de los armarios eran correderas, el de la señora Rowland, a todas luces, con ropa de mujer colgada sin orden ni concierto. El otro armario era más pequeño, con la puerta de madera y con bisagras. Stephanie no podía ver su interior, pues formaba un ángulo recto en un corto pasillo que llevaba al cuarto de baño. La puerta estaba abierta, y la cara interior era visible desde donde ella se encontraba. Una percha de plástico colgada del pomo de dentro se movió, ligerísimamente, de lado a lado.

No mucho, pero lo suficiente.

– ¿De qué se trata? -preguntó Davis.

– Tienes razón -contestó ella-. Aquí no hay nada. Sólo son los nervios por estar cometiendo un allanamiento.

Vio que Davis no se había dado cuenta, o en todo caso estaba disimulando.

– ¿Podemos irnos ya? -inquirió ella.

– Claro. Creo que hemos visto bastante.

Wilkerson estaba aterrorizado.

El tipo de la acera lo había obligado a llamar a Dorothea a punta de pistola, le había ordenado exactamente qué decir. El cañón de una automática de nueve milímetros lo apuntaba a la sien izquierda, y el hombre le había advertido que cualquier cambio en el guión le haría apretar el gatillo.

Pero él había hecho exactamente lo que le había dicho.

Después había cruzado Munich en la parte trasera de un Mercedes cupé, con las manos esposadas a la espalda y su secuestrador al volante. Se entretuvieron un rato, su captor lo dejó solo en el coche mientras hablaba fuera por un móvil.

Habían transcurrido varias horas.

Dorothea llegaría a la estación de tren dentro de poco, pero ellos no estaban ni medianamente cerca de allí. A decir verdad, se alejaban del centro en dirección sur, salían de la ciudad para dirigirse hacia Garmisch y los Alpes, a unos cien kilómetros.

– ¿Y si me dice una cosa? -le preguntó al conductor.

El hombre no respondió.

– Ya que no va a revelarme para quién trabaja, ¿por qué no me dice cómo se llama? ¿O también es un secreto?

Le habían enseñado que suscitar el interés de los captores era el primer paso para averiguar cosas sobre ellos. El Mercedes torció a la derecha, entró en una vía de acceso a la Autobahn, aceleró y se incorporó a la autopista.

– Me llamo Ulrich Henn -contestó el hombre al cabo.

TREINTA Y SEIS

Aquisgrán 17.00 horas

Malone disfrutaba de la comida. Él y Christl habían vuelto a la Marktplatz, cuya forma era triangular, y habían encontrado un restaurante que daba al Rathaus de la ciudad. Antes habían entrado en la tienda de regalos de la capilla y comprado media docena de guías. El paseo los había llevado por un laberinto de callejuelas adoquinadas flanqueadas por casas burguesas que creaban un ambiente medieval, aunque lo más probable es que la mayoría sólo tuvieran unos cincuenta años de antigüedad, dado que sobre Aquisgrán habían llovido las bombas durante la década de 1940. El frío de la tarde no era un obstáculo para las compras: la gente abarrotaba las modernas tiendas anticipando las Navidades.

Cara Chupada, que todavía los seguía, había entrado en otro café, situado en diagonal con respecto a donde se hallaban él y Christl. Malone había pedido una mesa junto a la ventana y le habían dado una cerca de ésta, desde donde podía ver el exterior.

Se preguntó quién sería su perseguidor. Que sólo fuera uno significaba que se las veía o bien con aficionados o bien con gente que no tenía bastante dinero para contratar a más personas. Tal vez Cara Chupada se creyese tan bueno que pensara que nadie lo descubriría. Había conocido a muchos agentes con un ego similar.

Ya había hojeado tres de las guías. Como le había dicho Christl, Carlomagno consideraba la capilla su «nueva Jerusalén». Siglos después, Barbarroja confirmó esa afirmación al donar el candelabro de cobre dorado. Antes, Malone se había fijado en una inscripción en latín en las tiras del candelabro, y en uno de los libros figuraba la traducción. La primera línea rezaba: «Aquí apareces en la imagen, oh, Jerusalén, celestial Sión, tabernáculo de paz para nosotros y esperanza de bendito reposo.»

Según una cita del historiador del siglo IX Notker, Carlomagno ordenó construir la capilla «de conformidad con una idea propia», su longitud, anchura y altura guardaban una relación simbólica. Las obras comenzaron en torno a los años 790-800, y la construcción fue consagrada el 6 de enero de 805 por el papa León III, en presencia del emperador.

Malone cogió otro de los libros.

– Supongo que habrá estudiado a fondo la historia de la época de Carlomagno.

Christl sostenía en la mano una copa de vino.

– Es lo mío. El carolingio es un período de transición para la civilización occidental. Antes Europa era una casa de locos donde imperaban las razas en conflicto, la ignorancia supina y el máximo caos político. Carlomagno creó el primer gobierno centralizado al norte de los Alpes.

– Pero todo cuanto consiguió se vino abajo con su muerte. Su imperio se desmoronó, su hijo y sus nietos se lo cargaron todo.

– Sin embargo, aquello en lo que creía echó raíces. Pensaba que el objetivo principal de un gobierno debía ser el bienestar de sus gentes. Para él los campesinos eran seres humanos que había que tener en cuenta. No gobernaba para alcanzar la gloria, sino por el bien común. Dijo muchas veces que su misión no era ensanchar su imperio, sino conservarlo.

– Pero conquistó nuevos territorios.

– Lo mínimo. Territorios de aquí y de allá con fines específicos. Era un revolucionario en casi todos los sentidos. En su época, los soberanos reunían hombres musculosos, arqueros, guerreros, pero él se rodeaba de eruditos y maestros.

– No obstante, todo ello desapareció, y Europa estuvo anestesiada otros cuatrocientos años antes de que se produjera un verdadero cambio.

Ella asintió.

– Ése parece ser el destino de la mayoría de los grandes gobernantes. Los herederos de Carlomagno no fueron tan sabios. El emperador se casó en numerosas ocasiones y engendró montones de hijos, nadie sabe cuántos. Su primogénito, el jorobado Pipino, nunca tuvo ocasión de reinar.

La mención de la deformidad le recordó a Malone la espalda contrahecha de Henrik Thorvaldsen. Se preguntó qué estaría haciendo su amigo danés. Seguro que Thorvaldsen conocía a Isabel Oberhauser o había oído hablar de ella. Algo de información a ese respecto no le vendría mal, pero si lo llamaba, Thorvaldsen se preguntaría por qué seguía en Alemania. Dado que ni él sabía la respuesta a esa pregunta, no tenía sentido suscitarla.

– Después Pipino fue desheredado -añadió ella-, cuando Carlomagno engendró hijos sanos y sin deformaciones de posteriores esposas. Y Pipino se convirtió en enemigo acérrimo de su padre, si bien murió antes que él. Al final, el único hijo que sobrevivió fue Luis, un hombre afable, profundamente religioso y culto, si bien rehuía la batalla y era incoherente. Fue obligado a abdicar en favor de sus tres hijos, que en 841 ya habían desgajado el imperio. Éste no volvería a reunirse hasta el siglo X, bajo el reinado de Otón I.

– ¿También recibió ayuda? ¿Los santos?

– No se sabe. El único relato directo de su implicación en la cultura europea lo constituyen los contactos que mantuvieron con Carlomagno, y éstos sólo los recoge el diario que yo tengo, el que Eginardo dejó en su tumba.

– Y ¿cómo es que todo esto se ha mantenido en secreto?

– Mi abuelo se lo contó sólo a mi padre, pero, teniendo en cuenta sus desvaríos, no era fácil saber qué era real y qué no. Luego mi padre hizo partícipes a los americanos, pero ni mi padre ni ellos fueron capaces de leer el libro de la tumba de Carlomagno, el que tiene Dorothea, que supuestamente es la versión completa. Así que el secreto ha perdurado.

En vista de lo que le estaba contando, Malone preguntó:

– Entonces ¿cómo pudo encontrar algo su abuelo en la Antártida?

– No lo sé. Lo único que sé es que fue así. Ya vio usted las piedras.

– Y ¿quién las tiene ahora?

– Dorothea, estoy segura. Está claro que no quería que las tuviera yo.

– ¿Y se cargó las piezas? ¿La colección de su abuelo?

– A mi hermana siempre le han traído sin cuidado las creencias de mi abuelo. Y es capaz de todo.

Él captó más frialdad en su tono y decidió no seguir presionando. Prefirió echar un vistazo a una de las guías y estudiar un boceto de la capilla, los patios que la rodeaban y los edificios contiguos.

El complejo de la capilla tenía una forma casi fálica, circular en un extremo y con una prolongación terminada en una punta redondeada en el otro. Conectaba con lo que en su día era el refectorio, en la actualidad el tesoro, mediante una puerta interior. Sólo figuraba una puerta exterior -la entrada principal, por la que ellos habían accedido antes-, llamada la Puerta del Lobo.

– ¿En qué piensa? -quiso saber ella.

La pregunta le hizo centrarse de nuevo en Christl.

– Ese libro suyo, el de la tumba de Eginardo. ¿Tiene una traducción completa del latín?

Ella asintió.

– En el ordenador, en Reichshoffen, pero no sirve de mucho. Habla de los santos y de algunas de sus charlas con Carlomagno. Se supone que la información importante está en el libro de Dorothea, lo que Eginardo llamaba la «visión completa».

– Pero por lo visto su abuelo supo de esa visión.

– Eso parece, aunque no lo sabemos a ciencia cierta.

– Entonces, ¿qué pasará cuando termine esta búsqueda? No tenemos el libro de Dorothea.

– Ahí es donde mi madre espera que trabajemos juntas. Cada una de nosotras tiene una parte y está obligada a colaborar con la otra.

– Pero las dos están intentando hacerse con todas las piezas a la desesperada para no necesitar a la otra.

¿Cómo había podido acabar metido en semejante lío?

– Para mí, la búsqueda de Carlomagno es la única forma de averiguar algo; Dorothea opina que la solución podría estar en la Ahnenerbe y lo que quiera que persiguiese. Sin embargo, yo no lo creo así.

Malone sintió curiosidad.

– Está muy al tanto de lo que ella piensa.

– Mi futuro está en juego. ¿Por qué no iba a saber todo cuanto pudiera?

Aquella mujer elegante nunca dudaba cuando se trataba de dar con un sustantivo, siempre buscaba el tiempo verbal correcto y siempre decía la frase adecuada. Aunque era guapa, lista e interesante, había algo en Christl Falk que no terminaba de encajar. Lo mismo le había pasado cuando conoció a Cassiopeia Vitt, en Francia, el año anterior.

Atracción mezclada con cautela.

Sin embargo, esa parte negativa no parecía echarlo para atrás nunca.

¿Por qué se sentía atraído por mujeres fuertes con profundas contradicciones? Pam, su ex esposa, había sido difícil, y todas las mujeres a las que había conocido desde que se divorció habían sido de armas tomar, incluida Cassiopeia. Y ahora esa heredera alemana, una combinación de belleza, cerebro y fanfarronería.

Miró por la ventana el ayuntamiento, de estilo neogótico, con una torre a cada lado, en una de las cuales había un reloj que marcaba las cinco y media.

A ella no se le escapó su interés en el edificio.

– Hay una anécdota. La capilla se encuentra detrás del ayuntamiento, y Carlomagno los hizo unir mediante un patio que formaba parte del recinto de su palacio. En el siglo XIV, cuando Aquisgrán erigió el ayuntamiento, cambiaron la entrada de la cara norte, que daba al patio, a la sur, hacia este lugar, como reflejo de una nueva independencia civil. La gente se había vuelto engreída y, simbólicamente, le dio la espalda a la iglesia. -Señaló por la ventana la fuente de la Marktplatz-. La estatua representa a Carlomagno. Como puede ver, no mira a la iglesia. Una reafirmación del siglo XVII.

1. Octógono

2. Coro

3. Antecapilla

4. Capilla de San Matías

5. Capilla de Santa Ana

6. Capilla húngara

7. Capilla de Todos los Santos

8. Capilla de San Miguel

9. Capilla de San Carlos y San Huberto

10. Capilla de San Juan Bautista

11. Capilla de Todos los Santos

12. Tesoro (pequeña boca de dragón)

13. Claustro

14. Cementerio

Malone aprovechó la invitación para escudriñar el restaurante donde se había refugiado Cara Chupada, una construcción con entramado de madera que le recordó a un pub inglés.

Escuchó el murmullo de voces, que se mezclaba con el entrechocar de platos y cubiertos de alrededor, y se dio cuenta de que ya no se oponía, ni abierta ni calladamente, que ya no buscaba explicaciones a su presencia allí. En lugar de ello, acariciaba una idea. El peso frío del arma con la que se había hecho el día anterior en el bolsillo del chaquetón se le antojaba tranquilizador, pero sólo le quedaban cinco balas.

– Podemos con esto -aseguró ella.

Malone la miró.

– ¿Podemos?

– Es importante que lo hagamos.

Los ojos de Christl se iluminaron.

TREINTA Y SIETE

Charlotte

Charlie Smith aguardaba en el armario. Se había metido dentro sin pensar y sintió alivio al comprobar que era hondo y estaba atestado. Se situó tras la ropa colgada y dejó la puerta abierta con la esperanza de que eso disuadiera de echar un vistazo. Había oído abrirse la puerta del dormitorio y entrar a los dos intrusos, pero daba la impresión de que su ardid había surtido efecto: habían decidido marcharse y él había oído abrirse y cerrarse la puerta principal.

Era la vez que más cerca había estado de que lo pillaran. No esperaba interrupciones. ¿Quiénes eran? ¿Debía informar a Ramsey? No, el almirante había dejado claro que no quería que se pusiera en contacto con él hasta que hubiera hecho los tres trabajos.

Se acercó con sigilo a la ventana y vio que el coche que había aparcado fuera desaparecía por el pedregoso camino en dirección a la carretera, con dos ocupantes dentro. Smith se preciaba de la meticulosidad con que lo preparaba todo. Sus informes contenían abundante información útil. Por lo general, las personas eran criaturas de costumbres; hasta aquellos que insistían en no tener costumbres practicaban la previsibilidad. Herbert Rowland era un hombre sencillo que disfrutaba de su jubilación con su mujer junto a un lago, ocupándose de sus cosas, entregado a su rutina diaria. Regresaría a casa más tarde, probablemente con algo de comida ya preparada, se pondría su inyección, saborearía la cena y bebería hasta caer dormido sin darse cuenta de que ése sería su último día en la Tierra.

Sacudió la cabeza cuando el miedo lo abandonó. Extraña forma de ganarse la vida, pero alguien tenía que hacerlo.

Debía hacer algo durante las próximas horas, de manera que decidió volver a la ciudad para ver unas películas. Tal vez cenar un filete. Le encantaba la cadena de restaurantes Ruth s Chris, y sabía que había dos en Charlotte.

Volvería más tarde.

Stephanie iba en silencio en el coche mientras Davis descendía por un camino pedregoso cubierto de hojas en dirección a la carretera. Volvió la cabeza y comprobó que la casa ya no se veía. Los rodeaban densos bosques. Le había dado las llaves a Davis y le había pedido que condujera. Por suerte, él no había hecho preguntas, sino que se había limitado a sentarse tras el volante.

– Para -ordenó ella.

El suelo crujió cuando las ruedas se detuvieron.

– ¿Cuál es tu número de móvil?

Él se lo dijo y ella lo guardó en el suyo. A continuación abrió la portezuela.

– Ve a la carretera y haz unos kilómetros. Luego aparca en cualquier parte donde no se te vea y espera hasta que te llame.

– ¿Qué haces?

– Dejarme llevar por la intuición.

Malone y Christl cruzaron la Marktplatz de Aquisgrán. Casi eran las seis de la tarde y el sol estaba bajo en un cielo manchado por nubarrones. El tiempo había empeorado y soplaba un viento del norte glacial, cortante.

Christl enfiló hacia la capilla a través del viejo patio del palacio, una plaza rectangular adoquinada que era el doble de larga que ancha y estaba bordeada de árboles cubiertos de nieve. Los edificios de alrededor paraban el viento, pero no el frío. Los niños correteaban, gritando y hablando en alegre algarabía. El mercado navideño de Aquisgrán ocupaba el patio; al parecer, todas las ciudades alemanas tenían uno. Malone se preguntó qué estaría haciendo su hijo, Gary, que no tenía que ir al instituto porque estaba de vacaciones. Tenía que llamar. Lo hacía al menos cada dos días.

Vio que los niños corrían hacia una nueva atracción: un hombre con cara mustia que vestía una capa de pieles color púrpura y un gran gorro puntiagudo que le recordó a la personificación del tiempo.

– San Nicolás -aclaró Christl-. Nuestro Santa Claus.

– Es bastante distinto.

Malone aprovechó la jubilosa confusión para confirmar que Cara Chupada los había seguido; se mantenía a cierta distancia, inspeccionando con despreocupación los puestos próximos a una imponente pícea azul adornada con velas eléctricas y minúsculas lucecitas en equilibrio sobre las bamboleantes ramas. Le llegó un aroma a vinagre hirviendo, el Glühwein. A unos metros había un puesto que vendía el especiado vino, y los parroquianos sostenían humeantes tazas marrones entre las enguantadas manos.

Señaló a un hombre que vendía lo que parecían galletas.

– ¿Qué son?

– Una especialidad local: Aachener Printen, galletas de jengibre.

– Vamos a probarlas.

Ella le dirigió una mirada burlona.

– ¿Qué? -espetó él-. Me gusta lo dulce.

Fueron al puesto y Malone compró dos de las planas y duras galletitas.

Dio un mordisco.

– No está mal.

Se le ocurrió que ese gesto haría que Cara Chupada se relajase, y lo satisfizo ver que así había sido. El tipo parecía despreocupado y seguro de sí mismo.

No tardaría en hacerse de noche. Malone había sacado tiques para la visita guiada de la capilla de las seis cuando habían ido a comprar las guías. Tendría que improvisar. Según había leído, la capilla era Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, de manera que allanarla o causarle algún daño constituiría un delito grave. Sin embargo, después de lo del monasterio de Portugal y lo de San Marcos de Venecia, ¿qué importancia tenía?

Destrozar tesoros del mundo parecía ser su especialidad.

Dorothea entró en la estación de tren de Múnich. La Hauptbahnhof se hallaba oportunamente situada en el centro de la ciudad, a unos dos kilómetros de la Marienplatz. Trenes procedentes de toda Europa llegaban y salían cada hora, además de enlaces locales con líneas del metro, tranvías y autobuses. La estación no era una obra maestra histórica, sino más bien una moderna combinación de acero, cristal y hormigón. Los relojes del interior indicaban que eran poco más de las seis de la tarde.

¿Qué estaba pasando?

Por lo visto, el almirante Langford Ramsey quería muerto a Wilkerson, pero ella lo necesitaba. Lo cierto es que le gustaba.

Echó un vistazo a su alrededor y vio la oficina de información y turismo. Una rápida inspección de los bancos reveló que Wilkerson no estaba allí, pero entre la multitud reconoció a un hombre.

Era alto y llevaba un príncipe de Gales con tres botones y zapatos de piel de cordones bajo un abrigo de lana. Una apagada bufanda de Burberry le protegía el cuello. Tenía un rostro atractivo de rasgos infantiles, aunque era evidente que la edad había añadido algunos surcos y depresiones. Los acerados ojos, rodeados de unas gafas de montura metálica, le dirigieron una mirada penetrante.

Su marido: Werner Lindauer.

Éste se aproximó.

– Guten Abend, Dorothea.

Ella no supo qué decir. Su matrimonio cumplía su vigesimotercer año, una unión que en un principio había resultado productiva. Sin embargo, a lo largo de la última década, ella había acabado harta de sus eternas quejas y su falta de interés por todo aquello que no le concerniera a él. Lo único que lo salvaba era la devoción que sentía por Greg, su hijo. Pero la muerte de éste cinco años antes había trazado una ancha línea divisoria entre ellos. Werner se quedó desolado, igual que ella, pero cada uno llevó su dolor de manera distinta: Dorothea se replegó en sí misma; él se enfadó. Desde entonces ella se había limitado a vivir su vida y dejar que él hiciera lo propio con la suya, sin rendir cuentas el uno al otro.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó ella.

– He venido por ti.

Dorothea no estaba de humor para sus payasadas. De vez en cuando él intentaba comportarse como un hombre, lo que respondía más a un capricho pasajero que a un cambio fundamental.

– ¿Cómo has sabido que estaría aquí? -quiso saber ella.

– Me lo dijo el capitán Sterling Wilkerson.

La sorpresa de Dorothea se tornó terror.

– Un hombre interesante -afirmó él-. Le pones una arma en la cabeza y se le suelta la lengua.

– ¿Qué has hecho? -inquirió ella sin ocultar su asombro.

Él la miró con fijeza.

– Mucho, Dorothea. Hemos de coger un tren.

– Yo no voy a ninguna parte contigo.

Werner pareció reprimir su fastidio. Tal vez no hubiese previsto esa reacción, sin embargo, sus labios dibujaron una sonrisa tranquilizadora que en realidad asustó a Dorothea.

– En tal caso perderás el reto al que te ha enfrentado tu madre con tu querida hermana. ¿Acaso no te importa?

Dorothea no sabía que él tuviera conocimiento de lo que estaba pasando. Ella no le había dicho nada, pero era obvio que su marido estaba bien informado.

Al cabo, preguntó:

– ¿Adonde vamos?

– A ver a nuestro hijo.

Stephanie observó cómo Edwin Davis se alejaba y a continuación puso el móvil en silencio, se abrochó el abrigo y se adentró en el bosque. Sobre su cabeza se alzaban pinos adultos y árboles de hoja caduca pelados, muchos de ellos cubiertos de muérdago. El invierno sólo había mermado mínimamente la maleza. Recorrió despacio el centenar de metros que la separaban de la casa, una densa capa de agujas de pino amortiguaba sus pasos.

Había visto moverse la percha, no le cabía la menor duda, pero ¿había sido un error suyo o de la persona a la que intuía dentro?

Siempre les decía a sus agentes que confiaran en su instinto. Nada funcionaba mejor que el sentido común. Cotton Malone era un maestro al respecto. Stephanie se preguntó qué estaría haciendo en ese instante. No la había llamado por lo de la información acerca de Zachary Alexander o del resto de los oficiales del Holden. ¿Se habría visto también en apuros?

Divisó la casa, su silueta interrumpida por los numerosos árboles que crecían entre medio. Stephanie se agachó tras uno de ellos.

Todo el mundo, por bueno que fuera, acababa fastidiándola. El truco residía en estar presente cuando eso sucediera. De creer a Davis, Zachary Alexander y David Sylvian habían sido asesinados por alguien experto en enmascarar esas muertes. Y aunque él no había expresado en voz alta sus reservas, ella las había adivinado cuando le contó cómo había muerto Millicent.

«Paro cardíaco.»

Davis también se estaba dejando llevar por su intuición.

La percha.

Se había movido.

Y ella había tenido la precaución de no revelar lo que había visto en el dormitorio, decidida a ver si Herbert Rowland de verdad era el siguiente.

La puerta de la casa se abrió y un hombre delgado de baja estatura que vestía unos vaqueros y botas salió.

Vaciló y acto seguido su oscurecido bulto se alejó y desapareció en el bosque. Stephanie sentía el corazón desbocado. Hijo de puta.

¿Qué había hecho allí dentro?

Stephanie sacó el móvil y marcó el número de Davis, que respondió a la segunda.

– Tenías razón -admitió.

– ¿Acerca de qué?

– De lo que dijiste de Langford Ramsey. Acerca de todo. Absolutamente de todo.