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11 Epidemic

DURANTE el recreo, a los tíos que se quedan en un rincón se les nota.

Lo primero que me sorprendió de aquél fue que tenía el mismo aspecto de «poseso» que Kamo. Nunca una mirada a nadie. Y sentado siempre en el mismo rincón, con la espalda apoyada en la misma columna del patio cubierto. Le estuve observando durante varios días, lira un tipo fornido con el pelo rapado, que cargaba con un carterón casi tan voluminoso como él mismo. Siempre los mismos gestos: se sentaba contra la columna, abría la cartera, sacaba de ella una montaña de diccionarios, empezaba a consultarlos y enseguida no estaba ya para nadie. A su alrededor se peleaban y saltaban por encima de él como sobre un obstáculo del terreno; las pelotas de tenis silbaban en sus oídos, pero él no rechistaba, como si estuviera sentado en una biblioteca silenciosa.

– Es Raynal -me explicó Lanthier-. de tercero R; estábamos juntos hace dos años; difícil.

Yo no sabía cómo abordarle. Sin embargo, algo dentro de mí me lo ordenaba.

Una tarde le seguí a la salida. Caminaba en línea recta, con la cabeza metida en el cuello levantado de un chaquetón de marinero bretón. Los transeúntes le evitaban; iba abriendo un surco entre la gente. Yo veía sobre todo sus hombros, que se desplazaban como pesadas olas. Por último le eché todo mi valor y me puse a andar a su lado. Le pregunté sin mirarle:

– ¡Oye, Raynal! ¿Tú también tienes un corresponsal?

Se paró en seco. Me miró con unos ojos pequeños, semicerrados, en los que ardía un verdadero incendio.

– ¿Cómo lo sabes?

– No lo sé, te pregunto…

Por un momento creí que me iba a comer.

Luego, en su mirada se cruzó algo que reconocí inmediatamente: la necesidad de contar.

– Sí, tengo un corresponsal italiano: el sobrino del vizconde de Terralba. Tiene problemas con su tío y trato de ayudarle. ¡Hay que decir que el tío en cuestión no es un regalito que se diga! Le partieron en dos durante la guerra. En el campo de batalla sólo encontraron una mitad de él, que remendaron como pudieron. Luego, se volvió completamente majara. Pero un majara del tipo feroz. Corta por la mitad con su espada todo lo que se le pone a tiro: frutas, insectos, animales, flores, todo. Su sobrino tiene un canguelo terrible. El tío ya ha intentado ahogarlo y envenenarlo con setas…

Dejé que Raynal me contara hasta el final. Lo contaba bien, con verdadera pasión. Cuando acabó, le pregunté:

– ¿Quién te dio la lista de la agencia?

– Un colega que tiene una corresponsal rusa. Está en el último curso: filosofía y todo eso.

El filósofo vivía en la calle Broca y se llamaba Franklin Rist. Tenía dieciséis o diecisiete años, una voz baja y grave, modales suaves, pero bajo aquella aparente calma había unas cataratas del Niágara en ebullición. Se carteaba con una tal Nietochka Nezvanova que le mandaba cartas franqueadas en San Petersburgo, Rusia, a mediados del siglo pasado.

Nietochka vivía con un suegro violinista, más dedicado al vodka que al violín, que hacía responsable de su decadencia a todo el mundo. Nietochka sufría: sufría tanto que el rostro de Franklin, el filósofo, estaba inundado de lágrimas auténticas.

– La amo. ¿comprendes?

– Pero Franklin, entiéndelo: ¡ELLA YA NO EXISTE!

– ¿Y qué? Se ve que no sabes lo que significa amar.

El filósofo en cuestión había oído hablar de la agencia a una de sus compañeras de clase, Véronique, que se carteaba con un tal Gosta Boerling. sueco, ex pastor protestante expulsado de su parroquia por borracho en 1800 y pico. Costa Boerling hacía de las suyas en las blancas üanuras del Vermland, perseguido por los lobos y en compañía de otros proscritos, juerguistas y cachondos como él, triperos y bebedores hasta el límite.

Pero, mi querida Véronique. sé que es a usted a quien busco desde siempre en medio de esta loca disipación.

Y es a usted a quien siempre he esperado, contestaba Véronique.

¡Qué infortunio no pertenecer al mismo siglo!

¡Ay! Es cierto. ¡Qué mala suerte!

Al menos, ¡os dos sabemos que hemos existido el uno para el otro…

Éste era el tipo de cosas que se escribían. Y Véronique, inclinada sobre mí. con un leve gesto de extravagante felicidad vagamente burlón en sus ojos color de otoño, me decía:

– Tú el amor no puedes comprenderlo, ¿no crees? Eres demasiado pequeño…

Siguiendo el hilo conseguí encontrar, entre chicos y chicas, a una docena de abonados de la agencia Babel, relacionados todos ellos con el pasado… y en todas las lenguas imaginables. Todos completamente idos.

Todos más Kamos que el propio Kamo…

Hasta el día en que me dije: «¡No! Nietl Assez! ¡Basta! Es reicht! Stop it! ¡Ya está bien!».