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Los tres hermanos eran croatas. Llevaban ocho días en América y vivían con sus padres en la atestada casa de sus tíos y primos, que habían llegado a Mineápolis hacía un año. Los chicos todavía no se habían acostumbrado al cambio de horario y a menudo se despertaban cuando su padre y su tío se levantaban para ir al trabajo, en una fábrica de patatas fritas.
Los hermanos se habían quedado prendados de las bicicletas de sus primos y habían aprendido a montar en ellas. Despiertos y aventureros como suelen ser los niños a su edad, aquella madrugada, cuando el padre y el tío se marcharon al trabajo, ellos habían salido a dar una vuelta, aunque les habían prohibido coger las bicis si no iban con un adulto.
El más pequeño, que iba montado en la barra, había caído por encima de la barandilla cuando su hermano perdió el equilibro tras una maniobra brusca de la bicicleta. Ese mismo hermano, el mayor de los tres, había saltado al agua al instante para intentar rescatarlo, y había sobrevivido. El pequeño, demasiado menudo y débil, había sido arrastrado por el remolino y había muerto.
Los padres habían insistido en presentarse en comisaría al día siguiente del accidente para darme las gracias. Los acompañaban sus parientes, que hablaban un inglés rudimentario pero inteligible. A mí me acompañaba la relaciones públicas de nuestro departamento, que parecía tan incómoda como yo. Fue un encuentro lingüísticamente complicado y sumamente triste, hasta el punto que casi hubiese preferido que no se tomasen la molestia.
Hacía un momento que había vuelto a mi sitio cuando mi teniente, que salía, se detuvo a mi altura.
– Detective Pribek -dijo-. Te encuentras bien.
El cincuentón William Prewit hacía preguntas como si afirmase hechos.
– Bien, gracias -respondí-. ¿Y usted?
– Bien -contestó con energía-. Tengo algo para ti. Se trata de una comprobación, una cosita de nada.
– Claro. ¿Y qué es?
– Llevo tiempo oyendo rumores acerca de alguien que tal vez esté practicando la medicina sin licencia -me dijo.
– Pues es algo de lo que tendría que ocuparse el Colegio Estatal de Médicos, ¿no?
– No, no se trata de un problema de licencia, de que el hombre haya olvidado renovar los papeles -me corrigió Prewitt-. Lo que nos tememos es que no sea médico en absoluto, que sea un impostor. También es probable que tenga la consulta en un edificio de viviendas de protección oficial.
– Qué audaz -comenté-. ¿Y ha hecho una chapuza a un paciente y luego lo ha abandonado a la puerta de urgencias de algún hospital?
– Que yo sepa, no -respondió Prewitt-, pero la verdad es que sabemos muy poco. No es más que un rumor sutil y persistente. Es posible que no tenga nada de cierto.
Esta frase podía interpretarse de dos modos. Podía significar: «Es un caso muy dudoso y por eso se lo paso a mi investigadora más joven y novata, la que ya ha levantado una nube de sospechas en el departamento». O bien: «Es un caso difícil, con pocas pistas, un caso que necesita una mano sutil. Demuéstrame lo que vales, Pribek».
– ¿Y qué quiere que haga? -le pregunté.
– Pregunta por ahí, haz averiguaciones entre tus confidentes -respondió Prewitt.
– Claro -dije-. Lo haré.
Se marchó con un leve movimiento de barbilla que significaba: «Adelante».
Abrí el último cajón del escritorio y busqué un sobre que guardaba en él. Contenía un surtido variopinto de papelitos con los nombres y teléfonos de mis confidentes. Los examiné mientras decidía por dónde empezar. Prewitt no había dado a entender que el caso del médico sin licencia fuese urgente. Tampoco parecía confiar demasiado en que yo descubriese algo. Precisamente por eso, quería empezar a trabajar de inmediato. Encontraría a aquel tipo antes de lo que Prewitt esperaba. Iba a demostrarle lo que valía.
– ¿Sarah? -dijo alguien tras un carraspeo.
Delante de mí estaba Tyesha, una de nuestras empleadas de refuerzo, que no pertenecía al cuerpo. Medía metro cincuenta y cinco y a los treinta años seguía delgada, pese a haber tenido tres hijos. Era la recepcionista, atendía el teléfono y dirigía el flujo de llamadas.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– Aquí hay una joven que quiere hablar sobre la desaparición de su hermano -respondió Tyesha.
– ¿Ha presentado denuncia? -quise saber.
– Dice que sí, pero es un poco más complicado que eso -explicó la secretaria-. Le gustaría hablar del asunto con alguien.
– Muy bien. Hazla pasar.
Tyesha volvió al cabo de un momento con una chica un par de centímetros más baja que ella y de constitución delgada y frágil. Vestía lo que yo consideraba ropa de ejecutiva: una lustrosa camisa violeta de seda, unos pantalones negros y unos zapatos también negros de tacón bajo. Tenía el cabello rubio y largo, los ojos azules y la piel blanca como la leche.
– Esta es la detective Sarah Pribek -dijo Tyesha-. Sarah, ésta es… -se interrumpió como cuando alguien ha olvidado un nombre o no sabe cómo pronunciarlo-. Lo siento -dijo a la visitante.
– Tranquila -replicó la joven-. Me llamo Marlinchen.
– Encantada de conocerte, Marlinchen -dije-. Siéntate.
La muchacha tomó asiento y Tyesha se marchó.
– ¿Podrías deletrearme tu nombre, por favor? -le pedí.
La joven agarró un bloc de etiquetas autoadhesivas de mi mesa y lo volvió hacia ella. Sacó un bolígrafo del bolso, escribió deprisa y arrancó la primera hoja.
Marlinchen Hennessy, decía. Debajo, había añadido un número de teléfono.
– ¿Es un nombre sueco? -inquirí.
– Marlinchen es alemán -respondió-. En teoría, se pronuncia «Marlinchín», pero aquí todo el mundo lo americaniza. -Lo dijo como si fuese una letanía que hubiese pronunciado muchas veces-. En cambio, Hennessy, mi apellido, es irlandés, claro. Todos mis hermanos llevan nombres celtas tradicionales. Mi hermano gemelo se llama Aidan. Por él he venido -añadió en voz algo más baja.
– Cuéntame qué pasa -la insté-. ¿Ya has presentado la denuncia?
– Denuncié su desaparición en Georgia -asintió la muchacha-. Ahí es donde ha vivido estos últimos cinco años. Él…
– Espera -dije alzando la mano para que se detuviera-. Vive en Georgia y es allí donde ha desaparecido, ¿pero quieres que el condado de Hennepin investigue el caso?
– Sí. Aidan es de aquí, aquí tiene contactos. Es posible que haya vuelto a Mineápolis y por eso he pensado que podía denunciarlo a la policía del condado de Hennepin.
– ¿Es posible que haya vuelto? -repetí, frunciendo el ceño-. Dicho de otro modo, ¿piensas que viaja por voluntad propia?
– Eso es lo que creen en Georgia -respondió Marlinchen.
– De ser así -apunté-, no hay nada que investigar. Los adultos tienen libertad para viajar de un sitio a otro sin avisar a sus familiares.
– Aidan todavía no ha cumplido los dieciocho -susurró.
– Pero si has dicho que era tu hermano gemelo -repliqué.
– Tengo diecisiete años -declaró.
Deseé que mi rostro no delatase la sorpresa. Yo le había echado veinte o veintiuno.
– Muy bien -dije, pensando que aquello daba un matiz totalmente distinto al asunto-. Y tus padres, ¿qué están haciendo al respecto?
– Mi madre murió -respondió.
– Lo siento. -Antes de que ella hablara otra vez, le pregunté-: ¿Hace mucho tiempo?
– Diez años.
– Lo siento -repetí y me di cuenta de que acababa de decirlo.
– Mi padre es Hugh Hennessy, el escritor -prosiguió Marlinchen, y me observó para ver si yo daba muestras de conocerlo-. El autor de El canal -añadió.
– Sí, me suena -asentí-, pero vayamos al grano. ¿Dónde está ahora tu padre?
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Me extraña que haya enviado a su hija de diecisiete años a la Oficina del Sheriff, en vez de presentarse él mismo -expliqué.
– Porque no sabe lo que le ha sucedido a Aidan -se apresuró a explicar la chica-. Está en el norte, en una cabaña que tiene cerca del lago Tait. Se encuentra en un lugar muy apartado y no tiene teléfono.
Reparé en el extraño brillo de sus ojos, de alarma tal vez, pero en ese momento no entendí a qué venía.
– Papá se refugia en la cabaña para escribir -prosiguió-. Cuando no le salen bien las cosas, necesita silencio y soledad, pero no empezó a ir hasta que yo fui mayor y pude cuidar de mis tres hermanos pequeños. Mi padre es muy responsable.
La joven había pasado a defender los métodos educativos de su padre sin que yo supiera por qué. Intenté que no divagase más.
– Pero alguien puede ir a buscarlo, ¿no? -le pregunté-. Un vecino, un guarda forestal, yo que sé… Lo que quiero decir es que el padre de Aidan debería estar enterado de lo que sucede.
Aquel comentario no tuvo el efecto tranquilizador que yo había previsto.
– ¡No entiendo a qué viene tanto hablar de mi padre! -estalló Marlinchen-. Mi padre no es policía. Él no podrá encontrar a Aidan. ¡De eso debería ocuparse la policía y, a lo que parece, ustedes no están haciendo nada!
– Si ésta es la colaboración que has prestado a los agentes de Georgia, no me extraña que no se hayan movido. -Di unos golpes en la mesa con el extremo del lápiz.
– No debería haber venido -dijo Marlinchen de repente, poniéndose en pie.
– Espera -dije en un intento de aplacarla, pero la joven ya se marchaba a toda prisa. Todos los que trabajaban a mi alrededor levantaron la cabeza al verla pasar-.¡Espera! -repetí más fuerte, al tiempo que me levantaba de la silla. Pero la joven ya se había esfumado.
– ¡Se escapa del interrogatorio! ¡Se escapa del interrogatorio! -dijo un agente, imitando el acento de Minnesota de Francés McDormand en Fargo. Sus compañeros se echaron a reír.
– Gracias -dije-. Y ahora, ya que habéis disfrutado con el espectáculo, mi mono pasará el plato.
Como no tenía preparada una segunda parte para aquel clamoroso éxito, tomé el coche y me dirigí hacia la zona sur de Mineápolis para encontrarme con mi primera confidente y preguntarle por el falso médico de Prewitt.
Cuando lo aceptaron en la academia del FBI y dejó la policía de Mineápolis, Shiloh hizo una especie de liquidación por rebajas y me dio algunos números de teléfono útiles, que abarcaban desde contactos con las agencias federales hasta confidentes de la calle. Era el caso de Lydia Neely, a quien conocía de cuando había trabajado en Narcóticos. A Lydia la habían detenido cruzando la frontera del condado llevando un alijo de marihuana de la Columbia Británica en el maletero del coche. En la detención habían participado varios agentes, como es habitual en Narcóticos, pero fue Shiloh quien se preocupó por la situación de la chica. Averiguó que no tenía antecedentes y que transportaba la droga para su novio, uno de los que suponen que, a las mujeres, los de Narcóticos las paran menos. Y habría estado en lo cierto, si alguien no la hubiese delatado.
Shiloh, con su típica compasión por los desafortunados, hizo cuanto estaba en su mano para interceder por ella y conseguir que no fuese a la cárcel. Lidya había cumplido parte de la condena en trabajos sociales y luego le habían asignado un agente de libertad provisional. También se había convertido en confidente de Shiloh y, cuando éste dejó el departamento, heredé su nombre y su teléfono.
Llevaba tiempo sin ver a Lydia, sobre todo porque ya no era una confidente útil. Había conseguido un buen empleo en un salón de belleza de la zona sur de Mineápolis y tiempo después se había casado. La intervención de Shiloh tenía como objetivo conseguir esta clase de rehabilitación pero, a raíz de ella, Lydia había dejado de relacionarse con delincuentes y ya no poseía ningún tipo de información interesante. I lay una gran verdad que el público prefiere no saber: los ciudadanos honrados no son buenos confidentes, y los buenos confidentes son indispensables para el trabajo policial.
Sin embargo, por algún sitio tenía que empezar en la búsqueda del médico sin licencia que me había encargado Prewitt, y Lydia vivía en la zona.
Me iba de maravilla que trabajase en una peluquería porque allí podía visitarla sin levantar sospechas. Por razones obvias, cuando iba a ver a los confidentes, nunca me identificaba como policía. A la hora de visitar una peluquería de señoras, ser mujer era una evidente ventaja. Y más suerte aún tuve esta vez porque, cuando llegué, la encontré trabajando en la parte del fondo del local, donde se lavaba la cabeza a las clientes antes de pasar al salón. Allí no había nadie que pudiera oírnos.
– Hola, detective Pribek -me saludó Lydia, que estaba lavando unos rulos bajo el chorro de agua a presión, revolviéndolos en la pila.
– Sarah -la corregí, imponiéndome al estrépito del agua.
– ¿Te apetece una taza de café? -preguntó ella.
– No, gracias. -Su amabilidad me hacía sentir incómoda porque yo no había entablado ninguna relación personal con ella, más bien al contrario. Me dio la impresión de que sólo me toleraba porque Shiloh le caía bien-. No voy a entretenerte mucho rato -proseguí-. Sólo necesito saber si has oído hablar de algo.
Cuando le expuse el motivo de mi visita, noté un fugaz brillo en sus ojos.
– ¿Sabes de quién te hablo? -le pregunté.
– Ignoro su nombre -respondió Lydia-› pero sé a quién te refieres. Todo el mundo habla de él.
– ¿Y de qué va la cosa? -inquirí-. ¿Es un médico de verdad, un veterinario sin trabajo o qué?
– Lo siento, eso no lo sé -dijo Lydia, sacudiendo la cabeza. Luego, añadió-: Creo que Ghislaine sabe quién es.
– ¡Oh! -exclamé sorprendida-. No sabía que la conocieras.
Ghislaine Morris era otra de las confidentes de Shiloh. También me había dado su número, pero no había tenido la oportunidad de tratar con ella.
– Fuimos compañeras de piso -explicó Lydia-, antes de que me pillaran. -Se refería a su detención por tráfico de droga.
– Muy bien. Hablaré con Ghislaine.
Lydia guardó una jofaina de plástico transparente con los rulos en un armario, encima de los lavacabezas, y lo cerró. Me encaminé a la puerta, pero no salí.
– ¿Qué tal te sienta la vida de casada? -pregunté.
– Bien -respondió Lydia.
– ¿Estás contenta? -inquirí sin mucha convicción. «¡Pero si acaba de decírmelo, serás tonta!», me dije.
– Sí -respondió.
– Bueno, te dejo que sigas trabajando -añadí, al tiempo que me dirigía hacia la puerta.
– Detective Pribek -me llamó, vacilante.
Me volví hacia ella.
– He visto… Me he fijado en que ya no llevas la alianza de casada. No me gustaría que pensases que soy una entrometida…
– ¡Oh! -Con timidez, me toqué el dedo anular-. Estoy haciendo un trabajo en la calle que no me permite llevarla.
No mencioné que me hacía pasar por una prostituta, pero probablemente lo imaginó. Tal vez intuyó incluso más cosas.
– Shiloh está bien, ¿verdad? -preguntó.
¿Habría leído la prensa? ¿Se habría enterado de lo ocurrido en Blue Earth? Sus ojos negros eran insondables.
– La próxima vez que lo vea, le diré que has preguntado por él -respondí, evasiva.
«La próxima vez que lo vea…» No había vuelto a Wisconsin desde la corta visita que había hecho poco después de que a Shiloh lo llevaran allí. Nos separaba algo más que la simple distancia física. Blue Earth se interponía entre nosotros, igual que mi viaje al Oeste para conocer a su familia. Eran situaciones tan difíciles que resultaba imposible hablar de ellas. Incluso en los buenos tiempos, Shiloh se mostraba inquietantemente taciturno, y yo, por mi parte, nunca he sido muy hábil en eso de expresar los sentimientos. Supongo que era inevitable que, en los momentos difíciles, hubiésemos retomado nuestras viejas costumbres. Nos habíamos sumido en el silencio.