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LA placa de latón que había en el portal decía en letras negras mayúsculas: AGENCIA DE CORRESPONDENCIA BABEL.
El grabador había puntualizado en letra cursiva; Todos los idiomas europeos. Para cuando lo descifré todo, la aparición de la oficina de correos había llegado ya al primer piso. Subía a pasitos rápidos, echando pestes contra el mundo entero, pero con un cupo especial para los funcionarios del cuerpo de correos. Y cada dos o tres escalones exclamaba:
– ¡Ay, mi alma! ¡Ay. pobre alma mía!
Cuando llegó al rellano del quinto, desapareció como por ensalmo. Mi oreja se pegó por su propio impulso a las tres puertas del piso. En la tercera…
– ¡Cuánto cúrrelo!… Esto no es vida… pobre alma mía…
Era allí. Ahora la oía recitar nombres propios y enumerar idiomas.
– Nezvanova, ruso. Iguarán, español. Earnshaw (di un respingo), inglés. Boerling, sueco…
Así durante cinco minutos largos. Luego, silencio. Luego:
– Vamos, Bibiche, que habrá que darse un descanso para tomarse un bocado, ¿no?
En dos saltos me planté en el piso de arriba. Oí cómo se abría la puerta:
– Setenta y tres… ¡Y sólo son las de hoy!
Y cómo se cerraba. Volví a bajar los escalones y me arriesgué a echar un vistazo entre los barrotes del hueco: estaba escondiendo la llave en el cajetín del contador del gas.
– Esto no podrá durar mucho tiempo, pobre alma
Le interrumpió un ataque de los. Una tos mala y cavernosa, de fumador. Por prudencia esperé a que bajara tosiendo y carraspeando hasta la planta baja.
Unos segundos más tarde, penetré en los locales de la agencia Babel. Penumbra. Olor a tabaco. Nadie.
El corazón en la garganta.
No sé qué era exactamente lo que esperaba con la mano en el interruptor, pero en cualquier caso lo que la luz me reveló fue otra cosa. Nada de escritorios, ni archivadores metálicos, ni máquinas de escribir, ni ordenadores, ni siquiera un teléfono, nada de lo que uno espera encontrar tras la palabra «agencia».
Una sola mesa, una sola silla y alrededor cuatro paredes cubiertas de libros. Una ventana con las cortinas echadas. Para alumbrarlo todo una única bombilla desnuda caía del cielo. Y aquel silencio… tan espeso como si se vertiera mezclado con la luz amarilla de la bombilla. Di un paso hacia adelante. El suelo crujió bajo mis pies como las hojas en otoño. Estaba cubierto por una alfombra de papeles arrugados que en algunos puntos me llegaba a las rodillas. Me arrodillé y desdoblé una de las hojas: Veronika, mitt hjárta, jag svarar sá sent pá ditt brev… Letra hermosa y esbelta. ¿En qué idioma? El resto había sido rigurosamente tachado y la hoja había ido a reunirse con todos los demás borradores que cubrían el sucio.
En el centro del cuarto, la mesa parecía emerger de un espumoso oleaje. Los sobres apilados formaban allí una doble muralla. A la derecha, sobres cerrados de cartas que ni) habían sido leídas aún. A la izquierda, sobres todavía vacíos para las futuras respuestas. Y frente a mí (acababa de sentarme) una tercera muralla, esta vez de hojas en blanco. Pilas de hojas de todos los tamaños, de todas las edades. Allí había viejísimos pergaminos que crujían bajo mis dedos, hojitas ligeras como encaje, otras tan ricamente decoradas que casi no quedaba en ellas sitio para escribir… ¡La más fabulosa colección de papel de cartas que uno pudiera soñar!
Y. en medio de aquella fortaleza de papel, plumas. Plumas de acero, plumas de bambú, plumas de ganso, algunas tan antiguas que habían perdido casi todas sus barbas.
Plumas, tinteros de todos los colores, pastillas de lacre multicolores y todo tipo de sellos, y también papel secante, y polvos para secar en unos curiosos saleritos de madera, toda una papelería surgida de las profundidades de los siglos para desplegarse sobre aquella mesa, entre ceniceros desbordantes de colillas y tazas de café (por lo menas diez) apiladas de cualquier manera junto a sus correspondientes platillos pringosos.
¡Era allí!
¡Era de allí de donde salían las cartas de siglos pasados!
De pronto, la aparición de la oficina de correos estalló en mi cabeza como un cohete rojizo.;YT si también ella emergiese de la noche de los tiempos? Por una vecina había oído yo hablar de ese tipo de historias… inmortalidad, reencarnación… Pero no, los fantasmas no funcionan a base de café y se fuman tres paquetes de pitillos al día…
Mi mirada se deslizó sobre las pilas de sobres abiertos en los que estaban ya escritas las direcciones. ¡Qué trabajo! La «pobre alma» tenía razón: a semejante ritmo perdería pronto la salud.
La salud…
Lo que volvía a ver ahora era la cara de Kamo. La cara lívida de Kamo. La furia por salvarle volvió a apoderarse de mí en el acto, e instintivamente mis ojos buscaron el papel adecuado, la pluma adecuada, el sobre adecuado…