173692.fb2 ?Incre?ble Kamo! - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

?Incre?ble Kamo! - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

La evasión

Para Sarah-Marie

1 La bici heroica

Ni hablar de subirme en este chisme -declaró Kamo. Mantenía la bicicleta a distancia con la punta de los dedos, con una mueca de repugnancia, como si estuviera embadurnada de mermelada.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué?

Kamo me lanzó una breve mirada, vaciló un segundo y contestó:

– Porque no.

– ¿Es que no sabes montar en bicicleta?

Aquello le provocó una sonrisa despectiva:

– Hay montones de cosas que no sé hacer. No sabía una palabra de inglés, ¿te acuerdas? Pero lo aprendí en tres meses. Así que la bici…

– Pues precisamente. Aprenderás en dos horas.

– No. No aprenderé.

– ¿Por qué?

– Es asunto mío.

Paciencia. Ya conocía yo a mi Kamo y no era el momento de irritarme.

– Kamo, Pope ha arreglado esta bici especialmente para ti.

Frunció las cejas.

– Lo siento mucho.

– Es una bici histórica, Kamo. Luchó en la Resisten cia. Hasta escapó de una emboscada de los alemanes. Mira, fíjate.

Con una rodilla en tierra, le enseñé los dos impactos de bala. Una había perforado el cuadro (justo entre la pantorrilla y el muslo del abuelo, que no había pedaleado más deprisa en su vida) y la otra había agujereado el guardabarros trasero (el abuelo consiguió eludir el tiroteo…).

Pope, mi padre, no había querido reparar los daños. Pensaba que aquellas huellas heroicas le gustarían a Kamo.

– De verdad que lo siento por tu padre, pero no pienso subirme a esta bicicleta.

– ¿Prefieres la mía?

Claro; para un principiante, a lo mejor era más fácil la mía, totalmente nueva, ligera como una gacela, con cantidad de piñones…

– Prefieres la mía. ¿Es eso?

– Ni la tuya, ni ninguna otra; no montaré jamás en una bici. Punto.

– ¿"Has hecho una promesa, o qué? Si hay más de mil millones de chinos que montan en bici, ¿por qué tú no? ¿Es que quieres distinguirte una vez más?

La verdad es que estaba empezando a irritarme. Pope, mi padre, se había pasado horas dejando como nueva la bicicleta en cuestión especialmente para Kamo. Una espléndida máquina checoslovaca de antes de la guerra, con frenos de varilla y guardabarros cromados como los parachoques de un Buick. Una auténtica maravilla… Con toda la calma que pude, expliqué:

– Kamo, aquí en el Vercors, en primavera, la única distracción que tenemos Pope. Mounc y yo son los garbeos en bici. ¿comprendes? Pasamos días enteros fuera. Hacemos picnic. Es la actividad familiar desde que yo era pequeñito, y me encanta.

En mi voz, sin embargo, debía notarse la cólera porque soltó la bicicleta y se volvió hacia mí apuntándome con el dedo:

– Escucha, tú: ya no soy ningún crío y esto no es un capricho. No sabría explicarte por qué, pero en la vida me subiré a una bicicleta, y no hay más que hablar. No pretendo molestar a nadie. Marchaos los tres a dar una vuelta como de costumbre, que yo os esperaré aquí y os prepararé la manduca para la noche.

Con todo, hubo una sonrisa:

– Y no te preocupes. Me conoces, ¿no? Yo nunca me aburro…

Y así fue como ocurrieron las cosas. Por lo menos la primera semana. Pope, mi padre. Moune. mi madre, y yo, el chaval (ellos en su tándem, yo en mi bici), recorríamos las montañas, recorríamos los valles, descubríamos los pequeños manantiales musgosos de nuestras vacaciones, y al atardecer volvíamos a casa extenuados y molidos como los de la ciudad cuando se encuentran otra vez con la montaña. La casa olía a patatas gratinadas con nata, la casa olía a sopa de acederas, la casa olía a pollo con cangrejos de río, la casa olía a la cocina de Kamo.

– Este chico es un cocinero de verdad -decía Pope.

– Ningún mérito -respondía Kamo-. Mi padre fue marmitón de joven.

A veces la casa también olía a yeso fresco, o a pintura.

– Hoy me he metido con el desván -anunciaba Kamo-. Se estaba jorobando por la parte del tejado.

– ¿También trabajaba tu padre en la construcción? -preguntaba Pope.

– Mi padre sabía hacer de todo. Hasta aquello supo hacerlo… -murmuraba Kamo-. También supo morir.

Después de cenar, partidita de cartas o de scrabble (Pope perdía muchas veces y Moune ganaba a menudo); y Kamo y yo sólo nos reencontrábamos de verdad cuando la casa se había quedado en silencio, bien entrada la noche, en nuestro cuarto. Inmediatamente volaban las almohadas. Kamo contaba con los músculos, pero yo era rápido. Lo esencial en las batallas de almohadas es ser capaz de esquivar a] contrario y, al mismo tiempo, atraerlo para que se convierta en una presa fácil.

La cabeza de Kamo retumbaba como un tambor y vibraba como un punching-ball. Se tambaleaba sobre unas rodillas que se le habían vuelto de gelatina, pero, en el momento en que me disponía a rematarlo, almohada en ristre, saltaba como un muelle, su arma emplumada me alcanzaba en la barbilla y me mandaba dando tumbos al otro lado de la habitación. Zurrarnos mutuamente la badana era nuestra manera de dormir-

También hablábamos. No hay nada mejor que hablar cuando se han apagado las luces. Una noche (una de las primerísimas noches de aquellas vacaciones), la voz de Kamo se alzó en la oscuridad de la habitación…

– No debería haberme hecho esto. Ella no -dijo.

(¿Quién era «ella»? ¿Y hacerle qué?) Como si hubiese adivinado mis interrogantes, Kamo precisó:

– Mi madre. No debería haberse marchado sin mí.

¡Ah. claro! Como que era por eso por lo que estaba pasando con nosotros sus vacaciones de Pascua. Su madre había emprendido un viaje enorme. Primero Grecia, todos los Balcanes, y luego Rusia, en busca de sus antepasados. «Tengo que reencontrarme con mis raíces», le había dicho a su hijo- Y había dejado a Kamo al cuidado de mis padres. Por unos cuantos meses.

– Sus «raíces», como ella dice, son también mis raíces, ¿no? ¡Habría podido llevarme!

La madre de Kamo procedía de todas partes. De Grecia por su abuela, de Georgia por su abuelo, de Aie-mania por su padre (un peluquero judío que se había casado con la hija del georgiano y de ¡a griega y que, en los años cuarenta, había huido de las persecuciones del «pirado de los bigotes garuados», como decía Kamo).

Al proceder de tantos horizontes, la madre de Kamo, nacionalizada francesa, hablaba cantidad de idiomas, pero no se sentía en realidad de ninguna parte. 0 más bien, como explicaba Kamo, cambiaba de nacionalidad como se cambia de humor, a la menor ráfaga de viento. Y con sinceridad.

– En serio. ¡Se acuesta francesa y se levanta rusa!

Total, que cuando se sentía algo más alemana, algo más judía y algo más griega de la cuenta, la madre de Kamo se marchaba a uno de sus innumerables países de origen en busca de sus antepasados. Si el viaje era breve y coincidía con un período de vacaciones, se llevaba a Kamo. De lo contrario, lo dejaba en tierra, fu-

– Después de todo, su abuelo ruso y su abuela griega son mis bisabuelos…

– Había colegio, Kamo, y se iba para tres meses.

– ¡A la mierda el colegio! ¿Y los Balcanes? ¿Y Rusia? -'No es eso un colegio estupendo?

En resumen, así es como estaban las cosas: Pope, Moune y yo subidos en nuestras máquinas de dos ruedas, y Kamo en casa, jugando a marmitón. Sin embargo, aquella historia de la bici me preocupaba.

Hasta donde yo era capaz de recordar (Kamo y yo nos conocíamos desde la guardería). Kamo jamás había tenido miedo de nada.;Cómo era posible que se le arrugara el ombligo por encaramarse a una bicicleta?

– Eso se llama una fobia -me explicó Pope.

– ¿Una fobia?

– Una fobia. Un miedo irracional. Hay quien es capaz de todo: puede entrar en cueros en la jaula de los leones, escalar el Everest con las manos, discutir toda una noche con el fantasma de su preceptor… pero le enseñas una araña minúscula y le da un patatús. Ahí lo tienes. Una fobia es eso. Tu Kamo le tiene fobia a la bici. Eso es todo.

– ¿Y tú tienes fobias. Pope?

– ¡Superpope. o sea yo. no ha tenido jamas la menor fobia!

– Superembustero, querrás decir -intervino Moune riendo-. Pope le tenía fobia a Crastaing, tu profe de lengua cuando estabas en sexto, ¿te acuerdas?

A finales de la primera semana, me desperté en plena noche por uno de esos truenos que te ponen los pelos de punta. Las contraventanas cerradas de mi cuarto se recortaban contra un resplandor de fogonazos. La casa estaba en el centro de una tormenta. Junto a mi cama, la de Kamo aparecía vacía.

Primero pensé que había ido a beber algo a la cocina y volví a dormirme. Pero, cuando me desperté una segunda vez. Kamo no había vuelto. Inquietud, bata y zapatillas. La tormenta seguía zarandeándonos. Al bajar la escalera de madera, tuve la sensación de penetrar en un bombo con el que estuviese ensañándose un chalado de la batería. Ni rastro de Kamo en la cocina. Ni en ningún otro rincón de la casa, que se encendía y apagaba al ritmo del batería loco. Abrí la puerta de entrada.

¡Duchado! ¡Calado de la cabeza a los pies en un segundo!

– ¡Kamo! ¡Hijo de tu madre!

Me lancé corriendo hacia adelante, cegado, con los puños apretados, convencido de que me había hecho la jugarreta de la emboscada con el cubo de agua. Pero no era Kamo. Era la lluvia. Una lluvia recia y glacial; lanzada a chorros compactos contra la casa por un viento que quería derribar las paredes. Y allí estaba yo, con los brazos colgando en medio de la tormenta, goteando como una fregona, cuando lo vi.

Al otro lado del patio, bajo el cobertizo de la madera, estaba Kamo en cuclillas; igual, en su inmovilidad, al viejo tocón sobre el que Pope cortaba la leña.

Los relámpagos recortaban su silueta en la noche. Y delante de Kamo, con cada explosión de luz, brillaban los guardabarros de la bicicleta checoslovaca.

– ¡Kamo!

Se volvió. Su cara chorreaba. Se habría podido creer que eran lágrimas.

– Ven; vas a agarrar un trancazo.

No opuso ninguna resistencia a seguirme hasta el cuarto de baño, donde nos secamos antes de volver a acostarnos.

Ahora estábamos callados. Kamo miraba al techo del cuarto con la misma fijeza que a la bicicleta un momento antes. Acabé por murmurar:

– Te da un terror infernal, ¿eh?

Al principio no contestó, incluso dejó que pasara un buen rato. Luego, dijo:

– No.

La tormenta se había alejado. Luna llena. La casa se iluminaba en silencio.

– No. Me da un santo terror, que no es lo mismo.

Nuevo silencio. Luego:

– Es triste, ¿no te parecer

No, no me parecía. No entendía cómo una bicicleta podía ser triste.

Kamo dijo aún:

– Es triste como un amor perdido…

Cuando al fin me decidí a preguntarle qué quería decir, era demasiado tarde; Kamo se había dormido. Y no habrían podido despertarle todas las tormentas del mundo.

2 Kamo y Melissi

EL milagro se produjo hacia el final de las vacaciones. Bueno, el milagro… digamos que el acontecimiento más inesperado en aquella parte del mundo.

Pope. Moune y yo estábamos haciendo picnic en el valle de Loscence. No era muy lejos de casa. Kamo podía ir hasta allí a pie si quería unirse a nosotros.

– Si me queda tiempo. Tengo que enfoscar el desván.

– Cuando hayas acabado con el desván -había dicho Pope riendo- baja al sótano. He visto que tiene grietas. ¡Y cuando hayas apañado toda la casa, métete con el mundo, que también necesita mucho que lo reconstruyan.

– Mi bisabuelo el ruso ya intentó reconstruirlo una vez -respondió Kamo muy serio, y añadió-: Aunque no salió muy bien la cosa…

Más tarde, mientras masticaba con aire pensativo, Pope comentó:

– Ese chico es increíble. ¡Sabe hacer realmente de todo!

– Es desde que vive solo con su madre.

Total, que estábamos acabando de comer, allí, sobre la hierba reciente, charlando de nuestra admiración por Kamo. Pope había abierto el termo y el perfume del café estaba apoderándose del Vercors cuando Moune exclamó:

– ¡Mirad!

Nuestras miradas siguieron la línea de su dedo extendido, en cuyo extremo, allá al fondo, un ciclista se había salido de la carretera para correr cuesta abajo hacia nosotros a campo traviesa.

Zigzagueaba entre las rocas y saltaba sobre las protuberancias del terreno como un caballo de rodeo. Los guardabarros de su bicicleta lanzaban mensajes cada vez que captaban el sol.

– La madre que le… -murmuró Pope-. Se va a…

Pero la bicicleta volvía a caer siempre a plomo sobre la hierba, culebreando, volviendo a despegar, aterrizando de nuevo, y todo en medio del chirrido de los muelles, los gemidos de la silla, los tintineos del timbre y los aullidos de Kamo que, desde que estuvo lo bastante cerca, se puso a gritar:

– ¡Pía telefoneado! ¡Ha telefoneado!

Aquella bici negra de brillantes crines era realmente un mustang loco tratando de mandar a su cowboy a la luna…

– ¡Cuidado! -dijo Pope poniendo en pie toda su estatura-. ¡Frena!

Y Pope se puso a gesticular como lo hace uno de esos tipos con cascos fosforescentes de los portaaviones cuando un cacharro da la impresión de ir a caerse al agua.

– ¡Párate!

Moune y yo braceábamos lo mismo que Pope. Kamo debía de tomarse aquello como gestos de aclamación porque, en lugar de aflojar la marcha, soltó el manillar y. al máximo de su velocidad, hizo los gestos de un vencedor ante la multitud delirante. La bicicleta checoslovaca levantó el vuelo por última vez… En lugar de volver a caer al suelo, se lanzó contra la valla de alambre de espino que todos habíamos visto, pero que el último montículo de hierba muy crecida había ocultado a los ojos de Kamo. Y Kamo siguió sin su montura, con los brazos abiertos en el espacio como quien hubiese descubierto al fin el truco de los pájaros. Con la diferencia de que no era exactamente un pájaro. Era un adolescente más bien robusto, con una cantidad de kilos ya considerable, lo que vino a estrellarse pesadamente sobre los restos de nuestro picnic. Gritos, precipitación, tres cabezas inclinadas, seis manos tendidas; pero él va, abre los ojos y repite con una sonrisa beatífica:

– Ha telefoneado.

Su madre había llamado desde Gori, provincia de Tiflis. Georgia, ex Unión Soviética.

– Estaba yo allá arriba, pintando la buhardilla del desván, y he pensado que era ya hora de ir a preparar el conejo encebollado para esta noche. Bien, pues bajo a la cocina y ¿qué es lo que veo pegado en la puerta mientras estoy desollando mi conejo? Un aviso de correos. Aviso de conferencia. ¡A mi nombre! Miro la hora: 13.45, El lugar: oficina de La Chapelle en Vercors. Me quedaban diez minutos justos, imposible ir a pie; nunca hubiera llegado a tiempo. Mi primera idea ha sido llevarme prestado el coche de tu padre. Pedales, cambio de velocidades, volante… no creo que eso sea nada del otro mundo. Pero no he encontrado las llaves al primer vistazo y no tenía tiempo para buscarlas. Entonces he pensado en la bicicleta. He saltado literalmente sobre ella. ¡Ya no me daba miedo, puedes creerme! ¡Por Dios, mí madre me llamaba desde el otro lado del mundo y no iba a ser una vulgar bici lo que me impidiese responder a la llamada! Mientras pedaleaba hacia la oficina de correos de La Chapelle he vuelto a pensar en una historia que nos contó Lanthier el Largo el año pasado.;Te acuerdas? La historia de aquel tío suyo (Lanthier el Largo siempre tiene un montón de tíos, primos o amigos de primos que han hecho cosas extraordinarias), la historia de ese tío, decía, que buscaba unas mariposas rarísimas en la selva amazónica.

›Y. ¡zas!, de pronto le pica una serpiente -una de esas guarradas supervenenosas que se cepillan a un tío en menos de un minuto-. Y e! tío se abalanza sobre su botiquín de primeros auxilios, saca el suero antídoto con el que cargaba siempre y se precipita a leer el modo de empleo. Mala pata: ¡el prospecto estaba escrito en portugués y el pobre tío no hablaba una palabra de portugués! Y entonces, "¡Milagro!", dice Lanthier el Largo. ¡Su tío entiende todo lo que ve escrito ante sus ojos ardientes de fiebre, como si todas las lenguas de fuego de Pentecostés le hubieran caído de golpe en la cabeza! Y se pone la inyección y se salva, y todavía hoy, termina diciendo Lanthier el Largo, su tío habla el portugués de corrido como si fuese su lengua materna…

»Bien que nos reímos de él cuando nos contó eso. -"te acuerdas? Pues hicimos mal. Eso es lo que me he dicho cuando corría hacia La Chapeile encima de esta bicicleta. ¡Porque era exactamente como si hubiera estado pedaleando toda mi vida!

Sí: la madre de Kamo había llamado desde Gori. provincia de Tiflis.

– Allí nació su abuelo, en Gori.

– O sea, tu bisabuelo…

– Sí, mi bisabuelo. Se llamaba Semion Archakovich Ter Petrossian.

Silencio en nuestro cuarto.

– Pero le llamaban de otra manera -añade Kamo.

Era la hora buena de la noche, la hora de las confidencias inacabables.

– Le llamaban Kamo.

– ¿Kamo? ¿Como tú?

– ¿Y tu bisabuela?

– ¿La griega? Se llamaba Melissi.

– Es bonito.

– Melissi… Era cantante. Kamo la había conocido en Atenas, en 1912.

– ¿La conociste tú?

– No, pero conocí a su hija, mi abuela. Me contó muchas cosas sobre Kamo, el otro, el de verdad. ¡Se peleaba contra los cosacos, se escapaba de todas las cárceles! Una especie de bandido generoso, o de Robin de los Bosques, si lo prefieres.

– 'Cómo es que te pusieron su nombre?

– Un deseo de la bisabuela Melissi. Quería que su primer descendiente varón se llamara Kamo, como su propio Kamo. Se habían querido mucho.

– ¿Y el primer varón fuiste tú?

– Sí. Melissi dio a luz una hija, mi abuela. Mi abuela fabricó a mi madre con su marido, el alemán, y mi madre me fabricó a mí. Yo era el primer chico desde el otro Kamo. el de 1912…

– ¿Y el nombre de Kamo quiere decir algo?

– Quiere decir «flor» en georgiano. Y Melissi, ¿sabes lo que quiere decir en griego? Eso es lo más bonito: quiere decir «abeja».

Silencio.

Y luego la voz de Kamo murmurando con una sonrisa:

– Melissi y Kamo… Los amores de la abeja y la flor.

La bicicleta checoslovaca había aguantado el golpe valerosamente. Sólo la nariz de Kamo se había aplastado un poco.

Se acabó el desván; se acabó la cocina. Ahora nos seguía por todas partes. Se apuntaba a todos nuestros paseos.

– ¿Y qué vamos a comer? -preguntaba Pope-. ¿Y quién va a pintar la casa, encerar el parqué, cavar la huerta, lavar la ropa, zurcirnos los calcetines?

Moune reía al viento.

– ¡Calla y pedalea, explotador!

Lo que Kamo conseguía hacer con su bicicleta era… ¡increíble! No se habría sentido más a gusto si hubiese montado en bici toda su vida. Es más. aquel viejo cachivache checoslovaco, pesado y chirriante, con su enorme faro y sus guardabarros rutilantes como los de un auto de antes de la guerra, entre las manos de Kamo se convertía realmente en una fiera domada. Con cada aceleración nos dejaba clavados a mí y a mi bici de marca, estilizada como una hoja de afeitar.

Es decir, me pasaba a toda velocidad y luego, detrás de la primera curva, se paraba en seco, daba la media vuelta encabritándose sobre la rueda trasera y se cruzaba conmigo mientras yo le estaba persiguiendo… No era posible… ¡Tenía que tener un motor de reacción metido en alguna parte de aquel montón de chatarra!

– ¡Kamo! ¡Cambiamos!

Él me prestaba su bólido de mil amores, pero la bici perdía toda su potencia apenas me había montado yo en ella. ¡Igual que si le hubiesen injertado un par de pedales a un camión de quince toneladas!

– No Le canses -decía Kamo-. Sólo me obedece a mí.

– Este crío es más fuerte que un roble -decía Pope.

Una de las últimas noches le pregunté: -¿Y tu miedo, Kamo? -¿Qué miedo?

– Tu fobia a la bici, tu «santo terror». Reflexionó un momento y dijo: -Es como un sueño, un sueño que se me hubiese olvidado -poco después, añadió-: ¿Sabes una cosa? Lanthier el Largo… -¿Qué?

– Pues que creo que es menos gilipollas de lo que parece.

Dejó que pasara un buen rato, antes de continuar: -¡La necesidad nos hace hacer cosas realmente extraordinarias!

En ese punto me reí en voz baja:

– Montar en una bici. por ejemplo. Pero Kamo no se reía.

– Sí, montar en una bici cuando algo dentro de nosotros nos grita que no debemos hacerlo… -¿Crees en los presentimientos, Kamo? Silencio. Luego, Kamo contestó: -Si César hubiera escuchado a los oráculos, sus antiguos colegas no le habrían agujereado la barriga. Y añadió:

– Si Enrique II hubiese escuchado a su mujer. Catalina de Médicis, no se lo habrían cargado en aquel torneo…

– Un lanzazo en un ojo.

– Sí. Que le salió por la oreja,

– Tardó horas en morir,

– No debió divertirse mucho…

– Tú dirás.

(Cuando lo pienso, la verdad es que eran geniales aquellas conversaciones nocturnas…)

– En cualquier caso -dijo Karno-, mis propios presentimientos no se han cumplido.

Se oyeron a lo lejos el grito de una lechuza y el ronquido de un motor que remontaba el valle. -¿Cuándo volverá a llamarte tu madre? -No antes de un mes. -¿ Tanto?

– Le gusta tener libertad de espíritu cuando viaja. En su voz no había ningún reproche. Siempre la misma admiración cuando hablaba de su madre. -¿Kamo? -¿Sí?

– ¿Qué querías decir el otro día cuando decías que tu bisabuelo, el otro Kamo, ya había querido reconstruir el mundo y que el resultado no había sido muy allá?

– La Revolución -contestó Kamo-. La Revolución rusa. Era un revolucionario. Una especie de Robín de los Bosques al servicio de la Revolución.

Hubo un largo silencio. Luego, Kamo dijo todavía:

– Eso fue lo que los separó a él y a Melissi la Abeja.

– ¿Por qué? ¿Ella no compartía sus ideales revolucionarios?

– No, no es eso.

Aquella lechuza, cuyo ulular se iba acercando, hacía siempre su nido en nuestra casa al terminar las vacaciones de Pascua, la víspera de nuestra marcha.

– Es otra cosa -dijo Kamo-. Creo que no hay suficiente sitio para dos pasiones en el corazón de un revolucionario.

Y mucho después, durante la noche. le oí murmurar: -Hubiera debido elegir a Melissi.

3 El drama

FUE Pope quien "originó el drama», como suelen decir los periódicos. O más bien, Pope, mi padre, se reprochó durante mucho tiempo su responsabilidad en lo que ocurrió después. Yo creo que él no tuvo culpa de nada. Y. si tuviera que designar a un responsable, diría que fue la Historia. Sí, la Historia con mayúscula, la que nos enseñan los profes, la que encontramos en los libros, la que se va depositando gota a gota y nos proporciona una memoria mucho más vieja que nosotros mismos, la Historia que construimos nosotros también todos los días, sin que lo parezca, y que se llama «la vida» antes de convertirse en la Historia.

Íbamos a salir. El coche estaba cargado. Un coche familiar con un maletero en el que se habría podido transportar un buey. Todas nuestras maletas y bolsas cabían en él ampliamente. No obstante, Pope había instalado una baca en el techo.

Pregunté para qué era aquella baca y Pope se dio una palmada en la frente con el gesto de quien se acuerda de algo de pronto.

– ¡Dios mío, es cierto, se me había olvidado!

Luego, gritó:

– ¡Kamo. trae aquí las bicis, haz el favor!

– ¿«Las» bicis? -preguntó Kamo.

– Pues claro: la tuya y la de tu colega.

Asi fue como Pope le dio a mi amigo Kamo la bicicleta checoslovaca. Probablemente un autentico sacrificio para Pope, porque era la bicicleta de su padre, la bici heroica, la que había luchado en la Resistencia, una reliquia familiar… En cuanto a Kamo, no sabía muy bien cómo dar las gracias, pero su mirada hablaba por él.

Más tarde supe que Moune, mi madre, no había estado de acuerdo en traerse las bicis a París. «Demasiado peligroso», decía. Pero Pope la había convencido. «El chico es prudente y Kamo es hábil…» Fue sobre lodo el argumento del gusto el que hizo ceder a Moune. «Les gustará tanto…». La verdad es que nada podía apetecernos más. Traernos nuestras bicis a París era prolongar las vacaciones. Incluso eternizarlas.

– ¿Podremos ir al colegio con ellas?

– No, son para dar vueltas dentro del piso…

¡Qué éxito tuvo Kamo en el colegio con su bici checoslovaca! Incluso los más fantasmones que se paseaban con sus motitos japonesas de pequeña cilindrada se pusieron verdes de envidia.

Todos los que iban de «cuanto más nuevo, mejor», los obsesos del último modelo, daban vueltas alrededor de la bici histórica con los ojos como platos.

– ¿De qué marca es?

– Una checa de antes de la guerra -contestaba Lanthier el Largo, que sabía la tira del capítulo bicis.

– Y ese agujero de ahí en el cuadro, ¿qué es?

– Los alemanes: una emboscada -dejaba caer Kamo con indiferencia.

– ¿Crees que todavía se pueden encontrar piezas sueltas?

– Intenta soltar una un poco y verás…

Como si la bici no fuera ya demasiado pesada, Kamo le había añadido dos enormes bolsas de cartero, dos zurrones de cuero tan viejos como ella y que abarrotaba con nuestras cosas de clase. Por la mañana, cuando llegábamos, cada uno agarraba su bolsa y se la echaba con soltura sobre el hombro, lo que nos daba el aspecto de dos cowboys presentándose en el saloon con las sillas de montar a la espalda. Con un movimiento del hombro dejábamos caer nuestro saco sobre el pupitre como si soltáramos ¡a silla sobre la barra, y Lanthier el Largo voceaba:

– ¿Un güisqui doble, como siempre? Luego, ocurrió lo de aquella sesión de cine. A medianoche, en la cinemateca del Palais Chaillot. Medianoche era tarde, incluso siendo sábado. Incluso para unos padres como los míos. Y. sin embargo, no podíamos perdernos aquella película. Una de las primeras versiones cinematográficas de Cumbres Borrascosas. -No voy a dejaros sueltos por París a medianoche. Pope parecía inflexible. Pero Cumbres Borrascosas seguía siendo la novela preferida de Kamo. Había leído la versión original inglesa por lo menos una docena de veces. Hasta había hecho una traducción de ella considerando que todas las que existían hasta la fecha «no valían un pimiento». De hecho, seguía enamorado de Cathy, la heroína. Se tomaba a sí mismo por Heathcliff o algo así… Locamente enamorado, vamos. Nos habíamos chupado más o menos todas las películas con que habían intentado llevar a la pantalla aquella obra maestra. En cada ocasión, Kamo salía del cine hirviendo de ira.

– Pero ¿tú has visto qué petardo? ¿Me puedes decir qué es lo que ha entendido de la novela el individuo que ha rodado eso?

Yo me ganaba la bronca de todas todas, como si fuera el director de la película en cuestión.

– ¿Y la chica que hacía de Cathy? ¿Te has fijador ¿Y el tío que hacía de HeathcliíT? ¡Un gomoso, con esa brillantina! No hay derecho a que se trate de esa forma a unos personajes. ¡Un personaje de novela es como una persona, hay que respetarlo! ¡No estás de acuerdo?

(Más me valía estar de acuerdo…)

Así que cada vez que la cinemateca reponía una antigua versión de Cumbres Borrascosas, nos precipitábamos allá. Pero esta vez Pope, mi padre, era una roca. Entonces, Kamo negoció con Moune.

Corrió a la cocina para echarle una mano, como de costumbre, y por la noche, durante la cena, con la nariz metida en mi sopa, oí con toda claridad cómo Moune decía:

– Vamos, Pope…

Levanté bruscamente la mirada hacia mi madre; tenía la sonrisa de las grandes victorias. Pope no había podido resistirse nunca a aquella combinación tan especial de mirada de otoño y sonrisa de primavera. Aquella noche no se resistió más que otras veces. Se limitó a decir:

– Ni siquiera puedo llevarlos en coche; le he prometido al abuelo Tintorro que iría a arreglarle la tele.

El «abuelo Tintorro», como él le llamaba, era un antiguo compañero de trabajo de Pope que vivía en la otra punta de París y que no soportaba ni la jubilación, ni el tintorro. ni los programas de televisión. Desgraciadamente eso era todo lo que tenía en la vida. Así que, como su jubilación le ponía demasiado triste, se soplaba una señora botella y se instalaba delante del aparato.

Al día siguiente, llamaba por teléfono a Pope para que fuera a reparar la tele, que había dejado hecha cachitos.

– No pasa nada -dijo Moune-, irán con sus bicis y serán prudentes.

Ya. Como que es fácil ser prudente a esa hora de la noche con nadie o casi nadie en las calles de París… Lo habíamos prometido, es cierto, pero a las primeras pedaladas parecía ya como si estuviéramos a punto de llegar a la meta del Tour de Francia. Doblado en dos sobre mi purasangre le gritaba a Kamo que lo cazaría, que algún día acabaría por atraparle…

– ¡Jamás! -vociferaba Kamo-. ¡Nunca me alcanzará nadie! ¡Voy más rápido que las balas alemanas!

Si en nuestra trayectoria se hubiese encontrado aquella noche un poli, apenas nos habría visto pasar. Y fue una lástima, porque, si nos hubieran detenido a tiempo, el accidente no habría ocurrido.

Cuando hoy vuelvo a pensar en ello, lo más extraño es que el primer recuerdo que me ha dejado es el de una inmensa carcajada. Mi propia risa retumbando en las calles de París. Había renunciado a alcanzar a Kamo. Victorioso, se había puesto de pie sobre el cuadro de la bicicleta checoslovaca, había abierto los brazos y gritaba a voz en cuello;

– ¡Ya llego, Cathy! ¡Espérame, no te mueras! ¡Soy yo, Kamo; ya llego!

Y yo. pedaleando detrás y riéndome como un merluzo…

– ¡Voy a salvarte! -aullaba Kamo-. ¡Ten confianza! ¡Te voy a salvar de una vez por todas!

Y yo iba zigzagueando de tanto como me reía.

– ¡Voy a meterme en la pantalla! -gritaba Kamo-.¡Voy a arrancarte de la película. Cathy, y ya nunca volverán a obligarte a rodar semejantes petardo?!

La calle bajaba en picado. De pie sobre su bicicleta, con un pie en la silla y otro en el manillar, Kamo volaba en la noche rojiza de la ciudad con tanta seguridad como un campeón de surf sobre el oleaje del Pacífico.

– Conozco una isla en el Caribe, ¡Te llevaré allí. Cathy! ¡Se acabaron las pelis! ¡Se acabaron las brumas de Escocia! ¡Vivan las lagunas cristalinas y los cocoteros de suaves curvas!

De vez en cuando aparecía alguien en una ventana, pero ya habíamos pasado. Kamo continuaba aullando:

– ¡Beberemos ponches de coco con ese mastuerzo que intenta seguirme y que es amigo nuestro!

El coche era negro. Circulaba con todas las luces apagadas. Circulaba deprisa. Circulaba por su izquierda. Y Kamo no se ceñía a su derecha precisamente.

– ¡Te quiero, Cathy! ¡Espérame, mi amor, que ya llego!

Chocó con el automóvil negro en el centro de la curva. Con e! choque, el faro de la bicicleta checoslovaca estalló. Kamo golpeó el techo del coche, que siguió su marcha triturando una bicicleta cuya chatarra chillaba mientras despedía surtidores de chispas.

– ¡Kamo!

Había salido despedido por el aire y, por un momento, le había perdido de vista. Luego, había caído en mitad de la calle, había rebotado y había rodado sobre la acera hasta ir a empotrarse en la puerta de un edificio cuyas luces parecieron encenderse todas de golpe.

El otro detalle que me vuelve a la cabeza se confunde entre la luz giratoria de la ambulancia y la del coche de policía. Estaban poniendo en una camilla a Kamo desvanecido; un hilo de sangre le corría desde el oído. Nadie se ocupaba de mí mientras yo gritaba:

– ¡El coche no se ha parado! ¡Iba por la izquierda y no se ha parado!

Gritaba aquello, sí; y al mismo tiempo sentí que algo rechinaba bajo mi pie. Me agaché. Era el reloj de Kamo. Estaba roto. Marcaba las once.

4 Blanco como la muerte

ALGO que había impresionado mucho a Kamo, al morir su padre, era la blancura de la clínica.

– Nunca pintaré de blanco las paredes de mi casa.

Era inflexible con el blanco:

– Además, ni siquiera es un color.

Decía:

– El blanco, cuanto más limpio más sucio. Una sombra sobre blanco es como hollín caído del cielo.

Y decía también:

– El blanco es la muerte que se esconde.

En esto pensaba yo mientras recorría una y otra vez el pasillo de urgencias. Habían secuestrado a mi Kamo directamente en la zona de quirófanos. Pope sostenía la mano de Moune en las suyas. Estaban los dos sentados en unas sillas de plástico naranja.

Pope estaba tan pálido que su bigote negro parecía postizo. Moune no lloraba. Era peor. Era como si no pudiera volver a llorar en toda su vida. Yo caminaba de arriba abajo ante el naranja y el verde de las paredes, diciéndome: «No se va a morir. Si han puesto verde en la pared, no se morirá, La muerte es el blanco en las paredes».

Sin embargo, horas más tarde (seguía habiendo naranja y verde en las paredes, pero el malva del amanecer estaba ya en las cornisas), cuando vi salir al cirujano de la zona de quirófanos, cuando le vi acercarse a Pope y Moune. cuando vi aquella bata blanca, aquel gorro blanco, aquel bigote y aquel pelo blancos, cuando vi toda aquella cantidad de blanco inclinándose hacia Pope y Moune, que se levantaron como impulsados por un resorte (lo que hizo que el hombre de blanco tuviera que erguirse él también, como si ¡e hubiera salido mal la reverencial…

… Cuando vi a aquel hombre tan cansado, con los labios exangües de agotamiento, pronunciar las palabras «valor», «muy pocas esperanzas», «gran hematoma cefalorraquídeo», «chico robusto, pero…», cuando vi que el brazo de Pope se agarrotaba en torno a! cuerpo de Moune que desfallecía, supe que mi Kamo estaba acabado, que la bicicleta checoslovaca lo había matado, que acababa de perder a mi mejor amigo, a mi único amigo.

Las cosas nunca suceden sin que uno se pregunte por qué. Los acontecimientos gritan. Exigen una explicación. Quieren un culpable.

– En la Edad Media -decía Kamo- se abatía una calamidad sobre una aldea y. ¡zas!, quemaban a una bruja.

Es cierto que los acontecimientos claman venganza. Una venganza ciega.

– La economía alemana va de ala -decía Kamo- y el chiflado de los bigotes gamados decide matar a todos los judíos.

No se podía parar a Kamo cuando estaba lanzado sobre el tema:

– ¡No son «explicaciones» lo que los hombres necesitan, sino «culpables»! Incluso aquí, entre nosotros, en esta clase, cuando se tuerce algo, lo que sea, no se buscan explicaciones: ¡siempre es Lanthier el Largo el que carga con el mochuelo!

Volví a pensar en estas cosas, en estos razonamientos que Kamo solía desarrollar en clase de historia y que nos divertían y nos hacían reflexionar al mismo tiempo; los recordaba al oír a Pope, a aquel pobre gigantón que era Pope, mi padre, repitiendo sin cesar:

– ¡Es culpa mía! ¡Ha sido por mi culpa! Tendría que haberte escuchado, Moune, y dejar las bicicletas donde estaban.

Pero Moune. sentada muy tiesa en la silla, de la que casi nunca se levantaba, le contestaba:

– No, he sido yo. Era una locura dejarles salir por París en plena noche.

Y yo, solo en mi habitación, con el reloj roto de Kamo en la mesilla de noche, sabía perfectamente que el responsable era yo mismo. En lugar de burlarme de Kamo, debía haberme tomado en serio sus presentimientos. Volvía a verle aquella noche de tormenta, arrodillado ante la bicicleta checoslovaca, con la cara empapada de lluvia -aunque debieron ser lágrimas- y todavía le oía decirme:

– No; un «santo terror».

En fin, que ése era el clima que había en casa: la búsqueda del responsable, la gran cacería ciega del culpable. Sólo que aquí todos se acusaban a sí mismos, lo que resultaba todavía más terrible, porque contra esas acusaciones uno no puede defenderse en absoluto, pero tampoco dejarse consolar.

– Que no: que he sido yo -decía Pope…

– Calla; sabes muy bien que he sido yo -murmuraba Moune…

Y yo. en mi cama:

– Es culpa mía. Debía haber creído en aquel presentimiento…

Afortunadamente la vida se defiende contra la desesperación. Encuentra pequeños trucos. Trucos tan inesperados que uno se queda alucinando.

Porque allí estaba yo, tumbado en mi cama que ni siquiera había descubierto, con los ojos abiertos de par en par, cuando de pronto me volvió a la cabeza otra frase de Kamo. Una frase de las últimas vacaciones. -¿Sabes una cosa? Lanthier el Largo…

– Qué?

– Pues que creo que es menos gilipollas de lo que parece.

Fue como un fuego artificial desplegándose en toda aquella negrura. Salté de mi cama y me abalancé sobre el teléfono.

La señal sonó durante un buen rato. El reloj de la entrada contaba los segundos por mí. Por fin. me llegó la voz de Lanthier el Largo desde muy lejos:

– ¿Quién es el mamón que se permite despertar a una familia numerosa a las cuatro de la madrugada?

– Soy yo.

Reconoció mi voz en el acto y se suavizó un poco.

– ¡Ah! ¿Eres tú? ¿Qué pasa?

– Lanthier…

Para sorpresa mía, no fui capaz de decir nada más. Me parecía que, si contaba el accidente de Kamo, si hablaba de su estado, lo mataría del todo. Y fue Lanthier el que preguntó:

– ¿Le ha pasado algo a Kamo?

Fue entonces cuando le conté. Lanthier no me interrumpió ni una sola vez. Escuchaba.

Cuando acabé mi relato, dijo:

– No te preocupes…

La continuación me la esperaba. Me esperaba que saliera con majaderías del tipo: «Venga, si está hecho un cachas: nuestro Kamo es inmortal…», cosas asi. Pero de eso nada. Dijo otra cosa:

– Kamo no va a morir-y luego añadió-: Depende de nosotros.

Yo esperaba, agarrado a mi teléfono.

– Tengo un primo -dijo por fin Lanthier el Largo- que se rompió la crisma desde un sexto piso; atravesó una cristalera y se chafó contra el cemento de un garaje.

Sentía cómo me invadía la ira.

(«¡Si te fijas -había dicho Kamo-, Lanthier el Largo siempre tiene un primo o un amigo de un primo al que le ha ocurrido algo extraordinario!»)

– Bueno, pues lo salvamos -siguió Lanthier-. Lo salvamos igual que vamos a salvar a Kamo. De la misma forma.

– ¿O sea?

Había ironía en mi voz.

– Pensando en él -contestó Lanthier sin conmoverse.

– ¿Cómo has dicho?

Y, con la mayor tranquilidad del mundo:

– Pensando en él. Basta con pensar en él día y noche para que salga adelante. No olvidarle jamás. Pensar en él sin un segundo de interrupción. Si lo conseguimos, si no flaqueamos, si no se produce un agujero en nuestro pensamiento, Kamo saldrá de ésta. Desde ahora te lo digo.

Decía aquello con la tranquilidad de un medito que sabe que está dando la receta adecuada. E inmediatamente sentí que la confianza me envolvía como un manto de sueño.

– Estás roto -dijo Lanthier desde el otro extremo del hilo-. Has estado pensando en Kamo hasta ahora: vete a dormir, que yo te tomo el relevo. Te despertaré cuando te toque el turno de subir al puente.

En cuanto colgué, me quedé dormido.

5 Kamo, Ka-mo… Ca-ma, co-ma…

AQUEL día Pope y Moune me dejaron dormir. No tuve que ir al colegio. Fue el teléfono lo que me despertó a las doce y diez.

– Hola, tú.

Lanthier el Largo al otro lado.

– Ahora te toca a ti pensar en Kamo. Yo vuelvo a casa para echar una cabezadita.

– ¿Cómo te ha ido esta mañana en clase?

– Muy bien. Me han caído dos horas de pringarla en física.

– ¿Por qué?

– ¡Porque estaba pensando en otra cosa, jope!

Soltó una risa ahogada.

– Por cierto, que le hubiera divertido mogollón a Kamo, además.

– Cuenta.

– ¡Bah! Una chorrada -dijo Lanthier-, Es sólo que Plantard me ha sacado a la pizarra. Casi no le he oído llamarme, con todo lo que estaba pensando en Kamo. Asi que va y me llama por segunda vez, y los demás empiezan a cachondearse. Total, que salgo a la pizarra. Plantard me pregunta y yo sigo tan mudo como estaba. "¿Debo entender que no se sabe usted la lección. Lanthier?". Sí señor, dice mi cabeza; ha entendido usted bien, señor. "¿Y qué explicación va a ofrecerme usted esta vez. Lanthier? ¿Su cartera olvidada una vez más en casa de uno de sus innumerables primos?". No señor, dice mi cabeza; no señor. "¿Pues, entonces?". Y es ahí cuando le he dicho: "No me he aprendido la lección, señor, porque estaba pensando en otra cosa; y aún estoy pensando en ella en este momento, señor; y por eso estoy mudo, señor".

«¡Explosión en la clase; imagínate! Pero Plantard levanta la mano. "¿Y puede decirnos en qué pensaba usted, Lanthier.-". "En alguien, señor". Aullidos detrás de mí: "¿En quién pensabas. Lanthier? ¿Cómo se ilama?" "¿Es mona?". Y Plantard (ya le conoces, siempre aullando con la manada): "¡Vamos, Lanthier! ¡Conteste a sus compañeros y diga en quién pensaba usted mientras no se aprendía la lección!". Y yo (echándole toda la gilipollez posible al asunto): "Se llama Cathy, señor". Y la clase: "¡Cathy! ¡Cathy! ¡Qué monada!;Nos pasas su teléfono, Lanthier? Escríbelo en la pizarra". Y yo: «Se llama Catherine Earnshaw y es la heroína de Cumbres Borrascosas; una novela, señor; la he leído esta noche".

Breve silencio de Lanthier en el otro extremo del hilo. Luego:

– Pues eso. Me ha metido dos horas. Pero lo más gordo es que era verdad. Esta noche me he tragado Cumbres Borrascosas; me ha parecido que era ¡a mejor manera de pensar en Kamo.

Nuevo silencio.

– ¿Y sabes lo que te digo? Me pregunto por qué querrá tanto a esa Cathy… A mí me parece más bien una tía plasta… nadie que merezca un leñazo contra un coche por ella.

Lo decía con toda la sinceridad del mundo. Añadió:

– En fin eso es asunto de Kamo. Ya le conoces: en cosas de amor no hay quien le haga razonar.

Kamo estaba extraordinariamente inmóvil en su cama del hospital. Tenía una cara de cera y tiza. Sus párpados eran de color malva, como el ciclo el amanecer después de su accidente. Por un segundo creí que había dejado de respirar. Me incliné sobre él. No. Era la inmovilidad lo que daba aquella impresión. La inmovilidad y el vendaje, quizá. El vendaje, tan blanco… Pero respiraba. Débilmente. Como si estuviese acurrucado allá lejos, en el fondo de sí mismo, y a su aliento le costara todo el esfuerzo del mundo salir fuera, al exterior. «El Gran Exterior», había dicho Kamo una mañana señalando con un amplio gesto las montañas del Vercors. No había más que aquel vendaje. Y eso lo hacía casi más terrible. Si hubiera estado cubierto de heridas y de golpes, habríamos pensado: «liste pajolero Kamo. qué averiado está… ¡Sólo a él podría pasarle una cosa así! No hay que preocuparse: se recompondrá, como de costumbre».

Pero no: por una vez el rostro de Kamo aparecía terso como el de un recién nacido. Ni el menor rasguño. Nada visible. Sólo aquel vendaje blanco que le estrechaba la cabeza. Mi amigo Kamo estaba dentro, roto. «La inmovilidad es lo contrario de Kamo» era lo que yo, de pie junto a su cabecera, no dejaba de repetirme: «La inmovilidad es lo contrario de Kamo».

De repente me di cuenta de la estupidez de nuestro juego infantil. Como si «pensar en Kamo» fuese suficiente para vencer aquella palidez de cera, para reanimar aquella inmovilidad, para hacer que aquello de allí dentro se reparase.

– Es un método como otro cualquiera -me dijo el doctor Grappe (yo había llegado a su casa sin aliento y le había expuesto la teoría de Lanthier).

– ¿Cree usted que eso puede funcionar?

El doctor Grappe no me contestó directamente. Pero lo que me dijo valía por todas las respuestas.

– El afecto, el verdadero, siempre ha producido ganas de curarse.

Había que pensar en Kamo. Había que pensar en él sin desfallecer. Lanthier tenía razón. Y para ello había que luchar contra la impresión que había dejado en mí su inmovilidad. Su inmovilidad…

Fue entonces cuando me acordé de la historia del gato, Por entonces estábamos en el curso preparatorio. En el primer año. No había sucedido ayer… Volvíamos del colegio y el gato fue arrollado delante de nosotros. Bueno, no arrollado exactamente. Más o menos el mismo accidente de Kamo, Había querido cruzar la calle en un par de saltos y la aleta del coche lo había alcanzado en pleno vuelo. Se estampó contra el pecho de Kamo, que vaciló con el golpe, pero que cerró instintivamente los brazos sobre el gato. Kamo se quedó allí, de pie, con el animal en sus brazos, mirando cómo el coche desaparecía. Por la boca entreabierta del gato asomaba una puntita de lengua en la que brillaba una gota de sangre. No se movía. Tenía precisamente esa inmovilidad que no es la del sueño…

– Está muerto -dije.

– No -contestó Kamo.

Y con el gato en los brazos, se encaminó tranquilamente hacia su casa, subió por ¡as escaleras hasta llegar al segundo piso y. cuando le abrió su madre, se fue a su cuarto sin decir una palabra, se metió en la cama sin quitarse la ropa siquiera (para no molestar al gato) y se quedó en ella tres días, en silencio, inmóvil; tres días y tres noches hasta la cuarta mañana, en la que el gato, al fin, abrió un ojo, luego el otro, bostezó y saltó de los brazos de Kamo.

– Ya ves -me dijo Kamo-: cuando están muy mal hacen como si estuvieran muertos. Es su manera especial de cuidarse. Y si les haces compañía, se curan antes.

En casa, Pope y Moune estaban como dos fieras enjauladas.

– ¡Es increíble! -decía Pope-. ¡Hay que encontrarla como sea!

– Mañana pasaré por la embajada -proponía Moune.

– Por otro lado -añadía Pope-, cuanto más tarde lo sepa…

– Ya, ya -decía Moune-; ya lo sé.

Y se dejó caer en una silla, se puso a llorar en silencio y repitió por enésima vez:

– Dios mío, Dios mío. Si te hubiera hecho caso…

Habían pasado el día intentando ponerse en contacto con la madre de Kamo. Se habían dirigido a la agencia que le había organizado el viaje. La agencia había llamado a su oficina de Leningrado -ahora San Peters-burgo, de nuevo- donde se suponía que todavía se encontraba el grupo. Electivamente, allí estaba, pero la madre de Kamo había desaparecido.

– Seguramente ha dejado el grupo para seguir viaje ella sola -dije.

– Imposible -contestó Pope-. ¡Tendría que estar loca para meterse sola en ese follón ruso tan descomunal!

– Pues es justamente lo que está haciendo.

Pope dejó bruscamente de deambular y se volvió hacia mí por completo.

– Y tú. ¿qué sabes de eso?

– Lo sé.

Lo sabía. Durante una de nuestras últimas noches en el Vercors, Kamo había soltado una risita y había dicho:

– A estas horas ya debe haberlos dejado plantados.

– ¿Plantados?

– -Tú crees que mi madre ha ido a Rusia para fotografiar e! Kremlin junto a una manada de turistas en bermudas? Ha ido en busca de mi bisabuelo, el otro Kamo, e! verdadero. ¡Y lo encontrará!

– ¿No está muerto?

– Claro que sí. Nació en 1882 y murió en 1922, a los cuarenta años de edad. Pero lo que Melissi la griega, la Abeja, nunca quiso decir fue la forma en que murió… Ella lo sabía, pero ni mi abuela ni mi madre consiguieron que lo dijera; es una especie de secreto y mi madre está completamente decidida a descubrirlo.

Y luego, con orgullo:

– No ha nacido quien obligue a mi madre a seguir al rebaño.

Hacía ya días que el reloj roto de Kamo marcaba las once en mi mesilla de noche.

No resulta fácil pensar en alguien sin parar. Aunque ese alguien se llame Kamo. Aunque ese Kamo sea tu mejor amigo. El pensamiento tiene agujeros por los que él mismo se escapa. Tu mirada se mete en una foto de montañas, tu oído se engancha a una nota de música… y te vas de tus deberes de mates, o dejas de pensar en tu amigo Kamo.

Al principio dejaba que las imágenes de Kamo me llegaran libremente. Las primeras en llegar, naturalmente, fueron las últimas: imágenes de las vacaciones, las largas conversaciones nocturnas, las recetas de Kamo, el aroma del pollo con cangrejos. Kamo y nuestras bolsas de cartero, todo en mogollón, batallas de almohadas y paseos en bici por la montaña…

Luego fue como un grifo que se secar que ya sólo corre gota a gota. Tuve que «organizar mi memoria», volver a empezar todo desde el principio: nuestro encuentro en la guardería (donde estábamos los dos enamorados de la misma cuidadora, que se llamaba Mado-Magie y que sacudía sonajeros ante nuestras narices para ganarse su vida de estudiante), luego el jardín de infancia, y el curso preparatorio, y el curso medio en que nuestro profesor, el señor Margerelle. nos preparaba para entrar en el siguiente imitando a todos los profes que nos íbamos a encontrar, y la admiración de Kamo por el Margerelle haciendo de profe de mates soñador, tan diferente del Margerelle haciendo de profe de lengua cascarrabias…

…y Crastaing justo un año después. Crastaing, el profe de lengua, al que todo el mundo le tenía un miedo atroz, todo el mundo menos Kamo, y la forma extravagante en que Kamo había aprendido inglés y conocido a Catherine Earnshaw, la heroína de Cumbres Borrascosas…

Pero llegaba la hora de ir a cíase, la hora de sentarse a la mesa, la hora de hacer los deberes, y chaparrón de preguntas cada vez que me notaban «ido»: «Pero -en qué está usted pensando.-». «¿Cuántas veces hay que llamarte?», «¡No podría fijarse usted un poco?», «Bueno, ¿tú juegas o qué?»… Era un verdadero suplicio «pensar» en semejantes condiciones. Cuando Lanthier el Largo me llamaba para tomar el relevo, descolgaba el teléfono tan agotado como si hubiera pasado el día en el fondo de una mina empujando vagonetas de hierro llenas de un Kamo cada vez más pesado.

Y, como es natural, lo que tenía que pasar pasó. Ocurrió un miércoles por la tarde, en el cuarto de baño. No se le pueden hacer a uno preguntas cuando está en la bañera. Es el lugar ideal para pensar. Así que me había sumergido en la espuma del baño buscando desesperadamente un pensamiento nuevo que pudiese ayudar a Kamo.

Pobre Kamo; a pesar de conocerle desde siempre, me parecía que ya había pensado todo, absolutamente todo lo que se podía pensar sobre él… Así que apelé a su cara, la cara áspera que ponía al enfoscar las paredes en el desván de Pope, la cara impenetrable de cuando preparaba una jugarreta, la cara de Kamo enamorado de Cathy… y todas las caras respondieron a la llamada; pero, poco a poco, se fueron confundiendo hasta el momento en que me resultó imposible recordar un solo rasgo de Kamo. imposible decir qué facciones tenía aquel Kamo en el que llevaba una semana pensando sin parar. Era como si la imagen de Kamo se hubiera evaporado con el calor del baño, lo mismo que la espuma. ¡Qué se le iba a hacer! Por lo menos me quedaba su nombre. El nombre de Kamo, nada más que ese nombre: «Kamo», que me puse a repetir indefinidamente en mi cabeza porque le iba la vida en ello: Kamo, Kamo, Kamo, Kamo. Kamo… Pero el nombre estaba formado por dos sílabas que enseguida se separaron una de otra, como si las hubiera gastado a fuerza de repetirlas: Ka- Mo, Ka-Mo, y que, cada una por su lado, «Ka». «Mo», ya no evocaban nada… Hasta que empezaron a asociarse con otros significados: «Ca». «Ma» «Co». «Ma»…

El baño estaba frío cuando me desperté. Aquel frío. Dios mío…

Cuando Lanthier el Largo descolgó por fin el teléfono para pronunciar un «diga» soñoliento, aullé:

– ¡Lanthier! ¡He dejado de pensar en Kamo!

Se hizo un silencio de muerte al otro lado.

– ¡Me he quedado dormido en la bañera!

Lanthier colgó sin decir palabra.

Me precipité hacia el hospital.

6 ¡Chavair!

IjANTHIER el Largo había llegado antes que yo. De pie, con los Sabios trémulos y los párpados hinchados, Lanthier el Largo me miraba por encima de la cama de Kamo. Los labios de Kamo estaban azulados por el frío. Las yemas de sus dedos también. Toqué aquella mano, pero retiré al momento la mía, sobresaltado. ¡El frío de mi bañera! Exactamente la misma temperatura.

– Se acabó -elijo Lanthier.

Ahora la inmovilidad de Kamo era la de un bloque de hielo que se alejaba de nosotros a la deriva, con una lentitud contra la que ya no podíamos hacer nada.

– Hay que llamar a una enfermera -dijo Lanthier.

Pero no nos movimos, ni él ni yo. Nuestros ojos no conseguían desprenderse de la cara de Kamo. La verdad es que era bastante difícil reconocer a nuestro Kamo en aquella cara.

No se veía más que la venda blanca. Terrorífica como un verdugo de hielo. Las manos de Lanthier el Largo, impotentes, enormes, le colgaban de los brazos.

– Hay que llamar -repitió.

Detrás de la espesa cortina de lágrimas, sus ojos buscaban el botón del timbre. Había que llamar.

Había que llamar para que viniesen a quitarnos a nuestro Kamo. Definitivamente esta vez. La mirada de Lanthier se había posado por fin en un botón cuadrado en el que estaba grabada la silueta de una enfermera con su uniforme blanco. Miraba aquel botón como si el mero hecho de apretarlo fuera a hacer que el hospital estallara. Luego, me miró a mí y yo dije que sí con la cabeza. Entonces Lanthier dirigió su dedo al botón.

– ¡No toques eso. imbécil!

Yo no había dicho nada. Alcé la mirada hacia la puerta, hacia la que se volvió Lanthier. Nadie. En aquella habitación sólo estábamos nosotros dos. Nosotros dos y Kamo. Pero Kamo no se había movido.

El mismo rostro azulado prisionero en el verdugo de hielo; las mismas manos a cada lado del cuerpo demacrado, tan finas ese día como patas de gorrión. Y volvimos a mirar al timbre una vez más.

– ¡Dios mío, qué frío tengo!

¡Quien había dicho aquello no era el timbre!

Lanthier fue el primero que lo comprendió. Se dejó caer con todo su peso sobre las rodillas, junto a la cama de Kamo, y, con la boca muy cerca de su oído, le preguntó:

– ¿Tienes frío?

Durante algunos segundos Kamo no rechistó. Por fin vimos que sus labios azules pronunciaban claramente:

– Chavair, tengo frío; búscame una pelliza…

¡Kamo había hablado! ¡Kamo había hablado y era como si nosotros mismos resucitásemos! Me abalancé sobre los radiadores: estaban hirviendo. Cerré la ventana entreabierta y abrí los armarios empotrados de la habitación: ni rastro de mantas. Todavía inclinado sobre la boca de Kamo, Lanthier el Largo levantó una mano, impaciente por e! ruido de mi trajín. Me detuve en el sitio y oí a Kamo decir con claridad:

– ¡Una pelliza. Chavair, o no saldré nunca de este agujero!

Me preguntaba quién seria Chavair, pero Lanthier hizo una pregunta distinta:

– ¿Qué es una pelliza?

– Un chaquetón de piel de borrego -dije-; o de piel de oso. Un abrigo de piel, vamos.

La mirada de Lanthier el Largo se iluminó por un momento. De un solo movimiento se quitó su chaqueta y la extendió sobre el pecho de Kamo mientras murmuraba:

– Aquí tienes, amigo mío; la pelliza más caliente del mundo…

No era una chaqueta de abrigo, sin embargo. Era la parte de arriba de una especie de monos de trabajo con los que Lanthier padre vestía a sus ocho hijos cuando llegaba la primavera. (En invierno llevaban pantalones y chaquetas de pana gruesa de carpintero.) No era caliente, no; pero cuando quise ir a buscar una manta de verdad. Lanthier me detuvo con un gesto:

– ¡Déjalo!

Y, en efecto, durante la media hora siguiente vimos cómo el cuerpo de Kamo recuperaba sus colores. ¡Se calentaba a ojos vistas!

– ¡increíble! -murmuró Lanthier-. ¡Es como si viéramos subir el mercurio en un termómetro!

Los dedos de Kamo habían recuperado la agilidad, y aquella cara era realmente la cara de Kamo. Fue entonces cuando en sus labios se dibujó una imperceptible sonrisa y, con los ojos aún cerrados, murmuró:

– Ahora ya todo es posible.

En aquel momento la enfermera, a la que no habíamos llamado, entró en la habitación.

– í'Quc hace ahí esa chaqueta? -preguntó inmediatamente-. ¿Os parece que no hace aquí suficiente calor?

Era una antillana grande de voz autoritaria y gestos rápidos. Abrió ligeramente la ventana que yo acababa de cerrar, bajó la intensidad de los radiadores y echó un vistazo a la curva de las temperaturas, mientras que, con gran extrañeza por mi parte, Lanthier recuperaba su chaqueta y se la ponía como si no pasara nada. La enfermera se inclinó sobre Kamo y le dijo con una gran sonrisa:

– Parece que hoy tienes mejor aspecto, querido mío: tienes razón, peléate, que yo sé que saldrás de ésta.

Y a nosotros:

– Hay que hablar con él, chicos. Hay que hacer como si pudiera oíros; pero no merece la pena taparlo demasiado.

Dicho lo cual se marchó tan rápidamente como había entrado. Me levanté para volver a cerrar la ventana y volver a abrir los radiadores.

– No merece la pena -dijo Lanthier-; ella tiene razón.

Luego, quitándose otra vez la chaqueta, añadió:

– Hace demasiado calor en este cuarto. Es en él donde hace frío. Dentro de él.

Y levantó sábanas y. mantas, colocó la chaqueta de trabajo sobre el pecho de Kamo y volvió a hacer la cama tranquilamente, de forma que no pudiera verse la chaqueta.

Lanthier y yo caminábamos en silencio. No nos habíamos metido en el metro. Caminábamos por la ciudad como si estuviera vacía, como si nos perteneciese. Sólo estábamos nosotros y los árboles. Había tal felicidad en nosotros que un chasquido de nuestros dedos hubiera bastado para hacerlos florecer. ¿Quién ha dicho que no hay árboles en París? Es lo único que hay… cuando se es feliz.

No obstante, al cabo de un cuarto de hora largo, acabé por preguntar:

– ¿Quién piensas tú que puede ser Chavair?

– No me importa un maldito rábano.

Ante mi gesto de estupefacción, Lanthier el Largo soltó una de sus risotadas, lentas e inimitables.

– Sabes bien que yo -dijo al fin- soy un gran gilipollas. Es cosa conocida.

Sus manos estaban profundamente hundidas en los bolsillos de sus pantalones, y andaba con la cabeza inclinada, como fascinado por el espectáculo de sus gigantescos pies:

– Así que no intento comprender; obedezco, eso es todo.

Pero sonreía.

– ¿Mi colega me pide una pelliza? Pues venga pelliza. ¿Mi colega me llama Chavair? Why not? Con tal de que vuelva a salir a note…

La agencia de viajes había revuelto el cielo y la tierra de todas las Rusias: ni la menor huella de la madre de Kamo.

– ¡Pero, por Dios bendito! -tronaba Pope-. ¡No se puede desaparecer así de repentel

– Por otro lado -repetía Moune-, cuanto más tarde se entere del estado de Kamo, mejor será…

Pope y Moune iban todos los días al hospital. Pasaban mucho tiempo a la cabecera de Kamo y, cuando volvían a casa, Pope iba sosteniendo a Moune. Las veladas se estiraban en un mismo silencio. A veces uno de los dos sacudía la cabeza, lo que quería decir: «Es culpa mía…».

Aquella noche yo los habría consolado de mil amores, pero Lanthier el Largo me había dicho:

– ¡De ninguna manera! ¡No se te ocurra decirles que Kamo ha hablado!

– ¿Por qué?

– No lo sé.

Al decirme aquello tenía un aspecto completamente extraviado. Un pánico repentino en los ojos.

– No sé… me parece… nadie más que nosotros debe saberlo… júramelo.

Se había dado la vuelta. Estaba frente a mí, Vi que sus enormes puños se habían cerrado dentro de sus bolsillos.

– ¡júralo!

– De acuerdo, Lanthier, de acuerdo; no diré nada; lo

Sin embargo, aquella noche, ante la desdicha de Pope, ante la desdicha de Moune, no pude evitar decir:

– ¡Eh! ¡Vosotros dos…!

Pope levantó muy lentamente la cabeza. Sólo los llamaba «vosotros dos» en los momentos de gran alegría.

– Kamo va a salir de ésta -dije.

Pope me miró como si no me oyese. Me eché a reír con fuerza y dije:

– Los adolescentes tienen antenas que los viejos carrazones han perdido.

Aquello no les hizo sonreír a ninguno de los dos. Entonces, me senté al lado de Moune y la rodeé con mis brazos.

– Mamá, ¿tienes confianza en mí?

Dijo que sí con la cabeza. Un sí minúsculo.

– Entonces, escacha bien lo que te digo. Kamo va a salir de ésta -y añadí-: Te lo juro.

7 Kamo y Kamo

LANTHIER el Largo tenía razón: el estado de Kamo exigía secreto. A su manera, Kamo hizo que lo comprendiésemos. En cuanto entraba en su cuarto alguien que no éramos nosotros, dejaba de hablar. No sólo se callaba, sino que su cara recobraba al instante aquella palidez vagamente azul que tanto nos asustaba. Por su parte, Lanthier el Largo hacía que las facciones de su propia cara se descolgasen y, aunque había estado riéndose un segundo antes, parecía de repente sumido en la más absoluta pesadumbre. Tan triste, incluso, que una tarde la enfermera antillana se agarró un verdadero rebote:

– ¡Tú! ¡Como sigas poniendo esa cara, te pongo yo en la calle! ¡Tu amigo no necesita viejecitas lloronas; necesita amigos fuertes que crean que va a curarse!

Sí. Detrás de sus párpados cerrados. Kamo hablaba. Era difícil decir si nos hablaba a nosotros, si nos reconocía, pero sabía que alguien estaba allí, muy cerca de él; alguien en quien tenía una confianza total, a quien podía decírselo todo, pedírselo todo.

Todavía nos llamaba Chavair, pero también nos daba otros nombres: Vano, Annctte. Koté. Braguin… También soltaba gritos ahogados, gritos de rabia:

– ¡Stolypin! -chirriaba-. ¡Stolypin. me las pagarás!

O bien:

– ¡Es jitomirski el que me ha traicionado, sí, es ese cerdo de Jitomirski! Trabajaba para la Ojrana.

– ¡Los gardavois no me dan miedo! Son poca cosa…

Y también:

– ¡Mi piel es demasiado fuerte para la nagaikal

Pero alguien entraba en su cuarto del hospital, y Kamo volvía a convertirse en el Kamo lívido y mudo cuya cara no hacía concebir ninguna esperanza. Y. en cuanto volvía a salir el intruso, se dibujaba una sonrisa en los labios de Kamo.

La palabra que pronunciaba entonces era siempre la misma:

– ¡Yarost!

Sibilante a través de sus labios apretados, como si brotara del fondo de su propio ser, siempre aquella palabra:

– ¡Yarost!

Y todo aquello con unos párpados que jamás se abrían.

Nosotros no comprendíamos nada. Aquello duró una semana larga. Una semana de frases deshilvanadas de un Kamo que seguía inmóvil y apenas movía los labios, ahora tan delgados. Al principio me dejaba ganar por el miedo.

– Se ha vuelto loco -llegué a decir.

– ¿Y qué? -respondió Lanthier. Las respuestas siempre tranquilas de Lanthier el Largo-. ¿Preferirías que estuviese tieso?

– No., claro que no.

– Esto demuestra que por lo menos hay algo en su cabeza que ha empezado otra vez a moverse.

– Claro…

– Y además, ¿quién nos dice que está loco? Puede que sólo esté soñando.

– Ya…

– No te preocupes: nuestro Kamo está volviendo a organizarse, lo noto. No hay que dejarle de la mano Eso es todo.

Yo, por mi parte, me informaba:

– Para ti, Pope. ¿a qué idioma podría pertenecer la palabra «Yarost»?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondía Pope sin dirigirme la mirada siquiera.

O con la señorita Nahoum, nuestra profesora de inglés:

– Señorita, ¿de qué idioma sería la palabra «Yarost». según usted?

– No lo sé. ¿Por qué no le preguntas a la señorita Rostov?

La señorita Rostov era la profe de ruso. Venía al colegio una vez por semana, los jueves. Era redonda como una tarta de bizcocho y hablaba con un finísimo hilo de voz:

– ¿«Yarost»? Eso quiere decir «fuerza» en ruso. En la Antigüedad había un dios al que llamaban Yarilo; era un dios muy poderoso, el dios de la energía creadora.

El mimbre de Stoivpin. que le producía aquella cólera a Kamo, no le decía nada a nadie hasta que le pregunté a Baynac, nuestro profe de historia.

– ¿Stolypin? Claro que sí, claro que sé quién era: el ministro ruso del Interior antes de la Revolución. El jefe de la policía, si lo prefieres, y también el primer ministro. Murió en 1911, asesinado en un teatro. ¿Por qué me lo preguntas?

Lo sabía todo. Contestaba tranquilamente a todas mis preguntas.

– ¿Y la Ojrana , señor?

– La policía secreta del zar. ¿Te interesa la Revolu ción rusa?

Estuve a punto de decírselo todo, pero me acordé a tiempo de que Kamo exigía el secreto. Inventé cualquier cosa;

– Es para un amigo, señor, un amigo que está leyendo un tocho ruso de esa época. Hay montones de palabras que se le escapan.

Entonces, me enseñó que la nuyaika era el terrible látigo de los cosacos, y los gardavois el equivalente de nuestros gendarmes en la Rusia de los zares. Así. gracias al señor Raynac y a la señorita Rostov, todas aquellas palabras congeladas que Kamo hacía aparecer en su habitación del hospital adquirían sentido. ¡Nuestro Kamo nos hablaba de su bisabuelo, el revolucionario! Sin embargo, no pregunte nunca a los adultos quiénes eran Chavair, Vano. Annette, Koté, Braguin… Me pareció que éstos formaban parte del secreto de Kamo y que nombrarlos, sólo nombrarlos, era traición.

En la penumbra de su cuarto de hospital. Kamo murmuraba:

– Cebollas. Eso es lo que necesito. Chavair, te lo ruego, hazme llegar unas cebollas. Es para luchar contra el escorbuto.

Pocas horas más tarde Lanthier el Largo deslizaba dos cebollas bajo las sábanas de Kamo. Las colocaba en las palmas de sus manos, cuyos dedos volvía a cerrar uno por uno mientras observaba su cara. Sobre el rostro de Kamo aparecía una sonrisa fugaz como la sombra de un ala.

– Azúcar también. Chavair. Me hace falta azúcar para reponer fuerzas.

Lanthier traía azúcar.

Al día siguiente, azúcar y cebollas habían desaparecido.

Los labios de Kamo se movían muy deprisa.

– Los cosacos de Malama me detuvieron una primera vez en Tiflis. herido, con cinco balas en el cuerpo, pero todavía en pie. Me amenazaron con cortarme la nariz, me hicieron cavar mi propia tumba, me pusieron la soga alrededor del cuello y la soga se rompió. Yo me hacía el lerdo, el inocente, el imbécil, cavaba mi tumba cantando, jugaba con la soga, me reía. Me trasladaron a la fortaleza de Metej y me hacían siempre la misma pregunta: «¿Conoces a Kamo?» (sí, no estaban del todo seguros de que fuera yo), y yo les daba siempre la misma respuesta: "Claro que conozco a Kamo», y los llevaba al borde de una fosa y les enseñaba las flores. En nuestra tierra, en Georgia, flor se dice «Kamo».

Los labios de Kamo parecían volar.

– La fortaleza de Metej no supo guardarme, ni la prisión de Batum, ni el terrible hospital Mijailovski. donde me habían encerrado entre los locos, ni las cárceles turcas. Me evadí de todas partes, así que, os lo advierto, Siberia no me guardará tampoco.

Aquí se produjo un largo silencio, y luego:

– ¡Yarostl

Y en voz muy baja, en un susurro, con sus párpados apretados como puños:

– Las cebollas y el azúcar han vuelto a darme fuerzas, Chavair. Estoy preparado. Tráeme una lima grande. Escóndela en un pan. Será esta noche.

Lanthier el Largo no se hacía ninguna pregunta. Obedecía a todo. Yo tenía miedo. El Kamo de párpados cerrados que cuchicheaba furibundo en aquella cama de hospital no era mi Kamo. Era el otro, el revolucionario, el bisabuelo, el que había intentado una vez reconstruir el mundo, el Kamo que había dejado a Melissi para escoger la Revolución. No era aquél al que yo quería ver resucitar. Yo quería al mío, al que era capaz de vociferar el nombre de Catherine Earnshaw pedaleando en la noche como un loco. A mi amigo.

Pero Lanthicr obedecía. Y a fe mía que yo obedecía también. Aquella noche le pedí a Moune que me explicara cómo se hacía la masa del pan.

– ¿Quieres hacerte panadero?

– No, Moune. es para un cumpleaños; en el colegio. Hay que llevar algo hecho por uno mismo.

Moune no tenía fuerzas para discutir. Me lo explicó. Y. en cuanto ella y Pope se quedaron dormidos, colé en el piso a Lanthier el Largo. Había birlado dos limas del taller de su padre.

– Una lima puede romperse. En una evasión hay que preverlo iodo.

Hice dos panes (introducir las limas en la masa recién hecha y meter en el horno). El primer pan explotó al cocerse por falta de masa suficiente alrededor de la lima. Hubo que hacer otro. El tiempo pasaba y Lanthier se estaba poniendo nervioso.

– Ha dicho esta noche.

– Hago lo que puedo; no soy panadero.

Aparte de estas pocas palabras, no hablábamos. Nos dejamos embargar por el olor del pan recién cocido. Y yo me decía que estaba loco. Que Lanthier me estaba arrastrando con él a la locura de Kamo. Pero me decía también que Kamo estaba mejor desde que nos hablaba. Recuperaba sus fuerzas. Regresaba.

Aquella noche no acompañé a Lanthier al hospital. Había introducido un lápiz bajo la persiana mecánica que cerraba ¡a ventana de Kamo. La habitación estaba en la planta baja. Levantaría la persiana y entraría sin problemas. Colocaría los dos panes en las manos de Kamo. Para eso no me necesitaba.

– Tienes demasiado miedo; harías que nos pillaran.

Tenía miedo, sí. Pero no sabía de qué.

¿Qué significaba toda aquella historia de la evasión?

¿Que mañana Kamo ya no estaría en su cama del hospital? ¿Y cuál de los dos Kamos iba a evadirse, el mío o el otro?

Me costó trabajo dormirme aquella noche. En cuanto cerraba los ojos, veía a un Kamo furibundo saltar por la ventana del hospital y sumergirse en París. No se parecía al mío.

8 El lobo siberiano

NO. A la mañana siguiente seguía acostado en su cama. Y seguía igual de inmóvil. Y seguía con el mismo verdugo blanco alrededor de la cabeza. Nada había cambiado.

Y, sin embargo. Lanthier el Largo me susurró al oído:

– Ya está; se ha evadido.

Examiné el estrecho rostro con más atención y. efectivamente, sí que encontré algo que me recordaba a mi Kamo de antes. Una especie de plenitud. Era la cara de Kamo ante las montañas del Vercors. Kamo en libertad, de nuevo en «El Gran Exterior».

Lanthier deslizó una mano prudente entre las sábanas de nuestro amigo. Sacó las dos limas. Una de ellas estaba rota.

– ¿Lo ves? Nunca se es demasiado previsor. Los grilletes que te ponen en los pies y los barrotes de una celda son cosa dura.

El miedo, que me había abandonado por un instante, volvió como una enorme ola ante aquella lima partida. Me oí balbucir:

– ¿Y el pan?

– Ni una miga -contestó Lanthier-. Se lo ha comido todo.

Yo debía de estar más blanco que los vendajes de Kamo porque Lanthier añadió:

– Tú también deberías ir a tomar un bocado, si no, te va a dar un patatús.

Kamo no dijo una sola palabra aquel día. Ni los días siguientes.

– ¿Por qué ya no habla?

Lanthier meneaba lentamente la cabeza, como sí yo no entendiese nada de nada.

– ¿Tú sabes lo que es Siberia? Un desierto de nieve. ¿Con quién quieres que hable en un desierto de nieve? Se ha evadido, y ahora tiene que atravesar Siberia.

Ahora sí que nos habíamos vuelto locos de remate. Allí estábamos, sentados los dos a ambos lados de una cama de hospital, convencidos de que la pobre figura que la ocupaba estaba allá lejos, luchando sola contra el gran desierto siberiano.

Y por la noche las pesadillas ya no me abandonaban. La imagen que se repetía con más frecuencia era la de aquella lima partida.

Me despertaba bruscamente, incorporándome en mi cama como impulsado por un resorte, para comprender enseguida que no era un sueño, que habíamos recuperado la lima rota con todas las de la ley, como si Kamo se hubiera evadido de verdad. No había ya forma de volver a dormirme. Encima de la mesilla, a mi lado, el reloj roto seguía marcando las once.

Kamo se calló durante días. Y tardamos un cierto tiempo en darnos cuenta: ¡Estaba perdiendo fuerzas! Su cara se hundía. Su calor le abandonaba. Lanthier intentó de nuevo la jugada de la chaqueta debajo de las sábanas. No hubo nada que hacer. Parecía que ya nada en el mundo podría calentarle. También Lanthier adelgazaba a ojos vistas. Y yo… yo me sentía como alguien que no podría volver a cerrar los ojos ¡amas.

Hasta que un día habló.

– Siberia es como un gran estómago de hielo.

Lanthier respondió a mi mirada de estupefacción con una sonrisa picara que quería decir: «¿Lo ves? ¿Qué te decía yo…? Siberia…». Kamo seguía hablando:

– Siberia se lo traga todo crudo, lo digiere todo y nunca devuelve nada.

Hablaba tan bajo que no teníamos más remedio que pegar casi nuestra oreja a su boca. El aliento que salía de ella era helado.

– Pero a mí, a Kamo, no me devora nadie…

Tuvo una especie de sonrisita gélida.

– Tú tampoco, lobo; tú tampoco me comerás.

¿Lobo? ¿Qué lobo?

Kamo no dijo nada más aquel día.

En casa. Pope y Moune empezaban a inquietarse por mi salud. Hasta aquel momento. la desgracia de Kamo casi les había hecho olvidarse de mi existencia. Cuando se despertaron de nuevo, yo había perdido cinco o seis kilos y había dormido tan poco que mis ojos briiiaban como carbones en sus órbitas rojas. Zafarrancho de combate, doble ración de sopa y de filetes. Llamaron al doctor Grappe, que me puso inyecciones.

– Doctor, ¿ningún prisionero ha podido escaparse nunca de Siberia?

Volvió a echar las sábanas sobre mis nalgas doloridas y dijo:

– No hay prisión de la que un hombre no pueda escaparse.

¡Incluso con un lobo hambriento en los talones? (Pero eso no lo dije; me lo guardé para mí.)

Sí, Kamo había vuelto a hablar del lobo. Era un viejo macho gris de ojos amarillos, inmenso, que le seguía paso a paso desde hacía días. Estaba tan agotado como Kamo y tenía tanta hambre como él. Por la noche, cuando Kamo no encontraba madera para hacer fuego, se quedaban los dos sentados frente a frente, espiándose. El lobo, demasiado hambriento él también, no estaba seguro de sus fuerzas. Esperaba a que el hombre se durmiese.

– Lo más aterrador de ti, lobo, no son tus dientes, no es tu mirada, no es tu paciencia…

Kamo le hablaba al lobo.

– Lo más aterrador de ti, lobo, es tu delgadez.

El lobo era el terror de Kamo, pero también su compañía.

– Yo también estoy delgado. Haces bien en no fiarte, lobo; al hombre delgado hay que temerle.

A veces Kamo encendía un fuego. Entonces él y el lobo se dormían. Y entonces la cosa era ver quién se despertaba antes para atacar al otro dormido.

– Es que tú no eres el único que tiene hambre -protestaba Kamo-; y yo también tengo dientes.

Sin embargo, fueron los dientes del lobo los que le despertaron una mañana. Estaban plantados en su tobillo y el lobo daba tirón tras tirón. Kamo había tenido la precaución de dormirse con los dedos apretados sobre la rama más gorda de la lumbre. La tea describió un arco y se abatió sobre el hocico de la bestia. Crujidos de madera y de huesos. El lobo saltó hacia atrás en medio de un olor de carne y pelos chamuscados, pero sin un grito.

– Has fallado, lobo. Podrás comerme los pies, pero ni Siberia ni tú me impediréis que alcance la línea de Vladivostok. Sólo estamos ya a tres días del tren, así que date prisa si quieres jamarme…

Lanthier el Largo no quería saber dónde estaba exactamente la ciudad de Vladivostok.

– Una de dos: o Kamo alcanza esa línea de ferrocarril, y se habrá salvado, o no la alcanza, y estará perdido. En ambos casos me importa un pito saber dónde está Vladivostok.

Yo necesitaba saberlo. Me parecía que eso me acercaría a Kamo. Era como si me preparase para esperarle allí, en el andén de la estación. Aquella noche el atlas me enseñó que Vladivostok estaba en el fondo de un gran saco; la ciudad más apartada del Imperio, la terminal del Transiberiano. La inmensa línea férrea cortaba el mapa en dos con un trazo nítido. Kamo estaba a tres días de marcha de un punto cualquiera de aquella línea…

Fue entonces cuando su madre anunció su regreso. Sonó el teléfono y era ella. Sí, había dejado a su grupo; no, no había desaparecido; sí, había podido arreglárselas con ¡as autoridades locales…

Pope hacía las preguntas a boleo, sin decir una palabra de Kamo. Le hacía a Moune grandes gestos desesperados, pero Moune sacudía la cabeza, incapaz de prestarle ayuda.

– No, no está aquí -dijo Pope de pronto-. Ahora mismo no está, no…

Siguió un silencio durante el cual Pope decía que sí con la cabeza como si la madre de Kamo estuviera frente a él; sí, sí; con los ojos vacíos, pensando en otra cosa.

– Sí, Tatiana. Cuente conmigo; se lo diré.

Y colgó.

– Llegará hacia el final de la semana -dijo-. Viaja en el Transiberiano.

Y luego:

– Dice que está nevando. Qué país… ¡Aquí en primavera y allí nevando!

Y por último:

– No me he atrevido a hablarle de Kamo. No, no me he atrevido…

A Kamo le iba muy mal. Se había puesto a nevar, efectivamente, sobre toda la Rusia oriental. Una nieve tan tupida que Kamo y el lobo ya no se veían. Kamo sentía el olor salvaje del animal en sus talones. Y la bestia, el olor acre del hombre a un salto de distancia. Pero ni la bestia tenía ya fuerzas para saltar ni el hombre para escapar de ella. Los dos se hundían profundamente en la nieve. Era como si Siberia les absorbiese sus últimas fuerzas, pero por debajo. Cada paso era como arrancarse del suelo… Tan difícil como desarraigar un árbol.

– No había previsto ¡a nieve -murmuraba Kamo.

Sus labios estaban lívidos y duros.

– Todo este blanco cayendo…

¡De pronto me acordé de lo que el color blanco significaba para él!

– ¿Lo has entendido, lobo? Es la nieve la que va a comernos. Es el cielo el que nos traga.

Ya casi no se le oía. El minúsculo hilillo de vaho que salía de sus labios parecía escribir sus palabras en el aire con una tinta transparente. En cuanto las pronunciaba, las palabras se evaporaban en el calor sofocante de la habitación.

Me incliné bruscamente sobre el oído de Kamo.

– Kamo, tu madre está en el Transiberiano, en algún punto de la línea, muy cerca de ti. ¡Está ahí. Kamo!

Pero no contestó. Ya no hablaba.

– Esta vez -dijo Lanthier el Largo- se acabó.

Caminábamos por París. No teníamos prisa por volver a casa. Estábamos solos. Lanthier el Largo aún dijo:

– Ha peleado bien.

Y luego;

– ¿Te has fijado?- No hay yemas en los árboles. La primavera viene con retraso este año.

A lo que contesté;

– De todas formas, no hay árboles en esta puta ciudad.

En mi cuarto, encima de mi mesilla de noche, el reloj de Kamo seguía marcando las once.

9 Las agujas marcaban las once

IN 0 me sorprendió encontrar vacía ¡a cama de Kamo al día siguiente. Me había hecho a la idea durante toda la noche. No les había dicho nada a Pope y a Moune. pero mis ojos, clavados en el techo de mi cuarto, veían con toda nitidez la cama de Kamo. Vacía.

Ni Lanthier ni yo quisimos quedarnos un segundo más en aquel hospital.

– Larguémonos de aquí.

Caminábamos muy deprisa por los pasillos, hacia la salida. El linóleo azul pálido tenía reflejos de hielo bajo nuestros pies. Sin embargo, el aire era caliente, inmóvil, saturado de todos los olores propios de hospital: mala cocina y desinfectantes. Apenas conseguía seguir a Lanthier el Largo, de lo rápido que iba.

Cuando desapareció al doblar por un pasillo, oí un ruido de chatarra, un taco, el choque sordo de una caída y una voz furiosa que chillaba:

– ¡Podías mirar por dónde vas! ¿No?

Corrí y me encontré frente a la gran enfermera antillana. Iba empujando una larga camilla mientras Lanthier se retorcía de dolor sobre el linóleo, agarrándose la pierna con ambas manos. Entonces, la figura tumbada en la camilla se inclinó sobre un costado y sonó una voz familiar que me pareció que llenaba todas las plantas del hospital:

– ¿Te has roto la pata. Lanthier? ¿Quieres compartir habitación conmigo?

Kamo. ¡Kamo! Despierto. Sonrosado como el culo de un niño. Y bromeando como Kamo. ¡Kamo! Él también me vio.

– ¡Hola, tú!

La enfermera le tendió una mano a Lanthier, que se levantó haciendo aspavientos. ¡Kamo! ¡La voz de Kamo!

– Salgo de la radiografía. Parece que se ha soldado a toda pastilla lo de aquí dentro, pero que los últimos días han sido difíciles.

Se daba golpecitos con un dedo en la cabeza, completamente afeitada.

– Una bonita jeta de presidiario. ¿no? ¡Van a creer que me he evadido de chirona!

Se reía.

No recordaba nada. Ni siquiera se acordaba de haber soñado. Nuestra historia del prisionero, de ¡a evasión y de Siberia le divirtió mucho. Todavía estaba débil. Hablaba bajo.

– Os he colocado lo que mi abuela me contaba a mí para dormirme cuando era pequeño. ¡Las hazañas del otro Kamo, su padre, el Robin de los Bosques rusos. Me las contaba todas las noches. ¡Un tío de cuidado el tal Kamo! Es verdad que se escapaba de todas las cárceles en que intentaban encerrarle. Sin embargo, hay algo que me extraña: nunca le deportaron a Siberia. Su última prisión fue el presidio de Jarkov, en Ucrania. Fue la Revolución la que le sacó de allí en 1917.

– Pero ¿y la lima, Kamo; la lima rota.? -preguntó Lanthier.

Kamo exhibió una risa de convaleciente, cansada y feliz.

– Las limas no están hechas para meterlas en el horno. Lanthier. ¡Debía tener un defecto y cascó con la cocción!

– ¿Y el lobo? ¿Y Siberia?

Esta vez era yo quien preguntaba. Kamo reflexionó por un momento.

– Debí mezclar varias cosas -dijo al fin-. Primero. Dostoievski. En Memorias de la casa muerta cuenta cómo es Siberia… ¡Terrible! Y también una novela de Jack London. El amor a la vida. Es sobre un tío que ha perdido su trineo y sus perros en Alaska; intenta alcanzar el mar a pie, entre la nieve, y le sigue un viejo lobo tan averiado como él. Una historia preciosa que me impresionó mucho.

Cuando había hablado demasiado, descansaba durante largas pausas. Las fuerzas le volvían a ojos vistas; el globo volvía a hincharse.

– La memoria es una cosa curiosa, de todas formas -murmuró-. Es como una coctelera: la sacudes y todo se mezcla.

– ¿Quién es Chavaír? -preguntó Lanthier.

– Era la hermana de mi bisabuelo. Participó junto con otros amigos (Vano, Annette, Koté, Braguin…) en muchas de sus evasiones.

Una pausa. Y luego, con una sonrisa:

– Te he convertido en mi hermanita, Lanthier.

Lanthier sonrió y se retorció incómodo en su sitio. Era evidente que tenía una pregunta que no se atrevía a hacer.

– ¿Qué sucede? -preguntó Kamo.

Lanthier el Largo se tiró a la piscina:

– De verdad. Kamo, ¿qué hiciste para escapar de ese lobo que te seguía? No me digas que se te ha olvidado.

La sonrisa de Kamo desveló una hilera de dientes relucientes.

– Vete a saber -respondió despacio-. A lo mejor me lo merendé yo al final.

Cuando, algunos días después, la madre de Kaino entró en la habitación de su hijo, declaró en tono brusco:

– O sea, que en cuanto me doy media vuelta te caes de cabeza…

– Y tú -contestó Kamo-, en cuanto dejo de vigilarte haces novillos…

Eran así los dos. Nunca compartían sus tristezas. Se guardaban sus preocupaciones para ellos. Se peleaban ellos solos con sus miedos. Se querían de verdad.

– Seguir aquel viaje organizado no iba a ser precisamente la manera de descubrir gran cosa sobre tu bisabuelo -contestó ella.

Los ojos de Kamo se iluminaron.

– ¿Entonces?

Se había incorporado sobre los codos. Miraba a su madre como un hambriento.

– ¿Entonces; -¿Has descubierto cómo murió aquel comecosacos?

Ella hizo signos afirmativos con la cabeza durante un rato mientras acariciaba el cráneo rapado de su hijo.

– Cuenta.

Y ella contó:

«Era en julio de 1922. La Revolución había terminado cinco años antes. Y la guerra civil se había acabado también. Melissi la griega, Melissi la Abeja, no había olvidado a su Kamo. Él había preferido la Revolución, es cierto, había hecho la guerra contra los cosacos, es cierto, pero ahora era libre. Ella buscó su rastro en aquel inmenso país deshecho. Y lo encontró. El nuevo gobierno había nombrado a Kamo jefe de aduanas de Transcaucasia. Vivía en Tiflis. Ella subió al tren. Él recibió un telegrama: "Soy yo. Voy". La noche que ella llegaba, él saltó sobre una bici y pedaleó como un loco hacia la estación. Gritaba su nombre en la noche: "¡Melissi!". Apareció un coche negro. El coche circulaba por su izquierda, con las luces apagadas. Él no iba precisamente por su derecha. El coche iba rápido.»

La madre de Kamo se interrumpió un instante. Abrió su bolso y sacó un objeto que tendió a su hijo.

– Toma, es para ti; me lo dieron las autoridades. Era la única cosa de este mundo que realmente apreciaba… Un regalo de Melissi.

Kamo recogió el recuerdo en la palma de su mano. Era un reloj como los que se hacían en tiempos pasados, con una caja con resorte y una cadenilla de oro. Kamo apretó un botón estriado y la tapa del reloj se abrió. El cristal estaba roto. Las agujas, inmóviles, marcaban las once.