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FUE así; el miércoles anterior me había escondido en la central de correos del distrito trece. Apostado delante del apartado 723 (el mismo al que Kamo enviaba sus contestaciones), estaba absolutamente decidido a descubrir a la persona que viniera a buscar el correo de la agencia Rabel. Hecho esto no tendría más que seguirla con discreción hasta el domicilio de la agencia propiamente dicho. (Para disimular me dediqué a hojear las guías telefónicas de París y de provincias como si hubiese decidido aprenderme de memoria los nombres de todos los franceses.) La broma había durado demasiado. Ya no me creía aquella historia de cartas franqueadas en otra época, y estaba decidido a salvar a Kamo a pesar suyo si era necesario.
No podía dejarle deslizarse hacia la locura. De verdad, hubiera podido esperar una eternidad delante de aquel cajetín de metal gris en el que caía una nueva carta cada cinco minutos.
– ¡Oye. eso de la agencia Babel va de miedo!
– ¿Qué será en realidad?
Los comentarios de ¡os empleados de correos, que se elevaban sobre la muralla de cajetines metálicos, no me permitían averiguar gran cosa.
– No sé: un rollo internacional. En los sobres hay nombres de todos los países.
– ¿Será una agencia matrimonial; Para la construcción de Europa…
– ¡Eh, Femand! ¿Por qué no les escribes a ver si te encuentran una mujercita?
Los de correos se ¡o pasaban en grande. Pasaban las horas. Y a las siete en punto se cerraron de golpe las ventanillas. Yo iba a ahuecar el ala con los últimos clientes, muy decidido a volver por allí lo más pronto posible, cuando una voz autoritaria llenó todo el ámbito de la oficina postal.
– ¿Tarde? ¿Qué es eso de tarde? ¡No señor, de tarde nada!
Luego hubo un apresurado taconeo sobre el suelo enlosado. Un empleado trataba de protestar en vano; la voz le rechazaba.
– ¡No señor, esto no puede esperar a mañana! ¡No puede ser y no me da la gana! ¡Yo también trabajo!
Un acento parisino de lo más espeso.
– Su cigarrillo, señora…,
– ¡Está apagado! ¿No ve que está apagado, o qué?
En ese momento, apareció por detrás de las cabinas telefónicas. Por debajo de la hilera de guías de teléfonos, sólo vi al principio el perro microscópico y aterrorizado que la mujer arrastraba por el extremo de una correa interminable.
– ¡Están prohibidos los perros en los edificios públicos, señora!
El empleado era gigantesco. A cada paso que daba estaba a punto de aplastar al animalito.
– ¡Bibiche no está prohibido en ninguna parte! ¡Un ninguna parte está prohibido Bibiche!
Y de pronto la vi: una mujeruca pequeñita, de unos sesenta años, de gestos eléctricos, pelo rojizo alborotado y ojos que lanzaban llamaradas verdes.
Con los pies desnudos dentro de unas babuchas que hacía chancletear vigorosamente, iba cargada con una cesta de la compra casi de su propio tamaño. El cigarrillo de la comisura de su boca soltaba montones de ceniza con cada estremecimiento de sus labios enfurecidos.
Se alzó de puntillas e introdujo un trémula llave en la cerradura del apartado 723…
La puerta metálica se abrió brutalmente y una avalancha de cartas sepultó al perrito.
– ¡Mierda!
Me precipité a ayudarla, pero su rechazo me dejó clavado en el sitio.
– ¡Mis cartas no se tocan! ¡No tocar! ¿Entendido?
Y sobre la marcha echó los sobres a puñados en la bolsa abierta de par en par. Riéndose burlonamente, le preguntó al empleado que seguía alzándose ante ella como una fortaleza:
– ¿Y esto? ¿No es trabajo todo esto? ¿Quién va a abrir este correo? ¿Y a contestarlo? ¿Usted quizá? ¡Es demasiado holgazán!
Por un brevísimo instante vi relampaguear un sobre de Kamo. ¡Un sobre lleno de amor y desesperación tirado en aquel capacho como un puñado de judías verdes!