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CUARTA PARTE

43

Londres

– Lo mismo que en las otras ocasiones, Alfred. Lleva alegremente a los vigilantes por el camino de la amargura durante tres horas y luego vuelve a su piso.

– Eso son pamplinas. Harry. O se encuentra con otro agente o deja el material en alguna parte.

– Si lo hace, a nosotros se nos ha escapado. Otra vez.

– ¡Maldita sea! -Vicary utilizó la colilla del cigarrillo para encender otro. Estaba disgustado consigo mismo. Fumar cigarrillos ya era bastante malo. Encender el siguiente con la brasa del anterior era intolerable. Toda la culpa la tenía la tensión de aquel juego. Había entrado en su tercera semana. Vicary permitió a Catherine fotografiar cuatro remesas de documentos de la Operación Timbal. Cuatro veces llevó la mujer a los vigilantes tras de sí en largos seguimientos por Londres. Y en las cuatro ocasiones fueron incapaces de detectar cómo y cuándo se desembarazaba del material. Vicary empezaba a estar de los nervios. Cuanto más se prolongase la operación de aquella forma, más probabilidades había de cometer un error. Los vigilantes estaban agotados y Peter Jordan a punto de rebelarse.

– Quizá no estemos llevando esto como es debido -dijo Vicary.

– ¿Qué quieres decir?

– La seguimos, con la esperanza de detectar cómo lo suelta. ¿Y si cambiáramos de táctica y empezásemos a buscar al agente que lo recoge?

– ¿Pero cómo? No sabemos quién es ni qué aspecto tiene.

– La verdad es que podemos identificarlo. Cada vez que Catherine sale, vamos con ella. Y lo mismo hace Ginger Bradshaw. Ha tomado docenas y docenas de fotografías. Nuestro hombre por fuerza tiene que haber estado con esa mujer.

– Es posible y, desde luego, merece la pena probar.

Harry volvió diez minutos después con un montón de fotos. Una pila de treinta centímetros de altura.

– Ciento cincuenta fotografías, para ser exactos, Alfred.

Vicary se sentó ante la mesa y se puso las gafas con cristales de media luna, las de leer. Empezó a coger fotos, una por una, y a explorar los rostros, la ropa, todo lo que pareciera sospechoso, cualquier cosa. Con la maldición de tener una memoria fotográfica, Vicary archivaba en su cerebro las imágenes de una foto y luego pasaba a la siguiente. Harry sorbía té y paseaba entre las sombras.

Dos horas después, Vicary creyó tener una pareja.

– Mira, Harry, ahí, en Leicester Square. Y aquí vuelve a aparecer, en la entrada de la estación de Euston. Podría ser una coincidencia, podría tratarse de dos personas distintas, pero lo dudo.

– ¡Vaya, qué me aspen! -Harry examinó la figura de la foto: bajo, pelo oscuro, hombros cuadrados y ropa corriente. En su porte no había nada que llamase la atención…, perfecto para el trabajo de calle.

Vicary reunió las fotos restantes e hizo dos montones.

– Empieza a buscarle, Harry. Sólo a él. A nadie más.

Al cabo de media hora, Harry seleccionó una foto tomada en la plaza de Leicester, que resultaba mejor aún que la primera.

– Necesita un nombre en clave -dijo Vicary.

– Se parece a Rudolf.

– Bueno -convino Vicary-. Que sea Rudolf.

44

Hampton Sands (Norfolk)

En aquel momento, Horst Neumann pedaleaba en su bicicleta, camino del pueblo, tras salir de la casita de Dogherty. Vestía grueso jersey de cuello alto, chaquetón y pantalones con las perneras embutidas en la caña de sus botas altas. Era un día claro y radiante. Voluminosas nubes blancas, impulsadas por fuertes vientos del norte, surcaban un cielo de color azul profundo. Sus sombras se desplazaban veloces por los prados y las laderas de las colinas para desaparecer luego sobre la playa. Era el último día decente que iban a disfrutar en una temporada. Los pronósticos anunciaban malas condiciones meteorológicas en toda la costa este de la región, a partir del mediodía siguiente y a lo largo de varias jornadas. Neumann deseaba estar unas horas fuera de la casa, ahora que tenía oportunidad de hacerlo. Necesitaba reflexionar. Soplaba un viento racheado que hacía casi imposible mantener la verticalidad de la bicicleta en aquel estrecho camino repleto de baches. Neumann inclinó la cabeza y aumentó el brío de sus pedaladas. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Dogherty se había dado por vencido. Acababa de bajarse de la bicicleta y, a pie, con gesto de mala uva, la empujaba por sendero adelante.

Neumann fingió no percatarse y continuó su marcha en dirección al pueblo. Se inclinó sobre el manillar, con los codos proyectados hacia los lados, y atacó furiosamente la cuesta arriba de un cerro. Llegó a la cima y luego se deslizó por la vertiente del otro lado.

La helada de la noche anterior había endurecido el suelo y la bicicleta traqueteaba por los profundos surcos del camino de una manera tan endemoniada que Neumann temió que los neumáticos se salieran de las llantas. El viento amainó y poco después el pueblo aparecía a la vista. Neumann dio a los pedales por encima del puente que cruzaba la ría y se detuvo al llegar al otro lado. Dejó la bicicleta sobre la tupida hierba que crecía al borde del camino y se sentó junto a la máquina. Levantó la cara hacia el sol. La temperatura era cálida, pese a la sequedad fresca del aire. En silencio, una bandada de gaviotas trazaba círculos por las alturas. Cerró los ojos y escuchó el aleteo del mar. Le asaltó una idea absurda… Echaría de menos aquel pueblecito cuando sonara la hora de irse.

Abrió los ojos y divisó a Dogherty en lo alto de la colina. Dogherty se quitó la gorra, se la pasó por el entrecejo y agitó los brazos. Neumann le gritó:

– Tómatelo con calma, Sean.

Hizo un ademán indicando el sol para explicar por qué no tenía ninguna prisa por ponerse en movimiento. Dogherty volvió a montar en la bici y rodó cuesta abajo.

Neumann observó a Dogherty un momento y luego volvió la cabeza y contempló el mar. Le inquietaba el mensaje que había recibido de Vogel aquella mañana temprano. Hasta entonces evitó pensar en ello, pero ya no podía seguir haciéndolo. El operador de Hamburgo había transmitido una frase en clave que significaba que Neumann tenía que llevar a cabo una operación de contravigilancia sobre Catherine Blake en Londres. En la jerga de la profesión, contravigilancia significaba seguir a Catherine para asegurarse de que el enemigo no le tenía echado el ojo. El encargo podía significar cualquier cosa. Podía significar que Vogel deseaba tener la certeza de que la información que estaba recibiendo Catherine era digna de confianza. O podía significar que Vogel sospechaba que el otro bando estaba manipulando a Catherine. Si tal era el caso, Neumann podía estar dirigiéndose en línea recta hacia una situación peligrosa. Si Catherine estaba sometida a vigilancia y él también la seguía, era muy posible que caminase junto a oficiales del MI-5 dotados de suficiente preparación técnica como para reconocer la contravigilancia. Podía meterse de cabeza en una trampa. Pensó: «Maldito seas, Vogel, ¿a qué juegas?.

¿Y si realmente el otro bando estaba siguiendo a Catherine? Neumann tenía dos opciones. De ser posible, ponerse en contacto con Vogel y solicitar autorización para sacar a Catherine Blake de Inglaterra. Si no había tiempo, contaba con el permiso de Vogel para actuar por propia iniciativa.

Dogherty se desplazó por el puente y se detuvo junto a Neumann. Una nube voluminosa pasó ante el sol. El súbito frío hizo tiritar a Neumann. Se puso en pie y echó a andar con Dogherty rumbo al pueblo, ambos empujando sus respectivas bicicletas. Las ráfagas de viento silbaban al pasar entre las retorcidas lápidas del cementerio. Neumann se subió el cuello del chaquetón.

– Oye, Sean, hay muchas probabilidades de que tenga que marcharme pronto… y a toda prisa.

Dogherty miró a Neumann, inexpresivo el rostro y luego volvióde nuevo la vista al frente.

– Háblame de la embarcación -dijo Neumann.

– A principios de la guerra Berlín me dio instrucciones para que crease una vía de escape por la costa del condado de Lincoln, un medio para que un agente pueda llegar a un submarino situado a diez millas de la costa. El hombre se llama Jack Kincaid. Tiene un pequeño barco de pesca en la ciudad de Cleethorpes, en la desembocadura del río Humber. He visto el barco. Es un cascarón que está hecho un asco -de no ser así la Armada Real se habría incautado de él-, pero servirá para el caso.

– ¿Y Kincaid? ¿Qué sabe?

– Cree que me dedico al mercado negro. Él anda metido en un montón de asuntos turbios, pero sospecho que por nada del mundo estaría dispuesto a trabajar para la Abwehr. Le pagué cien libras y le dije que estuviera listo para emprender la travesía en cuanto le avisara… en cualquier momento, de día o de noche.

– Ponte en contacto con él hoy -dijo Neumann-. Dile que posiblemente haya que zarpar pronto.

Dogherty asintió.

– En principio, no debería hacerte esta oferta -dijo Neumann-, pero de todas forma voy a hacértela. Quiero que Mary y tú me acompañen cuando me vaya. Me gustaría que lo pensaran.

Dogherty rió para sí.

– ¿Y qué se supone que pinto yo en el puñetero Berlín?

– Estarás vivo, por ejemplo. Hemos dejado demasiadas huellas dactilares. Los británicos no son tontos. Darán contigo. Y en cuanto te descubran te harán marchar de frente directo al patíbulo.

– Ya he pensado en eso. Un sinfín de buenos hombres han dado su vida por la causa. Hombres mejores que yo. Y no me importa entregar la mía.

– Un discurso muy bonito, Sean. Pero no seas estúpido. Yo diría que apuestas por el caballo equivocado. No morirías por la causa, morirías por estar involucrado en actos de espionaje a favor del enemigo…, la Alemania nazi. A Hitler y a sus amigos Irlanda les importa un rábano. Ayudarlos en estas circunstancias no es combatir para liberar a Irlanda del Norte de la opresión británica… Ni ahora ni nunca. ¿Me comprendes?

Dogherty no dijo nada.

– Hay otra cosa que debes preguntarte. Puede que a ti no te importe sacrificar la vida, ¿pero qué me dices de Mary?

Dogherty le miró con gesto brusco.

– ¿Qué quieres decir?

– Mary sabe que espiabas para la Abwehr, como sabe también que yo era un agente. Si los británicos se enteran de eso, no les va a hacer maldita la gracia, por expresarlo con suavidad. Mary irá a la cárcel y se pasara mucho tiempo allí… eso si tiene suerte. Si no tiene suerte, la ahorcarán también.

Dogherty apartó esa posibilidad con un gesto de la mano.

– No tocarán a Mary. No ha tenido arte ni parte en esto.

– Es lo que llaman complicidad, Sean. Mary será cómplice de tu espionaje.

Dogherty anduvo en silencio durante unos momentos, mientrasle daba vueltas en la cabeza a las palabras de Neumann.

– ¿Qué infiernos haría yo en Alemania? -preguntó por último-. No quiero ir a Alemania.

– Vogel puede buscaros pasaje para un tercer país, Portugal o España. Incluso puede arreglarte las cosas para que vuelvas a Irlanda.

– Mary no querrá irse de aquí. Nunca abandonará Hampton Sands. Si me marchase contigo, tendría que ir por mi cuenta… y dejarla aquí para que se enfrente sola a los malditos británicos.

Llegaron a la taberna de Hampton Arms. Neumann apoyó la bicicleta en la pared y Dogherty hizo lo propio.

– Déjame que lo consulte con la almohada -pidió Dogherty-. Hablaré con Mary y te daré la respuesta por la mañana.

Entraron en la Arms, completamente vacía, con la salvedad del tabernero, que secaba unos vasos detrás de la barra. En la chimenea crepitaba un espléndido fuego. Neumann y Dogherty se quitaron los chaquetones y los colgaron en la hilera de perchas situada junto a la puerta. Tomaron asiento en la mesa más cercana a la lumbre. La carta de aquel día sólo brindaba un plato: pastel de carne de cerdo. Pidieron dos raciones y dos vasos de cerveza. El fuego despedía un calor increíble. Neumann se quitó el jersey. Minutos después, el tabernero les llevó el pastel de carne de cerdo y pidieron más cerveza. Neumann había ayudado aquella mañana a Dogherty a reparar una cerca y tenía hambre. Neumann sólo levantó la cabeza del plato cuando se abrió la puerta para dar paso aun hombre gigantesco. Neumann le había visto ya por el pueblo y sabía que era el padre de Jenny, Martin Colville.

Colville pidió whisky y se quedó en la barra. Mientras daba cuenta de los últimos pedazos de pastel de carne de cerdo, Neumann lanzó dos o tres miradas al hombre, a intervalos regulares. Era un tipo enorme y fornido, de cabellera negra que le caía sobre los ojos y barba igualmente negra, pero salpicada de gris. Llevaba una chaqueta mugrienta que olía a aceite de motor. Sus grandes manazas estaban agrietadas y permanentemente sucias. Colville se engulló el primer whisky de un trago y pidió otro. Neumann acabó con su última trozo de pastel y encendió un cigarrillo.

Tras echarse al coleto su segundo whisky, Colville disparó una mirada feroz en dirección a Neumann y Dogherty.

– Quiero que te mantengas alejado de mi hija -dijo Colville-. Me han dicho que se les ve a menudo dando vueltas juntos por elpueblo y eso me repatea los hígados.

Con los dientes apretados, Dogherty aconsejó en voz baja:

– Como el que oye llover, compañero.

– Jenny y yo pasamos el tiempo juntos porque somos amigos -dijo Neumann-. Ni más ni menos.

– ¿Esperas que me lo crea? Quieres meterte bajo sus faldas. Bueno, pues Jenny no es esa clase de chica.

– Francamente, me la trae floja lo que crea.

– Paso porque vaya por ahí con Paddy, aquí presente, y su esposa. Pero no soporto a los fulanos como tú. No eres bueno para ella. Y si me entero de que habéis vuelto a estar juntos… -Colville agitó el dedo índice en dirección a Neumann-, iré a por ti.

– Limítate a asentir con la cabeza, sonríe y asunto concluido -recomendó Dogherty.

– Pasa tanto tiempo con Sean y Mary porque se cuidan de ella. Le proporcionan un hogar agradable y seguro. Que es más de lo que se puede decir de usted.

– El hogar de Jenny no es asunto tuyo. ¡Mantén las narices fuera de eso! ¡Y si sabes lo que te conviene, te quedarás lejos de ella, cojones!

Neumann aplastó el cigarrillo. Dogherty tenía razón. Debería seguir allí sentado y mantener la boca cerrada. Lo que menos le hacía falta en aquellos momentos era armar bronca con un vecino del pueblo. Alzó la vista hacia Colville. Conocía el tipo. El malnacido se había pasado la vida aterrorizando a todo el mundo, incluida su hija. A Neumann se le hacía la boca agua ante la oportunidad de ponerle en su sitio. Pensó: «Si le obligo a verse tal como es, quizá nunca vuelva a hacer daño a Jenny».

– ¿Qué va a hacer, pegarme? -dijo-. Esa es su solución para todo, ¿verdad? Siempre que ocurre algo que no le gusta, sacude a alguien y listo. Por eso pasa Jenny tanto tiempo con los Dogherty.Por eso ella no puede estar cerca de usted.

Se tensó el semblante de Colville.

– ¿Quién leches eres? -silabeó-. No me creo tu historia. Cruzó la taberna en unas cuantas zancadas rápidas, agarró la mesa y la arrojó fuera de su camino.

– Eres mío… y no sabes lo que voy a disfrutar con esto. Neumann se puso en pie.

– Soy hombre de suerte -dijo.

Un puñado de aldeanos, al olfatear la pelea, se habían concentrado a la puerta de la taberna, alrededor de los dos hombres. Colville lanzó un gancho salvaje con la derecha, que Neumann esquivó fácilmente. Colville disparó dos puñetazos más. Neumann los eludió desviando la cabeza unos centímetros, en tanto mantenía las manos protectoramente delante de la cara y los ojos clavados en los de Colville. Neumann permaneció a la defensiva, sin precipitarse hacia adelante. Si intentase hacerlo, con intención de descargar un golpe, correrla el peligro de que Colville le apresara con sus poderosos brazos y él no pudiera zafarse. Era cuestión de esperar a que Colville cometiese un error. Entonces se lanzaría a la ofensiva y pondría fin al asunto con la máxima rapidez posible.

Colville envió varios golpes frenéticos más. Le faltaba el aliento y jadeaba. Neumann observó que la frustración se extendía ya por su rostro. Colville echó los brazos por delante y embistió como un toro. Neumann se apartó a un lado y le puso la zancadilla cuando Colville pasaba lanzado. El hombre cayó de bruces, con un ruido sordo. Neumann se movió con rapidez y cuando Colville se levantaba, apoyándose en las manos y las rodillas, le propinó dos puntapiés en la cara a toda velocidad. Colville alzó el grueso antebrazo, paró con él la tercera patada y consiguió levantarse.

Neumann le había roto la nariz, por cuyas ventanas manaba la sangre, lo mismo que por la boca.

– Ya tiene bastante, Martin -dijo Neumann-. Dejémoslo así y volvamos adentro.

Colville no respondió. Avanzó unos pasos, fintó con la zurda y soltó un impresionante derechazo semicircular. El golpe lo encajó Neumann en el pómulo. Le desgarró la carne. Neumann tuvo la impresión de que le había alcanzado un mazo. La cabeza empezó a repicarle, los ojos se le llenaron de lágrimas y la vista se le enturbió. Meneó la cabeza para sacudirse las telarañas y pensó en París: tendido en el sórdido callejón, detrás del café, con la sangre deslizándose hasta los charcos que formaba la lluvia y los hombres de las SS pateándole con sus botas militares, golpeándole con los puños, con las culatas de sus pistolas, con botellas, con todo lo que tenían a mano.

Colville descargó otro puñetazo implacable. Neumann se agachó, imprimió a su cuerpo un giro y lanzó un puntapié lateral que hizo un feroz impacto en la rótula derecha de Colville. El gigante chilló de dolor. Rápidamente, Neumann le asestó tres puntapiés más. Colville estaba lisiado; Neumann supuso que le había descoyuntado la rótula. Colville también estaba aterrado. Evidentemente, era la primera vez que se enfrentaba a un luchador como Neumann.

Neumann se desplazaba constantemente a la derecha, para obligar a Colville a apoyar el peso del cuerpo sobre la pierna lesionada. Colville a duras penas podía mantenerse en pie. Neumann pensó que su adversario estaba acabado.

Cuando Neumann le dio la espalda para regresar a la taberna, Colville hizo descansar su peso en la pierna buena y se precipitó hacia adelante. Pillado por sorpresa, Neumann no se quitó de en medio con suficiente rapidez. Colville le alcanzó de lleno y lo despidió hacia atrás, contra la pared. Fue como si lo hubiese atropellado un camión a toda marcha. Hizo un esfuerzo para recobrar el aliento. Colville alzó violentamente la cabeza, con la peor de las intenciones, y alcanzó a Neumann debajo de la barbilla. Neumann semordió la lengua y la boca se le inundó de sangre.

Antes de que Colville le golpease de nuevo, Neumann impulsó la rodilla hacia arriba y la hundió brutalmente en la ingle de su antagonista. Colville se dobló por la cintura y un gemido ronco resonó en las profundidades de su garganta. Neumann volvió a levantar la rodilla, esa vez contra el rostro de Colville, donde astilló un hueso; se adelantó, alzó el brazo y hundió el codo, en golpe de arriba abajo, en la parte lateral de la cabeza de Colville.

A Colville se le doblaron las rodillas y se derrumbó, casi inconsciente.

– No te levantes, Martin -aconsejó Neumann-. Si sabes lo que te conviene, quédate donde estás.

Neumann oyó entonces un grito. Al levantar la mirada vio a Jenny que corría hacia él.

Aquella noche, Neumann yacía despierto en la cama. Había dormido un poco, intermitentemente, pero el dolor le despertó. Ahora permanecía tendido, muy quieto, mientras escuchaba el batir del viento contra el muro lateral de la casa. Podía oír también, a lo lejos, la incesante acometida de las olas contra la costa. No sabíaqué hora era. Su reloj de pulsera estaba encima de la mesita de noche lindante con la cabecera de la cama. Se incorporó apoyándose en un codo, alargó la mano hacia el reloj, emitió un gemido de dolor y miró la esfera luminosa. Cerca de medianoche.

Se dejó caer sobre la almohada y contempló el techo. Pelearse con Martin Colville había sido un error estúpido. Había puesto en peligro su cobertura y la seguridad de la operación. Y herido a Jenny. Delante de la taberna, la muchacha le había insultado a gritos y le había golpeado en el pecho con sus puños. Estaba furiosa con él por haber hecho daño a su padre. Él sólo quería dar una lección a aquel cabrón, pero le salió el tiro por la culata. Ahora, tendido en la cama, mientras escuchaba la confusa cadencia de aquel viento continuo, se preguntó si no estaría sentenciada toda la operación. Pensó en el comentario de Catherine en Hampstead Heath. Algo como: «Algunas cosas se han estropeado. No creo que mi tapadera pueda mantenerse durante mucho tiempo más». Pensó en la orden de Vogel, instándole a llevar a cabo la contravigilancia. Se preguntó si todos ellos -Vogel, Catherine, él- habían cometido ya errores fatales.

Neumann hizo inventario de sus heridas. Las lesiones parecían estar por todas partes. Tenía las costillas magulladas y doloridas -respirar era puro sufrimiento-, pero todo indicaba que no había ningún hueso roto. La lengua estaba hinchada y cuando la pasaba por el cielo de la boca notaba el corte que hendía su superficie. Se llevó la mano a la mejilla. Mary se había esmerado al máximo para cerrar la herida sin que le aplicasen puntos… Acudir a un médico era imposible. Comprobó que la venda estaba fija en su sitio. Incluso el roce más leve le arrancaba un respingo de dolor.

Neumann cerró los ojos e intentó dormir. Empezaba a conciliarel sueño cuando oyó el ruido de un paso en el descansillo, al otro lado de la puerta. Instintivamente, alargó la mano hacia la Mauser.Oyó otro paso y luego el crujido del piso bajo el peso de una persona. Levantó la Mauser hasta encañonar la puerta. Percibió el ruidode alguien que accionaba el tirador. Pensó: «Si el MI-5 viniese por mí, desde luego no trataría de deslizarse subrepticiamente en mi habitación por la noche». Se abrió la puerta y una pequeña figura recortó su silueta en el espacio abierto. A la tenue claridad de su lámpara Neumann vio que se trataba de Jenny Colville. Sosegadamente, dejó la Mauser en el suelo, junto a la cama y susurró:

– ¿Qué crees que estás haciendo?

– He venido a ver cómo estás.

– ¿Saben Sean y Mary que estás aquí?

– No. Me he colado. -Se sentó en el borde del camastro-. ¿Cómo te sientes?

– He pasado por cosas peores. Vaya puñetazos que sacude tu padre. Claro que qué te voy a contar a ti, lo sabes mejor que yo. Ella tendió la mano y le tocó la cara.

– Debería verte un médico. Tienes un corte horrible en la cara.

– Mary hizo un trabajo excelente.

Jenny sonrió.

– Tuvo que practicar mucho con Sean. Dice que cuando Sean era joven, la noche del sábado no era noche del sábado si no acababa con un buen zafarrancho fuera de la taberna.

– ¿Cómo está tu padre? Creo que se me fue la mano y le sacudí una más de la cuenta.

– Se repondrá. Bueno, tiene la cara hecha una pena. Pero, de todas formas, nunca fue muy guapo.

– Lo siento, Jenny. Toda la cuestión fue ridícula. Debí ser sensato. No debí hacerle caso.

– El tabernero dijo que la reyerta la provocó mi padre. Merece lo que ha conseguido. Se lo estaba buscando desde hace mucho tiempo.

– ¿Ya no estás enfadada conmigo?

– No. Es la primera vez que alguien sale en mi defensa. Lo que hiciste fue algo muy valiente. Mi padre es fuerte como un buey; Podría haberte matado. -Levantó la mano de encima de su rostro y se la pasó por el pecho-. ¿Dónde aprendiste a pelear así?

– En el ejército.

– Fue espantoso. Dios mío, ¡pero si tienes el cuerpo cubierto de cicatrices!

– He llevado una vida muy rica y satisfactoria.

Jenny se le acercó más.

– ¿Quién eres, James Porter? ¿Y qué estás haciendo en Hampton Sands?

– He venido a protegerle.

– ¿Eres mi caballero de reluciente armadura?

– Algo así.

Jenny se levantó bruscamente y se quitó el jersey pasándolo por encima de la cabeza.

– Jenny, ¿qué crees que estás…?

– Chisssst, vas a despertar a Mary.

– No puedes quedarte aquí.

– Son más de las doce. No pensarás echarme en una noche como esta, ¿verdad?

Antes de que pudiera contestar a la pregunta, Jenny se había quitado las botas altas y los pantalones. Se metió en la cama, y se acurrucó junto a él y bajo su brazo.

– Si Mary te encuentra aquí -dijo Neumann-, me matará.

– No le tendrás miedo a Mary, ¿eh?

– A tu padre le puedo parar los pies. Pero Mary es harina de otro costal.

Ella le besó en la mejilla y dijo:

– Buenas noches.

Al cabo de unos minutos, la respiración de Jenny había adoptado el ritmo del sueño. Neumann inclinó la cabeza contra la de la muchacha, se puso a escuchar el viento e instantes después, también dormía.

45

Berlín

Los Lancaster llegaron a las dos de la madrugada, Vogel, que dormía a ratos en el catre de campaña que tenía en su despacho, se levantó y se acercó a la ventana. Berlín se estremecía bajo el impacto de las bombas. Separó las cortinas impuestas por el oscurecimiento y miró a la calle. El coche seguía allí, un enorme sedán negro, aparcado junto a la acera de enfrente. Llevaba allí toda la noche, como antes estuvo toda la tarde. Vogel sabía que lo ocupaban tres hombres, por lo menos, porque veía las brasas de sus cigarrillos brillando en la oscuridad. Sabía igualmente que el motor estaba en marcha, porque le era posible distinguir el humo que despedía el tubo de escape hacia el helado aire nocturno. Al profesional que llevaba dentro le sorprendía lo chapucero de aquella vigilancia. Fumar, a sabiendas de que el resplandor del ascua sería visible en la oscuridad. Tener el motor en marcha para disfrutar de calor, incluso aunque el aficionado más lerdo sabe lo fácil que resulta así detectar el tubo de escape. Claro que la Gestapo no necesitaba preocuparse mucho de la técnica y el conocimiento del oficio. Se fiaban más del terror y la fuerza bruta. Los martillazos.

Vogel pensó en su conversación con Himmler en la casa de Baviera. Tuvo que reconocer que la teoría de Himmler no dejaba de tener cierta dosis de sentido. El hecho de que la mayoría de las redes de información alemanas establecidas en Gran Bretaña continuasen siendo operativas no demostraba la lealtad de Canaris al Führer. Eran prueba de lo contrario, de su traición. Si el jefe de la Abwehr era un traidor, ¿por qué molestarse en arrestar y ahorcar públicamente a sus espías en Gran Bretaña? ¿Por qué no utilizar esos espías y, junto con Canaris, tratar de engañar al Führer con informaciones falsas y que conduzcan a conclusiones equivocadas?

Vogel pensaba que era un argumento plausible. Pero un engaño de aquella magnitud resultaba casi inimaginable. Todo agente alemán tendría que estar bajo custodia o convertido en espía a favor de los británicos. Centenares de oficiales británicos tendrían que participar en el proyecto, dedicados a crear cantidades industrialesde informes falsos para que se transmitieran por radio a Hamburgo. ¿Sería posible una intoxicación de tales proporciones? Se trataría de una empresa colosal y arriesgada, pero Vogel concluyó que era factible.

La idea era brillante, pero Vogel no dejaba de admitir que tenía un fallo manifiesto. Requería la manipulación absoluta y total de las redes germanas en Gran Bretaña. Había que encargarse de todos los agentes: ganarlos para la causa británica y colocarlos donde no pudieran hacer daño. Si quedaba un solo agente fuera del control de la telaraña del MI-5, ese agente podría presentar un informe contradictorio y entonces a la Abwehr tal vez le oliera aquello a cuerno quemado. Podía utilizar los informes de un agente auténtico y decidir que todos los demás que estaba recibiendo eran fraudulentos. Y si todos los otros informes señalaban a Calais como lugar de la invasión, la Abwehr podía concluir que lo contrario era lo verdadero. El enemigo iba a efectuar el desembarco en Normandía.

¿Qué fue lo que dijo Himmler? «Una mentira es la verdad, sólo que al revés. Ponga la mentira ante el espejo y la verdad le estará mirando desde el cristal azogado.»

No tardaría en tener su respuesta. Si Neumann descubría que Catherine Blake estaba sometida a vigilancia, Vogel podría descartar la información que la mujer enviaba, considerándola cortina de humo tramada por la inteligencia británica…, parte de un engaño.

Se retiró de la ventana y volvió al camastro. Le recorrió un escalofrío. Podía muy bien descubrir pruebas de que la inteligencia británica estaba empeñada en un gran artificio. Lo cual sugeriría a su vez con bastante fuerza que el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la información militar alemana, era un traidor. Desde luego, Himmler lo aceptaría como prueba blindada irrebatible. Sólo existía un castigo para semejante delito: una cuerda de piano alrededor del cuello, una muerte lenta y tortuosa por estrangulamiento, que se filmaría de principio a fin para que Hitler pudiera ver la película una y otra vez.

¿Qué ocurriría si descubriese pruebas de un engaño? La Wehrmacht estaría esperando con sus divisiones Panzer en el lugar del desembarco. Se destrozaría al enemigo. Alemania ganaría la guerra y los nazis gobernarían Alemania y Europa durante decenios.

«No hay ley en Alemania, Trude. Sólo hay Hitler.»

Vogel cerró los ojos e intentó dormir, pero fue inútil. Los dos aspectos incompatibles de su personalidad se encontraban en abierto conflicto: el Vogel manipulador y maestro de espías y el Vogel que creía en el imperio de la ley. Le tentaba la perspectiva de poner al descubierto un engaño británico a gran escala, ser más listo que sus rivales británicos y tirar por tierra su jueguecito. Y al mismo tiempo le horrorizaba lo que significaría aquella victoria. Demostrar el engaño británico, destruir a su viejo amigo Canaris, ganar la guerra para Alemania, garantizar a los nazis el poder eterno.

Continuó despierto en el camastro, escuchando el zumbido fragoroso de los bombarderos.

«Dime que no trabajas para él, Kurt.»

Vogel pensó: «Ahora sí, Trude. Ahora trabajo para él».

46

Londres

– ¡Hola, Alfred!

– ¡Hola, Helen!

Ella le sonrió, le dio un beso en la mejilla y dijo:

– ¡Oh, es un placer volver a verte!

– También lo es para mí.

Helen entrelazó su brazo con el de Vicary e introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo, tal como solía hacer en otro tiempo. Dieron media vuelta y echaron a andar por el paseo de entrada al St. James’ Park. Aquella calma no le pareció incómoda a Vicary. En realidad, la encontró más bien agradable. Un siglo atrás constituyó una de las razones por las que supo que estaba enamorado de veras: el modo en que se sentía cuando el silencio se alzaba entre ellos. Disfrutaba junto a Helen cuando charlaban y reían, pero se encontraba igualmente a gusto cuando ella no decía nada en absoluto. Le encantaba estar tranquilamente sentado con ella en el porche de la casa de Helen, pasear a su lado por el bosque o permanecer tendidos junto al lago. Le bastaba con tener el cuerpo de Helen junto al suyo, o su mano sobre la de ella.

El aire de la tarde era denso y cálido, un soplo de agosto en febrero, bajo el cielo sombrío e inestable. El viento agitaba los árboles y rizaba pequeñas olas en la superficie del estanque. Una bandada de patos se balanceaba en la corriente como boyas sujetas por el ancla.

Vicary la miró fijándose bien en ella por primera vez. Había soportado estupendamente el paso del tiempo. En muchos aspectos estaba más guapa que antes. Era alta, derecha de cuerpo, y el poco peso que los años hubieran podido añadir a su cuerpo quedaba admirablemente disimulado bajo el traje de corte perfecto que lucía. El pelo, que solía peinar hacia atrás, suelto, caído sobre el centro de la espalda como una capa rubia, lo llevaba ahora recogido en la nuca. Se tocaba con un sombrerito sin alas, de color gris.

Vicary dejó que su mirada se recrease en el rostro de Helen. La nariz, en otro tiempo un tanto excesivamente larga para su cara, parecía tener ahora la forma y el tamaño perfectos. La edad había hundido ligeramente las mejillas, de manera que los pómulos ganaron en prominencia. Volvió la cabeza y se dio cuenta de que Vicary la estaba mirando. Le sonrió, pero la sonrisa no se extendió a los ojos. Se apreciaba állí una tristeza distante, como si alguien muy próximo a ella hubiese muerto recientemente.

Vicary fue el primero en romper el silencio. Apartó la vista y dijo:

– Lamento lo del almuerzo, Helen. Surgió un imponderable en el trabajo y me fue imposible marcharme o avisarte siquiera.

– No te preocupes, Alfred. Me limité a seguir sentada sola a la mesa y coger una miserable borrachera. -Vicary la miró con sorprendida agudeza-. Sólo te estaba tomando el pelo. Pero no voy a fingir que me sentía decepcionada. Me llevó mucho tiempo reunir el valor necesario para ponerme en contacto contigo. Me porté tan espantosamente entonces… -Se le quebró la voz y dejó la idea y la frase sin acabar.

Vicary pensó: «Sí, te portaste mal, Helen».

– Eso fue hace muchos años -dijo en voz alta-. ¿Cómo te las arreglaste para dar conmigo?

Le había telefoneado a su despacho veinte minutos antes. Al descolgar el aparato, Vicary esperaba oír cualquier voz excepto la deHelen. Boothby, que le conminaba a que subiera y escuchase otro brillante ejemplo de su inteligencia; Harry, para informarle de que Catherine Blake había descerrajado un tiro a alguien en la cara; Peter Jordan, para decirle que se fuese a tomar por el culo y que no estaba dispuesto a ver nunca más a Catherine. El sonido de la voz de Helen hizo que se atragantara y estuviese a punto de asfixiarse.

– Hola, querido, soy yo -dijo Helen y, como cualquier buen agente, no usó su nombre-. ¿Aún estarías dispuesto a verme? Me tienes en una cabina telefónica enfrente de tu despacho. ¡Oh, por favor, Alfred!

Se explicaba ahora, en el parque:

– Mi padre es amigo de tu director general. Y David mantiene una buena amistad con Basil Boothby. Hace cierto tiempo que sé que te encajaron en esa oficina.

– Tu padre, David y Basil Boothby… todos mis personajes favoritos.

– No te preocupes, Alfred, no han formado una tertulia para sentarse a hablar de ti.

– ¡Vaya, doy gracias a Dios!

Ella le apretó la mano.

– ¿Cómo diablos acabaste dedicado a eso?

Vicary le contó la historia. Cómo trabó amistad con Churchill antes de la guerra. Cómo se vio captado para ingresar en el círculo de consejeros de Churchill en Chartwell. Cómo Churchill le enganchó bien enganchado aquella tarde de mayo de 1940.

– ¿De verdad lo hizo metido en la bañera? -preguntó Helen.Vicary asintió, y el recuerdo le provocó una sonrisa.

– ¿Qué aspecto tiene el primer ministro desnudo?

– Muy rosadito. Resulta imponente. Luego me pasé el resto del día tarareando Rule Britannia.

Helen se echó a reír.

– Tu trabajo tiene que ser terriblemente emocionante.

– Es posible. Pero también puede ser espantosamente aburridoy tedioso.

– ¿Has sentido alguna vez la tentación de contarle a alguien todos los secretos que conoces?

– ¡Helen!

– ¿Sí o no? -insistió ella.

– No, claro que no.

– Pues yo sí -dijo Helen, y miró para otro lado-. Tienes un aspecto formidable, Alfred. Estás fenomenal. Esta maldita guerra parece sentarte de fábula.

– Gracias.

– He de reconocer, sin embargo, que echo de menos la pana y el tweed. Ahora vas vestido completamente de gris, lo mismo que todos ellos.

– Es mi uniforme oficial de Whitehall, me temo. Ya me he acostumbrado a él. Y también me gusta el cambio. Pero me alegraré cuando todo esto haya acabado y pueda volver al University College, que es donde me corresponde estar.

No podía creer las palabras que salían de su boca. Hubo un momento en que pensó que el MI-5 era su tabla de salvación. Ahora sabía, de manera definitiva, que no era así. Había disfrutado del tiempo pasado en el MI-5: la tensión, las largas horas, el intragable menú de la cantina, los rifirrafes con Boothby, el extraordinario grupo de aficionados como él que se entregaban a aquella tarea en cuerpo y alma, afanándose incansablemente y en secreto. Había jugueteado una vez con la idea de solicitar la permanencia allí después de la guerra. Pero no sería lo mismo… no sin la amenaza de la destrucción nacional pendiente sobre sus cabezas como una espada de Damocles.

Quedaba algo más. Si bien se adaptaba intelectualmente al oficio del espionaje, la propia índole del mismo le resultaba repugnante. Por naturaleza y educación era un hombre dedicado a la búsqueda de la verdad. La materia prima del servicio de inteligencia era la mentira y el engaño. La traición. El concepto de que el fin justifica los medios. La puñalada al amigo por la espalda, si es preciso. Vicary no estaba muy seguro de que le gustase la persona en que se había convertido.

– A propósito, ¿cómo está David? -preguntó.

Helen exhaló un profundo suspiro.

– David es David -dijo, como si no fuera necesaria ninguna otra explicación-. Me ha desterrado al campo y él permanece. aquí, en Londres. Dirige una comisión y hace algo para el Almirantazgo. Vengo a verle una vez cada varias semanas. Le encanta esto cuando estoy fuera. Le otorga la libertad necesaria para encargarse de las otras cosas que le interesan.

Un tanto incómodo por la sinceridad de Helen, Vicary desvió la mirada. Además de ser increíblemente rico y apuesto, David Lindsay era un notorio mujeriego. Vicary pensó: «No es extraño que Boothby y él sean tan buenos amigos».

– No es preciso que simules ignorancia, Alfred -dijo Helen-. Tengo plena conciencia de que todo el mundo sabe cómo es David y conoce su pasatiempo preferido. Me he acostumbrado a eso. A David le gustan las mujeres y a las mujeres les gusta David. Vienen a ser algo así como tal para cual.

– ¿Por qué no le dejas?

– ¡Oh, Alfred!

Desestimó la sugerencia con un floreo de su mano enguantada.

– ¿Hay alguien más en tu vida?

– ¿Te refieres a otros hombres?

Vicary asintió.

– Lo intenté una vez, pero era el hombre equivocado. Era David vestido con otra ropa. Además, hace veinticinco años hice una promesa en una iglesia y me veo incapaz de romperla.

– Me gustaría que sintieses lo mismo respecto a la promesa que me hiciste a mí -expresó Vicary, y se arrepintió automáticamentede la nota de amargura que se infiltró en su voz.

Pero Helen no hizo más que mirarle, parpadear rápidamente yreconocer:

– A veces yo también lo deseo. Vaya, ya lo he dicho. Dios mío, qué poco inglesa soy; tan poco que no lo soy nada. Perdóname, por favor. Supongo que se debe a la cantidad de norteamericanos que pululan por la ciudad.

Vicary notó que se estaba poniendo colorado.

– ¿Sigues viendo a Alice Simpson? -preguntó Helen.

– ¿Cómo diablos sabes lo de Alice Simpson?

– Lo sé todo acerca de tus mujeres, Alfred. Es muy guapa. Incluso me gustan esos infames libros que escribe.

– Se marchó. Me dijo que era la guerra, mi trabajo. Pero lo cierto es que ella no eras tú, Helen. Así que se largó. Exactamente igual que las otras.

– ¡Oh, maldito seas, Alfred Vicary! Maldito seas por decir eso.

– Es la verdad. Aparte de que es lo que querías oír. Por eso es por lo que me has buscado: para empezar.

– Lo cierto es que deseaba oírte decir que eras feliz -declaró Helen. Tenía húmedos los ojos-. No quería que me dijeses que destrocé tu vida.

– No te esponjes, Helen. No has destrozado mi vida. No soy desdichado. Se trata sencillamente de que en mi corazón no he encontrado sitio para alguien más. No confío mucho en la gente. Supongo que eso tengo que agradecértelo a ti.

– Una tregua -pidió Helen-. Por favor, firmemos un armisticio. No quiero que esto se convierta en una continuación de nuestra última charla. Sólo deseaba pasar un rato contigo. Dios, pero necesito una copa. ¿Por qué no me llevas a alguna parte y me echas al cuerpo una botella de vino, cariño?

Fueron andando hasta el Duke’s. A aquella hora de la tarde reinaba allí el más absoluto sosiego. Les acomodaron en una mesa discreta, en un rincón. Vicary no dejaba de esperarse que de un momento a otro entrara algún amigo suyo o de Helen que los reconociera, pero continuaron estando solos. Vicary pidió disculpas y fue al teléfono para indicar a Harry dónde estaba. A su vuelta a la mesa se encontró con que había allí una botella de champán, desatinadamente cara, en una cubeta con hielo.

– No te preocupes, corazón -dijo Helen-. Es la fiesta de David.

Vicary se sentó y poco más que en un abrir y cerrar de ojos se habían trasegado media botella. Hablaron de los libros de Vicary y de los hijos de Helen. Incluso hablaron un poco más de David. Mientras Helen hablaba, Vicary no apartó los ojos de su rostro. En las pupilas de la mujer apreció una especie de remota melancolía, la vulnerabilidad ocasionada por un matrimonio fracasado, que la hacía aún más atractiva para él. Helen alargó la mano y la puso sobre la de Vicary. Por primera vez en veinticinco años, Vicary notó que el corazón le latía en el pecho.

– ¿Has pensado en ello, Alfred?

– ¿Pensar en qué?

– En aquella mañana.

– Helen, ¿qué estás…?

– Dios mío, Alfred, qué obtuso puedes llegar a ser a veces. La mañana en que me deslicé en tu cama y saqueé tu cuerpo por primera vez.

Vicary apuró el vino de su copa y volvió a llenar las dos.

– No… -balbuceó-, en realidad, no.

– Santo Dios, Alfred Vicary, eres un embustero terrible. ¿Cómo diablos te las arreglas para bandearte en esa clase trabajo al que te dedicas ahora?

– Bueno, sí. Pienso en ello a veces. -Se dijo: «¿Cuándo fue la última vez?». La mañana de Kent, después de componer un mensaje de Doble Cruz para su falso agente que respondía al nombre en clave de Partridge-. Me he sorprendido a mí mismo pensando en ello, pero sólo en mis peores momentos.

– Le mentía David, ¿sabes? Siempre le dije que él fue el primero. Pero me alegro de que fueras tú. -Pasó el dedo por la base de su copa de vino y miró por la ventana-. ¡Fue tan rápido…! Apenas duró unos momentos. Pero cuando lo recuerdo ahora dura horas.

– Sí. Sé lo que quieres decir.

Helen le miró.

– ¿Aún tienes esa casa de Chelsea?

– Me han dicho que sigue allí. No la he pisado desde 1940 -repuso Vicary, en broma.

Helen apartó la vista del ventanal y miró a Vicary directamente a los ojos. Se inclinó hacia adelante y susurró:

– Quisiera que me llevases ahora allí y me hicieras el amor en tu cama.

– A mí también me gustaría, Helen. Pero me volverías a hacer polvo el corazón. Y, a mi edad, no creo que pudiera superarlo por segunda vez.

El semblante de Helen perdió toda expresión y su voz, cuando por último habló, sonó plana y apagada.

– Dios mío, Alfred, ¿cuándo te has convertido en un hijo de puta tan frío de corazón?

Las palabras le parecieron familiares, Luego se acordó que Boothby, cuando le cogió por un brazo, después del interrogatorio de Peter Jordan, le había hecho la misma pregunta, más o menos.

Una sombra se interpuso entre ellos. Pasó por el semblante deHelen, lo oscureció y luego se desplazó. La mujer estaba sentada muy quieta y rígida. Se le habían humedecido los ojos. Parpadeó a fin de eliminar las lágrimas y recobró la compostura. Vicary se sintió como un idiota. Todo aquello había ido demasiado lejos…, las riendas se les habían escapado de las manos. Fue un necio al ir a verla. Nada bueno podía salir de la entrevista. El silencio era ahora como metal rechinante. Con aire ausente, distraído, se palpó los bolsillos de la pechera en busca de las gafas de media luna y se esforzó en idear alguna excusa para justificar su marcha. Helen percibió su desasosiego. Aún de cara al ventanal, la mujer le facilitó la huida:

– Te he retenido demasiado tiempo. Ya sé que deberías estar devuelta en tu trabajo.

– Sí. Realmente debería estarlo. Lo siento.

Helen seguía mirando por el ventanal.

– No te dejes seducir por ellos. Cuando acabe la guerra, desembarázate de esos horribles trajes grises y vuelve a casa con tus libros. Me gustabas más entonces. -Vicary guardó silencio, sólo se la quedó mirando. Se inclinó con intención de besarla en la mejilla, pero ella le sostuvo la nuca con los dedos y le dio un leve beso en la boca. Luego le sonrió y dijo-: Confío en que cambies de idea… y pronto.

– Puede que lo haga, la verdad.

– Bueno.

– Adiós, Helen.

– Adiós, Alfred.

Helen le cogió la mano.

– Tengo que decirte una cosa más. Hagas lo que hagas, no te fíes de Basil Boothby, cariño. Es veneno. Nunca, jamás, le des la espalda.

Y Vicary recordó lo que Helen había dicho acerca de su único amante adúltero: «Era David vestido con otra ropa».

«No, Helen -pensó Vicary-. Era Boothby.»

Iba a pie. De haber podido, hubiera echado a correr. Anduvo sin rumbo, sin destino. Anduvo hasta que el tejido cicatrizado de su rodilla le abrasó como un hierro de marcar. Anduvo hasta que su tos de fumador sonó como la de un tísico. Los árboles desnudos del Creen Park se retorcían a impulsos del viento. Las ráfagas de aire sonaban como las aguas de un rápido. El ventarrón que se había levantado agitó los faldones de la gabardina, sin abotonar, y a punto estuvo de arrancársela del cuerpo. Se la sostuvo agarrando el cuello a la alturade la garganta y la prenda onduló sobre sus hombros como si fuera una capa. El oscurecimiento descendió como un velo. En la penumbra tropezó con un insolente norteamericano. «¡Eh, mira por donde vas, chaval!» Vicary murmuró una disculpa: «Lo siento mucho, perdone». En seguida se arrepintió. Estamos en nuestro maldito país aún.

Tuvo la sensación de que lo estaban trasladando, de que sus movimientos habían dejado de ser suyos. Recordó de pronto el hospital de Sussex donde se recuperó de las heridas. El muchacho que había recibido un balazo en la columna vertebral y ya no movería más los brazos y las piernas. El modo en que describió a Vicary el flotante entumecimiento que sentía cuando los médicos le movían las extremidades. «¡Por Dios, Helen! ¿Cómo pudiste…?

«¡Boothby! ¡Dios santo, Helen!» Centellearon por su mente indignas escenas de su única relación sexual con Helen. Cerró los ojos y trató de alejar aquellas imágenes. «¡Por todos los infiernos! ¡Por todoslos infiernos! ¡Con cualquiera menos con Basil Boothby!» Le maravilló la absurda forma en que una parte de su vida se doblaba e iba a tocar a la otra. Helen y Boothby…, qué disparate. Demasiadoabsurdo para imaginárselo. Pero era cierto, lo sabía.

¿Dónde estaba en aquel momento? Olfateó la cercanía del río y se encaminó hacia él. Victoria Embankment. Remolcadores atoando barcazas río arriba, luces sofocadas, el alarido de una lejana sirena de niebla. Oyó el gemido de placer de un hombre y pensó que, de nuevo, la imaginación le jugaba una mala pasada. Miró a su izquierda y, en la penumbra, distinguió la figura de una buscona con las manos dentro de la bragueta de un soldado. «¡Oh, buen Dios! ¡Perdón!»

Había echado a andar de nuevo. Le dominaba el apremiante impulso de llegarse al despacho de Boothby y propinarle un puñetazo en la cara. Pero recordó la talla física de Boothby y lo que se comentaba acerca de sus hazañas en la disciplina de las artes marciales, por lo que se dijo que lanzarse a tal designio equivaldría a un intento de suicidio. Le asaltó entonces el vivo deseo de regresar al Duke’s, reunirse con Helen, llevarla a casa consigo y al diablo las consecuencias. Entonces las imágenes del caso que tenía entre manos empezaron a estallar en su cerebro, como ocurría siempre. El expediente de Vogel vacío. Karl Becker en su viscosa celda… «Se lo dije a Boothby.» El rostro reventado de Rose Morely. La huida lacrimógena de Grace Clarendon abandonando el cubil de Boothby. Pelícano. Gavilán, el espía oxoniense de Boothby. Tuvo la incómoda impresión de que le estaban manipulando. Pensó: «¿Soy yo también un Gavilán?».

¿Dónde estaba ahora? En la avenida de Northumberland. Redujo el ritmo de marcha y escuchó el agradable zumbido del tráfico de última hora de la tarde. Al levantar la mirada vio a una joven atractiva que escudriñaba con impaciencia los automóviles que pasaban. Era Grace Clarendon: era imposible confundir su melena rubia platino y sus labios rojo sangre. Un gran Humber azul se detuvo junto al bordillo. El de Boothby. Se abrió la portezuela y Grace subió al coche. El Humber se integró en el tráfico. Vicary volvió la cabeza y miró hacia otra parte mientras el vehículo pasaba por su lado.

Vicary avanzó hacia West Halkin Street. Había caído la noche, acompañada de un chaparrón como una tormenta de primavera de esas que lo dejan todo empapado. Vicary limpió el vaho de un trozo de la ventanilla y echó un vistazo al exterior. Muchos londinenses caminaban por las aceras como refugiados que huyesen ante el avance de un ejército enemigo, encogidos bajo sus impermeables y paraguas, a la tela de algunos de los cuales había dado la vuelta el viento. Las linternas del oscurecimiento titilaban débilmente entre la húmeda negrura. Vicary pensó en el extraño sesgo del destino que le había acomodado en el asiento trasero de un coche del gobierno y no en la calle, con el resto de la gente. Helen surgió de pronto en su imaginación y se preguntó dónde estaría… En algún sitio, seca y a salvo, confiaba. Pensó en Grace Clarendon, que había subido a la parte trasera del coche de Boothby, y se preguntó qué diablos estaba haciendo allí. ¿La respuesta era simple? ¿Se acostaba con Boothby y con Harry al mismo tiempo? ¿O era algo más siniestro? Recordó las palabras gritadas rabiosamente al otro lado de las puertas cerradas del despacho de Boothby: «¡No puedes hacerme esto! ¡Cabrón! ¡Maldito hijo de puta!» Vicary pensó: «Dime qué te hizo, Grace, porque te juro por mi vida que soy incapaz de imaginarlo por mi cuenta».

El automóvil se detuvo delante de la casa. Vicary se apeó y, levantando la cartera a guisa de escudo protector contra la lluvia, corrió a meterse en el edificio. La casa parecía un teatro del West End en plena fase de preparativos para una incierta noche de estreno. El ambiente de aquel lugar había llegado a gustarle: el alborotado parloteo de los vigilantes mientras se equipaban para hacer frente al mal tiempo durante toda una noche en la calle, el técnico que comprobaba los aparatos para asegurarse de que se recibía la señalde los micrófonos ocultos instalados en el domicilio de Jordan, el olor de la comida que llegaba desde la cocina.

La aparición de Vicary debía de tener algo que irradiaba tensión, porque nadie le dirigió la palabra mientras atravesaba el caos de la sala de operaciones y emprendía el ascenso de la escalera, rumbo a la biblioteca. Se quitó la gabardina y la colgó de la percha situada detrás de lápuerta. Dejó la cartera encima de la mesa. Luego cruzó el pasillo y encontró a Jordan que, de pie ante el espejo, se ponía su uniforme de la Armada.

Pensó: «Si los vigilantes son mis tramoyistas, Jordan es mi estrella y el uniforme su pieza de vestuario».

Vicary le observó con atención. Parecía un tanto incómodo mientras se vestía el uniforme, lo mismo que le sucedía a Vicary cuando, una década atrás, sacó su corbata negra de lazo y trató de recordar dónde y cómo iba. Vicary carraspeó ligeramente para indicar su presencia. Jordan volvió la cabeza, miró durante un segundo a Vicary y luego volvió a concentrar su atención en la imagen que le devolvía el espejo.

– ¿Cuándo va a acabar esto? -dijo Jordan.

La frase se había convertido en parte ineludible del rito vespertino. Cada noche, antes de que Vicary enviase a Jordan al encuentro de Catherine Blake con una nueva carga de material de Timbal en la cartera, Jordan formulaba la misma pregunta. Vicary siempre se salía por la tangente. Pero en aquella ocasión respondió:

– Lo cierto es que puede ser muy pronto.

Jordan le miró con súbita agudeza; a continuación su vista fue hacia una butaca vacía e invitó:

– Siéntese. Tiene un aspecto de todos los diablos. ¿Cuándo durmió por última vez?

– Creo que fue una noche de mayo de 1940 -repuso Vicary, y se dejó caer en la silla.

– Supongo que no puede aclararme por qué va a acabar pronto todo esto, ¿verdad?

Vicary denegó despacio con la cabeza.

– Me temo que no puedo.

– Me lo imaginaba.

– ¿Representa mucha diferencia para usted?

– En realidad, no, supongo.

Jordan terminó de vestirse. Encendió un cigarrillo y se sentó frente a Vicary.

– ¿Se me permite hacerle unas preguntas?

– Eso depende por completo de las preguntas.

Jordan sonrió amablemente.

– Es evidente para mí que no es usted un oficial de informaciónde carrera. ¿A qué se dedicaba antes de la guerra?

– Era profesor de historia de Europa en el University College de Londres.

A Vicary le sonó a extraño decirlo así, como si estuviera leyendo el currículo de otra persona. Parecía haber transcurrido una vida entera… dos vidas completas.

– ¿Cómo demonios acabó trabajando para el MI-5?

Vicary vaciló, llegó a la conclusión de que contestar a aquello no violaba ningún decreto de seguridad y refirió su historia.

– ¿Disfruta con su trabajo?

– A veces. Pero hay otras en que lo detesto y no veo la hora de volver a verme tras los muros de la academia y atrancar la puerta.

– ¿Como cuándo?

– Como ahora -dijo Vicary llanamente.

Jordan no tuvo reacción alguna. Era como si diera por sentado que ningún funcionario del servicio de inteligencia, por avezado que fuese, pudiera disfrutar con una operación de aquellas características.

– ¿Casado?

– No.

– ¿Ninguna vez?

– Nunca.

– ¿Por qué?

Vicary pensó que en ocasiones las coincidencias divinas eran demasiado vulgares para tenerlas en cuenta. Tres horas antes había contestado a la misma pregunta, formulada entonces por una mujer que conocía la respuesta. Y ahora su agente le planteaba la misma maldita cuestión. Esbozó una tenue sonrisa.

– Supongo que no he encontrado la mujer ideal -dijo.

Jordan le estaba examinando. Vicary se dio cuenta y no acabó de gustarle. Estaba acostumbrado a que las relaciones siguiesen otros derroteros, tanto con Jordan como con los demás espías alemanes que había manejado. Era Vicary quien fisgaba y se entrometía, Vicary quien hurgaba en busca de puntos débiles para, al dar con ellos, hundir la daga. Suponía que ese era uno de los motivos por los que se le consideraba un buen oficial de Doble Cruz. El trabajo le permitía curiosear en las vidas de extraños y explotar sus defectos personales sin tener que afrontar los suyos propios. Pensó en Karl Becker sentado en su celda, vestido con su triste traje de presidiario. Vicary comprendió que le gustaba ser él que llevaba el control, el que se encargaba de manipular y engañar, el que tiraba de los hilos. Vicary se preguntó: «¿Soy así porque Helen me rechazó hace veinticinco años?». Se sacó de la chaqueta un paquete de Players y con aire ausente encendió un cigarrillo.

Jordan puso el codo en el brazo de la butaca y apoyó la barbilla en el puño. Enarcó las cejas mientras miraba a Vicary como sí éste fuera un puente inseguro en peligro de venirse abajo.

– Creo que probablemente encontró usted la mujer ideal en algún punto del camino y que ella no le devolvió el favor.

– Digo que…

– Ah, de modo que tengo razón, después de todo.

Vicary expulsó el humo hacia el techo.

– Es usted un hombre inteligente. Siempre lo he sabido.

– ¿Cómo se llamaba?

– Helen.

– ¿Qué pasó?

– Lo siento, Peter.

– ¿La ha visto últimamente?

Vicary meneó la cabeza.

– No.

– ¿Lamenta algo?

Vicary recordó las palabras de Helen. «No quería que me dijeses que destrocé tu vida.» ¿Había destrozado su vida? Le gustaba decirse que no. Como la mayor parte de los hombres solteros, se complacía en felicitarse por lo afortunado que era al no tener que soportar la carga de una esposa y una familia. Contaba con su intimidad y su trabajo y le encantaba no verse obligado a responder de sus actos a nadie en el mundo. Disponía del dinero suficiente para hacerlo que le viniese en gana. Tenía la casa decorada a su gusto y estaba libre de la preocupación de que alguien revolviera sus papeles o sus cosas. Pero lo cierto es que era un hombre solitario… a veces se sentía terriblemente solo. En realidad deseaba tener a alguien con quien compartir sus triunfos y desilusiones. Deseaba que alguien quisiera compartir con él las satisfacciones y las decepciones de ambos. Cuando volvía la mirada para contemplar su vida objetivamente, echaba de menos algo: risas, ternura, un poco de ruido y desorden en ocasiones. Era media vida, medio hogar y, en última instancia, medio hombre.

– ¿Lamenta algo?

– Sí, lamento algo -reconoció Vicary, y le sorprendió oírse pronunciar aquellas palabras-. Lamento que el fracaso que representa no casarme me haya privado de los hijos. Siempre he creído que sería maravilloso ser padre. Creo que hubiera sido un buen padre, a pesar de mis rarezas y defectos.

En la semioscuridad, una sonrisa revoloteó fugazmente por el semblante de Jordan.

– Mi hijo es todo mi mundo. Es mi vínculo con el pasado y mi vislumbre del futuro. Es todo lo que me queda, lo único que es auténtico. Margaret desapareció, Catherine era una mentira. -Hizo una pausa y contempló el ascua agonizante de su cigarrillo-. Estoy deseando que acabe esto para regresar a casa y reunirme con él. No paro de darle vueltas en la cabeza a lo que voy a decirle cuando me pregunte: «Papá, ¿qué hiciste en la guerra?». ¿Qué infiernos se supone que tengo que decirle?

– La verdad. Explíquele que usted era un ingeniero de gran talento y que construyó un ingenio que contribuyó a que ganáramos la guerra.

– Pero eso no es la verdad.

Algo en el tono de voz de Jordan impulsó a Vicary a levantar la vista para mirarle vivamente. ¿Qué parte no era la verdad?

– ¿Le importa que le haga un par de preguntas ahora? -dijo.

– Me parece que tiene usted derecho a preguntarme lo que guste, con o sin mi permiso.

– Distinta escena, distinta razón para las preguntas.

– Adelante.

– ¿La amaba?

– ¿La ha visto usted alguna vez?

Vicary se dio cuenta de que no la había visto en persona, sólo en las fotografías del servicio de vigilancia.

– Sí, la amaba. Era hermosa, era inteligente, era encantadora y, evidentemente, era una actriz de un talento increíble. Y, lo crea o no, pensé que hubiera sido una buena madre para mi hijo.

– ¿Todavía la quiere?

Jordan miró para otro lado.

– Quiero a la persona que creí que era. No a la mujer que me dice que es. Una parte de mí casi está llegando a pensar que todo esto es una especie de broma. De modo que supongo que usted y yo tenemos una cosa en común.

– ¿Qué es? -preguntó Vicary.

– Los dos nos enamoramos de la mujer equivocada.

Vicary se echó a reír. Consultó su reloj de pulsera y dijo:

– Se está haciendo tarde.

– Sí -corroboró Jordan.

Vicary se puso en pie y condujo a Jordan a través del pasillo y al interior de la biblioteca. Abrió la cartera y sacó un manojo de papeles. Se los tendió a Jordan, que los guardó dentro de su cartera. Permanecieron inmóviles y en silencio durante unos segundos.

– Lo siento -dijo Vicary al final-. Si hubiera algún otro modo de hacer esto, lo utilizaría. Pero no lo hay. Al menos por ahora.

Jordan no hizo ningún comentario.

– Hay una cosa de su interrogatorio que siempre me ha preocupado: por qué no podía usted recordar los nombres de los individuos que le abordaron por primera vez para proponerle que colaborase en la Operación Mulberry.

– Aquella semana conocí a docenas de personas. No me acuerde ni de la mitad de ellas.

– Dijo que uno de esos dos hombres era inglés.

– Sí.

– ¿Se llamaba Broome por un casual?

– No, no se llamaba Broome -respondió Jordan sin vacilar-.Creo que recordaría un nombre así. Bueno, me parece que debo marcharme ya.

Jordan se dirigió a la puerta.

– Me queda una pregunta más.

Jordan se volvió.

– ¿Cuál es? -dijo.

– Es usted Peter Jordan, ¿verdad?

– ¿Qué clase de pregunta es esa?

– Realmente, una pregunta más bien sencilla. ¿Es usted Peter Jordan?

– Claro que soy Peter Jordan. ¿Sabe una cosa? Verdaderamente debería ir a dormir un poco, profesor.

47

Londres

Clive Roach ocupaba una mesa junto a la ventana en el café situado enfrente del piso de Catherine Blake, La camarera le sirvió el té y el bollo. Clive Roach depositó inmediatamente unas cuantas monedas encima de la mesa. Era una costumbre adquirida durante el ejercicio de su profesión. Normalmente tenía que abandonar los bares repentinamente y a toda prisa. Lo que menos necesitaba era llamar la atención. Tomó un sorbo de té y hojeó sin entusiasmo el periódico de la mañana, En realidad no le interesaba gran cosa. Le interesaba la puerta de la casa del otro lado de la calle. Arreció la lluvia. La idea de volver a salir no le encandilaba precisamente. Era un aspecto de su trabajo que le fastidiaba: estar constantemente expuesto a las inclemencias meteorológicas. Había cogido más resfriados e infecciones bronquiales de las que podía acordarse.

Antes de la guerra ejercía de profesor en una escuela masculina de tres al cuarto. Decidió enrolarse en el ejército en 1939. Distaba mucho de ser el modelo de soldado: flaco, piel pálida, rala cabellera y voz poco audible. Un militar nada prometedor. En el centro de reclutamiento se percató de que un par de hombres muy bien puestos le observaban desde un rincón. También notó que pedían una copia de su documentación y que la estudiaban detenidamente y con gran interés. Unos minutos después, le separaron de la cola, le dijeron que pertenecían a la Inteligencia Militar y le ofrecieron trabajar para ellos.

A Roach le gustaba mirar. Era un observador natural de la gente y tenía una buena memoria para los nombres y las caras. Ah, sabía perfectamente que no iba a obtener condecoraciones por hechos heroicos en el campo de batalla ni que cuando la guerra terminase iba a disponer de historias emocionantes que contar en la taberna. Pero era un trabajo importante y lo cumplía muy bien. Le hincó el diente al bollo mientras pensaba en Catherine Blake. Desde 1939 había seguido a muchos espías, pero ella era la mejor. Una profesional de verdad. Le había puesto en evidencia una vez, pero Roach prometió que no se repetiría.

Acabó el bollo y apuró el té. Levantó la vista de la mesa y vio a Catherine salir del bloque de pisos. Le maravillaba su estilo. Siempre permanecía quieta un momento, entretenida con algo prosaico mientras oteaba la calle para detectar cualquier indicio de vigilancia. Aquel día bregaba con el paraguas como si estuviese roto. Roach pensó: «Eres muy buena, señorita Blake. Pero yo soy mejor».

La estuvo observando hasta que por fin Catherine abrió el paraguas de golpe y echó a andar. Roach se levantó, se puso la gabardina y se dirigió a la puerta, en pos de Catherine.

Horst Neumann se despertó cuando el tren traqueteaba a través de los suburbios del noreste de Londres. Consultó su reloj de pulsera: las diez y media. Tenían que haber llegado a Liverpool Street a las diez y veintitrés. Milagrosamente, el retraso sólo era de unos pocos minutos. Bostezó, se estiró y se irguió en el asiento. Miró por la ventanilla a las tristonas casas victorianas de vecindad que se deslizaban raudas. Unos chiquillos sucios agitaron los brazos al paso del convoy. Neumann les devolvió el gesto, sintiéndose ridículamente inglés. Viajaban otros tres pasajeros en el compartimento, un par de soldados y una muchacha vestida con el mono de obrera de fábrica y que frunció el entrecejo al ver por primera vez la venda adhesiva de la cara de Neumann. Éste los miró uno por uno. Siempre le inquietaba la posibilidad de haber hablado en sueños, aunque las últimas noches había soñado en inglés. Echó la cabeza hacia atrás y volvió a cerrar los ojos. Santo Dios, qué cansado estaba. Se había levantado a las cinco y salió de la casita a las seis,para que Sean le llevara a Hunstanton. Cogió el tren de las siete doce, de Hunstanton a Liverpool Street.

No había dormido bien aquella noche. A causa del dolor de las heridas y de la presencia de Jenny Colville en su cama. La chica se había levantado al mismo tiempo que él, antes del alba, se escabulló sigilosamente del domicilio de los Dogherty y se dirigió a su casa pedaleando a través de la oscuridad y de la lluvia. Neumann confió en que llegara sin tropiezos. Que Martin no la estuviese esperando. Era una estupidez hacer aquello, dejarla pasar la noche con él. Pensó en lo que sentiría Jenny cuando él se fuera. Cuando comprobase que nunca le escribía y cuando pasara el tiempo sin volver a tener noticias suyas. Se preguntó cuáles serían sus sentimientos en el caso de que algún día descubriera la verdad: que no era James Porter, un soldado británico herido que buscaba paz y tranquilidad en un pueblecito de Norfolk. Que era Horst Neumann, un condecorado paracaidista alemán que fue a Inglaterra para actuar de espía y que la había engañado de la manera más vil. Pero no la había engañado respecto a una cosa. Le importaba. No en el sentido que a ella le gustaría, pero le interesaba lo que pudiera sucederle.

El tren redujo la velocidad al aproximarse a Liverpool Street. Neumann se levantó, se puso el chubasquero y salió del compartimento. El pasillo estaba atestado. Avanzó poco a poco hacia la puerta entre los demás pasajeros. Uno de los que iba delante la abrió y Neumann se apeó del vagón antes de que el tren se hubiera detenido. Entregó el billete al portero encargado de recogerlos y anduvo por el húmedo corredor que enlazaba con la estación de metro. Allí sacó un billete para Temple y cogió el primer tren que pasó. Al cabo de unos minutos, subía por la escalera y se encaminaba en dirección norte, hacia el Strand.

Catherine Blake tomó un taxi hasta Charing Cross. El punto de encuentro estaba cerca de allí, delante de una tienda del Strand. Pagó al taxista y abrió el paraguas para protegerse de la lluvia. Echó a andar. Hizo un alto en una cabina telefónica, descolgó el auricular y simuló hacer una llamada. Examinó el terreno a su espalda. La cortina que formaba la lluvia reducía la visibilidad, pero no detectó señal de vigilancia alguna. Volvió a poner el auricular en su horquilla, salió de la cabina y continuó por el Strand, hacia el este.

Clive Roach se apeó por la parte trasera de la furgoneta de vigilancia y la siguió a lo largo del Strand. Durante el breve trayecto en el vehículo se había desembarazado de la gabardina y el sombrero para ponerse un chaquetón impermeabilizado de color verde y un gorro de lana. La transformación era radical: de oficinista a obrero. Roach vio a Catherine Blake detenerse y efectuar la fingida llamada telefónica. Roach hizo un alto en un puesto de periódicos. Mientras recorría los titulares con los ojos, se representó mentalmente el rostro del agente al que el profesor Vicary había asignado el nombre en clave de Rudolf. La misión de Roach era sencilla: ir pisándole los talones a Catherine Blake hasta que la mujer pasara el material a Rudolf y entonces seguir a éste. Alzó la mirada a tiempo de ver a Catherine colgar el teléfono y salir de la cabina. Roach se mezcló con los transeúntes y la siguió.

Neumann divisó a Catherine, que avanzaba hacia él. El hombre hizo una pausa en una tienda y sus ojos examinaron las caras y las vestimentas de los viandantes que caminaban por la acera detrás de ella. Al acercarse Catherine, Neumann se apartó del escaparate y echó a andar hacia ella. El contacto fue breve, cosa de un par de segundos. Pero cuando se separaron Neumann tenía la película en la mano y la impulsaba hacia el fondo del bolsillo del abrigo. Catherine se movió con rapidez y desapareció entre la gente. Neumann prosiguió en dirección opuesta durante unos metros, fotografiando rostros en su cerebro. Luego se detuvo de pronto ante otro escaparate, dio media vuelta y emprendió con tranquilidad el seguimiento de Catherine.

Clive Roach localizó a Rudolf y observó el intercambio. Pensó: «Actúan como la seda, ¿eh, bastardos?». Vio a Rudolf hacer su alto, volverse y andar en la misma dirección que Catherine Blake. Roach había sido testigo de muchos encuentros de agentes alemanes, desde 1939, pero era la primera vez que veía a uno de esos agentes volverse para seguir al otro. Lo normal era que se alejasen por rutas separadas. Roach se subió el cuello del impermeable para cubrirse las orejas y se lanzó en pos de ellos con todo el cuidado del mundo.

Catherine Blake caminó un trecho por el Strand en dirección este y luego descendió hacia el Victoria Embankment. Entonces se dio cuenta de que Neumann iba detrás de ella. Su primera reacción fue de cólera. La norma corriente de los encuentros era separarse -y con rapidez- en cuanto se hubiese hecho la entrega. Neumann conocía el procedimiento y en todas las ocasiones anteriores lo había ejecutado a la perfección. Pensó: «¿Por qué me sigue ahora?».

Vogel debía de haberle ordenado que lo hiciese.

¿Pero por qué? Sólo se le ocurrieron dos posibles explicaciones: o que Vogel había perdido la fe en ella y deseaba enterarse de a dónde iba o que Vogel quería determinar si el otro bando la estaba sometiendo a vigilancia. Miró al Támesis y luego se volvió y recorrió el Embankment con la vista. Neumann no intentó ocultar su presencia. Catherine se volvió de nuevo y reanudó la marcha.

Recordó las interminables sesiones de formación en el campamento secreto de Baviera. Vogel lo había llamado contravigilancia, un agente seguía a otro para cerciorarse de que el enemigo no seguía al primero. Se preguntó por qué efectuaba ahora Vogel tal maniobra. Tal vez deseaba verificar que la información que recibía era de fiar asegurándose de que a ella no la seguía el otro bando. Sólo imaginar la segunda explicación hizo que le ardiera el estómago a causa de la angustia. Neumann la estaba siguiendo porque Vogel sospechaba que el MI-5 la sometía a ella a vigilancia.

Hizo otra pausa y contempló el río, mientras se esforzaba en mantener la calma. Para pensar claramente. Volvió la cabeza y miró a lo largo del Embankment. Neumann continuaba allí. Eludía adrede su mirada, a Catherine le resultó claro. Neumann miraba al río o hacia el Embankment, a cualquier punto, salvo en dirección a Catherine.

La mujer echó a andar de nuevo. Notaba en el pecho los acelerados latidos de su corazón. Llegó a la estación de metro de Blackfriars, bajó y sacó billete para Victoria. Neumann la imitó en todo, excepto en que el billete que adquirió fue para la siguiente estación, South Kensington.

Catherine se encaminó al andén con paso vivo. Neumann compró un periódico e hizo el mismo camino. Catherine esperó la llegada del convoy y Neumann se puso a leer el periódico a cosa de seis metros de ella. Cuando llegó el tren, Catherine esperó a que se abrieran las puertas y subió. Neumann subió también en el mismo vagón, pero por las puertas de al lado.

Catherine se sentó. Neumann continuó de pie, al fondo del vagón. A Catherine no le gustó la expresión de su rostro. La mujer bajó la mirada, abrió el bolso y comprobó lo que llevaba en su interior: una cartera con dinero, un estilete, una Mauser cargada, con silenciador y cargadores de repuesto. Cerró el bolso y se mantuvo a le espera de que Neumann realizase el siguiente movimiento.

Durante dos horas, Neumann continuó tras ella mientras recorria el West End, iba de Kensington a Chelsea, de Chelsea a Brompton, de Brompton a Belgravia, de Belgravia a Mayfair. Para cuando llegaron a Berkeley Square, ya estaba convencido. Eran buenos -condenadamente buenos-, pero el tiempo y la paciencia habían reducido sus recursos y los habían obligado a cometer un error. Era el hombre de la gabardina que marchaba a quince metros por detrás de él. Cinco minutos antes Neumann había podido echarle un buen vistazo a la cara. Era el mismo semblante que había visto en el Strand casi tres horas antes, cuando recogió la película de manos de Catherine, sólo que entonces el hombre llevaba impermeable verde y gorro de lana.

Neumann se sentía desesperadamente solo. Había sobrevivido a lo peor de la guerra -Polonia, Rusia, Creta-, pero ninguna de las aptitudes que le ayudaron en el curso de aquellas batallas le servirían de nada en la situación actual. Pensó en el hombre que iba tras él: flaco, pálido, probablemente de físico muy débil. Neumann podría matarlo en el momento que quisiera. Pero las viejas reglas no se aplicaban en este juego. No podía pedir refuerzos por radio, no podía contar con el apoyo de sus camaradas. Continuó andando, sorprendido de la tranquilidad que sentía. «Llevan horas siguiéndonos, ¿por qué no nos han arrestado a los dos?» Creyó conocer la respuesta. Era evidente que querían averiguar más datos. Dónde se depositaba la película. Dónde se albergaba Neumann. Si la red tenía otros agentes. Mientras él, Neumann, no les proporcionase la respuesta a aquellos interrogantes, estarían a salvo. Era una baza bastante pobre, pero si se jugaba con pericia, Neumann podría conseguir una oportunidad de escapar.

Neumann apresuró la marcha. A varios metros por delante de él. Catherine dobló por Bond Street. La mujer se detuvo para llamar a un taxi. Neumann avivó el paso y luego emprendió una ligera carrera.

– ¡Catherine, santo Dios! -llamó-. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Qué ha sido de ti?

Ella alzó la mirada, con la alarma reflejada en el rostro. Neumann la cogió por un brazo.

– Tenemos que hablar -dijo-. Busquemos un sitio donde podamos tomar un poco de té y cambiar impresiones.

La inesperada maniobra de Neumann cayó sobre el puesto de mando de la calle West Halkin con el impacto de una bomba de cuatrocientos cincuenta kilos. Basil Boothby paseaba y mantenía una tensa conversación telefónica con el director general. El director general estaba en contacto con la Comisión Veinte y con el estado mayor del primer ministro, en las Salas de Guerra Subterráneas. Vicary había creado un cerco de silencio en torno suyo y permanecía con la vista clavada en la pared y las manos entrelazadas debajo de la barbilla. Boothby colgó el teléfono de golpe y manifestó:

– La Comisión Veinte dice que los dejemos circular.

– No me gusta -repuso Vicary, sin apartar la mirada de la pared-. Evidentemente, se han percatado de la vigilancia. Están sentaditos, estudiando un plan de acción.

– Eso no lo sabes con seguridad.

Vicary alzó la cabeza.

– Es la primera vez que la vemos reunirse con otro agente. ¿Y ahora está en un bar de Mayfair tomando té con tostadas en compañía de Rudolf?

– Sólo la hemos tenido vigilada muy poco tiempo. Que sepamos, ella y Rudolf han podido reunirse así con regularidad.

– Algo no funciona. Creo que han detectado el seguimiento. Es más, creo que Rudolf estaba tratando de localizar al vigilante. Por eso siguió a Catherine después de su encuentro en el Strand.

– La Comisión Veinte ha tomado su decisión. Dicen que los dejemos circular, de modo que los dejaremos circular.

– Si han detectado la vigilancia, no tiene sentido dejarlos que sigan sueltos. Rudolf se abstendrá de entregar el material y se mantendrá a distancia de los demás agentes de la red. Seguirles no nos servirá de nada en absoluto. Se ha acabado, sir Basil.

– ¿Qué propones?

– Actuar ya. Detenerlos en el momento en que salgan del bar. Boothby miró a Vicary como si hubiera cometido un sacrilegio.

– Se te quedaron los pies helados, ¿no es cierto, Vicary?

– ¿Qué significa eso?

– Quiero decir que esa era tu idea inicial.

La concebiste y se la vendiste al primer ministro. El director general puso su firma, la Comisión Veinte la aprobó. Durante semanas, un grupo de oficiales se ha dejado la piel afanándose día y noche aportando el material para esa cartera. Y ahora vas tú y quieres cancelarlo todo, así, por las buenas… -sir Basil chasqueó sus gruesos dedos tan ruidosamente que sonó como un disparo-, sólo porque tienes una corazonada.

– Es más que una corazonada, sir Basil. Lea los puñeteros informes de vigilancia. Está todo ahí.

Boothby reanudó sus paseos, con las manos entrelazadas a la espalda y la cabeza ligeramente alzada como si tratase de oír algo molesto que sonaba a lo lejos.

– Dirán que era bueno en el juego inalámbrico, pero que carecía del valor suficiente para entendérselas con agentes vivos… Cuando todo esto haya terminado, aquí tienes lo que dirán de ti; «La verdad es que no es sorprendente. Después de todo, no era más que un aficionado. Un brillante muchacho universitario que aportó su granito de arena durante la guerra y luego se volvió al polvo cuando la cosa concluyó. Era bueno, muy bueno, pero no tenía pelotas para entrar en el juego de las apuestas altas». ¿Eso es lo que quieres que digan de ti? Porque si es así, coge el teléfono y dile al director general que opinas que deberíamos enrollado todo y dar carpetazo.

Vicary contempló a Boothby. Boothby, el enlace de agentes; Boothby, el patricio frío bajo el fuego. Se preguntó por qué Boothby trataba de avergonzarle para que se sintiese obligado a seguir, cuando hasta un ciego podía ver que estaban al final de un callejón sin salida.

– Esto ha terminado -insistió en tono apagado y monótono-. Han descubierto que se les vigila. Están planeando su próxima acción. Catherine Blake sabe que la hemos embaucado y va a contárselo a Kurt Vogel. Vogel llegará a la conclusión de que Mulberry es exactamente lo contrario de lo que le dijimos. Y entonces estaremos muertos.

– Están por todas partes -dijo Neumann-. El individuo de la gabardina, la muchacha que espera el autobús, el hombre que entra en la farmacia abierta al otro lado de la plaza. Emplean caras distintas, combinaciones distintas, ropas distintas. Pero nos han estado siguiendo desde el instante en que abandonamos el Strand.

Una camarera les llevó té. Catherine aguardó a que se retirara, antes de hablar.

– ¿Te ordenó Vogel que me siguieras?

– Sí.

– Supongo que no te dijo por qué.

Neumann denegó con la cabeza.

Catherine cogió la taza de té; le temblaba la mano. Utilizó la otra mano para sostener la taza y se obligó a tomar un sorbo.

– ¿Qué le ha pasado a tu cara?

– Tuve un pequeño altercado en el pueblo. Nada grave.

Catherine le miró con aire dubitativo y dijo:

¿Por qué no nos han detenido?

Hay cierto número de razones. Probablemente saben quién eres desde hace bastante tiempo. Probablemente llevan mucho tiempo siguiéndote. De ser así, toda la información que has recibido del capitán de fragata Jordan es falsa, una cortina de humo tendida por los británicos. Y nosotros se la hemos estado largando a Berlín por ellos.

Catherine dejó la taza. Miró hacia la calle y luego a Neumann, tras procurar no posar la vista en los vigilantes.

Si Jordan está trabajando para la Inteligencia británica, podemos dar por sentado que todo lo que llevaba en la cartera es falso, información que deseaban que yo viera, información preparada para despistar a la Abwehr respecto a los planes aliados para la invasión. Es preciso que Vogel se entere de ello. -Consiguió esbozar una sonrisa-. Es posible que esos cabrones nos hayan facilitado el secreto del desembarco.

– Sospecho que tienes razón. Pero hay un solo problema. Necesitamos decírselo a Vogel en persona. Hemos de asumir que la ruta de la embajada portuguesa está ahora comprometida. Y también hemos de dar por supuesto que no podemos usar nuestras radios. Vogel cree que todas las claves de la Abwehr están descodificadas. Por eso recurre a la radio con tan escasa frecuencia. Si transmitimos a Vogel por las ondas lo que sabemos, los británicos también se enterarán.

Catherine encendió un cigarrillo; todavía le temblaban las manos. Más que cualquier otra cosa, lo que sentía era indignación contra sí misma. Durante años, se había pegado unas caminatas terribles para cerciorarse de que el otro bando no la vigilaba. Luego, cuando por último sucedió, fue incapaz de detectarlo.

– ¿Cómo nos las arreglaremos para salir de Londres? -dijo.

– Tengo un par de cosas que podemos aprovechar en nuestro beneficio. -Neumann se golpeó con los dedos el bolsillo en el que guardaba la película-. Puedo equivocarme, pero creo que a mí no me han seguido. Vogel me entrenó bien y siempre me he movido con mucho cuidado. Me parece que ignoran cómo hago la entrega de la película a los portugueses: dónde se efectúa esa entrega y si hay una contraseña o algún otro signo de reconocimiento. Y también estoy seguro de que no me han seguido hasta Hampton Sands. Es un pueblo tan pequeño que si me hubieran estado vigilando me habría dado cuenta. No saben dónde vivo ni si trabajo con otros agentes. El procedimiento tipo consiste en identificar a los integrantes de una red y luego detenerlos a todos inmediatamente. Así es como actúa la Gestapo con la Resistencia en Francia y así es como lo haría la MI-5 en Londres.

– Eso parece lógico. ¿Qué sugieres?

– ¿Tienes que ver a Jordan esta noche?

– Sí.

– ¿A qué hora?

– He quedado con él a las siete para cenar.

– Perfecto -dijo Neumann-. Esto es lo que quiero que hagas…

Neumann dedicó los siguientes cinco minutos a explicar con todo detalle su plan de huida. Catherine le escuchó atentamente, sin apartar los ojos de él, sin caer en la tentación de mirar a los vigilantes que acechaban fuera del café. Cuando terminó de exponer el plan, Neumann recomendó:

– Hagas lo que hagas, no tienes que salirte de lo normal. Has decomportarte de forma que nada les induzca a sospechar que sabes que te vigilan. Ahora sigue como si tal cosa hasta que sea la hora. Ve de compras, entra en un cine, mantente a la vista. Mientras no deposite la película, estarás a salvo. Cuando se acerque la hora, te vas a tu piso y coges la radio. Estaré allí a las cinco, a las cinco en punto, y entraré por la puerta de atrás, ¿entiendes?

Catherine asintió.

– Sólo hay un problema -dijo Neumann-. ¿Tienes idea de dónde puedo echarle el guante a un coche y un poco de gasolina extra?

Catherine soltó la carcajada a pesar de sí misma.

– La verdad es que conozco precisamente el sitio que buscas. Pero te aconsejaría que no utiligaras mi nombre.

Neumann fue el primero en salir del café. Vagó por Mayfair durante media hora, seguido por lo menos de dos hombres, el del impermeable y el de la gabardina.

Llovía con más fuerza y se había levantado viento. Estaba helado, calado y cansado. Necesitaba ir a alguna parte a descansar, a alguna parte donde pudiera calentarse durante un rato, sentarse y observar a sus amigos Gabardina e Impermeable. Se encaminó a Portman Square. Sentía remordimientos por involucrarla, pero cuando aquello hubiese acabado la interrogarían y determinarían que ella no sabía nada.

Se detuvo fuera de la librería y miró por el cristal. Sarah estaba subida a la escalera de mano, con el pelo echado austeramente hacía atrás. Golpeó el cristal suavemente, para no sobresaltarla. Sarah volvió la cabeza y su rostro se iluminó automáticamente con una sonrisa. Dejó los libros y movió la mano indicándole entusiásticamente que entrase. Al lanzarle una mirada exclamó:

– Dios mío, tienes un aspecto terrible. ¿Qué le ha pasado a tu cara?

Neumann titubeó; se daba cuenta de que no había explicación para la venda adhesiva que llevaba en el pómulo. Murmuró algo acerca de una caída durante el oscurecimiento y ella pareció aceptar la historia. Le ayudó a quitarse el abrigo y lo colgó sobre el radiador para que fuera secándose. Neumann permaneció con ella dos horas, haciéndole compañía y ayudándola a poner nuevos libros en los estantes. Cuando llegó la hora de cerrar, tomó té con ella en el bar de al lado. Notó que nuevos vigilantes habían relevado a los antiguos. Observó la presencia de una furgoneta negra en la esquina y supuso que los hombres que ocupaban los asientos delanteros eran agentes del otro bando.

A las cuatro y media, cuando la última luz se extinguió y el oscurecimiento se enseñoreó de todo, Neumann cogió el abrigo de encima del radiador y se lo puso. Sarah hizo un puchero, en broma, y a continuación le tomó de la mano y le llevó al almacén de la trastienda. Allí, apoyó la espalda en la pared, atrajo el cuerpo de Neumann contra el suyo y le besó.

– No sé nada de ti, James Porter, pero me gustas mucho. Hay algo que te entristece. Y eso me encanta.

Neumann salió de la librería, sabedor de que no iba a volver a verla. Desde la plaza de Portman se dirigió, hacia el norte, a la estación de metro de la calle Baker, seguido al menos por dos hombres a pie, aparte los que fueran en la furgoneta negra. Entró en la estación, sacó billete para Charing Cross y cogió el primer tren hacia allí. En Charing Cross hizo transbordo y se dirigió a la estación de Euston. Siempre con los dos vigilantes tras él, recorrió el túnel que enlaza la estación de metro con la terminal del ferrocarril. Neumann aguardó quince minutos ante una taquilla y adquirió un billete para Liverpool. Cuando llegó al andén, el tren ya estaba formado. Y un buen número de pasajeros ocupaban los vagones. Buscó un compartimento con una plaza libre. Lo encontró por fin, abrió la puerta, entró y se sentó.

Consultó su reloj de pulsera: tres minutos para la salida. Fuera del compartimento, el pasillo se estaba llenando rápidamente de viajeros. No tenía nada de insólito que algunos pasajeros desafortunados tuvieran que pasarse todo el trayecto de pie o sentados en los pasillos. Neumann se levantó y salió del compartimento, al tiempo que murmuraba algo acerca de una urgencia fisiológica. Se encaminó al lavabo del extremo del vagón. Llamó con los nudillos a la puerta. No obtuvo respuesta. Llamó por segunda vez y miró por encima del hombro; el vigilante que había subido al vagón, siguiéndole, en aquel momento no podía verle porque los pasajeros que estaban de pie en el pasillo se interponían entre ellos.

Perfecto. El tren arrancaba ya. Neumann esperó en la plataforma, fuera del lavabo, a que el convoy cobrase velocidad. Rodaba ya más deprisa de lo que la mayor parte de la gente consideraría seguro para apearse en marcha. Neumann aguardó unos segundos más y entonces se acercó a la puerta, la abrió y saltó al andén.

Aterrizó con bastante suavidad, trotó unas cuantas zancadas y redujo la inercia hasta adoptar un paso vivo. Levantó la cabeza a tiempo de ver que el revisor, con cara de fastidio, cerraba la puerta. Neumann se encaminó rápidamente a la salida, dispuesto a fundirse en el oscurecimiento.

La riada de tránsito vespertino inundaba Euston Road. Llamó a un taxi y subió. Dio al conductor unas señas del East End y se arrellanó en el asiento.

48

Hampton Sands (Norfolk)

Mary Dogherty esperaba a solas en la casa. Siempre había pensado que era una vivienda encantadora -cálida, espaciosa, alegre-pero ahora le parecía claustrofóbica y angosta como una catacumba. Paseó inquieta. Afuera, la gran tormenta anunciada por los servicios meteorológicos había llegado por fin a la costa de Norfolk. La lluvia azotaba las ventanas y sacudía los cristales. El viento soplaba implacable y gemía a través de los aleros. Oyó el chirrido de una de las tejas que cedía en el tejado.

Sean estaba ausente, había ido a Hunstanton para recoger a Neumann en la estación. Mary se apartó de la ventana y reanudó su paseo. Fragmentos de la conversación de aquella mañana se repetían una y otra vez en su cabeza como un disco rayado que girase enel gramófono: «en un submarino a Francia… estaré en Berlín una temporada… pasaje a un tercer país… viajaré de regreso a Irlanda…te reunirás allí conmigo cuando la guerra haya terminado…».

Era como una pesadilla, como si estuviera escuchando la conversación de otras personas, viendo una película o leyendo un libro. La idea era ridícula: Sean Dogherty, desamparado granjero de la costa de Norfolk y simpatizante del IRA, iba a trasladarse a Alemania en un submarino. Mary supuso que era la culminación lógica del espionaje de Sean. Había sido una ilusa al esperar que las cosas volvieran a la normalidad cuando terminase la guerra. Se había engañado a sí misma.

Sean iba a huir y a dejarla allí para que afrontara sola las consecuencias. ¿Qué harían las autoridades? «Lo único que tienes que decirles es que no sabías nada del asunto, Mary.» ¿Y si no la creían? ¿Qué harían entonces con ella? ¿Cómo iba a seguir en el pueblo si todo el mundo estaba enterado de que Sean había sido espía? La expulsarían de la costa de Norfolk. La echarían de todos los pueblos ingleses donde intentara afincarse. Tendría que abandonar Hampton Sands. Tendría que dejar a Jenny Colville. Tendría que volver a Irlanda, regresar a la estéril aldea de la que huyó treinta años antes. Aún tenía familia allí, familia que podría acogerla. La idea era profundamente espantosa, pero no le quedaba más alternativa…, ninguna opción cuando todo el mundo supiese que Sean había espiado para los alemanes.

Rompió a llorar. Pensó: «¡Maldito seas, Sean Dogherty! ¿Cómo has podido ser tan condenadamente imbécil?».

Mary volvió a la ventana. En el camino, por la parte del pueblo, vislumbró un puntito de luz que oscilaba bajo el diluvio. Al cabo de un momento distinguió el brillo de un impermeable mojado y el débil contorno de alguien montado en una bicicleta, el cuerpo inclinado hacia adelante para ofrecer menos resistencia al viento, los codos en punta, las rodillas subiendo y bajando. Era Jenny Colville. Se bajó al llegar al portillo y empujó la bicicleta por el sendero. Mary le abrió la puerta. Una ráfaga de viento impulsó la lluvia al interior de la casa. Mary tiró de Jenny y, una vez la muchacha dentro, la ayudó a quitarse el impermeable y el gorro.

– Dios mío, Jenny… ¿qué haces por ahí con un tiempecito como éste?

– ¡Oh, Mary, es maravilloso! Tanto viento. Una delicia.

– No cabe duda de que has perdido un tornillo. Siéntate cerca de la lumbre, anda. Te prepararé un poco de té.

Jenny entró en calor frente al fuego de troncos.

– ¿Dónde está James? -preguntó.

– En este momento no está aquí -respondió Mary desde la cocina-. Se ha ido con Sean a alguna parte.

– ¡Ah! -exclamó Jenny, y a Mary no se le escapó la desilusión que matizaba la voz de la muchacha-. ¿Va a volver pronto?

Mary dejó lo que estaba haciendo y entró de nuevo en el salón. Miró a Jenny y dijo:

– ¿Por qué te preocupas tanto de James, así, de repente?

– Sólo quería verle. Saludarle. Pasar un rato con él. Nada más.

– ¿Nada más? ¿Qué mosca te ha picado, Jenny?

– Me cae bien, Mary. Me gusta mucho. Y yo le gusto a él.

– ¿Que te gusta y que le gustas? ¿De dónde has sacado semejante idea?

– Lo sé, Mary, créeme. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Mary la cogió por los hombros.

– Escúchame, Jenny. -La sacudió una vez más-. ¿Me estás escuchando?

– Sí, Mary. ¡Me haces daño!

– Apártate de él, Olvídale. No es para ti.

Jenny estalló en lágrimas.

– No puedo olvidarle, Mary. Le quiero. Y él me quiere a mí. Lo sé.

– Jenny, no te quiere. No me pidas que te lo explique ahora, porque no puedo, cariño. Es un buen hombre, pero no es lo que aparenta. Déjale. ¡Olvídale! Tienes que confiar en mi, pequeña. Ese hombre no es para ti.

Jenny se zafó de las manos de Mary, se echó hacía atrás y se secó las lágrimas.

– Es para mí, Mary. Le quiero. Llevas tanto tiempo atrapada aquí con Sean que has olvidado lo que es el amor.

Luego cogió su impermeable y se precipitó por la puerta, que cerró tras de sí con resonante portazo. Mary se acercó presurosa a la ventana y vio a Jenny alejarse pedaleando bajo la tormenta.

La lluvia batía el rostro de Jenny mientras la joven le daba a los pedales por el ondulante camino que llevaba al pueblo. Se había prometido no volver a llorar, pero no fue capaz de mantener su palabra. Mezcladas con la lluvia, las lágrimas de deslizaban por su rostro. Todas las casas del pueblo tenían las persianas bajadas, la tienda y la taberna estaban cerradas a cal y canto y las tinieblas del oscurecimiento cubrían las casas. Llevaba la linterna en el cesto, con el tenue rayo de luz amarilla proyectado poco menos que inútilmente hacia la negra oscuridad. El débil resplandor de la linterna casi no le permitía ver nada. Atravesó el pueblo y se dirigió a su casa.

Estaba furiosa con Mary. ¿Cómo se atrevía a interponerse entre James y ella? ¿Y qué significaba aquel comentario que hizo acerca de él? «No es lo que aparenta.» También estaba furiosa consigo misma. Se sentía fatal por los terribles insultos que cuando salía por la puerta dirigió a Mary a pleno pulmón. Era la primera vez que regañaban. Por la mañana, cuando las cosas se hubieran calmado, Jenny volvería a casa de Mary y le ofrecería disculpas.

Distinguió a lo lejos la silueta de su casa, recortándose contra el cielo. Desmontó en el portillo, empujó la bicicleta por el camino de acceso y la dejó apoyada en la pared. Apareció su padre en el umbral de la puerta; se secaba las manos con un trapo. Tenía el rostro hinchado como consecuencia de la pelea. Jenny intentó apartarlo para pasar, pero él alargó las manos y las cerró alrededor del brazo de la muchacha como una doble presa de hierro.

– ¿Has estado otra vez con él?

– No, papá. -Jenny gritó de dolor-. ¡Por favor no me hagas daño en el brazo!

Él alzó una mano y la abofeteó, contraído su abotargado rostro en una mueca de ira.

– ¡Dime la verdad, Jenny! ¿Te has vuelto a encontrar con él?

– ¡No, te lo juro! -chilló Jenny, levantados los brazos para protegerse la cara de los golpes que esperaba cayesen sobre ella de un momento a otro-. ¿Por favor, papá, no me pegues, te estoy diciendo la verdad!

Martin Colville soltó su presa.

– Entra y prepárame algo de cena.

A Jenny le entraron ganas de gritarle: «¡Hazte tú la cena para variar!». Pero sabía a donde iba a conducirle tal protesta. Le miró a la cara y durante unos segundos se encontró deseando que James le hubiese matado. «Esta es la última vez -pensó-. Esta es la última vez.» Entró en la casita, se quitó el empapado impermeable, lo colgó en la pared de la cocina y empezó a hacer la cena.

49

Londres

En cuanto Rudolf subió a aquel vagón atestado de gente, Clive Roach supo que iba a tener problemas. Todo iría bien para él, para Roach, en tanto el agente alemán permaneciese sentado dentro del compartimento. Pero si el agente abandonaba el compartimento para ir al lavabo, al coche restaurante o a otro vagón, Roach se vería en dificultades. Los pasillos estaban de bote en bote, había pasajeros que iban de pie, otros prefirieron sentarse y algunos intentaban en vano dormitar un poco. Moverse por el tren era toda una prueba; había que dar codazos y empujones para desplazarse entre la gente y decir continuamente «Perdone» o «Le ruego me disculpe». Pretender seguir a alguien sin que le detectasen resultaría espinoso, por no decir imposible, si el agente era bueno. Y todo lo que había visto Roach hasta entonces indicaba que Rudolf lo era.

Roach empezó a temerse lo peor cuando Rudolf, con el convoy todavía en el andén, salió del compartimento, apretándose el estómago con las manos, y empezó a abrirse camino por el atiborrado pasillo. El agente era bajo de estatura, medía poco más de metro sesenta y cinco, y su cabeza desapareció rápidamente entre la masa de viajeros. Roach avanzó unos pasos, lo que le permitió cosechar unos cuantos gruñidos y protestas por parte de los otros pasajeros. Era reacio a acercarse demasiado; Rudolf había dado media vuelta y vuelto sobre sus pasos varias veces y Roach se temía que se hubiese fijado en su rostro. La iluminación del pasillo era escasa, a causa de las normas del oscurecimiento y, por otra parte,el humo de los cigarrillos velaba aún más la atmósfera. Roach se mantuvo entre las sombras y vio a Rudolf llamar dos veces a la puerta del lavabo. Otro pasajero se le puso delante y durante unos segundos perdió de vista a Rudolf. Cuando volvió a tener el terreno despejado, el agente había desaparecido.

Roach permaneció donde estaba durante tres minutos, con la mirada en la puerta del lavabo. Otro hombre se acercó a ella, llamó con los nudillos y a continuación entró y cerró tras de sí.

El timbre de alarma resonó en la cabeza de Roach:

Se abrió paso a la fuerza a través del nudo que formaban los viajeros en el pasillo, se detuvo ante la puerta del lavabo y la golpeócon enérgica insistencia.

– Espere su turno, como todo quisque -le llegó la voz del otro lado.

– Abra la puerta… Emergencia de la policía.

El hombre abrió la puerta al cabo de unos segundos. Se abotonaba la bragueta. Roach echó una mirada al interior del lavabo para comprobar que Rudolf no estuviese allí. «¡Maldición!» Abrió de un tirón la puerta que comunicaba con el vagón contiguo y entró en él. Lo mismo que el que acababa de dejar, tenía poca luz, el humo de los cigarrillos lo velaba todo y los pasajeros no dejaban un centímetro de espacio libre. Ahora le sería imposible dar con Rudolf como no pusiera el tren patas arriba, vagón tras vagón, compartimento tras compartimento.

Se preguntó: «¿Cómo es que ha desaparecido tan rápidamente?…

Regresó al vagón anterior y fue en busca del revisor, un anciano de gafas con montura metálica y un pie contrahecho. Roach sacó la foto de Rudolf que había tomado el servicio de vigilancia y se la puso el revisor delante de las narices.

– ¿Ha visto a este hombre?

– ¿Un tipo bajito?

– Sí -confirmó Roach, con la moral en picado hacia el suelo, en tanto pensaba: «¡Maldición! ¡Maldición!…

– Saltó del tren cuando salíamos de Euston. Tuvo suerte de no romperse una puñetera pierna.

– ¡Dios! ¿Por qué no dijo usted algo? -Se dio cuenta de lo ridícula que debió de sonar su observación. Hizo un esfuerzo para hablar con más calma-. ¿Cuál es la primera parada del tren?

– Watford.

– ¿Cuándo?

– Dentro de media hora, aproximadamente.

– Demasiado tiempo. He de apearme ahora mismo.

Roach levantó la mano, agarró la palanca del freno de emergencia y tiró de ella. El tren redujo la marcha de inmediato, al aplicarse los frenos, y empezó a detenerse.

El anciano revisor alzó la vista hacia Roach, parpadeó vivamente tras las gafas y dijo:

– Usted no es un oficial de policía corriente, ¿verdad?

Roach no le contestó, mientras el convoy se detenía. Abrió la puerta del vagón, saltó al borde de la vía y desapareció en la oscuridad.

Neumann despidió al taxi a corta distancia del almacén de los Pope y recorrió a pie el resto del camino. Trasladó la Mauser de debajo de la cintura de los pantalones al bolsillo delantero del chaquetón impermeable y luego se subió el cuello de la prenda para protegerse de la lluvia. El primer acto había salido a pedir de boca. El ardid del tren funcionó exactamente como esperaba. Neumann estaba seguro de que nadie le siguió al abandonar la estación de Euston. Lo cual significaba una cosa: Gabardina, el individuo que subió al tren pisándole los talones, casi seguro que seguía aún allí, saliendo de Londres rumbo a Liverpool. El vigilante no era ningún idiota. Tarde o temprano se percataría de que Neumann no regresaba al compartimento y emprendería la búsqueda. Formularía preguntas. La huida de Neumann no pasó completamente inadvertida: el revisor le había visto saltar del tren. Cuando el vigilante comprendiese que el agente ya no estaba en el convoy, se apearía en la primera estación que parase el tren y telefonearía a sus superiores de Londres. Neumann se daba perfecta cuenta de que las oportunidades que tenía eran limitadísimas. No le quedaba más remedio que actuar con celeridad.

El almacén estaba a oscuras y aparentemente desierto. Neumann tocó el timbre y esperó. No hubo respuesta. Repitió la llamada y en esa ocasión oyó ruido de pasos al otro lado de la puerta. Instantes después la abría un gigantón de pelo negro y cazadora decuero.

– ¿Qué es lo que quiere?

– Me gustaría ver al señor Pope, por favor -dijo Neumann cortésmente-, Necesito unos cuantos artículos y me han dicho que éste es el sitio preciso al que acudir.

– El señor Pope no está y nos hemos retirado del negocio, así que lárguese.

El gigante se dispuso a cerrar la puerta. Neumann se lo impidió interponiendo el pie.

– Lo siento. Es más bien urgente de veras. Tal vez usted podría ayudarme.

El gigante miró a Neumann, con expresión de desconcierto en el rostro. Parecía estar esforzándose en conciliar el acento de colegio particular con el chaquetón impermeable y la venda adhesiva.

– Supongo que no me oyó la primera vez -dijo-. Nos hemos retirado del negocio. Hemos cerrado. -Agarró a Neumann por un hombro-. Y ahora, váyase a tomar viento a la farola.

Neumann aplicó un puñetazo a la nuez del gigante y acto seguido empuñó la Mauser y le descerrajó un tiro en el pie. El hombre se desplomó contra el suelo, aullando de dolor y, alternativamente, jadeando para aspirar un poco de aire. Neumann entró y cerró la puerta. El almacén estaba tal como Catherine lo había descrito: furgonetas, automóviles, motos, pilas de alimentos de estraperlo y varios bidones de gasolina.

Neumann se agachó, con la amenaza en los labios:

– El más mínimo movimiento y aprieto el gatillo otra vez. Y entonces ya no podrás volver a ponerte en pie. ¿Entendido? El gigante gruñó.

Neumann eligió una furgoneta negra, abrió la portezuela y encendió el motor. Cogió dos bidones de gasolina y los puso en la parte de atrás de la furgoneta. Se le ocurrió entonces que el viaje iba a ser muy largo. Tomó dos bidones más y los colocó junto a los otros. Subió al vehículo, lo condujo hasta la entrada del almacén, se apeó y abrió la puerta principal de la fachada.

Antes de marcharse, se arrodilló junto al herido y le aconsejó:

– Si yo fuera tú, me iría derechito a un hospital.

Más confuso que nunca, el hombre miró a Neumann.

– ¿Quién eres, cabrito?

Neumann sonrió, sabedor de que la verdad resultaba tan absurda que el hombre jamás la creería.

– Soy un espía alemán que huye del MI-5.

– Sí… y yo soy el maldito Adolf Hitler.

Neumann subió a la camioneta y salió disparado.

Harry Dalton arrancó las pantallas de los faros, obligatorias durante el oscurecimiento, y se lanzó a través de Londres, en dirección oeste, a velocidad casi suicida. La sección de transporte le había ofrecido un chófer especializado en altas velocidades, pero Harry deseaba manejar el volante personalmente. Zigzagueó, entrando y saliendo de los carriles de la calada sin dejar de tocar la bocina. En el asiento frontal, a su lado, Vicary se aferraba nerviosamente al salpicadero. Los limpiaparabrisas bregaban en vano para achicar los regueros de agua que soltaba la lluvia sobre el cristal. Al desembocar en Cromwell Road, Harry aceleró con tal ímpetu que la cola del coche patinó sobre la resbaladiza superficie de alquitrán. Continuó con sus maniobras serpenteantes entre el tráfico y luego torció hacia el sur por Earl’s Court Road. Se metió por una pequeña calle lateral, siguió veloz por un callejón estrecho, dio un brusco golpe de volante para esquivar un cubo de la basura y en un tris estuvo de aplastar a un gato. Pisó el freno detrás de un bloque de pisos y detuvo el automóvil no sin patinar unos metros.

Harry y Vicary se apearon del vehículo, entraron en el inmueble por la trasera puerta de servicio y se precipitaron escaleras arriba hacia el quinto piso, donde estaba el puesto de vigilancia. Pasando por alto el dolor que le acuchillaba la rodilla, Vicary se mantuvo al nivel de Harry.

Pensó: «Si Boothby me hubiera dejado arrestarlos hace unas horas, no estaríamos metidos ahora en este berenjenal». Al mismo borde del desastre.

El agente al que se asignó el nombre clave de Rudolf había saltado de un tren en la estación de Euston y se había fundido en la ciudad. Vicary presuponía que en aquel momento intentaba huir al campo. No le quedaba más alternativa que detener a Catherine Blake; era preciso ponerla bajo custodia y meterle en el cuerpo un susto de muerte. Cabía entonces la posibilidad de que les dijese a dónde se dirigía Rudolf y cuáles eran sus planes para escapar, si había otros agentes complicados y dónde guardaba Rudolf su radio.

Vicary no se sentía nada optimista. Todo lo que sabía acerca de aquella mujer le indicaba que no iba a colaborar, ni siquiera frente a la ejecución. Lo único que Catherine tenía que hacer era resistir el tiempo suficiente para que Rudolf huyese. Si lo lograba, la Abwehr dispondría de pruebas que le harían suponer que la Inteligencia británica llevaba entre manos un engaño a gran escala. Las consecuencias eran demasiado terribles para imaginárselas. Todo el trabajo volcado en Fortaleza habría sido en balde. Los alemanes colegirían que los aliados iban a desembarcar en Normandía. Habría que suspender y volver a planificar la invasión; de otro modo acabaría en una catástrofe sangrienta. Continuaría la ocupación del a Europa occidental que Hitler desarrollaba con mano de hierro. Habría infinidad de muertes más. Y todo porque la operación de Vicary había saltado hecha pedazos. Tenían ahora una oportunidad: arrestar a Catherine, obligarla a hablar y detener a Rudolf antes de que pudiera salir del país o utilizar su radio.

Harry empujó la puerta del piso donde estaba el puesto de vigilancia y abrió paso al interior. Las cortinas estaban descorridas sobre la calle, la habitación se encontraba a oscuras. Vicary tuvo que forzar la vista para distinguir a las figuras que permanecían de pie, en distintas poses, como estatuas colocadas en un jardín sumido en la penumbra: un par de vigilantes con ojos legañosos, inmóviles junto a la ventana; media docena de miembros de la Sección Especial, tensos, apoyados en una pared. El oficial al mando se llamaba Carter. Era un individuo grandote y roqueño, de grueso cuello y piel sembrada de picaduras. De la comisura de su amplia boca sobresalía un cigarrillo, apagado por cuestión de seguridad. Cuando Harry le presentó a Vicary, el hombre estrechó y agitó la mano de éste con feroz energía y le condujo a la ventana para explicarle la disposición de sus efectivos. El apagado cigarrillo desprendía ceniza mientras el hombre hablaba.

– Irrumpiremos por la puerta delantera -dijo Carter. En su acento se apreciaba un deje del norte rural-. Cuando nos lancemos, dejaremos la calle cortada por ambos extremos y un par de hombres cubrirán la parte trasera de la casa. Una vez estemos dentro, ella no tendrá escapatoria.

– Es extremadamente importante que se la capture viva -dijo Vicary-. Muerta nos será completamente inútil.

– Harry dice que es una virtuosa con las armas.

– Cierto. Tenemos motivos para creer que tiene una pistola y que le vuelve loca utilizarla.

– La cogeremos tan rápido que ni siquiera se enterará de lo que se le ha venido encima. Entraremos en acción en cuanto dé usted la orden.

Vicary se apartó de la ventana y atravesó el cuarto hacia el teléfono. Marcó el número del departamento y esperó mientras la operadora pasaba la llamada al despacho de Boothby.

– Los hombres de la Sección Especial están preparados y sólo esperan nuestra orden -informó Vicary cuando tuvo a Boothby al aparato-. ¿Tenemos ya la autorización?

– No. La Comisión Veinte aún está deliberando. Y no podemos ponernos en movimiento hasta que den su aprobación. La pelota está ahora en su tejado.

– ¡Dios mío! Tal vez debiera alguien explicar a la Comisión Veinte que el tiempo es algo de lo que en estos instantes no tenemos en abundancia. Para contar con alguna probabilidad de coger a Rudolf, necesitamos saber a dónde se dirige.

– Me hago cargo de tu dilema -dijo Boothby.

Vicary pensó: «Tu dilema. ¿Mi dilema, sir Basil?». Preguntó en voz alta:

– ¿Cuándo van a tomar una decisión?

– De un momento a otro. Te llamaré en cuanto sepa algo. Vicary colgó y empezó a pasear por la habitación a oscuras. Se encaró con uno de los vigilantes:

– ¿Cuánto tiempa lleva la mujer ahí?

– Unos quince minutos.

– ¿Quince minutos? ¿Por qué se queda por ahí tanto tiempo? No me gusta.

Sonó el teléfono. Vicary se precipitó sobre él y se llevó el receptor al oído. Basil Boothby dijo:

– Tenemos el visto bueno de la Comisión Veinte. A por ella, Alfred, y buena suerte.

Vicary colgó el auricular.

– Vamos, caballeros. -Miró a Harry-. Viva. La necesitamos viva.

Harry asintió, torva la expresión, y encabezó la marcha de los miembros de la Sección Especial fuera del cuarto. Vicary escuchó el ruido de sus pasos, escaleras abajo, hasta que el rumor se perdió en la distancia. Luego, momentos después, vio la parte superior de sus cabezas, cuando salieron del edificio y atravesaron la calle hacia el piso de Catherine Blake.

Horst Neumann aparcó la furgoneta en una tranquila calleja lateral, doblada la esquina del inmueble del piso de Catherine. Se apeó y cerró la portezuela sin hacer ruido. Caminó por la acera con paso rápido, hundidas las manos en los bolsillos, una de ellas alrededor de la culata de la Mauser.

La calle estaba oscura como boca de lobo. Llegó al montón de escombros que una vez había sido la casa situada detrás del piso de Catherine. Avanzó entre maderamen astillado, ladrillos rotos y tuberías retorcidas. Los escombros acababan ante una tapia de metro ochenta de altura. Al otro lado de la tapia estaba el jardín trasero de la casa… Neuman lo había visto desde la ventana de la habitación de Catherine. Probó a abrir la puerta; estaba atrancada. Se hubiera abierto desde el otro lado.

Apoyó las manos en lo alto de la tapia, se impulsó con las piernas y se elevó con la fuerza de los brazos. En lo alto de la pared, pasó una hacia el otro lado y dobló el cuerpo. Se aguantó así unos segundos, mirando hacia abajo, pero sin llegar a ver el suelo por culpa de la oscuridad. Podía caer sobre cualquier cosa: un perro dormido o una fila de cubos de basura que producirían en estrépito tremendo si aterrizase sobre ellos. Pensó en encender la linterna cosa de un segundo, pero podía llamar la atención. Se decidió a franquear la tapia y descendió a través de las tinieblas. No encontró perros ni cubos de basura, sólo un arbusto espinoso que le arañó la cara y le desgarró el impermeable.

Neumann se libró del arbusto espinoso y descorrió el pasador del portillo. Atravesó el jardín hacia la puerta trasera del inmueble. Probó el cerrojo: estaba asegurado. La puerta tenía una ventana. Hundió la mano en el bolsillo del chaquetón, sacó la Mauser y la utilizó para romper el rectángulo de cristal inferior izquierdo. El ruido fue sorprendentemente escandaloso. Neumann pasó la manopor el hueco que dejó el cristal roto, quitó el pestillo y luego cruzó rápidamente el vestíbulo y subió por la escalera.

Llegó a la puerta del piso de Catherine y llamó suavemente.Del otro lado de la puerta le llegó la voz de la mujer:

– ¿Quién es?

– Soy yo.

Catherine abrió la puerta. Neumann entró y cerró a su espalda. La mujer vestía pantalones, suéter y cazadora de cuero. El maletín con la radio descansaba al lado de la puerta. Neumann la miró a la cara. Tenía el color de la ceniza.

– Pudiera ser mi imaginación -dijo Catherine-, pero me parece que está pasando algo abajo en la escalera. He visto hombres moviéndose por la calle y sentados en coches aparcados.

El piso estaba sumido en la penumbra, sólo había una luz encendida, en el salón. Neumann cruzó el cuarto con rápida zancada y la apagó. Se acercó a la ventana, alzó el borde de la cortina y escudriñó la calle. Los velados faros de los vehículos que circulaban abajo despedían la suficiente claridad como para que Neumann viese a cuatro hombres que salían del edificio de apartamentos del otro lado de la calle y se dirigían al inmueble de Catherine.

Neumann empuñó y sacó la Mauser del bolsillo.

– Vienen a por nosotros. Coge la radio y sígueme abajo. ¡Ya!

Harry Dalton abrió de par en par la puerta frontal y entró, seguido por los hombres de la Sección Especial. Encendió la luz del vestíbulo a tiempo de ver a Catherine Blake cruzar a la carrera la puerta posterior, con el maletín de la radio balanceándose al final del brazo de la fugitiva.

Horst Neumann había abierto a patadas la puerta de atrás y corría por el jardín cuando oyó un grito dentro de la casa. Se apresuró a través del muro que formaba la oscuridad, con la Mauser por delante, en la mano extendida. Se abrió la puerta del jardín y en el hueco se recortó la silueta de un hombre con la pistola levantada. A gritos, ordenó a Neumann que se detuviese. Neumann siguió corriendo y disparó dos veces. La primera bala alcanzó al miembro de la Sección Especial en el hombro y le hizo girar sobre sí mismo. El segundo proyectil le destrozó la espina dorsal, matándole instantáneamente.

Otro hombre ocupó su lugar e intentó hacer fuego. Neumann apretó el gatillo. La Mauser rebotó en su mano, casi sin emitir el menor sonido, únicamente el apagado clic del mecanismo de disparo. Estalló la cabeza del hombre de la Sección Especial.

Neumann atravesó corriendo la puerta, saltando por encima de los dos cadáveres, y escudriñó las sombras. No había nadie detrás de la casa. Al volver la cabeza vio a Catherine, que corría con la radio, a unos metros de él. La perseguían tres hombres. Neumann levantó el arma y disparó hacia la oscuridad. Oyó gritar a dos de los perseguidores. Catherine seguía corriendo.

Neumann se volvió y se dirigió hacia la furgoneta, a través de los escombros.

Harry sintió el zumbido de las balas que pasaron rozándole la cabeza. Oyó a su espalda los gritos de los dos hombres alcanzados. Catherine estaba delante de él. Harry se precipitó a través de la oscuridad, con los brazos extendidos al frente. Comprendía que se encontraba en franca desventaja; desarmado y solo. Podía hacer un alto, tomar las armas de alguno de los miembros de la Sección Especial y después perseguir a los que huían y tratar de derribarlos. Pero era muy probable que Rudolf le matase a él en el proceso.Podía detenerse, girar en redondo, entrar de nuevo en la casa y transmitir instrucciones al piso de vigilancia. Pero para entonces Catherine Blake y Rudolf habrían puesto tierra de por medio, ellos tendrían que emprender otra vez, partiendo prácticamente de cero, aquella endemoniada búsqueda, los espías utilizarían la radio, informarían a Berlín de lo que habían descubierto y nosotros habríamos mandado al garete esta jodida guerra, ¡maldita sea!

¡La radio!

Pensó: «Puede que no consiga pararles los pies ahora, pero sí puedo cortarles las comunicaciones con Berlín durante cierto tiempo».

Harry dio un salto hacia adelante, al tiempo que lanzaba un alarido desde lo más profundo de la garganta, y agarró con ambas manos el maletín de la radio. Intentó arrebatárselo a la mujer, pero ésta dio media vuelta y tiró de él con una fuerza sorprendente. Harry alzó la mirada y vio por primera vez la cara de Catherine: roja, contorsionada por el miedo, repulsiva a causa de la furia. Intentó de nuevo arrebatarle el maletín de la mano, pero no le fue posible; los dedos de la mujer aferraban el asa con la firmeza de un tornillo de banco. Pronunció a voz en grito el verdadero nombre de Rudolf. Sonó a algo así como Wurst.

Harry oyó entonces un chasquido. Lo había oído ya otras veces en las calles de East London, antes de la guerra: el chasquido de la hoja de un estilete automático. Vio el arma elevarse y luego trazar un arco descendente con la más criminal de las intenciones. Hubiera podido desviar la cuchillada con sólo levantar el brazo. Pero entonces ella le habría arrancado la radio. Harry siguió reteniendo el maletín con ambas manos e intentó esquivar la hoja del estilete torciendo la cabeza. La punta del arma le alcanzó en la parte lateral del rostro. Harry chilló, pero sin soltar el maletín. Catherine volvió a levantar el estilete, lo bajó de nuevo y lo clavó en el antebrazo de Harry. A éste se le escapó otro grito de dolor, pero apretó los dientes y sus manos continuaron decididas a no soltar el maletín. Era como si actuasen por propia voluntad. Nada, ni todo el dolor del mundo, le haría soltar el maletín.

Catherine lo soltó entonces y dijo:

– Eres un hombre valiente… Morir por una radio.

Catherine dio media vuelta y desapareció en la oscuridad.

Harry quedó tendido en el mojado suelo. Cuando Catherine se fue, él se llevó la mano a la caray a punto estuvo de sufrir un mareo al tocar el cálido hueso de la mandíbula. Estaba perdiendo el conocimiento; el dolor se desvanecía. Oyó gemir a los hombres de la Sección Especial que yacían heridos cerca de él. Sintió la lluvia azotándole la cara. Cerró los párpados. Notó que apretaban algo contra su rostro. Abrió los ojos y vio a Alfred Vicary inclinado sobre él.

– Te recomendé que tuvieses cuidado, Harry.

– ¿Se llevó la radio?

– No. Tú se lo impediste.

– ¿Han escapado?

– Sí. Pero les vamos pisando los talones.

Un dolor galopante se precipitó de pronto sobre Harry. Empezó a temblar y tuvo la sensación de que iba a vomitar de un momento a otro. Luego, el semblante de Vicary se convirtió en agua y Harry perdió el sentido.

50

Londres

Antes de que hubiera transcurrido una hora desde el desastre de Earl’s Court, Alfred Vicary ya había orquestado la mayor caza del hombre desencadenada en la historia del Reino Unido. Todas las comisarías de policía del país -desde Penzance hasta Dover, desde Portsmouth hasta Inverness- recibieron la descripción de los espías fugitivos de Vicary. Correos motociclistas enviados por Vicary llevaron fotografías a todas las ciudades, pueblos y aldeas próximas a Londres. A la mayoría de funcionarios relacionados con el caso se les notificó que los huidos eran sospechosos de cuatro asesinatos que se remontaban a 1938. Se informó discretamente a un puñado de oficiales de alta graduación que se trataba de un asunto de la máxima importancia, tan importante que el propio primer ministro verificaba personalmente el desarrollo de la cacería.

La Policía Metropolitana de Londres respondió con extraordinaria rapidez y apenas quince minutos después del primer aviso de Vicary ya había establecido controles en las principales arterias que salían de la ciudad. Vicary intentó cubrir toda posible vía de escape. El MI-5 y la policía de ferrocarriles patrullaron por las principales estaciones. También se facilitó la descripción de los sospechosos a los operarios y maquinistas de los transbordadores irlandeses.

A continuación, Vicary se puso en contacto con la BBC y solicitó hablar con el responsable de mayor categoría que en aquellos momentos se encontrase en la emisora. El principal boletín de noticias de la noche, el de las nueve, encabezó su programa con la noticia de un tiroteo que había tenido lugar en Earl’s Court y en el que dos oficiales de policía resultaron muertos y otros tres heridos. El reportaje incluía la descripción de Catherine Blake y de Rudolf y terminaba proporcionando un número de teléfono al que los ciudadanos podían llamar para dar información. Los teléfonos empezaron a sonar antes de cinco minutos. Las mecanógrafas transcribían todas las bienintencionadas comunicaciones, que luego se pasaban a Vicary. La mayor parte iban directamente a la papelera. Unas cuantas se investigaron. Ninguna facilitó la menor pista.

Vicary proyectó luego su atención sobre la rutas de escape que sólo un espía utilizaría. Se puso en contacto con la RAF y les pidió que estuvieran atentos a la posibilidad de cualquier avión ligero no identificado. Se puso en contacto con el Almirantazgo y les encareció que extremasen la vigilancia para detectar la presencia de cualquier submarino que se aproximara al litoral británico. Se puso en contacto con el servicio de guardacostas y les pidió que se mantuvieran al acecho para localizar cualquier pequeña embarcación que navegase hacia alta mar. Telefoneó al Servicio Y de controladores de radio y les pidió que aguzasen el oído y escuchasen atentamente toda transmisión inalámbrica sospechosa.

Vicary se levantó de la mesa y salió del despacho por primera vez en dos horas. Se había abandonado el puesto de mando de la calle West Halkin y su equipo había regresado sin prisas a la calle St. James. Sus integrantes estaban sentados en la zona común, fuera del despacho, como aturdidos supervivientes de una catástrofe natural, empapados, agotados, derrotados. Clive Roach permanecía solo, gacha la cabeza, cruzadas las manos. De vez en cuando, uno de los vigilantes le palmeaba en el hombro, le murmuraba al oído unas palabras de ánimo y se dirigía a su sitio en silencio. Peter Jordan paseaba. Tony Blair tenía fija en él una mirada feroz. No se oía más que el repiqueteo de los teletipos y el murmullo gorjeante de las telefonistas.

El silencio se interrumpió durante unos minutos cuando, a las nueve, entró en la sala Harry Dalton, con la cara y el brazo vendados.

Todo el mundo se levantó y se arremolinó a su alrededor: «Bien hecho, Harry, muchacho… mereces una medalla… nos mantienes vivos en el juego, Harry… todo habría acabado de no ser por ti…».

Vicary tiró de él y lo metió en el despacho.

– ¿No deberías estar tumbado descansando?

– Sí, pero prefiero estar aquí.

– ¿Cómo va ese dolor?

– No es tan malo. Me han dado un analgésico.

– ¿Aún tienes dudas acerca de cómo reaccionarías bajo el fuego enemigo, en el campo de batalla?

Harry se las arregló para esbozar una media sonrisa, bajó la vista y meneó la cabeza.

– ¿Ningún indicio todavía? -se apresuró a cambiar de tema. Vicary denegó con la cabeza.

– ¿Qué medidas has tomado?

Vicary le puso al corriente.

– Una acción intrépida. Presentarse Rudolf allí de aquella forma, para llevársela delante de nuestras narices. Tiene redaños el tío, no hay más remedio que reconocerlo. ¿Cómo se lo ha tomado Boothby?

– Todo lo bien que podía esperarse, más o menos. Ahora está arriba con el director general. Disponiendo mi ejecución, probablemente. Tenemos línea abierta con las Salas de Guerra Subterráneas y el primer ministro. El Viejo recibe informes minuto a minuto. Me gustaría tener algo que decirle.

– Has cubierto toda posible opción. Ahora no queda más que permanecer cruzados de brazos, sentaditos a la espera de que surja alguna novedad. Tienen que moverse por alguna parte. Y en cuanto lo hagan, nos echaremos encima de ellos.

– Quisiera poder compartir tu optimismo.

Harry hizo una mueca de dolor y de súbito pareció muy cansado.

– Voy a echarme un rato.

Salió despacio de la estancia.

– ¿Trabaja Grace Clarendon esta noche? -preguntó Vicary.

– Sí, me parece que sí.

Sonó el teléfono.

– ¡Sube en seguida, Alfred! -ordenó Boothby.

Brillaba la luz verde encima de la puerta de Boothby. Vicary entró y se encontró a sir Basil paseando y fumando sin parar. Se había quitado la chaqueta; llevaba el chaleco desabotonado y la corbata suelta. Con irritado movimiento de la mano señaló a Vicary una silla.

– Siéntate, Alfred -dijo-. Bueno, esta noche todas las luces deLondres están encendidas: Grosvenor Square, el cuartel general personal de Eisenhower en Hayes Lodge, las Salas de Guerra Subterráneas. Y todos quieren saber una cosa. ¿Sabe Hitler que va a ser en Normandía? ¿Ha muerto el desembarco antes de nacer?

– Evidentemente, aún no hay forma de saberlo.

– ¡Dios mío! -Boothby apagó el cigarrillo y encendió otro inmediatamente-. Dos oficiales de la Sección Especial muertos, otros dos más heridos. Doy gracias a Dios por Harry.

– Ahora está abajo. Tengo la seguridad de que le gustaría oírselo decir a usted en persona.

– No tenemos tiempo para andarnos con discursitos de ánimo, Alfred. Necesitamos pararles los pies y cuanto antes. No tengo que explicarte lo que nos estamos jugando.

– No, no tiene que explicármelo, sir Basil.

– El primer ministro quiere que se le ponga al corriente cada treinta minutos. ¿Hay alguna novedad que pueda transmitirle?

– Por desgracia, no. Tenemos cubiertas todas las vías de escape posibles. Me gustaría poder decirle que los hemos cogido, pero creo que sería una insensatez infravalorarlos. Nos lo han demostrado una y otra vez.

Boothby reanudó sus paseos por la estancia.

– Dos hombres muertos, tres heridos y dos espías enemigos en posesión de los conocimientos precisos para desenredar todo el ovillo de nuestro artificio. No hace falta decir que este es el peor desastre de la historia del departamento.

– La Sección Especial destinó a la operación las fuerzas que consideró necesarias para detener a esa mujer. Salta a la vista que cometió un error de cálculo.

Boothby interrumpió sus paseos y clavó en Vicary una mirada de pistolero.

– No intentes echar la culpa de lo ocurrido a la Sección Especial, Alfred. Tú eras la máxima autoridad sobre el terreno. Ese aspecto de Timbal era responsabilidad tuya.

– Eso lo comprendo, sir Basil.

– Muy bien, porque cuando todo esto haya concluido se procederá a una investigación interna y dudo mucho que se contemple tu actuación bajo una luz favorable.

Vicary se puso en pie.

– ¿Eso es todo, señor?

– Sí.

Vicary se encaminó a la puerta.

El lejano ulular de una sirena que anunciaba una incursión de bombarderos empezó a oírse mientras Vicary bajaba al Registro. Las salas estaban medio a oscuras, con sólo un par de luces encendidas. Como siempre, Vicary percibió los olores típicos del lugar: papel carcomido, polvo, humedad, el tenue residuo de la infecta pipa de Nicholas Jago. Dirigió la vista hacia el encristalado despacho de Jago. Tenía la luz apagada y la puerta cerrada a cal y canto. Oyó el repicar agudo de zapatos femeninos y reconoció la cadencia iracunda de la enérgica marcha, tipo desfile militar, de Grace Clarendon. Una melena rubia pasó entre los estantes, como un revoloteo fantasmal que apareció y desapareció fugaz. La siguió hasta una de las habitaciones laterales y pronunció el nombre de Grace mucho antes de acercarse a ella, para no sobresaltada. La mujer volvió la cabeza, le contempló unos segundos con sus hostiles ojos verdes y luego reanudó su tarea de archivo.

– ¿Es oficial, profesor Vicary? -preguntó-. Porque si no lo es, voy a tener que pedirle que se vaya. Ya me ha causado bastantes problemas. Como vuelvan a verme hablando con usted, tendré suerte si consigo un empleo de vigilanta de las normas del oscurecimiento. Por favor, váyase, profesor.

– Necesito ver un expediente, Grace.

– Ya conoce el procedimiento, profesor. Rellene el impreso de solicitud. Si se aprueba la petición, puede ver el expediente.

– No me darán el visto bueno para ver el que necesito ver.

– Entonces se quedará sin verlo. -La voz de Grace había adoptado la fría eficiencia de una directora de colegio-. Esas son las reglas.

Cayeron las primeras bombas, al otro lado del río, a juzgar por los síntomas. Las baterías antiaéreas del parque abrieron fuego. Vicary oyó el zumbido de los bombaderos Heinkel por encima de sus cabezas. Grace interrumpió su labor de archivo para mirar hacia el techo. Un haz de bombas cayó cerca, demasiado condenadamente cerca, porque el edificio se estremeció hasta los cimientos y de los estantes cayeron los archivadores. Grace contempló aquel desbarajuste y protestó:

– ¡Puñetero infierno!

– Sé que Boothby te está obligando a hacer cosas en contra de tu voluntad. Oí la pelotera que tuvisteis en su despacho y anoche te vi subir a su coche en la avenida de Northumberland. Y no me digas que vuestras entrevistas son de tipo sentimental, porque sé que estás enamorada de Harry.

Vicary notó el brillo húmedo en sus ojos verdes y observó que la carpeta que ella tenía en la mano empezaba a temblar.

– ¡Usted tiene toda la culpa! -reprochó Grace-. Si no le hubiese hablado del expediente de Vogel, no me vería en este apuro.

– ¿Qué te está haciendo?

Grace vaciló.

– Por favor, váyase, profesor. Por favor.

– No voy a irme hasta que me digas qué quiere Boothby que hagas.

– Maldita sea, profesor Vicary, ¡quiere que le espíe a usted! ¡Y a Harry! -Se obligó a bajar la voz-. Se supone que todo lo que me diga Harry, en la cama o en cualquier otro sitio, he de contárselo a él.

– ¿Qué le has dicho?

– Todo lo que Harry me comentó sobre el caso y el desarrollo de la investigación. También le hablé de la búsqueda en el Registro que me pidió usted. -Cogió un puñado de expedientes del carrito y reanudó su labor archivadora-. Tengo entendido que Harry se vio metido en ese follón de Earls Court.

– Desde luego que sí. La verdad es que es el hombre del momento.

– ¿Resultó herido?

Vicary asintió con la cabeza.

– Está arriba. El médico no consiguió mantenerlo en la cama.

– Probablemente cometió una estupidez, ¿a que sí? Poniéndose a prueba. Dios, qué estúpido cabezota puede ser a veces.

– Grace, necesito ver ese expediente. -Boothby me va a poner de patitas en la calle cuando esto termine y tengo que saber por qué.

Grace le contempló, con expresión grave en el rostro.

– Habla en serio, ¿verdad, profesor?

– Por desgracia, así es.

Ella le miró sin pronunciar palabra durante unos segundos, mientras el edificio temblaba sacudido por la onda expansiva de una bomba.

– ¿Qué expediente es?

– Una operación llamada Timbal.

Grace arrugó el entrecejo, confundida.

– ¿No es ese el nombre en clave de la operación que llevaba usted?-Sí.

– Un momento. ¿Quiere que me juegue el cuello por enseñarle el expediente de su propio caso?

– Algo así -dijo Vicary-. Salvo que quiero que lo referencies con otro oficial.

– ¿Quién?

Vicary la miró directamente a los ojos y pronunció las iniciales BB.

Grace volvió al cabo de cinco minutos, con un portafolios en lamano.

– Operación Timbal -dijo-. Finiquitada.

– ¿Dónde está su contenido?

– O destruido o en poder del oficial encargado del caso.

– ¿Cuándo se abrió el expediente?

Grace consultó la etiqueta y luego miró a Vicary.

– Qué extraño -observó-. Según este rótulo, la Operación Timbal se inició en octubre de 1943.

51

Condado de Cambridge (Inglaterra)

Para cuando Scotland Yard atendió la petición de bloqueo de carreteras de Alfred Vicary, Horst Neumann ya había abandonado Londres y rodaba hacia el norte por la A 10. Evidentemente, la furgoneta estaba bien cuidada. Iría por lo menos a noventa y cinco kilómetros por hora y el motor funcionaba como una seda. Los neumáticos tenían una cantidad decente de caucho y se agarraban al suelo sorprendentemente bien. Y contaba con otra virtud de tipo práctico: una furgoneta negra no llamaba la atención entre los demás vehículos comerciales que circulaban por la carretera. Dado que el racionamiento de gasolina hacía poco menos que imposible la circulación de automóviles particulares, cualquiera que condujese uno a aquella hora de la noche tenía muchas probabilidades de que la policía le diese el alto y le interrogara.

La carretera atravesaba un terreno llano en su mayor parte. Neumann conducía inclinado sobre el volante, escudriñando con los ojos entornados el charco de luz que despedían los enfundados faros. Había considerado la conveniencia de retirar el celaje obligado por la norma del oscurecimiento, pero decidió que era demasiado peligroso. Cruzó a toda velocidad pueblos de nombre extraño -Puckeridge, Buntingford-, todos ellos a oscuras, sin una sola luz encendida, sin nadie que se moviera por sus calles o casas. Era como si el tiempo hubiera retrocedido dos mil años. A Neumann no le habría extrañado encontrar una legión romana acampada a la orilla del río Cam.

Más pueblos: Melbourn, Foxton, Newton, Hauxton. Durante su período de formación en la granja de las afueras de Berlín, Neumann había dedicado horas a estudiar los mapas de Gran Bretaña trazados por el servicio oficial de topografía y cartografía. Creía conocer las carreteras y caminos de East Anglia tan bien como la mayoría de los ingleses. Tal vez mejor.

Melbourn, Foxton, Newton, Hauxton.

Se acercaba a Cambridge.

Cambridge representaba problemas. Casi con toda seguridad el MI-5 habría alertado ya a las autoridades policiales de las ciudades y poblaciones importantes. Neumann no consideraba que la policía de los pueblos y aldeas constituyese una gran amenaza. Efectuaban sus rondas a pie o en bicicleta, raramente disponían de coches y las comunicaciones eran tan deficientes que sin duda ni siquiera les habían pasado aviso. Atravesaba con tal rapidez aquellas localidades sumidas en las tinieblas que ningún funcionario policial llegaría realmente a verlo. Las ciudades como Cambridge ya eran otra cosa. Probablemente el MI-5 habría puesto sobre aviso a las fuerzas de policía de Cambridge. Contaban con efectivos suficientes para montar un puesto de control en una ruta como la A 10. Disponían de automóviles y estaban en condiciones de emprender una persecución. Neumann conocía las carreteras y era un conductor capacitado, pero no estaría a la altura de un policía local experto.

Antes de llegar a Cambridge, Neumann se desvió por una pequeña carretera lateral. Rodeó la base de las colinas Gog Magog y se dirigió al norte, bordeando la ciudad por su lado este. A pesar de las negruras impuestas por el oscurecimiento pudo distinguir las torres del Ring y de St. John. Pasó por un pueblo llamado Horningsea, cruzó el Cam y entró en Waterbeach, una localidad a horcajadas sobre la A 10. Condujo despacio por las penumbrosas calles hasta que encontró la principal; no vió ninguna señal indicadora que le dirigiese hacia la A 10, pero supuso que tendría que estar por allí. Dobló a la derecha, se dirigió al norte y al cabo de un momento corría a través de la solitaria llanura de los Fans, de los pantanos.

Los kilómetros se deslizaban con rapidez. Amainó la lluvia, pero en la zona de los marjales nada se interponía entre el paraje donde estaba y el mar del Norte, de forma que el viento sacudía la furgoneta como si fuera un juguete infantil. La carretera corría en paralelo a las orillas del río Gran Ouse, para cruzar luego Southery Ferns. Atravesaron los pueblos de Southery y Hilgay. La siguiente ciudad importante era Downham Market, más pequeña que Cambridge, pero Neumnan supuso que contaba con su propia fuerza de policía y, por lo tanto, representaba una amenaza. Repitió la misma maniobra que había practicado en Cambridge, se desvió por una carretera secundaria y bordeó la ciudad, para volver a desembocar en la A 10 más al norte.

Dieciséis kilómetros más adelante llegó a King’s Lynn, el puerto de la base sureste del Wash y la población más importante de la costa de Norfolk. Neumann abandonó de nuevo la A 10 y tomó por una carretera comarcal del este de la ciudad.

Era una carretera infame -estrecha, de una sola dirección y con un pavimento sin asfaltar en muchos tramos- y que no tardó en adentrarse por un terreno montuoso y arbolado. Detuvo el vehículo y vació dos bidones de gasolina en el depósito. El tiempo iba empeorando a medida que se aproximaban a la costa. A veces, Neumann creía ir a ritmo de marcha a pie. Temió haber cometido un tremendo error al salir de la otra carretera mejor, que estaba actuando con excesiva cautela. Tras más de media hora de pesada conducción llegó a la costa.

Dejó atrás Hampton Sands, cruzó la ría y aceleró por aquel camino. Se sintió aliviado: por fin una carretera conocida. Apareció a lo lejos la casa de Dogherty. Vio la puerta de par en par y el resplandor de una lámpara de queroseno que se movía hacia ellos. Vio a Sean Dogherty, vestido con impermeable y sueste, y con una escopeta al brazo.

A Sean Dogherty no le preocupó que Neumann no llegase a Hunstanton en el tren de la tarde. Neumann le había advertido que era posible que permaneciese en Londres más tiempo de lo acostumbrado. Dogherty decidió esperar el tren de la noche. Salió de la estación y fue a una taberna cercana. Pidió un pastel de patatas y zanahorias, que regó con dos vasos de cerveza ale. Después salió del local y se dio un paseo por los muelles. Antes de la guerra, Hunstanton era un centro turístico y una playa de gran popularidad, porque su situación en la margen oriental del Wash brindaba el espectáculo cotidiano de unas preciosas puestas de sol sobre el mar. Aquella noche, los hoteles eduardianos del complejo estival se encontraban vacíos en su mayor parte, con un aire de desanimado pesimismo bajo la monótona lluvia. La puesta de sol no era más que la postrera claridad grisácea del día que se filtraba tristemente entre nubes de tormenta. Dogherty dejó el puerto y regresó a la estación para esperar la llegada del tren nocturno. Desde el andén, con el cigarrillo en los labios, observó el grupo de pasajeros que se apearon de los vagones. Al comprobar que Neumann no figuraba entre ellos, Dogherty se alarmó.

Condujo de vuelta a Hampton Sands, mientras pensaba en las palabras que pronunció Neumann a principios de la semana. El agente había dicho que tal vez la operación estuviese a punto de concluir, que era posible que tuviese que abandonar Inglaterra y regresar a Berlín. Dogherty pensó: «¿Pero por qué no estaba en ese maldito tren?».

Llegó a la casa y entró. Sentada junto al fuego, Mary le dirigió una mirada furiosa y después subió escaleras arriba. Dogherty encendió la radio. El boletín de noticias captó instantáneamente su atención. Se había emprendido la búsqueda a escala nacional de dos asesinos sospechosos de haber participado en un tiroteo con la policía que tuvo lugar durante la tarde en el sector de Londres conocido como Earl’s Court.

Dogherty subió el volumen mientras el locutor daba la descripción de los dos sospechosos. El primero, sorprendentemente, era una mujer. El segundo, un hombre que encajaba perfectamente con los rasgos físicos de Horst Neumann.

Dogherty apagó la radio. ¿Era posible que los dos sospechosos del tiroteo de Earl’s Court fuesen Neumann y el otro agente? ¿Se encontraban ahora huyendo del MI-5 y de la mitad de la policía de Gran Bretaña? ¿Se dirigían a Hampton Sands o iban hacia otra parte dejándolo a él abandonado allí? Luego se preguntó: «¿Saben los británicos que yo también soy espía?».

Subió al primer piso, puso una muda de ropa en una bolsa de lona y descendió de nuevo a la planta baja. Fue al granero, cogió la escopeta e introdujo un par de cartuchos en la recámara.

Dogherty regresó a la casa, se sentó junto a la ventana y aguardó. Casi había abandonado la esperanza cuando vio las luces veladas de los faros, que avanzaban por la carretera rumbo a la casita. Al entrar la furgoneta en el patio, Dogherty distinguió a Neumann al volante. Una mujer ocupaba el asiento contiguo del pasajero.

Dogherty se levantó y se puso el impermeable y el sombrero. Encendió la lámpara de queroseno, recogió la escopeta y salió bajo la lluvia.

Martin Colville se examinó la cara en el espejo: nariz rota, ojos amoratados, labios hinchados y una contusión en la parte derecha del rostro.

Pasó a la cocina y se sirvió las últimas y preciosas gotas de whisky que quedaban en una botella. Hasta el último instinto anidado en el cuerpo de Colville le recalcaba que en el hombre llamado James Porter había algo turbio. No creía que fuese un soldado británico herido. No creía que fuese una antigua amistad de Sean Dogherty. No creía que hubiese ido a Hampton Sands para disfrutar del aire del océano.

Se tocó el maltratado semblante, al tiempo que pensaba: «Nadie me ha hecho una cosa así en la vida y no voy a permitir que ese hijo de puta se vaya de rositas».

Colville se engulló el whisky de un trago y luego depositó el vaso y la botella en el fregadero. Oyó fuera el ruido sordo de un motor. Se acercó a la puerta y echó un vistazo. Una furgoneta pasó por delante. Colville vislumbró a James Porter tras el volante y a una mujer en el asiento de al lado.

Cerró la puerta y se preguntó: «¿Qué demonios hace conduciendo a estas horas de la noche? ¿Y de dónde ha sacado la furgoneta?».

Decidió averiguarlo por su cuenta. Entró en la sala de estar y bajó la escopeta calibre doce colgada encima de la repisa de la chimenea. Los cartuchos estaban en el cajón del aparador de la cocina. Lo abrió y estuvo rebuscando entre el desorden que había allí hasta dar con la cajita. Salió de la casa y montó en la bicicleta.

Instantes después, Colville pedaleaba bajo la lluvia, con la escopeta cruzada encima del manillar, en dirección a la casa de Dogherty.

Arriba, en su dormitorio, Jenny Colville oyó abrirse y cerrarse la puerta principal. Luego oyó el ruido de un vehículo que pasaba por delante, algo poco habitual a aquella hora de la noche. Cuando oyó abrirse y cerrarse la puerta por segunda vez, Jenny se alarmó. Se levantó de la cama y cruzó la alcoba. Apartó la cortina de la ventana a tiempo de ver a su padre dándole a los pedales a través de la oscuridad.

Golpeó el cristal de la ventana, pero en vano. En cuestión de segundos, su padre había desaparecido.

Jenny no llevaba encima más que el camisón de franela. Se lo quitó, se puso un par de pantalones y un jersey y bajó la escalera. Tenía las botas de caña alta junto a la puerta. Se las calzó y observó que la escopeta que normalmente colgaba encima de la chimenea no estaba en su sitio. Miró dentro de la cocina y vio abierto el cajón donde se guardaban los cartuchos. Se puso rápidamente el impermeable y salió de la casa.

Anduvo a tientas en medio de la oscuridad hasta que encontró la bicicleta apoyada en el muro lateral de la casa. La empujó sendero adelante, subió al sillín y pedaleó detrás de su padre, rumbo a la casa de Dogherty. Iba pensando: «Quiera Dios que pueda detenerle antes de que muera alguien esta noche».

Sean Dogherty abrió la puerta del granero y los condujo al interior, tras la luz de la lámpara de queroseno. Se quitó el sueste, el sombrero de marino para la lluvia, se desabotonó el impermeable y luego miró a Neumann y a la mujer.

– Sean Dogherty, te presento a Catherine Blake -dijo Neumann-. Sean solía estar con un grupo que se llama Ejército Republicano Irlandés, pero lo tenemos prestado para esta guerra. Catherine trabaja también para Kurt Vogel. Lleva viviendo en Inglaterra, bajo una cobertura bastante segura, desde 1938.

Catherine tuvo una sensación extraña al oír la referencia a su historial y trabajo expresada de modo tan indiferente. Después de tantos años ocultando su identidad, después de todas las precauciones, después de todas las angustias, costaba trabajo imaginar que aquello estaba a punto de concluir.

Dogherty miró a la mujer y luego a Neumann.

– La BBC se ha pasado la noche radiando avances informativos acerca de una batalla a tiro limpio en Earl’s Court. Supongo que vosotros habéis estado metidos en ese fregado.

Neumann asintió.

– No eran miembros corrientes de la policía de Londres. MI-5 y Sección Especial, diría yo. ¿Qué ha dicho la radio?

– Que matasteis a dos de ellos y heristeis a otros tres. Han montado una búsqueda a escala nacional y piden la colaboración ciudadana. Probablemente en estos momentos la mitad del país está revolviéndolo todo tratando de localizarlos. Me sorprende que hayan podido llegar hasta aquí.

– Nos hemos mantenido fuera de las grandes ciudades. Parece que eso funciona. Hasta ahora no hemos visto ningún policía por las carreteras.

– Bueno, eso no durará mucho. Pueden estar seguros.

Neumann consultó su reloj de pulsera: pasaban unos minutos de la medianoche. Tomó la lámpara de queroseno de Sean y la puso encima de la mesa de trabajo. Sacó del armario el aparato de radio y lo encendió.

– El submarino patrulla por el mar del Norte. Cuando reciba nuestra señal navegará hasta situarse a diez millas al este de Spurn Head y permanecerá allí hasta las seis de la mañana. Si no nos presentamos, se alejará de la costa y esperará nuestras noticias.

– ¿Y cómo vamos a ir exactamente a diez millas al este de Spurn Head? -preguntó Catherine.

Dogherty dio un paso al frente.

– Hay un compadre que se llama Jack Kincaid. Tiene un pequeño barco de pesca amarrado a un embarcadero del río Humber. -Dogherty desplegó un viejo mapa de antes de la guerra del servicio de topografía y cartografía-. En una ciudad que se llama Cleethorpes. Está a unos ciento sesenta kilómetros, costa arriba. En una noche tan sucia como esta y con el oscurecimiento por enemigo, va a ser un viajecito de todos los demonios. Kincaid vive en el puerto, tiene un piso encima de un garaje. Ayer hablé con él. Sabe que vamos ya.

– Si nos ponemos en marcha ahora -asintió Neumann-, tendremos unas cuatro o cinco horas de viaje. Opino que podemos hacerlo esta noche. La próxima oportunidad de cita con el submarino no se producirá hasta dentro de tres días. No me entusiasma la idea de pasarme tres días escondiéndome mientras toda la policía de Gran Bretaña anda buscándonos como locos. Propongo que nos vayamos esta noche.

Catherine inclinó la cabeza. Neumann se colocó los auriculares y sintonizó la radio a la frecuencia adecuada. Envió una señal de identificación y esperó la respuesta. Unos segundos después el radiotelegrafista del submarino indicó a Neumann que continuase. El agente respiró hondo, transmitió el mensaje meticulosamente, cortó la comunicación y desconectó la radio.

– Queda una cosa más -dijo. Se volvió hacia Dogherty-. ¿Vienes con nosotros?

Dogherty dijo que sí con la cabeza.

– Ya lo he hablado con Mary. Está de acuerdo conmigo. Me iré a Alemania con vosotros; luego Vogel y sus amigos pueden ayudarme a hacer el viaje de vuelta a Irlanda. Mary se dirigirá allí cuando yo haya llegado. Tenemos amigos y familiares que se harán cargo de nosotros en tanto nos establecemos. Estaremos bien.

– ¿Cómo se lo ha tomado Mary?

El rostro de Dogherty se endureció con un fruncimiento de cejas, a la vez que apretaba los labios. Neumann comprendió que era muy probable que Mary y él no volvieran a verse nunca más. Neumann alargó el brazo hacia la lámpara de queroseno, apoyó una mano en el hombro de Dogherty y dijo:

– En marcha.

De pie sobre la bicicleta, con la respiración entrecortada a causa del esfuerzo, Martin Colville vio una luz encendida dentro del granero de Dogherty. Dejó la bicicleta junto a la carretera, cruzó silenciosamente el prado y se agazapó a la entrada del granero. Aguzó el oído para distinguir, por encima del restallar líquido de la lluvia, las palabras de la conversación que mantenían en el interior.

Era increíble.

Sean Dogherty… colaborador de los nazis. El individuo llamado James Poner… agente alemán. ¡Un nido de espías que operaba allí,en Hampton Sands!

Colville forzó el oído para enterarse de más detalles. Planeaban conducir costa arriba hasta el condado de Lincoln y coger allí una embarcación para navegar al encuentro de un submarino. Colville notó que el corazón le daba un vuelco en el pecho y que se le aceleraba la respiración. Hizo un esfuerzo para calmarse y pensar con claridad.

Tenía dos opciones: retirarse, volver al pueblo y alertar a las autoridades, o irrumpir en el granero y ponerlos a todos bajo custodia por su cuenta. Cada una de aquellas alternativas tenía sus desventajas. Si iba en busca de ayuda, lo más probable era que los espías se hubiesen marchado cuando él estuviese de vuelta. En la costa de Norfolk contaban con pocos policías, apenas los suficientes para montar una búsqueda. Si actuaba solo, se encontraría en inferioridad numérica. Observó que Dogherty llevaba su escopeta y dio por supuesto que los otros dos también iban armados. Con todo, la ventaja de la sorpresa era suya.

Le gustaba la segunda opción por otro motivo: disfrutaría del placer de ajustarle personalmente las cuentas a aquel tipo alemán que decía llamarse James Porter. Colville comprendió que debía entrar en acción y hacerlo rápidamente. Abrió la caja de cartuchos, tomó dos y los introdujo en la recámara de su vieja escopeta de calibre doce. Nunca había encañonado con aquel arma a nada más amenazador que una perdiz o un faisán. Se preguntó si tendría agallas para apretar el gatillo con la escopeta apuntando a un ser humano.

Se irguió y avanzó un paso hacia la puerta.

Jenny pedaleó hasta que le ardieron las piernas: atravesó el pueblo, dejó atrás la iglesia y el cementerio, pasó por encima de la ría. Saturaba el aire el sordo fragor de la tormenta y el ajetreo del oleaje. La lluvia le azotaba el rostro y las ráfagas de viento casi parecían salirse con la suya y derribarla contra el suelo.

Jenny vio la bicicleta de su padre sobre la hierba, junto a la carretera y se detuvo al llegar a ella. ¿Por qué la había dejado allí? ¿Por qué no llegó montado hasta la casa?

Creyó adivinar la respuesta. Sin duda intentaba llegar subrepticiamente, sin ser visto.

Y entonces oyó la detonación de una escopeta disparada en el granero de Sean. Jenny soltó un grito, saltó de la bicicleta y la dejó caer al lado de la de su padre. Corrió por el prado, al tiempo que pensaba: «Dios mío, no permitas que muera, por favor. No permitas que muera».

52

Scarborough (Inglaterra)

Aproximadamente a ciento sesenta kilómetros al norte de Hampton Sands, Charlotte Endicott entraba pedaleando en su bicicleta en el pequeño recinto exterior, cubierto de gravilla, de la estación de escucha del Servicio Y. El trayecto desde su aposento en una abarrotada casa de huéspedes de la ciudad había sido atroz: durante todo el camino, el viento y la lluvia no cesaron de vapulearla. Helada y calada hasta los huesos, se apeó y dejó la bicicleta en el soporte común, junto a las otras.

Gemía el viento al filtrarse sus ráfagas entre las tres enormes antenas rectangulares erguidas en lo alto de los acantilados que dominaban el mar del Norte. Charlotte Endicott las miró, balanceándose visiblemente, mientras cruzaba apresuradamente el recinto. Abrió la puerta del barracón y entró antes de que el viento volviera a cerrarla violentamente.

Disponía de unos minutos antes de que empezara su turno. Se quitó el impermeable y el sombrero y los colgó en la desvencijada percha del rincón. Hacía frío dentro del barracón, surcado por multitud de corrientes de aire y construido con vistas a que lo funcional privase sobre lo confortable. A pesar de todo, tenía cantina. Charlotte entró en ella, se sirvió una taza de té, tomó asiento en una de las mesitas y encendió un cigarrillo. Una costumbre repelente, se daba perfecta cuenta de ello, pero si una podía trabajar como un hombre también podía fumar como tal. Además, le daba un aire de mujer provocativa, sensual, cosmopolita, un poco mayor de los veintitrés años que tenía. Y eso le encantaba. También se había hecho adicta a las cosas malditas. El trabajo era agobiante, el horario brutal y la vida en Scarborough resultaba espantosamente aburrida. Pero disfrutaba de ella hasta el último segundo.

Sólo hubo una temporada que le fue verdaderamente odioso, la de la Batalla de Inglaterra. Durante aquellos largos y terribles combates aéreos, las jóvenes del Servicio Femenino de la Armada Real en Scarborough escuchaban las voces y comentarios de los pilotos británicos y alemanes en sus carlingas. Una vez, Charlotte oyó a un chico inglés llorar y llamar a su madre mientras el ametrallado Spitfire que pilotaba se precipitaba en el mar. Cuando perdió contacto con él, Charlotte salió fuera y vomitó. Se alegraba de que aquellos días hubiesen acabado ya.

Alzó la mirada hacia el reloj. Casi medianoche. Hora de ponerse a trabajar. Se levantó y se alisó el mojado uniforme. Dio una última calada al cigarrillo -estaba prohibido fumar en la madriguera- y lo aplastó en el cenicero metálico rebosante de colillas. Salió de la cantina y se dirigió a la sala de operaciones. Mostró al guardia la placa de identificación. El hombre la escrutó minuciosamente, a pesar de que ya la había visto cien veces, y se la devolvió. con una sonrisa más prolongada de lo necesario. Charlotte sabía que era atractiva, pero allí no había lugar para aquella clase de cosas. Empujó la puerta, entró en la madriguera y ocupó su puesto habitual.

Experimentó un breve escalofrío… como siempre.

Contempló durante un momento los cuadrantes luminosos de su receptor superheterodino de comunicaciones RCA AR-88 y luego se colocó los auriculares. Los cristales de cuarzo reductores de interferencias del RCA le permitían controlar las transmisiones en morse que los alemanes enviaban a través del norte de Europa. Sintonizó el receptor en la banda de frecuencias que le habían destinado para patrullar aquella noche y se puso a la escucha.

Los transmisores germanos eran los radiotelegrafistas más rápidos del mundo. Charlotte identificaba a muchos de ellos casi automáticamente por su estilo personal, por lo que se llamaba toque o caligrafía. Ella y sus compañeras los conocían por los apodos que les asignaron: Wagner, Beethoven, Zeppelin.

Charlotte no tuvo que esperar mucho la primera oportunidad de entrar en acción.

Apenas unos minutos después de medianoche captó una tromba de señales en morse de toque desconocido. La cadencia era irregular, el paso lento e inseguro. Un aficionado, pensó Charlotte, alguien que no solía utilizar mucho la radio. Desde luego, no era ninguno de los profesionales del BdU, el cuartel general de la Kriegsmarine. Rápidamente, registró la transmisión en el oscilógrafo -aparato que convertiría la huella radiada en una señal llamada Tina- y escribió frenéticamente en una hoja de papel el mensaje en morse. Cuando el aficionado terminó, Charlotte oyó otra ráfaga en clave, por la misma frecuencia. El segundo radiotelegrafista no era ningún aficionado; tanto Charlotte como las otras miembros del Servicio Femenino de la Armada Real británica lo habían oído transmitir antes. Lo apodaban Fritz. Era el radiotelegrafista de un submarino. Con idéntica rapidez, Charlotte transcribió también aquel mensaje.

A la transmisión de Fritz siguió una respuesta tecleada de modo chapucero y después se cortó la comunicación. Charlotte se quitó los auriculares, arrancó el papel que había grabado el oscilógrafo y cruzó la sala. Normalmente se hubiera limitado a pasar las transmisiones en morse de los mensajes aun correo, un motorista que a su vez las llevaría a Bletchley Park para que las descodificaran. Pero había algo fuera de lo corriente en aquella comunicación, Charlotte lo notó en el toque de los radiotelegrafistas: Fritz a bordo de un submarino, un aficionado en alguna otra parte. Sospechaba qué era, pero tendría que convertirlo en un condenado caso convincente. Se presentó al supervisor de noche, un hombre pálido y de aspecto agotado que se llamaba Lowe. Charlotte dejó las transcripciones y el oscilograma encima de su mesa. El hombre levantóla cabeza y miró a Charlotte, con expresión burlona.

– Puede que me equivoque de medio a medio -dijo Charlotte. Puso en su voz la máxima carga de tono autoritario que logró reunir-, pero creo que acabo de oír a un espía alemán poniéndose encontacto con un submarino que merodea por las cercanías de la costa.

El Kapitänleutnant Max Hoffmann no se acostumbraría jamás al hedor del submarino que lleva largo tiempo sumergido: sudor, orina, grasa de los motores Diesel, patatas, semen. El acoso que sufría su pituitaria era tan feroz que de mil amores hubiera preferido estar en la torreta, en medio de una tempestad a seguir encerrado allí dentro.

De pie en el puente del U-509, notaba bajo los pies la vibración de los motores eléctricos mientras navegaban repitiendo una y otra vez aquel monótono círculo a veinte millas de la costa británica. Flotaba en la atmósfera del submarino una tenue neblina que creaba un halo en torno a toda luz encendida. Al tacto, las superficies eran frías y húmedas. Hoffmann se complacía en imaginar que era el rocío de una mañana de primavera, pero un simple vistazo a aquel estrecho mundo claustrofóbico le arrebataba instantáneamente tal fantasía.

Era una misión tediosa en extremo, allí prácticamente cruzadode brazos durante semanas y semanas, ante la costa británica, esperando a uno de los espías de Canaris. De toda la tripulación de Hoffmann, el único que conocía el verdadero objetivo de la misión era el primer oficial. El resto de los hombres probablemente lo sospechaban, puesto que no emprendían patrulla alguna. Dado el alto índice de bajas que sufría la Ubootewaffe -cerca del noventa por ciento-, Hoffmann y su equipo podían considerarse condenadamente afortunados por haber sobrevivido hasta entonces.

El primer oficial se presentó en el puente, con cara muy seria y una hoja de papel en la mano. Hoffmann le miró, deprimido al pensar que seguramente tendría el mismo mal aspecto de su subalterno: ojos hundidos, mejillas chupadas, la palidez grisácea del submarinista, la barba descuidada porque disponían de muy poca agua fresca para derrocharla afeitándose.

– Nuestro hombre en Gran Bretaña -dijo el primer oficial-ha salido por fin a la superficie. Le gustaría que le lleváramos a casa esta noche.

Hoffmann sonrió, al tiempo que pensaba: «Por fin. Lo recogeremos y volveremos a Francia en busca de una buena comida y unas sábanas limpias».

– ¿Qué hay del último parte meteorológico? -preguntó.

– Nada bueno, herr Kaleu -repuso el primer oficial, empleando la acostumbrada forma diminutiva de kapitänleutnant-. Fuertes lluvias, vientos del noroeste de cuarenta y cinco kilómetros por hora, mar de diez a doce.

– ¡Dios mío! Y probablemente irá en un bote de remos… si tenemos suerte. Prepare una fiesta de bienvenida y dispóngalo todo para emerger. Que el radiotelegrafista informe al BdU sobre nuestros planes. Establezca la ruta hacia el punto de encuentro. Subiré con los vigías. Me tiene sin cuidado el tiempo. -Hoffmann hizo una mueca-. Ya no aguanto más la puñetera peste que reina aquí.

– Sí, herr Kaleu.

El primer oficial emitió una serie de órdenes, que fueron repitiéndose entre los miembros de la tripulación. Dos minutos después, el U-509 salía a la borrascosa superficie del mar del Norte.

El sistema se denominaba Radiogoniometría de Alta Frecuencia, pero todo el mundo lo conocía como Uf Puf. Funcionaba conforme al principio de triangulación. La huella dactilar de radio creada por el oscilógrafo de Scarborough podía utilizarse para identificar el tipo de transmisor y su suministro de energía eléctrica. Si las estaciones del Servicio Y en Flowerdown e Islandia disponían también de oscilógrafos en funciones, los tres registros podrían utilizarse para establecer líneas orientativas de comportamiento -conocidas como «cortes»- que podían emplearse para localizar la situación del transmisor. A veces, Uf Puf determinaba con cierta exactitud la situación geográfica de la emisora, o sea, dentro de una superficie de quince kilómetros de radio. Pero lo normal era que el sistema resultara mucho menos preciso, de cincuenta a setenta y cinco kilómetros.

El jefe Lowe no creía que Charlotte Endicott estuviese equivocada de medio a medio. A decir verdad, opinaba que la muchacha había tropezado con algo de gran importancia. Anteriormente, aquella noche, un tal comandante Vicary, del MI-5, había enviado una alerta al Servicio Y, con la solicitud de que extremasen la vigilancia sobre ese tipo de cosas.

Lowe se pasó los siguientes minutos hablando con sus homólogos de Flowerdown e Islandia intentando trazar las coordenadas y determinar la situación del transmisor. Por desgracia, la comunicación fue breve, y el punto sólo pudo determinarse de forma terriblemente imprecisa. En realidad, todo lo más que le fue posible hacer a Lowe fue situarlo en una zona oriental de Inglaterra más bien extensa: comprendía todo el territorio de Suffolk y de los condados de Cambridge y Lincoln. Probablemente no sería mucha ayuda, pero al menos era algo.

Lowe rebuscó entre los papeles de su mesa hasta encontrar el número de Vicary en Londres y luego descolgó su teléfono de seguridad.

Las condiciones atmosféricas sobre el norte de Europa hacían virtualmente imposibles las comunicaciones de onda corta entre las islas Británicas y Berlín. Como consecuencia de ello, el centro de radio de la Abwehr se alojó en el sótano de una gran mansión del suburbio hamburgués de Wohldorf, doscientos cuarenta kilómetros al noroeste de la capital alemana.

Cinco minutos después de que el radiotelegrafista del U-509 transmitiera su mensaje al BdU del norte de Francia, el oficial de guardia en el BdU envió a Hamburgo un breve comunicado. El oficial de guardia en Hamburgo era un veterano de la Abwehr llamado capitán Schmidt. Registró el mensaje, efectuó una llamada con carácter prioritario a la sede de la Abwehr en Berlín, por la línea de seguridad, e informó del desarrollo de los acontecimientos al teniente Werner Ulbricht. Schmidt dejó luego la mansión y anduvo calle abajo hasta un hotel cercano, desde donde hizo una segunda llamada, esa vez a Berlín. No quiso hacer esa llamada desde las líneas del puesto de la Abwehr, todas ellas intervenidas, porque el número que dio a la telefonista era el del despacho del general de brigada Walter Schellenberg en Prinz Albrechtstrasse. Schmidt había tenido la desgracia de que Schellenberg descubriera que estaba disfrutando en Hamburgo de una inconfesable aventura más bien fantástica con un joven de dieciséis años. Para evitar que aquello saliera a la luz, Schmidt se mostró más que dispuesto a trabajar para Schellenberg. Cuando le dieron la comunicación, Schmidt habló con uno de los innumerables ayudantes de Schellenberg -el general cenaba fuera aquella noche- al que informó de la noticia.

Cosa rara, Kurt Vogel había decidido pasar la noche en su pisito, situado a unas manzanas de distancia de Tirpitz Ufer. Ulbricht le llamó por teléfono y le informó de que Horst Neumann se había puesto en contacto con el submarino y que ya abandonaba Inglaterra. Al cabo de cinco minutos, Vogel salía por la puerta frontal del edificio y se dirigía a pie, bajo la lluvia, a Tirpitz Ufer.

Al mismo tiempo Walter Schellenberg se ponía en comunicación con su despacho y le informaban de los acontecimientos de Gran Bretaña. Telefoneó entonces al Reichsführer Heinrich Himmler y le puso al corriente. Himmler ordenó a Schellenberg que se trasladara a Prinz Albrechtstrasse; iba a ser una noche muy larga ydeseaba estar acompañado. Sucedió, pues, que Schellenberg y Vogel llegaron exactamente al mismo tiempo a sus respectivos despachos y se acomodaron dispuestos a esperar.

El punto por el que los aliados desembarcarían en Francia. La vida del almirante Canaris.

Lo cual dependía del comunicado de un par de espías en plena huida del MI-5.

53

Hampton Sands (Norfolk)

Martin Colville abrió la puerta del granero empujándola con el cañón de la escopeta. Neumann, que aún estaba de pie junto a la radio, oyó el ruido. Mientras Colville entraba, Neumann sacó su Mauser. Colville vio que trataba de empuñar el arma. Se echó la escopeta a la cara y disparó. Neumann se apartó de la trayectoria del disparo arrojándose al suelo del granero y rodando sobre si mismo. La detonación de la escopeta en el reducido ámbito del granero resultó ensordecedora. La radio se desintegró.

Colville apuntó a Neumann por segunda vez. Boca arriba, Neumann se incorporó sobre los codos sosteniendo la Mauser con ambas manos. Sean Dogherty se adelantó, al tiempo que gritaba a Colville que se estuviera quieto. Colville dirigió el cañón de la escopeta hacia Dogherty y apretó el gatillo. El disparo alcanzó a Dogherty en el pecho, le levantó en peso y lo despidió hacia atrás como un muñeco de trapo. La sangre salió a borbotones de la herida mientras caía de espaldas. Murió en cuestión de segundos.

Neumann hizo fuego y el proyectil se hundió en el hombro de Colville y lo hizo girar en redondo. Catherine había sacado ya su Mauser.La empuñaba con ambas manos y apuntó a la cabeza de Colville. Hizo dos rápidos disparos. El silenciador hizo que las detonaciones sólo produjeran un «plof» apagado. La cabeza de Colville estalló y el hombre era cadáver antes de que su cuerpo tocara al suelo.

En su cama del primer piso de la casa, Mary Dogherty estaba medio sumida en un agitado duermevela cuando oyó el primer disparo de escopeta. Se sentó de golpe y saltó al suelo en el instante en que la segunda detonación hacía añicos la calma de la noche. Apartó la ropa de la cama y corrió escaleras abajo.

La casa estaba a oscuras, desiertos el salón y la cocina. Salió al exterior. La lluvia le azotó la cara. Se percató entonces de que sólo llevaba encima el camisón de franela. Reinaba el silencio, sólo se oía el ruido de la tormenta. Miró al otro lado del huerto y distinguió en el camino de entrada la silueta de una furgoneta desconocida. Se volvió hacia el granero y vio allí una luz.

– ¡Sean! -llamó, y echó a correr hacia el granero.

Iba descalza y sus pies notaron la frialdad embarrada del suelo. Pronunció varias veces más el nombre de Sean, mientras corría. La tenue claridad del rayo de luz que se escapaba por el hueco de la puerta abierta del granero iluminaba una caja de cartuchos de escopeta caída en el suelo.

Al entrar, se quedó boquiabierta. Un grito se le inmovilizó en la garganta, como si se negara a salir. Lo primero que vio fue el cuerpo de Martin Colville tendido en el suelo a unos palmos de ella. Parte de la cabeza había volado y la sangre y los trozos de tejido sembraban el suelo a su alrededor. Las náuseas revolvieron el estómago de Mary.

Desvió su atención hacia el segundo cuerpo. Yacía boca arriba, con los brazos extendidos. En la muerte, sin que se supiera cómo, los tobillos se habían cruzado dando la impresión de que el hombre descabezaba un sueño. La sangre le oscurecía el rostro. Durante un fugaz segundo Mary se permitió la esperanza de que aquel muerto no fuera Sean. Luego se fijó en las botas altas y en el impermeable y supo que sí era él.

El grito que se le quedó suspendido en la garganta salió al aire.

– ¡Oh, Sean! -chilló Mary-. ¡Oh, Dios mío, Sean! ¿Qué has hecho?

Levantó la mirada y vio a Horst Neumann erguido sobre el cadáver de Sean, con una pistola en la mano. A unos metros del agente, Mary vio a una mujer que le apuntaba a la cabeza con una pistola.

Mary volvió a mirar a Neumann y chilló:

– ¿Hiciste tú esto? ¿Has sido tú?

– Fue Colville -repuso Neumann-. Entró aquí con el arma escupiendo fuego. Sean se puso en medio. Lo siento, Mary.

– No, Horst, puede que Martin apretase el gatillo, pero fuiste tú quien le hizo esto a Sean. No hay error. Tú y tus amigos de Berlín… ustedes son los que han acabado con él.

Neumann no dijo nada. Catherine seguía inmóvil, sin apartar el punto de mira de la Mauser de la cabeza de Mary. Neumann se le acercó, asió el arma y la bajó en silencio hasta dejarla encañonando el suelo.

En la oscuridad del prado, Jenny Colville se acercó al granero por un lado, oculta a la vista. Se agachó contra la pared exterior, con la lluvia restallando contra su impermeable, y escuchó la conversación que mantenían dentro.

Oyó la voz del hombre al que conocía como James Porter, aunque Mary le había llamado de otra manera, algo parecido a Horse. «Fue Colville. Sean se puso en medio. Lo siento, Mary»

Luego oyó la voz de Mary. Había subido un tono y en ella vibraba la cólera y el dolor. «Fuiste tú quien le hizo esto a Sean… Tú y tus amigos de Berlín.»

Jenny esperó oír la voz de su padre; esperó oír la voz de Sean. Nada. Supo entonces que ambos habían muerto.

«Tú y tus amigos de Berlín.»

Jenny pensó: «¿Qué estás diciendo, Mary?».

Y entonces todo se centró en su cerebro, como piezas de un rompecabezas que encajaran de pronto en su sitio; Sean en la playa aquella noche, la súbita aparición del hombre llamado James Porter, la advertencia de Mary aquella misma tarde: «No es lo que aparenta. No es para ti, Jenny».

Jenny no comprendió entonces lo que Mary trataba de decirle, pero ahora pensaba que sí lo entendía. El hombre que para ella se llamaba James Porter era un espía alemán. Y eso significaba que Sean también era un espía de los alemanes. El padre de Jenny debió de descubrirlos y se enfrentó a ellos. Y ahora yacía muerto en el suelo del granero de Sean Dogherty.

Jenny deseó ponerse a gritar. Notó que las lágrimas brotaban de sus ojos y se le deslizaban por las mejillas. Se llevó las manos a la boca para ahogar los sollozos. Se había enamorado de él, pero él le había mentido, se aprovechó de ella, era un espía alemán; probablemente acababa de matar a Martin Colville, a su padre.

Hubo movimiento dentro del granero, acompañado de un breve intercambio de instrucciones en voz baja, que Jenny no pudo entender. Oyó la voz del espía alemán y oyó una voz de mujer que no pertenecía a Mary. Luego vio al espía salir del granero y echar a andar por el camino, con una linterna en la mano. Se dirigía al punto donde estaban las bicicletas. Si las encontraba, comprendería que también ella estaba allí.

Y volvería para buscarla.

Jenny se esforzó en respirar despacio, regularmente, para pensar con claridad.

Diversas emociones empezaron a agitarla. Estaba aterrada, le enfermaba pensar que su padre y Sean habían muerto. Pero, por encima de todo, estaba furiosa. Le habían mentido y traicionado. Y ahora se sentía incitada por un deseo abrumador: deseaba que los cogieran y deseaba que los castigasen.

Jenny sabía que si el alemán la encontraba, ella no podría hacer absolutamente nada.

¿Pero qué hacer? Podría intentar llegarse corriendo al pueblo. En el hotel y en la taberna tenían teléfono. Podría ponerse en contacto con la policía, y la policía podría presentarse y arrestarlos.

Pero el pueblo era precisamente el primer sitio donde los espías la buscarían. Desde la casa de los Dogherty sólo había un modo directo de ir al pueblo: cruzando el puente por la parte de la iglesia de St. John. Jenny sabía que les sería muy fácil cogerla.

Se le ocurrió una segunda opción. Tenían que marcharse en seguida. Después de todo, acababan de matar a dos personas. Jenny podía permanecer escondida durante un breve espacio de tiempo, hasta que se marcharan: luego podría salir de su escondite y avisar a la policía.

Pensó: «Pero, ¿y si se llevan a Mary con ellos?».

A Mary le iría mejor si Jenny estuviese libre e intentando ayudarla.

Jenny observó al espía, que se acercaba a la carretera. Vio el rayo de luz de la linterna revolotear sobre el terreno. Vio detenerse momentáneamente el foco y luego lo vio proyectarse en su dirección.

Jenny contuvo un jadeo. El hombre había encontrado su bicicleta. Se levantó y salió corriendo.

Horst Neumann descubrió el par de bicicletas caídas una junto a otra encima de la hierba, al borde de la carretera. Dirigió la linterna hacia el prado, pero el rayo de luz era corto y sólo alcanzaba unos metros. Levantó las bicicletas y las hizo rodar por el camino, cogidas por el manillar. Las dejó en la parte de atrás del granero deDogherty, ocultas a la vista.

Ella andaba por allí…, en alguna parte. Intentó imaginar qué habría ocurrido. Su padre sale de la casa hecho una furia, con la escopeta; Jenny le sigue y llega a casa de Dogherty a tiempo de ver el resultado del enfrentamiento. Neumann supuso que estaba escondida, a la espera de que ellos se marchasen, y creyó saber dónde se ocultaba.

Durante unos segundos pensó dejarla ir. Pero Jenny era una chica inteligente. Encontraría el modo de ponerse en contacto con la policía. La policía establecería controles alrededor de Hampton Sands. Llegar a Lincolnshire a tiempo de coger el submarino ya iba a ser bastante difícil. Permitir que Jenny anduviese libre por allí y que avisara a la policía iba a hacerlo aún más duro.

Neumann entró en el granero. Catherine había cubierto los cadáveres con unos trozos viejos de arpillera. Sentada en una silla, Mary temblaba violentamente. El agente evitó su mirada.

– Tenemos un problema -dijo Neumann. Indicó con un gesto el cadáver tapado de Martin Colville-. He encontrado ahí fuera la bicicleta de su hija. Hemos de suponer que la chica anda por las cercanías y que sabe lo que ha pasado. También hemos de dar por supuesto que buscará ayuda.

– Entonces hay que dar con ella -dijo Catherine.

Neumann asintió.

– Lleva a Mary a la casa. Átala, amordázala. Tengo una idea acerca del lugar al que Jenny puede haber ido.

Neumann salió del granero y, bajo la lluvia, se encaminó presuroso a la furgoneta. Puso el motor en marcha, volvió a la carretera en marcha atrás y a continuación se dirigió a la playa.

Catherine acabó de atar a Mary a una silla de la cocina. Rasgó en dos un paño e hizo una pelota con una de las dos mitades. La introdujo en la boca de Mary y la aseguró allí dentro pasando la tira formada por la otra mitad del paño de cocina alrededor de la cara de la mujer y anudando los extremos en la nuca. Si por ella fuera, Catherine mataría en el acto a Mary; no le gustaba dejar un rastro para que la policía lo siguiese. Pero era evidente que Neumann sentía cierto aprecio por aquella mujer. Además, probablemente transcurrirían muchas horas antes de que alguien la encontrase, acaso más tiempo. La casa de campo estaba aislada, a cosa de kilómetro y medio del pueblo; era muy posible que pasaran un día o dos antes de que alguien reparase en que Sean, Colville y la chica se habían perdido. Con todo, el instinto de conservación decía a Catherine que lo mejor era liquidar a Mary y asunto concluido. Neumann nunca llegaría a enterarse. Le mentiría, le diría que no causó el menor daño a Mary y él nunca lo descubriría.

Catherine comprobó los nudos por última vez. Luego sacó la Mauser del bolsillo del impermeable. La empuñó, curvó el índice sobre el gatillo y apoyó la boca del cañón en la sien de Mary. Ésta se irguió, muy rígida, y miró desafiante a Catherine.

– Recuerda que Jenny viene con nosotros -advirtió Catherine-. Si hablas a la policía, lo sabremos. Y entonces mataremos a Jenny. Entiende bien lo que te digo, Mary.

Mary asintió una vez con la cabeza. Catherine cogió la Mauser por el cañón, la levantó en el aire y luego la abatió con fuerza contra la cabeza de Mary. La mujer cayó hacia adelante, inconsciente, con un hilillo de sangre deslizándosele entre el pelo hacia los ojos. Catherine permaneció de pie ante las moribundas brasas del fuego, a la espera de Neumann y de la joven, a la espera de emprender el regreso a casa.

54

Londres

En aquel momento, un taxi se detenía en medio de una lluvia torrencial delante de un fortín achatado y cubierto de hiedra, bajo el Admiralty Arch. Se abrió la portezuela para dar paso a un hombre bajo de estatura y poco agraciado, que se apeó apoyándose pesadamente en un bastón. No se molestó en abrir un paraguas. Sólo se hallaba a dos o tres metros de la puerta en la que un centinela de la Armada Real montaba guardia. El centinela marcó un vivo saludo, al que el hombre mal parecido se abstuvo de corresponder, porque hacerlo le hubiera obligado a pasarse el bastón de la mano derechaa la izquierda, tarea sin duda molesta. Por otra parte, cinco años después de que le nombrasen oficial de la Armada Real, Arthur Braithwaite continuaba sintiéndose tan incómodo como el primer día respecto a las costumbres y tradiciones de la vida militar.

Oficialmente, Braithwaite no tenía que estar en su puesto hasta al cabo de una hora. Pero, como todos los días, según su habitual costumbre, llegaba a la Ciudadela una hora antes, al objeto de disponer de tiempo para prepararse. Tullido de una pierna desde la infancia, Braithwaite sabía que, para sobresalir y triunfar, era preciso estar mejor preparado que cuantos le rodeaban. Era un requisito que siempre le había rendido buenos dividendos.

Llegar a la Sala de Rastreo de Submarinos -para lo cual había que descender por una laberíntica serie de estrechas escaleras de caracol- no era tarea fácil para un hombre con una pierna deforme. Cruzó el Negociado Central de Gráficos y entró en la Sala de Rastreo por una puerta custodiada.

La energía y agitación que reinaban allí se apoderaron de su ánimo al instante, como le ocurría a diario. Las paredes sin ventanas tenían el color de la crema coagulada y estaban cubiertas de mapas, cartas de mareas y fotografías de submarinos y sus tripulaciones. Varias docenas de oficiales y mecanógrafas trabajaban en las mesas que bordeaban la sala. En el centro se encontraba la principal mesa trazadora del Atlántico Norte, donde alfileres con cabezas de colores señalaban la situación de todos los buques de guerra, cargueros y submarinos, desde el mar Báltico hasta el cabo Cod.

Desde una de las paredes, una enorme fotografía del almirante Karl Doenitz, comandante en jefe de la marina de guerra alemana, los contemplaba con aire furibundo. Al igual que hacía todas las madrugadas, Braithwaite le dedicó un guiño, con el saludo de:

– Muy buenas, herr almirante.

Luego empujó la puerta de su cubículo de cristal, se quitó el abrigo y tomó asiento detrás de su escritorio.

Mientras alargaba la mano hacia el montón de mensajes codificados que, como siempre, le aguardaban allí, Braithwaite pensó: «Cómo han cambiado las cosas desde 1939, hijo».

En 1939 tenía sus licenciaturas en derecho y psicología por Cambridge y Yale y trataba de descubrir qué hacer con ellas. Cuando estalló la guerra intentó sacar provecho a su dominio de la lengua alemana mediante el procedimiento de ofrecerse voluntario para interrogar a prisioneros de guerra germanos. Sus superiores se impresionaron de tal modo al comprobar sus aptitudes que recomendaron su traslado a la Ciudadela, donde se le destinó a la Sala de Rastreo de Submarinos como voluntario civil en plena batalla del Atlántico. La inteligencia y empuje dinámico de Braithwaite pronto le hicieron destacar. Se entregó al trabajo en cuerpo y alma, se brindó a encargarse de labores extra y leyó cuantos libros se pusieron a su alcance sobre táctica e historia naval alemana. Dotado de una retentiva prácticamente insuperable, se aprendió de memoria la biografía de todos los comandantes de Ubootewaffe. En cuestión de meses adquirió una destreza increíble para predecir los movimientos de los submarinos. Ninguna de esas virtudes pasaron inadvertidas. Se le concedió la jerarquía de comandante interino y se le puso al mando de la sección de rastreo de sumergibles, un ascenso asombroso para alguien que no había visitado la Escuela Naval de Darmouth.

Su ayudante llamó con los nudillos a la puerta de cristal, esperó a que Braithwaite asintiera con la cabeza y entró.

– Buenas, señor -dijo, segundos antes de dejar la bandeja con la tetera y las galletas.

– Muy buenas, Patrick.

– La meteorología ha mantenido las cosas bastante tranquilas esta noche, señor. No se han observado submarinos en superficie por ninguna parte. La tormenta disuadió aproximaciones occidentales. Ahora son las zonas del este las que soportan la mayor partedel tráfico, desde Yorkshire hasta Suffolk.

Braithwaite inclinó la cabeza y el ayudante se retiró. Los primeros mensajes eran materia convencional, comunicados rutinarios entre submarinos y el BdU, interceptados por los servicios de escucha. El quinto despertó su atención. Era una alerta emitida por un tal comandante Alfred Vicary de la Oficina de Guerra. Decía que las autoridades buscaban a dos individuos, un hombre y una mujer, que era muy posible estuvieran intentando abandonar el país. Braithwaite sonrió ante el estilo cauteloso al que recurría Vicary. Evidentemente, Vicary pertenecía al MI-5. Y resultaba obvio que el hombre y la mujer eran agentes alemanes de alguna clase y, hubiesen hecho lo que hubiesen hecho, la cuestión era condenadamente importante, porque, de no serlo, la alerta no habría llegado hasta su mesa. La puso a un lado y continuó leyendo.

Tras unos cuantos asuntos rutinarios, Braithwaite tropezó con algo que también captó su atención. Una muchacha del Servicio Femenino de la Armada en Scarborough había interceptado lo que consideraba una comunicación entre un submarino y una radio situada tierra adentro. El Uf Puf había localizado el emisor en algún punto a lo largo de la costa oriental… en alguna parte desde Lincolnshire hasta Suffolk. Braithwaite apartó el mensaje, lo sacó del – montón y lo puso junto a la alerta de Vicary.

Se levantó, salió cojeando de su despacho rumbo a la sala principal y se detuvo ante la mesa trazadora del Atlántico Norte. Dos miembros de su equipo de personal cambiaban la posición de los alfileres de colores para reflejar los movimientos realizados durante la noche. Braithwaite no pareció fijarse en ellos. Grave la expresión de su rostro, clavó la mirada en las aguas próximas a la costa oriental de Gran Bretaña.

Al cabo de un momento, dijo en tono sosegado:

– Patrick, traeme la carpeta del U-509.

55

Hampton Sands (Norfolk)

Jenny llegó al bosquecillo de pinos de la base de las dunas y se dejó caer, agotada. El instinto la había impulsado a correr desesperadamente, como un animal asustado. Se mantuvo a distancia de la carretera, por los prados y marjales inundados por la lluvia. Le era imposible recordar la cantidad de veces que se cayó durante la carrera. Estaba cubierta de barro, olía a mantillo y a mar. El aguacero y el viento batían su rostro de tal modo que Jenny tenía la impresiónde que se lo abofeteaban. Y tenía frío, más frío del que jamás sintiera en toda su vida. Era como si el impermeable pesara cuatrocientos kilos. Las botas estaban llenas de agua y los pies helados. Se dio cuenta entonces de que había salido de casa sin ponerse calcetines. Cayó sobre las rodillas y las manos, jadeó tratando de llevar aire a los pulmones. Le ardía la garganta y el sabor a óxido le llenaba la boca.

Permaneció quieta unos instantes hasta que recobró el aliento y luego hizo un esfuerzo ímprobo para ponerse en pie y adentrarse por el pinar. Estaba oscuro, tan oscuro que tuvo que avanzar con los brazos extendidos ante sí, como un ciego que caminase a tientas por un sitio que no le era familiar. Se indignó consigo misma por no habérsele ocurrido coger la linterna.

Llenaban el aire el ruido del viento, el batir de las olas al romper en la playa y los chillidos de las aves marinas. Los árboles empezaron a adoptar formas conocidas. Jenny caminaba de memoria, como una persona que anduviera a oscuras por su propia casa.

Los pinos quedaron atrás; el escondite secreto apareció frente a ella.

Descendió por la pendiente y se sentó con la espalda apoyada en una peña. Por encima de ella, los pinos se agitaban a impulsos del viento, pero Jenny estaba al abrigo de sus ráfagas más violentas. Le hubiera gustado encender un fuego, pero el humo sería visible desde bastante distancia. Sacó la caja de debajo del montón de agujas de pino que la cubrían, cogió la vieja manta de lana y se envolvió en ella, bien ajustada en torno al cuerpo.

Empezó a entrar en calor. Luego rompió a llorar. Se preguntó cuánto tendría que esperar antes de ir en busca de ayuda. ¿Diez minutos? ¿Veinte minutos? ¿Media hora? También se preguntó si Mary estaría aún en la casa cuando ella volviese. Y si le habrían hecho daño. Ante sus ojos destelló una rápida visión del cuerpo sin vida de su padre. Sacudió la cabeza e intentó alejar de su recuerdo aquella imagen. Se estremeció y se acurrucó bajo la manta ciñéndola con más fuerza en torno a sí.

Treinta minutos. Esperaría media hora. Entonces no habría ya peligro y podría volver tranquilamente.

Neumann aparcó el final del camino, cogió la linterna del asiento contiguo y se apeó. Encendió la linterna y echó a andar con paso vivo entre los árboles. Subió por las dunas y bajó por el otro lado. Apagó la linterna cuando cruzaba la playa en dirección a la orilla del mar. Al llegar a la franja llana y sólida donde las olas rompían contra la arena emprendió un paso ligero, agachada la cabeza para ofrecer menos resistencia al viento.

Recordó la mañana en que corría por la playa y vio a Jenny emergiendo de las dunas. Volvió a ver en su memoria el aspecto de la muchacha, que parecía haber pasado la noche durmiendo en la playa. Estaba seguro de que Jenny tenía alguna clase de escondrijo cerca, al que iba cuando las cosas se ponían feas en su casa. Estaba asustada, huida y sola. Iría a refugiarse al lugar que mejor conocía, tal como suelen hacer los niños. Neumann llegó al sitio que utilizaba en sus entrenamientos como meta imaginaria, se detuvo allí y luego reanudó la marcha hacia las dunas.

En la ladera contraria encendió la linterna, vio la vereda sembrada de pisadas y siguió por ella. Le condujo a una pequeña depresión, resguardada del viento por los árboles y un par de grandes peñascos. Dirigió el foco de la linterna hacia la hondonada y el rayo de luz cayó sobre el rostro de Jenny Colville.

– ¿Cuál es tu verdadero nombre? -le preguntó Jenny cuando regresaban a la casa de Dogherty.

– Mi verdadero nombre es teniente Horst Neumann.-¿Cómo es que hablas tan bien el inglés?

– Mi padre era inglés y nací en Londres. Mi madre y yo nos trasladamos a Alemania cuando él murió.

– ¿Eres un espía alemán?

– Algo así.

– ¿Qué les pasó a Sean y a mi padre?

– Utilizábamos la radio en el granero de Sean cuando tu padre cargó contra nosotros. Sean intentó detenerle y tu padre lo mató. Catherine y yo matamos a tu padre. Lo siento, Jenny. Todo sucedió muy deprisa.

– ¡Cállate! ¡No quiero que me digas que lo sientes!

Neumann guardó silencio.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Jenny.

– Vamos a marchar costa arriba, hacia el río Humber. Allí abordaremos una barca y navegaremos al encuentro de un submarino.

– Espero que te cojan. Y espero que te maten.

– Yo diría que existen muchas y claras probabilidades de ello.

– ¡Eres un hijo de mala madre! ¿Por qué te enzarzaste por mí en aquella reyerta con mi padre?

– Porque me gustas mucho, Jenny Colville. Te he mentido en todo lo demás, pero eso es cierto. Ahora haz todo lo que te diga y no te sucederá nada. ¿Me entiendes?

Jenny asintió con la cabeza. Neumann dobló hacia la casa de Dogherty. Se abrió la puerta y por ella salió Catherine. Se acercó a la furgoneta, miró al interior y vio a Jenny. Después dirigió la vista hacia Neumann y ordenó en alemán:

– Átala y ponla detrás. Nos la llevaremos. Nunca se sabe cuándo puede venir de perlas un rehén.

Neumann movió la cabeza negativamente y respondió, también en alemán:

– Déjala aquí. No nos va a servir de nada y puede resultar herida.

– ¿Olvidas que tengo un rango superior al tuyo, teniente?

– No, comandante -repuso Neumann, con un matiz de sarcasmo en la voz.

– Muy bien. Pues átala y larguémonos con viento fresco de este maldito lugar dejado de la mano de Dios.

Neumann entró otra vez en el granero, en busca de un trozo de cuerda. Lo encontró, cogió el quinqué y se dispuso a salir. Lanzó una última mirada al cuerpo de Dogherty, tendido en el suelo, cubierto por la vieja arpillera. Neumann no pudo evitar sentirse responsable de la cadena de acontecimientos que desembocaron en la muerte de Sean. Si no se hubiese peleado con Martin, éste no habría ido aquella noche al granero armado con una escopeta. Sean se habría marchado con ellos a Alemania y no estaría tumbado en el suelo de aquel granero, con la mitad del pecho volado. Apagó la lámpara de queroseno, dejó los cadáveres envueltos en la oscuridad, salió del granero y cerró la puerta tras de sí.

Jenny no se resistió, ni le dirigió una sola palabra. Neumann la ató con las manos por delante para que pudiera sentarse con más comodidad. Comprobó los nudos para cerciorarse de que no estaban excesivamente apretados. Luego le ató los pies. Cuando hubo terminado, la llevó a la parte trasera de la furgoneta y la introdujo en el vehículo.

Vertió en el depósito otro bidón de gasolina y arrojó al prado la lata vacía.

Entre la casita de campo y el pueblo no encontraron indicio alguno de vida en todo el camino. Evidentemente, las detonaciones habían pasado inadvertidas en Hampton Sands. Cruzaron el puente, dejaron atrás el chapitel de la iglesia de St. John y continuaronpor la calle mayor, hundida en las tinieblas. Imperaba tal quietud en el lugar que lo mismo podían haberlo evacuado.

Sentada junto a Neumann, silenciosa, Catherine se dedicó a recargar la Mauser.

Neumann pisó a fondo el acelerador y Hampton Sands desapareció a sus espaldas.

56

Londres

La mirada de Arthur Braithwaite se clavó en la mesa de trazado mientras aguardaba el expediente del U-509. No es que a Braithwaite le hiciese mucha falta aquel historial, creía saber todo lo que había que saber acerca del oficial al mando del submarino y probablemente podría recitar de memoria todas las misiones que el buque había realizado. Sólo deseaba confirmar un par de detalles antes de llamar por teléfono al MI-5.

Los movimientos del U-509 le tenían desconcertado desde varias semanas atrás. El buque parecía estar de patrulla sin rumbo fijo por el mar del Norte, navegando hacia ningún destino en particular, dejando transcurrir largos períodos de tiempo sin ponerse en contacto con el BdU. Cuando lo hacía era para informar de su situación en las proximidades de la costa británica, frente a Spurn Head. Diversas fotografías aéreas lo habían localizado en una estación de submarinos del sur de Noruega. Ninguna observación de superficie, ningún ataque a mercantes o buques de guerra aliados.

Braithwaite pensó: «Así que estás ahí al acecho, dando vueltas sin ninguna misión concreta. Bueno, pues eso no cuela, Kapitänleutnant Hoffman».

Lanzó un vistazo al severo rostro de Donitz y murmuró:

– ¿Por qué ibas a permitir que un estupendo buque en perfectas condiciones y una no menos estupenda tripulación se desaprovechara de esa manera?

El ayudante regresó un momento después con la carpeta pedida.

– Aquí lo tenemos, señor.

Braithwaite no la cogió; en vez de hacerlo, empezó a recitar su contenido.

– El nombre de su capitán es Max Hoffman, si la memoria no me es infiel.

– Exacto, señor.

– Cruz de Caballero en 1942, Hojas de Roble un año más tarde.-Que le impuso el propio Führer en persona.

– Ahora, aquí viene la parte importante. Creo que sirvió en el estado mayor de Canaris en la Abwehr durante un breve espacio detiempo antes de la guerra.

El ayudante hojeó el expediente.

– Sí, aquí está, señor. Hoffman estuvo destinado en el cuartel general de la Abwehr en Berlín del 38 al 39. Cuando estalló la guerra lo trasladaron de nuevo a la Kriegsmarine y le dieron el mando del U-509.

Braithwaite estaba mirando de nuevo la mesa de mapas.

– Patrick, si tuvieses un importante espía alemán que necesitara salir de Gran Bretaña, ¿no preferirías que se hiciera cargo de él y lo trasladara un viejo amigo?

– Desde luego, señor.

– Telefonea al MI-5 y pregunta por Vicary. Me parece que tenemos que charlar un poco.

57

Londres

De pie frente a un mapa de las Islas Británicas de dos metros y cuarenta centímetros de altura, Alfred Vicary bebía té y fumaba un cigarrillo tras otro. Pensó: «Ahora sé cómo tiene que sentirse Adolf Hitler». Sobre la base de la clamada telefónica del comandante Lowe de la estación del Servicio Y de Scarborough, era bastante acertado suponer que los espías trataban de esfumarse de Inglaterra huyendo a bordo de un submarino. Pero a Vicary se le planteaba un problema tan sencillo como serio. Sólo tenía una vaga idea del cuándo e incluso una todavía más vaga idea del dónde.

Daba por sentado que los espías tenían que llegar al submarino antes del alba; para el sumergible sería demasiado peligroso permanecer en la superficie cerca de la costa después de las primeras luces del día. Era posible que el submarino dispusiera de una lancha neumática en la que una partida de desembarco llegase a la orilla -así fue como la Abwehr introdujo en Gran Bretaña a muchos agentes-, pero Vicary dudaba de que lo intentasen en aquella ocasión, ya que la mar estaba más que picada. Robar una barca tampoco era tan sencillo como pudiera parecer. La Armada Real se había incautado de casi todo lo que se encontraba en condiciones de mantenerse a flote. La pesca en el mar del Norte se había reducido mucho a causa de la enorme cantidad de minas sembradas en las aguas costeras. Un par de espías fugitivos tendrían enormes dificultades para encontrar a corto plazo una embarcación adecuada, sobre todo con la tormenta y el oscurecimiento complicando las cosas.

Pensó: «Quizá los espías cuentan ya con una barca».

La cuestión más peliaguda era el dónde. ¿Desde qué punto de la costa zarparían? Vicary contempló el mapa. El Servicio Y no pudo precisar la localización exacta del transmisor. Todo lo más que podía hacer Vicary, en plan orientativo, era optar por el centro de la amplia zona que se le había dado. Deslizó el dedo por el mapa hasta llegar a la costa de Norfolk.

Sí, eso era lógico. Vicary conocía el horario de sus trenes. Un agente podría ocultarse en uno de los pueblos del litoral y plantarse en Londres en tres horas, desde Hunstanton, utilizando el servicio ferroviario directo.

Vicary supuso que dispondrían de un buen vehículo y combustible en abundancia. Ya habían recorrido una distancia sustancial desde Londres y, dada la numerosa presencia de agentes de la ley en los ferrocarriles, tuvo la certeza virtual de que no lo hicieron viajando en tren.

Pensó: «Entonces, ¿qué distancia pueden recorrer desde la costa de Norfolk antes de subir a una embarcación y lanzarse mar adentro?».

Probablemente el submarino no se acercaría a la costa hasta situarse a menos de unas cinco millas. Para los espías cubrir esas cinco millas les representaba una hora de navegación, seguramente más. Si el submarino debía sumergirse con las primeras claridades de la aurora, los espías tendrían que zarpar hacia las seis de la mañana, lo más tarde, para contar con ciertas garantías. El mensaje se radió a las diez de la noche. Eso les dejaba un margen potencial de ocho horas al volante. ¿Qué distancia podrían recorrer en ese tiempo? Teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas, el oscurecimiento y las deficientes condiciones de las carreteras, de ciento sesenta a doscientos cuarenta kilómetros.

Vicary observó el mapa, abatido. Aún quedaba una enorme extensión de costa británica, que se iba desde el estuario del Támesis, por el sur, hasta el río Humber, por el norte. Sería poco menos que imposible cubrirla toda. El litoral estaba salpicado de pequeños puertos, muelles y aldeas de pescadores. Vicary había pedido a todas las fuerzas de policía locales que destinasen todos los hombresque pudieran a la cobertura de sus distritos. El mando costero de la RAF había accedido a realizar misiones aéreas de búsqueda en cuanto asomaran las primeras luces, a pesar incluso de que Vicary temía que para entonces ya fuera demasiado tarde. Corbetas de la Armada Real vigilaban la posible aparición de pequeñas embarcaciones, aunque resultaba prácticamente imposible localizarlas en aquel mar y en una noche lluviosa y sin luna. De no contar con alguna otra pista -una segunda señal de radio interceptada o un avistamiento- escasísimas eran las esperanzas de atraparlos.

Repicó el teléfono.

– Vicary.

– Aquí, el comandante Arthur Braithwaite, de la Sala de Rastreo de Submarinos. Al llegar hoy a mi puesto de servicio he visto su alerta y creo que puedo prestarle una ayuda interesante.

– La Sala de Rastreo de Submarinos dice que, desde hace unos quince días, el U- 509 ha estado entrando y saliendo en nuestras aguas, frente a la costa del condado de Lincoln -anunció Vicary. Boothby había bajado a compartir con Vicary la vela ante el mapa-. Si volcamos sobre Lincolnshire nuestros hombres y recursos, es posible que contemos con buenas probabilidades de detenerlos.

– Queda una barbaridad de línea costera por cubrir,

Vicary volvía a tener la vista clavada en el mapa.

– ¿Cuál es la ciudad más importante de ahí arriba?

– Grimsby, diría yo.

– Qué apropiada… Grimsby. ¿Cuánto tiempo cree que tardarían en llevarme allí?

– La sección de transporte puede encargarse de trasladarte, pero eso llevaría horas.

Vicary hizo una mueca. La sección de eso transporte reservaba unos cuantos vehículos para casos como aquel. Disponía de conductores expertos, especializados en persecuciones a gran velocidad; un par de ellos habían competido antes de la guerra en carreras de automóviles para profesionales. Vicary pensaba que tales pilotos, si bien brillantes, eran demasiado temerarios. Recordaba la noche en que atrapó a aquel espía de la playa de Cornualles; recordaba la loca carrera a toda marcha, a través de la negra noche cómica, en la parte trasera de un Rover trucado, sin dejar de rezar pidiendo a Dios vivir lo suficiente para llevar a cabo el arresto.

– ¿Y un avión? -dijo Vicary.

– Estoy seguro de que podría conseguir que la RAF te llevara. Hay una pequeña base de caza en los aledaños de Grimsby. Podrían ponerte allí en cuestión de una hora y podrías utilizar la base como puesto de mando. ¿Pero has echado un vistazo por la ventana últimamente? Hace una noche de perros para volar.

– Ya lo sé, pero estoy seguro de que los resultados serían mejores si coordinase la búsqueda allí, sobre el terreno. -Vicary se apartó del mapa y miró a Boothby-. También se me ha ocurrido otra cosa. Si conseguimos detenerlos antes de que envíen su mensaje a Berlín, tal vez yo pueda enviarlo por ellos.

– ¿Imaginas algo que explique su decisión de huir de Londres y que refuerce la credibilidad de Timbal?

– Exactamente.

– Bien pensado, Alfred.

– Quisiera llevar conmigo a un par de hombres: Roach, Dalton si está en condiciones.

Boothby vaciló.

– Creo que deberías llevarte a otra persona.

– ¿A quién?

– A Peter Jordan.

– ¡Jordan!

– Míralo desde el otro lado del espejo. Si Jordan se ha visto engañado y traicionado, ¿no desearía estar allí al final para presenciar el óbito de Catherine Blake? Yo creo que sí. De estar en su piel, a mí me encantaría ser el que apretase el gatillo. Y los alemanes tienen que pensar eso también. Hemos de intentar algo que pueda hacerlos creer en la ilusión de Timbal.

Vicary pensó en la carpeta vacía del expediente del Registro. Sonó otra vez el teléfono.

– Vicary.

Era una de las operadoras del departamento.

– Tengo una conferencia interurbana del comisario jefe Perkin de la policía de King’s Lynn, de Norfolk. Dice que es muy urgente.

– Pásamela.

Hampton Sands era demasiado pequeño y tranquilo, y estaba demasiado aislado para tener policía propio. Lo compartía con otros cuatro pueblos de la costa: Holme, Thornton, Titchwell y Brancaster. El policía era un hombre llamado Thomasson, un guardia veterano que llevaba de servicio en la costa de Norfolk desde la última guerra. Thomasson vivía en la casa-cuartelillo de la policía y, como lo necesitaba por sus funciones, disponía de teléfono.

Ese teléfono había sonado una hora antes, despertando a Thomasson, a su esposa y a Rags, su perro de muestra inglés. La voz del otro extremo de la línea era la del comisario jefe Perkin, de King’s Lynn. El comisario jefe informó a Thomasson de la llamada telefónica urgente que había recibido de la Oficina de Guerra de Londres, mediante la cual se le solicitó la colaboración de las fuerzas policiales locales en la búsqueda de dos fugitivos sospechosos de asesinato.

Diez minutos después de recibir la llamada telefónica, Thomasson salía por la puerta de su casita, con su capa azul impermeable, su sombrero sueste de barboquejo atado bajo la barbilla y el termo de té dulce que Judith, su esposa, le había preparado rápidamente. Sacó la bicicleta del cobertizo de detrás de la casa y partió hacia el centro del pueblo. Rags, que siempre acompañaba a su amo en las rondas, trotaba ágilmente tras él.

Thomasson andaba por los cincuenta y cinco años. No fumaba, en muy raras ocasiones probaba el alcohol y treinta años de ciclismo por los ondulados caminos de la costa de Norfolk le habían proporcionado una fortaleza y una forma física envidiables. Sus robustas y musculosas piernas le daban a los pedales con soltura, impulsando hacia Brancaster la pesada bicicleta de hierro. Como había supuesto, una quietud mortal reinaba en el pueblo. Podía llamar a unas cuantas puertas y despertar a unas cuantas personas, pero conocía a todos los vecinos de la localidad y sabía que ninguno de ellos iba a dar cobijo a asesinos fugitivos. Hizo un recorrido por las silenciosas calles y luego se desvió hacia la carretera de la costa y pedaleó rumbo al pueblo siguiente, Hampton Sands.

La casita de campo de los Colville estaba a unos cuatrocientos metros de la población. Todo el mundo conocía la vida y milagros de Martin Colville. Su esposa lo había abandonado, el hombre bebía más de la cuenta y a duras penas arrancaba a su pequeña granja lo mínimo para sobrevivir. Thomasson sabía que Colville era demasiado duro con su hija, Jenny. Sabía también que Jenny pasaba buena parte de su tiempo en las dunas; Thomasson encontró las cosas de la joven cuando algunos habitantes de la comarca se quejaron de los supuestos gitanos que vivían en la playa. El policía hizo un alto, se bajó de la bicicleta y enfocó su linterna sobre la casa de Colville. Estaba a oscuras y por la chimenea no salía humo.

Thomasson tomó la bicicleta por el manillar, recorrió el camino de acceso y llamó a la puerta. No obtuvo respuesta. Temiéndose que Colville estuviese borracho o inconsciente, llamó con más fuerza. Tampoco hubo contestación. Empujó la puerta y miró dentro. El interior estaba oscuro. Pronunció en voz alta el nombre de Colville, por última vez. Como no oyó respuesta alguna, se retiró de la casa y continuó hacia Hampton Sands.

Lo mismo que Brancaster, Hampton Sands estaba tranquilo y envuelto en las negruras de la noche. Thomasson cruzó el pueblo en la bicicleta, pasó por delante de la Arms, de la tienda y de la iglesia de St. John. Atravesó el puente sobre la ría. Sean y Mary Dogherty vivían a cosa de kilómetro y medio del pueblo. Thomasson no ignoraba que Jenny Colville vivía prácticamente con los Dogherty. Era muy probable que pasara la noche allí. ¿Pero dónde estaba Martin?

Era un kilómetro y medio bastante arduo, con el camino subiendo y bajando a su espalda. Por delante, en la oscuridad, oía el rítmico chasquido de las patas de Rags contra el suelo y la cadencia uniforme de su respiración. La casa de Dogherty apareció a la vista. Pedaleó hasta la entrada, se detuvo, encendió la linterna y proyectó el foco de un lado a otro. Algo en el prado le llamó la atención. Dio otra pasada por la hierba con la luz de la linterna y… allí… estaba. Avanzó por el prado empapado y se agachó para recoger el objeto. Era un bidón vacío. Lo olió: gasolina. Lo puso boca abajo. Un hilillo de combustible salió por la boca del bidón.

Rags le precedió camino de la casa de los Dogherty. Vio la vieja y destartalada camioneta de Sean Dogherty aparcada en el patio. Luego localizó un par de bicicletas caídas encima de la hierba junto al granero. Thomasson se llegó a la casa y llamó a la puerta. Al igual que en la de Colville, obtuvo la callada por respuesta.

Thomasson no se molestó en llamar por segunda vez. A aquellas alturas va estaba alarmado hasta lo indecible por lo que había visto. Empujó la puerta y voceó: «¡Holal… Oyó un ruido extraño, como un gemido apagado. Proyectó la luz de la linterna hacia el interior del cuarto y vio a Mary Dogherty atada a una silla y con una mordaza alrededor de la boca.

Thomasson se precipitó hacia adelante, mientras Rags rompía a ladrar furiosamente, y se apresuró a quitarle el paño que le cubría la cara.

– ¡Mary! ¡En nombre de Dios?, ¿qué ha ocurrido aquí?

Histérica, Mary abrió la boca para aspirar aire.

– ¡Sean… Martín… muertos… granero… espías… submarino… Jenny!

– Vicary al habla.

– Aquí el comisario jefe Perkin de la policía de King’s Lynn.

– ¿Qué tiene?

– Dos cadáveres, una mujer histérica, una joven desaparecida.

– ¡Dios mío! Empiece por el principio.

– Tras recibir su llamada ordené a mis agentes que efectuasen las rondas. El policía Thomasson tiene a su cargo un puñado de pueblecitos de la costa norte de Norfolk. Él descubrió todo el zafarrancho.

– Continúe.

– Ocurrió en un lugar llamado Hampton Sands. A menos que disponga usted de un buen mapa, no es probable que lo encuentre. Si tiene a mano un mapa lo bastante grande, busque Hunstanton, en el Wash, lleve el dedo hacía el este a lo largo de la costa de Norfolk y verá Hampton Sands.

– Ya lo tengo.

Se hallaba cerca del punto donde Vicary sospechó que podía estar el transmisor.

– Thomasson encontró dos cadáveres en el granero de una granja situada a la salida de Hampton Sands. Las víctimas son dos hombres de la localidad, Martin Colville y Sean Dogherty. Dogherty es irlandés. Thomasson encontró a la esposa de Dogherty atada y amordazada en la casa. La habían golpeado en la cabeza y estaba histérica cuando Thomasson la descubrió. Le contó toda una historia.

– Nada me sorprenderá, comisario jefe. Continúe, por favor.

– La señora Dogherty dice que su marido ha estado espiando para los alemanes desde el principio de la guerra… No llegó a ser un pistolero hecho y derecho del IRA, pero tiene vínculos con el grupo. La mujer cuenta que hace un par de semanas los alemanes dejaron en la playa a otro agente llamado Horst Neumann y Dogherty se hizo cargo de él. El agente ha estado viviendo con ellos y viajando a Londres de modo regular.

– ¿Qué ocurrió esta noche?

– Ella no lo sabe con exactitud. Oyó disparos, corrió hacia el granero y encontró los cadáveres. El alemán le dijo que Colville se abalanzó sobre ellos y entonces empezó el tiroteo.

– ¿Iba una mujer con Neumann?

– Sí.

– Hábleme de la muchacha desaparecida.

– Es la hija de Colville, Jenny. No está en casa y se encontró su bicicleta en la granja de Dogherty. La hipótesis de Thomasson es que siguió a su padre, fue testigo del tiroteo o vio sus consecuencias y huyó. Mary teme que el alemán la encontrase y se la llevara consigo.

– ¿Sabe esa mujer a dónde se dirigían?

– No, pero dice que conducían una furgoneta…, negra, quizá.

– ¿Dónde está ahora?

– Sigue en la casa.

– ¿Dónde está el policía Thomasson?

– Lo tengo en línea, al teléfono de una taberna de Hampton Sands.

– ¿Se encontró rastro de algún aparato de radio en la casa o en el granero?

– Un momento, se lo preguntaré.

Vicary oyó a Perkin, sofocada la voz, formular la pregunta.

– Dice que vio un trasto en el granero que muy bien podía ser una radio.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era algo semejante a un aparato inalámbrico, metido en un maletín. Lo había destrozado un disparo de escopeta.

– ¿Quién más está enterado de esto?

– Yo, Thomasson y posiblemente el dueño de la taberna. Supongo que estará en este momento junto a Thomasson.

– Quiero que no diga usted a nadie absolutamente nada de lo sucedido esta noche en casa de Dogherty. En ninguno de los informes de este caso ha de figurar mención alguna de los agentes alemanes. Es una materia de seguridad de la máxima importancia. ¿Está claro, comisario jefe?

– Entendido.

– Voy a enviar a Norfolk un equipo de personas para que le ayuden. De momento, deje a Mary Dogherty tranquila y deje los cadáveres exactamente como están.

– Sí, señor.

Vicary volvió a contemplar el mapa.

– Ahora, comisario jefe, tengo información que me induce a sospechar que esos fugitivos probablemente se dirigen hacia donde está usted. Creo que su destino es la costa del condado de Lincoln.

– He convocado a todos mis hombres. Estamos bloqueando las carreteras principales.

– Mantenga informada a esta oficina de toda novedad. Y buena suerte.

Vicary colgó y se dirigió a Boothby.

– Han matado a dos personas, probablemente tienen un rehén y huyen hacia la costa de Lincolnshire. -Vicary esbozó una sonrisa sanguinaria-. Y parece que acaban de perder su segundo aparato de radio.

58

Condado de Lincoln (Inglaterra)

Dos horas después de haber partido de Hampton Sands, Horst Neumann y Catherine Blake empezaron a abrigar serias dudas acerca de sus posibilidades de llegar a tiempo a la cita con el submarino. Para salir de la costa de Norfolk, Neumann se trazó una nueva ruta: ascendió al macizo montuoso del corazón de Norfolk, desde donde a continuación seguiría por estrechas carreteras comarcales a través del interior y de pueblos sumidos en la oscuridad. Rodeó King’s Lynn por el sureste, pasó por una serie de aldeas desconocidas y cruzó el río Great Pose en una localidad llamada Wiggenhall St. Germans.

El viaje por la orilla meridional del Wash era una pesadilla. El vendaval procedente del mar del Norte embestía con toda su furia y azotaba marjales y diques. La lluvia arreció. A veces llegaba en ráfagas iracundas, en remolinos y turbiones que borraban los bordes de la carretera. Neumann conducía encogido, inclinado hacia adelante kilómetro tras kilómetro, con las manos aferradas al volante cuando la furgoneta rodaba por terreno llano. A veces tenía la sensación de flotar por encima de un abismo.

Catherine iba sentada a su lado, dedicada a consultar el viejo mapa del servicio oficial de topografía y cartografía de Dogherty, a la luz de la linterna. Hablaban en alemán, de forma que Jenny no podía entenderlos. El alemán de Catherine le parecía extraño a Neumann: plano, inexpresivo, sin ningún acento regional. La clase de alemán que constituye una segunda o tercera lengua. La clasede alemán que no se ha empleado en mucho tiempo.

Con Catherine como copiloto, Neumann iba determinando su itinerario sobre la marcha.

La embarcación estaría esperándoles en una ciudad llamada Cleethorpes, situada pasado el puerto de Grimsby, en la desembocadura del río Humber. Una vez dejasen a su espalda la bahía de The Wash, no encontrarían ciudades importantes en su camino. Según los mapas, había una buena carretera – la A 16-, que avanzaba varios kilómetros tierra adentro, a lo largo de la base de las Lincolnshire Wolds, las «ondulaciones» del condado de Lincoln, y se prolongaba después hasta el Humber. Para curarse en salud respecto a su plan, Neumann se puso en lo peor. Dio por sentado que en su momento encontrarían a Mary, que tarde o temprano alertarían al MI-5 y que se montarían controles en todas las carreteras importantes de la costa. Iba a seguir por la A 16 hasta recorrer la mitad del trayecto hasta Cleethorpes, para luego tomar por una carretera secundaria que le acercase al litoral.

Boston quedaba cerca de la orilla occidental del Wash. Era la última población de entidad entre donde estaban y el Humber. Neumann dejó la vía principal, se desvió por tranquilas calles laterales y finalmente salió de nuevo a la A 16, por el norte de la población. Pisó a fondo el acelerador y la furgoneta avanzó velozmente bajo la tormenta.

Catherine apagó la linterna y contempló los remolinos de lluviaque iluminaba el tenue resplandor de los faros.

– ¿Cómo está ahora… Berlín?

Neumann no apartó los ojos de la carretera.

– Es un paraíso. Todos somos felices, trabajamos como fieras en las fábricas, alzamos los puños amenazando a los bombarderos británicos y norteamericanos; todo el mundo adora al Führer.

– Eso parece una de las películas de propaganda de Goebbels.

– La realidad no es tan divertida. Berlín está muy mal. Los estadounidenses lo visitan durante el día con sus B-29 y los británicos llegan por la noche con sus Lancaster y Halifax. Hay días en que la ciudad parece estar sometida a un bombardeo constante. La mayor parte del centro urbano es un montón de escombros.

– Yo he vivido el blitz y, debido a ello, me temo que Alemania se merece los golpes que británicos y norteamericanos puedan asestarle. Los alemanes fueron los primeros en llevar la guerra a la población civil. No puedo derramar ninguna lágrima porque ahora estén reduciendo Berlín a polvo.

– Hablas como una británica.

– Soy medio británica. Mi madre era inglesa. Llevo seis años viviendo entre ingleses. Cuesta trabajo no olvidar del lado de quién se supone ha de estar una, cuando una se encuentra en tal situación. Pero cuéntame más detalles de Berlín.

– Los que tienen dinero y buenas relaciones se las arreglan para comer bien. Los que no tienen dinero ni buenas relaciones, no. Los rusos han vuelto las tornas en el este. Presumo que la mitad de Berlín confía en que la invasión tenga éxito para que los norteamericanos puedan llegar a Berlín antes que los Ivanes.

– Típicamente alemán. Eligen a un psicópata, le dan el poder absoluto y luego se ponen a lloriquear porque los lleva al borde de la destrucción.

Neumann se echó a reír.

– ¿Cómo diablos es que, con esas dotes adivinatorias que tienes, te convertiste en espía voluntariamente?

– ¿Quién ha dicho algo acerca de voluntariedad?

Pasaron a toda marcha por un par de pueblos, primero Stickney, después Stickford. El olor del humo de la leña que se quemaba en los fuegos encendidos en las chimeneas de las casas penetró en el interior de la furgoneta. Neumann oyó ladrar a un perro, luego a otro. Se llevó la mano al bolsillo, sacó el paquete de tabaco y se lo pasó a Catherine. La muchacha encendió dos cigarrillos, se quedó con uno y tendió el otro a Neumann.

– ¿Te importaría explicar el último comentario?

Catherine pensó: «¿Me importaría?». Era algo terriblemente extraño, al cabo de tanto tiempo, el mero hecho incluso de estar hablando en alemán. Se había pasado seis años ocultando hasta el último átomo de verdad acerca de sí misma. Se había convertido en otra persona, había eliminado todo aspecto de su identidad y de su pasado. Cuando pensaba en la muchacha que era antes de Hitler y antes de la guerra, era como si pensase en otra persona.

«Anna Katarina von Steiner falleció en un desgraciado accidente de carretera en las cercanías de Berlín.»

– Bueno, lo cierto es que, exactamente, no fui a la oficina local de la Abwehr y me enrolé encantada de la vida -dijo Catherine-. Claro que supongo que en este gremio nadie consigue el trabajo así, ¿verdad? Ellos siempre van por ti. En mi caso, ellos se personificaron en Kurt Vogel.

Catherine le contó la historia, la historia que nunca había contado antes a nadie. La historia de aquel verano en España, el verano en el que estalló la Guerra Civil. El verano en la hacienda de María. Su aventura amorosa con el padre de María.

– Así es mi suerte, el hombre resulta ser un fascista y un cazatalentos para la Abwehr. Me vende a Vogel y éste viene a buscarme.

– ¿Por qué no te limitaste a decir no?

– ¿Por qué ninguno de nosotros se limitó a decir no? En mi caso, amenazó a lo que me era más importante del mundo: a mi padre. Eso es lo que hace un buen oficial de caso. Se introducen en tu cabeza. Llegan a saber lo que piensas, lo que sientes. Lo que amas y lo que temes. Y luego lo utilizan para obligarte a hacer lo que quieren que hagas.

Fumó en silencio durante un momento, mientras observaba el pueblo por el que discurrían.

– Vogel sabía que de niña viví en Londres, que hablo inglés correctamente, que manejar las armas de fuego ya se me daba bien, y que…

Se quedó silenciosa unos segundos. Neumann no la apremió. Sólo aguardó, fascinado.

– Sabía que mi personalidad encajaba a las mil maravillas con la misión que pensaba encomendarme. Yo iba a permanecer en Gran Bretaña cerca de seis años, sola, sin familia, sin contacto con otros agentes, nada. Tenía más de sentencia de cárcel que de misión. No puedes imaginarte la cantidad de veces que he soñado con volver a Berlín y matar a Vogel con alguna de las portentosas técnicas que sus amigos y él me enseñaron.

– ¿Cómo entraste en el país?

Se lo dijo… le contó lo que Vogel le había obligado a hacer.

– ¡Cielo Santo! -murmuró Neumann.

– Algo haría la Gestapo, ¿no? Me pasé los primeros meses preparando mi nueva identidad. Luego me asenté y esperé. Vogel y yo teníamos un sistema de comunicación inalámbrica que no incluía nombres en clave. De modo que los británicos no me buscaron en ningún momento. Vogel sabía que yo estaba segura, en mi puesto y lista para ser activada. Y luego el idiota me ordena una misión y me arroja directamente en los brazos del MI-5. -Emitió una suave risita-. Dios mío, no puedo creer que realmente regreso allí, después de todo este tiempo. Nunca pensé que volvería a ver Alemania.

– No pareces tremendamente emocionada ante la perspectiva de regresar a la patria.

– ¿A la patria? Me cuesta trabajo considerar que Alemania sea mi patria. Me cuesta trabajo pensar en mí como alemana. Vogel borró esa parte de mí en aquel fantástico retiro de las montañas de Baviera.

– ¿Qué piensas hacer?

– Entrevistarme con Vogel, asegurarme de que mi padre continúa vivo, cobrar mis haberes y marcharme. Vogel puede crear para mí otra de sus identidades falsas. Estoy capacitada para pasar por ciudadana de cinco nacionalidades distintas. De entrada, eso fue lo que me hizo entrar en el juego. Es todo un gran juego, ¿no? El gran juego.

– ¿A dónde irás?

– Volveré a España -dijo Catherine-. Al punto donde empezó todo.

– Háblame de ese lugar -pidió Neumann-. Necesito pensar en algo además de en esta carretera dejada de la mano de Dios.

– Está en las estribaciones de los Pirineos. Por la mañana salimos de caza y por las tardes cabalgamos por las montañas. Hay un río divino con pozas frías y profundas, en cuyas orillas pasamos tardes estupendas bebiendo vino blanco fresco y respirando el perfume de los eucaliptos. Solía pensar en todo eso cuando me atacaba la soledad. Hubo momentos en que creí que iba a volverme loca.

– Suena maravilloso. Si necesitas un mozo de cuadra, avísame.

Catherine le miró con una sonrisa.

– Has sido fabuloso. De no haber sido por ti… -Vaciló-. Dios, ni siquiera puedo imaginarlo.

– Olvídalo. Me alegro de haberte sido de ayuda. No pretendo echar un jarro de agua fría, pero aún no estamos fuera de peligro.

– Te aseguro que eso lo comprendo.

Catherine dio la última calada al cigarrillo, bajó unos centímetros el cristal de la ventana y arrojó la colilla a la noche. La colilla provocó una rociada de chispas al estrellarse contra la carretera.

La mujer se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos. Llevaba demasiado tiempo sometida al temor y a la adrenalina. El agotamiento la acechaba. El suave traqueteo de la furgoneta la fue serenando hasta sumergirla en un suave adormecimiento.

– Vogel no me dijo tu verdadero nombre -comentó Neumann-. ¿Cuál es?

– Mi verdadero nombre es Anna Katarina von Steiner -respondió la muchacha, con el sueño deslizándosele en la voz-. Pero si lo prefieres puedes seguir llamándome Catherine. Verás, Kurt Vogel mató a Anna antes de enviarla a Inglaterra. Me temo que Anna ya no existe. Anna está muerta.

Cuando Neumann volvió a hablar, su voz sonó remota, al final de un largo túnel.

– ¿Cómo es que una mujer hermosa e inteligente como Anna Katarina von Steiner ha acabado aquí… de esta manera?

– Esa es una muy buena pregunta -dijo Catherine, y a continuación el cansancio se apoderó de ella y se quedó dormida.

El sueño es el único recuerdo que le queda de aquello; hace mucho tiempo que, misericordiosamente, lo expulsaron de sus pensamientos conscientes. Ahora lo ve en rápidos fogonazos… a través de fugaces imágenes robadas. En unas ocasiones lo ve con sus propios ojos, como si lo estuviera viviendo de nuevo, y en otras el sueño le permite contemplarlo como una espectadora acomodada en una tribuna.

Esta noche lo vuelve a vivir.

Se encuentra tendida junto al lago; papá le deja hacerlo. Papá sabe que ella no se acercará al agua -demasiado fría para nadar- y sabe que a ella le gusta que la dejen en paz para poder pensar en su madre.

Corre el otoño. Ella ha llevado una manta. La lluvia de la mañana ha dejado empapadas las hierbas altas que bordean el lago. El viento agita las ramas de los árboles. Una bandada de grajos gira y revolotea ruidosamente por las alturas. Los árboles lagrimean llameantes hojas de tonos rojo y naranja. Ella las ve descender planeando sosegadamente, como minúsculos globos de aire caliente, y posarse en la rizada superficie del lago.

Y entonces, al seguir su mirada la caída de las hojas, ve al hombre, que está entre los árboles de la otra orilla del lago.

Permanece un buen rato erguido y rígido, observándola; luego echa a andar hacia ella. Calza botas altas, hasta la rodilla, y viste un chaquetón que le llega a los muslos. Lleva una escopeta, abierta por la recámara, apoyada en la horquilla que forma su doblado brazo derecho. La cabellera y la barba son demasiado largas, los ojos están enrojecidos y húmedos. Al acercársele, ella observa que le cuelga algo del cinto. Ve que es un par de conejos ensangrentados. Con la fláccida rigidez de la muerte, parecen absurdamente largos y delgados.

Papá tiene una palabra para hombres como aquel: poachers, furtivos. Hombres que van a la tierra de otros hombres y matan animales: ciervos, conejos y faisanes. A ella le hace gracia esa curiosa palabra, porque poacher también significa escalfador y le suena a alguien queprepara huevos por la mañana. Sonríe cuando el hombre se acerca.

El furtivo le pregunta si puede sentarse a su lado y ella responde que sí.

El hombre se pone en cuclillas y deja la escopeta encima de la hierba.

– ¿Estás sola? -le pregunta.

– Sí. Mi padre me deja.

– ¿Dónde está ahora tu padre?

– En casa.

– ¿No va a venir?

– No.

– Quiero enseñarte una cosa -dice el hombre-. Algo que hará que te sientas en la gloria.

Los ojos del furtivo están ahora muy húmedos. Sonríe; tiene los dientes sucios y careados. El miedo asalta a la chica por primera vez. Intenta ponerse en pie, pero el hombre la sujeta por los hombros y la obliga a permanecer sobre la manta. Intenta gritar, pero el furtivo le sofoca la voz con una mano grande y velluda. De pronto lo tiene encinta; la inmoviliza bajo su peso. Le levanta la falda del vestido y le baja las bragas.

El dolor que siente entonces no se parece a nada que haya sufrido nunca. Nota que la desgarran. Con una mano, el furtivo le inmoviliza los brazos por encima de la cabeza; con la otra le tapa la boca para que nadie pueda oírla gritar. Nota contra su pierna el contacto de los cuerpos todavía calientes de los conejos muertos. La cara del furtivo se contrae, como si le doliese algo, y todo acaba tan repentinamente como empezó.

El furtivo vuelve a hablarle.

– ¿Has visto los conejos? ¿Viste lo que les hice a los conejos? Ella trata de asentir, pero la mano que le aplasta la boca aprieta tan fuerte que no puede mover la cabeza.

– Si le cuentas a alguien lo que acaba de pasar aquí ahora, haré lo mismo contigo. Y luego se lo haré a tu padre. Os mataré a tiros a los dos y colgaré vuestras cabezas de mi cinto. ¿Me has oído, nena?

Ella rompe a llorar.

– Eres una niña muy mala -dice el hombre-. ¡Ah, sí, ya lo veo! Creo que esto te gusta.

Y entonces vuelve a hacérselo.

Empiezan las sacudidas. Es la primera vez que lo sueña así. Alguien pronuncia su nombre: «Catherine… Catherine… Despierta». ¿Por qué me llama Catherine? Mi nombre es Anna.

Horst Neumann la sacude una vez más, violentamente, y grita:

– ¡Catherine, maldita sea! ¡Despierta! ¡Estamos en apuros!

59

Condado de Lincoln (Inglaterra)

Eras las tres de la madrugada cuando el Lysander atravesó la espesa capa de nubes y aterrizó rebotando sobre la pista de la pequeña base que tenía la RAF en las inmediaciones de la ciudad de Grimsby. Era la primera vez que Alfred Vicary viajaba en avión ycomprobó que era una experiencia que no deseaba repetir en un futuro inmediato. El mal tiempo no cesó de agitar el aparato durante todo el vuelo desde Londres, y cuando rodaban por la pista hacia el pequeño pabellón de operaciones Vicary nunca, en toda suvida, se había alegrado tanto de ver un lugar.

El piloto cortó el encendido de los motores mientras un miembro de la tripulación abría la puerta de la cabina. Vicary, Harry Dalton, Clive Roach y Peter Jordan saltaron rápidamente a tierra. Dos hombres los esperaban: un joven oficial de la RAF, de hombros cuadrados, y un sujeto voluminoso, picado de viruelas, de gabardina desastrada.

El oficial de la RAF les ofreció la mano e hizo las presentaciones.

– Jefe de escuadrilla Edmund Hughes. Aquí, el comisario jefe Roger Lockwood, de la policía del condado de Lincoln. Entremos en el pabellón de operaciones. Es rústico, pero está seco, y hemos preparado un puesto de mando provisional para ustedes.

Entraron. El oficial de la RAF se excusó:

– Me temo que no es tan confortable como su despacho de Londres.

– Se sorprendería si lo viése -repuso Vicary. Era un cuarto pequeño con una ventana que daba el campo de aviación. Clavado con chinchetas en la pared había un mapa a gran escala del condado de Lincoln y, frente a él, una mesa con dos teléfonos destartalados-. Esto servirá a la perfección.

– Tenemos una radio y un teletipo -dijo Hughes-. Hasta podemos procurarnos un poco de té y unos bocadillos de queso. A juzgar por su aspecto, no le vendría mal algo de comer.

– Gracias -dijo Vicary-. Ha sido un día muy largo.

Salió Hughes y el comisario jefe Lockwood se adelantó.

– Hemos apostado hombres en todas las carreteras principales desde aquí al Wash -dijo Lockwood, señalando el mapa con su grueso dedo-. En los pueblos más pequeños hay agentes de policía en bicicleta, por lo que dudo mucho que puedan hacer gran cosa en el caso de que localizaran a los fugitivos. Pero cuando éstos se acerquen a la costa se encontrarán en dificultades. Hay controles establecidos aquí, aquí, aquí y aquí. Mis mejores hombres, coches patrulla, furgonetas y armas.

– Muy bien. ¿Qué hay de la costa en sí?

– Tengo un hombre en cada muelle y desembarcadero a lo largo del Lincolnshire y el Humber. Si intentan robar una embarcación, lo sabré.

– ¿Qué me dice de las playas abiertas?

– Esa es otra historia. Mis recursos no son ilimitados. Lo mismo que los demás, el ejército se me llevó un montón de buenos muchachos. Conozco estas aguas, yo mismo soy un buen marino aficionado. Y no me haría ninguna gracia hacerme a la mar en una noche como esta a bordo de una barca que se pudiera botar desde una playa.

– Este tiempo puede ser el mejor amigo que tenemos.

– Sí. Otra cosa, comandante Vicary. ¿Es preciso seguir simulando que estos fugitivos tras de los que va no son más que un par de criminales corrientes?

– Realmente, comisario jefe, es preciso.

El cruce de la A 16 y una carretera secundaria estaba justo a la salida de la ciudad de Louth. Neumann había planeado abandonar la A 16 en aquel punto, tomar la carretera secundaria hacia la costa, seguir luego por otra carretera comarcal y dirigirse hacia el norte, rumbo a Cleethorpes. Sólo existía un problema. La mitad de la policía de Louth montaba guardia en el cruce. Neumann vio a cuatro hombres por lo menos. Al acercarse, los policías dirigieron el foco de sus linternas hacia él y le indicaron por señas que se detuviese.

Catherine ya estaba despierta, sobresaltada.

– ¿Qué pasa?

– Fin de trayecto, me temo -dijo Neumann, al tiempo que frenaba la furgoneta-. Es evidente que nos estaban esperando. Ni hablar de pasar de aquí.

Catherine cogió su Mauser.

– ¿Quién ha dicho algo de hablar?

Se adelantó uno de los policías, armado con una escopeta, y golpeó con los nudillos en la ventanilla de Neumann.

Neumann bajó el cristal.

– Buenas noches -dijo ¿Cuál es el problema?

– ¿Le importa bajar de la furgoneta, señor?

– La verdad es que sí que me importa. Es tarde, estoy cansado, hace un tiempo infernal y tengo unas ganas tremendas de llegar a donde voy.

– ¿Y a dónde va, señor?

– A Kingston -contestó Neumann, aunque se daba perfecta cuenta de que el policía ya empezaba a tener sus dudas acerca de la historia.

Apareció otro agente junto a la ventanilla de Catherine. Dos más tomaron posiciones detrás de la furgoneta.

El primer, policía abrió la portezuela de Neumann, le apuntó a la cara con la escopeta y dijo:

– Está bien. Levante las manos donde yo pueda verlas y apéese de la furgoneta. Despacito y con cuidado.

Jenny Colville iba sentada en la parte posterior de la furgoneta,amordazada y atada de pies y manos. Le dolían las muñecas. Y también el cuello y la espalda. ¿Cuánto tiempo llevaba sentada en el suelo de la furgoneta? ¿Dos horas? ¿Tres horas? ¿Cuatro, quizá? Cuando el vehículo redujo la marcha, la muchacha vislumbró un tenue rayo de esperanza. Pensó: «Tal vez esto acabe pronto y pueda volver a Hampton Sands y Mary, Sean y papá estarán allí y las cosas volverán a ser como antes de que él llegara, y resultará que todo esto ha sido una pesadilla y…». Se interrumpió. Valía más ser realista. Sería mejor pensar en lo que realmente era posible.

Los vio en el asiento delantero. Durante bastante tiempo estuvieron hablando en alemán, en voz baja, hasta que la mujer se quedó dormida. Ahora Neumann la sacudía y trataba de despertarla. Por delante, a través del parabrisas, vio luz: rayos de luz que iban de un lado para otro, como de linternas que se moviesen. Pensó: «Los agentes de policía llevarían linternas si estuviesen bloqueando la carretera». ¿Era posible? ¿Sabían que eran espías alemanes y que la habían raptado? ¿La estaban buscando?

La furgoneta se detuvo. Jenny vio dos policías delante de la furgoneta y oyó los pasos y las voces de por los menos otros dos que andaban por la parte de atrás. Oyó los golpes que el agente daba en el cristal. Vio a Neumann bajar la ventanilla. Vio que empuñaba una pistola. Jenny miró a la mujer. También tenía una pistola en la mano.

Recordó entonces lo sucedido en el granero. Dos personas se interpusieron en el camino de aquella pareja -su padre y Sean Dogherty- y los habían matado a ambos. Era posible que también hubiesen matado a Mary. No iban a rendirse sólo porque unos policías de pueblo les conminasen a hacerlo. Matarían igualmente a los policías, lo mismo que habían matado a su padre y a Sean.

Jenny oyó abrirse la portezuela y oyó al agente de policía conminarles a apearse de la furgoneta. Adivinó lo que estaba a punto de suceder. En vez de bajarse del vehículo, empezarían a disparar. Luego, los policías habrían muerto y Jenny se quedaría de nuevo sola con los dos alemanes.

Tenía que advertir a los policías.

¿Pero cómo?

No podía hablar porque Neumann le había amordazado a conciencia.

Sólo podía hacer una cosa.

Levantó las piernas y procedió a dar patadas al costado de la furgoneta con toda la fuerza que pudo.

Si la acción de Jenny no tuvo el resultado que pretendía, al menos concedió a uno de los agentes -el que se encontraba más cerca de la portezuela de Catherine- la gracia de una muerte más clemente. En el momento en que el hombre volvió la cabeza hacia el punto donde sonaba el ruido, Catherine alzó la Mauser y le descerrajó un tiro. El soberbio silenciador de la pistola ahogó la detonación de forma que el arma sólo produjo un tenso estallido. La bala atravesó el cristal de la ventanilla, alcanzó al policía en la mandíbula y luego salió rebotada y se hundió en la base del cerebro. El hombre se desplomó sobre el embarrado arcén de la carretera, muerto en el acto.

El segundo en morir fue el agente que estaba junto a la portezuela de Neumann, aunque éste no hizo el disparo que acabó con su vida. Neumann apartó la escopeta de un manotazo, con la diestra; Catherine se volvió y abrió fuego a través de la portezuela abierta. El proyectil atravesó la frente del policía, por el centro de la misma, y salió por la parte posterior del cráneo. El hombre cayó fulminado sobre la carretera.

Neumann saltó por el hueco de la puerta y aterrizó en el asfalto. Uno de los policías situados detrás de la furgoneta disparó por encima de la cabeza de Neumann y destrozó el cristal de la ventanilla. El agente apretó rápidamente el gatillo dos veces. El primer disparo alcanzo al policía en el hombro, impulsándole de lado. El segundo le atravesó el corazón.

Catherine salió de la furgoneta, empuñada la Mauser, extendidos los brazos, apuntando a la oscuridad. Al otro lado de la furgoneta, Neumann estaba haciendo lo mismo, con la diferencia de que él estaba cuerpo a tierra. Ambos aguardaron, sin producir el menor ruido, escuchando.

El cuarto policía pensó que lo mejor que podía hacer era emprender la retirada e ir en busca de ayuda. Dio media vuelta y salió corriendo en la oscuridad. Al cabo de unas zancadas estuvo a tiro de Neumann. Éste apuntó cuidadosamente e hizo dos disparos. El corredor se detuvo, la escopeta resonó contra el asfalto, y el último de los cuatro policías se derrumbó, sin vida, sobre la carretera batida por la lluvia.

Neumann fue cogiendo los cadáveres y dejándolos en el suelo, detrás de la furgoneta. Catherine abrió las puertas posteriores. Con los ojos desorbitados por el terror, Jenny levantó las manos paracubrirse la cabeza. Catherine alzó la pistola en el aire y descargó un golpe brutal sobre la cara de Jenny. Se abrió una profunda herida encima del ojo. Catherine dijo:

– A menos que quieras acabar igual que ellos, no vuelvas a intentar nada como lo que has hecho.

Neumann levantó a Jenny en peso y la dejó en el arcén de la carretera. Luego, con ayuda de Catherine, colocó los cadáveres de los policías en la caja de la furgoneta. La idea se le había ocurrido de pronto. Los agentes de policía se trasladaron a aquel punto en su propia furgoneta; permanecía aparcada a unos metros de distancia, en un lado de la carretera. Neumann ocultaría los cadáveres en la furgoneta robada, entre los árboles, fuera de la vista, y utilizaría la de las autoridades para dirigirse a la costa. Podían transcurrir horas antes de que otros policías se presentasen allí y descubrieran que sus compañeros habían desaparecido. Para entonces, Catherine y él navegarían de regreso a Alemania a bordo de un submarino.

Neumann cogió en peso a Jenny y la puso en la parte trasera dela furgoneta policial. Catherine ocupó el asiento del conductor y encendió el motor. Neumann volvió a la otra furgoneta y se puso al volante. El motor estaba en marcha. Dio media vuelta y rodó carretera adelante. Catherine le siguió. El hombre se esforzó en apartar de su mente la presencia de los cuatro cuerpos sin vida que yacían a unos centímetros de él.

Dos minutos después, Neumann tomó un camino que se desviaba de la carretera. Recorrió unos doscientos metros, se detuvo y apagó el motor. Catherine ya había dado la vuelta a la furgoneta y ocupaba el asiento de copiloto cuando Neumann volvió. Éste subió, cerró la portezuela de golpe, arrancó y aceleró.

Pasaron por el lugar donde estuvo montado el control y torcieron por una carretera secundaria. De acuerdo con el mapa, se encontraban a unos dieciséis kilómetros de la carretera de la costa, y a treinta y dos de Cleethorpes. Neumann apretó a fondo el acelerador y puso la furgoneta a toda máquina. Por primera vez desde que detectó en Londres a hombres del MI-5 tras él, se permitió imaginar que, después de todo, iban a conseguirlo.

Alfred Vicary paseaba por el cuarto de la base de la RAF en las afueras de Grimsby. Harry Dalton y Peter Jordan fumaban, sentados a la mesa. El comisario jefe Lockwood ocupaba una silla junto a ellos y se entretenía formando figuras geométricas con cerillas.

– No me gusta -dijo Vicary-. Alguien debería haberlos localizado ya.

– Todas las carreteras importantes están selladas -afirmó Harry-. Tienen que haber tropezado con un control en algún punto.

– Quizá, después de todo, no han tomado este camino. Tal vez he cometido un error de cálculo. Puede que fueran hacia el sur desde Hampton Sands. Acaso la señal del submarino fue una treta y a estas horas se dirigen a Irlanda en un transbordador.

– Vienen por aquí.

– Igual se han escondido, han abandonado de momento. Tal vez se han refugiado en algún pueblo remoto, a la espera de que las cosas se tranquilicen un poco antes de hacer su próximo movimiento.

– Avisaron al submarino. Tienen que acudir a la cita.

– No tienen que hacer nada. Es posible que hayan observado los controles y la cantidad de policía desplegada y hayan decidido esperar. Pueden ponerse en contacto con el sumarino a la primera oportunidad y probar de nuevo cuando la calma haya vuelto.

– Olvidas un detalle. No tienen radio.

– Creemos que no tienen radio. Se la quitastes y Thomasson encontró un aparato hecho migas en Hampton Sands. Pero no sabemos seguro que no dispongan de un tercero.

– Claro no sabemos nada a ciencia cierta, Alfred. Nos formamos hipótesis más o menos razonables.

Vicary reanudó sus paseos, sin apartar la vista del teléfono, mientras ordenaba con la imaginación «¡Suena, maldita sea, suena de una vez!».

Desesperado por hacer algo, descolgó el auricular y pidió a la telefonista que le pusiera con la Sala de Rastreo de Submarinos en Londres. Cuando por fin le llegó a través del hilo la voz de Arthur Braithwaite, ésta sonaba como si el hombre estuviera dentro de un tubo de torpedo.

– ¿Alguna novedad, comandante?

– He hablado con la Armada Real y el guardacostas local. La Armada Real está trasladando ahora mismo un par de corbetas a la zona, las número 745 y 128. Estarán frente a Spurn Head dentro de una hora e iniciarán de inmediato las operaciones de búsqueda. Elguardacostas se encarga de todo cerca de la orilla. Los aviones de la RAF despegarán con las claras del día.

– ¿Cuándo es eso?

– Alrededor de las siete de la mañana. Tal vez un poco más tarde a cáusa de la densa capa de nubes.

– Puede que sea demasiado tarde.

– No servirá de nada que despeguen antes. Necesitan luz para ver. Si partieran ahora, sería igual que si estuviesen ciegos. Hay alguna buena noticia. Esperamos que mejore el tiempo poco después del alba. La capa de nubes se mantendrá, pero la lluvia y los vientos amainarán. Eso facilitará las operaciones de búsqueda.

– No estoy muy seguro de que eso sean buenas noticias. Contamos con la tormenta para que los tenga embotellados en la costa. Y, por otra parte, también el buen tiempo permitirá a los agentes y al submarino operar más a sus anchas.

– Buen tanto.

– Dé instrucciones a la Armada Real y a las Reales Fuerzas Aéreas para que efectúen la búsqueda lo más discretamente posible. Sé que esto suena a inverosímil, pero han de intentar que todas sus maniobras den la impresión de ser pura rutina. Y recomiéndeles a todos que tengan cuidado con lo que dicen por radio. Los alemanes también tienen escuchas y nos oyen. Lo siento, pero no puedo ser más explícito, comandante Braithwaite.

– Comprendo. Daré curso a todo eso.

– Gracias.

– Y procure relajarse, comandante Vicary. Sí sus espías intentan llegar esta noche al submarino, los detendremos.

Los policías Gardner y Sullivan pedaleaban codo con codo por las oscuras calles de Louth. Gardner era de mediana edad, alto y cuadrado; Sullivan, esbelto y atlético, apenas contaba veinte años. El comisario jefe les había ordenado que se dirigiesen al control de carretera situado al sur del pueblo y relevasen a los agentes que montaban guardia allí. Mientras impulsaba su bicicleta, Gardner se lamentó:

– ¿Por qué se las arreglan siempre los criminales de Londres para acabar aquí en medio de una tormenta, me lo quieres explicar? Sullivan estaba lo que se dice nervioso y agitado. Era su primera misión importante de caza del hombre. Era también la primera vez que llevaba un arma de fuego durante el servicio. Colgaba de su hombro un rifle de cerrojo, con más de treinta años de antigüedad, tomado del armero de la comisaría,

Cinco minutos después llegaban al cruce donde teóricamente debía estar el control. El lugar aparecía desierto. Gardner apoyó los dos pies en el suelo, aunque siguió a horcajadas sobre la bicicleta. Sullivan se apeó, dejó la máquina en el suelo, encendió la linterna y procedió a explorar los alrededores con el rayo de luz. Vio primero las marcas de los neumáticos y después los cristales rotos.

– ¡Aquí! ¡Rápido! -gritó Sullivan.

Gardner se bajó de la bicicleta y se acercó con ella tirando del manillar al punto donde estaba Sullivan.

– ¡Dios todopoderoso!

– Mira las huellas. Dos vehículos, el que conducían ellos y el nuestro. Cuando dieron la vuelta, los neumáticos se embarraron en el arcén. Nos han dejado un estupendo juego de huellas que seguir.

– Sí. Mira a ver a dónde conducen. Yo volveré a la comisaría y alertaré a Lockwood. Y, por el amor de Dios, ten cuidado.

Sullivan le dio a los pedales carretera adelante, con la linterna en una mano y sin apartar los ojos de las huellas que poco a poco iban perdiendo intensidad. A cosa de cien metros del punto del control, el rastro desapareció del todo. Sullivan continuó a lo largo de cuatrocientos metros más, buscando alguna señal de la furgoneta de la policía.

Siguió un poco más y detectó otro juego de huellas de neumáticos. Aquellas eran distintas. A medida que pedaleaba se hacían más claras y mejor definidas. Evidentemente, el vehículo que las marcó procedía de otra dirección.

Siguió las huellas hasta su punto de origen y encontró el camino que llevaba hacia los árboles. Proyectó el rayo de la linterna sobre el camino y vío el par de nuevas huellas de neumáticos. Enfocó la linterna horizontalmente hacia el túnel de árboles, pero la luz no era lo bastante fuerte para horadar la oscuridad. Miró el camino: demasiados baches y demasiado barro para ir por allí montado en la bicicleta. Se apeó, la dejó apoyada en un árbol y emprendió la marcha a pie.

Al cabo de dos minutos vio la parte trasera de la furgoneta. Dio un grito de aviso, pero no obtuvo respuesta. La miró más de cerca. No era el vehículo de la policía; tenía matrícula de Londres y era de otro modelo. Sullivan avanzó despacio. Se acercó a la parte delantera por el lado del conductor y proyectó el rayo de luz de la linterna hacia el interior. El asiento delantero estaba vacío. Enfocó la linterna hacia la parte de carga.

Entonces descubrió los cuerpos.

Sullivan dejó la furgoneta entre los árboles y regresó a Louth, pedaleando con toda la rapidez que pudo. Llegó a la comisaría y se apresuró a llamar a la base de la RAF para ponerse en contacto conel comisario jefe Lockwood.

– Han muerto los cuatro -dijo, sin aliento a causa del palizón ciclista-. Están tendidos en la parte de atrás de la furgoneta, pero la furgoneta no es la suya. Parece que los fugitivos se han llevado la de la policía. Basándome en el rastro que dejaron en la carretera, yo diría que volvieron en dirección a Louth.

– ¿Dónde están ahora los cadáveres? -preguntó Lockwood.

– Los dejé en el bosque, señor.

– Vuelva allí y espere junto a ellos hasta que llegue la ayuda.

– Sí, señor.

Lockwood colgó.

– Cuatro hombres muertos. ¡Dios mío!

– Lo siento, comisario jefe. Y lo mismo digo respecto a mis teorías acerca de que estaban escondidos en alguna madriguera. No cabe duda de que andan por aquí y que están dispuestos a todo para escapar, incluso a asesinar a cuatro hombres a sangre fría.

– Tenemos otro problema… van en un vehículo de la policía. Avisar a los agentes que se encargan de los controles va a llevar su tiempo. Mientras tanto, los espías se encuentran peligrosamente cerca de la costa. -Lockwood se acercó al mapa-. Louth está aquí, justo al sur de donde nos encontramos nosotros. Pueden tomar un buen número de carreteras secundarias que conducen al mar.

– Distribuya de nuevo sus hombres. Sitúelos entre Louth y la costa.

– Cierto, pero va a costar tiempo. Y sus espías se nos han echado encima.

– Otra cosa -añadió Vicary-. Traslade esos muertos aquí lo más secretamente que pueda. Cuando todo esto haya acabado puede que sea necesario tramar otra explicación que justifique su muerte.

– ¿Qué le digo a sus familiares? -dijo Lockwood en tono brusco, y salió echando pestes.

Vicary cogió el teléfono. La operadora le puso en comunicación con la sede del MI-5 en Londres. Respondió una telefonista del departamento. Vicary preguntó por Boothby y aguardó a que se pusiera al aparato.

– Hola, sir Basil. Me temo que vamos a tener un jaleo de mil demonios por aquí.

Un fuerte viento lanzaba la lluvia a través del puerto de Cleethorpes mientras Neumann reducía la velocidad y giraba para dirigirse a una hilera de almacenes y garajes. Detuvo el vehículo y cortó el encendido del motor. Faltaba muy poco para que amaneciese. A la tenue claridad de la madrugada vio un pequeño muelle, con varias barcas de pesca atracadas y unos cuantos botes balanceándose sobre las negras aguas, sujetos por sus amarras. Habían llegado a la costa marcando un buen tiempo. En dos ocasiones llegaron a otros tantos controles y, gracias a la furgoneta que conducían, las dos veces les hicieron señas con los brazos, indicándoles que siguieran, sin hacerles ninguna pregunta.

Se suponía que la vivienda de Jack Kincaid estaba encima de un garaje. Había una escalera exterior de madera, con una puerta en lo alto. Neumann se apeó y subió la escalera. Por reflejo, al acercarse a la puerta, empuñó la Mauser. Llamó suavemente con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Probó el pestillo; no estaba asegurado. Abrió la puerta y entró.

Le asaltó al instante el olor del lugar. basura putrefacta, colillas babosas, cuerpos desconocedores del agua y el jabón, una peste hedionda a alcohol. Probó el interruptor de la luz, pero en vano. Se sacó la linterna del bolsillo y la encendió. El foco iluminó la figura de un hombre dormido encima de una colchoneta. Neumann cruzó la mugrienta estancia y aplicó la puntera de la bota al cuerpo del durmiente.

– ¿Es usted Jack Kincaid?

– Sí. ¿Y usted quién es?

– Me llamo James Porter. Se supone que me va a dar un paseo en su barca.

– Ah, sí, sí. -Kincaid intentó incorporarse, pero no pudo.

Neumann proyectó directamente sobre su cara el rayo de luz dela linterna. Kincaid tendría por lo menos sesenta años y su señalado rostro presentaba todos los síntomas de llevar encima una cogorza de época.

– Anoche empinó el codo un poco más de la cuenta, ¿eh, Jack? -comentó Neumann.

– Sí, un poco.

– ¿Cuál es su barca, Jack?

– La Camilla.

– Exactamente, ¿dónde está?

– Ahí, en el muelle. No tiene pérdida.

Kincaid volvía a sumergirse en los sopores etílicos.

– No le importará si nos la llevamos prestada un rato, ¿verdad, Jack?

Kincaid no respondió, no hizo más que emprenderla con una serie de sonoros ronquidos.

– Un millón de gracias, Jack.

Neumann salió del cuarto y regresó al interior de la furgoneta.

– Nuestro capitán no está en condiciones de manejar el timón. Borracho como una cuba.

– ¿La barca?

– La Camilla. Dice que está ahí, en el muelle.

– En el muelle hay algo más.

– ¿Qué?

– Lo verás dentro de un minuto.

Neumann siguió mirando y poco después aparecía a la vista un policía.

– Deben de estar vigilando toda la costa -dijo Neumann. -Es una lástima. Otra baja innecesaria.

– Dejémoslo. He matado a más gente esta noche que en todo eltiempo que estuve en el Fallschirmjäger.

– ¿Para qué crees que te envió Vogel aquí?

– ¿Qué hacemos con Jenny?

– Viene con nosotros.

– Prefiero dejarla aquí. Ahora ya no nos sirve de nada.

– No estoy de acuerdo. Si la encuentran puede contar muchas cosas. Además, si saben que llevamos a bordo un rehén, se lo pensarán dos veces antes de adoptar medidas drásticas para detenernos.

– Si lo que estás dando a entender es que van a dudarlo antes de abrir fuego contra nosotros porque llevamos un civil, te equivocas. Se juegan demasiado para andarse con esos miramientos. Nos matarán a todos si es necesario.

– Pues que sea así, entonces. Se viene con nosotros. Cuando lleguemos al submarino, la dejaremos en la barca. Los británicos la rescatarán y ella no sufrirá daño.

Neumann comprendió que seguir discutiendo sería perder el tiempo. Catherine volvió la cabeza y, en inglés, le dijo a Jenny:

– Nada de heroísmos. Si haces el menor movimiento, te soltaré un balazo en la cara.

Neumann meneó la cabeza. Encendió el motor, puso la primera y arrancó hacia el muelle.

El policía del muelle oyó el ruido de un motor, interrumpió la marcha y alzó la cabeza. Vio la furgoneta policial que rodaba hacia él. Qué extraño, pensó, puesto que el relevo no tenía que llegar hasta las ocho. Vio detenerse la furgoneta y apearse de ella a dos personas. Se esforzó en reconocerlos en la oscuridad, pero tardó unos segundos en darse cuenta de que no eran policías. ¡Eran un hombre y una mujer, muy probablemente los fugitivos!

Le asaltó entonces una terrible sensación de debilidad. Sólo iba armado con un revólver de antes de la guerra que se encasquillaba con frecuencia. La mujer se le acercaba. Levantó la mano y se produjo un fogonazo, aunque prácticamente ningún sonido, apenas el de un golpe apagado. El policía sintió que el proyectil le atravesaba el pecho y luego tuvo conciencia de que perdía el equilibrio.

Lo último que vio fueron las sucias aguas del Humber precipitándose hacia él.

Ian McMann era un pescador convencido de que la pura sangre céltica que corría por sus venas le otorgaba poderes que los simples mortales no poseían. Durante los sesenta años que llevaba viviendo cerca del mar del Norte, afirmaba haber oído gritos gemebundos antes de que ellos se fueran. Afirmaba ver flotando sobre puertos y muelles los fantasmas de hombres perdidos en el mar. Afirmaba saber que algunos buques estaban encantados y nunca se acercaba a ellos. En Cleethorpes, todo el mundo aceptaba aquello como verdadero, pero en privado sugerían que Jan McMann había pasado demasiadas noches en el mar.

McMann se había levantado a las cinco, como de costumbre, incluso aunque las previsiones meteorológicas anunciaban para aquel día un tiempo que iba a impedir a los barcos hacerse a la mar. Estaba sentado a la mesa de la cocina, tomando su desayunode gachas de avena, cuando oyó un ruido fuera, en el muelle.

El chasquear de la lluvia hacía difícil detectar cualquier otro ruido, pero McMann hubiera jurado que acababa de oír el chapoteo de algo o de alguien que acababa de caer al agua. Sabía que un agente andaba por allí -le había llevado té y un pedazo de pastel antes de recogerse por la noche- y también sabía por qué estaba allí. La policía buscaba a un par de sospechosos de asesinato, de Londres. McMann suponía que no se trataba de sospechosos de asesinato corrientes. En los veinte años que llevaba residiendo en Cleethorpes nunca tuvo noticia de que la policía local vigilase los muelles.

La ventana de la cocina de la casa de McMann tenía una vista excelente del embarcadero y de la desembocadura del Humber, situada más allá. McMann se levantó, separó las cortinas y miró afuerá. Ni rastro del policía. McMann se puso un impermeable, se caló el sueste, cogió la linterna de encima de la mesa que estaba al lado de la puerta y salió.

Encendió la linterna y empezó a andar. Había dado unos pasos cuando oyó el petardeo indicador de que cobraba vida el motor Diesel de una barca. Apretó la marcha hasta que pudo distinguir de qué barca se trataba: la Camilla , la embarcación de Jack Kincaid.

McMann pensó: «¿Acaso ese tonto va a salir al mar con semejante tormenta?».

Echó a correr, al tiempo que voceaba:

– ¡Jack! ¡Jack! ¡Alto! ¿A dónde crees que vas?

Se dio cuenta entonces de que el hombre que quitaba la amarra de la Camilla y saltaba a la cubierta de popa no era Jack Kincaid. Alguien le estaba robando la barca. Miró en derredor, buscando al policía con la vista, pero se había ido. El desconocido entró en la caseta del timón, aceleró y la Camilla puso proa al mar y se alejó del muelle.

McMann se adelantó corriendo y gritó:

– ¡Vuelva, oiga!

De la timonera salió una segunda persona. McMann vio el fogonazo del disparo, pero no oyó ruido alguno. Percibió el silbido del proyectil que pasó rozándole por encima de la cabeza. Se lanzó al suelo, detras de un par de bidones vacíos. Las balas de otros dos disparos alcanzaron el muelle, y luego cesó el tiroteo.

McMann se irguió y vio la popa de la Camilla , desplazándose hacia mar abierto.

Sólo entonces descubrió McMann lo que flotaba en las grasientas aguas, cerca del embarcadero.

– Creo que es preciso que oiga esto personalmente, comandante Vicary.

Vicary se hizo cargo del receptor telefónico que Lockwood le tendía. Ian McMann estaba en el otro extremo de la línea, en Cleethorpes.

– Empieza desde el principio, Ian -pidió Lockwood. -Dos personas acaban de robar la barca pesquera de Jack Kincaid y navegan hacia aguas abiertas.

– ¡Dios mío! -exclamó Vicary-. ¿Desde dónde llama usted?

– Cleethorpes…

Vicary entornó los párpados para escudriñar el mapa.

– ¿Cleethorpes? ¿No teníamos un hombre allí?

– Sí -confirmó McMann-. En este momento está flotando en el agua con el corazón atravesado por una bala.

Vicary soltó una maldición en voz baja.

– ¿Cuántos eran?

– Yo vi dos por lo menos.

– ¿Un hombre y una mujer?

– Demasiada distancia y demasiada oscuridad. Además, cuando empezaron a disparar fui a besar el suelo.

– ¿No vio a una joven con ellos?

– No.

Vicary cubrió el micrófono del aparato con la palma de la mano.

– Quizás esté todavía en la furgoneta. Ponga un hombre allí lo antes posible.

Lockwood asintió.

Vicary levantó la mano del micrófono y dijo:

– Hábleme de la embarcación que robaron.

– La Camilla , una barca de pesca. Está en muy malas condiciones. Con un tiempo como este, por nada del mundo quisiera yo ir a bordo del Camilla hacia mar abierto.

– Otra pregunta. ¿El Camilla tiene radio?

– No, que yo sepa, no.

Vicary pensó: «¡Gracias a Dios!».

– Muchas gracias por su ayuda -dijo.

Vicary colgó. Lockwood estaba de pie ante el mapa.

– En fin, la buena noticia es que ahora sabemos con exactitud dónde están. Tienen que desplazarse por la desembocadura del Humber antes de alcanzar el mar abierto. Eso está a solo una milla del muelle. No podemos evitar que lo hagan. Pero situaremos las corbetas de la Armada Real en posición frente a Spurn Head y no conseguirán pasar entre ellas. Esa barca de pesca en la que van no está a su altura.

– Me sentiría mejor si tuviésemos en el agua nuestra propia embarcación.

– La verdad es que eso puedo arreglarlo.

– ¿De veras?

– La policía del condado de Lincoln tiene una pequeña lancha en el río, la Rebecca. Ahora está en Grimsby. No la construyeron para navegar en mar abierto, pero lo hará en caso de necesidad. Y también es un poco más rápida que esa vieja barca de pesca. Si nos ponemos en marcha de inmediato, podremos alcanzarlos antes de que haya transcurrido demasiado tiempo.

– ¿Tiene radio la Rebecca ?

– Sí. Nos mantendremos en comunicación con usted si sigue aquí.

– ¿Qué me dice acerca de armamento?

– Puedo coger un par de viejos fusiles de la cárcel de la comisaría de Grimsby. Servirán para el caso.

– Lo que necesita ahora es un equipo. Lleve consigo a mis hombres. Yo me quedaré aquí para mantenerme en contacto con Londres. Lo que menos le hace falta es tenerme a mí a bordo con un tiempecito como este.

Lockwood consiguió esbozar una sonrisa, dio a Vicary unas palmadas en la espalda y salió. Clive Roach, Harry Dalton y Peter Jordan marcharon tras él.

Vicary descolgó el teléfono para llamar a Londres y dar la noticia a Boothby.

Neumann se mantuvo entre los señalizadores del canal mientras la Camilla se deslizaba por las agitadas aguas de la desembocadura del Humber. Tendría unos doce metros y necesitaba desesperadamente una buena mano de pintura. Tenía una cabina en popa, en la que Neumann había dejado a Jenny. Catherine estaba junto a él, en la cámara del timonel. El cielo empezaba a aclararse ligeramente por el este. La lluvia tamborileaba sobre los cristales. Por el lado de babor, Neumann podía ver las olas rompiendo sobre Spurn Head. El faro de Spurn estaba apagado. En el panel de instrumentos contiguo a la rueda del timón había una brújula. Neumann fijó el rumbo de la barca hacia el este, puso el motor a todo gas y se dirigió hacia alta mar.

60

Mar del Norte, frente a Spurn Head

El U-509 flotaba entre dos aguas, inmediatamente debajo de la superficie. Eran las cinco y media de la mañana. En la sala de mando, el Kapitänleutnan Max Hoffman miraba por el periscopio y tomaba sorbos de café. Le escocían los ojos tras haberse pasado toda la noche escudriñando las negras aguas marinas. Le dolía la cabeza. Necesitaba unas horas de sueño.

Llegó al puente su primer oficial.

– La escotilla se cierra dentro de treinta minutos, herr Kaleu.

– Tengo perfecta noción de la hora, Número Uno.

– No hemos recibido ninguna comunicación más de los agentes de la Abwehr, herr Kaleu. Creo que debemos considerar la posibilidad de que los hayan capturado o dado muerte.

– He considerado esa posibilidad, Número Uno.

– Pronto habrá luz diurna, herr Kaleu.

– Sí, es un fenómeno que se da todos los días a estas horas. Incluso en Gran Bretaña, Número Uno.

– Mi punto de vista es que para nosotros no será muy seguro permanecer mucho más tiempo tan cerca de la costa inglesa. Aquí las aguas no son lo bastante profundas como para que podamos escapar de los wabos británicos -dijo el primer oficial, empleando la voz jergal que los tripulantes de submarinos alemanes aplicaban a las cargas de profundidad.

– Me doy perfecta cuenta de los peligros que comporta esta situación, Número Uno. Pero vamos a continuar aquí, en el punto de encuentro, hasta que la escotilla se cierre. Y luego, si me parece que aún no hay peligro, continuaremos un poco más.

– Pero, herr Kaleu…

– Nos remitieron la oportuna señal de radio para alertamos de que están en camino. Debemos dar por supuesto que navegan en una embarcación robada, probablemente en buen estado, y también debemos suponer que están exhaustos o incluso heridos. Permaneceremos aquí hasta que se presenten o hasta que yo tenga el absoluto convencimiento de que no van a venir. ¿Está claro?

– Sí, herr Kaleu.

El primer oficial se retiró. Hoffmann se dijo: «Qué tío más pesado».

La Rebecca tenía unos nueve metros de eslora, era de pequeño calado, llevaba motor interior y su reducida timonera abierta, situada en medio de la embarcación, apenas disponía de espacio suficiente para albergar a dos hombres de pie, hombro con hombro. Lockwood había anunciado por teléfono su llegada y el motor de la Rebecca estaba encendido, en punto muerto, cuando arribaron.

Subieron a bordo los cuatro hombres: Lockwood, Harry, Jordan y Roach. Un mozo del puerto soltó la última amarra y Lockwood condujo la lancha hacia el canal.

Le dio gas al máximo. El zumbido del motor aumentó de volumen; la esbelta proa se levantó por encima del nivel del agua y cortó el oleaje batido por el viento. Hacia el este, la noche empezaba a esfumarse del cielo. La silueta del faro de Spurn fue visible por la amura de babor. Frente a ellos, el mar aparecía desierto.

Harry se inclinó, cogió el micrófono de la radio y llamó a Vicary, a Crimsby, para ponerle al corriente.

A cinco millas al este de la Rebecca , la corbeta número 745 maniobraba por una tediosa ruta entrecruzada a través de un mar bastante alborotado. En el puente, el capitán y el primer oficial, con los prismáticos pegados a los ojos, escudriñaban la cortina de lluvia. Era inútil. A la oscuridad y a la lluvia se les había unido una niebla que aún reducía más la visibilidad. En aquellas condiciones, podían pasar a cien metros del submarino sin verlo. El capitán se dirigió a la mesa de cartas de navegar, donde el oficial de derrota trazaba el siguiente cambio de ruta. Siguiendo la orden del capitán, la corbeta giró noventa grados a estribor y se adentró más en el mar. Luego, el capitán dio instrucciones al radiotelegrafista para que informase del nuevo rumbo a la Sala de Rastreo de Submarinos.

En Londres, Arthur Braithwaite se apoyaba pesadamente en su bastón, delante de la mesa de mapas. Se había asegurado de que las novedades de la Armada Real y de las Reales Fuerzas Aéreas llegaran a su despacho tan pronto como se fueran recibiendo. Se daba perfecta cuenta de que eran moy remotas las probabilidadesde localizar a un submarino alemán en aquellas condiciones meteorológicas y de luz. Si el submarino se mantenía al acecho inmediatamente debajo de la superficie, sería casi imposible.

Su ayudante le tendió una copia de comunicado. La corbeta número 745 acababa de cambiar de rumbo y se dirigía ahora hacia el este. Una segunda corbeta, la número 128, se hallaba a dos millas de distancia y navegaba en dirección sur. Braithwaite se apoyó en la mesa, cerró los ojos y trató de representarse mentalmente la búsqueda. Pensó: «¡Maldito seas, Max Hoffman! ¿Dónde diablos te has metido?».

Aunque Neumann no lo sabía, la Camilla se encontraba justamente a siete millas al este de Spurn Head. El tiempo parecía empeorar minuto a minuto. La lluvia formaba una cegadora cortina, martilleaba los cristales de la cabina del timonel y ennegrecía la visión. El viento y la corriente, que batían con furia desde el norte, apartaban continuamente de su ruta a la nave. Recurriendo a la brújula del panel de instrumentos, Neumann se esforzaba en mantenerla en su debido rumbo hacia el este.

El mayor problema era el mar. La última media hora había sido una inexorable repetición del mismo deprimente ciclo. La embarcación atacaba una ola gigante, se elevaba, se balanceaba unos instantes en la cresta y descendía al fondo de la inmediata depresión. Al llegar abajo, siempre parecía que aquel desfiladero de agua marina gris verdosa iba a engullirla. Las cubiertas estaban constantemente inundadas. Neumann ya no sentía los pies. Bajó la vista por primera vez y observó que los tenía hundidos en medio de un charco de varios centímetros de agua helada.

Pensó que, milagrosamente, podrían conseguirlo. La barca parecía asimilar todo el castigo a que la estaba sometiendo el mar. Eran las cinco y media de la mañana, aún les quedaban treinta minutos antes de que se cerrase la escotilla y el submarino se retirara: Neumann había logrado mantener fijo el rumbo y confiaba en estar acercándose al punto de cita. Y no había visto indicio alguno de enemigos.

Sólo existía un problema: carecían de radio. Habían perdido en Londres la de Catherine y la segunda la destrozó el disparo de la escopeta de Martin Colville en Hampton Sands. Neumann había albergado la esperanza de que la embarcación tuviese radio, pero no era así. Lo que les dejaba sin ningún medio para avisar al submarino.

A Neumann sólo le quedaba una opción: encender las luces de situación de la barca, obligatorias para navegar de noche.

Era un riesgo, pero era necesario. La única forma de que el submarino supiera que estaban en el punto de cita consistía en que los vieran. Y el único modo de que pudiesen localizar a la Camilla , en aquellas condiciones, era que estuviese iluminada. Pero si el submarino podía verlos, lo mismo cabía decir de cualquier buque de guerra o guardacostas británico que se encontrase por las proximidades.

Neumann calculaba estar a un par de millas del lugar de la cita.Continuó a toda máquina durante cinco minutos más, luego alargó la mano, accionó el conmutador y las luces de navegación de la Camilla se encendieron.

Jenny Colville agachó la cabeza sobre el cubo y vomitó por tercera vez. Se preguntó cómo era posible que le quedase algo en el estómago. Intentó acordarse de la última vez que comió algo. La noche pasada no cenó porque estaba furiosa con su padre, y tampoco había tomado nada para almorzar. Quizá si había desayunado, pero eso no era más que un poco de té y una galleta.

El estómago se revolvió de nuevo, pero en esa ocasión no vomitó nada. Había vivido junto al mar toda su vida, pero sólo estuvo en un barco una sola vez -navegó un día por el Wash con su padre y un amigo del colegio- y nunca había experimentado nada semejante.

El mareo la había paralizado por completo. Quería morir. Necesitaba aire desesperadamente. Se sentía indefensa frente al continuo cabeceo y balanceo de la embarcación. Tenía los brazos y las piernas llenos de contusiones a causa de los golpes. Y encima el ruido, el constante y ensordecedor triquitraque martilleante del motor de la barca.

Sonaba como si estuviera inmediatamente debajo de ella.

Lo que más deseaba en el mundo era verse fuera de aquella nave y en tierra firme. Se repitió una y otra vez que si sobrevivía a aquella noche, nunca jamás pondría pie en una embarcación. Y después se preguntó: «¿Qué pasará cuando lleguen a donde van? ¿Qué van a hacer conmigo? ¿Pensarán ir hasta Alemania en esta barca? Probablemente acuden al encuentro de otro buque. ¿Qué pasará entonces? ¿Cargarán conmigo otra vez o me dejarán sola en esta embarcación?». Si la dejaban abandonada allí era posible que nadie la encontrase nunca. Podía morir en el mar del Norte, abandonada, sola con aquella tormenta.

La Camilla se deslizó por la ladera de otra ola enorme. Jenny se vio arrojada hacia adelante por la cabina y recibió otro golpe en la cabeza.

Había dos portillas en cada lado de la bodega. Con las atadas manos, Jenny limpió el vaho condensado en el cristal de una portilla de estribor y miró al exterior. El mar era algo aterrador, con inmensas montañas de agua verdosa.

Había algo más. El mar hervía y algo oscuro y reluciente perforaba la superficie desde abajo. Luego el mar se agitó tumultuosamente y un gigante gris, como un monstruo de cuento infantil de hadas, emergió y flotó en la superficie, mientras el agua resbalabapor su piel.

El Kapitänleutnant Max Hoffman, cansado de mantenerse en la señal de las diez millas, había decidido arriesgarse y acercarse a la costa un par de millas más. Llevaba esperando un rato en la señal de ocho millas, escudriñando las tinieblas, cuando súbitamente localizó las luces de situación de una pequeña barca pesquera. Hoffman gritó la orden de salir a la superficie y dos minutos después estaba en el puente, bajo un verdadero diluvio, respirando el fresco y limpio aire y con los prismáticos Zeiss apretados contra los ojos.

Al principio, Neumann pensó que podía tratarse de una alucinación. Sólo había sido un vislumbre fugaz, durante una fracción de segundo, antes de que la barca se zambullera en otra hondonada de agua de mar y todo quedase borrado de nuevo.

La proa se hundió profundamente en el mar, como una pala enel polvo, y durante unos cuantos segundos la cubierta de proa estuvo sumergida. Pero la embarcación consiguió salir del hoyo y escalar el siguiente pico. En la cresta de la ola gigantesca que venía acontinuación, una ráfaga de lluvia impulsada por el viento oscureció toda visión.

La barca descendió y ascendió otra vez. Luego, cuando la Camilla se balanceaba en lo alto de una montaña de agua, Horst Neumann vio la inconfundible silueta de un submarino germano.

Peter Jordan, en la bamboleante cubierta de popa de la Rebecca , fue el primero en avistar el submarino. Lockwood lo vio unos segundos después y, acto seguido, divisó las luces de situación de la Camilla , a unos cuatrocientos metros del costado de estribor del submarino, al que se acercaba rápidamente. Lockwood desvió la Rebecca hacia babor, estableciendo un rumbo que le llevaría al encuentro de la Camilla, y cogió el micrófono para informar a AlfredVicary.

Vicary tomó el receptor de la línea telefónica abierta de la Sala de Rastreo de Submarinos.

– Comandante Braithwaite, ¿está usted ahí?

– Sí, aquí estoy, y lo he oído todo por la línea abierta.

– ¿Y bien?

– Me temo que nos enfrentamos a un problema grave. La corbeta 745 se encuentra a una milla al sur de la posición del submarino. He comunicado por radio con el capitán y en estos momentos se dirige allí. Pero si la Camilla está realmente a cuatrocientos metros del submarino, ellos llegarán antes.

– ¡Maldita sea!

– Tiene otro factor positivo, señor Vicary: la Rebecca. Le sugiero que la utilice. Sus hombres tienen que hacer algo para impedir que esa barca llegue al submarino antes de que la corbeta pueda intervenir.

Vicary dejó el teléfono y tomó el micrófono de la radio.

– Comisario jefe Lockwood, aquí Grimsby, cambio.

– Aquí, Lockwood, cambio.

– Escuche con atención, comisario jefe. Hay ayuda en camino, pero mientras tanto quiero que provoque un choque con esa barca de pesca.

Lo oyeron todos -Lockwood, Harry, Roach y Jordan-, porque se habían concentrado en la cabina, para protegerse del mal tiempo.

Por encima del estruendo del viento y del rugido de los motores de la Rebecca , Lockwood gritó:

– ¿Está loco?

– No -dijo Harry-, sólo desesperado. ¿Puede llegar a tiempo?

– Claro… pero nos situaremos al alcance de la artillería de superficie del submarino.

Se miraron unos a otros, sin decir nada. Por último, Lockwood rompió el silencio:

– Hay chalecos salvavidas en el armario que tienen detrás. Y cojan los rifles. Me da en la nariz que es muy posible que los necesitemos.

Lockwood volvió la cabeza para mirar hacia el mar y sus ojos tropezaron con la Camilla. Efectuó una pequeña corrección de rumbo y puso los motores a toda marcha.

En el puente del submarino, Max Hoffman vio a la Rebecca quese aproximaba rápidamente.

– Tenemos compañía, Número Uno. Una embarcación civil, con tres o cuatro hombres a bordo.

– Los veo, herr Kaleu.

– A juzgar por su rumbo y velocidad, me atrevería a decir que es el enemigo.

– Parecen ir desarmados, herr Kaleu.

– Sí. Envíeles una disparo de aviso con la artillería delantera. Que pase por encima de su proa. No quiero derramamiento de sangre innecesario. Si continúan, haga fuego directamente sobre la nave. Pero a la línea de flotación, Número Uno, no a la cabina.

– Sí, herr Kaleu -dijo el primer oficial.

Hoffman le oyó gritar las órdenes y medio minuto después, el primer proyectil del Bootskanone de la cubierta del proa del U-509 trazaba un arco por encima de la proa de la Rebecca.

Aunque los submarinos rara vez se empeñaban en duelos artilleros en superficie, los proyectiles de 10,5 centímetros de sus cañones de proa podían infligir daños letales incluso a buques grandes. El primer disparo cayó a bastante distancia de la proa de la Rebecca. El segundo proyectil, disparado diez segundos después, lo hizo mucho más cerca.

Lockwood se volvió hacia Harry y gritó:

– Yo diría que este es el último aviso. El próximo nos va a eliminar de la superficie. Usted decide, pero si estamos muertos no podremos ayudar a nadie.

– ¡Vire en redondo! -voceó Harry.

Lockwood hizo girar la Rebecca a estribor y trazó un círculo. Harry volvió la cabeza para echar una mirada al submarino. La Camilla estaba a doscientos metros, se acercaba y ellos no podía hacer nada para impedirlo. Pensó: ¡Maldita sea! ¿Dónde está esa corbeta?».

Cogió entonces el micrófono y le dijo a Vicary que no podían hacer nada para detenerlos.

Jenny oyó el estampido del disparo del cañón de proa del submarino y vio el centelleo del proyectil que pasó de largo hacia la segunda embarcación. Pensó: «¡Gracias a Dios! Después de todo no estoy sola». Pero el submarino disparó de nuevo y la muchacha vio que al cabo de unos segundos la lancha daba media vuelta. A Jenny se le cayó el alma a los pies.

Pero se dio ánimos y se dijo: «Son espías alemanes. Han matado a mi padre y a seis personas más esta noche y están a punto de marcharse sin castigo. Tengo que hacer algo para impedírselo».

¿Pero qué podía hacer? Estaba sola y atada de pies y manos. Pensó en intentar librarse de las ataduras, deslizarse sigilosamente hasta la cubierta y golpearlos con algo. Pero si la veían no iban a vacilar en matarla. Tal vez pudiera provocar un incendio, pero entonces se vería atrapada en el humo y las llamas y tal vez fuese la única en morir…

«¡Piensa, Jenny? ¡Piensa!»

Constituía un esfuerzo ímprobo pensar con el constante rugido del motor envolviéndola. La estaba volviendo loca.

Y entonces se le ocurrió. ¡Sí, eso era!

Si pudiese inutilizar el motor -aunque sólo fuera un momento-, eso ayudaría. Si les perseguía una embarcación, era posible que también hubiera otras… acaso un buque mayor que pudiese responder a los disparos del submarino.

El repiqueteo del motor parecía sonar debajo de ella, el ruido era muy fuerte. Bregó para ponerse en pie y apartar los rollos de cuerda y las lonas sobre las que había estado sentada. Y allí estaba: una trampilla en el suelo de la bodega. Consiguió levantarla y un estruendo ensordecedor ascendió, abrumador, hacia ella, acompañado del calor que despedía el motor de la Camilla.

Lo contempló. Jenny no sabía nada de motores. Una vez, Sean intentó explicarle las reparaciones que estaba haciendo en su destartalada vieja furgoneta. Tenía estropeada no sé cuál bendita cosa, pero ¿qué era? Algo relacionado con la bomba y los tubos dealimentación de combustible. Seguramente aquel motor era distinto al de la furgoneta de Sean. Sin ir más lejos, se trataba de un motor Diesel; el de Sean funcionaba con gasolina. Pero Jenny sabía una cosa: al margen de la clase de motor que fuese, el motor de la embarcación necesitaba combustible para funcionar. Si se le cortaba el suministro de combustible, se pararía.

¿Pero cómo hacerlo? Observó atentamente el motor. Varios tubos metálicos cruzaban por encima y convergían en un solo puntode la parte lateral del motor. ¿Podían ser los tubos de alimentación? ¿Entraban por aquel punto en la bomba de alimentación?

Miró a su alrededor. Necesitaba herramientas. Los marinos siempre llevan herramientas consigo. Después de todo, ¿qué pasa si el motor sufre una avería en el mar? Vio una caja metálica en el extremo de la cabina y se arrastró hacia adelante. Miró por la portilla. El submarino cubría gran parte de su campo visual. Estaban ya muy cerca. Vio también la otra embarcación. Se había alejado. Abrió la caja metálica y la encontró llena de herramientas sucias ycubiertas de grasa.

Sacó dos, un par de alicates de presión y un martillo de gran tamaño.

Tomó los alicates con ambas manos, dirigió la boca hacia las cuerdas de las muñecas y empezó a apretar. Tardó un minuto en soltarse las manos. Luego utilizó los alicates para cortar las cuerda que ligaba los tobillos.

Regresó a rastras hasta el motor.

Dejó los alicates en el suelo y los escondió debajo de un rollo decuerda. Luego recogió el martillo, lo levantó y lo abatió violentamente contra el primer tubo de alimentación de combustible. Lo rompió y el gasóleo empezó a derramarse. Rápidamente, repitió los martillazos hasta destrozar el último tubo de alimentación.

El motor dejó de funcionar.

Desaparecido aquel estruendo mecánico, Jenny pudo oír finalmente el rugido del mar y del viento. Cerró la puerta que cubría el ahora estropeado motor y se sentó. El martillo quedaba junto a sumano derecha.

Sabía que sólo iban a transcurrir unos segundos antes de Neumann y la mujer bajasen a investigar. Y en cuanto llegasen allí comprenderían que Jenny acababa de sabotear el motor.

La puerta se abrió con brusquedad y Neumann descendió por la escalerilla. Su rostro tenía una expresión selvática, la misma de aquel día en que Jenny le vio correr por la playa. Miró a Jenny y se dio cuenta de que los pies y las manos de la muchacha ya no estaban atados. Bajó la vista y observó que había apartado las cuerdasy lonas.

– ¿Qué has hecho, Jenny? -gritó.

La barca, sin fuerza propulsora, descendió impotente por la ladera de una ola.

Neumann se agachó para abrir la trampilla.

Jenny cogió el martillo y se arrodilló. Levantó el martillo en el aire y golpeó con todas sus fuerzas la parte posterior de la cabeza de Neumann. El hombre se desplomó sobre el suelo y la sangre brotó de su quebrado cuero cabelludo.

Jenny se apartó y se puso a vomitar.

El Kapitänleutnant Max Hoffman vio que la Camilla empezaba a bambolearse a la deriva, desamparada en aquel mar arbolado, y comprendió al instante que se había quedado sin energía. Se dio cuenta de que tenía que actuar con rapidez. Sin propulsión alguna, la barca se iría a pique. Incluso podría volcar. Si los agentes se veían arrojados al gélido mar del Norte, morirían en cuestión de minutos.

– ¡Número Uno! Avance hacia la barca y prepare el abordaje.

– ¡Sí, herr Kaleu!

Cuando el submarino arrancó despacio hacia adelante, Hoffman sintió bajo sus pies las vibraciones de los motores Diesel.

Jenny temía haberle matado. Neumann permaneció completamente inmóvil durante un momento, después se removió y, finalmente, se las arregló para incorporarse. Logró aguantarse, pero inseguro. Fácilmente, Jenny pudo haberle golpeado de nuevo con el martillo, pero no consiguió reunir el valor o la fuerza de voluntad suficiente para hacerlo. Neumann estaba impotente, apoyado sin fuerzas en el tabique lateral de la bodega. La sangre que manaba de la herida le caía sobre la cara y se le deslizaba por el cuello. Levantó la mano y se limpió la sangre de los ojos.

– Quédate aquí -dijo-. Si subes a cubierta, te matará. Haz lo que digo, Jenny.

Neumann subió trabajosamente por la escalerilla. Catherine le observó, con expresión de alarma.

– Me caí y me di un golpe en la cabeza cuando la barca se bamboleó. El motor no funciona.

La linterna de Neumann estaba junto al timón. La cogió y salió a cubierta. Proyectó la luz de su foco hacia la torreta del submarino y envió una señal de petición de auxilio. El submarino se les acercaba con agónica lentitud. Volvió la cabeza e hizo una seña a Catherine, indicándole que se reuniera con él en la cubierta de proa. La lluvia lavó la sangre de su rostro. Alzó la cara, para recibir mejor sus húmedos golpes, y agitó los brazos en dirección al submarino.

Catherine se le unió en la cubierta. No podía creerlo. La noche anterior estaban sentados en un café de Mayfair, rodeados de hombres del MI-5, y ahora, milagrosamente, estaban a punto de subir a un submarino y alejarse de Inglaterra. Seis largos y penosamente solitarios años… acababan por fin. Nunca creyó que iba a ver la llegada de aquel día. Lanzó al aire un grito jubiloso e infantil y, lo mismo que Neumann, alzó la cara al cielo y agitó los brazos en un saludo dirigido al submarino.

La nariz de acero del sumergible golpeó la proa del Camilla. Una partida de abordaje corrió por la cubierta hacia ellos. Catherine pasó los brazos alrededor de Neumann y apretó con fuerza.

– ¡Lo conseguimos! -exclamó-. ¡Lo conseguimos! ¡Volvemos a casa!

De pie a la rueda del timón de la Rebecca , Harry Dalton describió la escena a Vicary, transmitiéndosela a Grimsby. A su vez, Vicary se la describió a Arthur Braithwaite, que estaba en la Sala de Rastreo de Submarinos.

– ¡Maldita sea, comandante! ¿Dónde está esa corbeta?

– Está ahí mismo. Lo que ocurre es que el mal tiempo impide verla.

– ¡Bueno, pues dígale al capitán que haga algo! Mis hombres no pueden detenerlos.

– ¿Qué instrucciones he de dar al capitán?

– Que dispare sobre la barca y mate a los espías.

– Comandante Vicary, me permito recordarle que en esa embarcación va una muchacha inocente.

– Que Dios se apiade de mí por decir esto, pero me temo que en unas circunstancias como éstas no podemos preocuparnos de eso, comandante Braithwaite. Ordene al capitán de la corbeta que golpee a la Camilla con todo lo que tenga.

– Entendido.

Vicary colgó el teléfono, mientras pensaba: «Dios santo, pero sime he convertido en un perfecto hijo de Satanás».

El viento abrió una brecha momentánea en la cortina de lluvia y niebla. El capitán de la corbeta 745, en el puente de mando, divisó al submarino U-509 y a la Camilla a unos ciento cincuenta metros de su proa. A través de los prismáticos vio a dos personas en la cubierta delantera de la Camilla y una partida de rescate que corríapor la cubierta del submarino alemán. Dio inmediatamente la orden de disparar. Segundos después, el cañón de cubierta de la corbeta abría fuego.

Neumann oyó las detonaciones. Los primeros proyectiles pasaron por encima. La segunda andanada se estrelló contra el costado del submarino. La partida de rescate echó cuerpo a tierra en la cubierta para evitar las balas, mientras los cañones corregían la dirección de tiro para apuntar de nuevo a la Camilla. En la cubierta de la barca pesquera no había lugar donde refugiarse. La descarga encontró a Catherine. Su cuerpo voló hecho pedazos instantáneamente y la cabeza estalló en un fogonazo de sangre y masa encefálica.

Neumann gateó hacia adelante en un intento de llegar al submarino. El primer proyectil que le alcanzó le segó la pierna a la altura de la rodilla. Soltó un alarido y siguió arrastrándose hacia adelante. La segunda bala que hizo blanco en él le partió la espina dorsal. No sintió nada. El último disparo le alcanzó en la cabeza y todo fue oscuridad.

Max Hoffman, que contempló la tragedia desde la torreta, ordenó a su primer oficial que pusiera los motores Diesel a toda máquina y que procediese a la inmersión de la nave con la máxima rapidez posible. En cuestión de segundos, el U-509 se alejaba de aquel escenario a toda velocidad. Y dos minutos después se sumergía bajo la superficie del mar del Norte y desaparecía.

La Camilla , sola en el mar, con las cubiertas anegadas de sangre, se iba a pique.

A bordo de la Rebecca imperaba la euforia. Los cuatro hombresse abrazaron al ver al submarino virar en redondo y emprender la huida. Harry Dalton llamó a Vicary y le comunicó la noticia. Vicary hizo dos llamadas, la primera a la Sala de Rastreo de Submarinos para dar las gracias a Arthur Braithwaite, la segunda a sir Basil para informarle de que por fin todo había terminado.

Jenny Colville sintió estremecerse la Camilla. La muchacha había caído de bruces y se cubría la cabeza con las manos. El tiroteo cesó con la misma brusquedad con que se había iniciado. Jenny oyó luego el rugido de los motores del submarino que se alejaba y, por último, el rumor del mar. Estaba demasiado aterrada para moverse. La barca cabeceaba y se balanceaba salvajemente, yendo de un lado a otro. Supuso que aquello estaba relacionado con la avería del motor. Al carecer de fuerza motriz que la impulsara, la embarcación se encontraba indefensa ante los violentos embates del mar. Comprendió que tenía que levantarse, salir afuera y hacer señales para que los demás barcos se enterasen de que estaba allí y de que estaba viva.

Logró incorporarse, el balanceo de la nave volvió a arrojarla al suelo y se levantó otra vez. Subir aquella escalerilla parecía algo imposible. Por fin, llegó a cubierta. El viento tenía una fuerza tremebunda. La lluvia la azotó lateralmente. La barca parecía ir en varias direcciones al mismo tiempo; subía y bajaba, avanzaba y retrocedía, giraba de un lado a otro. Mantener el equilibrio era imposible. Miró hacia proa y vio los cuerpos. No los habían matado a tiros. Los proyectiles artilleros los habían desgarrado, mutilado, hecho pedazos. Con toda la sangre y la lluvia, la cubierta tenía un color rosado. La náusea agitó el estómago de Jenny y la muchacha apartó la mirada. Vio el submarino, que, a lo lejos, se sumergía y desaparecía bajo la superficie del mar. Por el otro lado de la barca vio un buque de guerra, gris, no demasiado grande, que se acercaba a ella. Otra embarcación -la que había visto antes por la portilla- también se acercaba rápidamente.

Agitó los brazos, gritó y rompió a llorar. Estaba deseando contarles lo que había hecho. Ella fue quien averió el motor para que la barca se detuviera y los espías no pudiesen llegar al submarino. Jenny no cabía en sí, estaba pletórica de intenso orgullo.

La Camilla se elevó impulsada por una ola gigantesca. Cuando ésta pasó por debajo de la embarcación, la Camilla se bamboleó frenéticamente inclinada por babor. Luego descendió y, al mismo tiempo, se enderezó y rodó sobre el costado de estribor. Jenny no pudo seguir agarrada a la parte superior de la escalerilla. Salió despedida, cruzó la cubierta y cayó al mar.

Nunca había sentido un frío como aquel, un frío espantoso, entumecedor, paralizante. Luchó para remontarse hasta la superficie e intentó aspirar una bocanada de aire, pero lo que hizo fue tragar una bocanada de agua de mar. Se hundió bajo la superficie, sofocándose, asfixiándose, introduciendo más agua aún en el estómago y en los pulmones. Agitando los pies, logró emerger de nuevo y llevar a los pulmones un poco de aire antes de que el mar volviera a arrastrarla hacia abajo. Y entonces empezó a descender, a hundirse despacio, placenteramente, sin esfuerzo. Ya no sentía frío. No sentía nada, no veía nada. Sólo una negrura impenetrable.

Llegó primero la Rebecca. Lockwood y Roach al timón, Harry y Peter Jordan en la cubierta de proa. Harry ató un cabo al cinturón salvavidas y el otro extremo del mismo a una abrazadera de proa. Arrojó el salvavidas por la borda. Habían visto a Jenny salir por segunda vez y desaparecer de nuevo bajo la superficie. Ahora no se veía nada, ni la menor señal de la muchacha. Lockwood llevó allí la Rebecca , con mano firme y en línea recta; luego, a pocos metros de la Camilla , paró el motor y la lancha se estremeció al detenerse en seco.

Jordan se asomó por la proa y buscó con la mirada algún indicio de la muchacha. Luego se levantó y, sin previo aviso, se zambulló en el agua. Harry gritó a Lockwood.

– ¡Jordan está en el agua! ¡No se acerque más!

Jordan emergió para quitarse el chaleco salvavidas.

– ¿Pero qué hace? -chilló Harry.

– ¡Con esta maldita cosa encima no puedo sumergirme a bastante profundidad!

Jordan se llenó de aire los pulmones y desapareció de la vista durante lo que a Harry le pareció un minuto. El mar batía el costado de babor de la Camilla , obligándola a rodar dando tumbos de un lado a otro e impulsándola hacia la Rebecca. Harry miró por encima del hombro y agitó los brazos en dirección a Lockwood, que continuaba en la cabina del timonel.

– ¡Retroceda unos metros! ¡Tenemos a la Camilla encima de nosotros!

Por fin, Jordan subió a la superficie. Llevaba a Jenny en sus brazos. Jordan desató la cuerda del salvavidas, la pasó alrededor del cuerpo de Jenny, por debajo de las axilas, y la ató. Hizo señas a Harry, con el pulgar hacia arriba, y Harry tiró de la muchacha y la sacó del agua, acercándola a la Rebecca. Clive Roach ayudó a Harry a subirla hasta la cubierta.

Jordan bregaba furiosamente con el agua, con las olas que barrían constantemente su rostro. Parecía agotado a causa del frío. Harry soltó rápidamente la cuerda atada en torno a Jenny y la arrojó hacia él, por encima de la borda… en el preciso instante en que la Camilla volcaba y arrastraba a Peter Jordan bajo la superficie.

61

Berlín, abril de 1944

Kurt Vogel hacía antesala en la lujosamente amueblada oficinade Walter Schellenberg. Se entretenía observando el escuadrón de jóvenes ayudantes que entraban y salían febrilmente del despacho del Brigadeführer. Rubios, de ojos azules, parecían recién salidos de un cartel de propaganda nazi. Habían transcurrido tres horas desde que Schellenberg convocara a Vogel para evacuar una consulta urgente relativa a «ese desgraciado asunto de Gran Bretaña»,como llamaba habitualmente a la fallida operación de Vogel. A Vogel no le importaba esperar; lo cierto era que no tenía nada mejor que hacer. Desde que destituyeron a Canaris y las SS absorbieron a la Abwehr, la inteligencia militar alemana era una nave sin timón, justo cuando más la necesitaba Hitler. Las viejas casas a lo largo de Tirpitz Ufer habían adquirido el deprimente aspecto de un anticuado centro turístico fuera de temporada. La moral era bajísima, muchos oficiales se habían ofrecido voluntarios para ir al frente ruso.

Vogel tenía otros planes.

Uno de los ayudantes de Schellenberg salió, señaló a Vogel con un dedo acusador y, sin pronunciar palabra, le indicó que entrase. El despacho tenía las proporciones de una catedral gótica y de las paredes colgaban magníficos tapices y pinturas al óleo. Distaba mucho de la sobriedad de la guarida del zorro en Tirpitz Ufer. A través de las altas ventanas caían oblicuos los rayos de sol. Vogel miró al exterior. Las brasas de los incendios provocados por la incursión aérea de la mañana aún ardían sin llamas en Unter den Linden y un hollín finísimo descendía planeando sobre Tiergarten como nieve negra.

Schellenberg le dedicó una cálida sonrisa, le estrechó enérgicamente la huesuda mano y con un ademán le invitó a tomar asiento. Vogel conocía de la existencia de ametralladoras ocultas en el despacho de Schellenberg, así que se mantuvo rígido y con las manos siempre a la vista. Se cerró la puerta y se quedaron solos en el cavernoso despacho. Vogel notó que Schellenberg se lo estaba comiendo con los ojos.

Aunque Schellenberg y Himmler intrigaron durante años contra Canaris, lo que acabó finalmente con el Viejo Zorro fue una cadena de acontecimientos desafortunados: su fallo al no predecir la decisión de Argentina de cortar todo vínculo con Alemania; la pérdida de un puesto vital de recogida de información de la Abwehr en el Marruecos español; la deserción de varios funcionarios clave de la Abwehr en Turquía, Casablanca, Lisboa y Estocolmo. Pero la gota que hizo rebosar el vaso fue el desastroso final de la operación de Vogel en Londres. Mataron a dos agentes de la Abwehr -Horst Neumann y Catherine Blake- a la vista del submarino. Fueron incapaces de transmitir un mensaje final explicando por qué decidieron abandonar Inglaterra, dejando así a Vogel sin medio alguno para juzgar la autenticidad de los informes sobre la Operación Mulberry que Catherine Blake había sustraído. Hitler estalló al enterarse de la noticia. Destituyó fulminantemente a Canaris y puso la Abwehr y sus dieciséis mil agentes en manos de Schellenberg.

Sin que se supiera cómo ni por qué, Vogel sobrevivió. Schellenberg y Himmler sospechaban que fue Canaris quien comprometió la operación. Lo mismo que Catherine Blake y Horst Neumann, Vogel era una víctima inocente de la traición del Viejo Zorro.

Vogel tenía otra hipótesis. Sospechaba que toda la información que consiguió Catherine Blake la había plantado la inteligencia británica. Sospechaba que Neumann y ella intentaron huir de Gran Bretaña cuando Neumann descubrió que los ingleses le tenían bajo vigilancia. Sospechaba que la Operación Mulberry no era un complejo antiaéreo destinado al Paso de Calais, sino un puerto artificial que iba a trasladarse a Normandía. También sospechaba que los otros agentes enviados a Gran Bretaña no eran provechosos, que los ser-vicios de Información británica los habían capturado y obligado a colaborar con ellos, probablemente desde el principio de la guerra.

Sin embargo, Vogel carecía de pruebas que respaldasen esas sospechas; como buen abogado, no pretendía presentar acusaciones que no pudiera demostrar. Además, aun en el caso de que poseyera pruebas fehacientes, tampoco estaba seguro de que le sedujese entregárselas a individuos como Schellenberg y Himmler.

Sonó uno de los teléfonos de la mesa de Schellenberg. Era una llamada que debía atender. Durante cinco minutos, mientras Vogel esperaba, estuvo gruñendo y hablando cautelosamente en clave. La nevada de hollín había amainado. Las ruinas de Berlín relucían bajo el sol abrileño. Los añicos de vidrio centelleaban como cristales de hielo.

Continuar en la Abwehr y colaborar con el nuevo régimen tenía sus ventajas. Vogel había trasladado discretamente a Gertrude, Nicole y Uzbet de Baviera a Suiza. Como un buen agente corredor, había financiado la operación a través de un complejo juego de prestidigitación, transfiriendo fondos de las cuentas secretas de la Abwehr en Suiza a una cuenta personal de Gertrude, cubriendo luego tales cambios con su propio dinero en Alemania. Había sacado del país suficientes fondos para vivir holgadamente un par de años, tras la guerra. Tenía otro activo, la información que guardaba en su mente. Británicos y estadounidenses, estaba seguro, se la pagarían bien en dinero y protección.

Schellenberg colgó el teléfono e hizo una mueca como si le doliera el estómago.

– Bien -dijo-. Esta es la razón por la que le he pedido que venga hoy aquí, capitán Vogel. Tengo noticias apasionantes de Londres.

– ¿Sí? -Vogel alzó una ceja.

– Sí. Nuestra fuente dentro del MI-5 posee una información muy interesante.

Schellenberg sacó la copia de un comunicado y, con un floreo, se la presentó a Vogel. Mientras la leía, Vogel pensó: «Formidable, la sutileza de la manipulación». Terminó la lectura y tendió el papela Schellenberg, por encima de la mesa.

– Para el MI-5 -dijo Schellenberg-, el hecho de tomar una medida disciplinaria contra un hombre que es amigo personal y confidente de Winston Churchill no deja de ser extraordinario. Y la fuente es impecable. La recluté yo personalmente. No es uno de los lacayos de Canaris. Me parece que demuestra que la información sustraída por su agente era genuina, capitán Vogel.

– Sí, creo que tiene usted razón, herr Brigadefübrer.

– Es preciso informar de esto al Führer de inmediato. Esta noche se reúne en Berchtesgaden con el embajador japonés, al que informará de los preparativos del desembarco. Estoy seguro de que querrá que le pasen esto.

Vogel asintió.

– Dentro de una hora parto en avión hacia Templehof. Me gustaría que me acompañase usted e informara personalmente al Führer. Al fin y al cabo fue usted quien inició la operación. Además, le cae usted bien. Tiene un brillante futuro, capitán Vogel.

– Gracias por la invitación, herr Brigadeführer, pero creo que es usted quien debe dar al Führer la noticia.

– ¿Está seguro, capitán Vogel?

– Sí, herr Brigadeführer, completamente seguro.

62

Oyster Bay (Long /sland)

Era el primer día espléndido de primavera: sol cálido, suave brisa del Sound. El anterior había sido frío y húmedo. A Dorothy Lauterbach le inquietó la posibilidad de que el frío echase a perder la ceremonia del funeral y la recepción. Se aseguró de que todas las chimeneas de la casa contaran con una buena provisión de leña y ordenó a los proveedores que tuviesen preparado café caliente en abundancia para cuando llegasen los invitados. Pero a media mañana el sol ya había liquidado a la última nube y la isla aparecía radiante. Dorothy se apresuró a trasladar la recepción del interior de la casa al césped que dominaba el Sound.

Shepherd Ramsey había llevado de Londres las cosas de Jordan: su ropa, sus libros, sus cartas, los papeles personales que dejaron los hombres de seguridad. Sentado en el avión de transporte que lo condujo desde Londres, Ramsey hojeó las cartas a fin de cerciorarse de que en ninguna de ellas se mencionaba a la mujer que Peter frecuentaba en Londres antes de su muerte.

Se cumplió la ceremonia junto a la tumba. No había cadáver que enterrar, pero colocaron una lápida junto a la de Margaret. Asistió toda la nómina del banco de Bratton y casi todo el personal de la Compañía de Puentes del Nordeste. También acudieron los numerosos miembros de la colonia de la Costa Norte: los Blakemore y los Brandenberg, los Carlisle y los Dutton, los Robinsony los Tellinger. Billy estaba junto a Jane y ésta se apoyaba en Walker Hardegen. Bratton aceptó la bandera estadounidense que le entregaba un representante de la Armada. El viento arrancaba flores de los árboles y las arrojaba sobre los reunidos como si fuera confeti.

Un hombre permanecía ligeramente separado del resto, con las manos cogidas a la espalda y la cabeza agachada respetuosamente. Era alto y flaco y su traje cruzado, de lana gris, resultaba demasiado grueso para aquel tiempo cálido de primavera.

Walker Hardegen fue el único de los presentes que lo reconoció.

Pero Hardegen ignoraba su verdadero nombre. El hombre siempre utilizaba un seudónimo tan ridículo que Hardegen tenía dificultades para pronunciarlo sin que se le escapara la risa.

El hombre era el oficial de control de Hardegen, y el seudónimo que empleaba era Broome.

Shepherd Ramsey llevó la carta del hombre de Londres. Dorothy y Bratton pasaron a la biblioteca y la leyeron durante la recepción. Dorothy la leyó primero, temblorosas las manos. Ahora era mayor, tenía más años y más canas. Se había roto la cadera al sufrir en diciembre una caída en los escalones de la casa de Manhattan. La cojera consecuente le había robado su antigua prestancia física. Al concluir la lectura sus ojos estaban húmedos, pero no derramó una lágrima. Dorothy siempre hacía las cosas con moderación. Tendió la carta a Bratton, que lloró al leerla.

Querido Billy:

Escribo esta carta con una inmensa tristeza. Tuve el placer de trabajar con tu padre y comprobé que era uno de los hombres más extraordinarios que jamás he conocido. Colaboró en uno de los proyectos más importantes de la guerra. A causa de las exigencias de la seguridad, sin embargo, es posible que no te digan nunca qué hizo exactamente tu padre.

Yo puedo decirte una cosa: la tarea realizada por tu padre salvará innumerables vidas y hará posible que Europa se desembarace de Hitler y de los nazis de una vez por todas. Realmente, tu padre dio su vida para que muchos otros puedan vivir. Fue un héroe.

Pero nada de lo que hizo tu padre le procuró tanta satisfacción y felicidad como tú, Billy. Cuando tu padre hablaba de ti, su rostro se transfiguraba. Sonreía y le brillaban los ojos, por agotado que estuviera. No he sido lo bastante afortunado como para tener la bendición de un hijo. Al escuchar a tu padre hablar de ti, comprendía la inmensidad de mi desgracia.

Afectuosamente

Alfred Vlcary

Bratton devolvió la carta a Dorothy. Ella la dobló, la introdujo de nuevo en el sobre y la guardó en el cajón superior de la mesa de Bratton. Fue a la ventana y miró afuera.

Todo el mundo comía, bebía y parecía pasárselo en grande. Más allá del gentío, vio a Billy, Jane y Walker sentados en la hierba, cerca del embarcadero. Jane y Walker eran ya más que amigos. Habían empezado a verse en plan sentimental y Jane hablaba ya de matrimonio. ¿No sería perfecto? Billy volvería a tener una auténtica familia.

Aquello tenía una elegancia primorosa, una conclusión cabal que a Dorothy le parecía reconfortante. Hacía calor de nuevo y pronto sería verano. Las casas no tardarían en abrirse otra vez y empezarían las fiestas. La vida sigue, se dijo. Margaret y Peter han desaparecido, pero, desde luego, la vida sigue.

63

Condado de Gloucester (Inglaterra), septiembre de 1944

Hasta al propio Alfred Vicary le sorprendió la rapidez con que fue capaz de abandonarlo todo. Técnicamente, era una excedencia administrativa, en tanto llegaba el resultado de la investigación interna. Pero Vicary comprendió que era un simple despido, expresado en jerga burocrática.

Perversamente, siguió el consejo de Basil Boothby y se retiró a la casa de su tía Matilda -no podía acostumbrarse a la idea de que era suya- para poner en orden las cosas. Los primeros días de exilio fueron espantosos. Echaba de menos la camaradería del MI-5. Echaba de menos su miserable despachito. Incluso se dio cuenta de que echaba de menos su catre de campaña, porque había perdido la gracia de dormir a pierna suelta. Echó la culpa de ello a la hundida cama matrimonial de Matilda, demasiado blanda y demasiado amplia para forcejear con sus turbados pensamientos. Un raro destello de inspiración le impulsó a ir a la tienda del pueblo y comprar un nuevo camastro de campaña. Lo colocó en el salón, junto al fuego, un emplazamiento extraño, se daba perfecta cuenta, pero no tenía previsto recibir invitados. A partir de aquella noche durmió todo lo bien que podía esperarse.

Soportó un largo período de melancólica inactividad. Pero en la primavera, cuando la temperatura empezó a ascender, centró su atención en las ilimitadas posibilidades que se desaprovechaban en su nuevo hogar. Los curiosos que efectuaban alguna que otra visita observaron con horror que Vicary atacaba su jardín con herramientas de podar, una hoz y gafas de leer con cristales de media luna. Contemplaron asombrados que repintaba el interior de su chalet. Estalló un considerable debate acerca de la elección del color, un blanco brillante institucional. ¿Significaba eso que su talante mejoraba o que pretendía convertir su domicilio en un hospital y registrar estancias prolongadas?

La inquietud se extendió en buena medida por el pueblo. Poole, el dueño del almacén, diagnosticó que el talante de Vicary era el propio de alguien abrumado por la aflicción.

– No es posible -replicó Plenderleith, el encargado del vivero que había asesorado a Vicary en cuestiones de jardinería-. No sólo no ha estado nunca casado, sino ni siquiera enamorado, al parecer.

La señorita Lazenby, de la tienda de confección, declaró que, ambos contertulios estaban equivocados.

– Ese hombre bebe los vientos por alguien, eso lo puede ver cualquier tonto. Y a juzgar por su aspecto, el objeto de su idolatría no le corresponde.

Incluso aunque hubiese conocido esa controversia, Vicary no hubiera podido zanjarla, porque sus propias emociones le eran a él tan desconocidas como a los que las observaban desde fuera. El director de su departamento en el University College le envió una carta. Se había enterado de que Vicary ya no trabajaba en la Oficina de Guerra y se preguntaba cuándo volvería a la universidad. Vicary rompióla carta en dos trozos y los quemó en el fuego de la chimenea.

Londres no tenía nada que ofrecerle -sólo malos recuerdos-, así que se mantenía alejado de la urbe. Sólo fue una vez, un mañana de la primera semana de junio, cuando sir Basil le citó para informarle del resultado de la investigación interna.

– ¡Hola, Alfred! -le saludó sir Basil, cuando Vicary se presentó en el despacho de Boothby.

El cuarto resplandecía iluminado por una agradable claridad de tono naranja. Boothby estaba de pie en el centro geométrico exacto de la estancia, como si necesitara espacio para maniobrar en todas direcciones. Vestía un traje gris de corte perfecto y parecía más alto de lo que Vicary, recordaba. El director general permanecía sentado en el espléndido sofá, entrelazados los dedos como si estuviese entregado a la oración, y los ojos fijos en un punto preciso de la alfombra persa. Boothby alargó la mano como una bayoneta y avanzó hacia Vicary. La caótica sonrisa que decoraba el semblante de Boothby no permitió a Vicary estar seguro de si el hombre pensaba abrazarle o atacarle. Y tampoco estaba seguro de a cuál de las dos intenciones temía más.

Lo que hizo Boothby fue estrechar la mano de Vicary, con un afecto un tanto excesivamente cordial, y posó su manaza en el hombro de Vicary. Estaba caliente y húmeda, como si acabase de jugar una manga de tenis. Sirvió personalmente una taza de té a Vicary y formuló unos comentarios triviales mientras Vicary fumaba un cigarrillo. Luego, con gran prosopopeya, sacó de un cajón el informe final de la investigación y lo depositó encima de la mesa.Vicary se negó a mirarlo directamente.

Boothby tuvo un placer enorme en explicar a Vicary que no le estaba permitido leer el informe del análisis de su propia operación. A pesar de todo, mostró a Vicary una saneada carta de una página redactada con la intención de «condensar y resumir» el contenido del informe. Vicary sostuvo la hoja con ambas manos, tensándola como si fuera un tambor, al objeto de que no se agitara mientras la leía. Era un documento obsceno y detestable, pero ponerlo en tela de juicio no merecía la pena. Se lo devolvió a Boothby,le estrechó la mano, hizo lo propio con el director general y salió.

Vicary bajó la escalera. Había alguien en su despacho. Harry estaba allí, con una fea cicatriz surcándole la mandíbula. Vicary no era propenso a las despedidas prolongadas. Contó a Harry que le habían despedido, le dio las gracias por todo y le dijo adiós.

Llovía otra vez y la temperatura era fría para estar en junio. El jefe de Transportes le ofreció un coche. Vicary declinó cortésmente el vehículo. Abrió el paraguas y emprendió el regreso a Chelsea bajo el torrencial aguacero.

Pasó la noche en su casa de Chelsea. Se despertó al amanecer. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas. Era el 6 de junio. Encendió la radio, sintonizó la BBC para escuchar las noticias y se enteró de que la invasión estaba en marcha.

Vicary salió al mediodía; esperaba ver grupos de gente nerviosa y ávida de hacer comentarios, pero en Londres reinaba una quietud mortal. Unas pocas personas se habían aventurado a salir de compras, unas cuantas más entraban a rezar en las iglesias. Los taxis atravesaban las calles vacías, en busca de pasaje.

Vicary vio londinenses que iban a sus tareas del día. Le entraron ganas de correr tras ellos, sacudirlos y luego decir: «¿No saben lo que está sucediendo? ¿No se dan cuenta de lo que pasa? ¿No saben las astucias e iniquidades que hicimos para engañarlos? ¿No saben lo que me han hecho a mí?».

Cenó en la taberna de la esquina y escuchó los optimistas boletines de noticias que emitió la radio. Aquella la noche, de nuevo solo, oyó la alocución que el rey dirigió al país y luego se fue a la cama. Por la mañana, tomó un taxi, se dirigió a la estación de Paddington y tomó el tren de regreso a Gloucestershire.

Poco a poco, hacia el verano, sus días fueron adoptando una meticulosa rutina.

Se levantaba temprano y leía hasta la hora del almuerzo, almuerzo que tomaba diariamente en la Eight Bells del pueblo: pastel de verdura, cerveza, carne cuando figuraba en el menú. Desde la Eight Bells emprendía su marcha forzada cotidiana por los caminos azotados por el viento que circundaban el pueblo. De día en día tardaba menos tiempo en aclarar las telarañas de su destrozada rodilla y para el mes de agosto ya cubría a pie dieciséis kilómetros todas las tardes. Renunció a los cigarrillos y adoptó la pipa. Los rituales de la pipa -cargarla, limpiarla, encenderla, volverla a encender- encajaban perfectamente en su nueva vida.

Ignoraba con exactitud el día en que sucedió, el día que todo desapareció de su pensamiento consciente: el exiguo despacho, el repique de los teletipos, la inmunda comida de la cantina, el demencial léxico del lugar. Doble Cruz… Mulberry… Fénix… Timbal. Hasta Helen retrocedió a una cámara sellada de su memoria, donde ya no podía hacer más daño. Alice Simpson empezó a acudir los fines de semana y a principios de agosto se quedó una semana entera.

El último día del verano se vio dominado por la suave melancolía que aqueja a la gente del campo cuando la estación cálida termina. Era un glorioso crepúsculo, líneas púrpura y naranja se alternaban en el horizonte y en el aire se cernía la primera dentellada del otoño. Hacía mucho tiempo que desaparecieron las prímulas y las campanillas. Recordó una tarde como aquella cuando Brendan Evans le enseñaba a montar en motocicleta por los senderos de los pantanos. Aún no hacía bastante frío para encender fuego, pero desde su atalaya en la cima del monte podía ver las chimeneas del pueblo por las que se elevaba el humo y saborear el acre efluvio de la madera verde que flotaba en el aire.

Lo comprendió entonces, de pronto, lo vio revoloteando sobre las laderas de las colinas, como la solución de un problema de ajedrez.

Pudo ver las líneas de ataque, la preparación, el engaño. Nada había sido lo que parecía.

Vicary regresó corriendo a la casita de campo, telefoneó a la oficina y preguntó por Boothby. Entonces se percató de que era tarde y viernes -los días de la semana ya no significaban nada para él-, pero por algún milagro Boothby estaba todavía allí y respondió por su propio teléfono.

Vicary se dio a conocer. Boothby manifestó sentirse complacido de verdad, encantado de oír su voz. Vicary le aseguró que se encontraba perfectamente.

– Quiero hablar con usted -dijo Vicary-. Acerca de Timbal.

Se produjo un silencio en la línea, pero Vicary sabía que Boothby no acababa de colgar bruscamente, porque le oía revolverse en su sillón.

– Ya no puedes venir aquí, Alfred. Eres persona non grata. De modo que supongo que tengo que ser yo quien vaya a visitarte.

– Estupendo. Y no finja que no sabe cómo dar conmigo porque he visto a sus espías acechándome.

– Mañana al mediodía -dijo Boothby, y colgó.

Boothby llegó al mediodía en un Humber oficial, ataviado para la campiña, con tweed, camisa de cuello abierto y una cómoda chaqueta de punto. Había llovido por la noche. Vicary sacó del sótano un par de botas altas, de caña extralarga, para Boothby, y pasearon como dos viejos compañeros por una pradera salpicada de ovejas esquiladas. Boothby refirió diversos cotilleos del departamento y Vicary, mediante un esfuerzo considerable, fingió interés.

Al cabo de un rato, Vicary se detuvo y dirigió la mirada a una distancia media.

– Nada de aquello fue auténtico, ¿verdad? -dijo-, Jordan, Catherine Blake…, desde el principio todo fue un equívoco juego de espejos.

Boothby esbozó una sonrisa seductora.

– Todo, no, Alfred. Pero más o menos fue algo así.

Continuó caminando, se adelantó y su cuerpo larguirucho puso una línea vertical contra el horizonte. Luego hizo un alto e indicó a Vicary que llegase hasta él. Vicary puso en marcha su mecánica cojera de rígida articulación y se acercó a Boothby, al tiempo que se palpaba los bolsillos en busca de sus gafas de media luna.

– La misma naturaleza de la Operación Mulberry nos planteó el problema -empezó Boothby, sin previo aviso-. Participaban en ella diez mil personas. Naturalmente, la inmensa mayoría no tenía idea del proyecto en el que estaba trabajando. Sin embargo, el potencial de filtraciones era tremendo. Los componentes eran de tal tamaño que había que construirlos a cielo abierto. Los centros de trabajo estaban diseminados por todo el país, pero algunas de esas piezas tenían que construirse en los mismos muelles de Londres. Tan pronto nos explicaron el proyecto, comprendimos que había un problema. Sabíamos que los alemanes estarían en condiciones de fotografiar desde el aire los lugares donde se realizaban los trabajos. Sabíamos que cualquier espía avisadillo que husmease un poco en torno a la construcción probablemente imaginaría en seguida lo que estábamos tramando. Enviamos uno de nuestros hombres a Selsey para que sometiese a prueba la seguridad. Estaba ya tomando té con varios trabajadores antes de que alguien se molestara en pedirle su identificación.

Boothy emitió una risita suave. Mientras el hombre hablaba,

Vicary tenia los ojos fijos en él. Toda su grandilocuencia ampulosa, todos sus tics, habían desaparecido. Sir Basil se mostraba sosegado, tranquilo y agradable. Vicary pensó que en otras circunstancias, hasta era posible que le cayese simpático. Tuvo la deprimente idea de que había subestimado la inteligencia de Boothby desde el principio. Le sorprendió también el empleo del plural de la primera persona en los verbos. Boothby era miembro del club; a Vicary sólo se le permitió aplastar la nariz contra el cristal durante un breve intervalo.

– El mayor problema era que Mulberry traicionó nuestras intenciones -continuó Boothby-. Si los alemanes descubrían que estábamos construyendo puertos artificiales, llegarían a la conclusión de que pretendíamos eludir los puertos bien fortificados de Calais desembarcando en Normandía. Dado que el proyecto era de tan enormes proporciones y tan difícil de ocultar, teníamos que dar por supuesto que tarde o temprano los alemanes acabarían por descubrir lo que estábamos haciendo. Nuestra solución fue sustraer el secreto de Mulberry para ellos e intentar controlar el juego.-Boothby miró a Vicary-. Está bien, Alfred, oigámoslo. Quiero saber hasta qué punto lo adivinaste.

– Walker Hardegen -dijo Vicary-. Yo diría que todo empezó con Walker Hardegen.

– Muy bueno, Alfred. ¿Pero cómo?

– Walker Hardegen era un banquero y hombre de negocios acaudalado, ultraconservador, anticomunista y probablemente un poco antisemita. Era miembro de la Ivy League [Alianza de las universidades más prestigiosas de la costa occidental de Estados Unidos. (N. del E.)] y conocía a la mitad de la gente de Washington. Fue al colegio con ellos. En ese aspecto, los norteamericanos no son muy distintos a nosotros. A Hardegen, los negocios le llevaban a Berlín con regularidad. Cuando los hombres como él iban a Berlín, asistían a fiestas y comidas en embajadas. Cenaban con los dirigentes de las empresas más importantes de Alemania y con los oficiales y funcionarios del partido nazi y de los ministerios. Hardegen hablaba alemán correctamente. Es muy probable que admirase alguna de las cosas que los nazis estaban haciendo. Creía que Hitler y los nazis eran un inapreciable colchón amortiguador entre los bolcheviques y el resto de Europa. Me atrevería a decir que en el curso de alguna de sus visitas la Abwehr o el SD se fijó en él.

– Bravo, Alfred. Fue la Abwehr, cierto, y el hombre al que llamóla atención fue Paul Müller, jefe de operaciones en Estados Unidos.

– Bueno… Müller lo reclutó. Ah, supongo que probablemente le engatusaría. Le diría que, en realidad, Hardegen no trabajaría para los nazis. Simplemente estaría colaborando en la lucha contra el comunismo internacional. Le pidió a Hardegen informes sobre la producción industrial estadounidense, la disposición de ánimo que imperaba en Washington, cosas así. Hardegen accedió y se convirtió en agente. Tengo una pregunta. En ese punto, ¿era Hardegen ya agente norteamericano?

– No -respondió Boothby, con una sonrisa-. Recuerda, el juego estaba en sus inicios, 1937. Por aquellas fechas los estadounidenses no eran lo que se dice experimentados. Sabían, sin embargo, que la Abwehr actuaba en Estados Unidos, especialmente en Nueva York. El año anterior, los planos del visor de bombardeo de Norden salieron del país en la cartera de un espía de la Abwehr llamado Nikolaus Ritter. Roosevelt ordenó a Hoover que adoptase medidas drásticas. En 1939, fotografiaron a Hardegen reuniéndose en Nueva York con un conocido agente de la Abwehr. Dos meses después volvieron a verle, en Ciudad de Panamá, acompañado de otro agente de la Abwehr. Hoover quiso detenerlo y procesarlo. ¡Dios, pero qué chapuzas eran los norteamericanos en el juego! Por suerte, el MI-6 ya tenía entonces montada su oficina en Nueva York. Dieron un paso adelante y convencieron a Hoover de que Hardegen nos sería mucho más útil participando activamente en el asunto que sentado en la celda de una cárcel.

– Así, ¿quién lo llevaba, nosotros o los estadounidenses?

– La verdad es que era un proyecto conjunto. A través de Hardegen, facilitamos a los alemanes una riada continua de excelente material, género de alta calidad. Las acciones de Hardegen subieron en Berlín como la espuma. Mientras tanto, se pasaron por el microscopio todos los aspectos de la vida de Walker Hardegen, incluidas sus relaciones con la familia Lauterbach y con un brillante ingeniero llamado Peter Jordan.

– Así que, en 1943, cuando se tomó la decisión de preparar el asalto a Normandía, a través del Canal, con la ayuda de un puerto artificial, la inteligencia británica y la estadounidense abordaron a Peter Jordan y le pidieron que trabajase para nosotros.

– Sí, en octubre de 1943, para ser precisos.

– Era perfecto -dijo Vicary-. Era exactamente el tipo de ingeniero que se necesitaba para el proyecto y en su terreno gozaba de gran renombre y respeto. Todo lo que tenían que hacer los nazis era ir a la biblioteca y leer la cantidad de obras que había realizado. La muerte de su esposa le hacía también vulnerable. De modo que hacia finales de 1943 Hardegen y usted se reunieron con ese oficial de control de la Abwehr y le hablaron de Peter Jordan. ¿Le contaron mucho entonces?

– Sólo le dijimos que Jordan estaba trabajando en un gran proyecto de construcción relacionado con el desembarco. También dejamos entrever la cuestión de su vulnerabilidad, como tú has señalado. La Abwehr picó. Müller se lo vendió a Canaris y Canaris se lo pasó a Vogel.

– Así que todo el asunto era una bien urdida y compleja treta destinada a colocarle documentos falsos a la Abwehr. Y Peter Jordan fue la proverbial cabra atada delante de la trampa.

– Exactamente. Los primeros documentos estaban diseñados de manera ambigua. Se prestaban a varias interpretaciones y, desde luego, al debate. Las unidades Fénix podían ser piezas de un puerto artificial o de un complejo antiaéreo. Queríamos que discutieran, que se pelearan, que se hicieran pedazos entre ellos. ¿Recuerdas a Sun Tzu?

– Socavar, subvertir y corromper al enemigo, sembrar la discordia entre sus mandos.

– Exactamente. Queríamos estimular la fricción entre el SD y la Abwehr. Y, por otra parte, no deseábamos facilitarles las cosas. Gradualmente, los documentos de Timbal fueron pintando un cuadro claro, y ese cuadro pasó directamente a Hitler.

– ¿Pero por qué tomarse tanto trabajo? ¿Por qué no utilizar uno de los espías alemanes que habían convertido en agentes dobles a nuestro servicio? ¿O uno de los agentes ficticios? ¿Por qué utilizar un ingeniero vivo? ¿Por qué no crear uno nuevo a medida?

– Dos razones -dijo Boothby-. Primera, eso era demasiado fácil. Nuestra idea consistía en hacerlos sudar un poco. Queríamos influir sutilmente en sus procesos mentales. Deseábamos hacerles creer que eran ellos los que adoptaban la decisión de tomar a Jordan como blanco. Recuerda el refrán de un oficial de Doble Cruz. La información que se obtiene fácilmente, fácilmente se descarta. Hay una cadena de evidencias, por expresarlo así: de Hardegen a Müller, de Müller a Canaris, de Canaris a Vogel y de Vogel a Catherine Blake.

– Impresionante -dijo Vicary-. ¿La segunda razón?

– La segunda razón es que nos enteramos, en la recta final de 1943, de que no habíamos liquidado a todos los espías alemanes que operaban en Gran Bretaña. Nos enteramos de la existencia de Kurt Vogel, nos enteramos de que contaba con una red y nos enteramos de que uno de sus agentes era una mujer. Pero teníamos un problema grave. Vogel había enterrado sus agentes en Gran Bretaña con tanto cuidado que no podríamos localizarlos a menos que los obligáramos a salir a terreno descubierto. Recuerda, Guardaespaldas estaba a punto de lanzarse a toda máquina. íbamos a bombardear a los alemanes con una ventisca de información falsa. Pero no podíamos sentirnos cómodos sabiendo que en el país estaban operando agentes vivos y activos. Había que acabar con todos ellos. De no hacerlo, nunca tendríamos la certeza de que los germanos no estaban recibiendo información que contradecía a Guardaespaldas.

– ¿Cómo se enteraron de la existencia de la red de Vogel?

– Nos informaron de ello.

– ¿Quién?

Boothby dio unos pasos en silencio, con la vista en las embarradas punteras de sus botas altas.

– Nos habló de esa red Wilhelm Canaris -declaró al final.

– ¿Canaris?

– A través de uno de sus emisarios, en realidad. En 1943, entrado el verano. Probablemente esto te va a sorprender, pero Canaris era un jefe de la Schwarze Kapelle. Quería el apoyo de Menzies y del Servicio de Inteligencia para que le ayudasen a derribar a Hitler y poner fin a la guerra. Como gesto de buena voluntad informó a Menzies de la existencia de la red de Vogel. Menzies lo comunicó al Servicio de Seguridad y maquinamos conjuntamente el plan denominado Timbal.

– El jefe del espionaje de Hitler, un traidor. Extraordinario. Y usted sabía todo eso, claro. Usted lo sabía la noche en que se me asignó el caso. Aquella sesión informativa sobre el desembarco y los planes para engañar al enemigo… La habían preparado para asegurarse mi lealtad ciega. Para motivarme, para manipularme.

– Me temo que así es, sí.

– De forma que la operación tenía dos objetivos: engañarlos respecto a Mulberry y al mismo tiempo obligar a los agentes de Vogel a salir a la luz para poder neutralizarlos.

– Sí-confirmó Boothby-. Y otra cosa: dar un empujoncito a Canaris para mantener apartada su cabeza del tajo hasta que se produjera la invasión. Lo último que deseábamos era que Schellenberg y Himmler llevasen las riendas. La Abwehr se encontraba totalmente paralizada y manipulada. Sabíamos que si Schellenberg se hacía cargo de ella, pondría en cuarentena todo lo que había hecho Canaris. Ahí no nos salimos con la nuestra, naturalmente. Destituyeron a Canaris y Schellenberg consiguió finalmente hacerse cargo de la Abwehr.

– Entonces, ¿por qué con la caída de Canaris no se vinieron abajo Doble Cruz y Guardaespaldas?

– Ah, Schellenberg tenía más interés en consolidar su imperio que en dirigir una nueva hornada de agentes establecidos en Inglaterra. Hubo una imponente reorganización burocrática: traslado de oficinas, archivos que cambian de manos, esa clase de cosas. En ultramar, despidió a todos los experimentados oficiales de inteligencia leales a Canaris y los sustituyó por sabuesos novatos fieles a las SS y al partido. Mientras tanto, los oficiales de la sede de la Abwehr se esforzaron enormemente para demostrar que los agentes que operaban en Gran Bretaña eran sinceros y fructíferos. Sencillamente, era cuestión de vida o muerte para esos funcionarios. Si reconocían que sus agentes estaban bajo control británico, se verían en el primer tren que saliera hacia el este. O algo peor.

Caminaron en silencio durante un rato, mientras Vicary asimilaba lo que Boothby le había contado. La cabeza le daba vueltas. Tenía mil preguntas que hacer. Temía que Boothby diese por terminada la sesión informativa en cualquier momento. Ordenó las preguntas según su importancia, dejando a un lado las emociones que hervían en su interior. Una nube se interpuso entre el sol y la tierra y la atmósfera se llenó de frío.

– ¿Funcionó? -quiso saber Vicary.

– Sí, funcionó de maravilla.

– ¿Qué me dice de la emisión de Lord Ejem Ejem? -Vicary la había oído, sentado en la sala de estar de la casita de campo de Matilda, y un estremecimiento le recorrió de pies a cabeza.

«Sabemos exactamente qué pretendes hacer con esas unidades de hormigón. Crees que vas a hundirlas en nuestras costas durante el ataque. Bueno, pues les vamos a echar una mano, muchachos…

– Cundió el pánico en el Mando Supremo aliado. Al menos en la superficie -añadió Boothby, ufano-. Un reducido grupo de oficiales conocía la treta de Timbal y comprendió que era justo el último acto. Eisenhower envió a Washington un cable en el que solicitaba cincuenta naves de escolta para proteger a las Mulberry y rescatar a sus equipos humanos en el caso de que hundieran las unidades de hormigón durante la travesía del Canal. Tuvimos buen cuidado en comprobar que los alemanes se enterasen de ello. A petición de Eisenhower, Tate, nuestro agente Doble Cruz con fuente ficticia en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada, transmitió un informe a su controlador de la Abwehr. Al cabo de unos días, el embajador japonés visitó las defensas costeras y Rundstedt le informó acerca de la existencia de las Mulberry y le explicó que un agente de la Abwehr había averiguado que se trataba de torres de artillería antiaérea. El embajador cablegrafió esa información a sus señores de Tokio. Lo mismo que todos sus comunicados, el mensaje se interceptó y descodificó. En ese momento, supimos que Timbal había funcionado.

– ¿Quién llevó toda la operación?

– El MI-6. La iniciaron, la concibieron y dejamos que se encargaran de ella.

– ¿Quién estaba dentro del departamento?

– Yo mismo; el director general, Masterman, de la comisión de Doble Cruz.

– ¿Quién era el oficial al mando?

Boothby miró a Vicary.

– Broome, naturalmente..

– ¿Quién es Broome?

– Broome es Broome, Alfred.

– Hay una cosa que no comprendo. ¿Por qué era necesario engañar al oficial del caso?

Boothby sonrió lánguidamente, como si le inquietara un recuerdo un sí en no es desagrable. Un par de faisanes remontaron el vuelo desde el seto vivo y cruzaron el cielo de color gris peltre. Boothby se detuvo y contempló las nubes.

Parece que va a llover -comentó-. Quizá deberíamos emprender el regreso.

Dieron media vuelta y echaron a andar.

– Te engañamos, Alfred, porque queríamos que el otro bando se convenciera de que todo era real. Deseábamos que dieses los mismos pasos que hubieras podido dar en un caso normal. Tampoco te hacía ninguna falta saber que Jordan estaba trabajando para nosotros desde el principio. No era necesario.

– ¡Dios mío! -saltó Vicary-. Así que me han utilizado, lo mismo que a cualquier otro agente. Me utilizaron.

– Puedes expresarlo de ese modo, sí.

– ¿Por qué me eligieron a mí? ¿Por qué no cualquier otro?-Porque tú, lo mismo que Peter Jordan, eras perfecto.

– ¿Le importaría explicarme eso?

– Te elegimos porque eras inteligente, ingenioso y, en circunstancias normales, les habrías dejado satisfechos por el precio que hubieran pagado. Dios mío, estuviste a punto de calar el engaño mientras la operación estaba en pleno desarrollo; te faltó muy poco. También te elegimos porque la tensión entre nosotros dos era legendaria. -Boothby hizo una pausa y bajó la vista sobre Vicary-. Tú no has sido precisamente discreto a la hora de ponerme verde ante el resto del personal. Pero, lo más importante, te elegimos a ti porque eras amigo del primer ministro y la Abwehr lo sabía.

– Y cuando me despidió, comunicó la noticia a los alemanes vía Gavilán y Pelícano. Esperaba que el sacrificio de un amigo personal de Winston Churchill estimularía la confianza de los alemanes, induciéndoles a creer en la autenticidad del material de Timbal.

– Exactamente, eso era parte del guión.

– ¿Y Churchill estaba enterado?

– Sí, lo sabía. Lo aprobó personalmente. Tu viejo amigo te traicionó. Le gusta la magia negra, a nuestro Winston. Si no hubiese sido primer ministro, creo que habría sido oficial de engaño. Me parece que más bien disfrutó con todo esto. He oído que la pequeña arenga que te dirigí en las Salas de Guerra del Subsuelo es un clásico.

– Hijos de puta -murmuró Vicary- Cabrones manipuladores. Claro que, de cualquier modo, debo considerarme afortunado. Podría estar muerto como los otros. ¡Dios mío! ¿Se da cuenta de cuántas personas han muerto por su jueguecito? Pope, su chica, Rose Morely, los dos hombres de la Sección Especial en Earl’s Court, los cuatro policías en Louth, otro en Cleethorpes, Sean Dogherty, Martin Colville.

– Te olvidas de Peter Jordan.

– ¡Por el amor de Dios, mató usted a su propio agente!

– No, Alfred, lo mataste tú. Fuiste tú quien le envió en aquella barca. Debo reconocer que el asunto más bien me complace. El hombre cuya negligencia personal casi nos cuesta perder la guerra muere al salvar la vida de una joven y expía sus pecados. Así es como lo hubiera filmado Hollywood. Y así es como los alemanes creen que sucedió en realidad. Y, además, el número de vidas que se han perdido no es nada en comparación con la carnicería que hubiera tenido efecto si Rommel nos hubiese estado esperando en Normandía.

– ¿Es cuestión de Debe y Haber? ¿Así es como usted lo mira? ¿Como una gigantesca hoja de contabilidad? ¡Me alegro de estar fuera! ¡No deseo ninguna participación en eso! No, si ello significa hacer cosas de esa clase. Dios, hace mucho tiempo que deberíamos de haber quemado en la pira a las personas como usted.

Coronaron una última colina. La casa de Vicary apareció frente a ellos, a lo lejos. Las florecientes enredaderas se derramaban por encima de la protectora tapia de piedra caliza. Deseaba estar de regreso en la casa, cerrar la puerta de golpe, sentarse junto al fuego y no volver a pensar en nada de aquello. Sabía que eso era imposible ahora. Quería desembarazarse cuanto antes de Boothby. Apretó el paso, pisando fuerte monte abajo, y en un tris estuvo de perder el equilibrio. Con su alto cuerpo y sus piernas atléticas, Boothby tuvo que esforzarse para no quedar rezagado.

– La verdad es que no es eso lo que sientes, ¿eh, Alfred? Te gustaba. Te seducía. Te encantaba la manipulación y el engaño. Tu colegio universitario quiere que vuelvas y tú no estás seguro de desear volver porque comprendes que todo en lo que siempre has creído es mentira y mi mundo, este mundo, es el mundo real.

– Usted no es el mundo real. No estoy seguro de lo que es usted, pero no es real.

– Ahora puedes decir eso, pero me consta que lo echarás de menos desesperadamente. La clase de trabajo que hacemos es más bien como una amante. A veces no te gusta demasiado. A veces tampoco te gusta la cosa cuando estás con ella. Los momentos en los que disfrutas son fugaces. Pero cada vez que intentas dejarla, siempre algo tira de ti y te obliga a volver.

– Me temo que, aplicada a mí, esa es una metáfora perdida, sir Basil.

– Ahí vuelves a estar tú, pretendiendo ser superior, mejor que el resto de nosotros. Hubiera pensado que a estas alturas ya habrías aprendido la lección. Necesitas a las personas como nosotros. El país nos necesita.

Franquearon el portillo de la cerca y avanzaron por el acceso a la casa. La gravilla crujió bajo sus pies. Lo cual recordó a Vicary la tarde en que le convocaron a Chartwell y le dieron el trabajo en el MI-5. Recordó la mañana en las Salas de Guerra del Subsuelo, las palabras de Churchill: «Debe desprenderse de los restos de moral y de ética que aún le queden, prescindir de cuantos sentimientos de bondad humana posea todavía y hacer lo que sea necesario para alcanzar la victoria».

Al menos, alguien había sido sincero con él, incluso aunque fuese mentira en aquel momento.

Se detuvieron al llegar al Humber de Boothby.

– Lo comprenderá si no le invito a un refresco -dijo Vicary-. Me gustaría entrar y lavarme la sangre que mancha mis manos.

– Eso es lo bonito, Alfred. -Boothby alzó sus enormes zarpas para que Vicary las observara-. También yo tengo las manos manchadas de sangre. Pero no puedo verla, como tampoco puede verla nadie. Es una mancha secreta.

– ¿Quién es Broome? -preguntó Vicary por última vez.

Se oscureció el semblante de Boothby, como si pasara por él un nubarrón.

– Broome es Brendan Evans, tu viejo amigo de Cambridge. Nos contó el truco que empleaste para ingresar en el Cuerpo de Inteligencia en la Gran Guerra. También nos contó lo que te sucedió en Francia. Sabíamos qué era lo que te impulsaba y lo que te motivaba. Teníamos que… íbamos a manipularte, después de todo.

Vicary notó que empezaba a dolerle la cabeza.

– Tengo una pregunta más.

– Quieres saber si Helen formaba parte de la intriga o si llegó a ti por propia iniciativa.

Vicary se mantuvo muy rígido, a la espera de la respuesta.

– ¿Por qué no vas, la buscas y se lo preguntas tú mismo? Acto seguido, Boothby subió al automóvil y desapareció.

64

Londres, mayo de 1945

A las seis de aquella tarde, Lillian Walford se aclaró la garganta, llamó suavemente con los nudillos a la puerta y entró sin esperar respuesta. El profesor estaba allí, sentado ante la ventana que dominaba la plaza de Gordon, con su cuerpecito inclinado sobre un viejo manuscrito.

– Me voy ya, profesor, si no me necesita para nada más -dijo, e inició el acostumbrado ritual de cerrar libros y ordenar papeles que siempre parecía acompañar sus conversaciones del viernes por la tarde.

– No, estoy bien, gracias.

Ella le contempló, al tiempo que pensaba: «No, eso lo dudo mucho, profesor». Algo en él había cambiado. Nunca había sido parlachín, la verdad; no era de los que pegaban la hebra con la gente, so pena de que fuera absolutamente necesario. Pero ahora parecía más retraído que nunca, pobrecillo. Y había ido empeorando a medida que avanzaba el curso, en vez de mejorar como ella esperó. Las habladurías rondaban por el colegio, ociosas especulaciones. Algunos decían que envió hombres a la muerte o que dio la orden para que los matasen. Resultaba dificil imaginarse al profesor haciendo cosas así, pero no dejaba de resultar lógico, ella no tenía más remedio que reconocerlo. Algo le había impulsado a hacer aquel voto de silencio.

– Debería marcharse en seguida, profesor, si no quiere perder su tren.

– Más bien había pensado quedarme y pasar el fin de semana en Londres -dijo el profesor Vicary, sin levantar la vista de su trabajo-. Tengo cierto interés en ver el aspecto de la ciudad por la noche, ahora que han vuelto a encenderse las luces.

– Desde luego, esa es una cosa que espero no volver a ver, el maldito oscurecimiento.

– Algo me dice que no lo volverá a ver.

Lillian Walford tomó el impermeable del profesor de la percha de detrás de la puerta y lo colocó en la silla contigua al escritorio.

Vicary dejó el lapicero y alzó la mirada hacia la mujer. El acto siguiente de Lillian Walford los cogió a ambos por sorpresa. La mano de ella pareció dirigirse a la mejilla de Vicary por propia voluntad, por reflejo, del modo en que se alargaría para acariciar a unniño que acabase de sufrir algún daño.

– ¿Se encuentra bien, profesor?

Vicary se retiró bruscamente y su mirada volvió a concentrarse en el manuscrito.

– Sí, estoy estupendamente -replicó. Y en su voz había un tono, una arista, que ella nunca había oído antes. El profesor murmuró como para sí algo parecido a «nunca me sentí mejor».

La mujer dio media vuelta y se encaminó a la puerta.

– Feliz fin de semana -deseó.

– Procuraré que así sea, gracias.

– Buenas noches, profesor Vicary.

– Buenas noches, señorita Walford.

La tarde era calurosa y para cuando cruzaba la plaza de Leicester ya se había quitado la gabardina y la llevaba doblada sobre el brazo. El crepúsculo se encontraba en las últimas y las luces de Londres empezaban a encenderse despacio. Imagina, Lillian Walford tocándole la cara de aquella forma. Siempre se había considerado un buen simulador. Se preguntó si era tan evidente.

Atravesó Hyde Park. A su izquierda, un grupo de estadounidenses jugaba a ese minibéisbol llamado sof ball. A su derecha, británicos y canadienses estaban empeñados en un bullanguero partido de rugby. Pasó por un punto donde apenas unos días antes estaba emplazado un cañón antiaéreo. La pieza artillera había desaparecido, sólo quedaban los sacos terreros, como piedras de antiguas ruinas.

Entró en Belgravia e, instintivamente, se dirigió a la casa de Helen.«Espero que cambies de idea, y pronto.»

Las persianas del oscurecimiento estaban levantadas y la casa era un ascua de luz. Los acompañaban otras dos parejas. David vestía su uniforme. Helen se colgaba de su brazo. Vicary se preguntó cuánto tiempo llevaba allí de pie, dedicado a mirarlos, a mirarla a ella. Con gran sorpresa por su parte -o tal vez era alivio-se percató de que no sentía nada por Helen. El fantasma de aquella mujer le había dejado por fin, en aquella ocasión para siempre.

Se alejó. La King ’s Road desembocó en la plaza de Sloane y de la plaza de Sloane pasó a las tranquilas calles laterales de Chelsea.Consultó su reloj; aún tenía tiempo de coger el tren. Encontró un taxi, dijo al conductor que le llevase a la estación de Paddington y subió al vehículo. Bajó el cristal de la ventanilla y sintió en el rostro la caricia cálida del aire. Por primera vez en muchos meses experimentó algo parecido a la satisfacción, algo semejante a la paz.

Desde una cabina de la estación telefoneó a Alice Simpson y ella accedió a ir al campo a la mañana siguiente. Colgó y tuvo que lanzarse a la carrera para coger su tren. El vagón iba bastante lleno, pero encontró un asiento de ventanilla en un compartimento en el que iban dos ancianas y un soldado de rostro juvenil aferrado a un bastón.

Miró al soldado y observó que llevaba la insignia del 2.º Regimiento East York. Vicary supo que el muchacho había estado en Normandía -en Sword Beach, para ser exactos- y que tenía suerte de estar vivo. Los East York sufrieron muchas bajas durante los primeros minutos de la invasión.

El soldado se dio cuenta de que Vicary le miraba y esbozó una breve sonrisa.

– Ocurrió en Normandía. Apenas había saltado de la lancha de desembarco. -Levantó el bastón-. Los médicos dicen que tendré que usar esto durante lo que me quede de vida. ¿Cómo consiguió usted lo suyo? La cojera, quiero decir.

– En la Gran Guerra, en Francia -respondió Vicary, con distante frialdad.

– Lo retiraron para este gremio.

Vicary asintió.

– Un trabajo de mesa en un aburridísimo departamento de la Oficina de Guerra. Nada importante, la verdad.

Al cabo de un rato, el soldado se quedó dormido. Una vez, mientras los campos pasaban veloces, Vicary vio la cara de ella, que le sonreía, sólo un instante. Después vio la de Boothby. Luego, al espesarse la oscuridad, vio su propia imagen, viajando en silencio junto a él, reflejada en el cristal.