173791.fb2 Jugar a ganar - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

Jugar a ganar - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

7 Lamont, ¿un mal chico?

Miré el salpicadero con el ceño fruncido y me pregunté si Curtis Rivers sabía algo sobre Lamont que no me había dicho. ¿O era que se había borrado el brillo de mi sonrisa triunfadora? Incluso cuando acababa de graduarme en la escuela de abogacía y trabajaba en la oficina de los Abogados de Oficio, no había sabido utilizar «mis encantos», como decía mi supervisor cuando me instaba, sin demasiada sutileza, a vestir trajes escotados y a sonreír con presunción para ganarme a los jueces y policías. Sin embargo, pensaba que había sido amable y considerada, y también responsable, en todo lo que había hablado con Rivers. No tenía por qué haberse mostrado tan desagradable conmigo.

Al empezar la investigación, no me había hecho demasiadas esperanzas, pero tampoco contaba con llegar tan deprisa a tantos callejones sin salida. La última persona de mi lista era al pastor Hebert, que vivía con su hija en Pullman, a diez kilómetros de distancia de A medida para sus pies por la autovía Ryan. Dado su cuestionable estado mental, no esperaba enterarme de nada sorprendente a través de él pero, al menos, podría concluir aquella parte de la investigación. Al día siguiente, iría a ver a la señorita Della y le diría que, si no me daba más información, dejaría de trabajar en el caso.

Le di a la llave de contacto pero, antes de ponerme en marcha, telefoneé a la hija del pastor Hebert. Empecé a explicarle quién era, pero ya lo sabía. Quienquiera que fuese la persona con la que había hablado por la mañana en la iglesia del Evangelio Salvador, había llamado enseguida a Rose Hebert. Me dijo que podía ir a verla en aquel momento, pero que dudaba de que alguien pudiera contarme algo del asunto, habida cuenta del tiempo transcurrido.

– Eso nunca se sabe -dije, decidida y animada.

Mientras arrancaba el coche, las cuerdas de A medida para sus pies se movieron. Alguien me estaba observando. Sin embargo, ¿qué demostraba eso? Rivers sabía algo sobre Lamont. O desconfiaba de una mujer blanca que había ido al negro South Side de Chicago. Exactamente lo que yo había pensado. Pisé tan a fondo el acelerador, que el Mustang coleó en un bache. Si rompía un eje o se me pinchaba un neumático en aquel barrio, sería la gota que colmaría el vaso.

De todos modos, no podía alejarme de allí muy deprisa. Eran las cinco y media, plena hora punta. Para entrar a la Ryan por la rampa, tuve que esperar seis cambios de semáforo. La autovía estaba congestionadísima y el tráfico no se normalizó en todo el trayecto hasta la salida de la calle Ciento once.

Al dejar la autovía, entré en un mundo tranquilo y ordenado que no parece pertenecer a Chicago. Las calles silenciosas y arboladas de Pullman, con sus hileras de casas de estilo federal pintadas de verde y rojo, contrastan terriblemente con las destartaladas viviendas que se alzan al norte y al este de la zona.

Tal vez el efecto de separación de la gran ciudad se deba a que Pullman nació como una colonia para trabajadores de una empresa, un monumento al ego de George Pullman, el magnate de los ferrocarriles. El inventor lo construyó todo: tiendas de la empresa, casas para los ejecutivos y viviendas para los trabajadores, los cuales declararon una violenta huelga debido a los precios que Pullman cobraba en sus tiendas, unido al hecho de que las viviendas eran más caras de lo que esos trabajadores podían soñar nunca poder pagar. Finalmente, Pullman tuvo que renunciar a su colonia, pero las casas siguieron en su sitio. Las construyeron con ladrillos hechos con la duradera arcilla del lago Calumet, tan costosos que los ladrones han desmantelado garajes enteros, si los dueños están fuera, y se han llevado los ladrillos para revenderlos en cualquier otro punto de la ciudad.

Seguí hacia el oeste y vi el Hotel Florence a mi derecha. De pequeña, sus torreones y cúpulas me hacían pensar en un cuento de hadas. Ahora lleva décadas cerrado, pero mis padres comían allí a veces para celebrar fechas señaladas. Me detuve y, mirando sus ventanas tapiadas, recordé el almuerzo familiar de cuando cumplí diez años, poco antes de que la ciudad estallara en violentos disturbios de una punta a la otra. Mi madre trató de imponer un ambiente festivo, pero todos sus intentos de mantener una conversación alegre y relajada no lograron acallar las soflamas racistas de mi tía Marie.

Yo no quería que Marie viniera a la fiesta, pero Gabriella dijo que no podía invitar a Boom-Boom sin invitar a sus padres. Después, en nuestra pequeña sala de estar del sur de Chicago, le grité a mi madre que, por culpa suya, la tía Marie nos había estropeado la celebración. Mi padre, que estaba sentado ante el televisor viendo un partido de los Cubs, se puso en pie de un salto, me agarró por el brazo y me zarandeó enérgicamente.

– Victoria, cada día salgo a las calles y veo caras de gente que piensan que su rabia es más importante que los sentimientos o las necesidades de los demás. No quiero ver rabia en tu cara, ni oírla en tu voz, y mucho menos cuando hablas con tu madre.

Mi padre no me regañaba nunca, y que lo hiciera el día de mi cumpleaños… Estallé en lágrimas, monté el número, pero él permaneció imperturbable, con los brazos cruzados sobre el pecho. No hubo compasión para mí. Tuve que calmarme y pedirle perdón a mi madre.

El recuerdo de lo injustamente que me había tratado mi padre el día de mi cumpleaños todavía me corroía y me avergonzó la fuerza de aquella emoción, que arrastraba desde hacía cuarenta años. Mientras miraba el hotel, pensé por primera vez que la explosión de mi padre no sólo se debía a mí, sino a sus temores sobre lo que se preparaba. Los creyentes católicos desobedecían los llamamientos del cardenal a la paz y a la caridad y tomaban las calles con todo tipo de objetos arrojadizos improvisados, y el padre Gribac, el sacerdote de la parroquia de la tía Marie, incitaba a su grey a manifestarse, por lo que es probable que mi padre temiera por mi seguridad y la de Gabriella. El día que cumplí diez años fue la última vez en dos meses que Tony estuvo en casa a mediodía.

Un claxon sonó a mi espalda y seguí adelante, circulando por calles cortas y sin salida hasta Langley, donde vivía Rose Hebert. De la estación de tren salían manadas de trabajadores que volvían a casa, la mayoría pegados al teléfono móvil. Un hombre cortaba su diminuto césped mientras que, al otro lado de la calle, una mujer limpiaba las ventanas delanteras. Al final, en la esquina con la Ciento catorce, unas niñas saltaban a la comba y, detrás de ellas, unos chicos jugaban a béisbol en un solar lleno de escombros. Las chicas me miraron, una blanca desconocida en el barrio, pero no interrumpieron el ritmo de sus saltos.

Los Hebert vivían en una de las casas originales de Pullman, de ladrillo rojo con unos arcos negros sobre las ventanas, que parecían cejas sorprendidas. Rose Hebert salió a abrir no bien hube llamado al timbre. Era una mujer unos diez años mayor que yo y de aire cansado, con el pelo corto y canoso y sus musculosos hombros embutidos en un fino vestido estampado color lavanda.

– Le he comentado a mi padre que iba a venir, pero no sé si me ha entendido -dijo a modo de saludo-. Me resultaba tan increíble que la hermana Della hubiese decidido finalmente buscar a Lamont, que llamé a Lionsgate Manor para preguntarle si era cierto. En estos tiempos, se dan tantas estafas contra los ancianos, que hay que ser muy cuidadoso.

No me pareció un comentario beligerante, sino sincero.

– Soy investigadora privada con licencia. -Saqué mi identificación pero la señora Hebert no la miró-. Karen Lennon, la pastora de Lionsgate, tal vez la conoce, le dio mi nombre a la señorita Della, quien dijo que me contrataba más por deseo de su hermana que por el suyo propio.

– Pobre hermana Claudia -murmuró Rose Hebert-. Da pena verla ahora en ese estado… De joven, era una persona tan alegre y elegante… Papá siempre tenía que recordarle el decoro cristiano, pero mis amigas y yo, en secreto, imitábamos su manera de vestir y de caminar.

– La señorita Della no ha querido que vea a su hermana, pero, por lo que dice, usted sí que la ha visto después de la embolia.

– Sí, claro que sí. Los domingos recojo en furgoneta a las personas que ya no pueden venir caminando a la iglesia y traigo a la hermana Della y algunos otros residentes de Lionsgate. Y, de vez en cuando, voy a ver a la hermana Claudia, pero está tan débil que creo que no sabe quién soy. Los desconocidos deben de producirle mucho estrés.

La señora Hebert estaba plantada en el quicio de la puerta y se oyeron voces procedentes del oscuro vestíbulo.

– ¿Y su padre? -intenté echar una ojeada al interior de la casa-. ¿Tiene fuerzas suficientes para recibirme?

– Pues claro, por eso está usted aquí. Pero mi padre… Mi padre no es una persona fácil. No le haga caso. No siempre está… -Continuó murmurando comentarios confusos mientras se apartaba del umbral para dejarme entrar.

En el recibidor había una mesa donde se amontonaban papeles. Al pasar, vi boletines parroquiales mezclados con facturas y revistas, igual que en la entrada de casa, a excepción hecha de los boletines. Seguimos las voces hasta la sala. Procedían de la televisión, donde un ministro exhortaba a que le mandáramos dinero a cambio de decirnos que éramos unos pecadores. La luz de la pantalla se reflejaba en la calva de un hombre sentado en una silla de ruedas. Cuando entramos, no volvió la cabeza. Su hija le quitó el mando a distancia de la mano, pulsó el botón de dejar la tele muda y él no se movió.

– Papá, ésta es la señora de la que te he hablado, la que envían las hermanas Claudia y Della. Quieren que busque a Lamont.

Me arrodillé junto a la silla y puse la mano cerca de la suya en el reposabrazos.

– Soy V.I. Warshawski, reverendo Hebert. Busco a personas que conocieran a Lamont, personas que tal vez sepan lo que le sucedió.

– Lamont. Problemas.

De la comisura de los labios le caía un hilillo de saliva.

– Quiere decir que Lamont era un joven problemático -comentó Rose en voz baja.

– Creaba problemas. -El pastor pronunció las dos palabras sin dificultad.

– Papá, él no creaba problemas -gritó Rose-. Tenía toda la razón del mundo para estar enrabiado, habida cuenta las injusticias que sufríamos.

El reverendo intentó hablar, pero sólo emitió una suerte de gárgara. Luego, escupió la palabra «serpiente».

– ¿Serpiente? -repetí, dubitativa, preguntándome si quería decir que Lamont era un mal bicho.

– ¡Él no pertenecía a los Anacondas, papá! ¡Sólo los ayudó a proteger al doctor King!

Era obvio que padre e hija habían tenido aquella conversación muchas veces. El anciano no se movió, pero a la mujer le temblaban los labios, como si tuviera seis años en vez de sesenta y le resultase difícil plantar cara a un padre incomprensivo.

Me senté sobre los talones. Lamont Gadsden se había relacionado con los Anacondas. No era extraño que a la señorita Della no le gustasen las amistades de su hijo. En su época, habían sido tan famosos como la facción de El Rukns. Armas, crímenes, droga, prostitución… Podían atribuirse cualquier delito cometido en una amplia franja del South Side. En los tres años que ejercí como abogada de oficio, tal vez un treinta por ciento de mis clientes habían estado relacionados con los Anacondas. Incluso había representado a su jefe en una ocasión, un fin de semana en que Johnny Merton no pudo reunir el dinero para su abogado de pago.

Merton se había enfurecido porque tenía que confiar en una abogada de oficio sin experiencia y había tratado de intimidarme para que me derrumbara en su presencia. «¿Eres la nueva encantadora de serpientes, mocita? No tienes talento para encantar a Johnny Merton.»

Cuando vio que yo seguía impertérrita, sus insultos se volvieron más groseros. Estaba furiosa, pero me había criado en las acererías. Quizá no estuviera dispuesta a hacer cambiar de idea a un juez con el escote, pero los insultos y las intimidaciones eran cosas conocidas. Me puse delante el bloc de notas y apunté todo lo que Merton decía. Cuando hacía una pausa para tomar aliento, le espetaba: «Déjeme que le lea sus comentarios, señor Merton, para saber si es esto, exactamente, lo que quiere que presente al juez McManus.»

Si Lamont Gadsden había sido un Anaconda, podía haberle sucedido cualquier cosa. A los Anacondas no les gustaba que los miembros se marcharan de la banda. Abandonarla significaba dejar una oreja como prenda: ahora, nadie te oiría en la calle cuando pidieras ayuda.

– Lo que de veras espero, reverendo -dije, mirando los ojos inmóviles de Hebert-, es que pueda darme nombres de personas que conocieron a Lamont, alguien que haya podido estar en contacto con él después de que se marchara de casa de la señorita Della en 1967. O usted, señora Hebert. He ido a hablar con Curtis Rivers, pero no tiene nada que decir.

El anciano reverendo emitió de nuevo aquella especie de gorgoteo y luego dijo con dificultad:

– Dejemos reposar a los muertos.

– ¿Sabe que está muerto o sólo espera que nadie revuelva cosas del pasado?

El pastor no respondió.

– ¿Cuándo vio a Lamont por última vez, reverendo?

Respiró hondo para coger aire y, sin mover la cabeza, respondió:

– Dejó la iglesia. Iba camino de condenarse. No escuchaba. Bautizado, pero no escuchaba.

– Sí, tú lo bautizaste. Juntos, todos nosotros, lo llevamos al cuerpo de Cristo. ¿Cómo puedes decir que iba a condenarse? ¿Y cómo querías que te escuchara, si sólo le recriminabas esas cosas?

– Drogas. Nunca me escuchaba, hija, pero drogas. Ver. Saber. Tú, mujer, no pantalones.

Con un esfuerzo, movió la mano hasta el mando a distancia del televisor y le dio al botón del sonido. El predicador en la caja de cristal revelaba el significado auténtico de la epístola de Pablo a los Romanos.

– ¿No pantalones? -le pregunté a Rose, poniéndome en pie. Me dolían los muslos de haber estado un buen rato en cuclillas.

– No aprueba…, nuestra iglesia no aprueba que las mujeres lleven ropa de hombre -dijo con apatía.

En las escenas bíblicas, los hombres siempre visten túnica. Me pregunté si las mujeres de la iglesia del Evangelio Salvador no podían llevar albornoz, pero decidí que inquirírselo no me haría avanzar en la investigación. En vez de ello, seguí a Rose por el estrecho pasillo que llevaba a la puerta.

– ¿Cree que su padre sabe algo de Lamont que me habría dicho si yo llevara un vestido? -pregunté, deteniéndome junto a la mesa de los papeles.

Miró hacia el pasillo como si el anciano pudiera oírnos por encima de los gritos del telepredicador.

– Está convencido de que Lamont vendía drogas para los Anacondas, pero yo nunca lo he creído.

– Ha dicho usted que Lamont estaba furioso por las injusticias cometidas contra ustedes. ¿Hacía algo por combatirlas? ¿Cómo mostraba su rabia?

– Formaba parte del grupo que ayudaba a proteger al doctor King durante las marchas de ese verano, ya sabe.

Me miró dubitativa, como preguntándose si yo procedía de una de esas familias blancas del South Side que habían creado la necesidad de una fuerza de protección.

Entrecerré los ojos, intentando recordar lo que sabía de la historia de aquel verano.

– Las bandas, ¿no declararon una tregua, una moratoria en las peleas entre ellas?

– Sí -asintió, mirándome aún con suspicacia-. Johnny Merton, de los Anacondas, y Fred Hampton, de los Panteras, y otros se reunieron con el doctor King y Al Raby para discutir la estrategia. Mi padre creía que nuestra iglesia no tenía que mezclarse en las manifestaciones callejeras y no le gustó nada que Lamont y algunos amigos suyos participaran en ellos.

– Curtis Rivers -pronuncié su nombre involuntariamente, recordando su hostilidad durante mi visita de aquella tarde a la tienda.

– Curtis era uno de ellos. Y otros chicos del barrio. Y Lamont. Todos eran miembros del Evangelio Salvador y mi padre los denunció desde el púlpito porque no acataban su autoridad.

– Pero Lamont desapareció seis meses después. Es difícil creer que eso estuviera relacionado con las manifestaciones callejeras. -Vi algo en su rostro que me llevó a añadir-: Y usted, ¿cuándo lo vio por última vez?

Miró de nuevo hacia el pasillo. Un coro cantaba con gran energía.

– Papá me prohibió verlo. Una vez que lo hubo denunciado, dijo que, si salía con él, pondría en peligro mi alma.

– Pero usted lo vio de todos modos.

– No tuve valor. -Torció la boca en una triste sonrisa-. Lamont me esperaba a la salida de la escuela donde yo estudiaba enfermería, la Kennedy-King, aunque por entonces todavía la llamábamos la Woodrow Wilson. Lamont me hablaba de los Panteras y del Orgullo Negro, y yo cometí el error de creer que podría explicárselo a mi padre.

Se miró las manos.

– Tal vez mi vida habría podido ser distinta, habría sido distinta. Saqué el título de enfermera, pero sólo encontraba empleo como auxiliar y pasaron años hasta que trabajé de enfermera. Cuando veía que contrataban a blancas antes que a mí, pensaba en eso. Mujeres con mis mismos estudios y las mismas buenas referencias… y yo seguía vaciando orinales. Quiero decir que pensaba en Lamont. Pensaba que tenía que haberle hecho más caso, pero…

Sonó una campana con toda claridad, por encima incluso del coro televisivo.

– Es papá. Me necesita. Tengo que irme.

– ¿Todavía trabaja como enfermera?

– Sí. He sido enfermera de oncología pero, cuando mi padre se puso tan mal, lo dejé. Ahora hago el turno de noche en urgencias. Lo acuesto antes de entrar a trabajar y lo levanto antes de echarme a dormir.

– Y si hubiese hecho caso a Lamont, ¿qué habría hecho diferente? ¿O qué habría hecho él? ¿Se habría quedado aquí para estar cerca de usted?

A la tenue luz del recibidor me pareció que se sonrojaba de vergüenza, pero quizá fueron imaginaciones mías. La campana sonó de nuevo con una llamada más larga y la mujer me empujó para que me marchara. Saqué una tarjeta del bolso y se la puse en la mano con la que sostenía la puerta.

– Usted es adulta, Rose Hebert. No puede hablar con el Lamont de hace cuarenta años, pero eso no significa que no pueda hablar conmigo.

Movió los labios, pero no dijo nada. Apartó los ojos de mí y miró hacia la sala. La costumbre se había impuesto. Con los hombros caídos, se volvió hacia el pasillo para regresar junto a su padre.