173697.fb2
Al día siguiente, el dolor de oído había empeorado, pero lo mantuve a raya a base de aspirinas. El resfriado se me había pasado, me dije, y lo mismo sucedería con esto. Intenté olvidar que Cisco había sugerido lo contrario y me había prevenido de que tal vez necesitara una receta de antibióticos.
«Deja de preocuparte de sus malditos consejos -me dije-. El dolor desaparecerá solo, como tantas veces. Los médicos no pueden aceptarlo porque, si lo hicieran, se quedarían sin empleo.»Pero al otro día, el oído aún se resentía de que no le prestara atención. La última aspirina que había tomado por la noche dejó de surtir efecto y, cuando desperté, el tímpano me latía como un doloroso eco del pálpito del corazón. Me incorporé hasta quedar sentada, moviéndome muy despacio pues no quería que la menor subida de tensión sanguínea fuese a empeorar las dolorosas pulsaciones.
Cuando estuve preparada, fui al baño. Mi rostro era un estudio de contrastes, pálido con zonas de color intenso, febril. Engullí las tres últimas aspirinas y arrojé la caja a la basura. Seguramente estaba pasando la fase crítica, me dije. Un día más y empezaría la mejoría.
Me di una ducha de un cuarto de hora con la puerta y la ventana del baño bien cerradas, inhalando vapor. Después de una taza de té y un par de tostadas, empecé a notar el efecto de las aspirinas. Me sentí ligeramente mejor, lo suficiente para vestirme y salir.
Supongo que habrá quien considere extraño que alguien con semejante dolor y con fiebre no decida faltar al trabajo pero, de hecho, llegué temprano a la oficina. No me apetecía quedarme en casa sin nada en qué pensar más que en el dolor de oído y en el tiempo que tardaría en desaparecer si seguía negándome a ir al médico. Quería distraerme con el trabajo y, si faltaban horas para mi turno, Hugh Hennessy podía ayudarme a llenarlas.
– Sarah… -Tyesha alzó la vista de su escritorio con cara de ligera sorpresa-. Estaba a punto de llamarte. Prewitt quería que hoy vinieras un poco antes, pero no tanto. Sobre las tres y media, dijo.
– Está bien. -Me recogí un mechón de pelo detrás de la oreja buena-. ¿Ha dicho qué quería?
– No, lo siento. -Tyesha acompañó su respuesta con un gesto de cabeza.
Nadie más hizo comentarios sobre mi presencia en la oficina tan temprano. No me entretuve a hablar con ningún colega; me limité a tomar un té y a investigar los datos policiales sobre Hugh Hennessy. No constaban arrestos ni denuncias. Había una multa de tráfico de hacía un par de años, un giro prohibido, y Hugh había remitido el importe de la multa por correo sin incidencias. Nada más.
Mi siguiente visita, que también requería de mi presencia en persona, fue a los archivos del servicio de Urgencias Médicas, donde quedaban registradas las salidas efectuadas durante años.
Los Hennessy vivían en los límites occidentales del condado de Hennepin, en la orilla del gran lago Minnetonka. Buen empleo para quien pudiera pillarlo, como había dicho el agente Begans. Gran parte del condado se había llenado de urbanizaciones y casas, pero en las riberas del Minnetonka aún quedaba un rincón de calma, intimidad e historia, al alcance de pocos bolsillos. Algunos de los ciudadanos más ricos del condado vivían en sus ensenadas y radas.
Facilité al empleado del archivo la dirección, con pocas esperanzas de que la indagación diera resultado. Pensé que era posible que algo anduviera mal en casa de los Hennessy, pero no debía de tratarse de nada que llevara a la policía a acercarse a la tranquila casa junto al lago; sería, más bien, una aflicción callada, contenida, de la que ni los vecinos tendrían sospecha.
– Hace cuatro semanas enviamos una ambulancia a esa dirección -me informó el joven empleado.
– ¿Ah, sí? -respondí, sorprendida. Nunca debe darse nada por sentado-. ¿Por qué?
– Posible apoplejía -me leyó del breve informe-. Varón, cuarenta y tres años, inconsciente. Conducido al Centro Médico del Condado.
– ¿Y después? -pregunté.
– No sé nada más.
– ¿Ha encontrado alguna salida más a esa dirección?
– No -respondió el joven-. Sólo ésta.
– Gracias por la ayuda -le dije. Luego, añadí-: ¿Apoplejía? No estoy familiarizada con la terminología…
– En otras palabras, un accidente cerebral.
Un hombre de cabellos blancos atendía el mostrador de información sobre pacientes del Centro Médico del condado de Hennepin. Le di el nombre y tecleó «Hugh Hennessy» en el ordenador.
– No está aquí -declaró el hombre.
– ¿Le han dado el alta, o…? -No quise emplear la palabra «morir» -. ¿Cuál fue la resolución de su tratamiento en este centro?
– No dispongo de esta información -me respondió-. Tendría que ir a Registros Médicos.
El ascensor en el que bajé era de gran tamaño, diseñado para transportar sillas de ruedas y camillas. En la oficina del archivo, una joven pelirroja trabajaba en el ordenador. Dejé la placa en el mostrador para que la viese.
– Necesito saber adónde llevaron, desde aquí, a un paciente llamado Hugh Hennessy.
– Lo siento -replicó la mujer-. Con placa o sin ella, no puedo revelarle información de un paciente sin una orden judicial.
– Lo trajeron por un accidente cerebral -insistí-. Si murió aquí, necesito saberlo.
Ella movió la cabeza, disculpándose sin palabras.
Suspiré y lo intenté de nuevo. Notaba como si los pulmones se me hubiesen encogido a un tamaño infantil y no pudiese inspirar profundamente.
La mujer tal vez me vio más exasperada de lo que yo creía estar, o tal vez es que mi aspecto era más patético de lo que imaginaba. Empezó a teclear de nuevo ante la pantalla y tomé su gesto como una despedida -volvía a concentrarse en su trabajo, por lo que yo podía ver-, pero de pronto se volvió para mirarme y, con una sonrisa franca, me dijo:
– El hospital Park Christian es un excelente centro de rehabilitación para pacientes de apoplejía, ¿sabe?
– ¿De veras? -Comprendí al instante lo que estaba revelándome-. Se lo agradezco mucho.
El hospital Park Christian quedaba a las afueras de Mineápolis, en un agradable entorno de verdor que debía de resultar reconfortante para los parientes de los frágiles y enfermos.
Tras una doble puerta automática, me recibió una ráfaga de frío del aire acondicionado. Después del calor del día de verano y del largo viaje hasta allí, me entró una tiritona al instante. Sin embargo, el dolor del oído estaba controlado, amortiguado por las aspirinas, y esto era lo importante.
– ¿Puedo ayudarla? -preguntó la recepcionista.
– Quisiera ver a Hugh Hennessy -dije. Me di cuenta, demasiado tarde, de que debería haber llevado unas flores, una tarjeta…-. Soy amiga de la familia.
Esperaba una respuesta evasiva, «no consta en la lista de visitantes», o algo parecido, pero la mujer se apresuró a decir:
– Llamaré a Freddy para que la acompañe.
«¿Ah, sí?», estuve a punto de exclamar. Sólo me proponía confirmar dónde estaba Hugh Hennessy, pero ahora tendría que verlo cara a cara y no había preparado ninguna excusa creíble para estar allí.
– ¿Seguro que no interrumpo alguna terapia, o algo así? Puedo volver más tarde -me ofrecí.
Se abrió una puerta junto al mostrador y apareció un hombre joven, aunque de aspecto avejentado. De facciones fofas y con ojeras, llevaba el cabello rubio cortado al cepillo, muy corto, en un estilo que pocos jóvenes de veintitantos escogerían. Leí su nombre, Freddy, en la tarjeta que llevaba prendida de la bata.
– ¿Usted ha venido a ver a Hugh Hennessy?
– Sí, eso es -reconocí.
El joven señaló una puerta y me indicó que lo siguiera.
– Es una lástima que no haya venido un poco antes -comentó Freddy-. Se habría encontrado con su hija.
– ¿Marlinchen ha estado aquí?
– Una chica muy guapa -comentó él, y no noté ninguna segunda intención en su tono de voz-. Viene muy a menudo.
Recorrimos un pasillo y, cruzando un pasaje acristalado entre dos edificios, entramos en otra ala del centro. Detrás de los cristales se divisaba un espacio abierto, extensiones de césped y senderos y, al fondo, un estanque profundo.
– ¿El señor Hennessy está consciente? -pregunté-. ¿Puede hablar?
– Consciente, creo que lo está -me informó Freddy-. Lo que se dice hablar, no pronuncia ni una palabra. Tiene afasia expresiva. Significa que creemos que entiende gran parte de lo que sucede a su alrededor pero, cuando intenta hablar, resulta bastante incoherente.
– ¿Es el único daño que ha sufrido?
Freddy movió la cabeza en un gesto de negativa.
– De momento, está en una silla de ruedas porque tiene el costado derecho muy debilitado, pero nos estamos ocupando de ello. Y de cierta dejadez.
– ¿Dejadez?
– Cuando el paciente, junto con la sensibilidad de un costado del cuerpo, pierde conciencia de una parte del entorno.
– Entiendo. -Por un instante, pensé que Freddy estaba diciéndome que Hugh Hennessy había recibido malos cuidados, en otra parte.
Nos detuvimos ante una puerta.
– Es esta habitación -anunció Freddy.
Dentro reinaba la calma y el silencio. Había dos camas bajas, pero Hugh Hennessy no estaba en ninguna de las dos. Sentado en la silla de ruedas junto a la ventana, tenía la cabeza gacha, la barbilla apoyada en el pecho y los ojos cercados.
– ¿Le sucede algo? -pregunté a mi acompañante, inquieta.
Freddy sonrió al ver mi alarma.
– No pasa nada. Se ha quedado dormido, eso es todo.
De constitución delgada, Hugh Hennessy llevaba el cabello castaño claro cortado en un estilo, con flequillo recto en la frente, que delataba a un hombre que no prestaba atención a su aspecto. Y, dados sus problemas de salud, no me esperaba que pareciese tan joven. El aire acondicionado me provocó otro escalofrío y me pregunté por qué lo tenían tan fuerte en un lugar con tantos enfermos y ancianos.
Freddy ladeó la cabeza y me preguntó si me encontraba bien.
– Sí -respondí-. ¿Por qué?
– La veo un poco pálida.
– Fuera hacía calor -dije, como si aquello lo explicara todo.
Hugh Hennessy movió los párpados y entreabrió los ojos. No pude determinar si estaba consciente o si me veía, pero me asaltó cierto sentimiento de culpa, como si me hubiera sorprendido en su habitación con algún pretexto espurio.
– En realidad -añadí-, no me encuentro demasiado bien. Necesito salir a tomar el aire.
– De acuerdo -respondió Freddy, comprensivo-. Vuelva cuando se sienta mejor.
En los extremos del aparcamiento del hospital, sendas flechas indicaban «Sólo Entrada» y «Sólo Salida». Siguiendo la dirección que marcaban, tuve que hacer un giro a la derecha desde una calzada secundaria para volver a la calle por la que había llegado al hospital. Por eso pude distinguir la figura menuda de Marlinchen Hennessy esperando el autobús, sentada en el banco de la parada.
Detuve el Nova y la llamé por la ventanilla.
– ¿Te acuerdas de mí?
Marlinchen levantó la vista, sobresaltada.
– Pasaba por aquí y te he reconocido -continué-. ¿Adónde vas?
– A casa -respondió.
– ¿Te llevo?
– Queda muy lejos -replicó ella, muy cautelosa todavía.
– No importa. Hace un día espléndido para dar una vuelta.
Un delincuente, alguien que tuviera experiencia con la policía, habría comprendido que la aparición casual de un detective y el ofrecimiento a llevarla era demasiada coincidencia. Sin embargo, Marlinchen era muy joven y, cuando miré atrás fingiendo que me preocupaba que se acercasen otros coches, se sintió culpable.
– Date prisa, si vas a subir -le urgí.
Recogió la mochila y se acercó corriendo al coche. Montó apresuradamente en el asiento del acompañante y cerró la puerta. Pisé el acelerador y nos pusimos en camino. «Te pillé», me dije. A cien kilómetros por hora, no podría escapar del interrogatorio.
Era lamentable, pensé, que tuviera que complacerme en acorralar a la chica, apenas adolescente, como si fuera un malhechor curtido, pero había que aprovechar las oportunidades.
– Baja el cristal de la ventanilla, si quieres -le propuse. Me daba igual llevarla abierta o cerrada, pues seguían acometiéndome oleadas alternativas de calor y de frío. Marlinchen bajó el cristal a medias.
– ¿Vienes de la escuela? -le pregunté-. No sabía que hubiese ninguna en esta zona.
– No. Termino las clases a mediodía. Estoy en último curso y cumplo todos los requisitos para la graduación, de modo que tengo un programa de asignaturas reducido.
– Que suerte, ¿no?
– Sí, me gusta. -Su tono de voz sonó un poco más relajado y confiado.
– ¿Y qué te ha traído a este barrio, entonces?
– Vengo del hospital -explicó la chica lacónicamente.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?
Le estaba dando una oportunidad. «Vamos, dime la verdad», la conminé en silencio. Ella rehuyó mi mirada.
– Trabajo allí de voluntaria, cuando puedo -fue su respuesta.
«Qué lástima, Marlinchen. Se acabaron las oportunidades.»-Muy considerado por tu parte -comenté-. Y muy conveniente, también. Así tienes ocasión de visitar a menudo a tu padre.
Durante unos momentos, el único sonido que se escuchó fue el ronroneo del motor del Nova. Después, oí que Marlinchen sollozaba. Con la cabeza apoyada en el marco de la portezuela del coche, sacudía los hombros, incapaz de contenerse.
De repente, dejó de parecerme gracioso verme reducida a poner trampas a una adolescente con sus propias evasivas. Había investigado el paradero de Hugh Hennessy como si fuese un mero ejercicio intelectual, sin pensar en los sentimientos humanos que podía afectar.
Hablé con toda la suavidad posible.
– Tu padre ha sufrido una embolia, tu madre ha muerto, eres la mayor de la familia y tu hermano gemelo ha desaparecido. Ya tienes bastantes problemas y, en otras circunstancias, lo último que desearía es cargarte con más conflictos, pero no podré evitarlo si sigues mintiéndome.
Marlinchen no respondió y continuó llorando un rato, mientras dejábamos la 394 y tomábamos las carreteras secundarias que cruzaban los humedales en torno al gran lago, donde las tiendas de artículos de pesca y los merenderos daban paso a las casas, invisibles desde la calzada. En ese momento fui consciente de la distancia que había recorrido la muchacha en autobús para venir a verme a la brigada de investigación.
– Voy a necesitar indicaciones precisas dentro de muy poco -le dije, aliviada por tener algo normal que comentar. -¡Oh!
Su voz sonó apagada, pero se sentó más erguida y, cuando empezó a darme instrucciones sobre el camino que debíamos tomar, parecía más serena.
Los Hennessy vivían en una pequeña península que se adentraba en el lago, al final de una pista de tierra sin señalizar. Me había figurado que un escritor viviría en un lugar opulento, pero la casa de la familia, aunque grande, carecía de pretensiones. Tenía dos pisos y la fachada de madera deteriorada por la intemperie. Unas matas de lilas todavía floridas adornaban la puerta principal y el serpenteante sendero de losas estaba orlado de lirios de un púrpura intenso que despuntaban aquí y allá, en grupos. Se apreciaba que el césped de la parte delantera no se había segado últimamente. Un edificio más pequeño, tal vez una cochera para carruajes, se alzaba al otro lado de la casa, de principios del siglo XX. Por su lado más alejado, las ramas de un sauce llorón caían en cascada sobre el tejado.
El camino de tierra pasaba junto a la parte frontal de la casa y, cuando detuve el coche, me di cuenta de que la auténtica fachada era la del otro lado, la que daba al lago. Allí había un amplio porche cubierto, con puertas correderas de cristal. En el piso de arriba, un gran ventanal se asomaba a las aguas, rematado por un emparrado hasta el que se encaramaban unas parras ornamentales. Una pendiente suave y abierta, cubierta de hierba, llevaba hasta el lago, en cuya orilla se había construido una barrera de rocas, una albitana, que la protegía de la erosión.
Un árbol solitario se alzaba a medio camino y entre sus hojas brillantes, de un verde intenso, se distinguían varios capullos de un tono crema.
Apagué el motor del Nova. Podía marcharme al momento, pero con ello perjudicaría todo lo que había venido haciendo desde que había invitado a Marlinchen a subir al coche. Su voluntad de mentirme había quedado demostrada; si dejaba la conversación para más adelante, para el día siguiente, le permitiría maquillar los hechos a su gusto, en previsión de nuestro siguiente encuentro.
– ¿Y bien? Cuéntame -le dije.
– ¿Por dónde empiezo?
– Por la embolia de tu padre -apunté-. Fue hace tres semanas, ¿me equivoco?
Ella asintió.
– ¿ Por qué lo has ocultado? -quise saber.
– Papá es escritor -respondió ella-. Es famoso. Habría salido en las noticias.
– ¿Y qué problema hay? -repliqué-. Está enfermo, de acuerdo, pero eso no es motivo de escándalo.
Marlinchen apretó los labios, pensativa.
– Quería proteger su intimidad -añadió.
– Me contaste que estaba en el norte, terminando una novela -le recordé-. No soy periodista y fuiste tú quien vino a pedirme ayuda. Y, a pesar de ello, me mentiste. Eso es bastante más que proteger la intimidad de tu padre.
– No quiero que mis hermanos terminen en casas de acogida -explicó ella en un susurro, bajando la cabeza-. Dentro de unas semanas cumpliré dieciocho años y ya podré ser su tutora, pero si los Servicios Sociales descubren antes lo de mi padre, nos separarán.
– Creo que eres demasiado suspicaz -le respondí-. Los asistentes sociales no andan buscando familias que disgregar. Toman en cuenta el conjunto de la situación. Es muy probable que si te ocupas bien de tus hermanos pequeños, te permitan tenerlos en custodia provisional hasta que cumplas los dieciocho.
– No es necesario que intervengan.
– No es nada inusual -la tranquilicé-. Podéis vivir con un pariente adulto hasta que tu padre mejore.
– No tenemos a nadie -explicó ella. Al observar mi cara de escepticismo, continuó-: Mi madre tenía una hermana, pero murió. Y todos mis abuelos han muerto, excepto mi abuela materna, que está en una residencia para la tercera edad en Berlín. Prácticamente, sólo habla alemán.
– Bien, queda descartada -asentí e hice una pausa para pensar-. Oye, ¿puedo entrar?
Marlinchen me condujo hasta el porche de atrás, bajando unos peldaños, y entramos por las puertas correderas. La casa de los Hennessy era tan agradable por dentro como por fuera: buena madera de pino, un techo de vigas rústicas y toques eclécticos por todas partes. Estábamos en un salón familiar cuyo mobiliario elegante, que había conocido tiempos mejores, quedaba empañado por la modernidad del televisor de pantalla panorámica. Más allá, distinguí una espaciosa cocina, con las ollas y los cacharros colgados sobre una mesa central de trabajo.
– ¿Le apetece beber algo? -me ofreció la muchacha mientras me conducía a la cocina, moviéndose con la seguridad que se adquiere en la casa donde una ha vivido durante mucho tiempo.
– Agua muy fría, por favor.
Marlinchen me sirvió un vaso y sacó té helado para ella. Deambulé por la cocina detrás de ella, mirándolo todo. Mi propuesta de que entráramos en la casa no había sido del todo inocente; había querido observar, como habría hecho un asistente social, en qué condiciones vivían los niños, si la casa estaba limpia y qué comían. A mi juicio, la casa mostraba más orden que la de muchos de mis colegas solteros. La cocina estaba tan limpia como el salón que había visto antes. Un ligero olor a guiso impregnaba el aire y en el desagüe quedaba algún resto de verdura, lo que apuntaba a una alimentación sana. Las plantas repartidas por la casa, bien regadas, estaban verdes y lozanas.
– Detective Pribek, ¿podemos hablar de Aidan? -dijo Marlinchen.
– Claro -accedí-. Pero tu hermano casi tiene dieciocho años y se ha marchado por su propia voluntad. Cuando los cumpla, y según me has dicho sólo faltan un par de semanas para ese día, su paradero será asunto suyo, exclusivamente. Si no quiere que la familia lo conozca, estará en su perfecto derecho, aunque te pese.
– Es mi hermano -musitó Marlinchen -. Tengo que saber dónde está.
Se dejó caer en una silla. Yo continué de pie; no quería verme implicada en aquella situación.
– Lo siento -le dije-. Comprendo que temas por él, pero cuando alguien lleva tanto tiempo desaparecido como Aidan, la policía no puede hacer gran cosa. Está claro que esto es terreno de un investigador privado. Puedo recomendarte algunos, gente competente, que se dedicarán a buscarlo por una tarifa bastante razonable.
– ¿Cuánto dinero costaría?
– Depende -respondí-. Uno bueno puede cobrar cien dólares por hora, al menos.
La muchacha torció el gesto.
– Ya sé que parece mucho -continué-, pero yo no buscaría gangas, en este asunto. Si no contratas a un profesional competente, puede llevarte mucho más tiempo encontrar a Aidan. Además, a veces hay detectives poco éticos que establecen tarifas bajas para conseguir clientes, pero luego se eternizan en la investigación. Al final, todavía sale más caro.
– Entiendo. -Marlinchen empezaba a parecer perdida-. ¿Y cuántas horas cree que tardaría en encontrarlo?
– Eso sí que no hay modo de saberlo. Quizá dé con él en tres llamadas de teléfono; en otras ocasiones se tardan semanas.
– Entiendo -repitió la muchacha. Era evidente que mis comentarios no la habían tranquilizado y no costaba adivinar por qué.
– Es el dinero, ¿no? -pregunté.
Los Hennessy vivían en la zona más lujosa del lago y yo había dado por sentado que Marlinchen no sólo era capaz de llevar los asuntos domésticos, sino que, para ello, hacía uso de una holgada suma procedente de los ahorros de su padre. Por lo menos, era lo que había supuesto hasta aquel momento.
– Ya sé que en apariencia no tenemos problemas económicos -comentó Marlinchen-, y es verdad que tengo acceso a la cuenta corriente de mi padre, puesto que me dio el número secreto del cajero automático. Pero para disponer de todo lo demás tendría que ser su administradora, y en consecuencia haber cumplido los dieciocho. Incluso entonces, los trámites podrían retrasarse un tiempo más. Papá padece afasia, un trastorno del habla y de la comprensión. Es preciso que se recupere lo suficiente para que el agente judicial certifique que comprende lo que se le dice y que la autorización que está realizando corresponde realmente a su deseo de nombrarme administradora.
Se había explicado con sorprendente claridad.
– ¿Tu padre tiene algún abogado que pueda ayudarte?
– No sé si llamar «el abogado de papá» al señor DeRose, pero lo asistió en algunas cuestiones tras la muerte de mamá y, cuando lo llamé, estaba dispuesto a actuar de administrador provisional y correr con nuestros gastos. Yo le devolvería el dinero cuando tuviera acceso a los fondos.
«Ojalá el tal DeRose sea un hombre recto», me dije; un abogado sin escrúpulos podía convertirse en una máquina tragaperras andante para aquella adolescente dubitativa y apurada con un padre rico. Sin embargo, las siguientes palabras de Marlinchen me llevaron a cambiar de idea respecto a la situación económica del padre.
– Pero, incluso entonces -prosiguió la muchacha-, sólo podré acceder a las cuentas bancarias y a los fondos de ahorro para estudios que tenemos cada uno de los hermanos. En conjunto, no es mucho dinero. La mayor parte de lo que ha ganado mi padre se invirtió en esta propiedad, que está muy bien, pero ni la casa ni la espléndida vista nos dan de comer. -Acompañó el comentario con un gesto, señalando el lago. Después, se corrigió-: Las cosas no están tan mal, todavía, pero desde luego no hay dinero para contratar a un detective privado durante un periodo de tiempo indefinido. Por eso esperaba que alguien de la policía pensase que el caso de Aidan era lo bastante importante como para ocuparse de investigarlo.
Empezaba a sentirme como una de esas aviadoras pioneras que despegaban de Nueva York con rumbo a la Costa Oeste un día nublado, se desorientaban en un banco de niebla y acababan en una comprometida travesía a Europa. Me había propuesto echar una mano a Marlinchen porque pensaba que sería coser y cantar y, al principio, pareció que así iba a ser: había encontrado enseguida a Hugh Hennessy y había comprobado que los motivos de su hija para encubrir su ausencia, aunque equivocados, no eran delictivos. En aquel momento, había creído que podría tranquilizar a Marlinchen fácilmente: le aseguraría que Aidan debía de encontrarse bien, le recomendaría un detective privado competente y daría carpetazo al asunto. Había creído que podría resumir todo el asunto Hennessy en cuatro palabras: no es problema mío.
Para colmo de males, volvía a dolerme el oído. Las aspirinas ya no surtían efecto y la sensación empezaba a pasar del dolor sordo y medicado a las intensas punzadas con las que me había despertado las dos últimas mañanas. El malestar estaba cerrando mi mente a sentimientos más nobles.
– Ojalá fuese una mera cuestión de importancia -respondí-. Pero el condado de Hennepin me paga para que investigue hechos en los que se ha infringido la ley dentro de su circunscripción, y éste no es el caso. Repito, hablaré con los detectives privados que conozco y veré si alguno acepta ayudarte gratis. Tal vez…
Un ruido procedente de la parte delantera de la casa hizo que Marlinchen levantara la mirada. Tres chiquillos cargados con las mochilas escolares irrumpieron en la cocina y su parloteo cesó en seco cuando advirtieron mi presencia junto a su hermana.
Ninguno de los tres era rubio como Marlinchen, sino que habían heredado el cabello castaño de Hugh. El más pequeño iba bastante desgreñado pero, salvo este detalle, se los veía limpios y bien vestidos y, evidentemente, muy sanos. Marlinchen se levantó.
– Chicos, ésta es la detective Sarah Pribek -anunció-. Hablé con ella hace unos días, acerca de Aidan. ¿ Recordáis que os dije que iba a la ciudad a eso?
– Yo creía que… -intervino uno de los pequeños, un chico fuerte con una camiseta sin mangas.
– Ya hablaremos luego -lo cortó Marlinchen, y llevó a cabo las presentaciones-. Mire, éste es Liam. Tiene dieciséis años. -El chico, alto y delgado, llevaba el cabello bastante largo y unas gafas con montura metálica-. Y éste, Colm, de catorce -señaló al que acababa de hablar-. El más pequeño es Donal, de once.
Donal era el del cabello revuelto; bajo la pelambrera, sus facciones aún no estaban bien definidas, como suele suceder en los niños de su edad.
– Encantada de conoceros -intervine-, pero ahora tengo que marcharme. Debo ir al trabajo. Haré esas llamadas -dije a Marlinchen-. Me ocuparé esta noche o mañana y te llamaré con la respuesta.
No iba a ser fácil, pensé, pero tal vez encontraría a un sabueso bien dispuesto.
– La acompañaré a la puerta -respondió ella, asintiendo. Una vez en el porche, volvió a hablarme con franqueza-: Detective Pribek, no nos denunciará usted, ¿verdad? A Servicios Sociales, me refiero.
– Mi obligación es informarlos de vuestro caso, Marlinchen. Es la ley.
Noté que mi respuesta la decepcionaba. Encorvó los hombros levísimamente y apartó la mirada, dirigiéndola al lago.
No entendí por qué se sentía así, como si ella y sus hermanos hubieran sido sentenciados a un orfanato del pasado, uno de esos caserones tétricos donde se comían gachas infectas. Pero, de pronto, me vi a través de sus ojos y no me gustó lo que observé. Me había presentado allí y había comprobado que tenía la casa bien arreglada, que cocinaba y que se ocupaba de sus hermanos menores con evidente cariño, pero no, lo siento, con eso no basta y voy a denunciarte a las autoridades y, por cierto, me importa un bledo dónde esté tu hermano. Si quieres encontrarlo, paga.
– Mira -dije, aflojando el paso-, tal vez pueda ayudarte un poco en lo de Aidan.
– ¿De verdad?
– Dices que sólo tienes clase hasta mediodía, ¿no? ¿Por qué no paso mañana, alrededor de la una, y hablamos de esto un poco más?
Decir que Marlinchen Hennessy sonrió no haría justicia a su expresión. En el breve tiempo transcurrido desde que nos conocíamos, nunca había esbozado más que una levísima mueca de reconocimiento. Nada me había preparado para esa explosión de felicidad espontánea, brillante como el primer chisporroteo de una cerilla al encenderse. La idea de involucrarme más con aquella familia no acababa de atraerme, pero resultaba conmovedor cuánto significaba para la muchacha mi ofrecimiento de colaboración.
Le di una tarjeta.
– Ahí tienes mi número de móvil y de busca -le dije-. Por si no puedes acudir, o para cualquier cosa…
– Aquí la esperaré -aseguró.
Tan pronto volví al coche, busqué en el bolso la caja de aspirinas. «Está en la papelera del baño, genio, donde la tiraste esta mañana después de tomarte la última. Ibas a comprar más, ¿recuerdas?»Eran las cuatro menos cuarto en la pantalla del móvil. Aunque no pasara por una farmacia, ya llegaba tarde al trabajo. Hice una maniobra para poner el coche de cara a la salida y aceleré por el largo camino de acceso de la casa. Ya pediría un par de analgésicos a alguien en la oficina.